lunes, 8 de noviembre de 2010

Escribir nos transforma

No sólo en el aspecto psicológico, pues desconfío de todo desarrollo parcial en detrimento del inte­gral de la persona si no sabe administrarlo; pero tam­bién...

Escribir habitualmente transforma el ser en todas direccio­nes. Siempre hay un momento para hacerlo. Lo mismo que para leer. Pero escribir cambia aún más. Desde el momento en que una persona escribe algo medianamente meditado, es otra. Es in­creíble hasta qué punto una persona que ver­baliza una cues­tión fuera de las notas ordinarias para andar por casa, desde el momento en que coge el teclado o la pluma y la plasma en el papel o en la pantalla, puede sor­prenderse a sí misma “dis­tinta” en relación a ese mismo tema. Pues aun­que escriba en una dirección ideológica, es decir, de pensa­miento cerrado y “prestado”, se da cuenta también de su ob­cecación al renun­ciar a otros aspectos que atisba aun­que su propósito sea ex­plotarla. No hablo del dictado, de quien acostumbra desde su poltrona a dictar a otro u otra sus men­sajes, instrucciones u ór­de­nes. Hablo de quien escribe reco­gido en su mismidad y ha de meditar una brizna lo que piensa para pasarlo al soporte co­rrespon­diente.

Es indudable que para escribir hay que saber leer. Pero el analfabetismo actual no viene de no saber leer juntando las le­tras, sino de limitarse a pasar la vista por encima de lo es­crito, de quedarse con los titulares de un periódico y todo lo más con la en­tradilla. No ya, como la llamaba Ortega y Gas­set, de no practicar la “lectura vertical”, es decir, la lec­tura "pensante" en los asuntos que lo requiere, sino de pre­ferir el panfleto a la hoja parroquial, la hoja parroquial al fo­lleto, el fo­lleto al pe­rió­dico... el periódico al libro, el libro a la acción de escri­bir per­sonalmente lo que uno piensa.

A menudo se renuncia a escribir de antemano sin po­nerse a prueba, como si escribir fuera algo propio de "exper­tos"...

Escribir supone una tensión mental, una búsqueda de re­fe­rentes, una necesidad de cerrar en nuestro cerebro las grie­tas al argumento elástico pero lo más absoluto posible. Pero tam­bién, el asumir las consecuencias de nuestra op­ción, de nues­tro relativismo, subjetivismo, solipsismo, según los casos y la materia que abordemos. Porque quien gusta del debate o la discusión, hará planteamientos estrictamente "especializa­dos" para discutirlos con otros tan especializa­dos como él. Pero quien rehúye la polémica, no porque crea que está en pose­sión de la verdad sino porque tras la difi­cultad de encon­trar al­guna medianamente estable, una vez descubierta la hace suya y es "su" verdad, escribirá mucho más con el pro­pósito de re­conciliarse consigo mismo antes que buscar con­vencer a los demás. Incluso antes que sinto­nizar con los de­más. Aquí, en ello y aproximadamente, agotará su propósito, su idea. Pero para escribir, como para hablar, no se precisa ser un “enten­dido” en escritura, si lo que deseamos es ex­pansionarnos y no asombrar. Porque a esto preferentemente me refiero...

Escribir alivia, conforma el pensamiento, lo talla, lo nutre. Y está al alcance de todos. Incluso es un recurso sin igual co­ntra las enfermedades de­generativas del cerebro y aun de la circu­lación sanguínea. Lo de me­nos al escribir es hacerlo bien, con elegancia, con persua­sión, con efectos colaterales o secunda­rios de compartir la idea con otros. Lo que importa es que "obliga" al pensamiento. Por eso no es prioritario hacerlo "bien". Estamos tan hartos de tantos que escriben dominando el lenguaje escrito para decir sandeces, incon­gruen­cias, desa­tinos, exabruptos, barbaridades, que valora­mos mucho más lo es­crito toscamente, aunque no lo com­partamos, pero pen­sado con mimo, que los ríos de tinta al servicio de la mente­catez y a menudo de la parciali­dad des­carada a favor de causas inno­bles y exactamente monstruo­sas. Y no sólo es­toy pensando en el periodismo. Ni siquiera en el ensayismo mediático. Estoy pensando en tanto necio ilustrado que es­cribe contra natura, contra la sensibili­dad elemental, contra el humanismo clásico y hasta contra la humanidad escudado en un hipotético éxito no­ve­lero o pseu­dointectual.

