domingo, 26 de diciembre de 2021

La gran mentira de los intelectuales (Traducción)

 

 

 

 

LA GRAN MENTIRA

DE LOS INTELECTUALES

 

Paul Johnson

(Traducción Jaime Richart)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mi hijo Paul Johnson

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PREFACIO

 

 Desde hace doscientos años, la influencia de los intelectuales no ha cesado de crecer. El auge del intelectual laico es un rasgo del mundo moderno y, en la Historia, un fenómeno nuevo. En sus incardinaciones precedentes, a los intelectuales -curas, escribas o profetas- se les atribuía el papel de guías de la sociedad. Pero las innovaciones morales e ideológicas de estos guardianes de culturas históricas, primitivas o evolucionadas, estaban limitadas por una autoridad exterior y la herencia de la tradición. Ellos no eran, no podían ser, espíritus libres o aventureros del pensamiento.

 Con el declinar del poder clerical, el siglo XVIII ve emerger un nuevo tipo de mentor. El intelectual laico podía ser deista, escéptico o ateo. Pero al igual que todo pontífice o cura, se apresura a explicar al género humano cómo manejar sus asuntos. Proclama para comenzar, su devoción particular por los intereses de la humanidad y su deber evangélico de favorecerlos gracias a sus enseñanzas. No sintiéndose ligado a ninguna religión revelada, aplica a esta tarea una dedicación más radical que sus predecesores. La sabiduría colectiva del pasado, la herencia de la religión, las prescripciones de la experiencia ancestral eran hechos para ser observados de manera selectiva o rechazados en bloque: era el sentido común de cada cual lo que debía decidir. Por primera vez en la historia humana, con una confianza y una audacia crecientes, los hombres se pretendieron capaces de diagnosticar los males de la sociedad, curarlos con la ayuda de su propia inteligencia y, más aún, mejorar el comportamiento de los seres humanos. Contrariamente a sus predecesores, ellos ya no eran servidores ni intérpretes de los dioses, sino sus sustitutos. Sus héroes fueron Prometeo, que roba el fuego celeste y se lo entrega a los hombres y a la tierra.

 Los nuevos intelectuales laicos -es uno de sus rasgos más destacados-  investigaban con delectación sobre la religión y sus protagonistas después les sometían a una minuciosa crítica: ¿eran las religiones reveladas benéficas o nocivas para la humanidad? Estos papas, estos pastores, ¿en qué medida vivían según sus preceptos de pureza, de verdad, de caridad y de bondad? Y los veredictos cayeron, severos, sobre las Iglesias y el clero.

 En el presente, después de dos siglos de decadencia de la religión en el curso de los cuales el papel de los intelectuales no ha cesado de crecer, hasta modelar nuestras actitudes y nuestras instituciones, es tiempo de investigar sobre su conducta, a la vez pública y privada. Me refiero sobre todo al crédito moral y al discernimiento que conviene suponer a los intelectuales que pretendieron enseñar a los hombres cómo comportarse. ¿Cómo fue su vida personal? ¿Eran honestos en su vida sexual y en sus asuntos de dinero? ¿Se condujeron lealmente en su familia, con sus amigos, con sus colaboradores? ¿Hablaban, escribían la verdad? ¿Habían resistido sus propios sistemas en alguna medida la prueba del tiempo y de la práctica?

 

 

 

 

 

 

 

1.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU, UN LOCO INTERE­SANTE

 

Este estudio comienza por Jean-Jacques Rous­seau (1712-1778), el primero de los intelec­tuales moder­nos, su arque­tipo y, bien mirado, el más influyente de todos. Hombres de más edad, como Voltaire, hab­ían iniciado el tra­bajo de demoli­ción de muchos alta­res y entroni­zado la razón. Pero Rousseau fue el pri­mero en combinar todos los caracteres sobresalientes de los prometeos modernos: la reivindica­ción del derecho a rechazar el orden existente; la fe en su pro­pia competencia para reestructurarlo en virtud de los principios de su fe; la creencia en que esta tarea podía lle­varse a cabo mediante un proceso político. Y, lo que no es desdeñable, el reconocimiento del papel inmenso jugado por el instinto, la intuición, el impulso del comporta­miento humano. Creía consa­grar hacia la humanidad un amor excep­cional, ser detentador de un saber único que podía contri­buir a su felici­dad. Y, en su época como más tarde, un número impor­tante de personas fue compartiendo su opinión.

A la corta o a la larga, su influencia fue in­mensa. Des­pués de su muerte, incluso para la generación siguiente adquirió el estatuto de mito. Murió diez años antes de la Revolución de 1789, pero numerosos contemporáneos le tie­nen por su responsable, así como de la caída del An­cien Régime” en Europa. Louis XVI y Napo­león participa­ron de este pare­cer. Edmund Burke, evocando a las élites revolucionarias dice: “Una gran querella distingue a sus líderes que se dispu­tan la mayor semejanza con Rous­seau Para ellos él es el modelo de perfección.” Para Robes­pie­rre, “Rousseau fue el único que, por su alma ele­vada y la grandeza de su carác­ter, se mostró digno del pa­pel de educador del género humano”. Durante la Revolu­ción, la Con­vención votó el tras­lado de sus cenizas al Pan­teón y, después de la ceremo­nia, su presi­dente declaró: “Es a Rousseau a quien debemos el asesinato vivificante que ha transfor­mado nuestras mane­ras, nuestras costum­bres, nues­tras leyes, nuestros sentimien­tos y nuestros hábi­tos.

Por tanto, Rousseau vuelve a poner en cues­tión cier­tos postu­lados esenciales del hombre civilizado. Su influen­cia, de una amplitud extraor­dinaria, se manifiesta de diver­sas for­mas. Todas nuestras ideas modernas sobre la educa­ción fueron afectadas en diversos grados por la doctrina de Rous­seau, principal­mente por su tratado Emilio (1762).

El fue quien popularizó —y, de algún modo, in­ven­tado— el culto a la naturaleza, el gusto por el aire libre, la búsqueda de la lozanía, de la espontaneidad y del natural. Ha criticado la ciu­dad, y ha señalado y desmontado los artifi­cios de la civilización. El es el padre del baño frío, del ejercicio sistemático, del de­porte que forma el carácter y del ¡week-end en la casa de campo!

Por otra parte, con su rescate de la naturaleza, Rous­seau enseñó también la desconfianza hacia el progreso y hacia las mejoras graduales aportadas por la marcha lenta de la cultura mate­rialista. En este sentido, deja el siglo de las Lu­ces al que pertenecía para ir en pos de una solución más radical. Subraya que, para mejo­rar la sociedad, la razón, por ella misma, se re­vela insuficiente. Lo que no quiere decir que el espíritu humano sea incapaz de realizar los cam­bios necesarios, pues dispone de fuentes y recur­sos escondidos, inexplotados: los de la intui­ción poé­tica, que es preciso utili­zar para hacer frente a las leyes esterilizan­tes de la razón.

En este estado de ánimo es cuando Rousseau es­cribe sus Confesiones, acabadas en 1770, pero publica­das después de su muerte. Este libro marca a la vez los inicios del movi­miento romántico y los de la litera­tura introspectiva mo­derna. Incluye el descubri­miento del indivi­duo, la gran obra del Renacimiento, y la pe­queña revolución de la ex­huma­ción del yo íntimo para exhibirlo en el exterior, pública­mente. Por primera vez, los lectores pueden leer en el inter­ior de un corazón. Pero —otro trata­miento típico de la litera­tura moderna— la vi­sión fue decepcionante. El co­razón exhibido de ese modo estaba corrompido, apa­recía como puro exteriormente pero estaba adulte­rado en su inter­ior.

El cuarto concepto popularizado por Rousseau viene a ser de alguna manera el más extendido. Afirma que, cuando una sociedad evoluciona y pasa de su estado de naturaleza primitiva a la compleji­dad urbana, el hombre se corrompe: su egoísmo origi­nal, el que él llama el amor de sí, se trans­forma en un instinto mucho más perni­cioso, el amor-pro­pio, que combina la vanidad y la complacencia de sí. Cada hom­bre se evalúa entonces en función de lo que los otros pien­san de él y busca impresionarles por su dinero, su fuerza, su espíritu y su superiori­dad moral. Su egoísmo natural se hace competitivo, atesoriza­dor. Y así se encuentra doble­mente alie­nado, no sólo por los otros, percibidos como riva­les y no tanto como hermanos, sino también por sí mismo. Esta alienación induce en el hombre una enfermedad psicológica que se manifiesta por una trágica divergen­cia entre la apariencia y la verdadera reali­dad. Esta enfermedad de la competitividad, tal como la concibe Rousseau, des­truye el sentido colectivo, exci­tando sus ras­gos más noci­vos, principalmente su deseo de explotar a los otros. Lo que conduce a Rous­seau a sospe­char de la propiedad privada como la fuente del crimen social. En los albores de la Revolu­ción industrial, su quinta innovación fue pues desarro­llar los rudimentos de una crítica del capita­lismo en el prefacio de su obra Nar­ciso y de su Dis­curso sobre la ilegalidad donde acusa a la propiedad, y a la rivalidad para acce­der a ella, de ser las causas originales de la aliena­ción. Marx y muchos otros extraje­ron abun­dantes ideas de Rous­seau acerca de la in­fluencia de la cultura. Para Rousseau, “naturalsignifica original” o precultural, y toda cultura es intrínsecamente peligrosa, puesto que es en la asocia­ción del hombre con los otros cuando sus tendencias al mal se agrandan. Dice en Emilio: “El soplo del hom­bre es fatal para sus congéne­res”. La cultura en la que vive el indivi­duo, esa construc­ción artificial, por sí misma en evolución, dicta el comporta­miento humano. Pero se la puede transfor­mar radicalmente rectifi­cando el orden social.

Estas ideas son de tal alcance, que podrían cons­ti­tuir casi una enciclopedia del pensa­miento moderno por sí solas. Es verdad que no todas eran de él. El abanico de sus lecturas era vasto:

Descartes, Rabeleais, Pascal, Leibniz, Bayle, Fonte­nelle, Corneille, Petrarca, Le Tasse. Apre­ciaba particu­larmente a Locke y a Montaigne. Germain de Stael opinaba que él “no había inventado nada” pero que poseía las facultades más sublimes jamás dispen­sadas a un hom­bre”. Y añadía: “Tiene todo inflamado”. El estilo de Rousseau, simple, di­recto, poderoso, apasio­nado, comportaba conceptos tan vivos que hom­bres y mujeres, bajo el efecto del cho­que, los recibían como revelaciones.

¿Quién era este moralista de semejante fuerza intelec­tual?

¿Cómo había llegado a ese nivel?

Rousseau era suizo. Nacido en Ginebra en 1712, fue edu­cado en la fe calvinista. Su padre, Isaac, era relo­jero pero su comercio poco flore­ciente se resentía de su humor penden­ciero que le llevaba a menudo a la violencia y a las riñas. Su madre, Suzanne Bernard, procedía de una familia acomo­dada. Murió de fiebre puerperal poco tiempo des­pués del nacimiento de Rous­seau. Ninguno de sus parien­tes había salido del pequeño círculo de familias que constitu­ían la oligar­quía gobernante de Ginebra, formada por el Consejo de los Doscientos y por el Consejo Interior de los Treinta y cinco. Pero todos goza­ban del derecho de voto a parte en­tera, de privile­gios legales, y Rous­seau fue siempre muy consciente de la superioridad de su condi­ción. Lo que le hacía conservador por naturaleza, por interés (y no por convic­ción intelec­tual), y le hizo abando­narse de por vida a un cierto despre­cio por el pueblo bajo excluido del voto. La familia disfrutaba también de una cierta for­tuna.

Rousseau no tuvo hermanas, sino un her­mano, de siete años mayor que él. Jean-Jacques, que se parecía mucho a su madre, se convirtió en el favorito de su padre viudo. El trato que le daba Isaac oscilaba entre el afecto sensiblero y una violencia terrible. Hasta tal punto que el pequeño favo­rito se quejará más tarde en Emilio del modo deplorable de haberle educado: “La ambición, la avaricia, la tiranía, la falta de previ­sión de los padres, su negligen­cia, su dura insensi­bili­dad son cien veces más funes­tos para los niños que la ciega ternura de las madres.”

Pero fue su hermano quien terminó siendo la víctima del salvajismo paterno. En 1718, a petición de su padre, fue enviado a una casa correccional en razón de su “incorregi­ble perversi­dad”. Pero se fuga en 1723 y no se le volvió a ver más. Rousseau fue pues, de hecho, un niño solitario, compartiendo esta particulari­dad con numerosos intelectua­les moder­nos. Antes mimado, salió de la infancia con fuer­tes sentimientos de frustración y desbor­dante compa­sión hacia sí mismo.

La muerte le priva rápidamente de su padre y de su no­driza.

Como detesta el grabado y el negocio en el que fue colo­cado como aprendiz, decide fugarse en 1728 a la edad de quince años y se convierte al catolicismo para obtener la protección de Louise Eléonore de La Tour du Pil, baro­nesa de Wa­rens, que vivía en An­necy. Los detalles concer­nientes a los inicios de su carrera, que Rous­seau relata en las Confesio­nes, son poco fiables. Pero sus cartas y las numero­sas fuentes que existen sobre el asunto han permi­tido verifi­car los hechos esenciales.

Mme. de Warens disponía de una pensión real y pa­rece haber sido una suerte de agente doble, a sueldo del go­bierno francés y de la Iglesia cató­lica romana. Durante cerca de catorce años (desde 1728 á 1742), Rousseau vivió con ella, a sus expensas. La mayor parte de este tiempo, con interva­los de erra­bunda soledad, fue su amante. Hasta bien entrada la treintena, Rous­seau llevó pues una vida fracasada, siem­pre bajo la dependencia de mujeres. Trató de ejer­cer al me­nos quince oficios: grabador, lacayo, ca­jero, copista de música, escribano, secretario particu­lar En 1743, se le ofrece el puesto envi­diable de secretario del conde de Mon­taigu, embajador de Fran­cia en Viena. Se mantendrá once meses, termi­nará por dimitir, y después huirá para evitar ser apre­sado por el Senado veneciano. Montaigu declaró (y su versión, es­tando bajo reserva, es más digna de crédito que la de Rousseau) que su secretario estaba conde­nado a la pobreza, en razón de su “carácter execr­able”, de su “incalifica­ble insolencia” resul­tado de su “locura” y de la “alta opinión” que él tenía de sí mismo.

Después de algunos años, Rousseau creyó haber na­cido para escribir. Manejaba las pala­bras con mu­cha habilidad y se mostraba particu­larmente eficaz cuando defendía su causa en sus cartas, sin dema­siado respeto por la verdad. Hubiera sido un bri­llante abogado. Montaigu, militar de formación, llegó a experi­mentar una violenta aversión por Rous­seau. Le exasperaba la costumbre de su secretario de bostezar ostensiblemente cuando le dictaba un texto, y cuando incluso a veces escapaba a la ventana mien­tras el embajador se esforzaba por encontrar una pala­bra.

En 1745, Rousseau se encuentra con una lavan­dera, Thérèse Levasseur, una muchacha diez años menor que él. Ella consiente en ser su compañera habitual y aporta a su vida a la de­riva un poco de estabilidad. Por esta época enta­bla también amistad con Diderot, figura eminente del siglo de las Luces y futuro redac­tor jefe de la Enciclope­dia. Dide­rot, hijo de arte­sano como Rousseau, era enton­ces el proto­tipo de escritor autodidacta. Este hombre bueno y generoso se servía de su talento con constancia. Rousseau le debe mu­cho. Gracias a él, conoce a Melchior, barón de Grimm, diplomático alemán y crítico literario, muy bien introducido en la sociedad. Y Grimm le intro­dujo en el célebre radical del barón d’Holbach que pasaba enton­ces por “maestro de la filosofía.

La influencia de los intelectuales franceses comen­zaba a hacerse sentir, y no cesa de afir­marse durante la segunda mitad del siglo. Pero en los años 1740 y 1750, el estatuto de los que criticaban a la sociedad era sin embargo muy preca­rio. Cuando el Estado se sentía amena­zado, todavía era ca­paz de abalanzarse sobre ellos con fiereza. Rousseau se queja más ade­lante con vehemencia de las persecucio­nes a que fue sometido. En realidad, las sufría mucho me­nos que la mayor parte de sus contemporá­neos. Voltaire reci­bió en público una tanda de golpes, propinada por los criados de un aristó­crata al que había ofendido, y fue encar­celado cerca de un año en la Bastilla. Los que vend­ían libros prohibi­dos corrían el riesgo de ser condena­dos a diez años de galeras. Diderot fue arres­tado en julio de 1749 y conde­nado al aisla­miento en la fortaleza de Vincen­nes donde pasó tres meses por haber publicado un libro defen­diendo el ateísmo. Rousseau le hizo una visita y es en el ca­mino de Vincennes cuando lee en el periódico un anuncio de la Acade­mia de las Le­tras de Dijon, invi­tando a concurrir a un ensayo sobre el tema si­guiente: ¿”El progreso de las cien­cias y de las artes ha contribuido a corrom­per o a depurar las costumbres?

Este episodio que se sitúa en 1750 marca un giro deci­sivo en la vida de Rousseau. Embar­gado por una inspira­ción fulgurante, él sabía lo que tenía que hacer. Los otros candida­tos no dejarían de abogar por la causa de las artes y las ciencias. El les opondría la superioridad de la natura­leza. De pronto —cuenta en sus Confe­sionesse apoderó de él un entusiasmo deli­rante por la “verdad, la libertad y la virtud”. Se prometió in pectore:“¡La virtud, la verdad! Yo lo gritaré cada vez más, verdad, virtud”, y añade: “Vi la solapa de la chaqueta mojada por mis lágri­mas, sin haber advertido que las derra­maba”. Puede que el torrente de lágri­mas sea auténtico: le llegaban fácilmente. Lo que es cierto, es que Rousseau escribió ese ensayo que llegó ser la esencia de su credo. Su paradoja le proporciona el premio y le hace célebre práctica­mente de un día para otro. He aquí pues a un hombre de treinta y nueve años, consi­derado hasta ahora como un fracasado, un agrio ávido de publici­dad y de celebridad, obteniendo final­mente una distin­ción. El en­sayo es flojo, casi ilegible hoy día. Si se consi­dera en retroceso tal acontecimiento litera­rio, parece inexplicable que un trabajo tan pobre haya po­dido desencadenar una celebridad tan inmediata. Hasta tal punto que Jules Lemai­tre, el célebre crítico, calificará este momento de apoteosis de Rousseau “de una de las más fla­grantes pruebas de la estupi­dez humana”.

El Discurso sobre las artes y las ciencias, del que se tira­ron cerca de trescientos ejemplares, no hizo la fortuna de Rousseau. Se vendió poco, pero fue amplia­mente difun­dido y esta publica­ción le abrió la puerta de numerosos salones elegantes frecuentados por intelectuales de moda. Rousseau tuvo que aten­der a sus necesida­des copiando música, como tuvo que hacer otras veces. Pero a partir de 1750, vivió esen­cialmente de la hospitalidad de aristócra­tas. Es­tas estan­cias terminaban a menudo con violentas pe­leas con los que le habían acogido generosamente. Para ocupar su tiempo, se hizo escritor profesional. Tenía imagina­ción fértil, escribía bien y con facilidad. Pero du­rante su vida y mucho tiempo después de su muerte, la acogida de sus li­bros fue variable. Comen­zado en 1752, su Contrato social, tenido por la esen­cia misma de su pensa­miento político llegado en su madu­rez, no fue publicado sino diez años más tarde. Apenas leído en vida, no fue reedi­tado más que una vez, en 1791. El inventario de qui­nientas bibliotecas contem­poráneas de­muestra que sólo una posee un ejemplar. Una erudita, Joan Mcdonald, no reseña más que doce referencias a esta obra sobre 114 panfletos políticos publicados desde 1789 á 1791. Y con­cluye que es preciso “establecer una distinción entre el culto a Rousseau y la influencia de su pensa­miento polí­tico.

El culto que suscita su ensayo se reforzó con la apari­ción de dos libros. El primero, La Nueva Eloísa, está inspirado en “Clarissa”, una novela de Richard­son. El relato de la seducción, del arrepentimiento y del castigo de la joven heroína están redactados con una habilidad extra­ordinaria para excitar la libido de sus lecto­res (sobre todo la de las mujeres de la clase media, que representaban una vida flore­ciente), desa­fiando su sentido moral. Es verdad que el estilo, excesivamente crudo para la época, está sabiamente redimido por un mensaje final que no puede ser más impeca­ble. El arzobispo de París acusa a esta obra “de desti­lar el veneno de la lujuria simulando proscri­birla”. Esto no hizo más que promover la venta de la obra, que era lo que pretendía el astuto prefacio de Rousseau. Se dice en él que la joven que leyera una sola página de su libro era un alma per­dida, “las jóve­nes puras no leen nove­las de amor”. Lo que no impidió que ni las jóvenes castas, ni las ma­dres de familia respetables se disculparan ale­gando la moralidad irreprochable del epílogo. Breve, conce­bido a ese fin, el libro se convirtió en un “best-se­ller” a despecho de numero­sas ediciones clandesti­nas.

El culto a Rousseau se intensifica en 1762 con la publi­ca­ción de Emilio, donde pone al día las ideas de los Anti­guos sobre la relación del hom­bre con la natu­raleza que configu­rarán al Roman­ticismo. En este libro, de una construc­ción tan brillante como el primero, Rousseau se esfuerza en tranqui­lizar a un máximo de lecto­res. Pero este despliegue de inteligen­cia lo que hace más bien es traicio­nar su causa.

Profeta de la verdad y de la virtud, concede no obs­tante en esta obra que la razón tiene sus límites. Y para ocupar el lugar de la religión en el corazón de los hombres, in­serta en Emilio un capítulo titulado “Profesión de Fe del vicario sabo­yano”, en el que acusa a los intelectuales del siglo de las Luces, sean ateos o deistas, de ser arrogantes y dogmáti­cos hasta “en su preten­cioso escepticismo”. Incons­cientes del mal que hacen a las gentes honestas al arrui­nar su credo, quieren así para sus sufrimientos el con­suelo de la religión, la única fuerza capaz de contener las pasiones del rico y del pode­roso”. Para restablecer el equili­brio, Rousseau opone a este discurso tan eficaz una crítica a la Iglesia y a su culto por los milagros que alienta la superstición. Precau­ción de una gran impru­dencia, pues para evitar el plagio de su obra, Rousseau pone buen cui­dado en firmarla. Para el clero, Rousseau es doblemente renegado. Con­vertido al catolicismo, vuelve al calvinismo para recobrar su ciuda­danía ginebrina. El Parla­mento de París, domi­nado por los jansenis­tas, se siente ofendido por los sentimien­tos hostiles expresados en Emilio en su en­cuentro con el catolicismo. Hace quemar el libro de­lante del Palacio de Justicia y ex­pide un manda­miento de arresto contra Rousseau. Adver­tido a tiempo por amigos bien situados, escapa oportuna­mente y vive algunos años co­mo fugitivo, pues los calvinis­tas persiguen a su vez in­cluso fuera de territo­rio católico, viéndose obligado a huir de una ciudad a otra. En Inglate­rra (donde pasa quince me­ses de 1766 á 1767) como en Fran­cia, donde vive a partir de 1767, tuvo siempre poderosos protectores. Los diez últimos años de su vida, el Estado deja de interesarse por él y no tiene más enemigos que los intelec­tuales, principal­mente Voltaire.

Para responder a sus ataques, Rousseau es­cribe sus Confe­siones que acaba en París donde termina por estable­cerse en 1770. No corre el riesgo de hacerlas publicar. No obstante, fueron suficientemente difundi­das por los lecto­res que consi­guió en los salo­nes de moda. Poco tiempo antes de su muerte en 1778, su renombre es­tuvo a punto de brillar con un nuevo fulgor, pero los revolucionarios lo eclipsaron.

Rousseau conoció en vida un éxito considera­ble. En nues­tros días, se diría, con toda imparcia­lidad, que no pudo que­jarse. Es uno de los autores más quejum­brosos de la historia de la literatura. De creerle, su vida no habría sido más que una sucesión de mise­rias y persecucio­nes. Reitera esta lamenta­ción tan a menudo, en términos tan punzantes, que es obligado escucharle. Es formal en un punto: durante treinta años ha sufrido de mala salud y de insomnios cróni­cos, “luchando cada día en­tre el sufri­miento y la muerte”. La naturaleza le habría dotado de una consti­tución resis­tente al dolor, de suerte que era incapaz de agotar sus fuer­zas “el dolor siempre se hace sentir con la misma intensi­dad”. Es verdad que su pene le dio constan­tes problemas. En una carta escrita en 1755 a su amigo Dr. Tronchin, hace alusión a la “malformación del órgano” desde su naci­miento. Lester Crocker, su biógrafo, después de un dia­gnóstico detenido, lo confirma: “Estoy convencido de que Jean-Jacques viene al mundo víctima de una hipos­padia, una deformi­dad del pene en la que la uretra se abre sobre su cara ventral”. A edad adulta, esta mal­formación provoca una retención y necesita el empleo doloroso de un catéter. Lo que no hizo más agravar sus problemas psíquicos y físi­cos. Experimen­taba a menudo una apremiante necesi­dad de orinar, lo que le añadía un males­tar en sociedad. Cuenta que un día, constreñido a esperar el fin de una conversa­ción espiritual en un círculo de mujeres, no podía más y ter­minó lanzándose a una caja de escalera iluminada donde otras damas le esta­ban esperando, luego a un patio repleto de atelajes que estuvie­ron a punto de aplastarle, rodeado de sirvien­tes curiosos y de lacayos guaso­nes alineados a lo largo de las paredes, sin encontrar el más pequeño escon­drijo útil a su propó­sito, “no pudiendo, en una palabra, ori­nar más que con gran espectáculo y sobre alguna noble pierna de medias blancas”.

Por lo tanto, hay indicios que hacen pensar que la salud de Rousseau no fuese tan mala como él pretendía. Sus insom­nios parecen en parte imagina­rios, y diversas perso­nas afir­man haberle oído a me­nudo roncar. David Hume, que le acompañó en Inglate­rra, escribió: “Es uno de los hombres más robus­tos que he cono­cido. Por la noche pa­saba diez horas sobre el puente con un tiempo espantoso, mien­tras los marineros estaban casi muertos de frío. Y a él no le ocasio­naba ningún daño.

Este cuidado constante por su salud, este com­pade­cerse de sí mismo, justificados o no, ocuparon toda su vida. Desde su juventud, adqui­rió la costumbre de contar “su historia” para atraer la simpatía, sobre todo la de las da­mas de la aristo­cracia. Se decía el más infortu­nado de los morta­les”, estaba convencido de que “pocos hombres hab­ían vertido tantas lágri­mas. La “fatalidad de su destino” interesaba a su andadura hasta el punto de que “nadie osaría descri­birlo ni nadie podría creerlo”. Mu­chos le creye­ron antes de cono­cer de antemano su carácter. E in­cluso después de haber abierto los ojos, la simpatía a veces persistía todavía. Mme. d’Epinay, una de sus protecto­ras a la que él trataba de una manera abomina­ble, declara sin embargo: “Estoy conmo­vida por su manera sencilla y origi­nal de contar sus infortu­nios”. Se descubrirá pues sin sorpresa que a este fin psi­cológico, cuando no era todavía más que un jo­ven, escribió al Gobernador de Saboya para solici­tar una pensión, argu­yendo que una enferme­dad atroz le había desfigurado hasta el punto de que no tar­daría en morir.

Esta compasión hacia sí mismo encubre un fe­roz egoísmo y la convicción de su superioridad sobre los de­más. A sus ojos, sus sufrimientos y sus cualidades son únicas en el mundo, desde la noche de los tiem­pos: “Es­taba hecho para ser el mejor de los amigos que hubiera jamás, pero quien tiene que contestar está todavía por ve­nir”. “Dejaré esta vida con apren­sión si cono­ciese a un hombre mejor que yo con el co­razón más amante, más tierno, más sensi­ble. Además, escribe: “Mi consuelo se basa en la es­tima que yo he tenido de mí”. “La posteridad me rendirá home­naje porque me es debido. Y si existe un sólo gobierno lúcido en Europa, me erigirá una estatua.” No sorprende lo que Burke deduce: “La vanidad era su vicio, en un grado poco menor que la locura.”

Rousseau, por vanidad, se creía incapaz de la me­nor ba­jeza de sentimientos: “Me siento dema­siado superior para odiar.” “No he cono­cido jamás pasio­nes odiosas. Los ce­los, la ruin­dad, la venganza no entran nunca en mi co­razón La cólera, en ocasio­nes, pero no soy nunca hipó­crita y no guardo jamás rencor” De hecho, era un perfecto rencoroso y no tenía incon­veniente en recurrir a la perfidia para ven­garse.

Rousseau fue el primer intelectual en procla­marse el amigo del género humano. Pero su amor hacia la humani­dad en general apenas le impedía manifestar una fuerte inclina­ción a la agresividad con los otros seres humanos en parti­cular. Una de sus víctimas, su viejo amigo de Gine­bra, el Dr.Tronchin, se sor­prende:

“¿Cómo puede ser que el amigo del género humano no sea el amigo de los hombres, o tan poco?” A lo que Rous­seau responde que de­fiende su derecho a dirigir repro­ches a los que lo merecen:

“Soy el amigo del género humano y los hom­bres están en todas partes. El amigo de la huma­nidad puede también encon­trar por todas partes a hombres malvados. Y no tengo que ir muy lejos”. El egocen­trismo de Rousseau le in­citó a confundir la hostili­dad tal como él la en­tiende con la hostili­dad en con­tra de la verdad y de la virtud. Por consi­guiente, ningún castigo es demasiado severo para sus enemi­gos. Su misma existencia justificaba una pena eterna: “No soy feroz por naturaleza, aseguraba a Mme. d’Epinay, pero cuando no veo justicia en este mundo para monstruos, prefiero pensar que el infierno les espera.”

Si Rousseau era vanidoso, egocéntrico, penden­ciero, ¿cómo explicar que tantos persona­jes importan­tes hubie­ran hecho amis­tad con él? Esta cuestión nos conduce al co­razón de su personalidad y de su significación histórica. Rous­seau, un poco por azar, un poco por instinto, un poco por oportu­nismo, fue el primer intelectual que explotó la culpabili­dad de los privilegios. E, innovador, emplea a este efecto una técnica original: la grosería sistemática.

Rousseau fue el prototipo del “joven colérico”, un perso­naje típico de los tiempos modernos. No es que fuese aso­cial por naturaleza. Desde tierna edad, so­ñaba con brillar en sociedad y con obtener los favo­res de las mujeres del mundo. “Las costureras, las mujeres de alcoba, las meretri­ces no me tientan”, reco­nocía.  Pero, es evidente que este provinciano inveterado se conducía la mayor parte del tiempo como un patán. En el curso de los años 1740, sus prime­ras tentativas para introducirse en el mundo jugando a su juego habían fracasado lastimosa­mente y sus maniobras por ganarse el corazón de una mu­jer casada se habían sal­dado con un fiasco y una humilla­ción.

Es entonces cuando el triunfo que le ha repor­tado su en­sayo le hace entrever las ventajas sus­tanciales que podría proporcionarle jugar la carta de la Natura­leza. E invierte su estrategia. En lugar de disi­mular su fracaso en el saber vi­vir, lo exagera y hace de ello una virtud. Y su estrategia se muestra eficaz. Desde hacía tiempo, los privilegios del Anti­guo Régi­men venían resultando incómodos y se aven­ían mal con la situación. Los aristócratas mejor nacidos mima­ban a los escritores como si fueran talisma­nes contra el diablo. C.P.Duclos, un crítico de la sociedad de la época, ironiza sobre el tema: “Los Grandes, in­cluso los que no aman verdaderamente a los intelectua­les, aparentan amarles porque está de moda.” La mayor parte de los auto­res protegi­dos por la nobleza hacen todo lo posible por imitar­les. Para llevar la contra­ria, Rousseau se comporta de ma­nera mucho más interesante y se convierte en un convi­dado brillante, muy codiciado en los salo­nes como la Bruta inteli­gencia de la naturaleza, el Oso, como a ellos gustaba lla­marle. Refuerza resueltamente su anticonfor­mismo y ante­pone los ímpetus del corazón a las buenas maneras: “Mis sentimientos son tales que sería inconve­niente disfrazarlos, lo que me dis­pensa de ser educado”, sostenía. Reconocía de buen grado que era grosero, desagra­dable, mal educado, por principio: “Las ideas que tengo en la cabeza me dispensan de tener buenas mane­ras.”

Esta actitud insolente convenía a su propósito, infinitamente más sencillo que el estilo relamido de la ma­yor parte de sus contemporáneos. Convenía también a la libertad con la que hablaba del sexo. (La Nueva Eloísa es una de las primeras novelas en la que se hace mención a accesorios como el corsé feme­nino) Para magnifi­car su osten­sible rechazo de los convencio­nalismos sociales, Rous­seau adopta una sencillez estudiada y un modo de ves­tir des­cuidado que gana a todos los jóvenes románti­cos. Escribiría más tarde: “Empecé mi reforma por la combina­ción; dejé los adornos y las medias blancas, tomé una pe­luca redonda, me deshice de la espada y vendí mi reloj”. Fue el primero en aparecer con “un modo de vestir abando­nado: una gran barba y peluca bastante mal pei­nada”. Pero, más adelante, empleó una varie­dad de indumen­tarias para llamar la aten­ción. En Neuchatel, se hizo pintar por Allan Ram­say vestido de una suerte de “cafetán” que luciría in­cluso en el templo. Los habitantes de la localidad termina­ron por habituarse a sus excentricida­des. En el curso de su viaje a Inglate­rra, llevó esta ropa armenia” al Drury Lane Theatre. En su ardor por responder a los aplausos de la muche­dumbre, se in­clinó tanto en su palco que Mme.Garrick tuvo que suje­tarle por sus sayas para evitar que cayera al vacío.

Conscientemente o no, Rousseau, un hombre ávido de publi­cidad, hizo volver la tosquedad. Sus excentrici­dades, su grosería, sus extremis­mos, e in­cluso sus peleas suscita­ron el más vivo interés. Pero sus nobles protectores, sus lectores, sus fieles adep­tos pensaban sin duda que sus extra­vagancias forma­ban parte de su encanto. Todo esto es muy significa­tivo. Se verá, en numerosos intelectuales por su modo de afrontar sus relaciones públicas y por las capri­chosas ropas que hicieron fortuna. Rous­seau abrió el camino. ¿Quién podría re­prochárselo? Las gentes se resis­ten en general a las nuevas ideas, pero los personajes que las abanderan les fascinan. Sus extravagancias hechas para causar asombro incitan al público a leer sus obras.

Para asegurar su publicidad y granjearse favo­res, Rous­seau, al fin psicólogo, hizo de un de­fecto ab­yecto, como es la ingratitud, una virtud positiva. No veía en ello ningún mal. Sin em­bargo, este campeón de la espontaneidad, era en realidad un gran calcula­dor. Después de haber dicho de sí mismo que era “el mejor de los hombres”. Rousseau afirma: “No hay inter­ior humano, por puro que pueda ser, que no encubra algún odioso vicio”. Los otros, por consi­guiente, eran obligatoriamente más calculadores que él y por motivos más viles, y buscaban ante todo apro­vecharse de él a la me­nor ocasión. Importaba, pues, ser también más malicioso que ellos.

El principio de sus relaciones con los demás era pues extre­madamente sencillo: ellos daban, él re­cibía. Para apun­talar su argumentación audaz, invo­caba sus cualida­des excep­cionales. A fin de cuentas, el que le ayudaba ¡ante todo se estaba haciendo un servicio a sí mismo! El esquema de esta estrategia se hace patente en su respuesta a una carta de la Acade­mia de Di­jon. Esta le informa que su trabajo había ga­nado el premio: Mi ensayo —respondió él— ha tomado la vía impopular de la verdad, y, por vues­tra generosi­dad rindiendo honor a mi va­lentía, Uds. se han hon­rado aún más. Sí, Seño­res, esta corona de laureles otor­gada para mi gloria se añade a la vues­tra.” Este método, que empleaba cuando su celebri­dad le proporcio­naba ofertas de acogida, configuró su segunda naturaleza. Estas bondades ¿no suenan a su condición de gran en­fermo? “Tengo dere­cho a las deferencias que la humani­dad debe a la debili­dad y a al humor de un hombre que su­fre.” “Soy pobre y me­rezco un trato especial.” Ello ex­plica de inmediato cuánto le costaba acep­tar ayuda. No lo hacía sino en cierto modo bajo coacción. Y, cuando des­pués de penosas discusiones termi­naba por aceptar una proposi­ción reiterada sin cesar, era para tener paz más que por interés. Lo que le daba derecho a dictar sus condicio­nes para aceptar; digamos, un pe­queño castillo, donde no se le impusiera nin­guna obligación social, pues, él lo recor­daba siempre, su lema para la felicidad era “no tener que hacer jamás lo que no de­seo hacer”.

Fiel a este principio, escribía a uno de sus anfitrio­nes:

“Insisto sobre el hecho de que deberíais de­jarme com­pleta­mente libre” y si me causáis el menor dis­gusto, no me veréis más”. Sus cartas de agradeci­miento —si se las puede calificar así— son muy des­agradables. En una de ellas, de­clara: “Os agradezco la visita que me habéis persua­dido que os hiciera, y mis agradecimien­tos serían más vivos, si no me los hubierais hecho pagar tan caros.”

Un biógrafo de Rousseau reseña que él tendía siem­pre peque­ñas trampas. Exageraba sus difi­cultades y su po­breza. Cuando alguien se ofrecía a ayudarle, fingía sor­presa, hasta la indig­nación: “Vuestra proposi­ción me hiela el corazón. ¡Cómo os equivocan vuestras intencio­nes! ¡In­tentáis hacer de un amigo un criado!” Pero tenía buen cui­dado en añadir: “No me opongo a escuchar lo que pretend­éis propo­nerme, a condición de que comprendáis que no estoy en venta.” El potencial anfitrión, desconcer­tado, estaba así abocado a renovar su ofrecimiento con las condicio­nes impuestas por Rousseau. Llegó a conven­cer a todo su mundo de que las banalidades, las fórmulas de cortesía no formaban parte de su voca­bulario. Rousseau escribía así al duque de Montmo­rency Louxem­bourg que le había prestado un castillo: “No os lo alabo ni os lo agra­dezco. Pero vivo en vuestra casa. Cada uno a su propio lenguaje, es decir al mío.” La treta resultaba de maravilla. Fue la duquesa quien se excusa: “No es a vos a quien corres­ponde agradecer, sino al mariscal y a mí, que somos vuestros deudores.” 

Pero el espíritu fríamente calculador de Rous­seau compor­taba también un elemento de para­noia. Dema­siado compli­cado y dema­siado exi­gente para llevar agradable­mente una vida de pará­sito, disputa constantemente con todo el mundo y preferente­mente con los que le testimo­niaban su amistad. Es imposible leer las penosas y repetiti­vas historias de estas peleas sin llegar a la conclusión de que Rous­seau era un enfermo men­tal. La enfermedad cohabi­taba con su originali­dad de espíritu y su raro inge­nio, pero su combina­ción era tan peligrosa para él como para los demás. La seguri­dad absoluta de tener siempre razón es sin duda uno de los primeros sínto­mas de su enfer­me­dad. Si Rous­seau no hubiera te­nido ningún ta­lento, hubiera po­dido curarse o, en el peor de los casos, que­dar reducido a su drama perso­nal. Pero su sober­bio don de escritor le permitía ser acep­tado, acceder a la celebri­dad e incluso a la popula­ridad. Para él, esto era la prueba de que, en efecto, él siempre tenía razón. Lejos de ser un parecer subjetivo, su opinión era compar­tida por el mundo entero, excepto, a buen seguro, por sus enemi­gos.

Sus enemigos eran siempre, o antiguos amigos o anti­guos bene­factores. Pero según el análisis de Rous­seau (des­pués de la ruptura), bajo la capa de la amistad, ellos no buscaban de hecho más que explo­tarle o destruirle. La idea de que una amistad pu­diera ser desinteresada ni si­quiera la atis­baba, hasta tal punto la noción le era ajena. Si el mejor de los hom­bres no sentía este impulso, los otros, a fortiori, con mayor razón no podrían experi­mentarla. El anali­zaba con cuidado los actos de todos sus “ami­gos”, y al menor fallo, se abalanzaba sobre ellos. Se peleó con Diderot a quien le debía casi todo. Con Grimm. Su ruptura con Mme.Epinay, su más ar­diente benefactora, fue particu­lar­mente brutal y dolo­rosa. Se enemistó con Vol­taire, lo que no debió ser muy difícil; con David Hume, quien, tomándole en serio, le trató como mártir, le llevó a Inglaterra donde fue aco­gido como héroe, e hizo todo lo que pudo para que el viaje fuese un éxito y Rousseau di­choso. Se enfadó con el Dr. Tron­chin, su amigo de Gine­bra.  Rous­seau acompañaba la ma­yor parte de sus grandes querellas de gigantescas listas de repro­ches. Estos docu­men­tos se encuentran entre sus obras más brillantes: son obras maes­tras de elocuen­cia, alimenta­das por pruebas falsificadas o prefabrica­das completamente, de errores de interpreta­ción, de cronologías adultera­das con un soberbio candor. Todo para con­vencer a su destinata­rio de que él era un monstruo. Escribía a Hume, el 10 de julio de 1766, una epístola de dieciocho páginas. Según el bió­grafo de Hume, esta carta, “de una lógica caracterís­tica rele­vante de la demencia”, consti­tuye “un documento fasci­nante y extre­mada­mente brillante sobre la manifestación de un desor­den mental.”

Poco a poco, a Rousseau se le metió en la ca­beza que la animo­sidad testimoniada por perso­nas que pretendían amarle no podía explicarse por reaccio­nes aisladas. Un ne­gro complot se tramaba contra él desde hacía tiempo. Trata­ban de arruinar su reputa­ción, de envilecer su obra. Buscó la causa original de esta confabulación de la que se creía víctima, y con­cluyó que se re­montaba a los tiempos en que era la­cayo de la condesa de Verce­llis. ¡Tenía enton­ces diecis­éis años! Desde aquella época, él era juguete de “inter­eses secretos” que le inspiraban “un desdén comprensi­ble hacia el orden aparente del que era responsa­ble”.

En Francia, comparado con otros escritores, las autori­da­des le trataron bastante bien. No se le in­tentó arrestar más que en una ocasión, y Malesher­bes, entonces director de la Librarie[1], le ayudó a edi­tar sus libros. Ello no impide que Rousseau se sienta blanco de un complot interna­cional del que Hume era el cerebro, ayu­dado por decenas de auxilia­res. Hasta tal punto que, durante su estancia en Inglate­rra, escribió al Gran Canciller, Lord Cam­den, para explicarle que, estando en peligro su vida, exigía una es­colta armada para abandonar el país. El canci­ller que, sin duda no era su primera carta de loco no hizo nada. Rousseau llegó a Do­ver en un estado próximo a la histeria. Al embarcar, se lanzó a bordo del barco y corrió a encerrarse en su cabina. Después se subió en un poste para arengar a la gente e informarle de que Thèrése Levasseur, su antigua amante, formaba parte de la con­jura y trataba de retenerle a la fuerza en Ingla­terra.

De vuelta al continente, anunció a la entrada de su puerta la lista de los conjurados: los cu­ras, los intelec­tuales de la corte, el pueblo humilde, las muje­res, ¡la Suiza! El duque de Choiseul, entonces minis­tro de Asuntos Exterio­res, era, a su parecer, el coordina­dor de la organización a escala interna­cional y pasaba, por otra parte, la mayor parte de su tiempo en organizar la vasta red de agentes que tenían la misión de deshonrar su reputación para llevarle a la mise­ria. Acontecimientos tales como la anexión de Córcega, para la que había redac­tado un proyecto de constitución, se mezcla­ban astutamente con la le­yenda. Detalle intere­sante, es el requerimiento de Choiseul a Rous­seau para que redactase una constitu­ción simi­lar para la nación po­laca. En 1770, Choiseul fue destituido. Y a Rousseau le trastornó la idea de haber dado otro paso en falso

Si ignoraba absolutamente la naturaleza de la ofensa que se le quería inferir a cualquier pre­cio, no tenía ninguna duda en cuanto a la existen­cia del com­plot “inmenso, incon­cebi­ble”, tramado contra él. Entorno a él se elevaba un “edificio de tinie­blas impe­netrables”. Se inten­taba “ente­rrarle en vida” Incluso si decide via­jar, se organizar­ían para hacerle vigilar allá donde fuese. Se adver­tirá a los pasaje­ros, al con­ductor de la diligencia, a los posaderos: “Lle­garé a ser la vergüenza de la especie humana, cada paso, cada mirada lacerará mi corazón.” Sus últi­mas obras, Diálogos (Rous­seau juez de Jean-Jacques) (co­men­zado en 1772) y Los sue­ños del paseante solitario (1776), refle­jan este deli­rio de persecución. Cuando ter­mina los Diálo­gos, tuvo la convic­ción de que “se” bus­carán para destruirlos. El 24 de febrero de 1776, se dirige a Notre-Dame a fin de proteger su manus­crito en el santua­rio, posándolo sobre el altar ma­yor. ¡Si­niestro presa­gio! Hizo seis co­pias, y por supersti­ción, las puso en diver­sas manos. Un ejemplar le cayó en suerte a una amiga del Dr.Johnson, Miss Brooke Boothby, una sa­bionda de Lich­field, que lo hizo publicar por primera vez en 1780. Pero, entre tanto, Rous­seau había entrado en su tumba, conven­cido para siempre de que millares de agen­tes le pisa­ban los talones

Los tormentos sufridos por su espíritu en esta forma de de­men­cia son tan terribles que es impo­sible no sentir por un momento piedad hacia Rousseau. Pero no se puede absol­ver al autor a causa de la influen­cia sin igual que ejer­ció. El mismo se pro­clamó y fue considerado como el amigo de la humani­dad, el campeón de la verdad y de la virtud.

Ahora bien, ciertos detalles reveladores en sus Confe­sio­nes publicadas después de su muerte permi­ten conocerle mejor. Rousseau afirma haber preten­dido mostrar a sus seme­jantes a “un hombre en toda la verdad de la natura­leza”. En esta empresa jamás intentada anterior­mente, todo, asegura él, es de una autenticidad absoluta. En el curso del invierno de 1770-1771, se abarrotaban los salo­nes para asis­tir a sus lecturas. ¡Estas podían durar de quince a dieci­siete horas, con pausas para las comidas! Estas lectu­ras consist­ían en ataques tan virulen­tos contra sus enemigos que una de sus víctimas, Mme. d’Epinay, recurrió a las autorida­des para ponerlas fin. Rous­seau consin­tió en atemperar su agresivi­dad, pero con­cluyó su última lectura con estas pala­bras: “He dicho la verdad. Si alguien sabe cosas contra­rias a lo que acabo de exponer, aunque fuesen mil veces proba­das, es quien sólo sabe de mentiras e imposturas () Cual­quiera () que puede obser­var con sus propios ojos mi natu­ral, mi carácter, mis inclina­ciones, mis place­res, mis costumbres, y me crea un hombre indigno sería él entonces quien mere­ciese ser despre­ciadoEsta profesión de fe fue seguida, como no podía ser de otro modo, de un silencio impresionante.

Para apuntalar sus palabras, Rousseau se valía de su exce­lente memoria. El fue el primer hombre en desvelar los secre­tos de su vida sexual. Pero lejos de pregonarlos por fanfarro­nada mascu­lina, los confe­saba con vergüenza y reticencia. ¡Sus lectores no du­darían de su since­ridad! Pues, como él observaba con exacti­tud, al atraer al lector hacia el “laberinto oscuro y enfangado” de sus experien­cias sexua­les: “No es criminal lo que más cuesta decir, sino lo que es ridí­culo y vergonzoso”. Pero sus pudores ¿eran since­ros? En Turín, todavía joven, vagaba por las calles oscuras ex­hibiendo su trasero a las damas: “El pla­cer loco que experi­mento expo­niéndoselo a sus ojos es indescriptible.” Rous­seau, exhibicionista desde todos los pun­tos de vista, hace alarde de sus bajezas con com­placen­cia. Describiendo su masoquismo, cuenta que gustaba ser azotado, con las nalgas al descu­bierto, por la hermana del pastor, la severa Mlle.Lambercier. Más tarde incita a la joven Goton a jugar a ser la maestra de escuela para azo­tarle tam­bién.: “Estar sobre las rodillas de una maestra domi­nante, obedecer sus órde­nes, obtener el perdón solici­tado eran para mí dulces deleites”, reconocía sin ambages. Cuenta su descu­brimiento de la masturba­ción y la de­fiende, pues preserva a los jóve­nes de enfermeda­des vené­reas. “Este vicio que el pu­dor y la timidez hacen tan agrada­ble tiene, además, un gran atrac­tivo para algunos: es disponer, por así decir, a su capricho, de todo el sexo, y de po­ner al servicio de sus placeres la belleza que les tienta sin tener necesidad de obtener su aproba­ción.” Hace el relato de la tentativa de seducción que sufrió de un pede­rasta en el hospi­cio de Turín y reconoce haber compartido los favores de Mme. de Warens con su jardi­nero. Habla de su disgusto de no haber podido hacer el amor con una mucha­cha al descubrir que tenía “un pecho tuerto”. Enfa­dada, le despi­dió aconsejándole que “dejase a las mujeres en paz y estu­diase ma­temáticas”. Confiaba en que al final de su vida la masturbación le resultase más agra­da­ble que el seguimiento de una vida amo­rosa activa. Sea intencio­nado o incons­ciente, da la impresión de haber seguido un com­portamiento sexual esencial­mente infantil. Nunca dejó de llamar a Mme. de Wa­rens “Ma­man”, aunque en reali­dad fuese su amante.

Con estas confesiones que consolidaban sin duda su con­fianza en la verdad, Rousseau se envalento­naba, y desvela otros episo­dios vergonzo­sos de su vida: sus hurtos, sus menti­ras, sus vile­zas, sus traicio­nes. No sin astucia, pues, aun abrumadoras, las acusaciones contra sus enemigos no parecen muy convincentes. Escandalizado, Diderot le trans­luce: “Se des­cribe a sí mismo con tintes odiosos para dar a sus acusaciones crueles e injustas una aparien­cia de ver­dad.” Además, todas sus confesiones son siempre segui­das de hábiles justificaciones. Así que el lector, descon­certado por esta fran­queza engañosa, termina por encon­trar simpá­tico a Rousseau. Ahora bien, las verdades de Rous­seau son a menudo verdades a me­dias. Y esta probi­dad selectiva es precisamente el as­pecto más des­honesto de sus Confesiones y de sus cartas. Los hechos reconocidos con tanta franqueza son a menudo inexactos, distorsiona­dos, inexistentes, a ve­ces incluso contradicto­rios. La versión de la agre­sión homo­sexual refe­rida en el Emilio no es conforme a la de las Confe­siones. Su memo­ria fenomenal es un mito. La fecha de la muerte de su pa­dre es inex­acta: murió, según él, a los sesenta. Se le en­terró en reali­dad a la edad de setenta y cinco años. Casi todos los detalles relati­vos a su estan­cia en el hospicio de Turín son falsos. Se trata por tanto de uno de los episo­dios más críti­cos de su infancia. A pe­sar de la fuerza que encie­rra la lectura de sus Confesiones, no son fiables en nada, a menos que otro indicio ex­terno propor­cione la prueba. Según J.H.Huizinga, el comenta­dor mo­derno más ex­haus­tivo de Rousseau, sus constantes protestas de honesti­dad hacen aún más desagradables las distorsiones y falsifi­cacio­nes de sus Confesio­nes. “Cuanto más atención pongo al leerlas, más las releo, más profundo es el vacío que hay en su obra, más trazos de ignominia aparecen.”

La deshonestidad de Rousseau era muy peli­grosa. Y era a este título por el que sus elucubra­ciones eran temidas por sus anti­guos enemigos, hasta tal punto estaban compuestas con brío y servidas por un ta­lento diabólico. El Padre Croc­ker, su biógrafo, lo reco­noce imparcial­mente: “Todos los relatos de sus quere­llas (como las del episodio vene­ciano) son de una persuasión, de una elocuencia, de una franqueza aparente irresistibles. Después los hechos se impo­nen, co­mo un golpe

Después de haber hecho balance sobre la devo­ción de Rous­seau hacia la verdad, veamos la que tenía hacia la vir­tud y lo que conviene pensar de las suyas.

Rousseau se decía nacido para amar y predi­caba la doc­trina del amor con más celo que mu­chos eclesiásti­cos. Vea­mos pues cómo mani­fiesta este amor a su prójimo.

