Por el peligro que encierra el
lenguaje audaz y temerario, tal como están las cosas y la intolerancia de una
justicia española justiciera, no reprocho a nadie que no lo emplee pese a que
las soflamas revolucionarias las están pidiendo a gritos millones de ciudadanos
en numerosos países y a saber cuántos en España. Ni tampoco se lo reprocho a
esos periodistas digitales que al abordar la vergonzosa sentencia del siglo y
luego la clamorosa afrenta cometida por la presidenta de la Cámara, todos los
textos sobre ambos asuntos me resultan melifluos, demasiado cautelosos e
incluso cursis al lado del lenguaje durísimo y levantisco que merecen
provocaciones de una injusticia deliberadas y la sumisión de la presidenta del
Congreso. Y no se lo reprocho, porque los periódicos digitales de izquierdas,
aun los de pago, a duras penas pueden seguir adelante y han de ir con cuidado
para evitar problemas y quién sabe si también su cierre si sobrepasan la línea
roja impuesta por los mismos magistrados.
Por eso, emulando a Émile Zola
que en el escandaloso caso Dreyfus escribió una carta con el título de ¡Yo
acuso! en favor del oficial francés judío acusado de traición con pruebas
falsas y absuelto gracias a su carta, sin esperar indulgencia alguna para Alberto
Rodríguez de esa cuadrilla de psicóticos, de los que sólo puedo esperar
acciones penales de desacato, acuso a los magistrados de la Sala Segunda del
Tribunal Supremo de alta traición a los principios en los que se supone, aun
malamente, se basa la Constitución; de alta traición a una democracia (si es
que ha llegado a alcanzar la categoría de serlo) cada día más desfigurada por
ellos mismos con sentencias empapadas de autoritarismo militar, al lado de
otras rebozadas en manifiesta benevolencia cuando el procesado es más o
menos secretamente de su misma militancia o ideología. Yo acuso a los políticos
de la ultraderecha y de la derecha de franquistas redomados que, desde el día
siguiente de promulgada de la Constitución, encapsulados en las instituciones
y aun fuera de ellas, permanecen al acecho de su oportunidad para retornar a
España a un engendro de franquismo. Yo acuso a la presidenta del Congreso de
que, aparentando la integridad precisa para desempeñar la responsabilidad que
contrajo al aceptar el cargo, se ha revelado como miserable consentidora de
la causa franquista y ayuda de cámara del magistrado. Esto, para vergüenza del
parlamento entero al rendirse al magistrado sometiendo la independencia
institucional como poder legislativo del Estado, al poder judicial. Yo acuso a
todos los políticos que durante cuarenta y tres años se han hecho pasar por
ser de izquierdas y republicanos, y a la ciudadanía que cerrilmente les viene
votando sólo porque el Estado les da de comer, de ser esos de los que Einstein
decía que son peores que los perversos, pues ellos son los que consienten los
males del mundo y en este caso la frecuente prevaricación de los otros.
El caso es que, desde que empezó
el juicio oral hasta la felonía de la presidenta del Congreso traicionándose a
sí misma y traicionando la causa de un parlamento español, que parece más un
prostíbulo de carretera que un respetable lugar de encuentros y desencuentros
políticos por el bien de la nación, todo ha sido una cadena de despropósitos,
riadas de mala baba, de mala fe y de la peor voluntad para no hacer patria. Un
lugar en el que los ingenuos que empezamos a caminar de la mano de una Constitución
con ribetes marcadamente fascistas y una monarquía forzosa cuya penosa imagen
no tardó en dilapidarse a sí misma, esperábamos (luego se ha visto que
inútilmente) un referéndum más adelante; un lugar donde, a pesar de todo,
confiábamos en que fuese posible construir, por fin, una nación digna capaz de
enfrentarse a las amenazas del franquismo redivivo, y en la que entre todos
seríamos capaces de ir desactivando las minas enterradas por sus partidarios
desde el mismo día que desapareció el dictador…
Jaime Richart
24 Octubre 2021
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