Lo dicho. Aquél o aquélla que todavía no ha pasado de la lectura a la escritura, si se decide a escribir, comprobará por sí mismo o por sí misma que empieza a ser casi, casi, otra per­sona.

La miseria del papado

Las últimas palabras de Federico Lombardi, el portavoz del Vati­cano, antes de regresar el papa a su lujosa casa, son las acostum­bradas en los emisarios de los papas. Es el estilo típico de los alta­ne­ros, de los mafiosos y de los cínicos que tienen a un testaferro que les va a "aclarar" sus exabruptos, sus imposturas, sus cacica­das, sus in­solencias y su agresión verbal. Lombardi cree aclarar las infaus­tas palabras de Ratzinger, quien, en el avión que le trajo y an­tes de aterri­zar, comparó el anticlericalismo que hubo en la II República espa­ñola, con el agresivo laicismo actual en España fruto de la constitu­ción.

Lombardi ha dicho antes de irse con su compadre: "el papa no quiso ser polémico", "quiere encuentro y no choque": la mismísima es­trate­gia de los antes relacionados antes de apuña­lar verbalmente al ad­versa­rio: "yo te respeto, a ti y tus ideas, pero eres un indeseable"...

Está muy vista y oída esa táctica de rufián educado en jesuitas. Está muy manida; una táctica que no sólo desacredita a quien la em­plea sino que pone también en evidencia su falta absoluta de imagi­nación y el indomable dogmatismo propio de quienes se erigen como posee­dore de toda la ver­dad, con exclusión de la verdad de los de­más.

Esto, la hipocresía, la doble vara de medir, la ley de lo estrecho para los otros y lo ancho para mí que predico; eso, el tener siem­pre prepa­rado, ante las maniobras y la bribonería de los papas y sus purpu­ra­dos al servicio de los dictadores sanguinarios, lo mismo que ante los crímenes morales de sus pederas­tas, el alegato de que ellos, por un lado, también son "huma­nos” para que les disculpemos en tanto que golfos redomados, y, por otro, son divinos para que nadie les repli­que; todo esto es lo que hace superlativamente odioso al pa­pado y a la doctrina social y moral puesta en marcha por el Vaticano hace más o menos dos mil años. Una doctrina y unas prácticas que se han mantenido precisamente veinte siglos, gra­cias a la ignorancia univer­sal. No es casual que Benedicto haya re­unido en Barce­lona sólo a la cuarta parte de fieles que su predece­sor, Juan Pablo II, en 1982.

Dicen que el tiempo pone a cada uno en su lugar. Pues bien, el siglo XXI, el siglo del conocimiento, de la infor­mación y de la inteligencia al alcance de los 6 mil millones que pue­blan el pla­neta está des­cu­briendo toda la maquinación, toda la prestidigitación, toda a im­postura del Poder y los poderes, pero también la frivolidad teológica del cato­licismo. Y no sólo eso, es que el siglo XXI está asistiendo, impávido, a la roma inteligencia del papado que se resiste tercamente a perder el poder terrenal y a ir descalzo o en asno por el mundo si es que desea "re­evangelizarlo", como ha dicho también en Barcelona. Ig­nora, el ne­cio, que, ya sólo es eso lo único que le queda para redi­mirse y congra­ciarle, a él como a su Iglesia, con Cristo y con su Dios.

sábado, 6 de noviembre de 2010

El circo mundial

La democracia burguesa es un circo en el que los números circen­ses están a cargo de tres troupes variopintas. Por un lado están los políti­cos propiamente dichos; por otro, los clérigos propiamente di­chos que no son más que políticos disfrazados de fantoches; y luego están los pe­riodistas propiamente dichos que son una mezcla de políti­cos, de clé­ri­gos y de fantoches de paisano encargados de glosar para no­sotros, los bobos, las peleas entre políticos o entre fantoches y políti­cos.