La muerte de su madre le privó desde su naci­miento de una vida de familia normal. No habién­dola conocido, no podía tener sentimien­tos hacia ella. Sin embargo no mani­fiesta nunca afecto, ni el menor interés, hacia otros miem­bros de su familia. Su pa­dre no significaba nada para él. Su muerte repre­sentó para él, a lo sumo, la ocasión de here­dar. No se preocupó de su hermano, del que no tenía noti­cias desde hacía años, más que para tratar de conseguir la prueba jurídica de su muerte y apro­piarse de la parte de su herencia. Para Rousseau, fami­lia era igual a dinero. Pero aclara hábilmente en sus Confesiones que se trata en esto de una de sus “pre­tendidas contradicciones: la de aliar una avari­cia casi sórdida con el mayor despre­cio por el dinero”. Su vida no lo testimonia ape­nas. Cuando recibe la carta que satisface sus derechos hereditarios, co­menta que a costa de un supremo es­fuerzo de volun­tad no la abrió hasta el día siguiente, y se obligó a sí mismo a sacar del sobre el pagaré con una lentitud delibe­rada:

“Yo sentía muchos placeres a la vez, pero puedo ju­rar que el más vivo fue el de haberme sabido ven­cer”. He aquí su amor por la familia. Veamos ahora cómo trata a Mme. de Warens, la mu­jer que, de al­guna manera, hizo las veces de su madre adoptiva.

¡De manera abyecta! Ella le sacó hasta cuatro veces de la mise­ria. Pero cuando Rousseau es­taba acomo­dado, y ella en la indigen­cia, él no hizo práctica­mente nada por ella. Es cierto que le concede “alguna pequeña parte” de su bolsa en 1740, cuando hereda la fortuna familiar, pero confiesa: “Mu­cho menos de lo que debiera, mucho menos de lo que hubiera po­dido hacer, si no estuviese completamente se­guro de que ella no sería capaz de sacar provecho a la tie­rra”. Esta alusión a los “paletos”, apro­vechán­dose de la bondad de Mme. de Warens: ¡otra pésima ex­cusa! Más adelante, cuando ella le pide ayuda, él no res­ponde a sus cartas. Tiene que gastar sus dos últimos años de pensión y muere en 1761, quizá de malnutri­ción. El conde de Char­mette, que conoce a ambos muy bien, se lo reprocha viva­mente a Rous­seau. Hubiera podido, —considera aquél— asignar para ella, al menos “la parte que él había cos­tado a su gene­rosa benefactora”. A lo largo de sus Confesiones, Rousseau no deja de hacer protes­tas de inocencia, de excla­mar con una desfachatez consu­mada que Mme. de Warens fue para él la “mejor de las mujeres y de las ma­dres”. Es verdad, él lo ha dejado escrito. Pero única­mente para ahorrarse el re­lato de sus pro­pios infortunios, que serán añadidos cruel­mente a los su­yos. A su muerte, es­cribe, de la misma suerte: “¡Id, alma dulce y bienhechora () preparad a vuestro discí­pulo el lugar que espera ocu­par un día junto a vos. Di­chosa en vuestros infortunios, que el cielo los acabe, hab­éis ahorrado el cruel espectáculo de los su­yos!” Aún allí, Rous­seau recupera la muerte de Mme. de Warens en su prove­cho personal, el del ego­cen­trismo en estado puro.

¿Fue Rousseau culpable de amar a una mujer, a despe­cho de su egoísmo? “El primero y único amor” de su vida, ase­gura, fue Sophie, condesa d’Houdetot, la cuñada de Mme. d’Epinay, su bienhechora. Es posi­ble. Pero ello no impide que pida tomar la “precau­ción” de redactar sus cartas de amor cui­dando de que su publicación sea tan compromete­dora para ella como para él. De Thèrése Levas­seur, la joven lavandera de veintitrés años que hizo su amante en 1745, y que vivirá treinta y tres años a sus expensas, hasta su muerte, dice: “No he sentido jamás la menor chispa de amor hacia ella. Las necesida­des de los sentidos, que he satisfecho con ella, han sido únicamente las del sexo, sin otra cosa limpia del individuo.” No se recata: “Yo declaré antici­pada­mente que no la abandonaría ni la espo­saría nunca”. Al fi­nal de sus días, un cuarto de siglo más tarde, termina casándose con ella en presencia de algunos amigos y aprove­cha la ocasión para pronun­ciar un dis­curso infla­mado de orgullo. Pre­dice que la posteri­dad le erigirá esta­tuas. “Haber sido amigo de Jean-Jac­ques Rousseau no será un honor desdeñable”.

A Thérèse, su compañía un tanto ordinaria, su sir­vienta ile­trada, en el fondo la desprecia, y en cierto modo despre­cia su propio conformar. Sospe­cha de su “suegra” de codi­cia y del her­mano de Thérèse de haberle robado “sus cua­renta y dos camisas de buen percal” (Pero nada prueba que la familia de la joven compañera fuese tan horrible como él pretende). Thérèse no sabe leer, ni escribir, ni contar; era inca­paz de descifrar la hora, e ignoraba incluso el or­den de los días de la semana y de los meses del año. No le acompa­ñaba nunca cuando salía y, si invi­taba a amigos a comer, ella no se sentaba jamás a la mesa. Lle­vaba los platos, y se bur­laba de ella delante de los otros. Para “diver­tir” a la du­quesa de Montmorency, hizo una lista de las meteduras de pata y equivocacio­nes de Thérèse. A sus amigos terminó por molestarles su comportamiento hiriente hacia ella.

Respecto a Thérèse, no todos sus contemporá­neos son de la misma opinión. Algunos la encon­traban maliciosa y com­pla­ciente. Por el contrario, innumera­bles hagiógrafos de Rous­seau la describen con colo­res más sombríos para justifi­car el compor­tamiento de su ídolo. Pero ella tenía también ardientes defenso­res.

No obstante, es preciso hacer justicia a Rous­seau: tam­poco él le regateó las alabanzas. “Esta niña senci­lla y sin coquetería”, “tierna y honesta”, tenía para él el “corazón de un ángel” y, además, era “una magní­fica consejera”. La creía tímida, fácil de subyugar. Pero demasiado ocupado en observarla, es poco proba­ble que la tuviese verdadera­mente reprimida. El retrato de Thérèse más fiable es quizá el que traza James Boswell que hizo visitas a Rousseau por cinco veces en 1764. Más tarde, escolta a Thérèse a Inglate­rra. Encuentra a la “pequeña Francesa encanta­dora y plena de vida”, pero ella no se deja sonsacar dos car­tas de Rousseau. Todo esto testimonia el afecto y la intimidad de la rela­ción entre ellos. Ella declara a Boswell: “Yo vivo con Mon­sieur Rousseau desde la edad de veintitrés años y no cambiaría mi lugar por el de la reina de Francia”. No obstante, cuando Bos­well la acompaña a Londres, la se­duce sin la menor dificul­tad. El relato de esta aventura, considerada confiden­cial por su director litera­rio, fue censu­rada en su diario con esta nota: “Pa­saje reprensi­ble”.” Pero se deja pasar una nota de Boswell, redac­tada por Douvres: “Ayer mañana, en su cama, muy pronto, al desembar­car.  Trece veces en total”. Lo que per­siste del relato basta para demostrar que Thérèse era más astuta y sociable de lo que pa­recía.  Aunque consa­grada a Rous­seau parece haber termi­nado apren­diendo a utilizarle como él la utilizaba a ella.

Es hacia los animales hacia quien manifiesta más ter­nura. Dio a su perro Sultán (y a Turco, su predece­sor) todo el amor que no podía sentir por los seres humanos. Sultán fue con él cuando estuvo en Lon­dres y Rousseau tuvo que renun­ciar a la velada de gala organizada en su honor por­que su perro gruñía.

Rousseau cuidaba de Thérèse e incluso la amaba, pues ella hacía por él lo que los anima­les no hubieran podido hacer; por ejemplo, colo­carle la sonda para descargar su retención. No tole­raba que un tercero viniese a inmis­cuirse en sus rela­ciones con ella, y aún menos que los niños usurpa­sen sus derechos sobre ella. Lo que le llevó a come­ter su mayor crimen.

La reputación de Rousseau se debe en gran me­dida a sus teor­ías sobre la educación de los niños. Este es el tema que subyace en el Dis­curso, en Emilio, en el Contrato social e incluso en La Nueva Eloísa. Ahora bien, Rousseau, en la vida cotidiana, no se interesaba por los niños para nada. Y nada prueba que haya obser­vado a los niños para verificar sus teorías. Sos­tiene que a nadie le gustaba más jugar con los niños que a él. La única anéc­dota que testimonia este gusto es poco convincente. En su Dia­rio (31 de mayo de 1824), el pintor Delacroix anota que uno de sus ami­gos había visto a Rousseau en el jardín de las Tuller­ías: “Un niño lanzó su balón sobre la pierna del filó­sofo, y éste ex­plotó de ra­bia, persiguió al niño y le amenazó con su bastón.”

Con su carácter, es poco probable que Rous­seau hubiera po­dido ser nunca un buen padre. Pero lo que hizo con sus propios hijos es de una indignación que subleva el co­razón.

El primer hijo de Thérèse, no se sabe de que sexo, nació en el curso del invierno de 1746-1747. No tuvo nombre. Rousseau cuenta: “El mayor escrúpulo que tuve que ven­cer fue el de Thérèse a quien me las vi y me las deseé para con­ven­cerla de que ése era el único medio de salvar su honor.” Thérèse “obe­dece llo­rando”.  El puso una cifra en una tar­jeta que intro­dujo en los pañales del niño y mandó a la coma­drona depositar este en­voltorio en el Hospicio. Los otros cuatro bebés que tuvo de Thérèse siguie­ron la misma suerte (“número que fue olvi­dado”) después del pri­mer aban­dono. Nin­guno de los bebés recibió nom­bre. Ninguno de­bió sobrevivir mucho tiempo. La historia de esta institu­ción aparece en 1746 en el Mer­cure de France. Está claro que estaba inundada de ni­ños abandonados, más de 3.000 por año. Rous­seau revela incluso que en 1758 había 5.082. Alre­dedor de 1772 la media sube a 8.000. Dos tercios de los críos sucumbían el primer año, el 14% restante sobre­vivía hasta la edad de siete años, sólo el 5% alcanzaba la madu­rez. Y de éstos la mayor parte acababa de vaga­bundo y mendi­gando. Rousseau no anota la fecha de nacimiento de sus cinco hijos, ni encuentra ven­taja alguna en saber lo que fue de ellos, salvo en 1761, cuando creyó que Thérèse iba a morir. Intenta encon­trar el rastro de su primer hijo, a través de la tarjeta deslizada en los paña­les en el momento de su aban­dono, pero renuncia inmediatamente. Rousseau no pudo mantener su conducta en absoluto secreto. En diversas ocasiones, principalmente en 1751 y en 1761, se sintió obli­gado a justificarse en sus cartas. En 1764, Vol­taire, exaspe­rado por los ataques de Rousseau contra su ateísmo, pu­blica un panfleto anónimo titu­lado El Senti­miento de los ciudada­nos, obra de un sesudo pastor gine­brino. Acusa clara­mente a Rous­seau de haber “abando­nado a sus hijos en las ca­lles”, de estar “desgastado por el libertinaje” y “po­drido de virue­las”. Rous­seau lo negó todo y la mayor parte de la gente creyó en su pala­bra. Pero este incidente, escribe él, le afectó mucho. Hasta el punto de que llegó a ser el fac­tor determi­nante que le empujó a explicarse en sus Confesio­nes, destina­das sobre todo a refutar o a justificar hechos ya públi­cos. En esta obra, evoca en dos ocasio­nes estos abando­nos sucesi­vos de re­cién nacidos, y vuelve so­bre el tema en los Ensue­ños y en distintas cartas. Pero estos esfuer­zos con miras a justificar una conducta inmutable durante veinticinco años de su vida no hacen sino agravar todavía más su causa, pues añaden hipocresía a la crueldad y al egoísmo.

Se defiende acusando al círculo de intelectua­les que había fre­cuentado en su época, de haberle introdu­cido esta idea del orfeli­nato en su cabeza inocente. Es verdad, ad­mite, que los niños son un verdadero “incon­veniente”: “A du­ras pe­nas gano cada día mi pan con dolor; ¿cómo podría alimen­tar además a una fami­lia? Y teniendo el oficio de autor, ¿me dejar­ían los trajines domésti­cos y el cuidado de los niños la tranquilidad de espíritu que nece­sito en mi desván para hacer de él un trabajo lucra­tivo?”. Él cree que hubiera sido el más tierno de los padres, pero quería evitar exponer a sus hijos a la influencia de la madre de Thérèse:

“Tiemblo de abandonarlos a esta familia mal edu­cada.” Que pudiera acusársele de crueldad no deja de asombrarle: “Mi amor por lo grande, lo bello, lo justo, este horror hacia el mal de todo género, esta imposibilidad de odiar, de da­ñar e incluso de dese­arlo, esta ternura, esta viva y dulce emo­ción que siento respecto a todo lo virtuoso, gene­roso, ama­ble: todo eso ¿puede avenirse en la misma alma con la depra­va­ción que pisotea sin escrúpulos al más dulce de los deberes? No, lo siento, lo digo abiertamente, eso no es posi­ble. Nunca en un solo momento de su vida Jean-Jacques pudo ser un hombre sin senti­mien­tos, sin entrañas, un padre desnaturali­zado.”

Después de haber aclamado sus propias virtu­des de paso, para defender su posición sobre bases más con­sistentes, Rousseau nos lleva, aparentemente sin to­carlo, al corazón de su pro­blema personal y de su filosofía política. Es­tos reiterados abandonos de sus hijos merecen un atento exa­men. En primer lugar porque se trata de testimonios flagran­tes del carácter in­humano de Rous­seau. Luego, por­que tienen que ver con su concepción del papel del Estado.

Rousseau se considera como niño abando­nado. No ma­dura real­mente nunca y fue toda su vida un niño depen­diente; al princi­pio de Mme. de Warens en su papel de ma­dre adop­tiva, y después, de Thérèse, en el de nodriza. Esta tendencia infantil se transluce en sus Confe­siones y más aún en sus cartas. La mayor parte de quienes frecuenta­ron a Rousseau pensa­ban que estaban tratando a un niño. Supo­niéndole inofen­sivo y frágil, creían que había que tratarle con cuidado. Rousseau debió sentir confu­sa­mente que siendo él mismo un niño no sería capaz de educar a los su­yos.  Era, pues, preciso que alguien ocu­pase su lugar. Y este fue un orfelinato del Estado: “Esta solu­ción me pareció tan buena, tan sensible, tan legí­tima” “Hubiera querido, querría haber sido edu­cado y alimentado como ellos lo han sido” “He creído realizar un acto de ciudadano y de padre; y me considero como un miembro de la república de Platón.”

Rousseau escribe que sus reflexiones sobre su con­ducta res­pecto a sus hijos le habían condu­cido a su teoría sobre la educa­ción, y le habían incitado a publi­car el mismo año Emilio y El Con­trato social. Ade­lanta algunas excusas mali­cio­sas para justifi­car su comportamiento. Por el hecho de abandonar a sus hijos, no creía conducirse como un pa­dre desnaturali­zado. Y no vislumbrando esta idea, su con­fianza en su sistema se confir­maba con el uso y, poco a poco, se transformaba en íntima convic­ción: la educación era la llave del progreso social y de la evolu­ción de la mo­ral. Incumbía pues al Estado for­mar el espí­ritu de los niños e incluso el de los ciudada­nos adultos.

Consecuencia lógica de esta moral infame: Rous­seau, pa­dre in­digno, tendrá por retoño ide­ológico el futuro Estado totalitario.

Las ideas políticas de Rousseau se prestan siem­pre a confu­sión. Innumerables universita­rios han sentido la tenta­ción de resolver este “problema”, pero Rous­seau, escritor inconse­cuente, se contradice a menudo. Ciertos pasa­jes hacen pensar que era conservador y salvaje­mente opuesto a la revolución: “Pensad en el peligro de agitar a las masas.” “Los que hacen las revolucio­nes terminan casi siempre por intro­ducir demonios que no hacen más que afian­zar sus cade­nas.” “No tengo nada que ver con los complots revolu­cionarios. Traen siempre el desorden, la violen­cia y la efu­sión de sangre” “La libertad de toda la raza humana no vale la vida de un solo ser humano”.

Además, una profunda amargura se extiende a lo largo de to­dos sus escritos. “Odio a los gran­des, su rango, su altivez, su dureza, su mala voluntad, sus bajezas y todos sus vi­cios”. Es­cribe a una dama de la nobleza: “Es vuestra clase quien roba el pan de mis hijos”. Era un resentido contra los ricos, detestaba sus lujos: “Como si su éxito y su dicha hubie­ran sido gana­dos a mis expensas”. Los ricos son para él “lo­bos hambrientos”. “Una vez que han gus­tado la carne humana, rehúsan todo otro ali­mento”. Sus pode­rosos aforis­mos, que ejercen un fuerte poder de atrac­ción sobre la juven­tud tienen a veces una conso­nancia radi­cal: “Los fru­tos de la tierra pertenecen a todos, pero la tierra no perte­nece a nadie”. “El hom­bre ha nacido libre y en cambio está por todas partes lleno de cade­nas.”

En su introducción a la sección “economía polí­tica” de la Enci­clopedia, resume así la acti­tud de la clase dirigente: “Tienes nece­sidad de mí porque yo soy rico, y tú pobre; así he llegado contigo a un acuerdo: todo a tu cargo y todo para mi provecho”. “Los someti­dos hacen dona­ción de su per­sona a condición de que se to­marán también sus bie­nes.”

Desde que se comprende la clase de Estado que Rous­seau de­seaba crear, su visión adquiere consisten­cia: la socie­dad exis­tente debía ser reem­pla­zada por un orden nuevo total­mente dife­rente, esen­cialmente igualitarista. Pero nin­guna agitación revolu­cionaria debería ser tole­rada cuando este de­fecto fuese subsanado. La aristocracia, los privilegios, las fuerzas del or­den deberán ceder el lugar al Es­tado que en­carna la Voluntad gene­ral a la que cada uno tendrá que some­terse. Esta obediencia lle­gará a ser, por otra parte, instin­tiva, voluntaria, pues el Es­tado, por un proceso cultu­ral propio del sistema, incul­cará la virtud en todos los órde­nes.

El estado “es la imagen del padre, el pueblo la ima­gen de los hijos”. Así, todos los infantes, habiendo nacido iguales y libres, no alienan su libertad más que por su propia utili­dad.

La patrie y todos sus ciudadanos serán los ni­ños del orfeli­nato paterno (de donde procede la alusión a penas ve­lada del Dr. John­son quien, saliendo al paso de los sofis­mas de Rousseau, declara: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”.) Pero los ciudada­nos-infan­tes (con­traria­mente a los de Rous­seau) escogerían libremente integrarse totalmente en el Estado. De suerte que su voluntad colec­tiva sería ga­rante de su legitimidad.  Habiendo querido es­tas leyes, no tendrían ninguna razón de sen­tirse sojuzga­dos y no tendrían más remedio que amar también las obligaciones que aquéllas les imponen

Esta voluntad general, este aparato autoritario que Rous­seau llama libertad, no es más que un bosquejo del centra­lismo de­mocrático de Lenin, en el que las leyes de la volun­tad general tienen por definición la fuerza de alta autoridad moral: “La vo­luntad general es siempre buena. Ella jamás engaña. Nunca enga­ñará.” “Un pueblo que hace las leyes para él mismo no puede ser injusto”. El Estado no puede tener más que “bue­nas intenciones” (y objetivos a largo plazo deseables), “el poder Soberano no tiene necesi­dad de ser el fiador del individuo, por­que es impo­sible que el cuerpo quiera dañar a todos sus miem­bros”.

Así pues, concluye Rousseau: “Cuando la opi­nión contra­ria a la mía prospera, no prueba otra cosa sino que yo estaba equivo­cado, y que lo que yo conside­raba la volun­tad gene­ral en reali­dad no lo era.”

Autoritario, totalitario, el Estado de Rousseau con­trola cada as­pecto de las actividades huma­nas, com­prendido el pensamiento. Pues su “con­trato social" implica “la aliena­ción total de cada asociado con to­dos sus derechos en toda la comunidad” (dicho de otro modo, en el Es­tado). Según Rousseau la desgra­cia del hombre proviene de un con­flicto entre su egoísmo natu­ral y sus deberes de ciudadano. La trans­muta­ción del hombre es la apuesta y la consecuen­cia del contrato social. Es preciso tratar a los ciuda­danos como niños, controlar su educa­ción, su pensa­miento a fin de im­plan­tar la ley social en el fondo de su corazón. Se ob­tendrá entonces “hombres sociales” por educación, ciuda­danos por inclinación, unidos, buenos, dichosos, y su felici­dad hará la de la República.

Este sistema exige una sumisión total. En el pro­yecto origi­nal de Constitución redactada por Rous­seau para Córcega establece que el ciuda­dano hace donación de su persona, de sus bie­nes, de su volun­tad, de todos sus pode­res, y de todo lo que depende de él a la Nación corsa. El Estado posee así a los “hom­bres y sus faculta­des”, con­trola los menores detalles de su vida económica y social. Una vida de espartano, lejos del lujo y de las ciudades. Tenía además pre­visto que el pueblo no tendría nunca ac­ceso a las ciudades más que provisto de un permiso espe­cial.

El Estado que Rousseau planifica para los Cor­sos se pa­rece ex­trañamente al que Pol Pot intentó instaurar en Cam­boya. Pero nada tiene esto de raro: los responsa­bles de este régimen hicie­ron sus estudios en París donde se pudie­ron impregnar del placer de sus ideas.

Rousseau, evidentemente, creía sinceramente que seme­jante Estado podía satisfacer a un pue­blo ense­ñado a amarle. Sin lle­gar al “lavado de cerebro” es­cribe sin em­bargo: “Los que contro­lan las opiniones del pueblo contro­lan también sus accio­nes.” Para él, un control tan total no podría obtenerse más que tra­tando desde la infancia a los ciudadanos como hijos del Es­tado, enseñándoles a no sen­tirse felices más que en su relación con el cuerpo del Es­tado: “A no ser nada salvo por él, no serán nada salvo para él.” El Estado tendrá de ellos todo y será todo lo que ellos son.” No se puede pensar más que en la doctrina fas­cista de Mussolini: “Todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.”

Rousseau implanta su sistema político en el cen­tro mismo de la existencia humana. Trans­forma a su legis­lador en peda­gogo y nuevo Mes­ías capaz de crear a un hombre nuevo apto para resol­ver todos los problemas. Para Rous­seau, “todo, en sus raíces, depende de la polí­tica”, “la virtud es el producto de un buen go­bierno”, y “el vicio se corres­ponde menos con el hombre que con el hom­bre mal gober­nado”. Veía, en su sistema político y en el nuevo Es­tado al que daría nacimiento, los remedios univer­sales para todos los males de la humani­dad. La polí­tica era todo­poderosa.

Es así como Rousseau abre la vía a las gran­des desilu­sio­nes y a los desvaríos del siglo XX.

El renombre de Rousseau en vida y su influen­cia des­pués de su muerte muestran el alcance de la creduli­dad de los hombres y de su tenden­cia a negar una evidencia molesta. La credibili­dad de sus escri­tos proviene en su mayor parte de sus proclamacio­nes frenéticas. No contento con decirse virtuoso, se proclama el hom­bre más virtuoso de su tiempo.

Pero cuando sus vilezas y torpezas se hacen noto­rias, ¿por qué clase de milagro las extrava­gantes preten­siones de Rous­seau no sucumben bajo el peso del ridículo y de la vergüenza? Sus de­tractores no eran extraños o adversarios políti­cos sino antiguos amigos que habían te­nido la desgra­cia de pararse en el camino para socorrerle. Las acusa­ciones son por tanto gra­ves y la requisi­toria colectiva devastadora. Hume, que le encontró, al principio, “encanta­dor, modesto, afectuoso, desinteresado, de una exquisita sensibilidad”; después de haberle fre­cuentado de­clara que era “un mons­truo que se creía el único ser impor­tante del universo”. Dide­rot, que le trató largo tiempo, terminó por encontrarle “bribón, soberbio como Satán, in­grato, cruel, hipó­crita y lleno de ruin­dad”. Para Grimm, es “odioso, monstruoso”. Para Voltaire, “un mons­truo de vanidad y de bajeza”. Los jui­cios más tristes son los de las mujeres genero­sas que le ayuda­ron, como Mme. d’Epernay, cuyo es­poso manifiesta a Rous­seau: “No me queda por vos más que piedad”. Estos juicios no descan­san sobre sus opiniones sino sobre sus actos. Y desde hace dos­cientos años, una gran cantidad de documen­tos ex­huma­dos por los investigadores no han hecho más que confir­marlos. Un universitario moderno ha confec­cionado la lista de sus imperfecciones. Para él, Rous­seau es sin discusión: “maso­quista, exhibicio­nista, neurasté­nico, hipocondr­íaco, onanista, incapaz de afecto normal por sus parientes, un homosexual la­tente, afligido de inestabili­dad típica, de paranoia naciente, de un narci­sismo introver­tido, convertido en aso­cial por la enferme­dad, atiborrado de sentimien­tos de culpabilidad, de una timidez patoló­gica, cleptómano, infantil, irascible y avaro”.

Estas acusaciones repletas de abundantes prue­bas no impi­den que Rousseau y sus obras fascinaran y fascinen todavía. A lo largo de su vida, destrozó mu­chas amistades. Pero no encon­trará nunca la menor dificultad para hacer otras, no le faltarán nunca nue­vos admira­dores, discípulos o aristócratas para procu­rarle mansiones o casas, convi­darle a su mesa o para adularle. A su muerte, fue ente­rrado en la isla de los Alamos en Ermenonville. Su tumba se convir­tió en un lugar de peregri­naje y recogi­miento, donde hombres y mujeres llegaban de toda Europa, co­mo era costumbre en la Edad Media con los santos. Las descripcio­nes de los actos de devoción a “san Rous­seau”, como le llamaba respetuosa­mente George Sand, no esta­ban exentas de comicidad: “”He caído postrado he aplas­tado mis labios con­tra la piedra fría del monumen­tos y la he jodido incansable­mente.” Su talego y su tarro de tabaco están conserva­dos como precio­sas reliquias en el “santua­rio” de su casa natal. Y los home­najes conti­nuarán largo tiempo des­pués de pasar sus ceni­zas al Pan­teón. Kant consi­deraba que Rousseau tenía “una sensi­bili­dad de alma de una perfección sin igual”; She­lley, “un su­blime genio”; Schiller, “el alma de un Cristo para quien sólo los ángeles del cielo eran dig­nos”. Mill, Eliot, Hugo, Flaubert le dedicaron vibran­tes homena­jes. Tolstoi declara que Rous­seau y el Evan­gelio eran “las dos grandes y sa­nas influencias de su vida”. Uno de los intelectua­les más eminen­tes de nuestra época, Claude Lévi-Strauss, rinde home­naje a Rous­seau en Tristes Trópi­cos, su obra maes­tra: “Nues­tro maestro y nuestro her­mano Cada página de este libro podría estarle dedicado si no fuera in­digna de su memo­ria.”

Todo esto parece indicar que los intelectuales pue­den ser tam­bién poco razonables, ilógicos y supersticio­sos sobre no importe qué. Puede que Rous­seau sea un escritor ge­nial, pero fue igual­mente un ser gravemente desequili­brado, tanto en su vida como en sus opiniones. Sophie d’Houdetot, su único amor, le dedica sin duda lo mejor. Ella vive hasta 1813 y, ya muy an­ciana, ter­mina pronun­ciando su vere­dicto: “Fue lo bastante feo como para darme miedo. El amor apenas le hacía más seductor. Pero era un personaje patético, y yo le traté con dulzura y gentileza. Era un loco interesante.”

 

 

 

2.

SHELLEY, O EL TIRANO DE LA POESIA

 

El 25 de junio de 1811, un barón inglés de dieci­nueve años escribe a una joven maestra de escuela de Sussex: “No soy ni aristócrata, ni “crata” de ninguna especie. Es­pero simplemente con impaciencia el mo­mento en que el hombre se decida a vivir de acuerdo con la Naturaleza, la Razón, y en consecuencia con la Virtud.”

Rousseau en estado puro. Pero el poeta Percy Bisshe She­lley iba a sobrepasarle al declarar que los intelectuales, principalmente los escrito­res, son los guías de la humani­dad. She­lley pensaba, como Rous­seau, que la sociedad estaba corrompida y que era preciso transfor­marla. La mo­ral del hombre guiado por su pro­pio intelecto era lo justo. El deber de los intelec­tuales consiste pues en reconstruir una socie­dad de acuerdo con sus principios originales. Y She­lley consideraba que los poetas eran la élite de la comu­ni­dad intelectual, los “legisladores desconoci­dos del mundo” y merecían ocupar un puesto privile­giado en ese proceso.

En 1821, Shelley lanza su desafío en nombre de sus ami­gos intelectuales en La Defensa de la poesía, un en­sayo de 10.000 palabras en el que expone lo más impor­tante del proyecto social de la literatura desde la Antigüedad. She­lley afirma que la poesía, lejos de ser una exposi­ción del talento verbal o una mera diver­sión, tiene un objetivo mu­cho más serio que buen número de escritos. La poesía es una profecía, una ley, un saber. El progreso social no puede existir a menos que sea guiado por una ética de la sensibili­dad. Las Iglesias hubieran debido proporcionarla pero, obviamente, habían fraca­sado. La ciencia y el raciona­lismo no podían actuar por sí solos sobre la moral pues, cuando incidían en la ética, las consecuen­cias resulta­ban desastrosas, como lo hab­ían probado la Revolu­ción Francesa, el Terror y la dictadura de Napoleón. Única­mente la poesía colma la vida moral y confiere al progreso su auténtica fuerza creadora: “La poesía des­pierta y abre el espí­ritu. Ella hace de receptáculo de milla­res de combina­ciones que el pensamiento solo no puede aprehender. Desvela la belleza escondida en el mundo.”

El gran secreto de la moral, para Shelley, es el amor, la superación de nuestra propia natura­leza, la identifica­ción con la belleza que existe en el pensa­miento, las maniobras de otro ser y no de nosotros. “Esta ósmosis combate el egoísmo y el materialismo, incita a la comunión de espí­ritu.” Para ser realmente bueno, un hom­bre debe ser imagina­tivo, compren­sivo, debe situarse en lugar del otro, identificarse con los sufrimientos y las alegrías de sus seme­jan­tes. La imaginación y la poesía, esos instrumen­tos supremos de la belleza moral, “remedian entonces el efecto ac­tuando sobre la causa” y aceleran el progreso moral de la civilización. La poesía, la imaginación y la liber­tad forman el trípode sobre el que reposan toda civiliza­ción y toda ética.

La imaginación poética era pues indispensable para recons­truir la sociedad de arriba abajo: “Nosotros quere­mos la facultad creadora de imagi­nar lo que sabemos; quere­mos la poesía de la vida”. Shelley no se limitaba a reivindicar el derecho del poeta a gober­nar el mundo. For­mula también una crítica fun­damental al materia­lismo que iba a predominar en la socie­dad del siglo XIX: “La poesía es el Dios del mundo. El principio del Yo encarnado en el di­nero es el Mammon.”

Shelley, extraordinario poeta, puso sin duda sus prin­ci­pios en práctica a través de su poesía; pu­diendo ser esto apreciado de diversas mane­ras. Pero la lectura más pro­funda, la que le im­portaba más, era esencialmente moral y polí­tica. Shelley fue el poeta inglés más “comprome­tido” con su tiempo. La ma­yor parte de sus escritos son llama­mientos a la acción social, mensajes al público. En el más largo, La Re­vuelta del Islam, habla de opresión, de subleva­ción y de libertad. En su Himno a la be­lleza intelec­tual, el espíritu del bien que implica la libertad y la igualdad para todos los seres humanos celebra su triunfo so­bre el mal abso­luto. Prometeo liberado cuenta otra revolu­ción con éxito. La victoria de este personaje mítico simboliza para Shelley (como para Marx y para muchos otros) al intelectual guiando a la humani­dad hacia la utopía realizada en la Tie­rra. En Las Cenci aborda el tema de la subleva­ción frente a la tiranía. En Swellfoot el tirano ataca a Jorge IV y, en La máscara de la anar­quía, dedica a sus ministros “Ozyman­dias”, un soneto vigoroso cele­brando la venganza de Néme­sis sobre la dictadura. En su poema lírico Lines from the Eugenean Hills, habla de ci­clos de tiranía oprimiendo al mundo e invita al lec­tor a participar de su justa utopía. La Oda al viento del oeste llama a los lectores a propagar su mensaje polí­tico:

“¡Ahuyento mis pensamientos muertos lejos del uni­verso” a fin de que “Renazca la vida en la huma­nidad!”. “A una alondra” evoca igual­mente las dificultades del poeta para hacer oír su voz y para lanzar su mensaje.

Shelley padece de la escasa publicidad dada a su obra. No espera ver su doctrina penetrar en la socie­dad. Si sus dos poemas más vibrantes de pasión son una llamada a gritos para que su palabra circule y sea escuchada, no es por azar. El artista fue de una generosidad notable. Po­cos poetas escribieron tan poco para su placer personal.

Pero ¿y el hombre? Hasta hace poco la única visión de conjunto disponible fue la imagen divul­gada por su se­gunda esposa y viuda, Mary Shelley: la de un poeta singular­mente puro e inocente, un espíritu ce­leste, sin artifi­cio y sin vicio, enteramente consagrado a su obra y a sus congéneres. Lo contrario de un polí­tico. Un ser más bien infantil, de una enorme inteligen­cia y de una sensibili­dad fuera de lo común. Algunos contemporáneos de Shelley refuer­zan esta opi­nión describiéndole como un hombre delgado, pálido, frágil, de un aspecto siempre juve­nil cer­cano a la treintena, vestido a la “bohemia”. Este modo de vestir lanzado por Rousseau perdura en los intelec­tuales románticos hasta la se­gunda genera­ción, e incluso la tercera. Byron opta por ciertos aires orientales combinados con un cierto desaliño euro­peo, renuncia a las corbatas artificiosas, desabotona el cuello de la camisa, deja la chaqueta y se presenta en man­gas de camisa. Este desprecio aristocrático hacia los convencionalismos incómo­dos gana a los poetas plebeyos como Keats. She­lley sigue la moda dándole su toque personal. Gusta llevar chaquetas y gorras escolares a menudo dema­siado peque­ñas pero adecuadas a la impresión que precisamente él pre­tendía: la de un adoles­cente un poco torpe, pero encan­tador, lleno de frescura y de espontaneidad. A las damas les gustaba mucho este estilo, al igual que el estilo descui­dado de Byron. Esta opción contri­buyó a consolidar la mítica imagen de Shelley que le valió ser calificado por Matthew Arnold como “un hermoso ángel ineficaz que bate en vano sus alas lumi­nosas en el vacío”. Esta descrip­ción figura en su ensayo sobre Byron cuya po­esía le pa­recía más seria que la de Shelley quien a sus ojos sufría de un “mal incurable”, su falta de “sustancia”. Pero reconocía de buen grado a Shelley un “ingenio encantador, infinita­mente superior al de Byron”. Es difícil imagi­nar un juicio más perverso, más falso desde cual­quier punto de vista. Arnold conocía sin duda poco al hombre, o no había leído bien su obra.  Byron, que no era de este parecer, a su vez escribe: “Shelley fue el mejor de los hom­bres. No he encon­trado a nadie que, comparado con él, no me haya parecido bes­tial”. “A mi enten­der, era el hombre más dulce, me­nos egoísta. Alguien que ha sacrificado su for­tuna y sus sentimientos a los demás”. Es verdad que estos comentarios están hechos a raíz del fin trágico de Shelley, fresco todavía el espíritu de Byron, y que Byron exaltaba todo cuanto se re­fería a Shelley. Pero Byron era un hom­bre de mundo, un juez perspicaz y un crítico feroz de los amantes del camelo. Su testimo­nio fue pues importante para sus contemporá­neos más bo­hemios que él. Desgraciada­mente, la verdad, radicalmente contraria, no ofuscará a quienes adoran la poesía de Shelley. Esta ver­dad emerge de una cantidad de fuentes. Estas revelan su asombrosa tenacidad en perseguir sus ideales. Pero si se intentaba cerrarle el camino, Shelley podía mos­trarse despia­dado e incluso brutal. Como Rousseau, amaba a la humanidad en gene­ral pero, en particular, fue a menudo cruel con los seres humanos. Shelley se abrasaba por un amor ardiente, pero con llamas abs­tractas. Los pobres morta­les que se aproximaban a ellas eran consumidos cruel­mente. Sus ideas tenían el corazón de piedra. Su vida lo testimonia.

Shelley nace el 4 de agosto de 1792 en Field Place, cerca de Horsham, en una gran residen­cia georgiana de Sussex. No fue hijo único como muchos intelectua­les. Ocupa un lugar más co­rrompido to­davía: el de hijo mayor de la fami­lia, heredero de una fortuna considerable y del dere­cho de primogeni­tura. Tuvo cuatro herma­nas más jóvenes que él, de dos a nueve años. Es difícil concebir en nuestros días lo que repre­sentaba este status a fines del siglo XVIII. Para sus padres, y para sus hermanas, fue el centro de la creación.

Los Shelley, una familia bien establecida noble desde hacía dos generaciones, descendían de una rama menor del duque de Norfolk, un gran terrate­niente. Su fortuna conside­rable había sido amasada por el abuelo, Sir Bysshe, nacido en Newmark en Nueva Jersey, el primer barón de la línea, un aventu­rero del Nuevo Mundo, brutal, testarudo y enérgico. De él Shelley pa­rece haber heredado su conducta y su cruel­dad. Su padre, Sir Timothy, hereda el título en 1815. Comparado con el abuelo, era un hombre más bien tranquilo e inofensivo. Llevó una vida irrepro­chable, fue miembro del Parlamento y pasó poco a poco de Whig moderado (centro dere­cha) a semi-Tory (más bien conservador).

Shelley, educado en su hacienda, mimado por sus padres y sus hermanas que le adoraban, tuvo una infancia idílica. Su pasión por la natura­leza y las cien­cias naturales se mani­fiesta muy pronto. Se le permite hacer experimen­tos y manipular con produc­tos quími­cos. Y conserva esta afi­ción toda su vida. Este escolar prodigio, este lector ávido, rápido y ecléctico llega a ser, con Coleridge, el poeta más leído de su tiempo. En 1809 (tenía entonces die­ciséis años), el Dr. James Lind, profesor en Eton (un radical enamo­rado de las ciencias, anti­guo médico del rey), le hizo leer La justicia política de William Godwin, el libro clave de la izquierda de la época. Lind, que es­taba intere­sado también en la demonología, fue el origen de la pasión de Shelley hacia el ocultismo y el misterio. No hacia el de la novela gótica, enton­ces de moda, como Catherine Mor­land de Jane Austen, sino hacia las actividades auténticas de los Iluminados y de otras sociedades secretas revoluciona­rias.

La sociedad de los Iluminados fue constituida en Ale­ma­nia en 1776 por Adam Weishaupt, en la universi­dad de Ingolstadt. El papel de estos guardia­nes de la iluminación racionalista con­sistía en alum­brar el mundo a fin de que “los príncipes y las nacio­nes desapareciesen sin violen­cia de la Tierra, para que la especie humana llegue a ser una sola familia y el mundo una casa de hombres razonables”. She­lley hizo de ello su objetivo permanente. Asimila desorde­nadamente estas nociones, incluida la propa­ganda adversa, agresiva, como el escanda­loso folleto del abad Barruel:

Memorias que ilustran la historia del jacobi­nismo (Lon­dres 1797-1798), en el que el autor ataca a los iluminados, a los masones, a los rosa­cruces y a los judíos. Durante años, Shelley estuvo fascinado por este libro abyecto, lo reco­mienda a sus amigos y a su segunda esposa, Mary, quien se sirve de él para escri­bir Frankens­tein en 1818. Todo se mezcla en el espí­ritu de Shelley con el montón de novelas góticas que leía de la época.

Desde adolescente, su acercamiento a la polí­tica es­tuvo marcada por su inclinación hacia las sociedades secretas y la tesis de la “conspira­ción histórica” predi­cada por el abad. No pudo nunca destacar, lo que le impide com­pren­der la política británica y los motivos de Liverpool y Castlere­agh a quienes consi­dera en­carnaciones del mal.

Su primer acto político fue proponer al escritor radi­cal Leigh Hunt formar con él una sociedad se­creta compuesta de miembros iluminados y sin prejui­cios a fin de “resistir a la coalición de los enemi­gos de la libertad”. Para mu­chos, sus ideas políti­cas no eran más que una proyección de la no­vela gótica a la vida real, más bien una farsa litera­ria. En su novela Nightmare Abbey (1818), Thomas Love Peacock hace burla de esta manía de las sociedades secre­tas y des­cribe a Shelley tratándole de Scythrop*, súbito “embargo por la pasión de reformar el mundo, constru­yendo castillos en el aire, poblándolo de tribunales secre­tos, de bandas iluminadas, en resu­men, de ingredientes imaginarios de la regene­ra­ción de la especie humana”. Es cierto que Shelley lo merecía un poco. Su visión del uto­pismo era bastante frívola. Al decir de su amigo Thomas Jefferson Hogg, leía “con un entu­siasmo frenético” un libro titulado Horri­bles misterios. Escribía también nove­las góticas, Zastrozzi, publicada en el transcurso de su último año de estudios en Eton, y SaintIryne o la Rosa­cruz, “una necedad de pensionista” según Elizabeth Ba­rrett Browing, que aparece durante su primer año de estu­dios en Oxford. Shelley fue pues, desde la es­cuela, un perso­naje célebre. Se le llamaba “el ateo de Eton”.         

*Scythrop era un cuco gigante de costumbres parási­tas (N.d.T.)

 

Sus padres, lejos de asfixiar el embrión de su ta­lento juve­nil le animaron y financiaron sus primeras publicacio­nes. Según Helen, la her­mana de Shelley, fue el viejo Sir Bysshe quien pagó la edición de sus poemas escolares. En setiembre de 1810, antes de ser admitido en Oxford su nieto, tira de sus fondos para impri­mir 1500 ejemplares de un volumen de Shelley titulado Primeros poemas de Vic­tor y Cazire. A su en­trada en Oxford, su padre, Timothy, le pre­senta a Slatter, el mejor librero de la ciudad, al que declara: “Mi hijo tiene el don de la litera­tura. El ya ha edi­tado. Os rogaría que imprimie­seis sus caprichos litera­rios.” Timothy le anima también a concurrir a un premio otorgado a un poema sobre el Partenón y le envía documenta­ción al efecto. Esperaba sin duda desviarle de los fuegos de artificio de la adolescencia para orientarle hacia una literatura respetable. Finan­cia sus escritos pero pone condiciones: Shelley podría expresar con rigor sus sentimien­tos antirreligio­sos entre los íntimos. Pero no era cuestión de darles publicidad. Su carrera universitaria se arrui­naría

Shelley acepta el trato una carta lo testimo­nia, pero reniega de su palabra en marzo de 1811 en Ox­ford, el pri­mer año, escribiendo un panfleto expre­sando sus opinio­nes religiosas. La argumentación, inspirada en Locke y Hume, no era ni muy original, ni muy escandalosa: las ideas nacen de los sentidos. Ahora bien, Dios no podía manar de las sensaciones. No siendo la fe un acto volunta­rio, tampoco la incredu­li­dad podía ser criminosa. Da a su mezquina colec­ción de sofismas un título incendiario: La Necesi­dad del ateísmo; lo hace imprimir, lo distri­buye entre los libreros de Oxford, envía un ejemplar a los obis­pos y otro a los directores de colegio. Las autorida­des acadé­micas reaccio­nan, como era previsible: She­lley es expulsado, con desesperación de su padre. Además, Ti­mothy estaba tanto más consternado cuanto que acababa de recibir una carta de su hijo pro­metiéndole que nunca cometería esa vi­llanía. Tuvie­ron una penosa discusión en un hotel de Lon­dres. El padre suplica al hijo que renuncie a sus ideas, al menos hasta la ma­yoría de edad. El hijo res­ponde que sus ideas son más preciosas que la tranquili­dad de espí­ritu de la familia. El padre sermo­nea, grita, mal­dice, y se deshace en lágrimas. Shelley res­ponde con un “brote de risa demoníaca” que le hizo deslizarse de su asiento, “cayendo al suelo, sobre su espalda, cuan largo era”. Después nego­ciaron. Shelley obtiene de su padre una pensión anual de 200 libras. Pero otra bomba estalla en la fami­lia (en agosto de 1811) cuando Shelley anuncia su matrimonio con Harriet West­brook, de dieciséis años, una compañera de clase de su hermana Eliza­beth.

Después de esto, las relaciones de Shelley con los suyos se distancian. En una carta dirigida a un amigo, se queja del “bestial egoísmo de su familia, calculadora, sin otro fin en la Tierra que el de comer, beber y dormir”. Cartas extraor­dinarias, dirigidas a miembros de su fami­lia, mues­tran que Shelley podría mostrarse cruel, violento, amena­zante o zala­mero cuando se trataba de conseguir dinero. En las que re­mite a su padre suele hablar, con hipocresía, de que teme abusar, pero hay en ello una insoporta­ble condes­cendencia. El 30 de agosto de 1811, su­plica:

“No conozco a nadie, aparte de vos, a quien pueda diri­girme con confianza, en caso de angus­tia Sois de esas personas capaces de perdonar los errores de juventud.” El 12 de octu­bre, la condescendencia le arrebata: “Las institucio­nes han hecho de vos un “jefe de fami­lia”, aun­que seáis susceptible, como todo el mundo, de ser extra­viado por vuestros prejui­cios y vuestras pasiones.  Quiero admitir que espíritus de un nivel medio puedan encontrar natu­ral atribuir a los errores un valor en fun­ción de su impor­tancia.” Tres días más tarde, acusa a Timothy de ser “un instrumento, bajo, vil, despreciable, de persecución Vos me hab­éis dicho que yo era un enfermo, un ser ab­yecto. Cuando fui expulsado por ateísmo, hubie­rais prefe­rido saberme matado en Es­paña. El deseo de muerte está muy próximo al cri­men, pero por fortuna para mí las leyes inglesas casti­gan la muerte. La bajeza retrocede ante el cas­tigo. Aprovecharé la primera ocasión que os vea. Si no queréis oír mi nombre, yo lo pronun­ciaré. No pens­éis que soy un insecto que destru­yen los golpes. Si tengo dinero suficiente, iré a Londres para gritar en vuestras mismísi­mas orejas y volveros sordo: “¡Bysshe, Bysshe, Bysshe!” Esta carta no está fir­mada.

Shelley fue todavía más cruel con su madre. Su her­mana Elizabeth acababa de casarse con su amigo Ed­wards Fer­gus Graham. Esta unión complacía a su madre, pero no a él. El 22 de octubre, le escribe acusán­dole de ser la amante de Graham y de haber preparado este matrimo­nio para encubrir su rela­ción. Estas acusacio­nes parecen desprovis­tas del me­nor funda­mento que pueda justificar su abomina­ble carta. El mismo día, escribe otra a Elizabeth para darle parte de la que había enviado a su madre y le pide que se la lea a su padre. En car­tas dirigidas a diversos destinatarios, habla de la “bajeza” y de la “depravación” de su ma­dre. Lo remueve tanto que el notario de la fami­lia, Willian Whitton, es encargado de abrir todas las cartas enviadas por Shelley. Este buen hom­bre, dispuesto a restable­cer la paz entre el pa­dre y el hijo, cansado de la arrogancia de She­lley, termina por escribirle que era “inconve­niente” (es lo menos que se le podía decir) escri­bir esta clase de cosas a su madre. Su carta le fue devuelta con la nota siguiente: “Los térmi­nos de la carta de William Whit­ton justifican que su destinatario, P. Shelley, la de­vuelva al remitente. Cuando él trate con caballeros (la oca­sión se presenta raras veces), Mister S. reco­mienda a Mis­ter W. que se abstenga de abrir sus car­tas personales. Esta imprudencia podría entrañar el castigo que merece con­ducta tan despreciable.”

Toda la familia parece haber sido víctima de la violen­cia de Shelley. “Cuando venga a Sussex”, es­cribe Timothy Shelley a Whitton, “podré jurar ante una asamblea de ciuda­danos juramenta­dos que da tanto miedo a su madre y a sus her­manas que, en cuanto ladra un perro, suben la escalera a toda prisa. El no tiene nada que de­cir, salvo recla­marme 200 li­bras al año.” Ti­mothy teme por añadi­dura que su hijo, que lleva una vida bohemia, pervierta a sus jóve­nes hermanas y las empuje a hacer lo mismo. En una carta del 13 de diciembre de 1811, Shelley in­tenta embaucar al montero de Field Place para que entregue a escondidas una carta a Helen:

(“Recuerda, Allen, que no te olvidaré”) Ella no tenía más que doce años. El tono siniestro de la carta hubiera helado la sangre de cualquier ma­dre o cual­quier padre. También aborda a su her­mana más jo­ven, Mary. Shelley enseguida forma parte del círculo de Goldwin, al que se une su hija emancipada, Mary, cuya madre, Mary Wollstonecraft, era una feminista mili­tante, y Claire Clairmont, su hermanas­tra, aún más trepidante. Desde su edad adulta, Shelley trata constantemente de rodearse de mujeres jóvenes para vivir en comunidad con ellas, y les habla de compar­tir (en teoría) su círculo de ami­gos. Sus hermanas le parecían las candida­tas ideales para este propósito. Consideraba además que su deber consistía en ayudar­las a huir del ab­yecto materialismo de la casa pa­terna. Prepara incluso un plan para secuestrar a Elizabeth y a Helen a la salida de la escuela. Mary y Claire serían las encargadas de exponer­les el plan. Pero renuncia a la idea. Shelley no llegaría al in­cesto. Pero este tema le fascinaba, como a Byron (que se enamora de Augusta Leigh, su hermanastra). Laon y Cynt­hia, los héroes de La Revuelta del Islam, hubie­ran sido hermano y hermana si los editores no hubie­ran obligado a Shelley a modificar su texto. Los héroes de Byron, Selim y Zuleika, en La Novia de Aby­dos son también hermanos. Los dos poe­tas se considera­ban exentos de obedecer las normas de com­portamientos sexuales usuales. La vida no fue pues fácil para las mujeres de Shelley. Nada prueba que a ellas les gustase la coparticipación y la promiscui­dad (a excepción quizá de Claire Clair­mont). Todas, con dis­gusto de Shelley, hubieran prefe­rido llevar una vida nor­mal. Pero el poeta era incapaz. No encon­traba expansión más que en el cam­bio y en el peligro. La inestabilidad y la ansiedad parecen haber sido necesarias a su obra, pues pasa la vida en los prostíbulos de donde a menudo tiene que salir huyendo de sus acreedores. Pero podía hacerse un ovillo no importa dónde, con un libro o un trozo de papel en el que escribir inmediatamente, o abstra­erse por completo en dramas pasionales que se desarro­llaban ante sus ojos, con tal de que se le de­jase trabajar y leer con ensa­ñamiento. Produjo así una conside­rable cantidad de obras de calidad. Pero esta existencia agitada y estimu­lante para él, fue desas­trosa para los demás, principal­mente para Harriet, su joven esposa.

Harriet, bonita, soñadora, puro producto de la bur­guesía, era hija de un rico negociante. Se enamoró del Dios-Poeta, perdió la cabeza y huyó de su casa para vivir con él. Una vida que se torna inexorable­mente en un desastre. Du­rante cuatro años, participa de la existencia aza­rosa de Shelley; le sigue a Lon­dres, a Edim­burgo, a York, a Keswick, en Galles del Norte, a Lynmouth; después vuelven al país de Ga­les, y viven en Dublin y en Londres. En su camino, a veces Shelley participa en actividades políticas ilega­les que atraen la atención de la magistra­tura, de la policía lo­cal e incluso del gobierno central. Se en­frenta a numerosos proveedores que le exigen el pago de sus facturas. Se indis­pone con sus vecinos, les alarma con sus peligro­sos experimentos quími­cos, les escanda­liza con la indecencia de sus compañ­ías que, casi siempre, se compone de dos o tres muje­res. En el Lake District y en el país de Gales, su casa es atacada por gentes del lugar y tiene que escapar, como era habitual, perseguido por sus acreedores o por la policía.

