Todos los problemas del mundo vienen de Dios en mano de la estulticia de los hombres. Y digo de los hombres sólo y no también de las mujeres, porque han sido los machos quienes lo inventaron; y luego los que manejaron su concepto. La mujer es mucho más práctica como para ponerse a idear herramientas con las que conquistar a los hombres u otras tierras. La mujer no divaga, ni es dada a profundizar ni se eleva demasiado como no sea para ver a las vírgenes que diseñó el macho, o a Dios en los pucheros. La mujer no se rebaja a perder el tiempo con la noble tarea de filosofar. La mujer fantasea. Pero fantasear es una operación quirúrgica de la mente que incluye la consciencia de estar fantaseando. Mientras que filosofar es un remontarse por encima de uno mismo poniéndose al mundo por montera, con la pretensión de encontrar la solución a la verdad. La mujer, excluida desde el principio de los tiempos del derecho a opinar sobre Dios, vive a ras de suelo, y a menos que haya caído en la desgracia de ir a parar a los brazos espirituales de un manipulador, se basta a sí misma para hacer frente a la vida y a la muerte.
Es el hombre el inválido, el incapaz que precisa de patrañas de altura (y que, pasada cierta edad, descubre hasta qué punto lo son) quien necesita de una idea tan noble como estúpida, tan consoladora como devastadora. Y todavía anda por ahí, a estas alturas de la civilización, un hombre ataviado con extraña indumentaria encizañando y dividiendo al mundo entre los con Dios y los sin Dios. Y aún se arroga el derecho a meter tanto la pata porque no escucha ni a Dios.
Si una sociedad abrupta, agresiva y cainita como la española fuese capaz de suprimir a Dios de un decretazo, de la noche a la mañana los ricos se arruinarían, empezaríamos a repartirnos la tierra desde cero desde cero y se daría a sí misma inmediatamente