Los políticos son funambulistas que se mecen en el hilo hasta que caen. Los clérigos son los domadores de fieras. Antes éstas eran los súbditos; ahora son los go­bernantes a quienes los cléri­gos quieren do­mesticar. Y los periodis­tas son los prestigitadores que ocultan o velan la basura de los políti­cos, de las institu­ciones, de las policías, de los ejér­citos y de la mo­narquía, y brindan al pueblo toda suerte de frivolidades, de bele­nesteban y de rifirrafes disparatados entre políticos indeseables y polí­ticos amantes de las medias tintas.

Como sabemos Roma daba al pueblo pan y circo, y la España de la Ilustración, pan y toros. En ambos casos, eran una di­versión que halaga las bajas pasiones del pueblo llano, amorti­gua los conflictos sociales y le mantiene en una situación de atraso. Y en Francia, por no dar los re­yes ni sus favoritas, ni pan ni bollos al pueblo, éste hizo la revolu­ción e inventó la guillotina.

En la España del siglo XXI el pan y toros de ayer es el circo profuso de fút­bol y motor de ahora, pero también otro circo dentro del circo ge­neral, que no otra cosa es ETA. Este último circo empezó en cuanto se re­apoltronó la rea­leza en 1975, y dura hasta nuestros días.

Y luego están los payasos. Los payasos son los primeros man­datarios del G9. Y todavía hay un tonto del capirote amancebado al G9 que está estos días entre Santiago y Barcelona. ¡Viva el circo mundial y cierra España!

Las mentalidades


Dicen los castellanos que hablando se entiende la gente. ¿Verda­deramente creemos que hablando se entiende la gente? Desde luego ni los políticos cuando hablan ni los periodistas cuando escri­ben de política, demuestran tener el más mínimo propósito de en­tenderse. Es más, de poco o de nada sirve hablar el mismo idioma si no se comparte la mentalidad. Y en política, si luego cada bando da un significado distinto a cada palabra. Cua­renta años de mordazas no han traído más que convulsas logorreas que nos hacen dar más valor al silencio.


Pues una cosa es el idioma y otra el lenguaje. Si el idioma no se expresa desde mentalidades similares, no habrá entendimiento en­tre dos. La distinta mentali­dad que pone en boca al idioma puede se­pa­rar tanto a dos interlocutores que parecerán estar hablando dis­tintos idiomas. Por eso nos comunicaremos me­jor con un lapón o con un zulú aun­que no hablemos su len­gua ni ellos la nuestra, que con tantos que hablan el caste­llano en la que ahora es­cribo.


Es más, me entenderé mil veces mejor con cualquiera de los que hablan uno de los 6.000 idiomas que según Ethlogue se hablan en el mundo, que con mi vecina caste­llana. La primera barrera es la edad: ambos tene­mos vi­vencias muy diferentes; la segunda es el sexo: ella se de­clara femi­nista y yo, para ella, soy machista; sus es­tudios, su edu­cación y su economía y los míos son empali­zadas que se alzan entre los dos. Y ¿la ideología? Ella pro­fesa pura faes, yo nin­guna. Así es que al encontrarnos frente al más mí­nimo pro­blema común, en cuanto hablamos, en lugar de arre­glarlo lo agra­vamos. Es así: hablamos el mismo idioma pero tene­mos mentalida­des com­pleta­mente dife­rentes. Y así más valdría buscar un media­dor.


Pues esto mismo pasa en el Congreso y a los políticos fuera de él. Los parlamentarios españoles hablan en el parlamento castellano, pero tie­nen mentalidades irreconciliables. Y una concretamente sólo se dedica a poner todo su empeño en que cual­quiera iniciativa que no sea suya fracase. Su mentalidad no ha entrado to­davía en el mi­lenio que vivimos…


De todo esto resulta que en la España de pensa­miento único y múlti­ples mentalidades, el castellano cada vez tiene menos peso específico en el mundo aunque sea la segunda lengua más hablada: lo usan los castellano-parlantes para detestar­se, los políticos para in­sultarse, y los periodistas para mo­farse de los políticos contrarios o satiri­zarles. Así no vamos a nin­guna parte. Es lo que tiene la inma­durez cuando se afrontan los acontecimientos sociales con la es­casa retórica política que ha podido practicar este país en castellano a lo largo de su cortísima historia liberal: todo nos sitúa a todos al ni­vel de zu­ru­petos.