Harriet hizo lo que pudo por participar en sus activi­da­des. Le ayuda a distribuir sus tratados políti­cos y se siente feliz cuando él le dedica su primer largo poema, La reina Mab. Le da una hija, Eliza Ianthe, después un hijo, Char­les. Pero no puede rete­nerle mucho tiempo. El amor de Shelley era pro­fundo, sincero, apasionado, “eterno”, pero cambiaba a menudo de objeto. En julio de 1814, anuncia a Harriet que se había enamorado de Mary, la hija de God­win y que partía hacia el Continente con ella (y con Claire Clairmont). El choque emocional fue espan­toso para Harriet. Shelley pareció sorpren­dido pero afronta la situa­ción. Shelley, este sublime egoísta moralizador, entendía que los demás tenían el deber de plegarse a sus deci­siones.

Sus cartas a Harriet después de haberla de­jado si­guen el mismo esquema que las que es­cribe a su pa­dre. En un princi­pio condescenden­cia y, si ella re­chaza su punto de vista, la cólera del justo El 14 de julio de 1814, le dice: “Si nunca has podido llenar mi corazón con una pasión suficiente, no me lo de­bes reprochar.” Creía haber sido generoso con ella y que­daba como su mejor amigo. El mes siguiente la invita a reunirse con él, con Mary y con Claire, en Troyes, “donde encontrarás al menos a un amigo seguro y fiel, para quien tus intereses serán siempre caros, quien no herirá nunca tus sentimientos adrede. Nin­guna otra persona que no sea yo podrá ofrecerte esto. Todo lo demás no es más que insensibilidad o egoísmo”. Un mes más tarde, viendo que esta táctica resulta ineficaz, se vuelve más agresivo: “Creo valer más y ser mejor que la mayor parte de tus amigos Mi primera idea fue cu­brirte de atenciones. Ahora, incluso mediando una vio­lenta y duradera pasión por otra que me lleva a preferir su com­pañía a la tuya, estoy tratando sin cesar de preguntarme cómo puedo serte útil, sinceramente y de manera perma­nente Es injusto que a cambio sea ofendido con repro­ches y juicios. Un ataque tan singular y ejem­plar hubiera merecido otra respuesta.” Y vuelve al día siguiente: “Consi­dera hasta qué punto deseas que tu nueva vida esté bajo la influencia de mi espí­ritu supervisor y si conservas todavía suficiente con­fianza en mis esfuerzos, en mi inte­gridad inalterable, en mi voluntad de some­terme a leyes que la amistad podría dictar entre nosotros.”

Shelley escribe estas cartas a Harriet para sa­carle di­nero (en esta época, ella tenía todavía un poco). En parte tam­bién con el fin de presio­narla para que di­ese su propia direc­ción a sus acreedores y enemigos. Y sobre todo para disua­dirle de consultar con aboga­dos. Esas car­tas estas salpicadas de referencias a “su seguri­dad y a su confort”. Este hombre, de una agu­deza de percepción extraordina­ria, parece haber sido totalmente insensible a los sentimien­tos de los otros (esta combinación es bastante fre­cuente). Cuando Shelley descubre que Harriet había terminado por consultar a un abogado para proteger sus derechos, estalla en cólera. “Procediendo así si es ver­dad que tu perversi­dad ha cometido estos excesos des­truirás el porvenir de nuestra vieja ternura. Tu con­fianza en la virtud y en la generosidad me hubiera inci­tado a conce­der mucho más de lo que lo que la ley te reconocerá. Pero después de haber reci­bido esta carta, si insistes en recurrir a la ley, es evidente que no podré en adelante sino considerarte como un enemigo que procede de la manera más baja y con la más tenebrosa perfi­dia.” Y añade: “Fui idiota al espe­rar de ti grandeza y generosidad.” Le repro­cha su “egoísmo mezquino” y “despreciable” y la acusa de querer destruir a un inocente que lucha con su “deses­pera­ción”. Desde el momento en que Harriet toma su decisión, él está seguro de haberse compor­tado de manera impeca­ble. Ella, por el contrario, era imperdonable. Escribe a su amigo Hogg: “Yo soy más el más fiel amigo, el enamo­rado más útil a la especie humana, el defensor más ar­diente todavía de la verdad y de la virtud.” Shelley era capaz de plagar con las más hirientes ofensas una carta en la que bus­caba un servicio. Después de haber acusado de adúl­tera a su madre, en la carta siguiente le pide que le envíe “su máquina de galvanizar y su microscopio solar”. Sus cartas a Harriet abun­dan en pretextos para conseguir de ella dinero e incluso ropa: “Nece­sito medias y ardo en deseos de leer las obras póstu­mas de Mrs. Wollstone­craft.” Le explica que sin di­nero mo­rirá inevitablemente de hambre “Mi que­rida Harriet, envíame enseguida provi­siones.” Sabe que a ella le fascinan sus obras, pero no le pre­gunta cómo le va. Después, de repente, el silen­cio, y luego más cartas. Harriet escribe a un amigo:

“Si M. Shelley se ha convertido en un depra­vado, lo debe enteramente a la Justicia política de Godwin El próximo mes, daré a luz y no estará cerca de mí. En este momento, yo no existo para él. Nunca me pide nuevas, ni me dice una sola palabra preguntán­dome qué pasa. En suma, el hombre que amé ha muerto: ahora es un vampiro.”

Harriet llama al hijo de Shelley “Charles Bysshe”. Viene al mundo el 30 de noviembre de 1814. No es cierto que su padre fuera a verle. Eliza, la hermana mayor de Harriet, la única que le es fiel y que She­lley, por esta razón, consi­dera como su peor ene­migo, se opone a que el niño sea educado por las mujeres bo­hemias de Shelley. Pero She­lley no era Rous­seau. Para él los niños no eran un “inconve­niente” y lucha encarnizadamente para conse­guir su custodia. Como era de prever, pierde la batalla legal y los niños son puestos bajo tutela judicial. Shelley termina por desentenderse de ellos. La vida de Harriet, en cambio, resulta des­trozada. En setiembre de 1816, confía los niños a sus padres y coge un aparta­mento en Chelsea. Su última carta fue para su hermana: “Cuando pienso en todas las atenciones que tan mal te he pagado, se me parte el co­razón. Sé que me perdonarás pues no es propio de tu natu­ral ser dura o severa con los demás.” El 9 de noviembre, Harriet desaparece. Su cadáver es descubierto el 10 de diciembre en un lago de Hyde Park, la Serpentine. El cuerpo estaba hin­chado. Tenía el aspecto de estar encinta, pero no hay ninguna prueba que permita confir­marlo. She­lley, que venía diciendo desde hacía cierto tiempo que su mujer y él se habían sepa­rado de común acuerdo, reac­ciona a esta noti­cia sem­brando toda suerte de mentiras sobre Harriet y su familia. Escribe a Mary: “Esta po­bre chica lo más inocente de una familia detes­table y desnatu­rali­zada, después de haber permanecido secues­trada en la casa pa­terna, había caído en la prostitución cuando el palafrenero que vivía con ella la dejó. Y Harriet se ha suicidado. Está fuera de toda duda que habrá que dejar a su hermana, esa víbora, po­ner sus garras sobre la fortuna del padre. En artículo mortis, después de haber causado la de esta pobre criatura Todos deberán hacerme justicia y testimoniar la recti­tud y generosidad de mi actitud hacia ella.” Dos días más tarde, a ésta le sigue otra carta despiadada dirigida a la hermana de Harriet.

Esta sarta histérica de mentiras es en parte ex­plica­ble. She­lley estaba todavía bajo el cho­que de otro suici­dio del que él era responsable.

Fanny Imlay, la cuñada de Godwin, nacida del pri­mer ma­trimonio de su segunda esposa, tenía cuatro años menos que Mary. Shelley se di­vertía sedu­ciendo a esta joven “sim­ple y sensi­ble” (así es cómo la describe Harriet). En diciem­bre de 1812, le escribe:

“Soy uno de esos animales formidables y con garras al que llaman hombre. Después de habe­ros asegu­rado que soy uno de los más inofensi­vos de mi espe­cie, que no co­mo más que vegeta­les y que no he mor­dido a nadie desde que nací, me arriesgo a atraer vuestra atención sobre mí.” Se jactaba de que había proyectado reunir a Fanny en su pequeña comuni­dad compuesta de Mary, de Claire, de Hogg Peac­kock y de Charles Clairmont, hermano de Claire. Fanny fue deslum­brada por Shelley. Godwin y su mujer la creían perdidamente enamorada de él. Mary y Claire partieron para Bath, dejando a Shelley solo en Lon­dres del 10 al 14 de setiembre. Una tarde Fanny le visita. Es probable que la sedu­jese ese día allí.

Después fue al encuentro de Mary y Claire en Bath. El 19 de octubre, reciben una carta desespe­rada de Fanny echada al correo en Bris­tol. Shelley se lanza inmediata­mente en su búsqueda, pero en vano; ella había partido an­tes para Swansea. Al día siguiente, toma una dosis mortal de opio en una habitación del Mac­worth Arms. Shelley no habla jamás de ella en sus cartas. Pero se encuentra, en 1815, una alusión a Fanny en un poema (“Su voz tem­blaba cuando íba­mos a separarnos”) El se pinta aferrado a su tumba (“Un adolescente de cabe­llos blancos, con la mi­rada huraña”). Pero se supone que nunca fue a postrarse en su tumba en la que no existe ninguna inscripción.

Hizo otros sacrificios sobre el altar de sus ideas. El de Eliza­beth Hitchener, otra víctima. Esta joven ex­traída de la clase obrera de Sussex era la hija de un contrabandista convertido en hotelero. A costa de esfuerzos y sacrificios extraor­dinarios, había conse­guido un puesto de maestra de escuela en Hurstpier-point. Era cono­cida por sus ideas radicales y Shelley coin­cidía con ella. En 1812, Shelley fue a predicar la libertad a los Irlandeses de Dublin que, indife­rentes a su discurso, le dejaron con el mate­rial subver­sivo en las manos. Tuvo la bri­llante idea de enviarlo a Miss Hitechner a fin de que lo distribuyese en Sussex. Lo metió todo en una gran caja de madera, no pagando el trans­porte más que hasta Holyhead, convencido de que Miss Hitchner complementaría el resto a su recepción. Pero la caja fue abierta a su llegada al puerto.

El ministerio del Interior, alertado, sometió a la maes­tra a vigilancia, lo que enturbió su ca­rrera. She­lley le propuso entonces unirse a su comuna. Ella acepta su oferta en con­tra de los consejos de sus pa­dres y amigos. Shelley inme­diatamente le pide presta­das 100 libras, proba­blemente toda su eco­nomía. En esa época, no regatea elogios: “Aun­que descendiendo de un origen muy humilde, ha adqui­rido desde su infan­cia una manera de pensar pro­funda y su­til. Su espíritu es naturalmente inquisidor, pene­trante, despro­visto de todo prejuicio.” En sus cartas, llama “mi roca” en la tempestad, “mi mejor genio, el juicio de mis razonamien­tos, el guía de mis acciones, el catalizador de mi utili­dad”; ella es “uno de esos seres que proporcio­nan dicha, reforma, liber­tad allá donde van.” Se reúne con los Shelley en Lyn­mouth donde, pa­rece ser, “ríe, habla, es­cribe todo el día” y distri­buye sus tratados. Harriet y su hermana empie­zan a detestarla. Y Shelley, que no quería rivali­dad entre sus mujeres, no tarda en compartir su aver­sión. Parece haber obtenido sus favores en el curso de sus largos paseos por la playa. Pero des­pués, ella le rechaza. Cuando Harriet y Eliza le piden cuentas sobre el asunto, Shelley decide quitársela de en medio. De todos modos, las jóvenes del círculo Godwin eran mucho más excitan­tes. Miss Hitchener vuelve a Sussex para defender su causa, por un sala­rio de 2 libras al mes. Al llegar a su des­tino, es la mofa de todos, es la maestra abandonada “por un supuesto Señor”. Shelley escribe cínicamente a Hogg: “Nuestra última tortura, la maestra de escuela, una “espe­cie de demonio”, debe recibir su sueldo. Pago a regañadien­tes, porque le hace falta. Nuestra prisa desconside­rada la ha pri­vado de una situación que ella iba consolidando mal que bien. Me cuenta ahora que mi cruel­dad ha arruinado su reputación, su sa­lud y su tran­quilidad de espíritu. ¡La víctima integral de to­dos los tormentos mentales y físicos sufridos por una heroína!”, No deja de añadir que Miss Hitch­ner es “un animal hermafrodita afec­tado, superfi­cial, horrible”. Pero no recibe de él más que la pri­mera mensualidad de su sueldo, no ve ni por asomo las 100 libras que le prestó y vuelve a la oscuridad de donde había salido para brillar a la luz de su llama.

La misma desventura, poco más o menos, le toca a Dan Healey, un muchacho de quince años que She­lley trajo de Irlanda de doméstico. Se oye poco hablar de los servidores de Shelley. Pero tuvo casi siempre tres o cuatro a su servi­cio. Shelley justifica su ociosidad en una carta a Godwin: “En el estado actual de la sociedad, si estuviese encade­nado al ofi­cio de tejer o al arado y mi mujer a la cocina o a la limpieza, no tardaríamos en convertirnos en seres muy dife­rentes y, por decirlo así, menos útiles a la espe­cie humana”. Era preciso pues tener domésti­cos, los pagase o no. Empleaba en general a gen­tes del lugar que aceptaban salarios muy módicos. Con Dan, se condujo de otro modo. Al muchacho, habiéndose mostrado muy eficaz cuando le había reclutado para colocar carteles prohibidos en Dublín, Shelley, en 1812, le manda pegar pasquines en las paredes y grane­ros de Lynmouth. Le había recomendado respon­der, si la policía llegaba a interrogarle, que dos “seño­res encontrados en el camino” le habían encargado este trabajo. Dan fue efectiva­mente arres­tado en Barnsta­ple, el 18 de agosto, y cuenta su histo­ria. ¡Mal asunto! pues cae sobre él todo el peso de la ley de George III, y es condenado a una multa de 200 libras y, en caso de impago, a seis meses de prisión. En lu­gar de pagar la multa, como todo el mundo hubiera esperado (incluidas las autorida­des), Shelley pide prestados 29 shillings a la mujer de la limpieza y 3 libras a su vecino para prepa­rar su fuga. Cuando su doméstico se queja, By­ron se porta con él con más elegancia. Paga so­bre la marcha la multa puesta a su factotum barbudo (“Tita”) Falcieri. A Dan, en cam­bio, él le deja en prisión. Al ser puesto en libertad, vuelve al servi­cio de Shelley pero es despedido seis me­ses más tarde. Shelley le reprocha haber con­traído malas costum­bres en prisión y de haberse quedado ¡”sin principios”! Shelley tra­taba siempre ante todo de economizar dinero. Debía a Dan 10 libras de suel­dos que nunca le pagará. Otra víctima escaldada vuelve a entrar en la sombra.

Es cierto que Shelley era muy joven en la época de estos acontecimientos. No tenía más que veinte años en 1812. Abandona a Harriet para partir con Mary a los veintidós. Se olvida demasiado a menudo hasta qué punto los poe­tas que transformaron la literatura inglesa eran jóvenes y murie­ron jóvenes: Keats a los veinti­cinco, Shelley a los veintinueve, Byron a los treinta y seis. Cuando Byron deja Inglaterra para siem­pre, inicia su amistad con Shelley al que encuen­tra a orillas del lago de Ginebra, el 10 de mayo de 1816. Byron tenía entonces veintio­cho años. Shelley veinticuatro. Mary y Claire apenas dieciocho. Frankes­tein, la novela que Mary escribe al borde del lago a lo largo de esa largas noches de verano, era ¡un deber esco­lar de vacacio­nes! Todos ellos eran dema­siado jóvenes para asu­mir responsabilidades y no reivindicaron la indulgencia debida a la juven­tud. Antes al contrario. Shelley insiste mu­cho acerca de la importancia y la seriedad de su “mi­sión”. En el plano intelectual era muy maduro. Escribe La Reina Mab, poema extrema­damente pujante con acentos a veces juveniles, a los veinte años, y fue publicado el año si­guiente

Su obra alcanza el cenit entre 1815 y 1816. Con ape­nas veinticinco años, deja demostrado que tenía inspira­ción y una gran profundidad de pensamiento. Shelley fue un ge­nio, fuerte, sutil y sensitivo, que, a pesar de su juventud, asumió sus deberes paternales.

Pero ¿qué suerte corrieron sus hijos? En con­junto, tuvo siete, de tres madres diferentes. Los dos prime­ros, de Harriet, Ianthe y Charles, fue­ron puestos bajo la tutela judicial. El tribunal, aterrorizado por ciertas teorías de La Reina Mab, desestimó la demanda de Shelley. Y éste se queja amargamente, considerando la resolu­ción judicial como una represalia orientada a hacerle renunciar a sus objetivos revoluciona­rios. Pero los hechos están contra él. Sin em­bargo con­tinúa protestando por lo que consi­dera una injusticia y centrando su aversión en el Lord Canciller Eldon. Fue condenado a pagar 30 libras al trimestre (que le eran descontadas de su pensión) a sus suegros que custo­diaban a los niños. Desde entonces deja de intere­sarse por su suerte, no usa nunca de su derecho a visitarles acordado por el tribunal, no les es­cribe, aunque Ianthe tenía nueve años en el mo­mento de su muerte, ni se inter­esa por la salud de los pequeños. La única carta dirigida a su suegro, fechada el 17 de febrero de 1820, es una caterva de ofensas sórdidas. No existe nin­guna alusión a sus hijos en las cartas o las agen­das que le sobrevivieron. Parece haberlos desalojado de su espíritu. Pero reaparecen, de forma fantasmal, en su poema autobiográfico Epypsychi­dion: “Una hermana y un hermano, marcados como geme­los, errantes esperanzas de una madre abandonada.”

Con Mary tuvo cuatro hijos de los que tres perdie­ron la vida. Su hijo Percy Florence, na­cido en 1819, es el único que sobrevive para salvar la estirpe. El pri­mer bebé de Mary, una niña, muere en la infancia. Su hijo William, ata­cado de gastroenteritis, muere en Roma con cua­tro años. Shelley pasa tres noches pe­gado a la cabecera de su cama, pero no puede sal­varle. Podría decirse que los capri­chos de Shelley son en parte responsables de la muerte de su hija Clara. En agosto de 1818, Mary y el bebé pasan tranquila­mente el verano en Bagni di Lucca, una región relativa­mente fresca. Pero Shelley que está en el Este, en las colinas próximas a Venecia, exige que Mary vaya con la niña a re­unirse con él al instante. Este viaje agotador dura cinco días, en la estación más calurosa del año. She­lley ignoraba que la pequeña Clara es­taba ya mal momen­tos antes de emprender el viaje. Pero, al llegar, ve palpable­mente que la pe­queña está muy mal. Su estado se torna esta­cionario. Tres semanas más tarde, embriagado por sus conversa­ciones con Byron y dando rienda suelta a otro capricho, envía instruccio­nes imperativas a Mary a fin de que vaya con la niña a Venecia para compartir su eufo­ria. Mary le advierte que la pobre Clara está “febril y en un estado de debilidad espan­tosa”. Viajan, no obstante, con un calor sofocante, desde las tres media de la mañana hasta las cinco de la tarde. El aire es ardiente. En Padua, Mary ve que el estado de la niña se agrava.  Shelley insiste en que siga el viaje hasta Venecia. En el camino, Clara es presa de “movimientos convulsivos de la boca y de los ojos”. Muere una hora después de llegar a Vene­cia. She­lley reconoce que “este golpe inesperado” (pero no obs­tante previsible) sume a Mary en “una suerte de desespera­ción” que marca una etapa impor­tante en el deterioro de sus relaciones.

Shelley asesta otro golpe a Mary. Una hija ilegí­tima de Shelley, bautizada Elena, nace ese invierno allá en Nápo­les. Reconoce a la niña y declara que la madre se llama¡Mary Godwin Shelley! Esta declaración era mani­fiestamente falaz, pues poco tiempo des­pués, Paolo Foggi, un antiguo valet casado con Elisa, la niñera, hizo chantaje y amenazó a Shelley con denun­ciarle por falsear una declara­ción de estado ci­vil. ¿Era Elisa la madre del niño? Es posible, pero muchos indicios están en contra de esta tesis. Elisa dio otra explicación. En 1820, cuenta a Richard Hopp­ner, cónsul británico en Venecia, que Shelley al que él tenía en gran estima a pesar de sus extravagan­cias había abandonado en Nápoles en el Hospicio a la pe­queña que había tenido con Claire Clairmont. Escandalizado por la conducta de She­lley, Hopp­ner habla con Byron, quien habría respon­dido: “Por lo que son los hechos, puede haber sospe­chas Como sobre los hechos.” Byron sabía todo lo que se refiere a Shelley y a Claire Clairmont por la simple razón de que ella era la madre de Allegra, ¡su pro­pia hija ilegítima!. Claire había intentado sedu­cirle en 1816, en primavera, antes de partir para Inglate­rra. By­ron, que tenía escrúpulos en desflorar a una virgen, sólo su­cumbe a sus lágrimas cuando le asegura que había dejado ya a Shelley. Después de haberle seducido, se ofrece a procurarle los favores de Mary Shelley. El tenía pues una po­bre opinión sobre la moralidad de Claire y no quiso que ésta edu­case a su hija. Esta separa­ción fue fatal para la niña. Byron estaba tan seguro de que Allegra era su hija como de que era cierto que Claire no había tenido relacio­nes con Shelley por aquella época. Aunque suponía que, después, habían podido reanudar sus rela­ciones intermiten­tes durante las ausencias de Mary. Elena era el fruto de estos amores. Los fanáti­cos de Shelley aventuran otras posibilida­des, pero la combinación Claire-Shelley es, con mucho, la más verosímil. Mary fue aplastada por este episodio. A ella no le gustaba que Claire y él hiciesen incur­siones continuadas en su vida conyugal. Con este bebé, no dejaría de adentrarse en la familia de forma perma­nente y su ligazón con Shelley se consolidaría. Para ali­viar los temores de Mary, hundida en la pena, She­lley decide abandonar a la niña. Siguiendo el ejemplo de su maestro Rousseau, opta por el orfelinato. La niña muere a los dieciocho meses en 1820. El año si­guiente, haciendo oídos sor­dos a los reproches de Hoppner y otros, escribe a Mary: “Siento inmediata indiferencia hacia cualquier otra opinión que no sea la que surge de nuestra propia concien­cia.”

¿Era en efecto Shelley un depravado? No al modo de By­ron, que cuenta en setiembre de 1818 que había destinado cerca de 2500 libras en dos años y medio para acostarse con las Vene­cianas, “al menos doscien­tas, puede que más”. Confecciona incluso más tarde una lista con treinta y cuatro nombres. Pero el sentido del honor de Byron es­taba más desarro­llado que el de Shelley. Byron no era un vil soborna­dor. Escribe a la feminista J.H. Lawrence: “Si hay un crimen enorme, devastador, del que me horrori­zaría ser acusado, es el de ser un seduc­tor.” En teoría puede ser, pero en la práctica

Una aventura con una aristócrata italiana, Emi­lia Vi­viani, se ajusta a los antecedentes. She­lley se confía a By­ron, a quien suplica que no diga una palabra a nadie, pues “Mary se sen­tiría muy contrariada si lo supiese”. A She­lley le hubiera gustado probable­mente encon­trar a una mujer capaz de asegurar su acomodo y su estabilidad, y de mostrarse tolerante con sus infidelidades. A cambio (en teoría) él hubiera ofrecido a esa mujer la misma libertad. Este tipo de compromiso es uno de los objetivos recurren­tes de los intelectuales, sobre todo de los hombres. Pero eso nunca funciona. Este fue el caso de Shelley. Esa liber­tad que él mismo se concede de entrada no aporta más que ansie­dad en Harriet y después en Mary. Nin­guna de las dos deseó aprovecharse de ella.

Shelley había discutido por supuesto sobre todo esto con su amigo radical Leigh Hunt. El pintor Benja­min Robert Haydon anota en su diario íntimo que él había oído a She­lley “hablar delante de Mrs.Hunt y de otras damas presen­tes, acerca de la iniquidad y el absurdo de la castidad”. En el curso de la discusión, Hunt hizo esta reflexión que sorpren­dió a Haydon: “A poco que sea digno de amor, no im­porta quién sea el hombre que se acueste con una mu­jer; lo mismo da”. A lo que Haydon contestó: “She­lley ha elegido con coraje vivir según sus princi­pios. Hunt, que los ha defendido sin tener la energía suficiente para poner­los en práctica, se con­tenta con caricias de contrabando.” Lo que las mujeres pensa­sen, no lo revela. Cuando Shelley dice a Harriet que era libre de acostarse con su amigo Hogg, ella rehúsa con decisión. Ofrece la misma libertad a Mary, quien en un principio da la impresión de consentir, pero termina decla­rando que a él no le gustaría A fin de cuentas, las experiencias del “amor libre” de Shelley fue­ron tan furtivas y deshonestas como la mayor parte de los adulterios corrientes, e iban unidas al mismo cortejo de disimulos y mentiras.

¿Su relación con el dinero? La misma historia triste, pla­gada de complicaciones. No se puede hacer más que un resumen sumario. En teoría, Shelley no creía que la propie­dad privada fuese legítima, y menos aún la herencia y el derecho de primogenitura del que él mismo se benefi­ciaba. En Una visión filosófica de la Reforma, define sus principios socialistas: “La igualdad en la posesión debe ser el resultado final de una civilización en su supremo grado de refina­miento. Es uno de los objetivos hacia los cuales tiende este sistema y la meta hacia la que tene­mos el deber de tender, sea cual fuere nuestra esperanza en conse­guirlo.” Sin embargo, para los privilegiados, los ilumina­dos de su especie, era normal, necesario in­cluso, heredar riquezas para mejor servir a la causa. Esta justificación iba a balanceares, a convertirse en una verdad casi universal, entre los intelectuales de iz­quierda que viven en la opulen­cia. Shelley se las ingenia para sacar todo el dinero que puede a su fami­lia. La desgracia quiso que, en su pri­mera carta a Godwin, su mentor, considerase que lo mejor era presentarse así: “Soy el hijo de un hombre rico de Sus­sex heredero del mayo­razgo de unos dominios que dan 6.000 libras al año.” Godwin puso enseguida mucha aten­ción. El filósofo radical era el estafador de genio, más desver­gonzado y más cínico de todos los financie­ros del mundo. Sumas fabulosas, expolia­das a una muchedumbre de amigos bien intenciona­dos, se habían perdido para siem­pre en el laberinto inextricable de sus deudas. Saltó sobre el joven e ino­cente Shelley y ya no le dejó. Tomó dinero de su fami­lia, le pervirtió, le en­señó todos los vie­jos trucos de principios del siglo XIX para el endeuda­miento crónico: efec­tos descontados, postdatados y, sobre todo, los famosos empréstitos post óbito, gracias a los cua­les los jóvenes herederos de mayorazgos de una propiedad podían, en aquella época, conse­guir por anticipado sumas importantes sobre su herencia en espera de la muerte del papá A base de tasas de interés enormes, por su­puesto. Shelley opta por decla­rarse en quiebra. Y un fuerte porcen­taje de lo que descuenta se precipita en el agujero negro finan­ciero de God­win. El no ve jamás un céntimo pero la suerte de la familia Godwin tampoco mejora un ápice. Shelley termina por revolverse contra este pará­sito: “Os he dado desde hace años sumas conside­rables. He sacrificado una fortuna para poder hacerlo, cerca de cuatro veces aquella suma. A excep­ción de la entente que estas tran­sacciones parecen haber favorecido entre vos y yo, tan incontables son las ventajas que habéis sacado de ese di­nero, que hubiera hecho mejor tirándolo al mar.” Frecuen­tando a Godwin, She­lley no perdió solamente su dinero. Harriet tenía razón al decir que el gran filósofo había endure­cido el corazón de su marido. Cuando Shelley (que la había dejado ya por Mary) le hizo una visita después del nacimiento de su hijo Willian, le dice: “¡Me alegro de que sea un hijo. Será menos caro!” Quería decir que podría conseguir una tasa de in­terés inferior al pedir un préstamo post óbito. Esta observación no es la de un joven poeta idealista de veintidós años, sino la de un deudor crónico. Y retor­cido, además.

Godwin no fue el único parásito de Shelley. Leigh Hunt, un intelectual, le hostigó sin des­canso. Un cuarto de siglo más tarde, Thomas Macaulay resume su personalidad a Napier, el redactor jefe del Edin­burg Review: “He aten­dido a una letra de Hunt no sin miedo. Temo conver­tirme en una de esas numero­sas personas a las que da un sablazo de 20 libras cada vez que lo necesita.” Hunt fue inmortali­zado luego con los rasgos de Harold Skimpole, en Black House, por Dickens, que confía a un amigo: “Creo que es el retrato más fiel que pueda haber pin­tado con palabras Es la copia exacta de un hom­bre real”. En su encuentro con Shelley, Hunt, que empe­zaba su larga carrera de sablea­dor, aplicaba la técnica ensayada por Rousseau. Per­suadía a sus vícti­mas de que les hacía un favor insigne aprove­chando su generosidad. A la muerte de Shelley, Hunt ataca a Byron quien hubo de emplear un cierto tiempo para desemba­razarse de él. Byron pensaba que Hunt había desplumado a Shelley. Fue en reali­dad peor que eso. Persuadió a Shelley de que los hom­bres de su especie, con ideas avanzadas, no ten­ían obligación moral ninguna respecto a sus acreedo­res. El trabajo que aporta­ban para el bien de la humani­dad bastaba para satisfacer sus deudas.

Shelley, el defensor de la verdad y de la virtud, fue toda su vida un fullero y un trapisondista. Pidió di­nero prestado por todas partes, a todo el mundo, y la mayor parte de las veces no lo devol­vió jamás. Los Shelley se trasladaban a menudo de casa, y lo hacían calladamente, de­jando tras ellos legiones de víctimas burladas. Dan Healy, su antiguo criado, no fue el único irlandés al que estafó Shelley. Pidió prestada una sustancial suma a John Lawless, el redac­tor republi­cano que se había honrado de su amis­tad en Dublín. Pero este hombre no podía permitirse el lujo de perder tanto dinero. Des­pués de partir Shelley, aquél es­cribe a Hogg para pedirle informes al res­pecto. Poco tiempo después es arrestado por deudas. Shelley, no sólo no hace esfuerzo alguno para sacarle de prisión devolvién­dole el dinero que le debía, sino que aprovecha la ocasión para denigrarle. Escribe a una amiga común de Dublín, Cat­herine Nugent: “Temo que se haya comportado hacia vos como se ha portado conmigo.” Para colmo, en Lyn­mouth, Shelley firma contratos a su nombre (“el honorable M.Lawless”) Esta vez, cometería un delito de false­dad y uso de docu­mentos falsificados, para el que estaba prevista la ¡pena capital!

Shelley estafa del mismo modo a los galeses. En 1812, alquila una granja y contrata servidum­bre, pero es arres­tado por deudas (60 y 70 libras) contraí­das con Caernar­von. John Williams, que había finan­ciado su aventura ga­lesa, y el Dr.William Roberts, un médico rural, salieron garantes de él. La deuda, incre­mentada con los gastos, fue pagada por John Bedwell, un abogado londinense. Los tres lamentar­ían su generosidad. En 1844, es decir treinta años más tarde, el Dr.Roberts intenta todavía descon­tar de la herencia de Shelley las 30 li­bras que el poeta le debía. Bedwell reclama su deuda en vano. Shelley, un año más tarde, es­cribe a Williams: “He recibido de M. Bedwell una carta autoritaria y desagradable a la que he respondido con un espíritu inflexible”. She­lley enseguida se sentía ofen­dido. Owen, el hermano de Williams, un granjero, le prestó 100 libras. Shelley le pide enseguida 25 libras más en estos términos: “Sabré por vuestra complacencia en la respuesta a esta solicitud si la falta de ami­gos es preferible a la amistad.” Las relaciones de Williams con Shelley termi­naron en una ava­lancha de insultos. Ni a él ni a Owen les devol­vió jamás el dinero. Lo que no impi­dió a Shelley ser feroz y moralizador con todo el mundo salvo con Godwin y Hunt, que precisa­mente le debían a él di­nero. Otro galés, John Evans, recibió dos cartas urgentes de Shelley hacién­dole un llamamiento para que “una deuda de honor, más imperiosa que cualquier otra, exige un pago inme­diato. En estas circunstancias, la apatía, el re­traso o la falta de pago serían lamen­table”.

¿Qué significaba exactamente para Shelley una deuda de honor? Había pedido prestado sin escrúpu­los dinero a las mujeres, fuesen lavande­ras, asistentas o su arrendadora de Lyn­mouth. Esta ter­minó recuperando 20 libras sobre las 30 que le debía, sustrayéndole con habilidad sus libros. Shelley son­saca 220 coro­nas a Emilia, su amiga italiana, y va con­tra­yendo deudas con todos sus proveedores. En abril de 1817, Hunt y Shelley decidieron regalar un piano a un tal Joseph Kirkman. Así lo hicie­ron, pero cuatro años más tarde seguían sin pagarlo. Shelley encarga a Charter, el mejor carro­cero de Bond Street, un bonito carruaje de 532 libras que usa hasta su muerte. Charter tuvo que recla­mar a Shelley ese di­nero a través de la justicia, pero era el año 1840 y to­davía seguía intentando recuperar la suma. Shelley estafó también a un cierto número de libreros edito­res que habían consentido imprimir sus poemas a crédito. Empieza por Slatter, el librero que le había pres­tado 20 libras en los tiempos en que fue expul­sado de Ox­ford. Slatter, que a todas luces le apre­ciaba, trató de prote­gerle con­tra la rapacidad de los usureros. En agradeci­miento, Shelley le puso en un apuro que le costó muy caro. En 1831, el hermano de Slatter, plomero de oficio, escribe a Sir Timothy: “He sufrido las consecuencias de mi conducta honesta hacia vuestro hijo. Con el fin de evi­tarle acudir a los Judíos para conseguir dinero a un interés muy ele­vado Hemos perdido más de 1300 libras.” Poco tiempo después ambos eran encarcelados por de­udas. Cua­tro años y medio después de haber editado Alastor, el impre­sor de Weybridge seguía intentando inútilmente que Shelley le pagase su trabajo. En diciem­bre de 1814, She­lley escribe a un librero:

“Si aceptáis proporcionarme libros, puedo firma­ros un efecto post óbito a razón de 250 libras por 100 obras.” Otro librero, Thomas Hoo­kham, le imprimió La Reina Mab a crédito y le adelantó el mismo dinero. Esta deuda resulta igualmente impagada. Por otra parte, por haber cometido aquél el crimen de testimo­niar sim­patía a su mu­jer, Shelley le hace ob­jeto de su aversión. El 25 de octubre de 1814, escribe a Mary: “Si ves a Hookham, no le insul­tes en público. Tengo aún algunos proyectos para este mal­vado Le haré odiar su propia silla. Pasado el tiempo le cor­taré en trozos, y le asesinaré en su jugo. Su orgullo será pisoteado, pulverizado, atomizado. Aniquilaré su alma egoísta y la haré papilla.”

El denominador común a todos los descarríos de She­lley fue ciertamente su incapacidad para admitir otro punto de vista que no fuera el suyo. Fuese acerca de cuestiones finan­cieras o sexuales, se tratase de las relaciones con su padre, su madre, sus muje­res, sus hijos, sus amigos o sus proveedores, carecía en absoluto de imaginación. Curioso. La imaginación se en­cuentra en el corazón de su teoría política. Esta “belleza intelectual” ¿no era, según él, indispen­sa­ble para transformar el mundo? Los poetas deber­ían pues poseer esta cualidad en el más alto grado, puesto que la imaginación poé­tica les eleva al rango de legislador natural del mundo. Pero he aquí un poeta y uno de los más grandes capaz quizá de simpatizar con todas las clases sociales, pisoteando a los obre­ros agríco­las, los Ludditas, o a los amotina­dos de Peterloo, los obre­ros de una fábrica. Un poeta capaz de sentir, en abstracto, todos los sufrimientos de la humanidadpero totalmente incapaz, siquiera una sola vez en su vida, de comprender lo que cues­tan. Shelley no com­prendía en absoluto por qué los barones, los siervos o sus patronos podrían tener una opi­nión diferente a la suya. Si tropezaba con su intransi­gencia, recurría a sus malas artes. La carta de Shelley a John Williams fechada el 21 de marzo de 1813 pone a la perfección los lími­tes de su imagina­ción. Comienza con una ofen­siva en regla contra el infortunado Bedwell, se­guida de un ataque salvaje contra la desgra­ciada Miss Hitche­ner (“una mujer de opiniones desesperantes, de pasio­nes terroríficas, de un espíritu de venganza frío e inflexi­ble He reído de buena gana pensando en su día de tribulacio­nes”) Después termina con una nota humanitaria: “Estoy dispuesto a hacer cual­quier cosa para servir a mi país y a mis amigos. Es decir que el amigo soy yo para vos.” Este mismo Williams siguió contra él un pro­ceso por estafa y no tardaría en engrosar la lista de acree­dores ulcera­dos.

Shelley consagró su vida al progreso político y usó de su maravilloso talento poético sin tener nunca conciencia de su impotencia imaginativa. No hizo ningún esfuerzo por conocer a los seres que quería ayudar. Redactó su Llama­daal pue­blo irlandés antes incluso de poner el pie en suelo irlandés y, una vez en él, no intentó averi­guar cuáles eran las verdaderas aspiraciones de sus habitantes. Su fin se­creto era mi­nar su fe religiosa. Sea como fuere, Shelley ignoraba todo sobre la política inglesa, sobre la opinión pública, sobre los problemas desesperantes que el go­bierno debió afrontar después de Waterloo, sobre los since­ros esfuerzos para darles solu­ción. Nunca hizo justi­cia a los hombres de buena voluntad, como Castelreagh y Sir Robert Peel, aunque poseyeran esa imaginación pene­trante, tan indispensable a su modo de ver. Sin embargo, les maltrata en La Máscara de la anar­quía; como maltrató en sus cartas a su acree­dores y a sus mujeres abandonadas.

Está claro que Shelley aspiraba a una transforma­ción to­tal de la sociedad y a la aboli­ción de la religión organi­zada. Pero no sabía bien cómo hacerlo. A ve­ces, predica la no-violen­cia. Algunos le consideran como el primer y autén­tico adepto de la resistencia pacífica y el precursor de Gandhi por haber escrito en su llamamiento a los Irlande­ses: “No debéis nada a la fuerza ni a la violencia; las socieda­des funda­das sobre la violencia merecen la reproba­ción absoluta del verdadero reformista Las socieda­des secretas son también nefastas.” Sin embargo, en otros momen­tos de su vida, She­lley sueña con fundar organi­zaciones secretas, y su poesía no pudo interpre­tarse más que co­mo una incitación a la ac­ción directa. La Máscara de la anarquía está llena de contradiccio­nes. En una frase defiende la no-violen­cia. Pero la más célebre, la que termina con “vosotros sois muchos, ellos son pocos”, es una incitación a la sedición.

Byron, como Shelley, era un rebelde, pero tenía más de hombre de acción que de intelec­tual. No creía en una trans­formación de la socie­dad, sino en la libre disposición de uno mismo. La utopía de Shelley le dejaba escéptico. El bello poema de Shelley, Julien y Maddalo, que data de los años 1818-1819 da cuenta de sus largas conversacio­nes con él en Venecia. Mad­dalo (Byron) dice acerca del programa polí­tico de Shelley: “Puede que un sistema esté muy protegido contra la refutación. Pero sería vano soñar con poner esas aspiraciones teóri­cas en práctica.”

En este poema, Shelley reconoce que las críti­cas de By­ron detendrán por algún tiempo su trabajo de demo­lición. Dio muestras con Byron de una gran modestia: “Deses­pero de igualar a Byron, haga lo que haga y no conozco a nin­guna otra persona que merezca rivalizar con él Cada palabra está impreg­nada de inmortali­dad”. Cuando la pujanza de Byron le paraliza, Shelley dice simplemente: “El sol ha dese­cado a la luciérnaga.” Es cierto que este encuen­tro le proporciona una cierta madurez. Pero al contra­rio que Byron, que comenzaba a ver su papel de organizador de pueblos oprimi­dos, Shelley se de­clara con­tra la acción directa. Al final de su vida, se pone incluso a criticar a Rousseau y a asociarle a los horribles excesos de la Revolución francesa. En su poema inaca­bado, El triunfo de la vida, Rousseau está preso en el Purgatorio por haber cometido el error de creer que un ideal podía alcanzarse en una vida. Lo que prueba que estaba corrompido. Pero nada prueba que Shelley hubiera renun­ciado a la política en favor de un puro idealismo imaginario.

Sea como fuere, ni en los meses anteriores a su muerte hubo señal alguna de cambio aprecia­ble en su carácter. Claire Clairmont, que vivió más de ochenta años, llegó a ser una dama llena de buen sen­tido (Henry James se ins­pira en ella en su fasci­nante novela, Los Pape­les de Jefrey Aspern). Sesenta años des­pués del suicidio de Harriet, Claire escribe: “Es­tos acontecimientos produjeron un efecto bené­fico sobre Shelley. Tuvo menos confianza en sí mismo y fue menos impetuoso.” Es posible que estos recuer­dos le hicieran menos egocéntrico, pero su me­joría fue progresiva y lejos de ser acep­table en los momentos anteriores a su muerte.

En 1822, Byron y Shelley se hicieron construir cada uno un barco, el Bolivar y el Don Juan. Shelley, apasio­nado por la navegación, alquiló una casa de verano en Lerici, en la bahía de La Spezia, en Italia. Mary, de nuevo encinta, detes­taba este lugar y su calor tórrido. Ya sin ilusio­nes, Mary estaba cansada de su vida de exi­liada. Además, una nueva amenaza se cernía. Shelley, que navegaba a menudo con el lugarte­niente Edward Williams, un empleado a me­dia paga de la Compañía de Indias, manifestaba un interés creciente por su bonita compañera. Jane to­caba la guitarra y cantaba de manera arrebatadora (como Claire), y Shelley empezaba a sumirse en sus encantos. En aquellas tardes musicales, en las noches al claro de luna, es­cribía poemas. Mary se asustó.  ¿Iba a ser desalo­jada de su turno, como ella había desalo­jado a Harriet? El 16 de junio, Mary se provocó un aborto y cayó de nuevo en la desesperación. Dos días más tarde, Shelley escribe una carta mostrando claramente que su unión había to­cado a su fin. “No puedo sentir deseo más que por quienes lo sienten por mí y me compren­den No Mary. Sin duda es necesario esconder los pensamientos que podrían hacerla sufrir. Pero que do­nes tan poderosos, que un espíritu tan puro no puedan gene­rar la simpatía indis­pensable para su aplicación a la vida domés­tica es un suplicio de Tántalo”. Y añade: “Jane me gusta cada vez más Su gusto por la música, su elegan­cia de formas y maneras com­pensan, en cierta me­dida, su incultura litera­ria.” Hacia fin de mes, Mary encuen­tra su situa­ción, el calor y la atmósfera de la casa tan inso­portables, que escribe: “Me gus­taría poder rom­per mis cadenas y abandonar este calabozo.”

Debió su liberación a un evento tan trágico co­mo ines­pe­rado.

Shelley, desde siempre, estaba fascinado por la veloci­dad. Si hubiera vivido en el siglo XX, hubiera sido piloto de carreras o piloto de prue­bas de aeronáu­tica. Uno de sus poemas, La Bruja del Atlas, es un himno al juego de nave­gar en el espacio. Su ve­lero, el Don Juan, ya conocido por su velocidad, había sido refor­mado a petición suya por el arqui­tecto naval de Byron para hacerle todavía más rápido. No medía más que ocho metro de largo pero estaba equi­pado de dos grandes mástiles gemelos a modo de goleta. Shelley y Williams habían inven­tado un nuevo modelo de gavia aumen­tando considerable­mente la superficie de la vela. La goleta, muy rápida, peligrosa, volaba “como una bruja”. En el momento del naufra­gio, navegaba con tres spinna­kers y una vela suplementario.

Shelley y Williams embarcaron en Livorno, el me­diodía del 8 de julio de 1822, sobre la goleta para regre­sar de nuevo a Lerici. El tiempo empe­oró desde que entraron en alta mar. Cuando la tempestad se desencadenó a las seis y media, todos los barcos italia­nos volvieron al abrigo del puerto. El capitán de uno de estos barcos cuenta haber visto el de Shelley en me­dio de olas inmensas, a toda vela. Había gri­tado a los dos hombres que subiesen a bordo, o al menos que arriasen las velas.: “¡Si no, estáis perdi­dos!” Pero uno de los dos (probablemente Shelley) le había respon­dido: “¡No!” y vio impe­dir a su compa­ñero aliviar el velamen y cogerle del brazo “como si estuviese encoleri­zado”. El Don Juan zozobró a diez millas de la costa, a toda vela. Los dos hombres se ahogaron.

Keats había muerto en Roma de tuberculosis el año prece­dente. Dos años más tarde, a Byron le sangra­ron hasta morir sus médicos en Gre­cia. Una breve e incandes­cente época de la litera­tura inglesa llegaba a su fin. Mary volvió a Inglaterra con el barón Percy (Charles había muerto), y costeó un monumento mítico a la memoria de Shelley. Pero las cicatrices no se habían cerrado, pues había conocido el reverso del decorado de la vida intelec­tual, y experimen­tado la fuerza dolorosa de las ideas. Un amigo que obser­vaba al pequeño Percy mien­tras le ense­ñaba a leer, hizo este comenta­rio: “Percy llegará a ser un hombre extraordina­rio. Cierto”. Mary Shelley replicó apasio­na­da­mente: “¡Dios mío, haz que sea un hom­bre co­rriente!”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.

UN GENIAL IMPOSTOR: KARL MARX

 

Karl Marx, más que cualquier otro intelectual, ha marcado la Histo­ria. En primer lu­gar por el poder de atracción que ejercieron sus con­ceptos y su metodo­lo­gía sobre los es­pí­ri­tus poco rigurosos. Después, por­que su filosofía fue lle­vada a la práctica en los dos países más grandes del mundo, Rusia y China, y sus numero­sos satéli­tes. En este sen­tido, Marx se parece a san Agustín cuyos escritos han influido profunda­mente en la Igle­sia de los siglos V al XVIII, y en la forma­ción de la cristiandad en la Edad Me­dia. Pero la influencia de Marx fue to­davía más dire­cta, puesto que el tipo de dic­ta­dura que ambi­cio­naba ejercer a tí­tulo personal, como veremos, fue puesta en prác­tica por tres de sus fieles adeptos, Lenin, Stalin y Mao Tsé Tung, con incal­cu­lables conse­cuencias para la huma­nidad.

Marx, hijo de la segunda mitad del siglo XIX, elabora una filo­sofía tí­pica de su época a la que sobre todo le confiere un valor “científico”. Este calificativo, para él, era un cri­terio de valor ab­soluto. Lo em­pleaba gene­ralmente para desmar­carse de sus nu­merosos enemi­gos. Su trabajo y él mismo eran “científicos”.  Ellos no lo eran. Pen­saba haber descubierto una explicación histórica del comporta­miento humano con­forme a la teoría de la evolución de Darwin. Esta noción arraigó tan bien en la doc­trina oficial de los paí­ses que la adoptaron que impregnó, más que cualquier otra filo­sofía, las materias ense­ña­das en sus es­cuelas y uni­ver­sidades. Si ganó también al mundo no marxista, es porque los intelectuales —los uni­versitarios en parti­cu­lar— están fascina­dos por el po­der. Nu­merosos profe­sores, identifi­cando marxismo y auto­ridad, estu­vie­ron tentados de integrar la “cien­cia” marxista en sus pro­pias dis­ciplinas, sobre todo en las mate­rias de una exac­ti­tud aproximativa como la economía, la so­cio­logía, la historia y la geografía. Si Hitler hubiera ga­nado la gue­rra en la Europa cen­tral y del Este, hubiera impuesto su ley de la misma manera en una gran parte del mundo. La doctrina nazi hubiera sido, sin duda, proclamada también como “cientí­fica”. Y la teo­ría ra­cial, realzada con un barniz aca­dé­mico, se hubiera in­filtrado en las universida­des del mundo en­tero. Pero la victoria mili­tar de Stalin hizo que el marxismo se im­pu­siera sobre la doctrina nazi.

La primera pregunta que debemos plantearnos es pues la siguiente: ¿en qué era Marx científico? Dicho de otro modo, ¿en qué medida se compro­metió a per­se­guir un cono­cimiento objetivo, ba­sado en la in­vesti­ga­ción y en el control de las pruebas?

La biografía de Marx indica que fue ante todo un uni­versi­tario, na­cido de padres uni­versitarios. Heinrich Marx, su pa­dre, abogado y talmudista, se llamaba ori­ginaria­mente Hirs­chel ha-Levi Marx. Perte­necía a la estirpe del célebre rabino Elieser ha-Levi, de Magun­cia, cuyo hijo, Jehuda Minz, llegó a ser jefe espiritual de la Escuela tal­mú­dica de Padua. La madre de Marx, Hen­rietta Press­borck, también hija de ra­bino, descen­día de famosas sagas eruditas. Marx nació el 5 de mayo de 1818, en Tré­veris (en aquella época en te­rrito­rio pru­siano). Sobre nueve hijos de la familia, fue el único mu­chacho que al­canzó la madurez. Sus her­manas se casa­ron respectivamente con un in­ge­niero, un li­brero y un abogado. La familia de Marx repre­sentaba la quin­tae­sencia de la bur­guesía. Su padre era liberal, cono­cía a Voltaire y a Rousseau de me­mo­ria, “como un verda­dero francés del siglo XVIII”. Un decreto prusiano de 1816 había proscrito a los Judíos de los altos puestos en la judicatura y en la medicina. Se convir­tió enton­ces al pro­testantismo y, el 26 de agosto de 1824, hizo bautizar a sus seis hijos. Marx hizo su primera comu­nión a los quince años y, du­rante un cierto tiempo, parece haber sido un ferviente cris­tiano. Al principio va a un colegio jesuita ­laico, después a la universidad de Bonn y ter­mina sus es­tu­dios en la universidad de Berlín, la mejor del mundo en aquella época. No recibe la menor edu­cación ju­daica, no in­tenta nunca adquirirla, y no mani­fiesta nunca el menor in­terés por las causas ju­días. De­sa­rrolla sin em­bargo acti­tudes propias de la eru­dición talmú­dica: una ten­den­cia a acumular gran cantidad de informa­ción, mal asimi­lada, a emprender traba­jos en­ci­clopédicos, nunca aca­bados, y un sobe­rano me­nos­pre­cio hacia todos los que no fueran eru­ditos. Toda su obra lleva la marca del enfo­que talmú­dico. Cual es, esen­cialmente, comentarios y crí­ticas sobre el trabajo de los de­más.

Marx, provisto de una buena cultura clásica, se es­pe­cializa más tarde en la filosofía hegeliana. Presenta su tesis doc­toral en la univer­sidad de Jena, de un ni­vel in­ferior al de Berlín. Parece, sin embargo, que nunca fue lo bastante brillante como para ocupar un puesto aca­démico. En 1842 se hace pe­riodista, des­pués redactor jefe de la Rhei­nische Zeitung (la gaceta renana), que edita durante cinco meses antes de ser prohi­bida en 1843. Escribe luego para el Deutsch-Franzö­sis­che Jahr­bücher (Anales franco-alema­nes), y en París para di­versos periódicos hasta su expul­sión en 1845; más tarde, en Bru­selas donde se integra en la Liga de co­munistas y escribe su Mani­fiesto en 1848.

Después del fracaso ese mismo año de la revo­lución, se ve obligado a refugiarse en Londres en 1849. Allí se instala de­finitivamente. En el curso de los años 1860 y 1870, di­rige la Asociación in­ternacional de tra­bajado­res. En Lon­dres, Marx pasa la mayor parte del tiempo en el British Mu­seum para recopilar la docu­mentación de su gi­gan­tesco estudio sobre El Capital, al que intenta hasta su muerte (1883) —es decir du­rante treinta y cuatro años— darle forma publicable. Un vo­lu­men pa­recido apareció en la prensa (1867). El se­gundo y tercer tomo, publicados después de su muerte, fue­ron obra de su co­lega Friedrich En­gels, que trabajó sobre las notas acu­mu­ladas por Marx. Llevó una vida de eru­dito:

“Soy una máquina condenada a devorar libros”, la­menta un día. Lo que no quiere de­cir que Marx fuese realmente un in­vestiga­dor, y me­nos aún un científico. Descu­brir la verdad le interesaba me­nos que procla­marla. Marx com­binó tres aspira­ciones de la misma importancia: la poesía, el pe­rio­dismo y la moral. Estas tres inclinaciones aso­cia­das a una voluntad poderosa hicieron de él un formidable es­critor y un vi­siona­rio. Pero segura­mente no un científico. Fue incluso, en to­das las esferas, lo contrario de un cien­tí­fico.

En Marx, el poeta prevalece mucho más de lo que se cree general­mente. Pero su ima­ginación fue rápida­mente ab­sor­bida por su visión política. Desde la infan­cia, se em­pieza a entregar a la po­esía relacio­nada con dos temas principales: su amor por su vecina, Jenny von Westpha­len, mi­tad prusiana, mitad escocesa, con la que se casa en 1841, y la destrucción del mundo. Es­cribe una gran canti­dad de poemas, tres volú­menes manus­critos, que envía a Jenny y a su hija Laura. Des­aparecen a su muerte en 1911, a ex­cep­ción de catorce poe­mas y una tragedia en verso, Oulanen, de la que Marx espe­raba se con­virtiese en el Fausto de su tiempo. Dos poemas fueron publica­dos el 23 de enero de 1841 en el Ateneo de Berlín, bajo el título Cantos sal­vajes. El arrebato es la nota do­minante de es­tos versos, impregnados de un profundo pesi­mismo sobre la con­dición humana, de odio, de fascina­ción por la co­rrup­ción, por la violencia y por los pactos sui­cidas con el diablo: “Estamos encadenados, des­troza­dos, vacíos, asus­tados — Eterna­mente en­cadenados al pilar marmóreo de la existencia” “Somos los monos de un Dios frío”, escribe el jo­ven Marx. Y arrobándose con Dios: “Yo vocearé gi­gan­tescos anate­mas contra la humanidad”. Nume­rosos poe­mas predi­cen la apari­ción de una crisis mun­dial. Cita el discurso del Fausto de Go­ethe: “Todo lo que existe me­rece perecer.” Se sirve de él en su panfleto contra Na­po­león III, ti­tulado El 18 de Brumario de Luis Bona­parte. Toda su vida Marx lleva consigo, como en su poesía, la vi­sión apo­calíp­tica de una gigantesca catástrofe amenaza­dora del or­den existente. Subyace en el Manifiesto del partido comunista de 1848 y al­canza su apogeo en El Ca­pital.

Marx, a fin de cuentas, fue un escritor escatoló­gico de punta a cabo de su obra. El boceto origi­nal de La ideo­lo­gía alemana (1845-1846) incluye un pasaje que evoca in­ten­sa­mente sus poemas.  Habla del “juicio fi­nal”, del día en que el reflejo de las ciu­dades incen­diadas abra­sará los cielos, de “armonías celestes” de la Marse­llesa y de la Car­mañola acompasadas por el sonido del cañón, de la guillotina, de masas enfe­bre­cidas y de la conciencia de sí colgada del re­verbero. Se en­cuentra también en los ecos de Oula­nen, en el Manifiesto en el que el proletariado se pone el manto de los héroes. El tono apocalíptico de sus poemas horada aún su dis­curso terrorífico del 14 de abril de 1856: “La historia es el juez, su ver­dugo el proleta­riado.” No se trata más que de te­rror, de ca­sas marca­das de cruces sangrientas, de metáforas catastróficas, de seís­mos, de lava ar­diente surgiendo de la corteza terres­tre. Pero la siniestra ver­sión poético-económica del fin del mundo omnipre­sente en su espíritu acaba re­sul­tando siempre más lite­raria que científica. In­vestiga incansa­ble­mente la prueba de su ine­luc­tabili­dad, pero nunca el me­dio de evitarlo apor­tando datos objeti­vos. Este toque poé­tico confe­rirá a la proyección histórica de Marx la tea­trali­dad que fascina a los lec­tores deseosos de creer en la muerte inmi­nente del capitalismo.

Fue también periodista. E incluso un buen pe­riodista. Pero la inter­pretación de su gran obra se presenta di­fí­cil, por no decir imposible: El Capital no es más que una se­rie de ensa­yos sin estruc­tura real. Por el con­trario, estuvo muy atento a reaccionar ante los acon­tecimien­tos y co­mentar­los con con­cisión. Su delirio poético le llevaba a creer que la sociedad estaba a punto de des­inte­grarse To­das las grandes in­formacio­nes están relata­das en fun­ción de este principio ge­neral, lo que confiere a su in­forme periodístico una nota­ble consis­tencia. En agosto de 1851, Charles An­derson Dana (un discípulo del so­cialista Ro­bert Owen) era administra­dor del New York Dailey Tri­bune. Ofrece a Marx un puesto de co­rresponsal en su pe­riódico a razón de dos artí­culos a la se­mana, pagados cada uno con una libra. Durante diez años, Marx envió cerca de quinientos artí­culos, de los que ciento treinta y cinco aproxima­damente fue­ron redactados a su vez por En­gels. Estos textos fueron ampliamente retocados en Nueva York. Pero conservan la fuerza ar­gumen­tativa de Marx, muy apropiada para la polémica, brillante en la crí­tica y el afo­rismo. Es preciso de­cir que mu­chas de las fórmulas no eran de su co­secha: se las debe a Marat, “Los prole­tarios no tienen pa­tria”. “Los prole­tarios no tienen nada que perder ex­cepto sus cade­nas”. A Heine, la céle­bre humo­rada: “La burguesía lleva una cuota de ejército a la es­palda” y “La reli­gión es el opio del pue­blo”. A Louis Blanc, “A cada uno se­gún sus méritos; a cada uno según sus necesidades”. A Karl Schapper, “Proletarios de todos los países, ¡uníos!”. A Blan­qui, “la dictadura del proleta­riado”. Pero Marx tam­bién era capaz de hacer otro tanto: “En política, los Alemanes han pen­sado lo que los demás han hecho.” “La reli­gión no es más que un sol ilusorio al­rededor del que el hom­bre gravita, hasta que se pone a gi­rar alrede­dor de sí mismo”. “El matrimonio burgués es la comunidad de mujeres casadas.” “El re­volu­ciona­rio es aquél que osa gritar a su ad­versario, Yo no soy nada y debo serlo todo”. “En cada época, las ideas dominan­tes fue­ron las de la clase diri­gente”. Marx era experto en el arte de citar a los demás, de hilva­nar sus ideas en el mo­mento oportuno de su dis­curso. Ningún escritor político lo hizo mejor en su gé­nero que las tres últimas frases de su Mani­fiesto: “Los proletarios no tie­nen nada que per­der, a excep­ción de sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. Proleta­rios de todos los países, ¡uníos!”.

En resumen, este fue el periodista dominado por el estilo telegráfico que salva su fi­losofía del olvido a fi­nes del siglo XIX. La poesía y la fórmula pe­riodística aportan pues de Marx lo mejor de su obra. Pero re­sulta considerablemente lastrada por la jerga aca­dé­mica. Marx que­ría asombrar al mundo, fundar una nueva es­cuela filosófica al servicio de su plan de ac­ción para asegurarse el poder. Lo que ex­plica su am­biva­lencia respecto a Hegel.  En el prefacio de la se­gunda edición de El Capital, declara: “Me proclamo sin­ce­ramente discípulo de este gran pensador” y “He usado todo de la ter­minología hege­liana en la discu­sión sobre la teoría del va­lor”. Pero aclara que su pro­pio “método dia­léc­tico” está en “oposición” al de Hegel. Para Hegel, el pensa­miento es crea­dor de lo real, mien­tras que para él, “el idealismo no es más que la ma­teria transpuesta y tra­du­cida en la ca­beza del hom­bre”. Pues, insiste, “en los escri­tos de Hegel, la dialéctica va en la ca­beza.  Es preciso po­nerla a los pies para poner al des­cubierto el nú­cleo ra­cio­nal es­condido bajo envoltorios enga­ñosos”.

Marx busca la consagración académica es­forzándose en descubrir una falla en el mé­todo hegeliano. Intentó re­empla­zarla por una su­per fi­losofía que superase a to­das las de­más. Pero per­siste en tener a la dialéctica de Hegel como “llave de la compren­sión hu­mana”, y per­manece cau­tivo de esta idea hasta el fin de su vida, pues la dia­léc­tica y sus “contradiccio­nes” expli­can la cri­sis universal na­cida de su pre­monición de adoles­cente. Al final de su vida, el 14 de enero de 1873, es­cribe que la marcha cíclica de los negocios ex­plica “las con­tradic­ciones inherentes a la socie­dad capitalista”. Se produci­ría “en el punto culmi­nante de estos ciclos una crisis univer­sal” que contribui­ría a “hinchar la dialéc­tica” en la cabeza de los “nuevos ri­cos del nuevo impe­rio ger­má­nico”.

¿De qué modo afecta todo eso a la política y los pro­ble­mas econó­micos del mundo real? En nada. La filo­sofía de Marx descansa sobre una visión poética y su construc­ción sobre un ejercicio de jerga aca­démica.

Para poner su máquina intelectual en marcha, Marx pre­cisa de una motivación moral. La en­cuentra en su odio a la usura y a los presta­mis­tas de dinero. Ex­presa este senti­miento, aliado, como veremos, a sus dificul­tades persona­les, en sus primeras obras se­rias: dos ensa­yos sobre la “cuestión judía” publicados en 1844 en Los Ana­les fran­coa­lemanes. Los par­tidarios de Marx eran todos más o menos anti­semitas. En 1843, Bruno Bauer, el líder anti­semita de la izquierda hege­liana, había publicado un en­sayo preconi­zando que los judíos re­nunciaran completa­mente al ju­da­ísmo. Los en­sayos de Marx hi­cieron eco en el de Bauer. El no hizo ninguna obje­ción al antise­mi­tismo de este último que aprobaba y avalaba, pero explica su desacuerdo en cuanto a la solu­ción propuesta. Bauer estimaba que la natura­leza asocial de los judíos era de ori­gen religioso. Podía, se­gún él, ser co­rregida extirpando su fe. Para Marx, el mal era de naturaleza socioe­conó­mica: “Con­sideremos al verdadero judío. No al judío del sa­b­bat sino al judío de cada día. ¿Cuál es la base del ju­daísmo pro­fano? El mer­canti­lismo. ¿Cuál es su dios mundial? El di­nero”. Así pues, poco a poco, los judíos ex­ten­die­ron esta “práctica” re­ligiosa a toda la sociedad:

“El dinero es el dios celoso de Israel junto al que ningún otro dios puede existir. El dinero envilece a to­dos los dio­ses del hom­bre, les cambia en co­mercian­tes (…) El di­nero, es el alma alie­nada del tra­bajo del hom­bre y de su existencia: esta alma le do­mina, él la idola­tra, El dios de los judíos, lai­cizado, se convierte en el dios del mundo”

Para Marx, el judío había corrompido al cris­tiano. Estaba convencido de que “no ha­bía otro destino, en este mundo, más que el de ser más rico que el ve­cino”, y de que el mundo era una “bolsa de valores”. Y de que habiéndose apode­rado el poder polí­tico del di­nero, la solución no po­día ser sino económica. “El di­nero judío” se ha­bía con­ver­tido en el “ele­mento social uni­versal del tiempo ac­tual”, y, para rendir al “ju­dío im­posi­ble”, era preciso abo­lir las “condiciones pre­vias” y “la posi­bilidad real” de esta clase de di­nero. Una vez abolida la actitud del ju­dío con res­pecto al di­nero, la religión judía, la versión corrupta del cristianismo que había impuesto al mundo, de­s­aparece­ría por sí sola. Y cuando “el mundo” se haya “librado de la usura y del dinero, es decir del ju­daísmo práctico y real, nuestra época, por sí misma, tam­bién se eman­cipará”.

Hasta entonces, la explicación de Marx sobre la mar­cha de­fectuosa del mundo se li­mita a un an­tisemi­tismo estu­diantil de taberna mez­clado con ideas de Rous­seau. Pero los tres años siguientes (1844-1846), elevará esta mixtura a filosofía: los malos ele­mentos de la so­ciedad que la alte­ran, los apode­rados del di­nero usura­rio no son ya úni­ca­mente los judíos sino también la burguesía. El poder del dinero, la riqueza, el capital se trans­forman entonces, se­gún él, en los ins­trumen­tos de la burguesía, y el proleta­riado en la nueva fuerza re­dentora. Desarrolla su argumentación en términos es­tricta­mente he­gelianos gracias a fuen­tes considerables de jerga filosófica alemana entonces en todo su apogeo. Pero si la inspiración es clara­mente mo­ral, su visión última de la crisis apoca­líptica sigue siendo poética. La revolución en Alemania será fi­losófica: “Un medio que no puede emanciparse sin emanciparse de todos los demás medios es una per­di­ción to­tal para la hu­mani­dad que no puede redimirse más que por una re­den­ción total. El proleta­riado es la clase específica re­sul­tante de esta di­so­lución de la so­ciedad.” Marx parece que­rer decir con esto que el proletariado no es una clase sino un disolvente de cla­ses. Esta fuerza reden­tora no te­niendo histo­ria, no está sujeta a leyes históri­cas y pone fin a la historia. Este concepto, curiosa­mente, es típica­mente judío. El prole­tariado se susti­tuye por el Mesías o el Redentor. La re­volu­ción com­porta dos elementos: “La cabeza de la emancipa­ción o la filosofía, y su corazón, el prole­tariado.” Los intelec­tuales forman el cuerpo de élite, es de­cir los ge­nerales, y los trabajadores, la infante­ría.

Después de haber convertido la riqueza en un poder de­ten­tado por los judíos pero ostentado por la clase bur­guesa y de­finido el nuevo sentido fi­losófico del proleta­riado, Marx se aferra a la dialéctica hege­liana para ir al centro de los aconte­cimien­tos que lle­van a la gran cri­sis. El pasaje esencial dice así:

 

“El proletariado aplica la sentencia que la pro­piedad pri­vada pronuncia contra sí misma al en­gendrar el prole­ta­riado y la que el trabajo-salario pronuncia co­n­tra sí mismo al en­gendrar la ri­queza para los demás y la miseria para él. Si el proletariado sale victo­rioso no significa que por ello se con­vierta en la parte ab­soluta de la socie­dad, pues no saldrá vic­torioso más que abo­lién­dose a sí mismo como su opuesto. El pro­letariado y la propiedad privada, su opuesto determi­nante, des­aparecen a conti­nuación.”

 

Marx da una visión cataclísmica del mundo. Pero, fuera de una sala de conferen­cias universi­tarias, su formulación he­cha en términos aca­dé­micos alemanes no signi­fica nada en el mundo real.

Cuando Marx politiza los acontecimientos, con­tinúa con la misma monserga filosó­fica: “El so­cialismo no puede tener existencia sin una revo­lución. Cuando las activi­da­des de or­ganización comienzan, cuando el alma, la cosa propia­mente dicha, apa­rece, el socia­lismo puede entonces re­chazar todas las veleidades políti­cas”. Marx, como un leal sujeto de Su Majestad subraya sus palabras tan a menudo como lo hacía la reina Vic­toria en sus cartas.  Lo que no aclara mejor al lector acerca de su sentido. Para apabullar, dra­ma­tiza y, como siempre, recurre a su jerga: “El prole­ta­riado no puede existir más que en el plano histórico-mundial, del mismo modo que el comu­nismo y sus ac­cio­nes no pueden tener más que una existencia histó­rico-mun­dial. O bien: “El co­munismo no es posible, empíri­ca­mente, más que como acción del pueblo diri­gente de una vez por todas y simultánea­mente, lo que presu­pone el desarrollo universal del poder productivo y del comercio mundial de los que depende”.

Por otra parte, los juicios de Marx no son nece­saria­mente válidos, incluso cuando su significado es claro. Son más o menos obviare dicta de filo­sofía moralista. Estas fór­mulas pueden parecer plausibles o no. Pero ¿dónde están los hechos, las pruebas, que permitan te­ner a estos asertos mora­lizantes por una ciencia?

La actitud de Marx en relación a los hechos es tam­bién am­bivalente como la que adopta res­pecto a la fi­lo­sofía he­ge­liana. Pasa decenas de años de su vida acu­mulando he­chos y con­signándolos en un cen­tenar de grandes car­nets de notas. Estos hechos exis­ten en las bi­bliotecas. Por el contrario, Marx no se interesa jamás por los hechos que pueden descu­brirse obser­vando el mundo, estando a la escucha de los que vi­ven en él. No se interesó nunca por la pobreza y la ex­plota­ción hasta 1842. A los veinti­cuatro años, es­cribe una serie de artí­culos tratando del derecho de los campesinos de la Mose­lle a re­coger la leña del bos­que. Marx confía a En­gels que esta inves­tigación sobre los ro­bos de madera del campesi­nado había desviado su aten­ción hacia la polí­tica pura, y le había conducido a in­teresarse por las condiciones económi­cas y después al so­cialismo. Pero nada prueba que Marx hubiera ido a en­contrarse real­mente con los campesinos o los te­rratenien­tes, ni que hubiera in­vestigado sobre el terreno. En 1844, escribe un artí­culo para el se­manario financiero Vorwärts so­bre las condicio­nes de trabajo de los hila­dores silesia­nos. Marx no había puesto nunca el pie en Silesia y, ha­bida cuenta sus cos­tumbres, es poco probable que hubiera ido a hablar con un hi­lador. Marx, que toda su vida escri­bió sobre las finanzas y la in­dustria, sólo co­nocía a dos personas relacionadas con los negocios fi­nan­cieros e in­dustriales: su tío de Ho­landa, Lion Phi­llips, un hombre de negocios sagaz que creó la Com­pañía eléctrica Phillips, al que, si se hubiera tomado la mo­lestia de pre­guntarle su opinión sobre el sis­tema ca­pitalista, quizá le hubiera sido muy útil. No le con­sulta más que una vez so­bre una cues­tión financiera pre­cisa, pero le visita sin embargo otras cuatro ve­ces por asuntos de dinero. La otra persona bien infor­mada era En­gels. Marx de­clina su invi­tación cuando aquél le propone visitar una hila­tura de algodón.  Marx no pisó ja­más una hilatura, una fábrica, una mina o cualquier otro centro indus­trial.

La hostilidad manifiesta de Marx hacia sus ca­mara­das re­voluciona­rios nacidos a raíz de esta experiencia —dicho de otro modo, con respecto a trabajadores po­lítica­mente cons­cientes— es to­davía más sorpren­dente. No se reúne con ellos más que en 1845, en el curso de un breve viaje a Londres, a donde se dirige para asistir al mitin de una aso­ciación consa­grada a la educación de los trabajadores alema­nes. No apre­cia apenas lo que ve: obreros especiali­zados, relojeros, im­presores, cor­deleros, teniendo por lí­der a una guarda fo­restal. To­dos autodidactas, disciplina­dos, solem­nes, bien educa­dos, deseo­sos de transformar la sociedad, pero mode­rados en la elección de eta­pas para hacerlo. Estas gen­tes no participaban de su vi­sión catas­trófica del porve­nir. No en­tendían su jerga académica. Marx les trató con desdén, como carne de ca­ñón, sin más. Prefirió siempre asociarse a intelec­tuales burgueses, como él. Cuando crea con Engels la Liga co­mu­nista, y des­pués la I Internacional obrera, tiene buen cuidado de alejar de los puestos influyen­tes a todos los socialistas salidos de la clase obrera.  En parte por sno­bismo intelectual. En parte por­que estos hombres, que ha­bían tenido una expe­riencia real de las condi­ciones de trabajo en la fábrica, se in­cli­na­ban más bien, con conoci­miento de causa, hacia la no-violencia, hacia las mejoras modestas y progre­sivas. Esa revolución apocalíptica que Marx conside­raba tan nece­sa­ria como in­evitable les dejaba escépti­cos. Marx diri­gió sus ata­ques más venenosos contra los hom­bres de este tem­ple. En Bruselas, en marzo de 1846, sometió a Wilhelm Wei­tling a una suerte de exa­men en una reunión de la Liga Comu­nista. Wei­tling era po­bre, hijo ile­gítimo de una lavan­dera y no conoció nunca a su padre. Este apren­diz, tra­bajador encarnizado, au­todidacta, con­taba con muchos parti­darios entre los obre­ros alema­nes. El examen tenía en principio la in­tención de con­trolar su com­prensión “correcta” de la doc­trina. Estaba desti­nado, en efecto, a con­vencer a todos los miembros de la clase obrera des­provis­tos de la formación filosófica que Marx con­si­de­raba esen­cial. Marx se abalanzó sobre Weitling con una agresividad  inusi­tada. Le acusó de em­plear una agita­ción desorde­nada, conveniente precisa­mente a los bárba­ros, en Rusia, donde se podían fundar con éxito asociacio­nes de atolon­drados y de apóstoles. Pero en un país civili­zado como Alemania, Weitling de­bía comprender que nada daba re­sul­tado sin doc­trina. “¡Si Vd. intenta influir sobre los obre­ros, en parti­cular los traba­jadores alemanes, sin cuerpo de doc­trina, sin ideas claras y cientí­ficas, Vd. juega sin escrú­pu­los a hacer una propaganda que con­duce ine­vita­ble­mente a ins­talar un apóstol inspirado, para as­nos que se limi­tarán a escu­charle boquia­bier­tos!” Wei­tling respondió que él no se había hecho socialista para aprender doctri­nas elabo­ra­das minuciosa­mente en un despacho; que él se di­rigía a verdaderos traba­ja­do­res y no quería so­meterse a los dictados de teóri­cos que vi­vían ais­lados del mundo del tra­bajo y de sus sufrimien­tos. Un testigo ocular refiere que esta de­claración desenca­denó la cólera de Marx. Gol­peó tan fuerte la mesa con el puño que la lámpara vaciló, y des­pués saltó a su silla y gritó:

“¡La ignorancia jamás ayudó a nadie!” Ya termi­nada la se­sión, Marx se puso a dar grandes pasos a lo largo y ancho de la habitación echando es­pumarajos de ra­bia por la boca..

Este incidente anunciaba a las claras otros ata­ques contra socialis­tas de la clase obrera que habían ga­nado la estima de trabajadores que proponían solucio­nes prácti­cas a sus pro­blemas.  Contra Prud­hon, anti­guo obrero tipográfico, con­tra el reforma­dor agra­rio Her­mann Kriege, contra el dirigente obrero Fernando Las­salle, el primer socialde­mócrata alemán realmente im­portante. En su Manifiesto co­ntra Kriege, Marx, que igno­raba todo sobre agricul­tura, especialmente la de América donde Kriege estaba estable­cido, se alza co­n­tra su de­cisión de hacer donación de 160 acres de tierra a cada campe­sino. Los campesi­nos serían de este modo reclutados por pro­mesas pero, desde que la sociedad comunista fuera instaurada, la tierra re­dun­da­ría en la propiedad colectiva.  Proudhon, opuesto a todo dog­matismo, escribe: “¡Por el amor del cielo! Des­pués de ha­ber demolido a priori todos los dogma­tismos (religio­sos), no vayamos ahora a inculcar otro tipo de dogma al pueblo No nos ha­gamos líderes de una nueva intolerancia.” Marx detesta esta mon­serga. En su vio­lenta diatriba co­ntra Proudhon, Miseria de la filo­sofía, escrita en junio de 1846, le acusa de “infan­ti­lismo”, de “grosera ig­norancia” de la economía y de la filosofía, y de hacer, para colmo, un mezquino uso de las ideas y de las técnicas de Hegel.: “M. Proudhon no sabe más so­bre dialéctica hegeliana que sobre su idioma.” En cuanto a Lassalle, Marx le hizo víc­tima de sarcasmos antisemitas y del más brutal racismo tra­tán­dole de “baron Itzig”, de “negro ju­dío”, de “judío gra­siento disfra­zado por la brillantina y las joyas de paco­tilla”. El 30 de julio de 1862, Marx es­cribe a En­gels a propósito de Lassalle:

“En este momento, está perfectamente claro para mí. La forma de su cabeza, la im­plantación de sus ca­bellos indi­can que desciende de negros que se unieron a Moi­sés cuando huye de Egipto (a menos que su ma­dre, o su abuela, por parte de su pa­dre, esté cruzado con un negro). Esta unión de judío y de Alemán sobre fondo negro no podía producir más que un híbrido ex­traor­dinario.”

 

ooOoo

 

Marx evita siempre investigar sobre sí mismo e infor­marse sobre las condiciones de trabajo re­ales en la in­dustria. ¿Por qué lo hizo? Con la ayuda de la “dialéc­tica he­ge­liana”, ¿no había lan­zado ya sus con­clu­siones sobre la suerte de la humanidad desde 1840? No le quedaba pues más que descu­brir hechos que le sirvie­ran de apoyo. Y es­tos hechos existían en los pe­riódicos, los archivos guber­namentales, las pruebas re­u­nidas para él por otros escrito­res. Todo ello se en­con­traba en las bibliote­cas. ¿Para qué ir más le­jos? Su método de tra­bajo fue perfectamente re­su­mido por el filósofo Karl Jaspers:

“El estilo de los escritos de Marx no es el de un in­ves­tiga­dor. () No tiene en cuenta ni los hechos ni las pruebas que vayan al encuen­tro de su pro­pia teoría, sino los que úni­ca­mente apuntalen o confir­men lo que él considera como ver­dad última. Su orientación glo­bal tiende a la jus­tifica­ción y no a la investigación. Es una reivindi­ca­ción de lo que pro­clama ser una verdad ab­soluta, con una convic­ción que no es la del cientí­fico sino del creyente.”

El Capital, ese monumento alrededor del que gira su vida de eru­dito, no puede ser pues consi­derado como una bús­queda científica sobre los procesos económi­cos sino como un ejercicio de filosofía, un tratado compa­rable al de Carlyle o de Rushkin. Es un enorme sermón a menudo inco­herente, una diatriba contra la indus­trialización y el prin­cipio de pro­piedad, pro­nun­ciada por un hombre ani­mado de un odio po­de­roso. En su ori­gen, en 1857, Marx había concebido su obra en seis volúmenes: el ca­pital, la tierra, los salarios y el tra­bajo, el Es­tado, el comercio; de­biendo haber consa­grado el último volumen al mercado mun­dial y sus crisis. Pero la dis­ciplina y el mé­todo nece­sa­rios para el término de semejante trabajo, resultaron su­periores a sus fuerzas. El único vo­lumen (en dos to­mos) que llegó a producir no tiene ninguna cons­truc­ción ló­gica. Se trata de una serie de informes distribuidos de ma­nera ar­bi­tra­ria. Louis Al­thusser, aunque filósofo mar­xista, encuentra la estructura tan confusa que consi­dera “im­pera­tivo” saltar la pri­mera parte y no comen­zar la lec­tura sino a partir del capítulo 4 de la segunda parte. Pero diversos exégetas están en co­ntra de esta apreciación. Es verdad que la opinión de Al­thusser no es más que un gran re­curso. La si­nopsis de Engels en relación al volu­men I de El Capital no sirve más que para subrayar su debili­dad o más bien su au­sencia de es­tructura. Después de la muerte de Marx, En­gels pu­blicó el tomo II a partir de 1500 pági­nas de notas de Marx de las que él empleó la cuarta parte. Lanzó 600 páginas des­orde­na­das sobre la circu­lación del capital basadas esencial­mente en las te­o­rías eco­nómicas de los años 1860. El tercer volumen, sobre el que Engels trabaja desde 1885 a 1893, re­corre todos los aspectos del capital to­da­vía inexplorados. Pero no trata más que de una serie de notas sobre la usura, un mi­llar de pági­nas que provienen de la mayor parte de las no­tas acumuladas por Marx mientras tra­bajaba en el pri­mer volumen, que datan casi todas de los años 1860. Marx hubiera po­dido acabar este libro por sí mismo si hubiera te­nido suficiente ener­gía, o si no se hubiera dado cuenta, sim­plemente, de que en el fondo no era coherente.

El segundo y tercer volumen no presentan un espe­cial in­terés. Es poco probable que Marx los hubiera he­cho pu­blicar, en todo caso bajo esa forma. Dejó ade­más de traba­jar en él durante una decena de años. En el tomo I, que es el grueso de su obra, sólo dos ca­pítu­los son verda­dera­mente interesantes: el capítulo 8 sobre “el tiempo de tra­bajo” y el capítulo 24 so­bre “la acu­mulación primitiva” incluido el famoso pará­grafo 7 sobre “La tendencia histórica hacia la acumula­ción ca­pita­lista”. En ningún caso se trata de un aná­lisis cien­tí­fico, sino más bien de una profecía.

 

Escribe Marx:

 

 1.- “una disminución progresiva del número de mag­nates del capi­talismo”.

2.- “un acrecentamiento directamente propor­cional a la de­paupera­ción, a la opre­sión, a la es­clavitud, a la degene­ra­ción y a la explota­ción”.

3.- “un aumento constante del cólera en la clase obrera”.

 

Estas tres fuerzas que trabajan de consuno produ­ci­rán, según Marx, la crisis hege­liana, la versión polí­tico-eco­nó­mica de la catástrofe que había imaginado cuando era ado­lescente: “La centralización de los me­dios de pro­duc­ción y la socialización del tra­bajo alcan­zarán pues un punto crítico de incompatibilidad con su desarro­llo capi­ta­lista. Di­cha centra­lización se que­brará. Esta rup­tura su­pondrá la agonía de la pro­pie­dad pri­vada. Y los expropia­dores serán expropiados”.

Generaciones de socialistas fanáticos se deleita­ron con este pro­grama excitante. Pero en esta predicción no había de científico más de lo que hay en un almana­que de as­tro­lo­gía.

El capítulo 8 que concierne al “tiempo de tra­bajo” pre­senta, por el contrario, un aná­lisis real del impacto del capitalismo sobre la vida del pro­letariado britá­nico. Me­rece la pena dete­nerse en él, a fin de ex­traer su valor “científico”. Como hemos visto, Marx no rete­nía más que los hechos conformes a sus ideas precon­ce­bidas. Este mé­todo milita en el encuen­tro de todos los princi­pios del mé­todo científico. Este capí­tulo, desde su punto de partida, peca de esta debilidad radi­cal. ¿Habrá aumentado, disfra­zado o falsificado Marx esos hechos? Esto es lo que vamos a ver a con­ti­nuación.

La argumentación de este capítulo intenta de­mostrar que la natu­raleza intrínseca del capita­lismo induce la explota­ción progresiva y siempre creciente de los tra­bajadores ex­plo­ta­dos. Este mal absoluto pro­duce la cri­sis final. Para defen­der su tesis acerca del plan cientí­fico, Marx busca probar:

1.- Que las condiciones de trabajo en los talle­res, en la época pre ­capitalista, por ma­las que hayan sido, ha­bían sido ya degradadas mu­cho antes de la época del capita­lismo in­dustrial.

2.- Que la naturaleza impersonal e implacable del ca­pital había pro­vocado un au­mento de la ex­plotación de los obreros en la mayor parte de las industrias fuerte­mente capitalizadas.

Sin extendernos más, Marx escribe: “No recor­daré más que el mo­mento del gran de­sarrollo de la indus­tria en In­glaterra y de sus prin­cipios en 1845; y para más deta­lles, remito al lec­tor a Die Lage der Arbei­ten­den Klasse in England (Leipzig, 1845), de Fre­deric En­gels.” Marx añade que pu­blicaciones anteriores del gobierno espe­cial­mente de informes de ins­pectores de fábrica, confir­man “el punto de vista de Engels so­bre la natu­raleza del sistema capitalista”, y muestran con qué “admirable fideli­dad en los detalles describe las situa­cio­nes”.

En resumen, toda la primera parte del estudio cientí­fico de Marx so­bre las condi­cio­nes de tra­bajo bajo el régimen capi­talista de los años 1860 está basada en una sola obra de En­gels: la Situa­ción de la clase obrera en Inglaterra. ¿Qué valor puede con­fe­rirse a una fuente única?

Engels, nacido en 1820, era hijo de un rico in­dustrial de Barmen, en Renania. En­tra en el ne­gocio familiar del al­godón en 1837 y es en­viado a una filial de Man­ches­ter en 1842. Pasa veinte meses en In­glaterra, vi­sita Londres, Ol­dahm, Rochdale, Ashton, Le­eds, Bra­d­ford, Hudersfield y Manchester. Llega a adquirir expe­riencia di­recta en los asuntos del negocio textil, pero no aprende gran cosa so­bre la situa­ción en Ingla­terra. Ig­nora todo sobre las con­diciones de tra­bajo de los mi­ne­ros, sencilla­mente porque no entra nunca en una mina. No co­noce nada sobre el campo ni so­bre el tra­bajo campesino. Sin em­bargo, consa­gra a es­tos temas dos capítulos enteros: “Los mi­ne­ros” y “El proleta­riado de la tie­rra”. En 1958, dos inves­tigadores escru­pulo­sos, Henderson y Cha­lloner, vuelven a tra­ducir y a editar el libro de Engels. Examinaron las fuentes y el texto origi­nal en to­das sus re­fe­rencias. Su análisis re­duce a la nada el valor objetivo histó­rico del li­bro y deja a éste en lo que es sin discusión: una obra po­lé­mica, polí­tica, un tratado, una diatriba. Engels es­cribe a Marx mientras tra­baja en este libro: “Desde el es­trado de la opinión mun­dial, acuso a la burguesía in­glesa de homi­cidio de masas, de robo a gran es­cala y de todos los crímenes ins­critos en la agenda de car­gos.”

El contenido del libro se reduce en efecto a una de­nuncia pública. Se apoya en gran medida en fuentes de dudoso valor y no en infor­maciones de primera mano. Ciertos análisis re­lativos a la época pre­capita­lista y a las primeras etapas de la indus­trializa­ción es­tán extraí­dos de un libro apa­recido en 1833. La Pobla­ción in­dustrial, de Peter Gaskell, una obra mítica, no­velesca, que se es­fuerza en demostrar que el siglo XVIII fue la edad de oro de los pe­queños propietarios y de los arte­sanos. Los infor­mes de la Comisión real de 1842 so­bre el em­pleo de los niños de­muestran sin em­bargo que las condiciones de trabajo du­rante el pe­ríodo precapita­lista eran mucho más penosas en los pequeños talle­res y en los campos que en las gran­des hilaturas de al­godón recién implan­tadas en le Lan­cas­hire. Las fuentes de Marx uti­li­zadas en su co­mienzo por Engels habían cadu­cado hacía cinco, diez, veinte, veinticinco o in­cluso cuarenta años. Registra un nú­mero de na­cimientos ilegítimos atribuidos al trabajo de no­che, pero omite señalar que datan de 1801. Un artículo ci­tado sobre la salud pú­blica en Edim­burgo fue escrito en 1818, pero esto se guarda bien de preci­sarlo. En diversas ocasio­nes, “olvida” mencionar hechos y sucesos que inva­li­dan com­pleta­mente sus pruebas obsoletas.

¿De qué sirven estos falsos informes? ¿Para abusar del lector? ¿Son debidos a errores invo­luntarios? El asunto no está siempre claro. Sobre todo cuando se trata de infor­ma­ciones exhuma­das del estudio de una comisión de in­vestiga­ción que data de 1833, acerca de las malas condi­cio­nes del trabajo en las fábricas, cuando la ley de Lord Althrop (Fac­tory Acts) acababa de ser votada a fin de re­mediar­las. Engels usa de la misma su­perchería cuando manipula una de sus fuen­tes esenciales: el informe sobre El estado físico y mo­ral de los obreros en las manufacturas de al­godón de Man­ches­ter, es­ta­blecida por el Dr. J.P.Kay (1832). Ol­vida que esta obra incitó al go­bierno a hacer ha­cer re­formas sanitarias de una importancia capital. Su in­ter­pretación de las es­ta­dísticas que conciernen a la crimi­nalidad es falsa. Olvida o suprime a propósito da­tos que perju­di­can a su argumenta­ción, exten­dién­dose en cambio acerca de una “iniquidad” que le es útil.  Un control atento de ciertos extractos muestra que sus re­fe­ren­cias, a menudo truca­das, condensadas, o desvirtuadas, están puestas inva­ria­ble­mente entre comillas como si fue­ran ci­tas textuales. Se des­cubre en la edición de Hender­son y Challoner del libro, así como en las remi­siones a pie de página de En­gels, distorsiones, incluso des­honestas. En un parágrafo del capí­tulo 7 intitulado “El proletariado”, las mentiras, las inexactitudes en la relación de hechos abun­dan a lo largo de las páginas.

Marx no podía ignorar las debilidades, las des­honesti­dades incluso, del trabajo de Engels. Desde 1848, buen número de ellas habían sido comentadas con de­talle por el eco­nomista alemán Bruno Hilde­brand en una publicación que co­nocía muy bien. Sin embargo Marx las avala al omitir al lector los enormes progresos gracias a la aplica­ción de di­versas leyes (Factory Acts). Pero Marx utiliza los mismos procedi­mientos ten­den­ciosos al manipular sus propias fuen­tes de infor­ma­ción. En esta cuestión del fraude, En­gels y él fue­ron a me­nudo cóm­plices. Pero Marx se excede en un caso par­ticular­mente flagrante. Con motivo de la creación de la Internacio­nal obrera, en se­tiembre de 1864, pronuncia el “Discurso in­augu­ral”. Con el objeto de sacar a la clase obrera in­glesa de su apatía y probar que su nivel de vida se de­gradaba progresi­va­mente, adultera delibera­da­mente una frase de Gladstone re­la­tiva al pre­supuesto de 1863. Co­mentando el creci­miento de la prosperidad nacional, Gladstone había de­cla­rado: “Vería casi con aprensión y tristeza este cre­cimiento embriagador de riqueza y de pujanza si lo considerase re­du­cido a la clase domi­nante”. Des­pués añade: “Sabemos, por fortuna, que la situación me­dia de los trabajadores británicos ha su­bido a un nivel ex­traordinario en el curso de los últi­mos veinte años. Po­demos incluso decir que es ejem­plar en la historia de un país, sea la época que sea”. Marx, en su alo­cu­ción, puso en boca de Gladstone: “Este crecimiento embria­ga­dor de ri­queza y de pu­janza se limita a las clases domi­nantes”.

Sin embargo, Gladstone había dicho la verdad. Nu­me­ro­sas estadísti­cas lo confir­man. Además, era cono­cido por su vo­luntad casi obsesio­nante de repartir la ri­queza tan am­plia­mente como fuese posible. No se puede concebir traición más escandalosa. Marx cita el Morning Star como fuente de información. Pero el Star, como otros pe­riódi­cos, ta­les como el Hansard, que habían publicado la ver­sión correcta del dis­curso de Gladstone denunciaron la cita fraudulenta de Marx. Este la reproduce sin em­bargo en El Capi­tal, acompa­ñada de otras incorrec­ciones. Cuando esta falsifica­ción fue de nuevo re­sumida y de­nun­ciada, Marx hizo correr ríos de tinta para discul­parse. Engels, y más tarde Eleanor, la hija de Marx, estuvieron implicados en ese es­cándalo e intentaron du­rante veinte años defender lo inde­fendible. Ninguno de los tres re­co­no­ció que desde su origen esta falsificación había sido premedi­tada.

Marx sabía bien que Gladstone no había tenido nunca ese propó­sito. Y esa mentira deliberada no era la única, pues Marx incurre tam­bién en otras por el es­tilo al fal­sear del mismo modo sus citas de Adam Smith.

En el curso de los años 1880, el uso sistemático de­for­mado que Marx hacía de las fuentes del fundador de la economía moderna atrae la aten­ción de dos uni­versita­rios de Cam­bridge. Basán­dose en la edi­ción francesa revisada de El Ca­pital (1872-1875), es­criben al Club eco­nómico de Cam­bridge un artículo titulado: “Comenta­rios al uso que hace Marx de los registros oficiales en el capítulo 15 de El Capital (1885).”

En este artículo, declaran haber controlado las refe­rencias de Marx “para extraer in­formaciones más am­plias sobre ciertos puntos”. Sor­prendidos por “la acu­mulación de con­tradicciones”, habían decidido exami­nar “la extensión e im­portancia de los erro­res”. Con­cluyen que las divergen­cias habidas entre los tex­tos oficiales y las citas de Marx no pod­ían ser imputa­bles únicamente a la imprecisión, sino a “una neta ten­den­cia a la dis­torsión”. En ciertos casos, en­cuen­tran citas “cómodamente cercenadas por la omisión de pa­sajes susceptibles de desmentir las conclusiones que Marx in­ten­taba establecer”. En otros, “citas extraídas de dife­rentes par­tes de un informe, aisla­das de su con­texto, des­pués agrupadas y puestas entre comillas como si pro­vi­nie­sen tex­tualmente de informes oficia­les”. Marx, según ellos, se sirvió de archivos ofi­ciales con una “des­envoltura estu­pefaciente () a fin de probar lo contrario de lo que de­cían realmente”. Estos des­cu­bri­mientos no bastan quizá para “acusarle de falsifica­ción deliberada”, pero testimo­nian una “teme­ridad casi criminosa hacia las autorida­des”. A su en­tender, inci­taban, en todo caso, a consi­derar sos­pe­choso el resto de sus trabajos.

La investigación más superficial prueba pues que no se puede tener nunca plena con­fianza en Marx. El ca­pítulo 8 de El Capital descansa en una falsificación deli­berada y sis­temática. Está orientada a defen­der una te­sis que, ante el exa­men objetivo de los hechos, re­sulta in­soste­nible. Estos aten­tados contra la verdad pueden clasifi­carse en cuatro cate­gor­ías diferentes:

1.- Marx utiliza informaciones caducadas cuando los datos exactos perjudican su causa.

2.- Selecciona un cierto tipo de industrias de las que pre­senta las situaciones par­ti­cu­larmente la­mentables como taras inherentes al sistema ca­pitalista. Esta su­perche­ría es particu­larmente importante para él. Sin ella, el capítulo 8 no exis­tiría, puesto que su tesis pos­t­ula que el capita­lismo no puede generar sino esta clase de resulta­dos. Se­gún él, cuanto más capital hay en la obra, más son los obreros ex­plotados a fin de ase­gurar los beneficios adecuados. Los ejemplos que aporta se refieren casi todos ellos a peque­ñas indus­trias arcai­cas, improductivas, subdesarro­lladas que se remon­tan al pe­ríodo pre­ ca­pitalista. Se trata, en este caso, de alfa­rerías, de talleres de con­fec­ción, de fra­guas, de pana­derías, de fábricas de fósforos, de pape­les pintados o de encajes, cuya precarie­dad provenía preci­samente de la falta de capitales que les im­pedía mecani­zarse.

Sin tener en cuenta situaciones que existían antes del ca­pi­talismo, Marx rehúsa mi­rar a la verdad de frente: la aporta­ción del capital dis­mi­nuye la crisis. Cuando trata el caso de una in­dustria moderna fuer­temente ca­pitalizada como la metalurgia, carece vi­si­ble­mente de ar­gumentos y se refugia en comentarios tales como “¡qué cínica fran­queza!”, “¡qué almibarada pala­bre­ría!”. En cuanto a los fe­rrocarriles, recoge de los re­cor­tes de prensa amarilla de la época “nuevas catás­trofes ferroviarias” necesarias a su tesis, y, para apuntalarla, necesita probar a cualquier pre­cio que el porcentaje de ac­ci­dentes por kilóme­tro había aumen­tado, aun­que los transpor­tes ferro­viarios se hu­bie­sen convertido ya en el medio más seguro de viajar en el mundo en­tero.

3.- Al utilizar los informes de inspección de tra­bajo, Marx cita como ejemplo los ma­los tratos in­fligidos a los obreros en las fábricas como la norma inevitable y es­pe­cí­fica del sis­tema capita­lista. Sin embargo eran co­metidos por lo que los propios ins­pecto­res llamaban “indus­triales frau­du­lentos”. ¿No estaban éstos paga­dos para de­tec­tarlos e in­culparlos, y no estaban desde entonces ya en vía de desa­parición?

4.- Las pruebas de Marx que provienen de una fuente ofi­cial, es su más grave im­postura. Porque era indis­pen­sable para su tesis que el capitalismo fuese, por de­fini­ción, inco­rregible. Importaba también que el Es­tado burgués estuviese aso­ciado a las sevicias infli­gidas por el capita­lismo a la clase obrera. Escribe: “El Estado es el co­mité ejecu­tivo, el gerente de los nego­cios de la clase di­rigente”. Pero si hubiera te­nido ra­zón, el Parla­mento no hubiera votado nunca los “Fac­tory Acts” y el Estado no los hubiera he­cho res­petar. Además, to­dos los hechos invocados y se­leccio­nados (a veces falseados) por Marx pro­vienen de es­fuerzos hechos por el Estado (por sus ins­pecto­res, sus tri­bu­nales y su justicia) para mejorar las situaciones que él denuncia. Lo que im­plica, en con­secuen­cia, el cas­tigo de los responsables de malos tratos. En suma, si el sistema no hu­biera contado con la inicia­tiva de su propio proceso de re­forma lo que, según el razona­miento de Marx, era imposible, no hubiera podido es­cribir El Capi­tal. Pero como Marx no quiso investigar nunca in situ, se vio obli­gado a buscar recursos en los da­tos de la “clase dirigente”, propor­cionados por quie­nes se es­forzaban en rectificar las irregulari­dades en marcha y estaban logrando un éxito es­pectacular. Marx no tenía pues elección: o distor­sio­naba los he­chos o renunciaba a su tesis. De modo que el libro acabó siendo en sí mismo des­honesto.

Marx no pudo, o no quiso comprender cómo funcio­naba la industria. Y lo cierto es que no hizo ningún es­fuerzo en este sentido. Por regla gene­ral, desde el prin­cipio de la Revolu­ción industrial (1760-1790), los in­dustriales más eficientes, los que habían tenido prolon­gada­mente acceso al capital, procuraron propor­cionar al personal las me­jores condiciones de tra­bajo posibles, a aplicar la legislación orientada a ello y a vi­gilar que las leyes fueran aplicadas para luchar con­tra la com­petencia desleal. Por consi­guiente, las con­di­cio­nes de vida mejo­raron. Y los obreros no se re­be­la­ron a des­pe­cho de las pro­fecías de Marx. Así, el pro­feta quedó des­concertado.

Lo que resulta sobre todo de la lectura de El Ca­pital, es el fracaso fundamental de Marx y su in­capacidad para com­prender el funciona­miento del sistema capi­talista. Y Marx fracasó precisa­mente porque su enfo­que no era científico. Si su sistema no pudo produ­cir los re­sulta­dos anun­ciados es porque, lejos de ser científico, era irra­cional.

A pesar de las apariencias, Marx no estaba pues guiado por el amor a la verdad. ¿Cuál fue enton­ces la motiva­ción pro­funda de su existen­cia? Para saberlo, es pre­ciso estu­diar su carácter más de cerca. Y admitir desde el princi­pio, no sin tristeza, que las grandes obras no salen del ce­re­bro o de la imaginación, sino que están profunda­mente enraizadas en la personali­dad.

Marx es un ejemplo integral de este principio. Ya he­mos visto que su filosofía amal­gama una vi­sión poé­tica, un ta­lento periodístico y un franco academi­cismo. Pero su con­te­nido real está igualmente ligado a cuatro aspectos de su perso­nal carácter: su gusto por la vio­lencia, su apetito de po­der, su ineptitud para manejar el dinero y, por encima de todo, su tendencia a ex­plotar su entorno personal.

La sórdida violencia siempre presente en el marxismo, constante­mente exhibida en el com­porta­miento de los regí­menes marxistas, es una proyección del hom­bre que fue Marx. Pasa su vida en un clima de extrema violencia verbal, y las justas orato­rias en que intervenía re­sultaban tan explo­sivas que degeneraban a veces en tri­fulca. Las dis­putas fami­liares de los Marx llama­ron la atención desde el principio a Jenny von Westphalen, su futura esposa. Marx fue expul­sado de la universi­dad de Bonn cuando la policía le arrestó por llevar consigo una pistola. Los archi­vos de la uni­versi­dad re­cogen su partici­pa­ción en peleas estudian­tiles y en un duelo del que salió con una marca en el ojo iz­quierdo. Entre su fa­milia, esas querellas asom­bra­ron los últi­mos años de su padre y su­pusieron una ruptura total con su madre. En una de las prime­ras cartas de Jenny que nos han llegado, pode­mos leer: “Os suplico no es­cribáis con tanto rencor e irritación.” Está claro que es­tas disputas constantes, a me­nudo agrava­das por el alco­hol, resultaban ex­plo­siones de violencia que van a verterse en sus es­cri­tos. Marx no era alcohólico pero bebía regu­larmente, a veces con exceso. Estos des­bor­da­mientos es­tán relacionados pro­bablemente con el hecho de que, desde la edad de veinticinco años, Marx vivió casi siempre en el exilio, en el seno de comuni­da­des alemanas de ex­pa­triados. No in­tentó nunca ha­cer relaciones ni inte­grarse. Ade­más, los desterrados con los que se asocia for­maban un grupo muy ce­rrado sólo interesado en la revolu­ción. Lo que explica su campo de vi­sión limitado. Es­tos pe­que­ños círculos eran cono­cidos por sus feroces disensiones; es difícil imagi­nar un ambiente más pro­picio para el de­sarro­llo de una natu­raleza liti­giosa. Según Jenny, peleaba con­ti­nua­mente con todo el mundo, salvo en Bruselas. En Pa­rís, las reuniones de redac­ción de la calle Mou­lins se ha­cían con todas las ventanas ce­rra­das para que las voces de los partici­pantes no se oyeran en el exte­rior.

Estas disputas continuas tenían un fin. Marx se quere­lla con todos sus colaborado­res, comen­zando por Bruno Bauer, para conseguir domi­narles completa­mente. Lo que nos permite nume­rosas descrip­ciones de este colérico en acción. El her­mano de Bauer es­cribe in­cluso un poema a este respecto: “El triste ca­ma­rada de Tréveris, en­rabie­tado, fu­rioso —El puño blan­dido, feroz, ruge sin fin— Cien mil diablos aferra­dos a sus crines.” Marx, pequeño, re­choncho, moreno y barbudo, tenía la tez tostada (sus hijos le llamaban “el Mauro”), y lle­vaba un monóculo a la pru­siana. Pa­vel Annen­kov que asistió al “exa­men” de Wei­tling, des­cribe bien “su espesa melena negra, sus ve­llu­das ma­nos cogidas a su levita abotonada al revés”. “Mal edu­cado, orgulloso, des­preciativo”, lanza conti­nua­mente men­sajes de un “tono des­agradable”, con voz “seca, metálica, acorde con sus jui­cios radi­cales”. Marx se deleitaba con los estallidos de violencia de Ajax y Thersite en Troï­lus y Cressida, su pieza de Shakes­peare prefe­rida, y que gus­taba citar.  Espetó esta pe­rorata a su camarada Karl Heinzen: “Tú, señor embrute­cido y obtuso, no tienes más espíritu que el que yo tengo en mi codo”. Su víctima res­pon­dió con un memorable re­trato del pe­queño hombre. En­contró en él un producto del “cruce entre un gato y un mono”, “de una suciedad intolera­ble”, con “su greña en­ma­rañada negra como el car­bón”. Imposible decir, según él, si su indu­men­ta­ria y su piel eran de un color basura na­tural o sim­plemente es­taban sucias. Sus pe­queños ojos amenazantes, per­versos, escupían “des­tellos malévolos”. Había adqui­rido la costum­bre de de­cir: “!Os destruiré!”.

Marx pasó una gran parte del tiempo haciendo infor­mes sobre sus adversarios po­lí­ti­cos y sus enemigos personales. A este respecto, no vacila en dárselos sin escrúpu­los a la po­licía, para sus intereses. Las gran­des querellas públicas, como la del mitin de la Inter­nacio­nal de La Haya en 1872, hacen presentir los fu­turos re­glamentos de cuen­tas en la Unión soviética. Ahora, en pers­pectiva, Marx se parece mu­cho a un bo­ceto de la era staliniana.  La sangre corrió a veces también. En 1850, Marx se com­porta de un modo tan gro­sero con ocasión de una disputa con August von Willich, que éste úl­timo le desa­fía en duelo. Marx, que había sido ya vencido en el prado, res­pondió que no se dedicaba a estas “diversio­nes de ofi­ciales prusia­nos”, pero no hizo nada por im­pedir a Konrad Schramm, su joven asis­tente, que se ba­tiera en su lu­gar.  Schramm no ha­bía ti­rado con pistola nunca en su vida. Willich era un exce­lente tira­dor. Schramm fue herido. Gus­tav Te­chow, un colaborador particular­mente siniestro de Marx, fue so­bre la marcha el tes­tigo de Willich. Jenny le de­testaba justa­mente. Des­pués de ha­ber ejecutado a uno de sus camara­das re­voluciona­rios fue col­gado poco después por haber ase­si­nado a un policía. Marx mismo no de­secha la vio­len­cia ni in­cluso el terro­rismo cuando los juzga útiles a su estrategia. En 1849, amenaza al go­bierno pru­siano: “Somos des­piadados pero no os pe­dimos cuar­tel. Cuando em­piece nuestro turno, no aho­rraremos terrorismo.” Al año si­guiente, el “Plan de ac­ción” que distribuyó en Ale­mania inci­taba cla­ramente al pueblo a la violencia:: “Lejos de opo­nernos a esos pre­tendi­dos excesos, debe­mos excu­sar­nos e incluso tender una mano com­pasiva a esas ven­ganzas popula­res ejemplares, dirigidas contra in­dividuos aborre­cibles o edifi­cios pú­blicos de siniestra memoria.” No recha­zaba, llegado el caso, el homici­dio. Maxime Ko­va­levsky estaba presente cuando Marx recibió la noti­cia del atentado frustrado de 1878 contra el emperador Gui­llermo I en Unter den Linden. Cuenta que Marx, enfu­re­cido, “soltó una ava­lan­cha de imprecaciones contra el te­rro­rista que había fallado el golpe”. Parece cierto que, si Marx hubiera tenido el poder, hubiera sido capaz de vio­lencia y crueldad. Pero como no es­tuvo nunca en condi­cio­nes de provo­car una revo­lución vio­lenta o no violenta, su agresivi­dad repri­mida quedó ence­rrada en sus libros, en un tono siem­pre intole­rante y extremista. Numero­sos pa­sajes dan la impre­sión de que espumaba rabia cuando los escribía. Pero Lenin, Stalin y Mao Tsé-toung se en­car­garon de libe­rar a una escala gigantesca la vio­len­cia que albergaba el co­razón de Marx.