Yo, por mi parte, estoy poco a poco renunciando a la conversación en castellano y quedándome sólo en el hola y el adiós. Cada chá­chara está infec­tada, o de sexo o de política a pe­sar del pésimo inte­rés que ésta sus­cita más allá de los chis­mes de comadre y de las pésimas noticias que nos llegan desde Eus­kadi. Quizá por eso estoy dándome cuenta de por qué decía Cicerón: “nunca es­toy menos solo que cuando estoy solo (y menos ocioso que cuando estoy ocioso”).


La libertad antropológica

Toda en teoría, muy escasa en la práctica: pese a lo que se empe­ñan los optimistas y los triunfadores, si bien la libertad del ser humano como ser pensante podemos decir que es completa, su li­bertad social se reduce a ese mínimo mar­gen que tiene la hormiga para salirse a duras penas del sendero…

En todo caso a la realidad dan dos ventanales. Desde uno de ellos la realidad “es” lo que presenciamos con nuestros propios ojos, lo que es­cu­chamos y lo que entendemos. Desde el otro “es”, lo que nos cuentan. Sentados frente a uno de los dos, podemos utilizar dis­tintos anteojos para verla, medirla, pe­sarla y valorarla. Cada uno nos apor­tará un co­nocimiento moral y material de cada cosa. Y a su vez ese conocimiento se mo­dificará y nos causará uno u otro efecto se­gún lo tratemos y se­gún el grado de profundi­dad a que seamos ca­paces de lle­gar.

Pues bien, la antropología es uno de esos anteojos y la antro­polo­gía fi­losófica otro. Y a través de ambos no se ven ni el enfoque ideo­lógico ni el político ni el moral, que son los tres más usuales someti­dos a la pública opinión. Y desde la perspec­tiva de la antropolo­gía filo­sófica concretamente, la realidad es bien simple: para ella es tan in­diferente que un mare­moto se trague todo un país, que un micro­bio de la fie­bre nos mate o su­cumba por un cambio brusco de tem­peratura.

La antropología filosófica es un marco de estudio y análisis del ser humano como zoon más que como politikon; más irracional que ra­cional. Desde esta perspectiva la libertad entendida como libre albe­drío y la libertad política entendida como libertades formales, o son in­existentes o son minúsculas; desde luego carecen de la naturaleza que les confiere la política y los ordenamientos jurí­di­cos y por su­puesto los medios y los estudiosos. Por ello, aunque la política y el derecho y en correlación el pe­rio­dismo interpretan las li­bertades for­males como ausencia total de opresión sobre el espíritu y el desen­volvimiento personal, anali­zadas antropológicamente son tan re­so­nantes como vacuas, tan reales o ilu­sorias como la libertad filo­sófica.

Pero entre nosotros los latinos siempre, y más hoy día, se filosofa poco, y se atiende más a la superficie de las cosas, a los as­pectos externos y más inmediatos de los con­ceptos es­pecialmente cuando nos expresamos en lenguaje político o jurídico, que es lo habitual. Por eso los leguleyos son los que dominan. Y lo frecuente no es hablar de la libertad en tér­minos filosóficos o meta­físicos, sino en claves so­ciales. Por eso el jurista, el político y el periodista se re­fie­ren siempre a la libertad como li­bertad social. Y así dicen; aquí hay libertad, allá no hay liber­tad. Nuna perfilan ni modulan el cuánto de libertad, ni parten de un modelo de libertad ni de un mo­delo de socie­dad donde exista absolutamente. Sencillamente porque no existe. No ponderan que toda tribu, todo clan, todo Estado tienen sus reglas, sus normas, sus leyes, sus costumbres. Y toda norma, toda ley, toda costumbre limita la liber­tad. Jean Jacques Rousseau decía que la condición de la li­bertad es inherente a la humanidad, una inevitable faceta de la pose­sión del alma en la que todas las in­teracciones so­ciales con posterio­ridad al nacimiento im­plica una pérdida de libertad, vo­luntaria o invo­lunta­riamente. El hombre nace libre, pero en todas partes está encade­nado. En toda sociedad, para serlo, hay restriccio­nes.