¿Qué valor moral puede darse a sus actos cuando fal­sea la verdad o anima a la vio­len­cia? Imposible de de­cir. Aunque ardía en deseos de crear un mundo mejor, se burla de la mo­ral en La ideología alemana. Para él, que se decía cien­tífico, la moral al uso no era más que un obstá­culo para la revolu­ción. Creía poder prescindir de ella. El cambio casi metafí­sico que en­trañaría el ad­venimiento del comunismo aporta­ría la ade­cuada. Como muchos individuos egocén­tricos, creyó sin duda que las normas mo­rales no eran apli­cables a su per­sona y que los intereses del proleta­riado y sus am­bi­ciones personales eran com­plemen­tarias. El anarquista Mijail Ba­kounine reseña que cuando se mani­fiesta una “sin­cera devo­ción por la causa del proletariado, hay siem­pre mezclada una buena dosis de vanidad perso­nal”. Marx no cesó nunca de ob­sesionarse por su propia per­sona. En buen nú­mero de car­tas diri­gidas a su padre en su juventud, no habla más que de él. Los senti­mientos, las opiniones de los demás de tenía in­terés para él. Emprendía siem­pre sus iniciativas en solitario. Cuando se hizo re­dactor jefe del Neu Rheinische Zei­tung, Engels anota que “la organi­zación del equipo editorial se re­duce a la dictadura de Marx”. No se inte­resó por la democra­cia más que para darle el sentido pervertido que puede ha­ber en esa palabra. Las elec­ciones le causaban ho­rror. Escri­bió en un artículo que las elec­ciones en Inglaterra eran a lo sumo la oca­sión para orgías de alcohol.

En los testimonios relativos a los objetivos polí­ticos y al comporta­miento de Marx, el apelativo “dictador” tuvo di­ver­sos orígenes. An­nenkov le llamaba “la in­cardinación del dictador demó­crata” (1846). Un agente de policía pru­siano de una inteligencia poco co­rriente hizo un informe sobre él en Londres: “La ambición ili­mitada y la pa­sión de poder son los rasgos dominantes de su carácter () Es el maestro ab­soluto de su partido () Decide todo, da órde­nes bajo su sola respon­sabili­dad y no tolera nin­guna con­tradic­ción.”. Te­chow (el si­niestro segundo de Wilich) llegó un día a embo­rrachar a Marx para sondear su alma. Hizo un magnífico re­trato. Vio en él a un hom­bre do­tado de una “per­sonali­dad excepcional” y de una “rara supe­riori­dad intelec­tual”. “Si su co­razón hubiera estado a la altura de su inte­lecto, si dentro hubiera ha­bido tanto amor como odio, me hubiera arrojado al fuego por él”.  Pero “su alma ca­rece de no­bleza. Estoy con­vencido de que su ambición personal, terriblemente peli­grosa, ha de­vo­rado todo lo que hubo de bueno en él () El poder es el fin de todos sus esfuer­zos”. El juicio de Bakunin es del mismo tenor: “Marx no cree en Dios pero cree en sí mismo y hace que todo el mundo le sirva. Su corazón no está lleno de amor sino de amargura, y tiene es­casa simpatía por la especie humana”.

La constante iracundia de Marx, sus costum­bres dic­ta­toria­les y su amargura re­fle­ja­ban sin duda una con­ciencia de po­seer capacidades pero también de una in­tensa frus­tra­ción por no poder ejercerlas en con­creto. De joven, llevó una vida bo­hemia a menudo desorde­nada y disoluta. Lle­gada la madu­rez, todavía llevaba a mal traba­jar de ma­nera sensata y metó­dica; pasaba las no­ches discutiendo y gran parte del día dor­mitando en un ca­napé. Más tarde, sus horarios se fueron haciendo más re­gulares pero nunca llegó a ate­nerse a una ver­dadera dis­ciplina de trabajo. Ex­tremadamente suscep­tible, la menor crítica le hería. Como Rousseau, tenía tendencia a pe­le­arse con sus ami­gos y sus bienhe­cho­res, sobre todo con los que le daban buenos consejos. En 1874, el Dr. Ludwing Ku­gelmann le hizo la obser­vación de que no encontraría nin­guna dificul­tad para terminar El Capital si organi­zaba un poco mejor su vida. Rompió con este amigo leal y, a partir de este in­cidente, no dejo de deni­grarle.

Su egoísmo y sus accesos de cólera tenían ori­gen psí­quico y psicoló­gico. Llevaba una vida mal­sana, hacía poco ejerci­cio, comía mucha especia y a menudo con exceso, fu­maba mucho, bebía gran­des canti­dades de cerveza y, por su­puesto, pa­decía del hí­gado. Raras ve­ces tomaba un baño y, por regla general, se lavaba poco. Este modo de vida abe­rrante era su­ficiente para explicar las ex­plosiones de có­lera que empon­zoñaron su exis­tencia durante un cuarto de siglo. Su irri­tabili­dad parece haber alcanzado su apogeo en la época en que re­dactó El Capital. Escribe a Engels:

“Sea lo que fuere lo que venga, espero que la bur­guesía re­cuerde mis forúnculos” Sus accesos de cólera variaban en número e intensi­dad, pero se manifesta­ban perió­di­ca­mente en su cuerpo, en sus meji­llas, en las aletas de la nariz, en su es­palda y en su pene.  En 1873 sufrió una de­pre­sión nerviosa acompañada de temblo­res y de cri­sis de rabia.

Su odio hacia el sistema capitalista podría haber te­nido su origen en su ineptitud casi grotesca para ocu­parse de los pro­blemas de dinero. Ello le pone desde su ju­ven­tud bajo las ga­rras de pres­tamistas a ta­sas de in­terés abusivas. Lo que ex­plica el lugar im­portante que dedica a la usura en su obra y el por qué de que toda su teoría de las clases sociales se incar­dine en el anti­semitismo. Es por lo que también in­cluye en El Capital un largo y virulento pasaje denunciando la usura, jalo­nado por una de las dia­tribas antisemitas de Lutero.

Los problemas de dinero de Marx comenzaron desde la universidad y persistieron toda su vida. Sus difi­cul­tades se debían esencialmente a su comporta­miento in­fantil. Marx pedía prestado di­nero constante­mente, lo gastaba y siempre se sentía sorpren­dido y furioso cuando los prés­ta­mos, fuer­temente gravados por los intereses de de­mora, lle­gaban a su venci­miento. Con­sideraba que los in­tereses, notable­mente aso­ciados a todo sistema basado en el capi­tal, eran el verda­dero azote responsable de la ex­plotación del hombre por el hombre. Todo su sistema está orien­tado pues a elimi­narlos. Pero, en este caso, corres­pon­den a las dificulta­des que él mismo se creaba ex­plo­tando su entorno, empezando por su propia familia. El dinero fue el tema predo­minante de su co­rrespon­dencia fa­miliar. Su pa­dre, en la última carta que le di­rige en fe­brero de 1838, cuando estaba a punto de morir, se queja de la indife­ren­cia de su hijo, que no le habla más que de nece­sida­des de dinero: “No es más que tu cuarto mes de de­re­cho y has gastado ya 280 talers. No he ganado tanto di­nero en todo el in­vierno.” Murió tres meses más tarde. Marx no se tomó la moles­tia de asistir a su en­tie­rro. Por el contra­rio, em­pezó a hosti­gar a su madre. El hábito estaba ad­qui­rido. Pedía prestado a sus amigos, extorsio­naba pe­rió­dica­mente a su familia con el pre­texto de que ellos eran “sufi­cien­temente ricos” y tenían el deber de ayudarle a realizar su obra. Con la excep­ción de algunos esfuerzos in­ter­mi­tentes para trabajar en la prensa —más con un fin po­lí­tico que con el de ganar dinero— Marx nunca in­tentó se­ria­mente buscar trabajo. Salvo en Lon­dres, en setiembre de 1862, donde soli­cita un puesto de tra­bajo en las ofici­nas de los ferro­ca­rriles. Su candida­tura no fue aceptada, pues su cali­grafía se había juz­gado insuficiente.  La re­pugnancia de Marx a hacerse una situa­ción pa­rece ser el principal motivo de la ne­gativa de su familia a darle li­mosnas. Su madre no quiso hacerse cargo de sus deudas para no animarle a con­traer otras. Ter­minó por dejar de pa­sarle la pen­sión y aconseja a Karl, no sin amarga iro­nía, “acumu­lar el capital antes de denigrarlo en los li­bros”. A par­tir de entonces, su co­municación con su madre se re­dujo al mínimo.

Marx heredó grandes sumas de dinero de di­versa pro­ce­den­cia.

La muerte de su padre le reportó 6000 francos oro. De­dicó una parte a armar a los obreros bel­gas. En 1865, a la muerte de su ma­dre, obtuvo menos dinero del que es­pe­raba, pues los empréstitos pedidos a su tío Philips con cargo a su futura herencia merma­ron el caudal re­licto. En 1865, recibió igual­mente una suma sustan­cial que prove­nía de los bienes de Wilhelm Wolf. Otras sumas fueron a parar a su mujer y a su familia. (Ella aportó también como regalo de boda una vajilla de plata, una cuchi­llería y ropa de cama, todo con el es­cudo de armas de sus ante­pasados Argyll). Jenny y Marx recibie­ron su­mas que, razonable­mente, coloca­das, hubieran podido cubrir muy bien sus nece­sidades. Sus rentas anuales no baja­ron de las 200 li­bras, que venía a ser tres veces el salario me­dio de un obrero es­pe­cializado. Pero ni Marx ni Jenny se in­tere­saron por el dinero, salvo para gas­tarlo. Las herencias y los em­préstitos se con­virtieron en humo y nunca tu­vieron un céntimo. Constantemente endeuda­dos, la pla­tería como el re­sto, incluida su ropa, iban a parar frecuen­temente en prenda a los prestamistas. Hasta tal punto que Marx se vio obligado un día a dejar su casa con un pantalón como único viático. La familia de Jenny, imi­tando a la de Marx, terminó ne­gándose también ayu­dar a este yerno holgazán, tan incorregi­ble como poco previsor. En marzo de 1851, Marx es­cribe a En­gels para anunciarle el nacimiento de su hija quejándose de que: “No hay un céntimo en casa.”

Desde entonces Engels se convirtió en el nuevo “in­genuo” fácil de explotar. Desde 1845 hasta la muerte de Marx, fue la principal fuente de recur­sos de la fami­lia, lo que le costó probablemente más de la mi­tad de lo que ganaba. Pero es imposi­ble evaluar el to­tal.

Desde que se conocieron, y durante un cuarto de si­glo, En­gels le prestó sumas de un importe irregular. Este creyó quizá las promesas reitera­das de Marx de estar pronto en condicio­nes de li­brarse de sus deudas. Esta fue pues, por parte de Marx, una relación ba­sada en la explo­tación y la desigualdad, de la que él fue siempre el domi­na­dor y a veces el accionista mayori­ta­rio. Es cierto que no podían pasar el uno sin el otro, como duetis­tas a menudo picados pero incapaces de cantar por separado. Su asociación estuvo a punto de romperse en 1863, cuando Engels se da cuenta de que Marx rozaba sin el me­nor tacto los límites de la men­di­cidad. Engels poseía dos casa en Man­chester; la una consagrada a sus activi­dades, la otra a Mary Burns, su amante. Cuando ésta muere, En­gels, muy de­primido, recibe el 6 de enero de 1863 una carta de Marx de tal insen­sibili­dad que le hace estallar de indigna­ción. Des­pués de algunas palabras muy breves so­bre la pérdida que acababa de sufrir, Marx, yendo a lo esen­cial, le pide dinero. Nada ilustra mejor su egocen­trismo inco­rregible. Engels responde con frialdad. Este incidente es­tuvo a punto nueva­mente de poner fin a su relación. A decir ver­dad, las cosas ya no fueron como antes. Esta carta abre los ojos a En­gels y se rinde a la evidencia: Marx no sería nunca capaz de encontrar trabajo, ni de subvenir a las ne­ce­sidades de su fa­milia, ni de poner en orden sus asuntos. La única so­lu­ción estaba en pasarle una pensión regular. En 1869, Engels vende su ha­cienda, lo que le asegu­raba una renta de más de 800 li­bras al año, de las que pa­saba 350 libras a Marx. Du­rante los quince últimos años de su vida, Marx se con­virtió en rentista y cono­ció una cierta se­guridad. No dejó de gastar menos de 500 li­bras al año y a ve­ces más. Se justificaba ante Engels pre­tendiendo que “incluso en el plano co­mer­cial, era imposible proponerse una ins­talación pura­mente proleta­ria “. Engels continuó reci­biendo sus cartas mendi­gando ayudas su­plementarias.

La principal víctima de la imprevisión y de la re­sis­tencia de Marx a buscar trabajo fue su esposa. Jenny Marx es una fi­gura trágica, la­mentable, de la historia socialista.

Tenía la tez clara de una escocesa, los ojos gri­ses y los ca­bellos color caoba de su abuela, una descen­diente del se­gundo conde de Argyll que pe­reció en Flodden. Jenny era bella. Marx la amaba; sus poemas lo prue­ban. Ella le ado­raba y tuvo que luchar contra su fami­lia y la de Marx. Pero luego, numerosos años de amargura ter­mi­naron matando este amor. ¿Cómo un ser tan egoísta como Marx pudo inspi­rarle tal pa­sión? Era fuerte, autoritario, guapo en su juventud y al co­menzar su madurez, aunque siempre un poco su­cio. Pero so­bre todo, era divertido. Sin em­bargo, los his­toriadores no dan demasiado cré­dito a esta cuali­dad. Ella habla a menudo de un mis­terioso atractivo (este fue uno de los éxitos de Hitler, en privado). Marx practi­caba un humor a menudo mor­daz y fe­roz. Pero sus agu­dezas hac­ían reír a su público. Si no hubiera sido tan es­pi­ri­tual, su carácter desagradable no hubiera con­seguido un solo adepto y las mujeres le hubieran vuelto la es­palda. Pero la risa es el medio más se­guro de tocar el corazón de las mujeres mal­trata­das por la vida, aún más dura para ellas que para los hombres. Se oye a menudo reir a Marx y a Jenny. Más tarde, las galanter­ías de Marx fue lo que a sus hijas les hacía estar a su lado.

Marx estaba orgulloso del noble ascendiente es­cocés de su mujer y de su posición so­cial de hija de barón, alto res­ponsa­ble del gobierno prusiano. En un baile al que fue­ron convi­dados en Londres durante los años 1860, precisa que ella era “na­cida von Westphalen”. Marx afirmaba a me­nudo que él se entendía mejor con la aristocracia que con la pequeña “burguesía ambi­ciosa” (un testigo refiere que pro­nunciaba sus úl­timas palabras con un desprecio parti­cularmente ás­pero).

Cuando Jenny se dio cuenta de la terrible reali­dad de su matrimonio con un re­vo­lu­cionario sin patria y sin trabajo, es probable que se acomo­dase de buen grado a una exis­tencia más bur­guesa tan mo­desta como ella. Pero, a par­tir de 1848, su vida se convirtió en una pe­sadilla que duró diez años. El 3 de marzo de 1848, fue de­cretada en Bél­gica una orden de ex­pul­sión contra Marx, quien primero fue conducido a pri­sión. Jenny pasó la noche en una celda atestada de prostitutas. Al día siguiente, la fa­milia fue puesta con escolta en la frontera. Durante los diez años siguien­tes, Marx se vio constante­mente obligado a huir y so­metido a procesos. En junio de 1849, en­con­trándose en el más ab­soluto despojo, con­fiesa a un amigo: “La úl­tima joya que perte­necía a mi mujer acaba de tomar ya el ca­mino del pres­tamista”. Escapa a la depre­sión gracias a su eterno opti­mismo revolucionario y escribe a En­gels: “A pesar de todo, la erupción vol­cánica revo­luciona­ria no ha sido nunca más inminente. Los detalles segui­rán más tarde”. Pero para Jenny, no había consuelo a la vista. Además, estaba en­cinta. Encontraron asilo en In­glate­rra, pero tam­bién la deca­dencia. Ya madre de tres hijos, Jenny, Laura y Edgar, trajo un cuarto al mundo, en no­viembre de 1849, lla­mado Guy o Guido. Cuatro meses más tarde, los Marx fueron expul­sados de su aparta­mento por no haber pagado el alqui­ler, “delante de todo el populacho de Chel­sea”, escribe Jenny. Las ca­mas fueron vendi­das para pagar al carnicero, al le­chero, al boticario y al panadero. Encontraron refugio en una misera­ble pen­sión de familia alemana en Lei­cester Square. El pe­queño Guido murió ese invierno allí. Jenny deja un relato deses­pe­rado de esta horrible época. Pero su moral y su afecto por Marx nunca remi­tieron comple­tamente.

El 24 de mayo de 1850, el conde de Westmore­land, em­ba­jador de Inglaterra en Ber­lín, recibe copia del in­forme de un espía inteligente de la policía prusiana des­cri­biendo con de­talle las acti­vidades revolu­ciona­rias ale­manas rela­cionadas con Marx. Nada con­cuerda mejor con lo que Jenny había ya comprendido clara­mente:

“Marx lleva una existencia intelectual bohemia. No se lava y no se cambia de ropa más que de vez en cuando y se embo­rracha a me­nudo. Aunque ocioso a lo largo de los días, es in­fatigable y puede trabajar duramente, noche y día si es ne­ce­sario. Se queda a menudo toda la noche y des­pués se des­ploma a me­diodía sobre el diván para dormir hasta la tarde sin alterarse por las idas y venidas de los visi­tantes que atra­vie­san su ha­bi­tación (no tenían más que dos pie­zas) No tienen un solo mueble limpio y só­lido.  Todo está ajado, hecho ji­rones, recubierto de medio centí­metro de polvo y el mayor de­sorden reina en todas partes. En medio, (del salón) en una gran mesa pa­sada de moda recubierta por un mantel grasiento, concu­rren ma­nuscritos, libros, pe­riódicos, ju­guetes infantiles, trapos que salen de la caja de la costura de su mu­jer, ta­zas des­portilladas, cu­chi­llos, tenedores, lamparillas, un tintero, cubiletes, pi­pas ho­landesas, ta­baco, cerillas Un chamari­lero hubiera sentido ver­güenza de expo­ner una co­lección tan notable de ob­jetos de desecho. Desde que se entra en casa de los Marx, el humo del tabaco hace su­bir las lá­gri­mas a los ojos  todo es sucio, polvo­riento. Sen­tarse es un asunto aza­roso, una silla no tiene más que tres patas. Sobre la que tiene cuatro, los niños juegan a las co­miditas. Es la que se le ofrece a los visitan­tes sin lim­piar, y si uno se sienta en ella co­rre el riesgo de sa­crificar un pantalón.”

Este informe fechado en 1850 describe probable­mente el punto culminante de los in­for­tunios de la familia. Otros se re­fieren a algunos años más tarde. Una her­mana pe­queña lla­mada Francisca, nacida en 1851, mu­rió al año si­guiente. Ed­gar, el hijo bien amado de Marx, al que llamaba “mosquita”, sucumbió a una gastro­en­teritis en 1855, sin duda por las con­di­ciones de vida miserable de los Marx. Su muerte asestó un terrible a sus padres. Jenny no se re­puso de él jamás. Marx es­cribe: “Mi mujer me repite cada día que hubiera prefe­rido estar en su tumba” Otra de sus hijas, Elea­nor, nacida tres meses antes, no pudo re­emplazar a Guido en el corazón de Marx, que hu­biera prefe­rido tener hijos varo­nes. En aquel momento ya no tenía ninguno. Las hijas no contaban para él más que cuando le serv­ían de secretarias.

En 1860, Jenny contrae la varicela y pierde lo que que­daba de su belleza. A partir de entonces y hasta su muerte en 1881, pasa a un segundo plano en la vida de Marx y no es más que una mujer fati­gada, desilu­sio­nada, agradecida por el más mínimo favor. Des­pués, en 1856, su platería vuelve de manos del pres­tamista y se queda por fin en una verdadera casa. Gracias a En­gels, la familia pudo de­jar el barrio del Soho lon­di­nense e instalarse en el número 9 de Graf­ton Te­rrace, en Heverstock Hill. Nueve años más tarde, siempre gracias a Engels, encontraron otra casa más confortable en el número 1 de Mai­tland Park Road. A partir de ese día no tu­vieron nunca me­nos de dos domés­ticos. Marx se puso a leer el Times cada mañana y se con­virtió en miembro del consejo muni­cipal. El do­mingo que hacía bueno, llevaba a toda la familia a pasear en cor­tejo por Hamstead Heath; él en ca­beza, su mujer sus hijas y sus amigos si­guiéndoles detrás.

Pero este aburguesamiento incita a Marx a practicar otra forma de explotación, la de sus hijas, inteligentes las tres. Hubiera debido pen­sarse que para compensar su in­fancia mi­serable Marx, habiendo aprendido la lec­ción de su radi­ca­lismo, les hubiera aconse­jado tra­ba­jar. Pero no lo hizo así. Les negó incluso el derecho a ad­quirir una educación satis­factoria o la mínima forma­ción, y se opuso resuelta­mente a su ambi­ción de hacer carrera. Eleanor, a quien amaba más, con­fió a Olive Schreiner: “Durante largo tiempo, es­tos años de mise­ria dejaron una sombra entre nosotros.” Las hijas que­daron en casa y apren­dieron a to­car el piano y a pintar acuarelas, como hijas de co­mer­cian­tes. Cuando fueron adul­tas, Marx continuó sus giras por los pubs con sus amigos re­volucionarios. Pero, según Wilhelm Liebk­necht, no permitió jamás a sus compañe­ros cantar can­ciones en su casa por te­mor a que sus hijas no las enten­dieran.

Más adelante, ahuyentaba a todos los preten­dientes de sus hijas que venían de su propio me­dio revolucio­nario. No pudo, o no quiso, impedir­les que se casaran. Pero les puso las cosas tan difíciles que su oposición les dejó huellas. Lla­maba “Negrito” o “Go­rila” a Paul La­far­gue, el ma­rido de Laura, nacido en Cuba y que tenía sangre ne­gra. No le gustaba más Charles Lon­guet, que se casó con Jenny. Sus dos yernos, se­gún él, eran imbé­ciles. Longuet era el úl­timo mosquetero de Proudhon, y Lafargue el último de Ba­kunin. Se po­dían pues “ir al diablo los dos”.

Eleanor, la más joven, fue la que sufrió más su ne­ga­tiva a dejarla emprender una ca­rrera y su animosi­dad hacia sus pretendientes. Conside­rando a los hom­bres (dicho de otro modo, su pa­dre) como el centro del uni­verso, acabó ena­morándose de un hom­bre aún más egocéntrico que él; lo que, por otra parte, no tiene nada de extraor­dina­rio. Ed­ward Ave­ling, un es­critor que pretendía el papel de político de izquier­das, era en efecto un parásito especiali­zado en seducir a ac­trices. Eleanor quería ser co­me­diante. Fue la víc­tima propi­cia. Iro­nías de la historia, Eleanor, Aveling y Bernard Shaw participaron en Londres de la primera represen­tación privada de la pieza de Ib­sen, Casa de muñecas, un bri­llante alegato en favor de la liber­tad de la mujer. Elea­nor hacía el papel de Nora. Poco tiempo antes de la muerte de Marx, se convir­tió en la amante de Aveling y su des­gra­ciada esclava, como su ma­dre lo fue de su pa­dre.

Marx tenía más necesidad de su mujer de lo que creía. Des­pués de su muerte, en 1881, empieza a de­clinar rápi­damente y no emprende ningún tra­bajo. Estuvo en di­ver­sas estaciones termales de Europa, y viaja a Arge­lia, a Montecarlo, a Suiza, bus­cando sol y aire puro. En di­ciem­bre de 1882, su gran in­fluencia en Rusia le hace exul­tar: “En nin­guna parte, mi éxito ha sido más deli­cioso”. Des­tructor hasta el fin, se jac­taba de haber “co­nocido la satisfacción de negar a un poder que, des­pués del de In­glate­rra, era el bas­tión de la vieja socie­dad”. Murió tres meses más tarde, en bata, sentado junto al fuego. Una de sus hi­jas, Jenny, le había prece­dido algunas se­manas. El destino de las otras dos fue trágico. Eleanor, con el co­razón roto por la conducta de su marido, su­cumbe a una so­bredosis de opio en 1898. Se dice que pudo haber hecho un pacto con su marido para suicidarse con él, del que éste se ha­bría apartado. Trece años más tarde, Laura y Lafar­gue de­ciden, tam­bién ellos, suicidarse juntos. Pero en este caso los dos lo hacen efecti­vamente.

Queda no obstante un oscuro superviviente en esta trágica familia, una producto ex­travagante de la ex­plotación de Marx. En el curso de sus in­vestigaciones sobre las ini­qui­da­des cometidas por los capitalis­tas británicos, Marx en­cuentra mu­chos casos de obreros mal paga­dos. Pero no llega a des­cubrir ni uno solo que no hubiese reci­bido sus pagas al com­pleto. Pero este caso existía: lo que hizo con su propio domés­tico.  

Cuando Marx llevaba a su familia al paseo do­minical, toda ella ce­rraba la marcha lle­vando la cesta de picnic y los demás accesorios. Helen Demuth, nacida en 1823, era de origen ru­ral. La familia la lla­maba “Len­chen”. Había es­tado al servi­cio de la baro­nesa von Westp­halen a la edad de ocho años para ayudar a la nodriza. Fue ali­men­tada y alo­jada pero nunca recibió dinero. En 1845, la baronesa, pre­ocupada por su hija tan mal ca­sada, pasa a Lenchen, que tenía en­tonces veintidós años, al servicio de Jenny para aliviar sus penas. Len­chen permanece al lado de la fa­milia, hasta su muerte, en 1890. Para Eleanor, fue “la más tierna de las criatu­ras, la más es­toica”. Lenchen era una gran tra­bajadora, que hacía la co­mida y la cosas de la casa; adminis­traba además el presu­puesto familiar, algo de lo que Jenny era incapaz. Marx no le dio nunca un cén­timo. Desde 1849 á 1850, durante el pe­r­íodo más negro de la exis­tencia de la fa­milia, fue la amante de Marx del que tuvo un hijo. El pequeño Guido acababa de mo­rir, y Jenny estaba, una vez más, encinta. Todos los aloja­dos vi­vían en dos piezas. Marx intentó ocultar el es­tado de Len­chen a su esposa y a los militantes que desfila­ban sin pa­rar por la casa. Pero Jenny terminó descu­briendo la verdad. Al­guien se en­cargó de mostrársela. Este des­en­gaño se une a sus des­gracias y marca probablemente el fin de su amor por Marx. En no­tas autobiográficas escritas en 1865 (de las que se han conservado veinti­nueve pági­nas, de treinta y siete), Jenny hace alu­sión a ello: “Un hecho del que no debo arre­pen­tirme aumentó consi­derablemente nuestros su­frimien­tos privados y públi­cos”. Las demás pá­ginas re­fe­rentes a sus dis­pu­tas con Marx fue­ron destruidas pro­bablemente por su hija Eleanor.

El hijo de Lenchen nació el 23 de junio de 1851, en Soho, en el 28 de Dean Street. Este fue un hijo reco­no­cido con el nombre de Henry Frederick Demuth. Marx negó ser el padre a pesar de los rumores en el sentido contrario. Hubiera pre­fe­rido sin duda de­sem­barazarse de este hijo aban­donándolo, como hizo Rousseau, en un orfeli­nato. Pero Lenchen tenía más fuerza de carác­ter que la amante de Rousseau. De modo que recono­ció al niño. Fue criado en casa de los Le­wis, una fa­milia obrera. Marx permitió al niño vi­si­tar a su madre. Pero sin pasar de la puerta de en­trada, y únicamente en la cocina. A Marx le ate­rraba la idea de que se pudiese des­cubrir que él era el padre de Freddy, por­que hubiera podido ser fatal para su imagen de líder re­vo­lucionario y de profeta. Una os­cura alusión a este hecho sub­siste sin em­bargo a tra­vés de sus cartas. Otros indicios fueron destruidos por diversas perso­nas. Marx llegó a convencer a Engels de que asu­miese él la pa­ternidad, para salvar a su fami­lia.

Eleanor, principalmente, le creyó. Pero Engels, que para la buena marcha de sus res­pectivas obras tenía la costum­bre de someterse a las de­mandas de Marx, no quiso lle­varse el se­creto a la tumba. Engels murió el 5 de agosto de 1895 de un cáncer de gar­ganta. Era inca­paz de hablar, pero no quiso que Eleanor (Tussy, como él la lla­maba) si­guiese creyendo que la conducta de su padre hubiera sido irrepro­chable. An­tes de mo­rir, es­cribe en una pizarra: “Freddy es hijo de Marx. Tussy quiere hacer de su padre un ídolo.” Louise Frey­berger, la secretaria de Engels, en una carta del 2 de setiembre de 1898, diri­gida a Augusto Bebel, le revela que Engels le había con­fiado la ver­dad. Y ella añade: “Freddy  se parece a Marx de un modo un poco ridí­culo, con su mismo tipo de judío y sus cabellos ne­gros. Es preciso estar ciego por los prejuicios para en­contrarle pa­recido con el Gene­ral.” (Es el nombre que le daba ella a En­gels). Eleanor terminó admi­tiendo que Freddy era su hermanastro y se dirigió a él. Le es­cribe nueve cartas, que se­pamos. Esta correspon­den­cia no da oportunida­des a Fre­ddy. Aveling, el amante de Eleanor, aprove­cha para pedirle pres­tado un dinero que no le re­em­bolsó jamás.

Lenchen fue la única representante de la clase obrera a la que Marx trata de cerca y el único contacto real con el pro­letariado. Freddy hubiera podido ser el otro, pues fue edu­cado como hijo de obrero. En 1888, con treinta y seis años, obtiene el certifi­cado de in­ge­niero ajustador espe­cialista que pretendía. Pasa prác­tica­mente toda su vida en Kings Cross y en Hackney y se hace miembro permanente de la Union de in­genie­ros. Pero Marx no le trató nunca. Se cruzaron una vez, pro­ba­blemente cuando Freddy subía la es­calera que lle­vaba a la cocina. En aquel momento, Freddy igno­raba total­mente que Marx fuera su padre. Murió en enero de 1929. Entre tanto, la dicta­dura del proleta­riado, vi­sión premonitoria de Marx, había tomado ya una forma con­creta y te­rrorífica. Su jefe, Stalin, con el poder absoluto que Marx ambicionaba, em­pezaba su cri­minal ofensiva contra el campesinado ruso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.

IBSEN EL MISÁNTROPO EGOÍSTA

 

 Escribir es una empresa ardua y una esclavi­tud intelectual de la peor especie, que implica una disciplina que pocos escritores poseen. Es lo que tuvo Ibsen. Ningún escritor, de cualquier esfera o cualquier época, se consagró más y con más éxito a su obra. Ibsen inventa el teatro mo­derno y escribe una serie de piezas que mantie­nen siempre un alto interés. De una escena vacía y floja hace un arte inspirado, tanto en su país como en el mundo entero. No se contenta con revolucionar su ámbito artístico. Trans­forma el pensa­miento social de su generación y de la siguiente. Lo que significa Rousseau para el siglo XVIII, Ibsen lo es para el XIX.

Si, retornando a los hombres y las mujeres a la natura­leza, Rousseau acelera la revolución colectiva, Ibsen ins­tiga la rebelión del individuo frente a las inhibiciones y los prejuicios del Anti­guo Régimen que persisten en cada al­dea y en cada familia. Muestra a los hombres, y sobre todo a las mujeres, que su conciencia individual y sus nociones personales sobre la libertad de­ben anteponerse a las exigen­cias de la sociedad. Mucho antes que Freud, Ibsen asienta los funda­mentos de la sociedad permisiva y del mundo moderno.

Habida cuenta la oscuridad de su nacimiento, no es pre­ciso insistir en ello. Nace pobre, en un pequeño país sin ninguna tradición cultural. Noruega, pujante y emprende­dora en la Edad Media, de 900 á 1100, inicia su declinar en 1387 con la muerte de su último rey, Olaf IV. En 1536, Noruega se convierte en una provincia de Dinamarca y así permanece durante cerca de tres siglos. Su capital, Oslo, fue rebautizada como Christiania y la cultura danesa do­mina la poesía, la novela y el teatro. Como consecuencia del Congreso de Viena (1814-1815), el país no­ruego fue dotado de la constitución Eidsvoll, en virtud de lo que se le confería un gobierno nacio­nal bajo el control de la Co­rona sueca. Hasta 1905 no se convierte en una monarquía autónoma. Hasta el siglo XIX, en Noruega se habla un dialecto provincial y rústico más que una lengua nacional. Su primera universidad data de 1813 y el primer teatro noruego fue cons­truido en Bergen en 1850. Durante la juven­tud de Ibsen y el comienzo de su edad adulta, la cul­tura danesa todavía era predomi­nante. Escribir en noruego significaba aislarse del resto de Escandinavia, y peor aún, del mundo entero, pues el danés seguía siendo la lengua literaria.

El país mismo era pobre y triste. La capital —una pe­queña villa provinciana brumosa y sin atractivo compa­rada con las capitales occidenta­les— sólo contaba con 20.000 habitan­tes. Ibsen nace el 20 de marzo de 1828 en Skien, en la costa, a ciento sesenta kilóme­tros al sur de la capital, en una región salvaje donde los lobos y la lepra eran aún corrientes. Pocos años antes la ciudad había sido incen­diada por la negligencia de una sirvienta que fue ejecu­tada. Como Ibsen refiere en un frag­mento de su autobio­grafía, todo en ella era miste­rio, superstición y brutali­dad, entre el ru­gido de las aguas golpeando en los rompientes y el gemido de las sierras. “Más tarde, —añade— lo que había leído sobre la guillotina me hacía pensar en las hojas de sierra”. La picota se er­guía cerca del ayuntamiento: “Un poste de un marrón rojizo, de la altura de un hombre, rema­tado por una gruesa protuberancia, un día pin­tada en negro… Una cadena de hierro pendía de­lante del poste y, de esta cadena, una argolla abierta con el aire de dos pequeños brazos espe­rando la ocasión de cor­tarme el cuello… Debajo (del ayuntamiento), los calabo­zos daban a la plaza del mercado. He visto a través de esos barrotes muchas caras lúgubres y tristes”.

Ibsen era el mayor de cinco hermanos (cuatro muchachos y una chica) de un comerciante lla­mado Knud Ibsen, cu­yos antepasados habían sido capitanes de navío y cuya madre procedía también de navegantes. Su padre quebró cuando Ibsen tenía seis años y se convirtió en un hombre amargado, pedigüeño, irritable, tan pendenciero como el Viejo Ekdal de la pieza tea­tral de su hijo, El Pato salvaje. Su madre, una actriz frustrada, en otro tiempo bonita, se en­cerró en sí misma y se escondía para jugar con sus muñe­cas. La familia, siempre endeudada, se alimentaba principalmente de patatas. Ibsen, pequeño y feo, creció bajo la sombra del rumor que corría sobre su ilegitimidad y que le hacía ser hijo de un chulo de la ciudad. Ibsen lo creyó también, aunque con intermitencias. Escupía su se­creto cuando estaba ebrio. Pero nada prueba que sea ver­dad. Después de una infan­cia humillante, fue enviado al siniestro puerto de Grimstad, donde fue mozo de botica. Pero ni allí le sonrió la suerte. Su patrón, cuyo negocio iba a la deriva hacía tiempo, terminó quebrando también.

La lenta remontada de Ibsen desde las profundi­dades de estos abismos pasa por una educación autodidacta, solita­ria, heroica. A par­tir de 1850 se somete a privaciones extre­mas durante muchos años. Escribe poesía, versos libres, obras de teatro, críticas dramáticas, co­mentarios políticos. Su primera sátira en verso, Norma, no fue puesta en escena. Cataline, una tragedia en verso, fue su primera obra estre­nada y fue un desastre. No tuvo más suerte con la siguiente, La Noche de San Juan. Su tercera pieza, El Carro del guerrero fue un fracaso en Bergen, así como la cuarta, Señora Inger d’Ostrat, que se escenificó como de autor anó­nimo. Fiesta en Solhaug, una pieza que Ibsen consideraba trivial y convencional fue la pri­mera en atraer favorablemente la atención. Cuando seguía sus tendencias naturales, como en La Comedia del amor, otra de sus trage­dias en verso, sus obras eran juzgadas “inmorales” y no eran aceptadas. Pero fue adquiriendo poco a poco una gran experiencia en la escena. El músico Ole Bull, funda­dor del primer teatro de lengua noruega en Bergen, le con­trata como fijo por cinco libras al mes. Durante seis años, dedi­cado al teatro, trabaja en el decorado, en el atrezzo, en la caja, en la puesta en escena, pero nunca como actor. También le faltaba dema­siada confianza en sí mismo —era su punto débil— para dirigir actores.

En esta época, las condiciones de vida eran to­davía primiti­vas: la iluminación de gas que funcio­naba en Lon­dres y en París desde 1810 no llega a Bergen hasta 1856. Pasa enseguida cinco años en el nuevo teatro de Christia­nia. A base de un gran esfuerzo se hace extremada­mente competente y se arriesga a poner su expe­riencia en práctica. Pero el teatro quiebra en 1862 y Ibsen es despe­dido. Estaba entonces casado, endeudado y acosado por sus acreedo­res. Deprimido, se da a la bebida. Unos estudian­tes le encontraron un día inconsciente en el arroyo y empiezan a recaudar fondos para “el poeta alcohólico Henrik Ibsen” para que pueda viajar al extranjero. Él mismo dirige cons­tantes y patéticas peticiones a la Corona y al Parlamento, a fin de obtener una bolsa que le permita ir al sur. Termina consiguiéndola, y el último cuarto de siglo de su existencia lleva vida de exiliado en Roma, Dresde y Munich.

El primer éxito le llega en 1864, cuando su pieza en verso, Los Pretendientes, es inscrita en el repertorio del teatro de Christiania que ha sido recuperado. Ibsen, como casi todos los poe­tas del siglo XIX, desde Byron a She­lley, pu­blica al principio todas sus obras en forma de li­bros. Por regla general, las obras no eran lleva­das a escena hasta años después. Pero las ventas de cada obra pasaron de 5000 á 8000, 10000 e incluso hasta 15000 ejemplares. Las representaciones teatrales siguieron. La celebri­dad afluye a Ibsen en tres grandes oleadas. La primera con sus dos grandes comedias dramáti­cas, Brand y Peer Gynt (1866-1867), en la época en que Marx publicaba El Capi­tal. Brand es una crítica del materialismo y una exhorta­ción a se­guir la voz de la conciencia antes que las reglas convencionales de la sociedad, el tema central de su obra. La pieza, a raíz de su publicación (1866), desencadenó grandes controversias y, por primera vez, Ibsen es conside­rado como el líder de la lucha contra la ortodoxia, no sola­mente en Noruega sino en toda Escandinavia. Es entonces cuando sale del yugo del enclave noruego.

La segunda oleada llega en los años 1870. Brand le per­mite poner sus ideas revoluciona­rias en escena. Llega a la conclusión de que ta­les piezas tenían infinitamente más impacto cuando se interpretaban que cuando se leían; lo que le incita a renunciar a la poesía en favor de la prosa y de una nueva forma de realismo tea­tral: “El verso es para las visiones, la prosa para las ideas”. Ibsen necesita años en su evolución. A veces parecía inactivo, más ocupado en ru­miar ideas que en trabajar. Comparado con un novelista, un autor de obras de teatro pasa poco tiempo sin escribir. El texto, incluso en una obra larga, es sorprendentemente reducido. La acción, construida de manera menos lógica, brota a base de espasmos, de incidentes indivi­duales que constituyen más la fuente de la in­triga que su desarrollo.

Como todos los grandes artistas, no soporta re­petirse y cada obra es un nuevo paso hacia lo desconocido. Pero una vez que sabe lo que quiere, escribe deprisa y bien. Sus nuevas obras —Bases de la sociedad (1877), Casa de muñe­cas (1879) y Espectros (1881)— coinciden con el lento desmoronamiento de la era victo­riana y la aparición de un nuevo clima de ansie­dad y de agitación social. Ibsen suspende los temas embarazosos sobre el poder del dinero, la opresión de las mujeres, e incluso sobre el tabú de la enfermedad sexual. Pone los temas políti­cos y los asuntos de sociedad en el centro de la escena, en lenguaje sencillo, el de cada día, con situaciones que todo el mundo puede recono­cer.

La pasión, la cólera, la provocación y, ante todo, el in­terés que suscita Ibsen son inmensos y ganan a toda Escandi­navia. Bases de la socie­dad penetra la Europa cen­tral; Casa de muñe­cas, el mundo anglosajón.Estas prime­ras obras modernas hacen de Ibsen una celebridad mun­dial.

Pero Ibsen encuentra difícil asumir este papel de autor de piezas “sociales”, a pesar de algu­nas recaídas en el plano internacional. Su ter­cera gran fase de progresión tiene lu­gar con una rapidez acelerada, después de años de gesta­ción, cuando se aparta de las cuestiones políticas para consa­grarse al problema de la liberación personal. Este tema ocupa probable­mente su espíritu más que cualquier otro as­pecto de la existencia. Escribe en su carnet de no­tas: “La liberación consiste en asegurar al individuo el derecho de disponer de sí mismo, según la necesidad particu­lar de cada uno”. Sos­tiene que mientras que los derechos persona­les no sean garantizados, las libertades políticas son irrelevantes En el curso de esta tercera fase escribe El Pato salvaje (1884), Ros­mersholm (1886), Hedda Gabler (1890), El Cons­tructor Solness (1892) y Jean-Gabriel Borkmann (1896). De esta época muchos encuentran a es­tas obras decadentes e incluso incomprensi­bles. Por lo demás, estas obras, que exploran la psique humana y su búsqueda de libertad, fue­ron las más apreciadas. Ibsen tuvo el mérito de ser sensible a nocio­nes latentes, a veces incluso todavía inexploradas. Como explica su amigo, el crítico danés Georg Brandes, Ibsen mantiene “una suerte de misteriosa correspondencia con las ideas del momento en fermentación, prestas a germi­nar”…Estas ideas tuvieron alcance interna­cional, pues los amantes del teatro del mundo entero tuvieron oportunidad de identifi­carse con las víctimas y con los explotadores atormentados de sus obras.

En los años 1890, a su regreso triunfal a Chris­tiania, sus piezas habían sido representa­das en el mundo entero y, durante los diez últi­mos años de su vida (muere en 1906), el anti­guo mozo de botica fue el hombre más célebre de Escandinavia. Como Tolstoi en Rusia, fue considerado como el más grande escritor en vida y tenido por profeta. Su renombre se expan­dió gracias a escritores tales como Wi­lliam Archer y George Bernard Shaw. Hubo perio­distas que recorrieron miles de kilómetros para entrevistarle en su lúgubre apartamento de Viktoria Terrace. Sus aparicio­nes cotidianas en el Gran Hotel, donde se sentaba solo frente a un espejo para ver la sala, leer su periódico, be­ber una cerveza seguida de un coñac, constituye­ron una atrac­ción de la capital. Cuando entraba en este café, puntual, con el minuto preciso, toda la sala se levantaba, los hom­bres se quitaban el sombrero y nadie osaba sentarse de nuevo hasta que el gran hombre no hubiera tomado asiento. El escritor inglés Ri­chard Le Galienne que, como muchos otros, fue a Noruega para ser testigo de este espectá­culo maravilloso, le describe así: “Una presencia des­agradable, desabrida, hermética, almidonada de digni­dad, tiesa como un bastón… Ningún rasgo de gentileza o de humanidad sobre esa piel aper­gaminada ni en esos ojos de tejón salvaje. Se hubiera dicho de un viejo escocés en­trando en la Kirk*. Como lo suponía Le Galienne, nada había en la vida de este gran humanista que no estuviese embalsamado por la consideración popular y los honores públicos. ¿Por qué este gran Liberador, este hombre que había estu­diado y comprendido a la especie humana, llo­rado por su suerte, cuyos trabajos explicaban cómo libe­rarse del yugo de las convenciones y de los viejos prejui­cios, parecía experimentar repulsión hacia los individuos? ¿Por qué rehu­saba sus avances y prefería leer un periódico que tratar de ellos?  ¿Por qué se imponía ese aislamiento feroz?

 

*Kirk: Iglesia presbiteriana de Escocia. (N. d. T.)

 

Cuanto más de cerca se estudia al gran hombre, más se tro­pieza con esta anomalía. Ibsen, des­pués de haber luchado contra los convencionalis­mos y por las libertades de la vida bohemia se convirtió en un personaje de un conformismo rigu­roso, casi gro­tesco. La princesa María Luisa, hija de la reina Victoria, refiere que llevaba un diminuto espejo pegado a la franja interior del sombrero. Le servía para atusarse. Mu­chas perso­nas de las que se aproximaron a Ibsen choca­ron con su extraordinaria vanidad, perfecta­mente expresada en la célebre caricatura de Max Beer­bohm. No siempre fue así. La abuela de su mujer, Magdalena Thorensen, escribe que cuando se encontró con el joven Ibsen por pri­mera vez “tenía el aire de una pequeña marmota tímida… no había aprendido todavía a despreciar a sus semejantes y le faltaba seguridad”. Ibsen comenzó a cuidar su porte en 1856 des­pués del éxito de Solhaug. Opta por los puños plisados del poeta, los guan­tes “manteca fresca” y el bastón elegante. A mi­tad de los años 1870, se busca de manera más rebuscada, escoge una moda más sombría acorde con la fachada escon­dida que ofrecía al mundo. El joven escritor John Paulsen describe su aspecto cuando vivía en los Alpes austríacos en 1876: “Viste chaqueta de faldón, negra, adornada de condecora­ciones; camisa de un blanco deslumbrador, ele­gante corbata, som­brero de seda, también de un negro ruti­lante, gafas con cer­cos de oro… boca pequeña de labios delgados como la hoja de un cuchillo… Me encon­traba ante un muro, ante una mon­taña enigmática e impene­trable”, apoyado sobre un gran bastón de nogal con puño de oro enorme. Al año siguiente, su primer doctorado honoris­causa le fue otorgado por la uni­versidad de Uppsala. Exigió enton­ces que se le llamase “Doc­tor” y enar­boló una larga levita negra muy estricta. Los campesinos de los Alpes, tomándole por un cura, se arrodilla­ban para besarle la mano cuando iba de pa­seo. Ibsen prestó a los detalles en el vestir una atención poco común.  Sus cartas contienen instrucciones minuciosas relativas al modo de colgar sus trajes en el armario, de colo­car sus calceti­nes y sus calzones separándolos de sus camise­tas. Daba lustre siempre a sus botas y hubiera llegado incluso a coser sus botones si no hubiera sido porque tenía una sir­vienta que se ocu­paba de ello. Cuando su futuro biógrafo le visitó en 1887, anota que invertía una hora cada mañana para vestirse. Pero sus esfuer­zos por ser elegante fracasaron. Se le tomaba la mayor parte de las veces por un cabo de marina o un capitán de altura. Tenía la cara rojiza y coloreada por el estilo de sus antepasados, sobre todo cuando había bebido. El periodista Gotfried Weiss­tein encuentra que sus perogrulla­das, proferidas con una seguri­dad impresionante, le hacía parecerse a un “pequeño profesor de alemán preocupado de inscribir en el encerado de nuestra memo­ria la información siguiente: mañana, cogeré el tren para Munich”. La vanidad de Ibsen roza a me­nudo el ridículo. Toda su vida, experi­mentó una verdadera pasión por las medallas y las condecora­ciones. Para conseguirlas, se sirvió de complicadas maniobras. Ibsen, que tenía cierto talento para el dibujo, hizo con frecuencia cro­quis de esas baratijas tan tentadoras. Se encuen­tra en sus primeros cartones de dibujo maquetas de la orden de la Estrella. Dibujó “la orden de la Casa de Ibsen” que mostró a su mujer. Soñaba con ser condecorado. Recibió su pri­mera distin­ción en Estocolmo en 1869, con motivo de una confe­rencia de intelectuales sobre la lengua, una innova­ción sobre la escena internacional que algu­nos encontraron siniestra. Ibsen, al fin ve­dette, pasa las veladas bebiendo cham­pagne en el palacio real con el rey Carlos XV que le condecoró con la orden de Vasa. Más tarde, cuando Georg Brandes le visita por primera vez (se escribían desde hacía mucho tiempo), se sorprendió de que Ibsen tuviese la condeco­ra­ción en casa. Se hubiera asom­brado aún más si hubiera sabido que Ibsen había pedido otras. En setiembre de 1870, escribe a un abogado danés que se ocu­paba de esta clase de asuntos para obtener la orden de Danne­borg: “No tenéis ni idea del efecto que producen estas cosas en No­ruega… Una conde­coración danesa reforzaría mi standing (…), algo importante para mí”. Dos meses más tarde, escribe a un traficante armenio de títulos honorífi­cos que operaba en Esto­colmo y tenía rela­ciones en los círculos de poder del Cairo para pedirle una medalla egipcia, “que sería de gran refuerzo” para su “fama literaria en Noruega”. Termina te­niendo una meda­lla turca, la orden de Medjidi, que describe con arroba­miento como “un muy bello objeto”. El año 1873 fue un buen año de meda­llas: recoge una campana austríaca y una medalla de la orden noruega de San Olaf. Pero no ceja en sus esfuerzos por obtener otras. Pretende convencer a un amigo de que carece de “toda ambi­ción personal” respecto a los títulos honorífi­cos, “aunque, llegada la ocasión, cuando me son ofrecidas estas distin­ciones, no las re­huso nunca”. Mentía; sus cartas lo atesti­guan. Esta pasión de Ibsen está largamente probada, pues no perdía ocasión de desplegar toda su ga­laxia de estrellas. En 1878, enarbola toda sus conde­co­racio­nes en una comida en su club, in­cluida una distin­ción parecida a una collar de perro alrede­dor del cuello. El pintor sueco Goerg Pauli encontra a Ib­sen envuelto en cintas y meda­llas en una calle de Roma. Había tempora­das que las llevaba todas las tardes. Para justifi­car esta manía en presencia de sus “jóvenes ami­gos”, decía que esas me­dallas le recordaban que no debía “traspasar ciertos límites”. Las personas que invitaba a comer se sentían aliviadas cuando se mostraba sin sus medallas que movían a sonri­sas, e incluso a reír abiertamente a medida que el vino corría por la mesa. A veces las llevaba a plena luz del día. Cuando cogía el barco para vol­ver a Noruega, se ponía su traje de gala con todas sus condecora­ciones antes de entrar en el puerto de Bergen y luego subía al puente. Para su espanto, vio una vez que cua­tro antiguos compa­ñeros de taberna, dos carpinteros, un sepul­tu­rero y un comerciante, le esperaban en el muelle y le recibían al grito de “Bienvenida para el viejo Henrick”. Vol­vió a esconderse en su ca­bina hasta que se marcharon. Era viejo, y seguía ávido de hono­res. En 1898, impaciente por llevar la gran cruz de Denne­borg, se la compró a un joyero antes de que le fuera impuesta. El rey de Dinamarca le había enviado una suplementaria, además de la que le había otor­gado; con lo que llegó a tener tres, de­biendo restituir dos al joyero de la Corte. De esta celebridad internacional ruti­lante, de estos trofeos, se desprende una impre­sión de locura, de voluntad de poder, de rabia mal contenida más que de vani­dad. A despecho de su corta estatura, Ibsen, con una gran cabeza y un cuello espeso, irradiaba potestad. Según Bran­des, se tenía de él la impresión de que “era necesario estar armado con una porra para domi­narle”. Sus ojos eran terrorífi­cos. Su mirada perte­necía a la era victoriana, como la de Glads­tone, hasta el punto de que cuando éste se fijaba en un miembro del Parlamento, el pobre hombre olvidaba lo que iba a decir. Tolstoi se sirvió tam­bién de su ojo de reptil para reducir las críti­cas a silencio.

La bebida le hacía desbordar esa ira contenida. Ibsen no llegó nunca a ser un verdadero alcohó­lico, ni incluso un gran bebedor, salvo en conta­das ocasiones. Nunca bebía en su despacho de trabajo. Pero bebía en sociedad para sobrepo­nerse a su timidez y a su carácter taciturno. En Roma, en el Club escandinavo, sus célebres explo­siones después de las comidas asombraban a todo el mundo, en particular al término de los banquetes conmemorati­vos, frecuentes en el siglo XIX en toda Europa y en América del Norte. Los escandi­navos eran especialmente fríos. Ibsen asistía a cientos de banquetes con consecuencias a me­nudo desastrosas. Frede­rick Knudtzon, que conoció a Ibsen en Italia, cuenta que en el trans­curso de una comida de amigos Ib­sen la empren­dió con el pintor Augusto Lorange atacado de tuber­culosis (una de las razones por las que los escandinavos se desplazaban al sur) y le dijo que era un mal pintor: “Vd. no me­rece ir sobre dos pies: debería reptar a cuatro patas.” Knudt­zon añade: “Nos quedamos todos sin voz ante esta agresión contra un hombre inofensivo, un desgra­ciado tubercu­loso que no necesi­taba en absoluto que Ibsen descar­gase sobre él semejante golpe”. Al terminar la comida, Ibsen, incapaz de tenerse en pie, tuvo que ser llevado a casa. La bebida le cortaba las piernas, pero raras veces la palabra. Cuando Georg Pauli y el pintor no­ruego Christian Ross tuvie­ron que volver a llevarle a casa, con todas sus medallas, después de una comida de celebración del mismo género en Roma, Ibsen les testimonia “confidencial­mente” su gratitud, quitándole importancia.                  

En 1891, Brandes da un gran banquete en honor de Ibsen en el Gran Hotel de Christiania. Ibsen crea una “atmósfera irrespira­ble”, da cabeza­das ostensiblemente en el curso del gene­roso discurso de Brandes, rehusa responderle, y declara simplemente: “Podrían decirse muchas cosas respecto a este speech.” Termina insul­tando a su anfitrión y le dice que “él no conoce nada” de la literatura noruega”.

Podría escribirse un libro acerca de todos los ban­quetes escan­dinavos que acabaron mal du­rante este período. Cuando se hallaba sobrio, Ib­sen controlaba sus expansiones. Podía incluso mostrarse puntilloso. Cuando una mujer ves­tida de hombre consi­guió entrar en el Club escandi­navo de Roma, exigió que el miembro del club cómplice de la infrac­ción fuese expulsado. Para Ibsen, la irascibilidad fue una forma de arte. Ado­raba in­cluso las manifestaciones de agresivi­dad en la naturaleza. Cuenta que trabajaba en Brand, su pieza feroz, con “un escor­pión en un vaso de cerveza vacío” colocado sobre la mesa. “De vez en cuando, la bestia quería picar. Le dejaba un trozo de fruta madura para que se le pasase la rabia e inyectase su veneno. Después se encon­traba me­jor”.

¿Se hacía eco esa criatura de su propia necesi­dad de descar­gar su rabia? Sus piezas, general­mente impregnadas de ira, ¿no ser­ían más que un largo ejercicio terapéutico? Nadie conoció a Ib­sen con la suficiente intimidad como para po­der afirmarlo, pero muchos eran conscientes de que las pugnas que había tenido que afrontar en sus principios le habían de­jado un resentimiento casi inagotable. Como Rousseau, fue dejando mar­cas de ello toda su vida y fue un monstruo de egocentrismo. Se comportó injusta­mente hacia su padre y su madre, sus hermanos y su her­mana, responsables de su juven­tud desgraciada. Después de abandonar Skien, no hizo ningún esfuerzo por mantener contacto con su familia. Hizo un último viaje a Skien en 1858 para pedir dinero prestado a su tío, Christian Paus, pero no visita a sus padres de paso. Ve en cambio a su hermana Hedvig, pero seguramente en rela­ción a deudas impagadas. En 1867, Ibsen escribe una carta terrible a su colega, el escritor Bjørnsjerne Bjørnson, cuya hija contrajo matrimonio más ade­lante con su propio hijo: “La ira redobla mi fuerza. Si la guerra estalla, como el tiempo tal el tiento… No evitaré al hijo en el vientre de su ma­dre, no tendré pensamiento ni sentimiento hacia el hom­bre que tendrá el honor de ser mi víctima… ¿Sabe que toda mi vida he dado la es­palda a mis padres, a toda mi familia, porque no quise perder el tiempo con relaciones basadas en una comprensión imperfecta?” Cuando su padre muere, en 1877, Ibsen no le veía desde hacía cua­renta años. Intenta justificar su conducta en una carta a su tío, en la que invoca como “causa principal” “circunstancias imposibles, desde hacía mucho tiempo”. Pero, en efecto, repro­chaba a los su­yos haber frustrado su vida. El era quien había conseguido la suya. Ibsen, que se avergon­zaba de sus padres, temía además que le pidie­ran dinero. Cuanto más rico se hizo y más hubiera podido ayudarles, más les evitaba. No hizo nada por ayudar a su hermano pequeño, inválido, Nicolai Alexander, que partió a los Esta­dos Unidos y murió allí a los cincuenta y tres años en 1888, y sobre cuya tumba se inscribió: “Honrado por extraños, llorado por extraños”. A su hermano más jo­ven, Ole Paus, que fue sucesiva­mente marino, comerciante y farero, le ignora igualmente. Ole fue pobre toda su vida, pero fue el único en ayudar a su padre. Ibsen le envió un día una carta de recomendación para un empleo, pero nunca le envió dinero ni le in­cluyó en su testamento. Ole muere en 1917, ca­rente de todo, en un asilo de ancianos.

Existe una laguna en la historia oficial de Ibsen, un penoso asunto cuidadosamente oculto. Podría partir de una de sus piezas teatrales. Este drama tuvo mucha influencia en su vida. En 1846, Ib­sen tenía dieciocho años y vivía aún con el farmac­éutico al que ayudaba. Tuvo relación con la criada, Elsie Sofie Jensdatter, que era diez años mayor que él. Elsie tuvo un hijo de Ibsen, que nació el 9 de octubre de 1846. Ella le llamó Hans Jacob Henrik­sen. Esta mujer no era una campe­sina iletrada como la Lenchen de Marx.

Provenía de una familia de granjeros, propieta­rios de terre­nos. Su abuelo, Christian Loftuus, había liderado la rebelión de los granjeros contra la ley danesa y murió encadenado a la roca de la fortaleza de Akeshus. Elsie, como Lenchen, se comportó con la mayor discreción. Regresó a casa de sus padres para situar a su hijo y nunca pidió la más mínima cosa del padre. Pero de acuerdo a la ley noruega y por orden del Consejo local, Ib­sen fue obligado a pasarle una pensión para Hans Jacob hasta la edad de catorce años. Enton­ces sin recur­sos, Ibsen se resintió amarga­mente de esta merma de su es­caso sueldo y no se lo per­donó jamás, ni a la madre ni al hijo. Como Rousseau y Marx, no reconoció a Hans Jacob, ni se interesó en absoluto por él, ni le prestó nunca la menor ayuda por voluntad propia. Hans Jacob se hizo herrero y vivió con su madre hasta la edad de veintinueve años. Elsie acabó ciega. Cuando sus padres perdieron su casa, ella se fue a vi­vir a una cabaña. Su hijo grabó en la roca “Syl­terfjell” (Co­lina del hambre). Elsie murió en la indigencia a los se­tenta y cuatro años, el 5 de ju­nio de 1982, y es poco probable que Ibsen hubiese sabido de su muerte.

Hans Jacob no era un patán. Le gustaba leer, especialmente li­bros de historia y de viajes y fue también un hábil cincela­dor de violines. Pero era bebedor y perezoso. A veces iba a Christiania. Los que estaban en el secreto se asombraban de su extraordina­rio parecido con su ilustre padre. Algu­nos pro­yectaron una es­cena. Colocarían a Hans Jacob vestido como Ibsen en la mesa del Gran Hotel que el gran hombre ocupaba habitual­mente para que al llegar la mañana a beber éste su acostumbrada cerveza, fuese puesta de manifiesto la prueba irrefutable de su falta. Pero les faltó valor. Francis Bull, espe­cia­lista en Ibsen, piensa que Hans Jacob no se vio con su padre más que una sola vez. En 1892, sin un céntimo, fue a él a pedirle dinero. Fue Ibsen quien le abrió la puerta. Hans Jacob tenía enton­ces cuarenta y seis años. Era probable­mente la primera vez que Ibsen veía a su hijo. No negó su paren­tesco, le dio cinco coronas a Hans Jacob y le dijo:

“Es lo que he dado a vuestra madre. Debería ser sufi­ciente.” Después le dio con la puerta en las narices. Hans Jacob no fi­guró en el testamento de su padre y murió en la miseria el 20 de octu­bre de 1916.

El temor de que su familia, legal o ilegítima pu­diera for­zarle a abrir su bolsa siempre estuvo pre­sente en Ibsen. La penuria su­frida en los comien­zos de su vida dejó en él una sensación de inseguri­dad permanente. No pudo superarla sino ganando dinero constantemente, amasándolo y guardándo­selo exclusivamente para él. Fue una de las fuer­zas motrices de su existencia. Ibsen fue de una avaricia tan excepcional como sus em­presas. Mentía sin querer por di­nero. Habida cuenta su ateísmo y su odio se­creto a la monar­quía, la petición que dirige a Carlos V para mendi­garle una pensión de 100 libras es reseña­ble: “No lucho por una sine­cura sino por mi voca­ción en la que creo inflexible­mente como un don que Dios me ha dado… Mi suerte está en ma­nos de Vuestra Majestad Real que decidirá si debo permane­cer en silencio, y si debo estar constre­ñido a la más amarga priva­ción que pueda herir el alma de un hombre: la de abando­nar su voca­ción, la de capitular, sabiendo que ha sido ar­mado espiritualmente para combatir”.

En esta época (1866) Brand le había reportado ya algún di­nero y se había puesto a hacer econom­ías. Comienza guar­dando pie­zas de plata en un calcetín y termina comprando obligaciones. En Italia, sus camaradas de exilio resaltaron que anotaba en una agenda el menor gasto que hacía. Desde 1870 hasta su primer ataque en 1900, tuvo sus cuentas en dos carnets negros. En uno anotaba sus ganancias, en el otro sus inversio­nes, prudentes en extremo, en valores del go­bierno. Hasta los veinte últimos años de su vida, sus ganancias fue­ron poco consecuentes para los valores europeos. Sus obras disfrutaron largo tiempo de una audiencia internacional y sin em­bargo sus derechos fueron mal protegidos. Pero en 1880, por primera vez, gana más de 1000 li­bras, unos ingresos consi­derables con referencia a las normas noruegas. Esta suma y sus inversio­nes se mantuvieron estables. Es poco pro­bable que un autor haya jamás invertido en el curso del último cuarto de su vida una propor­ción de ganancias aproxi­mada a los dos tercios de sus ingresos. ¿Con qué fin? Su hijo legítimo, Sigurd, le pregunta un día por qué llevan un vida tan austera. Ibsen le responde: “Es preferible dor­mir bien y co­mer bien, que comer demasiado y dormir mal”. Sin em­bargo, a pesar de su riqueza, Ibsen y su familia continuaron viviendo en aparta­mentos siniestros. Ibsen no intentó nunca adquirir una propiedad ni aun sus propios mue­bles. Los últi­mos apartamentos de Ibsen, de Vikto­ria y de la calle Arbiens, fueron también muy impersonales y parecían más bien habita­cio­nes de un hotel.

Los apartamentos sucesivos de Ibsen presentan todos una parti­cularidad poco corriente; parecen haber sido separados en dos para que cada uno de los esposos pudiera disponer de una fortaleza privada, para librar en ellos tanto operaciones ofensi­vas como defensivas. Ibsen, como resulta evidente, pudo reali­zar el deseo que expresó un día a Christofer Due, un amigo de juventud: “Supo­niendo que se casase un día, su mujer no viviría en el mismo piso que él. Se verían cada día a la hora del al­muerzo (únicamente) y se dirían adiós.” En 1858, Ibsen contrae matrimonio con Suzannah Thorensen, la hija del deán de Ber­gen, después de un noviazgo de diez años. Ella era estudiosa, resuelta, con una bella cabellera. Su abuela, una sabihonda, de­cía de Ibsen que a excep­ción de Soren Kierkeggaard no había cono­cido a nadie que tuviese tan marcada “la compul­sión de estar a solas consigo mismo”. El matrimo­nio fue más funcional que amoroso. Esto fue cru­cial para la realización de la obra de Ibsen. Cuando sus pie­zas fueron un desastre, Ibsen atra­vesaba una época de gran abatimiento. So­ñaba muy seriamente en des­arrollar su otro ta­lento, la pintura. Suzannah le prohibió pintar y le obli­gaba a escribir todos los días. Sigurd dirá más tarde: “El mundo debe agradecérselo a mi madre. En lugar de conver­tirse en un mal pintor, llegó, gracias a ello, a ser un gran escritor”. Si­gurd, que nació en 1859, consideró siempre a su madre como la fuerza de Ibsen: “Tenía genio, tenía carácter. Él lo sabía, pero sólo cuando se aproximaba su fin terminó por recono­cerlo.”

Está claro que Sigurd veía en este matrimonio una buena asocia­ción para el trabajo. Otros lo vieron de un modo dife­rente. Un joven danés, Mar­tin Schneekloth, hizo en su perió­dico otro retrato de los Ibsen cuando se encontró con ellos en Italia. Ibsen anotaba, “está en una situación desesperada”, casado con una mujer a la que no ama, “sin ninguna reconcilia­ción posible”. En­contró a Ibsen “dominador, egocén­trico, inflexi­ble, de una mascu­linidad exacerbada, una cu­riosa mezcla de cobardía y de idealismo compul­sivo, dema­siado indiferente a todo con tal de apli­car esos ideales a la vida cotidiana… Ella es feme­nina, sin apenas tacto, pero con una carác­ter firme y estable, una mezcla de inteligencia y de estupidez, con sentimientos de amor y de humil­dad eminen­temente femeninos… Se pelean, fríamente, despiadada­mente. Y sin embargo, ella le ama, quizá a través de su hijo, su pobre hijo, que tiene la más triste suerte que pueda tener un niño”. Y Schneekloth prosigue: “Ibsen esta de tal modo obsesionado con su trabajo que el prover­bio “la humanidad pri­mero, luego el arte” está invertido práctica­mente en él. Pienso que no ama ya a su mujer desde hace mucho tiempo… Su cri­men, es que es incapaz de discipli­narse para cambiar la situa­ción; descarga su mal humor y su despotismo sobre ella y su pobre hijo, completa­mente aterrori­zado, con el espíritu que­bran­tado.”

Suzannah estaba lejos de manifestarse inde­fensa frente al ego­centrismo implacable de su marido. La mujer de Bjørnson re­fiere que des­pués del nacimiento de Sigurd declaró a Ibsen que no volvería a tener nunca otro hijo. Dicho de otro modo, más vida sexual (pero Bjørnson fue un testigo hostil). De vez en cuando, corrían rumores de separación. Ibsen estaba conven­cido —lo escribe en 1883— de que el matrimo­nio “convertía a todo el mundo en esclavo”. Pero era prudente, amaba la seguridad y pro­tegía la suya. El 7 de mayo de 1895, envió una curiosa carta a su mujer, en la que negaba los rumores que pretend­ían dejarla por Hildur Andersen. Los atribuía a sus disputas con la abuela de su mujer, Magdalena, a la que odiaba. Ibsen era a menudo duro y desagradable con su esposa, pero ésta sabía cómo desar­marle. Cuando en­traba en cólera, conociendo su timidez esencial y su miedo a la violencia, se reía simplemente en sus narices. Atizaba sus miedos, y después de examinar minuciosamente los periódi­cos para encontrar las noticias sobre horribles catás­tro­fes se las comunicaba. …Debió ser cu­rioso obser­var de cerca a la pareja.

Las relaciones de Ibsen con sus amigos fueron ordinaria­mente glaciales y a menudo tempestuo­sas. Es más, la palabra amigo no se aviene a su caso. La lectura de la corresponden­cia que man­tuvo con su colega Bjørnson, al que conocía hacía tiempo, no es precisamente muy agradable. Considera a Bjørnson como un competidor. Está celoso de sus primeros éxitos, de su naturaleza extravertida, de su alegría, de sus modales encanta­dores y de su amor manifiesto por la vida. Bjørnson hizo cuanto pudo por cono­cer a Ibsen. Pero la frial­dad y la ingratitud de Ibsen al res­pecto fueron ciertamente lamentables. Sus relaciones recordaban a las de Rousseau con Dide­rot: el primero recibía, el segundo daba. Pero en el caso entre Ibsen y Bjørnson no existió una quere­lla final es­pectacular como en el de aqué­llos.

Ibsen encontraba la reciprocidad muy difícil. En relación a todo lo que Bjørnson hizo por él, el tele­grama de felicitación que le envía con motivo de su sesenta aniversario es un monu­mento a la gelidez. “Henrik Ibsen te desea un buen aniversa­rio”. Sin embargo exigía mucho de él. Cuando el crítico Clemens Petersen hace un reseña abierta­mente hostil de Peer Gynt, Ibsen envía una carta indignada a Bjørnson, quien nada había tenido que ver con el asunto. ¿Por qué no había dado una paliza a Peter­sen? “Yo le hubiera enviado a la lona antes de darle tiempo a perpetrar una ofensa tan preme­ditada hacia la verdad y hacia la justicia”. Al día si­guiente, añade el siguiente post-scriptum: “He tenido que dormir bajo el peso de esas palabras, las he revestido de san­gre fría… y sin embargo se las he enviado. Después se enerva de nuevo: “Te reprocho sobre todo tu pasividad. No está bien por tu parte permitir que se cometa en mi ausencia tal a atentado a mi reputación sin haber reaccionado con el golpe de martillo de un subastador”.

Mientras esperaba que Bjørnson librase sus bata­llas por él, Ib­sen le hacía el blanco de sus sarcasmos. Aparece en el perso­naje despreciable de Stensgaard en su pieza “La Liga de la juven­tud”; un feroz ataque contra el movimiento progre­sista. Este monumento de ingratitud, lo eleva Ibsen a todas las gentes que le habían pres­tado dinero o firmaron a favor de su demanda de pensión real. A cambio, él se mues­tra susceptible en extremo. Cuando John Paulsen publica una novela en la que trata de un padre dominante loco por las medallas, Ibsen escribe una sola pala­bra al dorso de una de sus tarjetas de visita: “Canalla”, y la dirige al club de Paulsen en un sobre sin cerrar. El marqués de Queensberry infli­giría el mismo trato a Oscar Wilde diez años más tarde.

Casi todas las relaciones de Ibsen con sus cole­gas escritores terminaron en querellas. Incapaz de seguir el consejo del Dr. Johnson: “La amistad debe entretenerse constantemente”, siem­pre hizo reinar una tensión constante, entrecortada de períodos de silencio. Todos tenían que hacer con él un es­fuerzo. Llegó casi a una filosofía hostil a la amistad. Bran­des, que vivía en pecado con una mujer casada, fue golpeado por el ostracismo en Copenhague. En una carta que escribe a Ibsen, se queja ostensi­blemente de no tener ya amigos e Ib­sen le responde:

“Los amigos son un lujo oneroso y cuando se in­vierte el ca­pital en una vocación o en la obra de la propia vida, no puede uno permitirse el lujo de tener amigos. Con los ami­gos, lo que cuesta caro no es lo que se hace por ellos sino lo que, por consi­deración hacia ellos, no se puede hacer. Mu­chas ambicio­nes espirituales se han malo­grado de esta ma­nera. Yo he tenido que esperar va­rios años para superar este obstáculo y llegar a ser yo mismo”. Esta triste carta revela, como en el caso de los otros intelectuales que hemos repa­sado, la rela­ción estrecha que hay entre su pensa­miento —tal como ellos mismos la procla­man— y sus debilida­des de carácter. Ibsen, que aconsejaba “Sed vosotros mismos”, reco­noce en esta carta que, para él, ser uno mismo implica el sacrificio de los otros. Su liberación personal fue el símbolo mismo del egoísmo. Como escribe a Magdalen Thorensen, la doctrina del egoísmo crea­tivo está en el corazón mismo de la vena artís­tica de Ibsen: “La mayor parte de los críticos coinci­den en reprochar al escritor ser él mismo… Sin em­bargo, es vital proteger lo esencial de sí y guardarlo puro y libre de todo ele­mento inopor­tuno”. Ibsen intenta transformar la vulnerabili­dad de su carácter en una fuente de fuerza. De niño, estuvo horrible­mente solo. Según su institu­triz, “tenía cabeza de viejo” y una “personali­dad introvertida”. “Los chicos no le quer­ían. Era dema­siado áspero”, declara uno de sus contemporáneos. No se le vio reír más que una sola vez “como los demás seres huma­nos”. La pobreza agravaba su soledad. Para hacer creer a los pensionistas y habilitados de su pensión que salía a comer, organi­zaba grandes paseos. Más tarde, por avaricia, Ibsen cons­triñó a su hijo a hacer uso del mismo subterfugio. Para no invi­tar a sus camaradas a su siniestra casa, les con­taba que su madre era una negrera que tenía a su hermano más joven encerrado en una habita­ción. (Su hermano no había nacido aún). Los lar­gos pa­seos solita­rios de Ibsen se convirtieron en una costumbre. “He atrave­sado la mayor parte de los países de la Pobreza”, escribía Ibsen, el exi­lado por naturaleza. Su comunidad le parecía el me­jor extraño, pero a menudo hostil: “Estoy en estado de guerra con la pequeña comunidad de la que (…) soy prisio­nero”. 

No resulta extraño pues que Ibsen decidiese pa­sar el pe­riodo más largo y más productivo de su vida en el exilio. Pero, al igual que Marx, su vida de exilado intensificó su sensación de aliena­ción, dentro de una grupo extremada­mente cerrado de expatria­dos, con sus querellas y sus animosi­da­des. Fue después cuando Ibsen empieza a apre­ciar las ventajas de su aislamiento. En una carta de 1858, él mismo se describe como “sepultado en una suerte de frío distante que hace difícil toda relación íntima con conmigo mismo (…). Cre­edme, no es precisamente placentero contem­plar el mundo desde el otoño de la vida”. Seis años más tarde, en una carta de 1864 dirigida a Bjørnson, se feli­cita por su incapacidad de estable­cer vínculos con el otro: “No puedo tener relaciones íntimas con gentes que piden se dé a ellas libremente y sin reserva. Prefiero ence­rrarme en mí, en mi verdadero yo”. Su soledad se hace creativa, incorpo­rada al tema implícito de sus primeros poemas como “Resignación”, escrito en 1847, hasta los años 1870-1871, cuando deja de escribir poesía. Según Brandes, “Resigna­ción” es una oda a la soledad, a la descripción de esta necesi­dad del combate y de la contestación solita­ria. Sus escritos siempre reflejaron su soledad, convirtiéndose en una especie de defensa, en un refugio, en un arma contra el mundo hostil.

Según Schneekloth, Ibsen “cuando vivía en Ita­lia, consagró toda su inteligencia y su pasión de la persecución demoniaca de la fama y la nom­bradía literaria”. Poco a poco llegó a consi­derar su retiro como una política indispensable y una virtud. “En el conjunto de la existencia humana es un naufra­gio”, escribe a Brandes; “la única línea de conducta sana es protegerse”. Ya viejo, aconseja a una joven “no contar jamás con nadie (…) Guar­darse todo para sí, lo más preciado en la vida”.

Dirigía su odio a todos los aspectos de la socie­dad, pero ju­gue­teaba, de vez en cuando, casi amoro­samente, con una idea o una institución que le inspiraba un gusto particular. Odiaba a los conservadores. Ibsen fue sin duda el primer escri­tor que logra de un Estado conservador sub­vencionar una obra descarnada en atacar todos los valores que le eran queridos (cuando Ibsen se decide a pedir un aumento de su pensión, el reve­rendo H. Ridder­vold, uno de los miembros del comité encargado de adjudi­car  esa clase de gra­cias, de­clara que Ibsen hubiera mere­cido más un buen correctivo que una pensión).

Pero Ibsen llegó a odiar aún más a los liberales que había apre­ciado “de demasiado débiles para defender las barrica­das”, a los que además tra­taba de “hipócritas, mentirosos, chochos, desprecia­bles en su mayoría”. Como Tolstoi, experi­menta una aversión especial hacia el sis­tema parlamenta­rio, fuente inacaba­ble de corrup­ción y de estiér­col… Odiaba la democracia.  Sus opiniones, reveladas por el periódico de Kristofer Janson, son bastante siniestras. “La mayoría ¿qué es? La masa ignorante. La inteligencia es el privilegio de una minoría”. Según él, la ma­yoría de los indivi­duos “no está en condiciones de tener opinio­nes”. En este mismo sentido dice a Bran­des que “por nada del mundo se adheriría a un partido sostenido por la mayoría”. Se decía anar­quista y creía (como muchos otros de la época) que el anarquismo, el comunismo y el socialismo eran en esencia una misma cosa. “Es preciso abo­lir el Estado”, decía a Bran­des que procuraba registrar sus opiniones. “Sin embargo, la revolu­ción que yo respaldaría de buena gana es la aboli­ción del concepto de Estado y la instaura­ción del principio del libre arbitrio”.

Es cierto que Ibsen creía tener el secreto de una filosofía co­herente para la cosa pública. Para ello prestaba su fórmula favo­rita “La minoría siempre tiene razón”, y explica a Bran­des que “por mi­noría entendía, aquélla que abrevia el avance en lo que la mayoría no es capaz de alcanzar”. Se identifica en cierto modo con el Dr. Stockmann cuando dice a Brandes:

“Si es un pionero, un intelectual no podrá jamás reunir en torno a sí a la mayoría. Puede que la mayoría tenga que espe­rar diez años para llegar al punto donde estaba el Dr. Stock­mann en el momento en que las gentes ahora se encuentran. Pero durante estos diez años, el Dr. Stockmann no ha estado estático y sigue llevando al menos diez años de adelanto so­bre los demás. La ma­yoría, la masa, el populacho no podrá pues alcan­zarle. No podrá nunca situarse a su altura. Un loco está ahora allí donde yo estaba cuando escribía mis primeros libros. Pero yo, yo ya no estoy allí. Estoy en otra parte, lejos de ellos, donde menos se espera.”

Lo fastidioso es que este punto de vista típica­mente victo­riano supone que la humanidad, condu­cida por una minoría iluminada, progresa siempre en la buena dirección. No llegó jamás al espí­ritu de Ibsen que esta minoría —que Lenin lla­mará más tarde “la vanguardia de la élite” y Hitler, “un porta­banderas” podía condu­cir a la humanidad a los infier­nos. Se hubiera quedado estupefacto, horrorizado, por los excesos de este siglo XX a cuyo espíritu él mismo contri­buyó a ahormar.

La razón por la que Ibsen veía el porvenir tan bien compro­me­tido se debía a la debilidad de su personalidad, a su incapa­cidad para intentar sim­patizar con los demás a despe­cho de sus ideas. Tan es así, que los individuos o los grupos de individuos para él no eran más que ideas encar­nadas, co­mo en sus obras teatrales, a las que poder manipular con sim­patía y mucha perspi­cacia. En cuanto las personas reales se intro­ducían en su vida, emprendía la huida o reac­cionaba con hostilidad. Sus últimas piezas, que dan testimo­nio de su pode­rosa comprensión de la psicología humana, coinciden con períodos de conflicto, con fases de cólera y de misan­tropía en su propia vida y un deterioro cons­tante de al­guna de las relaciones personales que todavía conser­vaba. El con­traste entre sus ideas y la reali­dad se refleja en la mayor parte de sus actitu­des en público. El 20 de marzo de 1988, envía un cable a la Unión de trabajadores de Chris­tiania: “De todas las clases de mi país, la clase obrera es la que está más cerca de mi co­razón”. ¡Pamplinas! Nada, a excepción de su porta­folios, estaba cerca de su corazón. Ibsen no prestó nunca la menor atención a los obreros en la vida corriente y no tuvo más que desprecio por sus opiniones. Nada prueba que apo­yase al movi­miento obrero. Ve en ello una buena política, agi­tar a los estudiantes. A cambio, ellos le honran con sus procesiones aban­deradas. Pero sus relacio­nes reales con los estudiantes acaban con una furiosa querella, que él relata en una larga carta pueril, absurda, dirigida a la Unión de estu­diantes noruegos el 23 de octubre de 1885, denun­ciando el predominio de elementos reac­ciona­rios en sus filas.

Sus relaciones con las mujeres no escapan a esta regla. En teoría, él estaba de su parte. Se puede argüir que Ibsen se adelanta a defender la causa femenina respecto a cual­quier otro escri­tor del siglo XIX. El mensaje de Casa de muñecas expresa con claridad que el matrimo­nio no es sacrosanto, y cuestiona la autoridad marital. Pero el descubri­miento de sí es lo verdade­ramente importante. Esta pieza es lo que realmente da nacimiento al movi­miento femi­nista. Nadie ha sabido mejor que Ibsen expo­ner el caso de una mujer y analizar sus sen­timientos como él lo hace en su obra Hedda Gabler. Para hacerle justicia, es preciso decir que en Roma, en un discurso bien alegre al término de un banquete, se declara a favor de la admi­sión de las mujeres en el Club escandi­navo. Fue particular­mente estruendoso y no hizo mucho bien a la causa, pues una condesa se desmayó del miedo entre los asistentes. No tenía paciencia alguna con las mujeres que lucha­ban realmente por su liberación, sobre todo si se tra­taba de mujeres escritoras. En la desastrosa comida que Brandes da por él en el Gran Hotel en 1891, resalta su irrita­ción por haber sido colocado en la mesa junto a Kitty Kielland, una pintora, intelectual por añadi­dura. Cuando ella osa criticar el personaje de Mme. Elvsted, de su pieza Hedda Gabler, res­ponde él, con fastidio: “Escribo para hacer el retrato de las gentes. Que eso guste o no a una sabihonda me es completamente indiferente”. ¿Su idea del infierno? ¡Un interminable ban­quete, sentado entre una vieja sufraguista y una mujer escritora! Precisamente las que pulula­ban por las capitales escandinavas en los años 1890. Intenta escapar a un banquete ofi­cial dado en su honor en Christiania el 26 de mayo de 1898 por la Liga de defensa de los dere­chos de la mujer noruega. No pudiendo evi­tar asistir a él, su discurso fue particularmente brusco. En el curso de otra comida en su honor en Estocolmo por dos asociaciones de mujeres, muestra igualmente un humor execrable. El desastre fue evitado oportunamente por las da­mas que había tenido la buena idea de montar un espectáculo folclórico bailado por encantado­ras jóvenes de las que Ibsen era noto­riamente apasionado.       

Una de las bailarinas, Rosa Fitinghoff, cuya ma­dre es­cribía cuentos para niños, se añade a la larga lista de jovenci­tas con las que Ibsen tuvo relaciones al mismo tiempo complejas y vertiginosas. Parece haber estado siem­pre atraído por la juventud extrema que asociaba, no sin amargura, a lo inaccesible. Henrikke Holst, la primera de la que se enamoró perdida­mente cuando trabajaba en el teatro de Bergen, tenía quince años. Como él estaba sin blanca, el padre se interpuso. Desde el momento en que tiene sus primeros éxitos, empieza a sentirse demasiado viejo y feo, y tiene miedo a una nega­tiva si se decide a desear a una jovencita. Sin embargo continúa trabando relaciones peligro­sas, abiertamente, en 1870, con Laura Petersen, una joven y brillante feminista. Cua­tro años más tarde, Hildur Sontum, la hija de su arrendadora, la reem­plaza. Tenía ella apenas diez años. Esta inclinación no se atenúa con la edad; más bien al contrario. Ibsen estaba fasci­nado por el tierno sentimiento que animó a Go­ethe en su vejez por la deliciosa Marianne von Willemer, y que  reporta una nueva juventud a su arte. Todas las actrices jóvenes y bonitas ob­tenían de Ibsen todo lo que querían, sobre todo cuando le presentaban a su vez a otras de sus amigas Cuando iba a las capitales escandina­vas, muchas jóvenes le esperaban a la entrada de su hotel. A veces les hablaba y les daba un beso a cambio de una fotografía de su persona. Le gustaban las jovencitas en general, pero su interés se centra generalmente sobre una de ellas en particu­lar. En 1891, ésta fue Hildur Andersen. Rosa Fiting­hoff fue la última.

Las dos más importantes fueron Emilie Bar­dach y Hèléne Raff, a las que conoció durante una estancia en los Alpes en 1889. Ambas ten­ían un diario y buen número de cartas que las ha sobrevivido. Emilie, una austríaca de diecio­cho años (Ibsen tenía cuarenta y tres más que ella) anota en su diario: “Su ardor debiera conver­tirme en una fiera… tan fuerte es el senti­miento que pone en todo. Me ha dicho que (…) nunca ha sentido en toda su vida tanta di­cha de conocer a alguien, que jamás admiró a nadie co­mo me admira”. Ibsen pide a Emilie que sea “muy franca con él para poder llegar a ser amigos y trabajar juntos”.” Ella piensa estar enamorada de él: “Pero ambos hemos pensado que hacia fuera es mejor parecer extraños” Las cartas que él le escribe después de su separa­ción eran franca­mente inofensivas y, cuarenta años más tarde, ella confía al escritor E.A.Zucker que incluso no llegaron a besarse. Pero ella le dice también que él llegó a pensar divorciarse para poder casarse y descubrir el mundo con ella. Hélène, la más viva ciudadana de Munich, permite a Ibsen abrazarla, pero está claro que su relación será más romántica y litera­ria que sexual. Ella le pide que la ame: “Vos sois joven, infantil, la juventud personifi­cada y tengo necesidad de escribir sobre ello”. Esto aclara lo que espe­raba de sus jóvenes “cama­radas de trabajo”. Hélène es­cribe cua­renta años después. “Sus relaciones con las joven­ci­tas nada tenían que ver con la infideli­dad en el sen­tido habitual del término. Respond­ían únicamente a necesida­des de su imaginación”. Estas jóvenes eran arqueti­pos, ideas de carne y hueso que le sirvieran a su dra­maturgia y no verdaderas mujeres dotadas de sentimien­tos que él hubiera podido buscar o amar por sus cualidades personales.

Es pues poco probable que Ibsen hubiera so­ñado tener una aventura con una de estas jóve­nes, y menos aún ca­sarse con ellas. Sus inhibicio­nes sexuales eran profundas. El Dr. Edvard Bull, que había sido su médico, dice que no hubiera consentido jamás exponer su sexo, ni incluso para un examen médico. ¿Tenía o pensaba tener algún pro­blema? Siente uno la tentación de ver en Ibsen una suerte de seduc­tor platónico en razón de su profundo conoci­miento, al menos teórico, de la psicología feme­nina. Él provoca ciertamente a Emilie, muy imagi­nativa, sin duda un poco tonta y a cien leguas de pensar que Ibsen la utili­zaba. Deja de corresponderse con ella en febrero de 1891. Era lo que él quería. Ese mismo mes, el crítico Ju­lius Elias cuenta que Ibsen le había confiado en el transcurso de una comida en Berlín, que había encontrado a una jovencita en el Tirol:

“…una joven vienesa de un carácter muy singu­lar que le había confiado enseguida (…) que la idea de casarse con un hombre joven no le interesaba. Sólo los hombres casa­dos le atra­ían (…) adoraba seducirles… arrebatárselos a su mujer. Una pequeña náufraga demoníaca… un pajarillo de presa que de buena gana hubiera añadido a Ibsen a sus víctimas. No pudo lograr sus fines, pero él la había estu­diado muy de cerca y me dijo: “Tengo que guar­darme de este personaje por mi propio bien”.

Es así como Emilie se convierte en Hilde Wan­gel en El constructor Solness. Ibsen la trans­forma y hace de ella un personaje bastante os­curo. El relato de Elias, las cartas de Ibsen fue­ron publicadas y la pobre Emilie fue identifi­cada como Hilde. Durante más de la mitad de su larga vida (ella no se casó jamás y vivió hasta la edad de noventa y dos años) fue conside­rada como una mujer perversa. Esta histo­ria, propia del estilo de Ibsen, cruel y sin respeto hacia los sentimientos ajenos, muestra cómo sumerge a todos en sus piezas de teatro. El caso más triste es el de Laura Kieler, una desgraciada noruega con la que Ibsen se reúne de tarde en tarde. Dominada por su marido, ella busca ayuda en él. Cuando intenta fugarse, su marido la trata como a una tarada y la envía a un asilo. Ibsen ve ense­guida en ello un símbolo de la opresión de la mujer, una idea incardi­nada más que a un ser vivo. La utiliza para crear al personaje de Nora de Casa de muñecas. La enorme publicidad que alcanza en el mundo entero esta obra permite identificar inmediata­mente a la heroína de la obra. Desesperada, su­plica a Ibsen que haga saber pública­mente que ella no era Nora. Nada le hubiera costado a él. Su negativa es una obra maestra de abyección y picardía: “No comprendo bien lo que Laura tiene en la cabeza inten­tando meterme en sus enredos. Una declaración por mi parte, asegu­rando “que ella no es Nora” sería insignifi­cante, absurda, puesto que nunca he pensado que se tratase de ella… Imagino que comprenderá que sirvo mejor a nues­tra mutua amistad guar­dando silencio”.

Esta manera de utilizar a los demás en sus ma­nejos para construir a sus personajes con­funde a sus allegados e in­cluso a los extraños. La pieza en la que la vida de Emilie queda destro­zada hiere también a la esposa de Ibsen, que, como puede comprenderse, fue identifi­cada a su vez en la mujer del arquitecto Sol­ness, víctima, como ella, de un matrimonio des­graciado. Otro personaje de esta pieza, Kaja Fosli, es igualmente el producto de un robo de Ibsen. Esta mujer había tenido la sorpresa de recibir varias invitacio­nes a comer con él envia­das por Ibsen. Ella respon­dió inmediatamente a todas ellas, pero no es más que una sorpresa a medias cuando ve que las invitaciones cesan bruscamente, pues lo comprende, al ver la pieza, al reconocerse en el personaje de Kaja.

Ibsen escribe a menudo sobre el amor, que es el tema princi­pal de su poesía, pero en negativo puesto que expresa los sufrimientos de la sole­dad. Pero es poco probable que se hubiera enamo­rado realmente alguna vez o que hubiera sido capaz de ello. El odio era una emoción mu­cho más pura a sus ojos. Pero detrás del odio se escondía el miedo, un senti­miento fundamental. Un miedo inexplicable y probable­mente su rasgo de carácter dominante. Hereda la timidez de su madre, que corría a encerrarse en su habitación a la menor ocasión. Ibsen, cuando era niño, se encerraría voluntaria­mente con ella. Los demás niños se dieron cuenta de que él sentía miedo (miedo, por ejemplo, a ir por el hielo en trineo) y la palabra “cobarde”, en el sentido físico y moral, acude constantemente a la pluma de los que le observaron.

En 1851, se produce en su vida un aconteci­miento particu­larmente sombrío. Tenía enton­ces veintitrés años y escribe artículos anónimos para el periódico radicalArbejder­forneringernes Blad. En julio de ese mismo año, un episodio policíaco tiene lugar en los despa­chos del dia­rio. Dos de sus amigos, Tehodor Abildgaard y el líder obrero Marcus Tharane, son arrestados. Por suerte para Ibsen, la policía no encuentra ningún papel que pueda comprometerle de sus artículos. Aterrorizado, se entierra literalmente durante varias semanas. Los dos hombres fue­ron condenados a siete años de prisión. Pero él es dema­siado cobarde para ayudarles o para protestar por este fe­roz castigo. Ibsen era un hombre de letras pero no de ac­ción. Se desqui­cia cuando Prusia invade Dinamarca en 1864 y después se anexiona el Schleswig-Holstein. De­nuncia con furor la pusilanimidad de los norue­gos, y les reprocha no haber ido en ayuda de Dinamarca: “Debo ale­jarme de esta porquería hasta que sea limpiada”, escribe. Pero no hace nada más para ayudar a Dinamarca. Un estu­diante danés, Christopher Bruun, que se había enrolado y combatido en el ejército, pregunta a Ibsen —después de haberle oído vociferar sus opiniones— que por qué no partía él de volunta­rio, y obtiene esta admirable respuesta: “Noso­tros, los poetas, tenemos otras tareas que cum­plir”. Ibsen es tan cobarde en sus negocios parti­culares como en política. Rompe su rela­ción con su primer amor, Henrikke Holst, simple­mente porque el terrible padre de la joven les sorprende abrazados. Ibsen, aterrorizado, emprende literal­mente la huida. Años más tarde, cuando ella se casa, tie­nen la conversa­ción siguiente: Ibsen: “Me pregunto por qué ter­minó nuestra relación”. Henrikke: “¿No te acuer­das? Te pusiste a salvo corriendo”. Ibsen: ¡“Sí, sí! Nunca he sido un hombre bravo cara a cara”.

Ibsen, que fue un viejo niño cobarde, se hace cobardica como una vieja muchas veces des­pués en su vida. La lista de su temores es intermi­nable. Wilhelm Bergsoe le des­cribe en Ischia, en 19867, petrificado por el terror ante la idea de que el acantilado pudiera hundirles o que una roca se desprendiese de lo alto. El se pone a gritar: “¡Quiero marcharme! ¡Quiero vol­ver a casa!” Cuando va por la ca­lle va pendiente de que no le caiga una teja sobre su ca­beza. La rebelión de Garibaldi le subleva tanto que le car­come la idea de que la sangre pudiera correr por las calles. Tenía miedo a un temblor de tie­rra, siempre posible, o de subir a un barco. Y en Italia dice: “No me haría a la mar con estos napolitanos por nada en el mundo. En caso de tempestad, se enterrarían en el barco y rogarían a la Vir­gen María en lugar de recoger las velas”. Las epidemias de cólera le aterrorizan. A decir verdad, todas las enfermeda­des contagiosas. Escribe a su hijo Sigurd, el 30 de agosto de 1880: “Tu equipaje ha sido depositado en el hos­pital de Anna Daae, lo que me contraría mu­cho. Los niños que se ocupan de él son de una clase social en la que las epide­mias de varicela reinan”. Las tormentas le inquietan, tanto en mar como en tierra, el baño también (“puede desencade­nar un ataque fatal o un calambre”) Tenía miedo a los caballos (por su costumbre bien conocida de cocear) y de todos a los que veía armados de una escopeta de caza (“Aléjate de las gentes que llevan tales armas”). Le sobre­cogían los relámpagos y se obsesionaba a veces por el peli­gro del granizo que amenazaba su cer­canía. Con desespe­ración de los niños, so­plaba las velas de los árbo­les de Noël por temor a un incendio. Su mujer tenía instruc­ciones de no señalar las catástrofes que publicaban los periódicos. De todo tenía miedo. Los relatos de catástro­fes, naturales o no, eran la fuente esen­cial de sus intrigas. Sus cartas a Sigurd son extraordinarias listas de puestas en guardia: “Telegrafía si se produce el menor accidente”. “La menor imprudencia puede tener consecuen­cias extremadamente graves”. “Sé prudente y circunspecto en toda ocasión”.

Ibsen tenía horror a los perros. Bergsoe cuenta que un día, en Italia, Ibsen, aterrorizado por un inofensivo can, detalla. El perro se lanza sus pantalones y le muerde. Ibsen aúlla: “¡Este pe­rro esta loco! ¡Es preciso abatirle, si no me voy a volver loco yo también!”Ibsen, “enrojecido de ra­bia”, necesita de varios días para reponerse de su terror. Kdnudtzon refiere un incidente todavía más sorprendente, en verdad siniestro, que se produce también en Italia. Ib­sen comía con escandinavos en un restaurante y habían bebido mucho vino. Como hemos dicho, temía a las tormen­tas al aire libre. Desde el principio, Ib­sen, tenso, parecía muy nervioso. Cuando deci­den partir, su atención se centra en una reja de hierro detrás de la que “un enorme perro la­draba furiosamente”:

“Ibsen, que tenía un bastón en la mano, se puso a hosti­gar al perro, uno de esos brutos gigantescos que parecen pequeños leones. Se aproxima antes para hacerle cosqui­llas en sus costados con la punta de su bastón, hace todo lo que puede para volverle loco de rabia y lo consi­gue. El animal se lanza contra la puerta. Ibsen le excita más y le vuelve a hostigar con el bastón con tal furor que, sin duda, si no hubiera habido una sólida puerta de hierro en­tre noso­tros, la bestia lo hubiera destrozado… Ibsen aún conti­nuó excitando al perro durante seis u ocho minutos”.

Como sugiere este incidente, la cólera que bulló en Ibsen toda su vida y sus miedos perpetuos estaban estrechamente ligados. Le enfurecía te­ner miedo. El alcohol anestesiaba su miedo, pero desencadenaba su furor. En este hombre encoleri­zado se escondía un cobarde. Ibsen per­dió la fe muy pronto, como él mismo dice. Con­serva sin embargo el miedo a pecar y al castigo hasta la tumba. Detestaba las bromas sobre la religión: ”Hay cosas con las que no se juega”. Pro­clama que el cristianismo “desmoralizaba tanto a los hom­bres como a las mujeres”, pero se hace supersticioso en ex­tremo. No cree que pueda exis­tir un Dios pero teme a los demonios. Bjørnson le escribe un día: “Pienso que existe en vuestra cabeza un cierto número de duendes que deberíais calmar (), un ejército peligroso, pues se vuelve contra sus dueños”. Ibsen, que le co­noce muy bien, habla de su “super-demonio”: “Le he hecho salir y he cerrado mi puerta”. Dice: “Debe haber un duende en lo que escribo”.Una colección de pequeños diablos de caucho tiraban de una lengua roja en su despacho. A veces, des­pués de algunos vasos, su crítica razo­nada a la sociedad se tornaba incoherente y en furia. Pa­recía entonces poseído por sus demonios. El mismo William Ar­cher, su mejor abogado, pen­saba que sus opiniones políticas y filosóficas eran más caóticas que radicales. Escribe en 1887: En tanto que pensador sobre múltiples facetas, o como pensador sistemático, Ibsen no estaba en ninguna parte”. Archer pensaba que estaba simple­mente contra toda idea erigida en princi­pio. Ingvald Undset, el padre del roman­cero Si­grid Undset, dice que elevaba el tono de sus discur­sos en Roma cuando estaba medio ebrio y reseña: “Es un anarquista total… Quiere barrerlo todo… cambiar a la especie humana a partir de fundaciones, reconstruir el mundo… Barrer a la sociedad… La gran tarea de nuestra época, para él, está en ponerlo todo sobre el tapete”. ¿Qué quiere decir esto? No gran cosa, en realidad. Eclo­siones de miedo y de odio comprimidos en un corazón que no sabía o no podía expresar el amor. Los bares de los países nórdicos están reple­tos de hombres en este estado.

Los últimos años de su vida comenzaron con un ataque de apoplejía en 1900 seguido de crisis recu­rrentes más o menos graves. Ibsen, fiel a su esquema habitual, pasa de la ansiedad a la rabia bajo el ojo sardónico de su esposa. Encuentra un nuevo sujeto de su inquietud en las compañías de seguros, una fuente de irritación constante para su debilidad física y el placer intenso de ser independiente. La cólera tomaba general­mente ventaja. La enfermera en su domicilio debía desapa­recer tan pronto como le hubiera ayudado a bajar a la calle. Cuando tardaba demasiado “Ib­sen la amenazaba con su bastón y tenía que mar­charse de la casa”. Un barbero venía a afeitarle todos los días. Ibsen no le dirigía nunca la pala­bra, salvo en una sola ocasión para tratarle de repente con una voz venenosa de “¡demonio villano”! Muere el 23 de mayo de 1906. Suzannah pretende más tarde que, justo antes de morir, le había dicho: “Mi querida mujer, ¡qué buena y gen­til has sido conmigo!”. Lo que parece total­mente extraño a su carácter. Además, el Dr. Bull anota en su diario que había entrado en coma y hubiera sido incapaz de hablar después de medio día.

Otra versión, mucho más plausible, refiere que sus últimas palabras fueron “¡Al contrario!.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5.

TOLSTOI, PROFETA Y PECADOR

 

Tolstoi fue el más ambicioso de todos los inte­lectuales tra­tados en esta obra. Dio prue­bas de una audacia estu­pefa­ciente, a veces terrorí­fica. Se creía capaz de trans­formar, por sí mismo, la moral de la socie­dad. Su princi­pio, como él ex­plica, era “hacer de la Tierra el reino es­pi­ri­tual de Cristo”. Pensaba que pertenecía a un linaje de intelectuales apostó­li­cos que se re­mon­ta­ban a “Moisés, Isaías, Confucio, a los grie­gos de la Anti­güe­dad, a Buda, Só­crates, Pascal, Spi­noza, Feu­er­bach”

En esta sucesión figuran también todos los des­conoci­dos que, aun no pre­ten­diendo en­se­ñar la verdad, “piensan con ri­gor y hablan since­ramente del sentido de la vida”. Pero Tols­toi no tiene la intención de ser “desconocido”. Su diario re­vela que a los veinti­cinco años estaba ya se­guro de su destino glorioso de mora­lista: “He leído un li­bro so­bre la defini­ción del genio (...) que me autoriza a pensar que soy un hom­bre des­tacado por mis capaci­da­des y mi amor al tra­bajo” o: “No he en­contrado un solo hombre que sea tan bueno como yo. No me acuerdo de haber maltratado a na­die ni una sola vez en mi vida. Me he sentido atraído siempre por el bien, presto siempre a sa­crifi­carme por los otros”. Su alma, según él mismo presentía, era “de una in­conmensura­ble grandeza”. Tolstoi, confundido por el hecho de que los de­más no re­co­nocie­sen sus cualidades, es­cribe: “Nadie me ama. ¿Por qué? No es­toy loco, ni soy deforme. Ni un mal hombre, ni un asno. Es incomprensi­ble”. Tolstoi, ais­lado de los otros, se es­forzaba sin em­bargo por identificarse con ellos. Pero no podía evitar juzgarles y estimarse superior. Cu­ando se con­vierte en novelista, quizá el más grande de to­dos, atribuye su don a su po­der di­vino y declara a Máximo Gorki: “cuando es­cribo, se apo­dera de mí la pie­dad hacia uno de mis perso­najes y le atri­buyo al menos una cuali­dad que le niego a otro, a fin de que no pa­rezca dema­siado negro comparativa­mente.” Con­vertido a su vez en re­formador, se identifica ante todo con Dios: “Este deseo de dicha universal (...) es lo que se llama Dios”. Anota en su dia­rio: “Padre, ayúdame, ven a mí. Tú ya es­tás en mí. Tú ya eres yo”. Pero su co­ha­bitación con Dios siempre fue pro­blemática. Como ob­serva Gorki, Tolstoi, extre­madamente receloso de su Creador, tiene ten­dencia más a bien a tenerse por su her­mano ma­yor.

¿Cómo llega Tolstoi a esa conclusión? En gran parte en razón de su naci­miento. Nace en 1828 en una fami­lia que pertenece a la clase di­rigente de un vasto país que prac­tica una forma de es­clavitud llamada “servi­dumbre”: hombres, muje­res y niños es­taban ads­critos le­gal­mente a la tie­rra que tra­bajan. En 1861, fecha de la abolición de esta institu­ción, ciertos nobles po­seen hasta 200.000 siervos. Pero los Tols­toi no eran uno de és­tos. El abuelo de Leon había sido muy pró­digo y sus padres, para huir de la ruina, se casa con la hija única del prín­cipe Vol­konski. Los Vol­konski era una de las más grandes fa­mi­lias de Rusia, de rango igual al de los Ro­manov cuando se ins­taura su di­nastía en 1613, y co­fun­dado­res del re­ino. El abuelo ma­terno de Tols­toi fue co­man­dante en jefe de la Gran Catalina. Tolstoi hereda una parte de la dote de su madre, una finca en Iasnaia Poliana, cerca de Tula, de 2000 hectáreas y 330 siervos.