En general y en oc­cidente basta que un país haga una am­pu­losa pro­clama o declaración de la libertad en su cons­titución o en sus ins­tituciones políticas, para que todos los opi­nantes estén de acuerdo en que la hay. Lo de menos es averiguar y comprobar si ese país en con­creto, sus policías y sus jueces con­culcan o no la li­bertad, en todo o en parte, por clases sociales, por segmentos de población o por te­rri­torios. Va­lórese la libertad que disfrutan los ciu­dadanos en Estados Unidos, según sean patricios, negros e hispa­nos, y qué clase de liber­tad está im­poniendo a cañonazos en los in­va­di­dos y ocupados en Oriente Medio. Pero también, véase qué gé­nero de li­bertad existe en España y concretamente en el País Vasco donde son profusas las detenciones y procesamientos bajo la gran excusa de las de­mo­cra­cias burguesas occidentales, y especial­mente la espa­ñola, de terro­rismo y apologías. Por eso, unos maldi­cen tan fácilmente a paí­ses como China o Vene­zuela y a sus diri­gentes ig­norando o que­riendo ig­norar que la libertad formal bá­sica empieza por tener cada ciudadano un te­cho digno, una nutrición sufi­ciente, una enseñanza de calidad y un res­peto abso­luto al ciuda­dano por parte de quienes os­tentan o detentan el poder, dones que sólo los disfrutan a costa de otros. ¿Se plas­man, se realizan, se concre­tan en realidad todos esos de­rechos que consti­tuyen la li­ber­tad for­mal de primer rango en esas democra­cias burguesas? Yo creo que no, que habría que de­mos­trarse que no sólo son no­mina­les, sino que todo el mundo y en cualquier parte del territorio del Estado se puede dor­mir tranquilo, satis­fecho y sin temor? Yo creo que habría que demostrarla fe­haciente­mente,pues la impre­sión ge­neral y honda es que la dis­criminación racial en unos sitios, la cate­go­ría so­cial y la capacidad econó­mica de los ciudadanos en todos los países capitalistas marcan enormes distancias entre los dere­chos y li­bertades de unos ciudada­nos y otros.

Volviendo a la antropología filosófica, ésta distingue entre la emi­colo­gía: estudio de los significativos en el ámbito estructural y del com­portamiento de una cultura, descritos desde el propio punto de vista de esta cultura, y la eticología: estudio de los significativos del ám­bito estructural y del comportamiento de una cultura, descritos en función de unos rasgos independientes o por contrastación con otras culturas, por ejemplo, con la cultura del estudioso.

Esto significa que ningún autor periodístico, ni el lenguaje usual de los medios de comunicación -los chamanes de la modernidad- atien­den al concepto libertad desde el punto de vista emicológico, es de­cir, desde las "razones" que existen en otros países de culturas muy dife­rentes de la nuestra para organizarse socio políticamente, y para te­ner sus propias reglas, preceptos, costumbres y en suma su cultura. Esto es tan lamentable como ver “normal” que se aplique a un reo la inyección letal o la silla eléc­trica porque es una ejecución más civili­zada y de rango superior, y se vea horrible la lapi­dación en la que di­fícilmente la muerte del reo no será prácticamente instan­tánea gra­cias a una piedra en la sien. Y tan la­mentable como supo­ner que no­sotros, los occidentales, tenemos derecho a la inje­rencia y a la im­po­sición de nuestras ideas y conceptos políticos, a la fuerza de los em­bargos o por la brutalidad de invasiones y ocupa­ciones armadas, atentando co­ntra la liberta­d de los pueblos a gobernarse por sí mis­mos y por sus costum­bres, nos gusten o no. Pues la re­afirmación de los valores propios negando los aje­nos, por un lado, y el arrogarse el derecho a la injerencia, por otro, son las acti­tu­des más odiosas desde el punto de vista humano y también antro­poló­gico, pues es propio de las bestias humanas, de los engreí­dos, los petulantes, los soberbios, los fas­cis­tas y los neolibe­ra­les.

Estos apuntes pueden valer para que se vea hasta qué punto, desde el prisma antropológico –otro más de los enfoques posibles- la pala­bra libertad es evanescente y escurridiza. Tan escu­rridiza y eva­nes­cente como el agua entre las manos y como los conceptos amor, res­peto, justicia, democracia y dios.