En su juventud, Tolstoi, poco preocupado de sus res­ponsa­bilidades como propie­ta­rio de terre­nos, vende por­ciones de tierra para pagar sus deudas de juego. En cam­bio, está or­gu­lloso de su título y de po­der entrar en los salo­nes de postín. “No com­prendo esa afec­tación ri­dí­cula por un desgra­ciado tí­tulo de nobleza”, escribe Tur­gueniev. “Nos re­pugna a to­dos”, comenta Ne­kra­sov. Sus amigos escritores tratan de apartarle tanto de la alta so­ciedad como de la bohemia. “¿Qué haces tú entre noso­tros?”, le pregunta un día Tur­gueniev en­co­leri­zado. “Este no es un lugar para ti. Ve con tu prin­cesa”. Al enveje­cer, Tolstoi va abando­nando los as­pectos más prácti­cos de su casta pero los reemplaza por un apetito de tierras devo­rador. Antes de re­nun­ciar a todo, em­plea sus derechos de autor en comprar tierras, amasa hectá­rea tras hectá­rea con la concupis­cencia inflexible de un fun­dador de di­nastía y re­cu­rre a to­dos los pode­res inheren­tes a su tí­tulo, a su dere­cho a la tierra y a las almas que le estaban adscri­tas. Su hijo Ilia es­cribe que, para su pa­dre, “el mundo estaba divi­dido en dos, una parte la componíamos no­so­tros, la otra los demás. No­sotros éramos de una especie parti­cu­lar y los otros no eran iguales... Esta educación de la que tanto me costó librarme fue en gran medida res­ponsable de mi arro­gancia y de mi su­fi­ciencia in­justi­fi­ca­das”. Tols­toi creyó toda su vida que había nacido para reinar de una ma­nera u otra. Según Gorki, hasta en su vejez sigue siendo el maes­tro que debe ser obede­cido al instante.

Las circunstancias no hicieron más que reforzar esta in­cli­nación. Es todavía muy joven cuando mueren sus pa­dres. Sus tres hermanos ma­yores eran de constitu­ción débil, des­gra­cia­dos y diso­lutos. Tolstoi fue edu­cado por su tía Ta­tiana, una pariente sin for­tuna. Ella hizo cuanto estuvo en sus manos por enseñarle el sen­tido del deber y del de­sin­te­rés pero no tuvo autoridad sobre él. Como los escritos de Rousseau, la lectura de sus diarios íntimos y el re­lato que hace de su ado­les­cen­cia ganan al lector por su apa­r­ente honesti­dad aun­que más que refle­jarla falten a la verdad. Cuenta que es forjado por un tutor fe­roz, M. De Saint-Thomas, y que mantiene “toda su vida aversión por la vio­lencia bajo todas sus for­mas”. En rea­lidad, no expe­rimenta nin­guna re­pug­nan­cia por la que él mani­fiesta casi toda su vida. En la escuela, no lee más que lo que quiere, ni tra­baja más que cuando se le an­toja. A los doce años Tolstoi es­cribe ya poesía. A los die­ci­s­éis en­tra en la univer­sidad de Ka­zan, sobre el Volga, y du­rante algún tiempo estudia len­guas orien­tales con mi­ras a en­trar en la ca­rrera di­plomática. Más tarde trata de estu­diar De­re­cho. Tolstoi deja la univer­sidad a los dieci­nueve años y vuelve a es­tudiar solo en Ias­naia Po­liana. Co­mienza leyendo a los autores de moda como Kock, Dumas, Eu­gene Sue, pero tam­bién a Descartes y sobre todo a Rous­seau del que sería en cierto modo su hijo pós­tumo. Al final de su vida, afirma que nada tuvo más in­fluencia sobre él que Rousseau, a ex­cep­ción de Je­su­cristo y del Nuevo Testa­mento. Ve en Rousseau un espí­ritu com­para­ble al suyo, otro gigan­tesco ego cons­ciente de su in­mensa bondad, abriéndose paso para espar­cirse por el mundo en­tero. Como Rousseau, Tolstoi mani­fi­esta siem­pre la alti­vez y la susceptibili­dad del autodidacta. Como él, se ejer­cita en di­ver­sas materias; como diplo­mático, jurista, re­formador de la edu­ca­ción, agricultor, militar y músico.

Tolstoi descubre su vocación de escritor a los vein­tidós años, casi por ac­cidente, du­rante su instrucción como oficial del ejército. En 1851, se reúne con Nicolai, su her­mano ma­yor, mi­litar en el Cáucaso. No tiene ningún mo­tivo en reali­dad para ir allí me­jor que a cual­quiera otra parte, a no ser para llenar el tiempo y ganar medallas para lucir en los salo­nes. Permanece cinco años en el ejército, primero en las mon­tañas fronteri­zas y luego en Crimea para combatir en la arti­llería contra los ingleses, los franceses y los tur­cos. Es­cribe a su hermano Serguei: “Con mis ca­ñones, voy a contri­buir con to­das mis fuerzas a la destruc­ción de estos turbu­lentos predadores asiáti­cos”. Razona en la época de la Rusia impe­ria­lista y no reniega nunca de esta ten­den­cia ni de su chauvinismo. Es­taba convencido de que los rusos pertene­cían a una raza particular con una cuali­dades mora­les excepcio­nales (in­car­dinadas en el cam­pesino), que te­n­ían una misión especial en el mundo por la voluntad de Dios.

Tolstoi comparte las creencias simples e implí­citas de sus camaradas ofi­ciales aun sin­tién­dose diferente de ellos y anota en su diario: “Debo acos­tumbrarme a la idea de que soy una ex­cep­ción, adelantado a mi edad, y una de esas natu­ralezas incongruen­tes, in­a­daptables y nunca sa­tisfe­chas”. En el ejér­cito, las opiniones so­bre él difie­ren. Al­gu­nos le consideran modesto, otros en­cuentran en él “un aire de importancia y su­fi­cien­cia in­com­prensi­bles”. Pero todos re­cuerdan su aspecto feroz, implacable y su modo de mi­rar a todo el mundo de arriba a abajo. Su bravura ante el fuego enemigo le vale el grado de lu­garte­niente. Debe el coraje a su enorme vo­luntad. De niño, se obligaba a montar a ca­ba­llo des­pués de vencer su timidez, y se lan­zaba a la caza del oso con tal te­meri­dad que debía matarlo al primer in­tento. Sin embargo, a pe­sar de su valentía, no pudo lo­grar nin­guna medalla. Fue propuesto para ella tres ve­ces, pero la re­com­pensa fue im­pedida por sus man­dos. En el ejér­cito, la avi­dez de gloria es rá­pidamente lo­cali­zada, y Tols­toi no es un buen oficial. Ca­rece de hu­mil­dad y no es solidario hacia sus ca­ma­ra­das, y obedece a rega­ña­dientes. Le gusta actuar solo. Cuando una ac­ción le parece inútil a su carrera, deja simple­mente el frente sin pedir per­miso a nadie. Su co­ronel anota: “Tolstoi está impa­ciente por sentir la pól­vora, pero sólo por unos momentos”. Resalta su “ten­dencia a elu­dir las difi­cul­tades y las priva­ciones de la guerra, a despla­zarse de un lu­gar a otro como un tu­rista para sur­gir sobre el campo de bata­lla desde el que oí dispa­rar. Tan pronto ter­mina la es­ca­ra­muza, se abandona a su fan­tasía”.

Tolstoi era amante de las posturas teatrales, y estaba dis­puesto a sacrificar su confort, su placer y hasta su misma vida por una acción especta­cular lle­vada a cabo ante la vista y el oído de to­dos. Al ejército va volunta­rio bus­cando la hazaña, no para servir como se le pe­día. Las contingen­cias oscuras de la vida militar, la ru­tina, la falta de con­fort, las privacio­nes sin valor po­ten­cial para su celebridad no le inte­re­san. No se pliega jamás, ni como sol­dado ni en la vida cotidiana. Tolstoi no mani­fiesta su heroísmo, su virtud, su santidad, más que en la escena pú­blica.

De todos modos, hay un aspecto acerca de la ca­rrera mili­tar de Tolstoi verda­de­ramente ex­cepcio­nal. Y es que quizá gra­cias a ella llega a ser un au­tor de una pu­janza prodi­giosa. Pa­rece evidente que Tolstoi nace para escri­bir. Sus descrip­cio­nes muestran que, todavía jo­ven, ob­serva ya la natu­ra­leza y a los se­res humanos con una agudeza in­supe­rable. Pero los es­critores na­tos no siem­pre se consuman. Los do­nes de Tolstoi se mani­fiestan cuando ante su vista apa­recen los montes del Cáu­caso, sobre la marcha, cu­ando se en­cuen­tra for­mando parte del ejér­cito. El esplen­dor de esta vi­sión casi sobre­na­tu­ral esti­mula su apetito vi­sual y despierta el de­seo irrefrena­ble de traducir en palabras la majes­tad de Dios para fundirse en El. Así se pone a es­cribir In­fan­cia, sobre escenas de la vida militar: El Raid, Los Cosacos, No­tas de un mozo de billar, Relatos de Sebas­to­pol, Ado­les­cen­cia (que forma parte de Ju­ventud), La mañana de un pro­pietario, Noel. Infancia, que es pu­blicada en 1852, conoce un éxito ex­traordinario. Tolstoi emplea diez años en termi­nar Los Co­sacos. Noel queda inaca­bada, pero guarda el re­lato de su cam­paña co­n­tra Sha­myl, el jefe Xauen, para es­cribir su último cuento, Hadji Mourat, a una edad avanzada. Estos tra­bajos durante su vida mi­litar propor­ciona a su obra un interés to­davía más re­seña­ble. Cuenta de sí mismo que el resto del tiempo lo pasa co­rriendo tras las mujeres, ju­gando y bebiendo.

Sin embargo, esta pulsión es intermitente. Aquí reside la tragedia de Tols­toi. Es­cribe a ve­ces con exuberancia, con fie­reza, consciente de su pu­janza, como anota en octu­bre de 1858:

“Imagino historias sin pies ni cabeza”, y en 1860 “Tra­bajo en cual­quier cosa que me vi­ene tan na­turalmente como el aire que respiro y que, lo con­fieso con un or­gullo culpa­ble, me autoriza a con­templar desde lo alto lo que hacen los de­más”. Pero su tare no fue siem­pre tan fácil. Se impone exi­gen­cias draconianas. Guerra y Paz pasa al me­nos por siete bo­cetos. Aún hizo más para Ana Ka­re­nina y sus correc­cio­nes fueron de una im­por­tancia fun­da­mental. En esas revi­siones su­cesivas se ve operar la metamorfosis de Ana, a la que al prin­cipio pre­senta como una cortesana desagra­dable para hacer de ella después la heroína trá­gica que conoce­mos. El sen­tido aportado por Tolstoi a su trabajo muestra claramente que era consciente de su vo­cación.  ¿Cómo podría ser de otro modo? En La tempestad de nieve (1856) cuenta como, sorprendido por una ven­tisca, ha de morir so­bre la ruta de Ias­naia a la entrada del Cáucaso. Un poder casi hip­nótico emana de la selec­ción y de la agu­deza del detalle, di­recto, sin me­dias tintas, sin énfasis ni re­cursos a la poesía o a la su­ges­tión. Como dice Edward Crankschaw, Tolstoi es un pintor que desprecia som­bras y cla­ros­curos. Otro crítico le compara con un pin­tor prer­a­faelista, que da for­mas, olo­res y sensa­cio­nes de una transparencia cristalina.

He aquí dos ejemplos que pasarán por numero­sas co­rrec­ciones. Pri­mero una des­crip­ción de Vronski, el ex­tra­vertido:

 

“Bien, ¡espléndido!” se dice para sí cruzando las pier­nas. Pone la mano so­bre su pie, siente sobre­sal­tarse el músculo de la pantorrilla en el mismo lu­gar en el que se había he­rido la víspera en su caída…Experimentará un li­gero dolor en su pierna ro­busta y la sen­sa­ción mus­cular del mo­vimiento de su pe­cho cuando respira. La fresca y luminosa jor­nada de agosto que le había hecho despertar de Anna le pa­rece ahora plena de ale­gría… Todo lo que ve a través de la ventana de la ca­lesa es tan fresco, ale­gre y vi­goroso como él: los tejados de las casas bri­llando al sol naciente, los contornos agu­dos de las paredes y los ángulos de los in­muebles, in­cluso los cam­pos de patata, todo era bello como un adorable paisaje bar­ni­zado de fresco por el pin­cel del artista”.

 

Y la caza en la finca de Levin con su perra Laska:

 

“La luna, cual nube blanca en el cielo, había perdido todo su lustre. No se veía ni una sola es­trella. Los ro­sales platea­dos brillaban ahora como el oro. Los mares es­tanca­dos pare­cían de ámbar y el azul de la hierba se había transformado en verde-rosa… Un hal­cón, despe­re­zán­dose, se posa so­bre un montón de heno, vuelve la ca­beza de un lado, del otro, y contem­pla el pan­tano con aire des­contento. Los cuervos vue­lan sobre el campo, un mucha­cho con las piernas desnudas con­duce los ca­ballos de un anciano cuya ca­beza emerge del abrigo cuando se mesa el cabello. El humo de los fu­siles, blanco como la le­che, se ex­ten­día so­bre el verde de la hierba”.

 

La escritura poderosa de Tolstoi brota directa­mente de su venera­ción por la natu­ra­leza. En su diario, el 19 de julio de 1896, habla de la supervi­vencia de un re­toño de bar­dana en un campo la­brado, “ne­gra de polvo, pero vi­vaz y roja en su cen­tro… Ella me ha in­vitado a escri­bir. Reivindica la vida hasta el fin, y, sola en medio del campo, a su ma­nera, lo afirma”. Cuando Tolstoi observa la naturaleza desde su ojo frío, terrible, ex­acto, la con­vierte en pala­bras con una pluma pre­cisa, también cercano a la felici­dad, o al me­nos de la paz de espíritu que su ca­rácter le permite.

Desgraciadamente, escribir no le satisface sufi­ciente­mente. Quería tam­bién po­der. La auto­ridad que ejercía so­bre sus personajes no le bastaba. En primer lugar por­que esas criatu­ras eran de una especie diferente. Sin em­bargo era capaz de esfuerzos prodi­giosos para iden­tifi­carse con los perso­najes que describía. Llega con Anna. Pero por re­gla gene­ral, veía sus crea­ciones desde el exterior, de lejos. Sus sier­vos, sus soldados, sus cam­pe­si­nos no fueron para él más que anima­les brillante­mente pintados. Los quiso para noso­tros, nos in­troduce en el campo de batalla pero él ob­serva la es­cena desde otro pla­neta. Pero no se sienta a nuestro lado. Lo que percibi­mos viene de su vi­sión selectiva de suerte que con­trola nues­tros sentimien­tos. Nos en­con­tramos frente a la em­presa de un gran novelista. Pero él no se im­plica, no se com­pro­mete, permanece distante. Com­pa­rado con dos au­tores como Dickens, su mayor, y Flaubert, casi contem­poráneo, Tolstoi in­vierte poco en relatos. Tenía, o pensaba tener, algo mejor que hacer…

Tolstoi está considerado como un auténtico es­critor; lo que evidente­mente es verdad en un cierto sentido. Sus dos obras mayores son in­contes­tablemente genia­les por la or­ga­ni­za­ción de una serie de detalles, hábil­mente in­sertados en la trama de grandes temas bien surti­dos. Un verda­dero ar­tista no se re­pite: Guerra y Paz da cuenta de una sociedad y de una época. En Anna Kare­nina foca­liza su atención sobre un grupo par­ti­cular de personajes. Esos libros hicie­ron de Tolstoi un héroe en Rusia, le pro­por­cionaron una ce­lebridad a es­cala mun­dial, la ri­queza y una re­putación de sabiduría mo­ral sin duda su­pe­rior a la de cual­quier otro novelista. Sin em­bargo, a lo largo de la mayor parte de su vida, no escribe no­ve­las. Su carrera pasa por tres fa­ses: la de los primeros cuentos de los años 1850, la de los años 1860 en el curso de los cuales tra­baja en Guerra y Paz durante seis años, y la fase en la que pro­duce Anna Ka­renina, durante los años 1870. El resto de su vida lo de­dica a muchas otras ocupa­cio­nes.

Los aristócratas del Antiguo Régimen considera­ban la es­critura como una ocu­pación re­ser­vada a sus infe­riores y ve­ían con malos ojos desprenderse de esta idea. Byron no tuvo a la po­esía como actividad princi­pal. Lo esencial para él con­sistía en ayudar a los pue­blos oprimi­dos de Europa a con­quistar su independen­cia. Tolstoi tam­bién. Pero éste se veía an­tes que nada como Mesías. ¿Por qué habría de per­der el tiempo en frivolida­des? “Escribir histo­rias, es estú­pido, in­de­co­roso”, declara al poeta Fet. El arte era a sus ojos un despil­farro es­candaloso de los dones de Dios.

Es así como se expone a una desastrosa desilu­sión. El caso de Tols­toi es re­seña­ble. Para un hombre que se pre­gunta so­bre su per­sona —más aún que Rousseau—, que es­cribe co­piosamente sobre sí mismo, que es el per­sonaje central de novelas que gi­ran de un modo u otro alrededor de sí mismo, Tolstoi carece singular­mente de objetivi­dad a este respecto. Sin em­bargo, el es­critor tiene una perspicacia ex­cepcional. En tanto que escritor, es mucho me­nos peli­groso para su en­torno y para la so­ciedad en general. Pero no quiere un escri­tor pro­fano. Prefiere ser líder, una función para la que no tenía nin­guna ap­titud particular . Quiere ser un pro­feta, fun­dar una reli­gión, transfor­mar el mundo, aun­que apenas fuera apto para este género de empre­sas. Así es cómo grandes no­velas no vieron la luz y cómo siembra una confusión de­vas­tadora en su espí­ritu y en el de su familia.

Tolstoi tiene otra razón de creerse llamado a acome­ter gran­des obras mora­les. Como By­ron, se siente en pe­cado. Pero, contraria­mente a éste, experimenta una cul­pa­bilidad abru­ma­dora. Su culpabili­dad es un útil selec­tivo e impre­ciso que no le hace ver sus peo­res de­fec­tos, in­cluso sus críme­nes, provocados por su ego. Pero ello mismo se con­virtió en una motiva­ción pode­rosa. Es cierto que, en su ju­ventud, tuvo co­sas que re­pro­charse. Prin­ci­pal­mente su pa­sión por el juego a la que se entrega en Moscú y en San Pe­ters­burgo desde 1849. El 1º de mayo, escribe a su hermano Sergei: “No he ido a San Pe­ters­burgo por un buen motivo. No tengo nada que hacer allí sino perder dinero y en­deu­darme”. Pide a Ser­gei que venda sobre la mar­cha parte de sus tierras: “Necesito in­me­diatamente 3.500 ru­blos”. Y añade: “Se puede co­meter esta clase de idiotez una vez en la vida. Pero era preciso que pagase el precio de mi li­bertad. (Mi gran desgra­cia fue que nadie estu­viese allí para in­fli­girme un correctivo y ense­ñarme filo­sofía) En es­tos mo­mentos la estoy pa­gando”. Lo que no im­pide continuar ju­gando, con intermiten­cia, du­rante una docena de años, a ve­ces de manera desastrosa. Tuvo que ven­der tie­rras y lle­narse de deudas con sus amigos y sus pro­veedores. Muchos nunca fueron re­embol­sa­dos. Juega tam­bién en el ejército, donde atisba la idea de crear un periódico, la “Ga­ceta mi­li­tar”. Vende el cuerpo central del edifi­cio de Iasnaia Poliana para fi­nanciarlo, pero en cuanto el pro­ducto de la venta llega a sus ma­nos juega 5.000 rublos y los pierde ense­guida. Después de dejar el ejército, viaja a Eu­ropa y vuelve a ju­gar. El poeta Polon­ski, que le en­cuentra en Sttut­gart en julio de 1857 re­fiere: “Desgraciadamente, la ru­leta le atrae terri­ble­mente, (…) y ha terminado comple­ta­mente des­plumado. Ha puesto 3.000 francos y se ha que­dado sin blanca” Tols­toi anota en su diario: “Ruleta hasta las 6 horas. Todo per­dido” “He pe­dido prestados al francés 200 ru­blos. Los he perdido” “He pedido dinero a Tourgue­niev y lo he perdido también” Años más tarde, su mujer anota que, sin­tiéndose cul­pable de jugar tan a me­nudo, acaba por renunciar al juego. Pero Tolstoi, aun­que haya debido dinero a gente po­bre, no tiene apa­rentemente ningún escrú­pulo para no reem­bolsárselo. Es cierto que desquitarse de al­guna vieja deuda no tiene nada de tea­tral.

Sus pulsiones sexuales fueron en su origen de una cul­pabili­dad aún ma­yor. Pero los cas­ti­gos que se in­fligía eran curiosamente selectivos, di­gamos que in­cluso cle­men­tes. Tolstoi se sentía entregado al sexo. En su diario, anota el 4 de mayo de 1853: “Me hace falta una mu­jer. La sen­sualidad no me deja un momento en paz”. Y el ju­nio de 1856: “Te­rrible de­sear y llegar hasta el mal psí­quico”. Al fin de su vida confía a su bió­grafo, Aylmer Maude, que sus necesi­dades eran tan im­perio­sas que no renuncia a la vida se­x­ual más que a los ochenta y un años. En su ju­ventud, extrema­damente tímido con las mujeres, fre­cuenta los burdeles que, sin em­bargo, le gustan. En marzo de 1847, anota en uno de sus primeros dia­rios que padece una “go­norrea con­traída en su fuente habitual” Señala otro ataque en 1852 en una carta a su her­mano Nicolai: “El mal vené­reo es leve, pero los efectos secundarios del mercurio me han pro­vocado un do­lor indes­criptible”. Con­ti­núa sin embargo frecuen­tando prostitutas, zíngaras, muje­res cosa­cas y cam­pesinas rusas en cuanto le era posible. Sus anotaciones en su dia­rio sin inva­ri­ablemente te­ñi­das de complacencia de sí mismo y de odio hacia la ten­tación: “…He abierto la puerta tra­s­era No he po­dido so­portar su visión. Re­pugnante, vil, odiosa, me obliga a infringir mis re­glas” (18 abril 1851). “Las joven­citas me incitan al desor­den” (25 ju­nio 1853). Al día siguiente, toma buenas resolu­ciones que “los vicio­sos impiden” po­ner en práctica (26 junio 1853). En una nota de abril de 1856, des­pués de visitar un burdel, de­clara: “horri­ble y será ab­so­lu­tamente la última vez”. Tur­gueniev, cuya casa hacía de hotel en aque­lla época, hace otra adver­tencia sobre la vida de Tolstoi en 1856: “co­gorzas, gita­nas, cartas toda la noche, después duerme como un muerto hasta las dos de me­diodía”.

Tolstoi en el campo, y sobre todo en sus tierras, deja su hue­lla en las sir­vientas boni­tas. Al­gunas, en aquel entonces, provocaron más que un sim­ple deseo. En sus re­cuerdos habla: “Me acuerdo de noches pasadas allí, de la belleza y de la ju­ventud de Douniacha (…) de su cuerpo robusto, fe­me­nino”. En 1856, en parte para evi­tar sucum­bir a los en­cantos de una sir­viente de­masiado atractiva, Tolstoi decide via­jar a Europa. Sabe que su padre había vi­vido una historia similar: la muchacha había dado a luz a un muchacho que fue tratado como siervo y empleado en las cua­dras (llegó a ser cochero). Tan pronto vuelve, Tolstoi recae, y princi­pal­mente con una mujer casada, Akdinia. En mayo de 1858, Tolstoi es­cribe en su diario: “Hoy en el viejo bos­que. Soy un loco, un bruto. Su carne de bronce, sus ojos. No he es­tado jamás tan enamorado en mi vida. No puedo pen­sar en otra cosa”. Era “lim­pia y bastante bonita, con ojos negros brillantes, una voz pro­funda, un olor fuerte y fresco, se­nos dila­tados que levanta­ban el ba­bero del delan­tal”. Ak­sinia le da un hijo, probable­mente en julio de 1859, que se llamó Timofei Bazi­kine. Tolstoi hace entrar a Aksinia en su casa en calidad de domés­tica y permite al niño jugar en sus ta­lo­nes du­rante algún tiempo. Pero como Marx, Ibsen y su pro­pio pa­dre, no reco­noce nunca a ese niño y no le presta aten­ción al­guna. Más re­señable aún, pues mientras predica públi­camente la ne­cesidad abso­luta de edu­car a los campesi­nos creando in­cluso escue­las en sus tie­rras para sus hijos, Tolstoi no trata de saber nunca si su hijo ilegí­timo ha apren­dido a leer y a escribir. Quizá teme futuras car­tas lle­nas de re­pro­ches. Fuerte con­traste con Turgue­niev, que no sólo reconoce a su hija ilegí­tima sino que cuida de que sea educada con­veniente­mente. La compa­ración era sin duda poco ha­lagüeña para él. Un día, Tolstoi in­sulta a la pobre mu­chacha haciendo alu­sión a su naci­miento, lo que aca­rrea una seria que­rella con Tur­gueniev que precisa terminar en du­elo. Timo­fei es puesto entonces a trabajar en las cua­dras. Más tarde, en ra­zón a su mala conducta, es de­gra­dado al rango de le­ña­dor. No existe ninguna referencia sobre Timo­fei des­pués de 1900. Por es­tas fechas tenía cua­renta y tres años. Pero se sabe que Alexei, el hijo legí­timo de Tolstoi le hace su cochero para ayudarle.

Tolstoi sabía que hacía mal frecuentando pros­titutas y sedu­ciendo campesi­nas. Se lo re­pro­chaba a si mismo e in­cluso tenía tendencia a re­pro­chárselo ante las intere­sa­das. Tenía ne­cesida­des físicas toda su vida pero descon­fiaba. No las amaba. Su descon­fianza llegaba hasta el odio hacia su sexualidad, que encontraba re­pugnante. Al fin d su vida anota: “La vista de una mu­jer con los senos desnudos me ha gustado siem­pre, in­cluso cuando era jo­ven”. Tolstoi, por na­turaleza, fue censor y puritano al mismo tiempo. Su pro­pia sexuali­dad le perturbaba y la de los demás le in­dignaba. En París, en 1857. Época en la que era un completo vaga­bundo se­xual, anota: “En el meublé donde me hospedo, die­cinueve contac­tos sobre treinta y seis son irregula­res. Eso me gusta ter­ri­ble­mente”. Si el pe­cado de luju­ria encarna el mal, las muje­res eran la fuente. El 16 de junio de 1847, con dieci­nueve años, de­cide conformarse a la regla si­guiente:

 

“Considerando que la compañía de mujeres es un mal so­cial inevitable,  debo guar­darme de ellas en la medida de lo posible. ¿Cuáles son las causas de la sen­sua­lidad, de la de­bili­dad, de la frivolidad y de toda suerte de vi­cios, sino las mu­jeres? ¿Quién nos hace perder nuestras cualida­des natu­rales de valor, de razón, de fir­meza, de lealtad, etc., sino las muje­res?

 

Lo triste es que guarda esta visión juvenil y casi orien­tal de las muje­res hasta el fin de su vida. Se es­fuerza por bos­quejar el retrato de Anna Kare­nina, pero no in­tenta nunca seria­mente com­prender a las mujeres de la vida real. No podía admitir que pu­die­ran com­por­tarse de manera adulta, seria y moralmente. En 1898 escribe, a la edad de se­tenta años: “(La mujer) es ge­neral­mente estúpida, pero el Diablo le presta su espí­ritu cuando tra­baja para él. Entonces se pro­du­cen mila­gros de pensa­miento, de presciencia, de con­s­tan­cia para hacer una obsceni­dad” O: “Es imposible pedir a una mujer que ana­lice sus sen­timientos sobre una base mo­ral. No puede hacerlo porque no posee sentido mo­ral, al menos ese que nos eleva por encima de todo”. Es­taba en des­acuerdo profundo con las teorías del libro so­bre la eman­cipación de J.S. Mill, La Dependencia de las mu­jeres. Para Tolstoi, el acceso a una pro­fesión debía vetarse a las mujeres, incluso a las céli­bes. La prostitu­ción era una de sus raras “vo­caciones honora­bles”. El pasaje en el que justi­fica el papel de la prostitución me­rece ser citado:

 

“¿Es preciso permitir la promiscuidad sexual, como de­sean muchos “libera­les?"¡Im­po­si­ble! Destruiría la vida de familia. Para soslayar esta difi­cultad, la ley de la evo­lu­ción ha elaborado un “puente de oro”, la pros­titu­ción. ¿Qué sería de Londres sin sus 70.000 pros­titu­tas! ¿Qué sería de la de­cencia y de la moralidad? ¿Cómo po­dría so­bre­vi­vir una fa­milia sin ellas? ¿Cuán­tas muje­res, joven­citas, permanece­r­ían castas? No, creo que la prosti­tución es ne­cesaria para mante­ner la fami­lia”.

 

Lo irritante es que si Tolstoi creía en la familia, no creía ver­dadera­mente en el matri­mo­nio. Y menos en el matrimo­nio cristiano entre adultos iguales en deberes y en dere­chos. Nadie fue sin duda menos adaptable a este tipo de institu­ción. Una campesina tuvo su oportu­ni­dad. Tolstoi, hacia la trein­tena, se enamora de una vecina, una huér­fana de veinte años lla­mada Vale­ria Ar­senev a la que durante algún tiempo considera su no­via. Pero no ama más que su lado in­fantil. Desde que ella manifiesta una mayor femini­dad y madu­rez, la encuen­tra poco me­nos que repulsiva. Explica en su diario: ¡Qué lás­tima! No tiene es­queleto, ni fuego, un pu­dding”. Pero, “su sonreír es do­loro­samente su­miso”. La en­cuentra “mal educada, ignorante, verdadera­mente estú­pida… Co­mienzo a hosti­garla tan cruel­mente que su sonreír se hace vaci­lante, mezclado de lágrimas”. Des­pués de ha­berla sermo­neado despiada­da­mente durante ocho meses, provoca la rup­tura me­diante una carta irri­tada: “Somos de­masiado di­feren­tes. El amor y el matrimonio no nos pro­porcio­narán más que sufrimiento”. Escribe a su tía: “Me porto muy mal. Pido a Dios que me per­done… Pero reparar lo hecho, me es impo­sible”.

          A los treinta y cuatro años se fija en la hija de un mé­dico, Sofia Bers, de diecio­cho años. Tolstoi no era lo que se dice un buen par­tido: no era rico y era un juga­dor no­torio. Ade­más, tenía conflictos con las autorida­des por haber insul­tado a un magistrado local. Había des­crito su físico algunos años antes: “Los rasgos más groseros, ru­dos, hor­rorosos (…) pe­que­ños ojos gri­ses más estúpi­dos que inteligentes (…) Un rostro de cam­pesina con gruesas manos y gruesos pies de campe­sino” Además, como de­testaba a los dentis­tas y evi­taba con­sultarles, en 1862, no tenía casi dientes. Pero Sofia era una mu­chacha sim­ple, inmadura. Medía un metro cin­cuenta y dos y estaba por aquella época compi­tiendo con sus hermanas por ca­sarse. Se sin­tió por ello aún más di­chosa de ca­sarse. Hizo su petición de mano oficial por carta, pero des­pués pareció tener dudas hasta el último mi­nuto. Cuando tuvo lu­gar, el matri­monio ya anunció el de­sastre que se aveci­naba. Por la ma­ñana, Tolstoi se presenta en el aparta­mento de Sofia: “He ve­nido a deci­ros que to­davía estamos a tiempo. (…) Todo puede ser anulado aún”. Ella prorrumpe en sollozos. Después de aquello, ce­nan, ella se cambia y sal­tan a un equipo de viaje lla­mado “dur­miente”, ti­rado por seis ca­ballos. Sofia vuelve a llorar. Tolstoi, que era huér­fano, no puede comprender y le grita: “Si os sentís tan de­solada por dejar a vuestra fa­milia es que no me amáis dema­siado”. Ya en la calesa in­tenta acari­ciarla, pero ella rehúsa. Piden una suite en el Hotel Bi­ru­levo. Con su samo­var ella le lleva una taza de te con mano temblo­rosa. El in­tenta de nuevo aproxi­marse, pero vuelve a rechazarle. En su diario, Tolstoi anota: “Iba entre lágrimas en el co­che. Es muy simple, tenía miedo”. El la en­cuentra “mór­bida”. Más tarde, cuando pasa a hacerle el amor y ella res­ponde en el sentido que él menos pensaba, añade: “In­creíble dicha. No creo que pueda durar toda la vida”.

Por supuesto, aquello no podía durar. Incluso la mu­jer más sumisa del mundo casada con un egocén­trico de tal en­vergadura hubiera en­con­trado di­fícil so­portarlo. Pero Sofía te­nía el su­fi­ciente juicio y pre­sencia de espíritu para resistir, al menos de vez en cuando, a aquella voluntad abruma­dora. De aquí resulta uno de los peores (o de los me­jores) matri­monios de la histo­ria. Tolstoi abre fuego a través de un des­astroso error de aprecia­ción. Uno de los rasgos característi­cos de los in­telectuales es creer que en el do­minio de la se­xuali­dad el secreto pre­senta peligros y que ma­rido y mujer deben “de­cirse todo": justo el ca­mino de sufrimientos inúti­les. Tolstoi inaugura su po­lítica de transpa­rencia in­sistiendo en que su mujer lea sus dia­rios íntimos que conservaba desde hacía quince años. Fue espan­toso para ella descu­brir que aquéllos contenían todos los deta­lles de su vida sexual (sin la menor censura de la época), de sus visitas a los bur­deles, de sus ju­gueteos con las prostitu­tas, las zíngaras, las campesi­nas, sus propias sir­vientas e in­cluso las amigas de su madre. La primera reacción de su esposa es pe­dirle que se des­haga de "esos horri­bles libros". Luego le pregunta por qué le hizo le­erlos: "Sí, os per­dono. Pero es horrible". Estos detalles y frases están extraídos del diario que con­ser­vaba desde los once años. Según la tesis de Tolstoi, cada uno debía tener un diario y li­bre ac­ceso al dia­rio del otro.

Su matrimonio no se repone jamás del choque inicial su­frido por So­fia cuando des­cu­bre que su marido era (a sus ojos) un monstruo sexual. Por otra parte, ella lee su dia­rio de una manera que Tolstoi no había previsto, y en­cuentra faltas que había tenido buen cui­dado de di­simu­lar (o al me­nos así lo creía él). Ella detecta, por ejemplo, que no reem­bolsaba sus deudas de juego. Constata tam­bién que nunca decía a las mujeres con las que hacía el amor que había te­nido una enfer­me­dad venérea y que aún pudiera te­nerla. La vida se­xual de Tolstoi, tan bien descrita en sus dia­rios, se mezcla inextri­ca­blemente en su espí­ritu con el horror de sus exi­gen­cias hasta las últi­mas consecuen­cias de unos pe­nosos y repe­tidos emba­ra­zos: una docena en veinte años. Ella pierde su­cesi­va­mente a Petia, mientras es­taba en­cinta de Nicolai que muere a su vez, al año de su na­cimiento. Tam­bién pierde a Va­vara, nacida pre­maturamente. Tolstoi, al que estos deta­lles no le intere­san, apenas la ayuda a so­portar sus em­bara­zos. Trata de ayudar en el na­cimiento de su hijo Sergei (más tarde utiliza esta expe­riencia para una es­cena de Anna Kare­nina) y se pone fu­rioso por­que Sofia no era ca­paz de dar debida­mente el pecho a su hijo.  Los em­bara­zos se­gui­dos de los abortos hacen evidente la re­pugnancia de su mujer a la hora de responder a sus de­man­das.  Tolstoi es­cribe a un amigo: Para un hombre apuesto nada hay peor que te­ner una mujer en­ferma. Había dejado de amarla muy pronto, poco des­pués de con­traer ma­tri­monio. Para ella esto fue especialmente trágico, pues le guarda una suerte de amor que con­fiesa en su diario:

No hay en mi más que un amor humillante y un mal ca­rác­ter.  Los dos han sido la causa de todas mis desgra­cias. Mi carácter interfiere siem­pre mi amor. No quiero más que su amor y su simpatía, pero él no me los da y toda mi fiereza acaba en el ba­rro. No soy más que un mi­sera­ble gusano aplastado al que nadie quiere ni nadie ama, una cria­tura in­útil con malestar cada mañana y un abultado vientre.   

Es difícil creer que tal matrimonio fuese sopor­table. En el curso de un pe­ríodo relati­va­mente calmado de su vida, hacia 1900, después de 38 años de casados, Sofia es­cribe a Tolstoi: Debo agradeceros la di­cha que me disteis antaño y la­mento que no haya podido durar tran­quila­mente el resto de nues­tra vida. Pero esto no era más que un gesto de apa­ci­guamiento. Sofia, desde el prin­ci­pio se esfuerza en hacer funcionar su pareja ad­minis­trando casi obsesivamente los nego­cios de su marido. Se hace in­dispensable y acaba con­virtién­dose  en una es­clava rebelde.

Acomete la terrible tarea de hacer con su admi­rable le­tra buena co­pias de sus novelas. Ella ter­mina amando este fasti­dioso trabajo, pues com­prende enseguida que Tolstoi era menos inso­portable y de­structor cuando ejer­cía su ver­dadero oficio. Es­cribe a su tía Ta­tiana que eran felices cuando es­cribía una novela. Pero no es tanto por el dinero. Lo esen­cial es que amo sus obras lite­rarias, las admiro y me excitan. Ella creyó por su cuenta y riesgo que, cuando Tolstoi dejase de es­cribir, él sería ca­paz de llenar el vacío de la gran mentira de su vida dedicán­dose a la familia que ella intentaba con­soli­dar.

Pero Tolstoi veía las cosas de otro modo. Educar, man­te­ner a una familia cuesta di­nero. Sus nove­las se lo pro­por­cionaba y llega a aso­ciar la escri­tura con la obli­gación de ganar di­nero, y las mismas no­velas con el matrimonio y a detestar los dos. El hecho de que So­fia le exhorte sin cesar a escribir no­velas confirma la exis­tencia de esta li­ga­dura. El se da cuenta de que el ma­trimonio y las novelas dejan en­tre­ver su misión de pro­feta, lo único que le importa. Y dice sin ambages en Mi confesión:

“Mis nuevas condiciones de vida, las de una vida de fa­mi­lia dichosa, me evitan toda bús­queda so­bre el sen­tido gene­ral de la vida. En esta época, toda mi existen­cia está cen­trada en la familia, mi mujer, mis hijos, y en con­se­cuencia en el cuidado de aumentar nuestros me­dios de subsistencia. Mi lucha por atender a la perfec­ción a título perso­nal, a la que ya ha­bía susti­tuido la lu­cha por la perfección en gen­eral y por el pro­greso, ha sido reem­plazado por el simple es­fuerzo de asegu­rar a mi familia las mejores condicio­nes de vida posi­bles.”

Tolstoi empieza pues a considerar al matrimonio como una fuente de des­dicha, un ob­s­tá­culo para el progreso mo­ral. Ge­neraliza su naufra­gio perso­nal, fus­tiga a esta in­stitu­ción e in­cluso al amor conyugal. En 1897, declara a su hija Tania, con una gran­deza digna del Rey Lear:

“Puedo comprender que un hombre depravado pueda en­contrar so­siego en el matrimo­nio. Pero que una joven pura quiera entregarse a este género de his­toria, me so­brepasa. Si yo fuera una joven no me ca­saría por nada del mundo. En cuanto al amor, se trate el de un hombre o el de una mujer, yo sé lo que signi­fica: un sentimiento inno­ble y mal­sano, ni be­llo, ni ele­vado, ni poético. No de­biera haberle abierto la puerta. Hubiera de­bido tomar pre­cau­ciones para evitar ser contami­nado por esta en­fermedad, como me protejo con­tra infec­cio­nes mucho menos graves como la dif­te­ria, el tifus o la es­carla­tina.”

Este pasaje y muchos otros indican que Tolstoi no había debido re­flexionar seria­mente sobre lo que es el matri­monio y en la célebre frase de Ana Kare­nina: “Todas las fami­lias felices se parecen, pero cada familia desgra­ciada, por el con­trario, es la misma”. Que el pa­dre beba o juegue, que la ma­dre sea infiel, los estigmas de la infe­licidad fami­liar son fami­liares y repetitivos. Pero existe también otras suertes de fa­milias dichosas. Si Tol­s­toi no examina se­riamente la cues­tión es porque no puede con­siderar a las muje­res con hones­tidad a causa del fracaso de su propio ma­trimonio.

Este matrimonio, incluso condenado desde el princi­pio, hubiera mar­chado mejor si otro pro­blema no hubiera ve­nido a juntarse. Después del sexo y el juego, la propie­dad fue la tercera fuente de culpabilidad de Tolstoi, y con mucho la más importante. Ella domina su existencia y termina por des­truirla. La hacienda de Iasnaia Poliana, la fuente de su fiereza y de su autori­dad, es tam­bién la de su malestar. Pues, en Ru­sia, la tierra y los campesinos esta­ban ligados de manera indi­soluble: no se puede po­seer la una sin los otros. Tolstoi he­reda la propiedad que pertenece a su madre cuando es aún muy joven. Re­flexiona ense­guida sobre esta gran pregunta: “¿Qué voy a hacer con mis campesi­nos?” Si hubiera sido ra­zonable, hubiera reconocido que no era com­pe­tente para ad­mi­n­istrar esa propie­dad. Que su don, su de­ber eran la es­cri­tura. Hu­biera vendido la propie­dad y se hubiera de­s­embara­zado de este problema moral y lo hubiera supe­rado es­cri­biendo libros. Pero Tol­stoi no era un hombre ra­zonable. Y no podía resignarse. Du­rante  cerca de me­dio siglo, se contor­siona y se agita inútilmente.

A fines de los años 1840 instaura su primera “reforma cam­pesina” y pro­clama más tarde que en esta época, en su me­dio, “la idea de que los siervos puedan ser li­bera­dos no se le ocurre a nadie”. Lo que desde luego era falso. Hacía una ge­neración que esta rei­vindi­ca­ción se extendía por to­das partes. Todos los pequeños círculos fi­losóficos de pro­vincia de­bat­ían este tema. Fue hermoso acompañar su “re­forma” de me­joras con la aportación de una máquina de va­por que él mismo diseña, pero sus esfuerzos no consi­guen gran cosa. Las difi­cultades intrín­secas de su ex­plotación y con sus “cer­dos campe­sinos”, como él dice, le hacen aban­do­nar. De esta experiencia no queda más que el per­sonaje de Nekhlioudov para hablar de los desengaños del jo­ven Tolstoi, en “La ma­ñana de un ter­rateniente”: “No he en­contrado más que rutina, ig­norancia, vi­cio, des­confianza y deses­peración”. Es­toy a punto de perder los me­jores años de mi vida”. Tolstoi deja la propie­dad des­pués de diecio­cho meses de esfuer­zos y vuelve al sexo, al juego, al ejér­cito y a la literatura. Pero los cam­pe­sinos, o quizá an­tes la idea que él tenía de los cam­pesinos, a los que no consideraba nunca como seres humanos, no deja de ator­mentar su espíritu. Su ac­titud al respecto fue cierta­mente ambi­valente. Re­fiere en su diario (1852): “He pa­sado la mañana discutiendo con Chou­bine sobre la esclavitud en Rusia. Es ver­dad que esta esclavitud es un mal, pero un mal extre­mada­mente agrada­ble.”

En 1856, Tolstoi sigue una segunda tentativa de “re­forma”. Declara que emancipará a sus siervos pagán­do­les treinta años de servicio. Toma esta decisión sin con­sultar a los que habían vivido la experiencia de la eman­cipa­ción. Los siervos, que habían oído decir que el nuevo emperador, Ale­jandro II, tenía la intención de liberarles sin con­dicio­nes, se olie­ron una trampa y rehusaron la proposición. Fu­rioso, les trata de igno­rantes y de sal­vajes intere­sados y es­cribe una carta al conde Dimitri Bludov, antiguo ministro del Inte­rior: “Si los siervos no son libe­rados en seis meses, pre­parémonos para un holo­causto”. Anota en su diario: “Empiezo a sentir odio hacia mi tía, a des­pecho de todo su afecto por mí”. Pero no era ella la única de la familia que tenía ideas insensatas e inma­du­ras.

Tolstoi vuelve la vista hacia la educación para buscar la so­lución al “pro­blema cam­pe­sino”. Desde Rousseau, los in­telectuales carecen de la ilusión de llegar a resol­ver de­finiti­vamente las di­ficultades de la educación de los seres huma­nos aplicando un nuevo sistema. Tolstoi comienza por edu­car, él mismo, a los hijos de los cam­pesi­nos y es­cribe a la condesa Alexandra Tols­toi. “Cuando entro en esta escuela y veo ese tropel de ni­ños sucios, flacos y andrajosos, con sus ojos bri­llantes y sus expresiones tan a me­nudo an­gé­licas, me entra miedo, como cuando he visto aho­garse  a gentes ante mis ojos (...). Quiero edu­car al pue­blo, aunque sólo sea para salvar a estos Puch­kine, estos Ostro­grado, estos Fila­retov a punto de aho­garse aquí”. Du­rante un breve per­íodo coge gusto a la en­señanza. Más tarde, de­clara a su biógrafo: “Debo las horas más lumino­sas de mi vida no al amor de las muje­res sino al del pueblo, al de los niños. Fueron mo­mentos ma­ravi­llo­sos”. No pretende que sus esfuerzos fructi­fiquen. No te­nía regla definida, ni asig­naba deberes para hacer en casa. “No traían más que a sí mismos, su natura­leza re­cep­tiva y la certeza de que el día de hoy en la escuela será tan gozoso como el de ayer”, es­cribe. Llegó a tener hasta se­tenta escue­las. Pero pronto se cansa y em­prende una gira por Ale­ma­nia con el pretexto de docu­men­tarse en las refor­mas germánicas sobre la materia. Del célebre Julius Fröbel dice: “En lugar de escuchar a Tolstoi, Fröbel perora. A fin de cuentas no es más que un judío”, decide Tolstoi.

La situación era ésa cuando de repente, en 1861, Ale­jandro II eman­cipa a los siervos. Muy enojado, Tolstoi desaprueba ese decreto impe­rial arbitrario. Cuando se casa al año si­guiente, la hacienda adquiere para él un nuevo sig­nificado; el del hogar de su fami­lia en el que sus novelas constituyen la fuente de sus recursos. Los años de “Guerra y Paz” y de “Anna Karenina” fueron los períodos más fecundos de su vida. A medida que las su­mas que le reportaban sus libros au­menta­ban com­praba tierra, invierte todo su di­nero en su propiedad y posee hasta cuatrocientos caballos en sus cua­dras, cinco gober­nantes y pre­ceptores en su casa, asistida por once sir­vientes. Pero el deseo de reformar a los cam­pesi­nos, a él mismo, a su familia, al mundo en­tero no le deja jamás.

En el espíritu de Tolstoi, la reforma política y el deseo de fundar un nuevo movimiento religioso acaban es­tando estre­chamente ligados. Desde 1855, escribe que quiere crear una fe basada en “la religión de Cristo, depurada de dogmas y de misticismo, prome­tiendo no una feli­cidad fu­tura sino dicha so­bre la tierra”. Esta idea no era nueva. Tols­toi, que no fue nunca un teó­logo, pu­blica dos largos li­belos, “Examen de la teología dogmá­tica” y “Unión y tra­ducción de los cuatro Evange­lios”, que no hicieron más que reforzar la alta opinión que tenía de sus facultades de pen­sador. Muchos es­critos reli­giosos de Tolstoi tie­nen poco sentido, cuando no están expresados en tér­minos de un panteísmo vago, del estilo: “Cono­cer a Dios y vivir son una y la misma cosa. Dios es la vida. Vivid buscando a Dios y no viviréis sin Dios” (1878-1879).

Sin embargo, los pensamientos místicos a veces deli­rantes de Tolstoi se asocian a pul­sio­nes políti­cas para formar un combustible altamente infla­ma­ble y poten­cial­mente peli­groso.

La primera explosión tiene lugar en diciembre de 1981. La familia re­sidía por aquel en­tonces en Moscú. Tolstoi va al mercado Khitrov, en un ba­rrio pobre, donde reparte di­nero a los deshereda­dos y les hace que le cuenten sus vidas. In­me­diatamente una mu­chedum­bre empieza a ro­de­arle y tiene que refugiarse en el al­bergue más cer­cano.

Ya de vuelta en casa, se quita el abrigo de pieles y toma asiento en la mesa para co­mer: cinco platos cons­tituyen el menú, servido por criados en­guantados y en­corbatados. Es­talla: ¡No se puede vivir así! ¡No se puede vivir así! ¡Es im­posi­ble!. Sus gestos vehe­mentes y sus amenazas de dar todo lo que poseen asustan a Sofia. Tolstoi se pone a pla­nificar sobre la marcha un nuevo sis­tema de caridad con los po­bres, basándose en el úl­timo censo, y se va al campo a con­sultar a su gurú V.K.Siutaiev, “el profeta campesino” y a dis­cutir con él las futu­ras reformas. Sofia, mientras tanto, se queda sola en Moscú, con su hijo en­fermo, Ale­xei, de 4 años.

Esta deserción lleva a la condesa a escribirle una carta a propósito de su relación, que destila una gota de amar­gura. Resume sus difi­cultades perso­nales con Tolstoi y la indig­na­ción que sien­ten las gen­tes del pue­blo en con­tacto con un gran intelectual humanista: “Mi pe­queño tiene una salud deli­cada y yo siento piedad por él. Puede que vos y Siu­taiev no améis particu­lar­mente a vuestros pro­pios hijos, pero no­sotros, sim­ples morta­les, somos in­ca­paces de desviar nues­tros senti­mientos y no justificamos nuestra falta de amor hacia una per­sona predicando otra clase de amor hacia el mundo entero.” 

Si a Sofía le subleva esta cuestión es porque, desde hace años, ya viene observando el cu­rioso comporta­miento de Tolstoi en relación a su fami­lia. La suerte de su desgra­ciado her­mano Dimitri hubiera de­bido inspi­rarle com­pasión. Di­mitri, caído en el fango, se ha­bía ca­sado con una pros­tituta. Mueve muy joven de tuber­culosis en 1856. Tolstoi se re­signa a pasar una hora en su lecho de muerte pero evitar asistir a sus funerales, pre­fi­riendo irse a una recepción. Más tarde usa de estas dos escenas (la del lecho de muerte y la de su ausen­cia) en una no­vela. También de su her­mano Ni­colai, que muere igual­mente de tu­ber­culo­sis, hubiera debido compade­cerse pero Tols­toi rehúsa visitarle. Y es él, Ni­co­lai, quien tiene que desplazarse para verle por última vez y mo­rir en sus brazos. Tampoco hace gran cosa para ayudar a su ter­cer hermano, Serguei, cuando pierde toda su fortuna en el juego. To­dos, inde­fecti­blemente, eran en realidad débiles de carác­ter. Pero uno de los prin­cipios de Tolstoi, como él mismo de­cía, ¿no era precisamente que es el fuerte el que debe ayu­dar al débil?

Su comportamiento con sus amigos es también lo sufi­cien­temente revela­dor. No fue ni altruista ni dócil más que con un estudiante de la univer­sidad de Kazan, Mitia Diakov, ma­yor que él. Pero esta amistad palidece rápida­mente. Por regla ge­neral, Tolstoi to­maba, sus amigos daban, como se­ñala So­fia al copiar sus prime­ros diarios ínti­mos: “Su ado­ración por sí mismo so­bre­sale en su re­lación con cada uno de sus ami­gos. Las gentes no existen para el más que en la medida que le afectan personal­mente”. Pero es que la in­dulgen­cia de los que le co­nocie­ron es también llamativa. Críticos se­veros, perso­nali­da­des inde­pendientes veneraron a Tolstoi, soporta­ron su egocen­trismo, se do­blega­ron bajo su terrible ojo, se ple­garon bajo la fuerza masiva de su volun­tad y, por su­puesto, se prosternaron ante el altar de su ge­nio. Pero Anton Tchekov, un hombre sutil y sensible, cons­ciente de los nume­ro­sos de­fectos de Tolstoi, escribe: “Temo la muerte de Tolstoi. Si él muere, dejará un gran vacío en mi vida... Nunca he amado a un hombre tanto como a él... En tanto exista un Tolstoi en la literatura, será fácil y agra­dable ser es­critor. In­cluso no habiendo hecho nada, será menos te­rrible puesto que Tolstoi habrá hecho su­fi­ciente­mente por todos”.

Turgueniev tenía buenas razones para temer al egoísmo de Tolstoi y a su crueldad. Ha­bía aten­dido ampliamente a sus gastos en los prime­ros compa­ses de su carrera lite­raria. Se mostró gene­roso y solícito ayu­dando al joven es­critor pero no recibió a cambio más que frialdad e ingrati­tud. Fiel a su cos­tumbre, Tols­toi atacaba brutal­mente y a me­nudo con brío, las ideas más queridas de sus amigos. Tur­gueniev, un gigante con el co­razón tierno, era incapaz de pagarle con la misma moneda. Pero reconocía que el comporta­miento de Tolstoi le exas­pe­raba. Para él no había nada más in­soporta­ble que “esa mi­rada pene­trante, te­ñida de dos o tres señales veneno­sas su­ficientes para volver loco a cualquiera”. Cuando deja a Tolstoi, para que la lea, su no­vela Padres e Hijos, que tanto trabajo le había cos­tado, Tolstoi se duerme y, al volver, Tur­gue­niev le encuentra ron­cando. Des­pués de su quere­lla a pro­pósito de la hija de Turgueniev, que ter­mina necesa­riamente en duelo, es Tur­gue­niev quien se ex­cusa. Según Sofía, Tols­toi habría respon­dido: “Me tie­nes miedo. Te desprecio. No quiero verte”. Fet, el poeta, intenta poner paz entre ellos, pero Tolstoi le de­tiene: “Turgueniev es un canalla que me­rece una paliza. Os ruego que trans­mitáis esto tan fielmente como me habéis transmitido sus en­can­tado­res comenta­rios.” Tols­toi es­cribe en su diario mu­chas cosas desagradables, a menudo falsas, sobre Tur­gue­niev. Su corres­ponden­cia re­fleja au­sencia de reci­procidad en su amistad. Pró­ximo a su muerte, Tur­gue­niev es­cribe la última carta a Tolstoi en 1883: “Amigo mío, que el gran es­critor de la tierra rusa, escuche mi llamada. Hazme sa­ber si has reci­bido estos garabatos y permí­teme que te abrace una vez más, fuerte, muy fuerte, a ti, a tu mujer y a toda tu fa­milia. No puedo con­ti­nuar. Estoy cansado.” Tolstoi jamás respondió a esta carta paté­tica, aun­que Tur­gueniev vivi­ría to­da­vía dos meses más. Su re­acción cuando conoce la muerte de Tur­gue­niev no sorprende por consi­guiente. Juega su papel, hace que el pú­blico le espere y declara: “Pienso continuamente en Tur­gueniev. Le amo terri­ble­mente. Me ins­pira pie­dad, le leo, vivo con él.” Como ob­serva Sofía, Tolstoi, in­capaz de vivir la inti­midad frente a frente, con amor o con amistad real, pre­fiere abrazar a la humanidad, algo fácil que podía hacer ade­más brillan­temente, de ma­nera teatral, a la vista de todos en la plaza pública.

Tolstoi era un actor que cambiaba continua­mente de papel en la obra que tenía por tema el servicio a la humanidad. En Tolstoi la pul­sión didáctica es más fuerte que las demás. Desde que ese determi­nado asunto le cautiva, escribe un li­bro o emprende una nueva re­forma revoluciona­ria sin ape­nas sopesarlo y sin consultar a ex­per­tos. Después se ocupa du­rante va­rios me­ses de la agricultura y se pone a diseñar mate­rial agrícola. Aprende a tocar el piano y escribe al mismo tiempo Fun­damentos de la música y reglas para su estudio. Poco tiempo después de haber abierto una es­cuela, revisa toda su teoría sobre la educa­ción. Se cree capaz de abordar cualquier disci­plina, de descubrir los pun­tos dé­biles de ésta o de establecer nuevas reglas. Pro­yecta reformas educati­vas y agra­rias. So­fia, desen­gañada, es obligada a co­piar sus cua­dernos llenos de notas ilegi­bles: “Detesto este libro de Lec­tura, esta Aritmética, esta Gramática, y no puedo fingir que me in­tere­san”, dice abiertamente.

Después, Tolstoi da a su vida un giro completo. Como nu­merosos intelec­tuales, expe­ri­menta una urgente ne­ce­sidad de identificarse “con los tra­baja­dores”, y ello se mani­fiesta con intermitencia a lo largo de los años 1860 y 1870. Se detiene en 1884. Tolstoi re­nun­cia a su tí­tulo (pero no a sus mo­dales tiránicos), haciendo que se le llame “Lev Ni­kolaie­vitch”. Se trata de una de esas po­ses a las que los intelectua­les suelen ser tan afi­ciona­dos. Se viste como un campesino. Este dis­fraz es adecuado para el amor de Tolstoi por el tea­tro in­cluso en el sen­tido fí­sico. Se comporta como un cam­pesino in­cluso en los ges­tos. Las bo­tas, la blusa, la barba, el gorro se con­vierten en el uni­forme del nuevo pro­feta Tols­toi. Ese instinto de las relaciones públicas, presente en nu­mero­sos intelec­tuales, le inspira esa idea. Los periodistas re­co­rren milla­res de kilóme­tros para ir a verle. La foto­grafía es ya un in­vento universal­mente exten­dido y la actualidad filmada hace su apari­ción cuando Tolstoi está entrando en la ve­jez. Esa apariencia campe­sina re­sulta además ideal para su papel de primer pro­feta de los me­dia.

Tolstoi puede así hacerse fotografiar y filmar haciendo di­versos tra­bajos manuales en los años 1880. Sofia anota el 1º de noviembre de 1885: “Se levanta a las siete, cuando to­davía es de no­che. Achica agua por toda la casa y la acarrea a una enorme cuba colo­cada sobre un trineo. Des­pués re­coge gruesos leños, los corta en trozos más me­nudos y los apila. No come más que pan blanco y no sale nunca a nin­guna parte”. Tolstoi cuenta en su dia­rio que limpia las habitaciones con sus hijos. “Me da ver­güenza hacer lo que debo hacer: vaciar el orinal.” Algu­nos días más tarde vence su repug­nan­cia y termina haciéndolo sin pro­blema. Pide consejo a un za­patero en la choza de éste y es­cribe: “Está en su rincón sucio y os­curo, como una luz mo­ralmente esplén­dida”. Después de un curso rápido so­bre una materia de por sí difícil, Tolstoi se pone a fa­bricar calzado para toda la fa­milia y botas para él. Hace también un par para Fet pero nadie sabe si al poeta esto le gustó. Sus hijos, en cualquier caso, se niegan a llevar los zapatos que hizo para ellos. En la herrería, Tolstoi excla­maba: “Tengo la impresión de ser un obrero al servi­cio de las flores del alma.” Pero lo deja rápi­damente, vuelve a trabajar la tie­rra, a car­gar estiér­col o troncos, a ayudar a construir cho­zas. Inventa un tipo de ar­mazón y se hace fotogra­fiar con él, un escoplo fo­rrado en cuero y una sierra para colocársela en su larga cintura. Pero este en­tu­siasmo cesa tan rápida­mente como empezó.

Tolstoi no estaba hecho para los esfuerzos pro­longa­dos, salvo cuando es­cribe. En­fren­tado a las dificulta­des, pierde pronto la pacien­cia y la per­seve­rancia. Abandona la doma de caballos, una materia que co­nocía bien, desde que dejan de interesarle las ca­balleri­zas. So­fia tiene una agria disputa con él a este propó­sito el 18 de junio de 1884. Ella le repro­cha el estado de las polainas compradas en Sama­ria, que cierta­mente esta­ban para  desechar a causa de su negligen­cia. Deci­di­damente, dice Sofia, todo lo que emprende, in­cluso las obras de cari­dad, termina de la misma manera. Todo está mal conce­bido y es inconsis­tente. Tolstoi deja la habitación ame­na­zando con emigrar a América.

El desorden que deja Tolstoi en su entorno no per­turba más que a sus fa­miliares. Sus in­terven­ciones públicas y sus aren­gas presentaban peli­gros más gra­ves. Sin em­bargo, no to­das sus in­tervenciones fueron desafortuna­das. Desde 1885, Tolstoi presta atención a las hambru­nas que su­fre pe­rió­dica­mente Rusia en sus regiones. Sus planes de asis­ten­cia apor­tan algún alivio en el curso de la gran escasez de 1890, mientras el go­bierno se es­fuerza en ocultarla. Forma parte de una de las numerosas mino­rías perse­guidas que de­nuncian las sevicias sufri­das por los “doukho­bors”, una comu­ni­dad de vegetarianos pa­ci­fistas a la que el gobierno trata de ani­quilar. Ob­tiene un visado de emigra­ción para el Canadá. Pero se muestra duro con los judíos, otra mi­noría asi­mismo perse­guida, y su opinión complica la si­tuación.

Las más graves, en todo caso, fueron su certi­dumbre en ser el único en poseer la solu­ción para remediar la mi­seria del mundo, en negarse a partici­par en cual­quier esfuerzo de me­jora que escapase a su control. In­cluso su misma caridad era fruto del egoísmo. Cambia ra­dical­mente de opinión en di­ver­sos periodos de su vida sobre la mayor parte de los pro­ble­mas políticos, sobre la re­forma agraria, la colonización, la guerra, la mo­nar­quía, el Estado, la propiedad, etc. La lista de contra­dicciones en Tolstoi es intermi­nable. No fue co­herente más que en un punto: su rechazo sis­temático a par­ticipar en todo pro­grama que pu­diera abordar una reforma en Rusia que afectara a la raíz de los pro­ble­mas. Denuncia la doctrina liberal de “mejoras” como una ilusión peligrosa. Tolstoi odiaba la democracia, despreciaba a los parlamen­tos —com­prendidos los di­putados de la Duma rusa—, “niños jugando a ser grandes”. Según Tolstoi, Rusia, sin parla­mento, era un país mucho más libre que Inglate­rra, y los as­pectos más im­portantes de la vida no exigían una re­forma parlamentaria. Tols­toi experimentaba un odio par­ticu­lar hacia la tradi­ción liberal rusa. En Guerra y Paz pone en la pi­cota al conde Spe­ranski, el primero de los “pretendidos” reformis­tas.

Así, el más grande escritor ruso se opone feroz­mente du­rante medio siglo a toda re­forma sis­temática del régi­men za­rista y ridiculiza a los que afirman la nece­sidad. Esta ac­titud ad­quiere un sombrío significado en la historia de Ru­sia.

¿Qué otra alternativa podría escoger? Si se con­tentaba con sostener, como Dickens, Con­rad y otros grandes es­critores, que las mejoras es­tructurales tenían un valor limitado, que es el co­razón del hombre lo que es pre­ciso cambiar, su po­sición hubiera tenido sen­tido. Pero Tolstoi no se detiene en esto. Sin negar la necesidad del pro­greso mo­ral indi­vidual, hace tam­bién alusión constante­mente a la necesidad, a la inminencia de una gi­gantesca con­vul­sión moral que subvir­tiese el mundo instaurando un reino celeste. Sus esfuerzos utó­picos estaban desti­nados a preparar el reino del milena­rismo. Nin­guna re­flexión seria apuntalaba esta visión es­pecta­cular del ca­ta­clismo. Las teorías de Marx se inspiraron en esta visión poética de las cosas.

Tolstoi, como Marx, tuvo por otra parte una compren­sión errónea de la his­toria de la que no sabía gran cosa. Aún sabía menos de la ma­nera cómo se produjeron los grandes aconte­cimientos. Como deplora Turgue­niev, los cur­sos de la histo­ria, “burlescos”, “as­tutos”, como Tolstoi hilvana en Guerra y Paz, llevan la señal del au­todidacta. “Pero, ¡filo­sofa!”, iro­niza Flaubert con des­precio en una carta a Tur­gueniev. Tolstoi era deter­mi­nista y anti-indivi­dualista. Víctima de una grave ilu­sión, creía que los hechos llegaban en vir­tud de de­ci­siones tomadas delibe­radamente por los hombres en el po­der. Pero los que pa­recían go­bernar no sabían real­mente lo que pasa. Aún menos lo que deter­mina un hecho decisivo. Sólo la acti­vidad inconsciente importa. La historia es el pro­ducto de millones de decisión to­madas por descono­cidos que igno­ran lo que hacen y sus conse­cuencias. Aunque sea por un camino dife­rente, la noción tolstoiana del desarrollo de la historia se parece mucho a la de Marx. ¿Por qué adopta Tolstoi esta filosofía? Sus mó­vi­les no están cla­ros. Puede que sea en razón de su con­cepto romántico del campesi­nado ruso, en la que veía al árbitro supremo, la fuerza del país. Creía que todos los acon­teci­mientos es­condían leyes que go­ber­naba realmente nuestras vi­das. Des­gra­ciadamente, es pro­ba­blemente imposible co­nocer esas leyes desconocidas. Antes que aceptar este he­cho la­mentable es preferible creer que la histo­ria está hecha por grandes hombres, hé­roes que juegan con su libre arbi­trio. En el fondo, Tolstoi, como Marx, fue un gnóstico. Re­futa todas las ex­plicaciones objetivas de los acontecimien­tos y busca el mecanismo se­creto que se es­conde bajo su superficie aparente. Este saber intui­tivo, per­ci­bido colec­ti­vamente por grupos cor­porati­vos, fue el proleta­riado para Marx y el campesinado para Tolstoi; pero ambos necesita­ban de intér­pretes (como Marx) o de profetas (como Tols­toi). Pero esen­cial­mente era su fuerza colectiva, su “rec­ti­tud” lo que hacía cambiar el curso de la historia. En Gue­rra y Paz, para demostrar el fun­ciona­miento de esta teoría de la historia, Tolstoi falsifica los hechos, como Marx falsifica las cifras oficiales y sus re­ferencias en el Capital. Tolstoi utiliza pues también a su manera las guerras na­poleó­nicas. Y Marx, como Procuste, desfigura la Revolución industrial para hacerla entrar en su teoría del determi­nismo histó­rico.

Nada hay pues de extraño que encontremos a un Tols­toi caminando sobre la vía de la so­lución colecti­vista para solu­cionar el problema so­cial de Rusia. Desde agosto de 1865, re­lacionándolo con el problema de la hambruna, anota en su cua­derno: “El defecto na­cional y univer­sal de Rusia con­siste en dotar al mundo de una estructura so­cial sin pro­pie­dad de la tierra. La pro­piedad es el robo y esta verdad siempre es­tará por en­cima de la constitu­ción inglesa mien­tras la familia humana exista”. Cuarenta y tres años más tarde, vol­viendo sobre esta nota, Tolstoi se maravilla de su pres­ciencia. Desde en­ton­ces, se reúne con mar­xistas, leni­nistas de primera hora tales como S. Mun­tianov, con el que mantiene correspon­dencia desde su exilio sibe­riano y re­futa su ale­gato contra la violen­cia. “Es difícil, Lev Ni­kolaie­vich, acos­tum­brarme. Este socia­lismo es mi fe y mi Dios”. A buen seguro, vos pre­co­nizáis casi la misma cosa, pero uti­lizáis la táctica del “amor” y nos la de la “vio­lencia”. La discusión versaba ciertamente so­bre la táctica y no sobre la es­trate­gia, sobre los me­dios y no so­bre los fines. El hecho de que Tolstoi hubiese ha­blado de Dios y el haberse lla­mado cristiano no cambia gran cosa el asunto. Que la Igle­sia ortodoxa le ex­comulgara en fe­brero de 1901 tam­poco sorprende, pues con­testa la di­vi­nidad de Cristo, afirma que hablar a Dios o dirigirse a El en oración era “la mayor de las blasfemias”. No escoge del Antiguo o del Nuevo Tes­tamento, para las enseñan­zas de Cristo y de la Igle­sia, más que lo que le con­viene, de­jando a un lado lo de­más. Tolstoi no fue nunca un cristiano en el sentido más usual. ¿Creía en Dios? Esto es aún más difí­cil de afirmar. Su defi­nición va­riaba a me­nudo. En el fondo, “Dios”, para Tolstoi, era lo que el de­seaba ver llegar, di­cho de otro modo, la reforma total. Este concepto es más se­glar que reli­gioso. En cuanto al Dios Pa­dre de la tra­dición es, para Tolstoi, todo lo más un igual que ob­serva celosamente desde su gua­rida.

Ya anciano, Tolstoi denuncia el patriotismo y el impe­ria­lismo, la gue­rra, la violencia bajo todas sus formas, lo que le impide toda alianza con los marxistas. Se su­pone que los mar­xistas, una vez en el poder, no renun­cian, en la práctica, al Es­tado como preten­dían. Es­cribe en 1898 que si la esca­tología marxista prevaleciese “se produciría simple­mente una transferencia de despo­tismo. Hoy la regla capitalista, mañana la de los diri­gentes obre­ros”. Pero esta perspectiva no le pre­ocu­paba demasiado. Du­daba desde siempre que la transfe­rencia de la propiedad a las masas no se produ­jese bajo un sistema tiránico, in­cluso bajo el régimen del zar. No conside­raba a en nin­gún caso a los marxis­tas como enemi­gos. Sus ver­dade­ros enemigos eran los demó­cratas estilo europeo, los parlamentarios liberales que co­rrom­pían al mundo entero con sus ideas. En sus últimas obras, Carta a los Chi­nos y El sig­nificado de la Re­volución Rusa (ambas de 1906), se alinea re­sueltamente con la Rusia del Este: “Todo lo que hacen los pueblos occiden­tales puede y debe ser­vir de ejemplo de lo que los pueblos del Este no de­ben hacer en ningún caso. Se­guir el camino de las naciones oc­cidenta­les su­pondría tomar la vía directa de la destrucción”. Para Tolstoi, el peligro ma­yor para el mundo era “el sis­tema democrático de Gran Bretaña y de Esta­dos Unidos”, li­gado al culto al Estado y a la violencia de las ins­titucio­nes. Rusia debía regresar del Oeste, renun­ciar a la in­dustria, abolir el Estado y optar por la no violencia.

A tenor de los acontecimientos recientes y te­niendo en cuenta lo que real­mente ha pa­sado en Rusia, estas ideas pue­den parecer bizarras e in­con­gruentes, incluso para su época. Pues, en 1906, este país se in­dustrializa más que cual­quier otra nación de la tie­rra y prac­tica una forma de capita­lismo de Estado que iba a ser el trampolín para el Este to­ta­litario de Stalin.

Pero en esta etapa de su vida, Tolstoi había per­dido todo contacto con la realidad y no se intere­saba por ella. Re­co­noce que el Estado estaba co­rrom­pido y lo ataca. Pero no ve, aun­que era evi­dente para Sofia, que la corrup­ción del poder podía tomar diversas for­mas, La que, por ejem­plo, ejercía un gran hom­bre, un pro­feta, un sabio sobre sus adep­tos cuando él mismo está co­rrom­pido por la adulación, el servilismo y la lisonja.

 Hacia la mitad de los años 1880, su hacienda de Ias­naia Po­liana se con­vierte en una es­pe­cie de corte, de lugar de pe­re­grinaje a donde afluían indi­viduos de to­das clases a la busca de consejos, de ayuda, de sabi­duría mila­grosa. Otros iban a llevar extraños men­sajes de su credo, ve­getaria­nos, par­tisa­nos de la ali­menta­ción de pecho, de Henry George, mon­jes, lamas y bon­zos, pacifis­tas, perio­distas, excéntricos, locos y enfer­mos crónicos. Sin contar los efectivos regula­res de discí­pulos del círculo perso­nal de Tolstoi. Todos, a su ma­nera. Considera­ban a Tolstoi como su jefe espiritual, un poco como un papa, un pa­triarca o un Mesías. Co­mo los peregri­nos que iban a re­cogerse sobre la tumba de Rous­seau en los años 1780, los visitan­tes es­tampaban o gra­baban ins­cripcio­nes en la casa de ve­rano del par­que: “¡Abajo el cas­tigo capi­ta­lista!” “Tra­bajadores del mundo entero, ¡uníos para ren­dir home­naje a un genio!” “¡Pueda la vida de Lev Niko­laievitch prolon­garse numerosos años todavía!” “¡Sa­ludos al conde Tolstoi, de los re­a­lis­tas de Tula!”, etc. Tols­toi, vene­rado en su vejez, se inserta en el es­quema recu­rrente de los intelec­tuales ávido de cele­bridad. Forma una especie de go­bierno,  se ocupa de proble­mas de diversas partes del mundo, ofrece so­lu­ciones, se cartea con reyes y presi­dentes, hace circu­lar protestas, publica sus opinio­nes, firma peticiones, presta su nombre a causas sagradas y pro­fanas, buenas y ma­las…

Durante los años 1880, Tolstoi, a la cabeza de este “reino” se pro­cura in­cluso un Primer minis­tro en la per­sona de Vla­dimir Grigorevitch Chert­kov (1854-1936), un hombre rico, antiguo oficial de la guardia, que se había in­troducido en la corte habiendo logrado una posición destacada. Aparece en fotografías del Maestro: labios fi­nos, ojos pe­queños y abo­targados, barbilla corta, aire apostólico y lleno de de­vo­ción ser­vil. Ejerce sobre todo una gran influencia en Tolstoi, re­cor­dando al anciano sus votos y sus profecías, y le re­mite a sus ideas empuján­dole siempre a las soluciones más extre­mas. Se convierte en un maestro de la lisonja a quien Tols­toi escucha con toda com­pla­cen­cia.

Los visitantes y adeptos del círculo de Tolstoi anotan sus obiter di­cta, una sucesión de genera­lidades excéntri­cas o ba­nalidades raídas que ca­recen de todo interés. Recuerdan a las de Napo­león en e el exi­lio o las pro­puestas familiares de Hitler: “Cuanto más viejo, más con­ven­cido estoy de que el amor es lo más importante” “Ig­norad la lite­ratura escrita des­pués de los se­senta. Todo es confuso. Leed todo lo que fue escrito antes” “Es Uno lo que está en nosotros, en todo el mundo, lo que nos une a los unos con los otros”. Todas la líneas convergen en el centro, nosotros nos re­unimos en torno al Uno” “Lo primero que sor­prende a propósito de esos aeroplanos y los pro­yectiles volantes es que nue­vos impues­tos serán cargados al pueblo. Lo que de­muestra que en un cierto estado moral de la sociedad, ningún pro­greso material podrá ser benéfico, más bien al contrario, peli­groso”. En cuanto a la vacuna con­tra la viruela: “¿De qué sirve es­capar a la muerte? De todos modos moriréis” “Si los campesinos po­seyeran la tie­rra, no haríamos esos estúpi­dos macizos de flo­res” “El mundo sería mejor si  las mu­jeres fue­ran menos char­latanas” “Los niños no tienen ne­cesidad de ser educa­dos (...) Estoy convencido de que, cuanto más educado está un hombre más es­túpido es”. “Los franceses son uno de los pueblos más simpáticos” “Sin re­ligión siem­pre habrá desen­freno, bam­balinas y vodka” “Tra­bajar por una causa común, es así cómo sería preciso vi­vir, como vi­ven los pájaros y las briz­nas de hierba” “Cuanto peor es, mejor es”.

La familia de Tolstoi termina siendo la víctima de los entor­nos del profeta. Habiendo es­cogido vi­vir el padre una vida pública, son sus hijos los que terminan consu­midos por el estallido de esa publicidad y obligados a formar parte de los dra­mas de los que reci­ben las cica­tri­ces. Andrei su­fre de sínco­pes nerviosos y deja a su mujer y a sus hijos para entre­garse a actividades antise­mitas. Las hijas experimentan un odio creciente hacia su padre en torno a la sexualidad. Como Marx, aleja Tolstoi a sus pretendientes y de­testa a todos los hom­bres que ellas escogen. En 1897, Tania, de treinta y tres años, se ena­mora de un viudo, padre de seis hijos. Pa­recía el hombre ade­cuado para ella, pero era li­beral y Tolstoi se enfu­rece. Le da todo un curo sobre los in­con­venientes del matri­monio. Macha se enamora, pre­tende ca­sarse y recibe el mismo trato. La más joven, Alexandra, que se entendía muy mal con su ma­dre, es la que antes siente la tenta­ción de con­vertirse en uno de sus discípulos.

Sofia soporta durante un cuarto de siglo, sufre sus exi­gen­cias sexuales y repetidas gro­serías hasta que Tolstoi decide que deben re­nunciar am­bos al sexo y vivir "como her­mano y hermana". Ella encuentra esta pre­tensión in­sultante para su estatuto de esposa. Es más, Tolstoi es capaz de hablar y es­cribir acerca de ese tema. Y Sofia no tiene más remedio que soportar que todo el mundo vea su dormitorio. El quería habitaciones se­pa­radas. Ella exi­gía dos camas en la misma habitación como símbolo de la continuidad de su matrimo­nio. Después Tolstoi mostraría celos a este propó­sito. Es­cribe una historia sombría, So­nata a Kreutzer, en la que un marido, loco de ce­los por la relación de su mujer con un violinista, asesina a su es­posa. Sofia copia su novela, como otros escri­tos, con re­pugnancia e inquie­tud, y teme que se la confunda con ella. La publicación se re­trasa a causa de la censura pero el manus­crito cir­cula y el rumor, en efecto, se propaga. Sofia, conven­cida de que ella no es la heroína de la no­vela, se siente impul­sada a pedir que se ac­tive la publi­cación. Esta disputa casi pública tiene el con­trapunto de terribles querellas con motivo de los despro­pó­sitos de Tolstoi, incapaz de res­petar sus votos de castidad y de re­nun­ciar al acoso sexual a que somete periódi­camente a su es­posa. A fi­nes del año 1888 anota en su diario: “El De­monio me ha vuelto a pi­llar… el otro día, he dor­mido mal, como des­pués de un crimen”. Días más tarde: “Más poseído que nunca, he caído”. En 1898 con­fía a Ayl­mer Maude: “He sido un marido, la noche pasada. No hay ra­zón para abandonar la lucha. Puede que Dios me ayude a volver a em­pezar.”

En el transcurso de estos años de tensión, la lo­cura de una política de transparencia en Tolstoi se hace mani­fiesta. Al principio, Sofia re­chaza leer los diarios ínti­mos de su ma­rido. Después se habitúa. Tam­bién se acostum­bra a copiar los ma­nuscritos a pesar de ser una es­critura difícil de desci­frar. Los intelectuales redactan a menudo sus diarios ín­ti­mos para una publica­ción even­tual o para servir de piezas de convicción, ins­tru­mentos de propa­ganda, ar­mas defensi­vas u ofen­sivas frente a críticas ocasionales. Cuando sus rela­ciones con Sofia se deterio­ran, Tolstoi se vuelve muy agresivo a este res­pecto, y mu­cho menos deseoso de hacerle leer su diario. Sofia anota en 1890: “He hecho copias de sus diarios. Está in­quieto… Le gustaría destruir los más anti­guos, no apa­rece ante sus hijos y ante su público más que en ropa patriarcal. Su vanidad es in­mensa”. Tolstoi es­conde su diario de esas fechas. Ter­mina la glasnost y la reemplaza por una polí­tica hi­pócrita de dos ca­ras. Tolstoi habla tran­quilamente de su diarios (que cree pri­vados) de sus disputas con Sofia a propó­sito de la Sonata a Kreutzer. Sofia es­cribe en el suyo: “Liova ha ce­sado toda relación conmigo… He leído sus diarios a es­condidas para tratar de encontrar lo que pueda unir nuestras vidas. Pero esta lectura no hace más que apor­tarme una desesperanza más profunda. Evidente­mente ha descubierto que los he leído y los ha escondido más”. “Antes me en­cargaba la copia de sus escritos. Ahora se lo pide a sus hijas (ella no dice nues­tras hijas) y esconde todo cuidadosamente. Esta ma­nera de ex­cluirme de su vida personal me enloquece. Es un dolor inso­portable”. Tolstoi empieza un nuevo diario “secreto” que es­conde en una de sus botas. Sofia, no encontrando nada intere­sante en su dia­rio usual, sospecha la exis­ten­cia de ese diario se­creto, lo busca por todas partes y termina en­con­trán­dolo. Lo incor­pora triunfalmente a su escon­drijo perso­nal y añade una hoja de papel en la que escribe: “Con el corazón dolorido, he re­co­piado este dia­rio la­mentable de mi marido. Todo lo que dice sobre mí e in­cluso sobre nuestro ma­trimo­nio es injusto, cruel y —que Dios y Liovtchka me perdo­nen— mendaz, distor­sionado e imaginario.”

¿A propósito de qué viene esta batalla de pesa­dilla so­bre los diarios ínti­mos? Tolstoi estaba convencido de que de su mu­jer dependía que lle­vasen lo que se llama una vida “normal”, algo que por aquel enton­ces él con­side­raba pro­pio de una moral abyecta en el sentido de cons­tituir un obstáculo a su desarrollo espiritual. Reco­nocía que Sofia no era grosera­mente materia­lista. Ella no re­futaba el valor mo­ral de su ar­gumentación y le ha­bía es­crito incluso: “En conjunto, entre el gen­tío, veo el res­plandor de la linterna, reco­nozco que es la luz, pero no puedo ir más deprisa; estoy entorpecida por la muche­dum­bre, por mi en­torno, por mis costumbres”. Pero Tolstoi, vigi­lante, se impacienta, en­cuentra su existencia de­masiado lujosa y cada vez más re­pug­nante. Asocia ese modo de vida a Sofia: “Estamos senta­dos fuera y come­mos diez platos y postres servi­dos por la­cayos con cu­biertos de plata… ante las mis­mas nari­ces de los pordio­seros que pasan”. Tolstoi es­cribe a Sofia: “Tu manera de vivir es precisamente de lo que quiero huir y so­bre lo que siento el horror que me ha puesto al borde del suici­dio. No puedo acomo­darme a este modo de vida que me des­truye… Entre nosotros es una lucha a muerte”.

El apogeo trágico y despiadado de esta lucha se preci­pita en junio de 1910. Lo propicia la vuelta del exilio de Chert­kov, quien odiaba a Sofia por considerarla clara­mente una rival y un obstáculo para su as­cendiente so­bre el pro­feta. Gracias al diario que tenía Va­lentin Boulga­kov, el nuevo se­creta­rio de Tolstoi, disponemos de un informe íntimo bastante objetivo sobre lo que su­cedió. En el cír­culo de Tolstoi, la ob­sesión por los dia­rios ínti­mos al­canza tal grado de locura que Chertkov ordena a Boulgakov que le envíe una co­pia del suyo. Cuando Chertkov re­gresa del exilio, Boul­gakov anota. “Desde que ha apa­re­cido en Ias­naia Po­liana, los acon­tecimientos han adqui­rido unos de­rrote­ros dra­máticos en la familia Tolstoi. Habiéndome rendido cuenta so­bre esta “censura” apre­miante, yo, con diversos pre­textos, he de­jado de enviar (a Chertkov) copias de mi diario a des­pecho de sus de­mandas reitera­das. Boulga­kov admite que desde su lle­gada tenía pre­venciones co­ntra la con­desa. Le había “ad­vertido” que ella era “muy antipática, por no decir hos­til”. Pero él la en­cuentra “graciosa y hospi­talaria”. “Me atrae su trato di­recto, sus ojos negros, su sen­cillez, su afabilidad y su inteligencia”.  Su dia­rio in­dica que co­mienza poco a poco a ver en ella más a la víctima que a la peca­dora. Y Tolstoi, su ídolo, se pone a va­cilar sobre su pedestal.

Desde su vuelta, Chertkov empieza a manejar los dia­rios de Tolstoi y los hace fotogra­fiar a sus espaldas. El 1 de ju­lio, Sofia insiste en que “pa­sajes llamativos” sean suprimi­dos para evitar que sean publicados algún día. Una escena vio­lenta estalla. Más tarde, una vez sola en su coche con Boul­gakov, le implora que convenza a Chertkov que le en­tregue los diarios”. “Ha llorado a lo largo del camino, era digna de lástima… No puedo ver sollozar a esta pobre mu­jer sin sentir por ella una pro­funda compasión”. Cuando Boulgakov habla de esos dia­rios con Chertkov, éste se muestra “extremada­mente ner­vioso” y le acusa de haber re­velado a la con­desa el lugar en que se encontra­ban es­condi­dos. ¡“Para mi estu­pefac­ción… escribe el secretario, me hace una mueca re­pelente y me saca la lengua!” Boulgakov se queja a Tols­toi. El 14 de julio, Tolstoi es­cribe a Sofia. “Estos últimos años, vuestro ca­rácter se ha ido haciendo cada vez más irritable y tiránico. Os falta control sobre vos misma”. Le dice que am­bos tienen “una compren­sión radi­cal­mente opuesta sobre el signi­ficado y el fin de la vida”. Para tran­quilizar los ánimos, los diarios fueron sellados en un cofre en un Banco.

Una semana más tarde, el 22 de julio, Tolstoi anota en sus hojas: “El amor es el trato de unión de almas sepa­radas la una de la otra por el cuerpo”. Pero, el mismo día, se di­rige secreta­mente a Grumont, el pueblo ve­cino, para firmar un nuevo testamento, de­jando todos sus de­re­chos de autor a su hija más joven y encargando a Chertkov de ad­ministrarlos. Chertkov re­dacta, él mismo, las actas. Boulgakov, consi­de­rado capaz de contárselo todo a Sofia, es mantenido al mar­gen del asunto. Cuando se entera, Boulga­kov se pregunta si Tolstoi compren­día bien lo que aque­llo significaba: “Así, el acto que ella (So­fia) temía por encima de todo, es cometido. Y la familia, cu­yos intereses ella ha­bía protegido tan celosa­mente, es privada de los de­rechos literarios de las obras de Tolstoi después de su muerte”. Añade que Sofia sintió “que cualquier cosa terrible e irreparable iba a producirse”. El 3 de agosto, en el curso de “escenas escabrosas” ella acusa a Chert­kov de haber mantenido relaciones homo­sexuales con su marido. Tolstoi queda “helado de indig­nación”. El 14 de setiembre, otra terrible es­cena tiene lugar y Chertkov de­clara a Tolstoi en presencia de Sofia. “Si yo tuviese una mujer como la vuestra, me hubiera ma­tado”. Después dice a Sofia: “Si hubiera querido, hubiera podido arras­trar a vues­tra fami­lia al barro, pero no lo he hecho”. Una semana des­pués, Tolstoi se da cuenta de que Sofia había des­cubierto su diario se­creto y lo había leído. Al día si­guiente, contra­ria­mente a su pro­mesa, vuelve a colgar la foto­grafía de Chert­kov en su despacho. Yendo a ca­ballo, So­fia rompe la foto, deja los tro­zos en los lavabos, hace al­gunos dispa­ros con un re­vólver de juguete y se dirige corriendo al parque. Alexan­dra, la más joven de sus hijas, asistía con fre­cuen­cia a estas dispu­tas. Adoptaba entonces una actitud de boxea­dor y aguijoneaba la ira de su madre que le decía. “¿Eres una mujer jo­ven de mundo bien educada o una vulgar carre­tera?”

A medianoche, la noche del 27 al 28 de octubre, Tols­toi sorprende a Sofia tratando de hurgar en sus pape­les. Bus­caba aparentemente el testa­mento secreto. Des­pierta a Alexandra para de­cirle: “Parto inme­diata­mente, de ve­ras”. Coge un tren esa misma no­che. Al día siguiente por la ma­ñana, Chert­kov, triunfante, anuncia la nueva a Boulga­kov; “Su cara resplan­decía de ale­gría y de excita­ción”. Cuando Sofia se entera, co­rre a ti­rarse a un es­tanque. Hace otras tentativas de sui­cidio poco convin­centes. El 1 de no­viem­bre, Tolstoi, afectado por una bron­quitis que se con­vierte en neu­monía, deja el tren al que iba a subir y se mete en la cama en la estación de Asta­povo, en la línea de Riazan-Ural. Sofia y la familia se le unen dos días más tarde por un tren espe­cial. El 7, los pe­riódicos anuncian la muerte del profeta.

Los últimos meses de la vida de Tolstoi son des­garra­do­res para los que admiran su obra. Estu­vieron mar­cados por la envidia, el despe­cho, la ven­ganza, la hipo­cresía, las tram­pas, la agresivi­dad, la histeria, la mez­quindad. Esa querella fa­mi­liar degradante, en­vene­nada por un extranjero intere­sado, termina en un de­sastre total. Más tarde, los admi­rado­res de Tolstoi tra­taron de hacer una tragedia bíblica de su triste fin en una cama ocasional en la es­tación de Astapovo. La histo­ria de su vida tumul­tuosa no termina con un res­plandor sino con un gemido.

Tolstoi es un ejemplo de lo que sucede cuando un in­te­lec­tual persi­gue ideas abstractas a expen­sas del pue­blo. La his­toria se sentirá tentada a ver en ello, en la es­cala personal de Tolstoi, una premoni­ción de la catás­trofe in­finitamente más trágica a la que Rusia entera iba a en­tregarse. Tolstoi des­truye a su familia y a sí mismo in­ten­tando una trans­forma­ción moral radical que con­side­raba im­perativa. La asume con impacien­cia, la pre­dica e incita profundamente con sus es­cri­tos a una mutación de Rusia. Despreciando las refor­mas pa­cientes y graduales, quiere una con­vulsión volcánica. Y ter­mina por llegar en 1917. Resulta de acontecimientos que él no podía pre­ver, y se produce de una ma­nera que le hubiera hecho tem­blar de horror, quedando re­ducido a la nada todo lo que había escrito sobre la re­genera­ción de la so­ciedad. La Santa Rusia que Tolstoi adoraba es des­truida, probable­mente para siem­pre. Y por una odiosa ironía del destino, las prin­ci­pales vícti­mas de su Nueva Je­rusalén son sus bien amados cam­pesinos, de los que veinte mi­llones fue­ron sacrificados en el altar de las nue­vas ideas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

6.

HEMINGWAY O EL AMOR A LOS BAJOS FONDOS

 

En el siglo XIX, los Estados Unidos se con­vir­tieron en la ma­yor potencia industrial del mundo. Pero esta so­cie­dad también se puso durante largo tiempo a pro­ducir in­telec­tuales como el que se trata ahora. Pues la América independiente jamás conoció un an­cien régime fundado en la posesión consagrada por la costum­bre. Ningún or­den es­tablecido, irracio­nal o no equitativo in­cita a una ge­ne­ración nueva de inte­lectuales lai­cos a de­sear reem­pla­zar mo­delos mile­naristas fundados en la razón y la moral. Los Esta­dos Unidos fueron, por el contrario, el producto de una revolu­ción contra la in­justi­cia de un or­den anti­guo y su Consti­tución se apoya en una ética ra­cio­nal. Fue pro­yec­tada, redactada y en­men­dada a la luz de esta experien­cia re­ciente de hom­bres inteli­gen­tes, de una gran talla fi­losófica y moral. No existían, pues, dis­crepan­cias entre el gobierno y las clases edu­cadas. Y, como destaca Toc­que­ville, así como el clero es el origen del fer­mento intelec­tual en Eu­ropa, aquí, siendo in­exis­tente, no tiene que afrontar ninguna clase de anticlerica­lismo. En Amé­rica, la reli­gión era universal, vo­luntaria, pluriconfe­sional y de in­fluencia laica. Es­taba basada en el comporta­miento y no en el dogma, y eso explica la li­bertad en lugar de la res­tricción. En este vasto te­rrito­rio de abundante tierra y poco costosa, nadie estaba conde­nado a priori a la po­breza. Nin­guna injusticia flagrante inci­taba a los hom­bres inteligen­tes e instruidos a optar por so­luciones ra­dicales, ni a cla­mar venganza, como fue el caso de Eu­ropa. La mayor parte es­taba dema­siado ocupada en ad­quirir, ex­plo­tar y consolidar como para plantear cues­tiones funda­mentales a la sociedad.

Los primeros intelectuales americanos, como Was­hing­ton Ir­ving, introdujeron su es­tilo, su manera de ser y la sustancia de sus escritos en Europa donde la ma­yoría pa­saba la mayor parte del tiempo. Eran la heren­cia in­cardi­nada del colonialismo cultu­ral. El in­telectual ameri­cano nativo e independiente emerge en­tonces, en re­acción al servi­lismo de Irving y los de su especie. Ralph Waldo Emerson (1803-1882) es el arquetipo de in­telec­tual ame­ricano del si­glo XIX y el más re­presen­tativo de ese es­tado aní­mico. Pro­clama que su objetivo es extirpar los restos "de Eu­ropa" del cuerpo y del cere­bro de América, y de "reempla­zar esa pasión hacia Eu­ropa por una pa­sión por América". Si va también a Eu­ropa es para criticarla y re­pren­derla. Su america­nismo exacer­bado se inten­si­fica con la edad. La sociedad ame­ri­cana se con­vierte a su modo de ver en la an­títesis de los con­ceptos de la inteli­gentsia eu­ropea.

Emerson nace en Boston en 1803. Hijo de un pas­tor unitarista, él mismo se hace tam­bién pastor, pero aban­dona su ministerio para via­jar a Europa. Descu­bre a Kant, des­pués vuelve a insta­larse en Concord, en Mas­sa­chu­setts, donde crea el primer mo­vimiento fi­losófico trascen­dental americano, neoplató­nico, te­ñido de misti­cismo, de romanticismo, algo irracional y vago. Emerson lo expone en su primer libro, La Natu­raleza, pu­bli­cado en 1836. En uno de sus nu­merosos carnés de notas se encuentra lo si­guiente:

"He venido al mundo para poner el Yo de mí mismo en el Uni­verso para el Universo; para ob­te­ner un cierto pro­vecho cuya na­tura­leza no puedo sobrepa­sar ni tam­poco ser eximido, an­tes de sumer­girme de nuevo en el silencio sa­grado de la eterni­dad de donde, en tanto que hombre, he surgido. Dios es rico. Acoge a mu­chos más hombres que yo en su re­gazo y pro­vee a sus necesi­da­des y a la be­lleza de todo. El me permite decir que, si yo estu­viese celoso de ello, estas ma­nos, este cuerpo y esta historia de Waldo Emer­son son profanos y fasti­dio­sos. Pero yo no he des­cen­dido sobre la Tierra para mezclarme con tal o cual hom­bre. Por encima de su vida, por encima de to­das las criaturas, yo concedo a las ra­zas, para siempre, un mar de beneficios. El flujo no puede extinguirse. Ni el pecado ni la muerte del hombre pue­den alte­rar la energía in­mutable asig­nada a los hom­bres, como el sol no agota sus ra­yos ni la mar sus gotas de agua."

Este texto apenas tiene más sentido que una pero­gru­llada. Pero en una época en que se admiraba a Hegel y Carlyle, muchos ame­rica­nos  estaban de­se­ando ver en su país, nuevo, el producto de un in­te­lectual. Incluso aun­que no se les comprendiese bien, "los hombres de este temple debían ser va­lientes". Un año des­pués de publi­cada La Natu­raleza, Emer­son pronuncia un dis­curso en Har­vard que Oli­ver Wendel Holmes llama "nues­tra de­claración de in­dependencia intelectual". Sus temas fue­ron recogi­dos en la prensa ameri­cana. El New York Tri­bune (que publicaba los artículos de Marx), di­rigido por Horace Gree­ley, era entonces el pe­riódico más im­por­tante del país. Hizo del tras­cendentalismo de Emerson una publicidad tan sensa­cional que se con­vir­tió en una es­pecie de riqueza nacio­nal compara­ble a las cataratas del Niágara.

El caso de Emerson merece un detenido exa­men. Su ca­rrera ilustra las dificultades encon­tradas por el inte­lectual americano para rom­per su estatuto. Per­manece, en mu­chos as­pectos, un pro­ducto de la Nueva In­glaterra y de su proximidad a lo inge­nuo, pu­ritano, mar­chito, de la sexua­lidad. Emerson hace una vi­sita a Carlyle en agosto de 1833. Jane Carlyle le encuentra un poco eté­reo "como si cayera de las nubes". Su ma­rido anota que "su bella alma era transparente y le daba el aire de un ángel". Sigue otra visita en 1848. Emerson es­cribe en su diario que fue obli­gado a defender los cri­terios de morali­dad americanos en el trans­curso de una comida en casa de John Fos­ter, a la que asist­ían, entre otros, Dickens y Carlyle:

 "Conté que cuando llegué a Liverpool me in­formé so­bre si la prostitución había es­tado siempre tan exten­dida, como una gan­grena en este Estado, hasta el punto de que no veía cómo pu­diera educarse allí a un mucha­cho conve­nientemente. Se me respon­dió que no iba ni a más ni a me­nos después de los años. Carlyle y Dickens obje­taron que, en el sexo mascu­lino, la casti­dad era tan rara en In­gla­te­rra que po­d­ían citarse sus excepciones. Carlyle pen­saba que ocurría lo mismo que en Amé­rica... Le ase­guré que la mayor parte de los jóvenes bien educados llega­ban tan vír­ge­nes a su matrimonio como sus espo­sas."

Más tarde, Henry James escribía: "Su in­cons­ciencia del mal (...) es uno de los rasgos más bellos que le co­noce­mos", y añade un poco cruelmente: "Diríase que poseía una conscien­cia an­helante de vicio, pal­pitante de sensa­cio­nes, como los ojos de un pescado va­rado en tie­rra". Es evidente que la pulsión sexual de Emerson no fue muy potente. Su primera jo­ven esposa le lla­maba "Abuelo". La segunda debió sufrir a la madre de Emer­son que vivió con ellos hasta su muerte y sobre la que hizo al­gunas obser­vaciones amargas que anota inge­nua­mente en su diario: "Sal­vadme de las grandes almas. Las prefiero de talla normal" y: "Ningún amor puede impedir el egoísmo de ga­nar la bata­lla. Dios, el pobre, hizo todo lo que pudo". El poema de Emerson "Dad todo el amor" fue pensado con ardor, pero nada prueba que hubiera dado mucho él mismo. Su única relación extracon­yugal fue estrictamente platónica y aun así no fue su amiga quien lo decidió. Emerson es­cribe: "Yo tam­bién tengo órganos y amo el placer, pero sé que ese placer es una trampa". Sin em­bargo, su dia­rio nos habla más a fondo sobre ello. Cuenta un sueño que data de los años 1840-1841 en el que asiste a un de­bate sobre el ma­trimonio. Uno de los oradores apunta brusca­mente al auditorio con "el tubo de un arte­facto lleno... de agua, lo sacude vigo­ro­samente" e inunda con él a la muche­dum­bre. Después apunta el chorro so­bre Emerson y le rocía copiosa­mente. "En mi sueño, anota, ex­perimento el alivio de en­con­trarme seco".

Emerson tuvo dos matrimonios de conve­niencia. Así adquiere un capital que le pro­por­ciona una cierta inde­pendencia literaria. Este dinero juiciosa­mente invertido le per­mite ajustarse al sis­tema de li­bre empresa en rápida expansión. Da primero cur­sos so­bre la "Vida humana" en Boston (1838), cola­bora en el Ti­mes en Nueva York (1842), después es­cribe su estudio Los hombres repre­senta­tivos (1845). Emer­son se convierte así en un inte­lec­tual po­pular, un conferenciante de dis­cur­sos difundi­dos amplia­mente en la prensa lo­cal, re­gional e incluso nacio­nal. Su apari­ción coincide con los progresos del movi­miento Lyceum, lan­zado por Josiah Holbrook en 1829, a fin de educar a la na­ción en desa­rro­llo. Los li­ceos se abrieron en Cincinnati en 1830, en Cle­ve­land en 1832, en Columbus en 1835, después en todo el Me­dio Oeste y el valle del Mississippi. A fi­na­les de los años 1830, casi to­das las ciuda­des importan­tes te­nían un liceo, bibliote­cas, sociedades de de­bates y salas de conferen­cias destinadas es­pe­cialmente a hom­bres solteros (em­pleados de banca, comisionis­tas, con­tables, etc.), en una proporción sorpren­den­temente ele­vada para la población de unas ciu­dades nuevas. La idea direc­triz era proteger­les de la calle, de los salo­nes y ayudarles en sus carreras.

Las ideas de Emerson se adaptaban perfec­tamente a este marco. Adversario de las éli­tes, Emerson pen­saba que América debía desarro­llar una cultura pu­ramente nacio­nal, universal y democrá­tica. "¡Ayú­date a ti mismo!" era un concepto vital para Emer­son. El primer agri­cultor que leyera a Homero en su granja pres­ta­ría, según él, un gran servi­cio a los Es­tados Unidos. Cuando encon­traba a un hombre del Oeste leyendo un libro en el tren, le entra­ban ganas de abrazarle. Su filo­sofía econó­mica y política res­pondía a la que empujaba a los Ame­ricanos a ex­pan­dirse a través del conti­nente para cumplir su des­tino:

"La única regla sana consiste en perfilar su de­manda y aten­derla. No legisléis. Tratad. Pertre­cha­ros de leyes jus­tas, sin libe­rali­dades superfluas, a fin de proteger vues­tras vi­das y vues­tros bienes sin dar li­mosna. Abrid las puertas al talento y a la virtud que serán quie­nes al final hagan justicia, y la pro­piedad no es­tará en malas manos. En un Estado li­bre y ecuánime, la propie­dad del ocioso y del imbé­cil va a parar al industrioso, al va­liente y al per­se­ve­rante."

Difícil concebir una doctrina más diame­tral­mente opuesta a la que Marx predicaba en esa misma época!. En la práctica, la expe­riencia de Emerson debía contra­decir las ale­gaciones de Marx sobre las consecuencias in­elucta­bles del capitalismo. Pero en lu­gar de oponerse a esos co­nocimientos, los propie­ta­rios y los diri­gentes le espolea­ban. Cuando Emer­son fue a Pitts­burgh en 1851, las ofici­nas cerraron antes para que los emplea­dos más jóvenes pudieran asistir a sus conferen­cias. Estas no iban dirigi­das abier­tamente a reforzar su espí­ritu de em­presa, pero los te­mas ("El instinto y la inspi­ra­ción", "La identi­dad del pen­sa­miento con la Natura­leza", "La natu­raleza histórica del inte­lecto", etc.) im­pli­caban que el cono­ci­miento y la mo­ral contri­buían al éxito. Mu­chos oyentes que espera­ban ser desorientados por este emi­nente filó­sofo vieron que pre­ciaba el buen sen­tido. La Gazette de Cin­cinnati le des­cribió como un hombre "sin pre­tensio­nes... un an­ciano post­rado so­bre la Biblia". Sus fórmulas llegaban al audito­rio como primeras verdades: "Todo hombre es un con­su­midor y debe ser pro­ductor". "El hombre es dis­pen­dioso por natu­raleza, cuando debiera ser rico". "La vida es una bús­queda de poder". Estos dictados, simplificados y re­sumidos por los periódicos, se ins­cribieron en el re­per­to­rio de la sabi­duría popular americana. Emerson iba aso­ciado a menudo a la misma serie de confe­rencias de P.T. Barnum en las que hablaba de "El arte de ganar di­nero", de "El éxito en la vida"... con el que parecía co­incidir. Emerson llegó a ser la en­carnación de "El Hombre que piensa", y asistir a sus conferencias, una prueba de aspi­ra­ción cultural educada y de buen gusto. El Chicago Tri­bune escribía en no­viembre de 1871 en su última tirada: "Los aplau­sos... dieron testimonio de la cul­tura del audito­rio". A fines de los años 1870, en esta nación que buscaba encarnizada­mente el pro­greso moral e intelec­tual, Emer­son se con­virtió en un héroe nacio­nal, un maes­tro, como Hugo en Fran­cia y Tolstoi en Rusia.

Con este decorado es cuando Ernest Hemingway entra en es­cena. A primera vista, no es fácil descu­brir al in­te­lectual. Pero ob­ser­vado más de cerca, y llevado al ex­tremo, se descubre una combinación de rasgos típi­cos del intelectual americano. Este escritor tan ori­ginal trans­forma el modo de expresión de sus cole­gas. Crea una nueva ética, un es­tilo con­tem­po­ráneo, muy perso­nal, es­pecífi­camente americano, fácil de comunicar a otras cul­turas. Hemingway amalgama nume­rosas acti­tudes ameri­ca­nas y hace de sí mismo su represen­tante. Las personi­fica hasta el punto de encar­nar una época de América, como Voltaire en­carna la Francia de los años 1750 y By­ron la Inglaterra de los años 1820.

Hemingway nació en 1899 en Oak Park, cerca de Chi­cago, la ciudad que Emerson había cele­brado un cuarto de siglo antes. Sus padres, Gracia y Edmundo (Ed) Heming­way, eran, como él, pro­ductos evolucio­na­dos de una civili­zación que las conferen­cias de Emer­son y el dina­mismo económico habían ayudado a reali­zar. Apa­rente­mente sa­nos, trabaja­dores, efi­ca­ces, ins­truidos, do­tados de múltiples ta­lentos, es­taban bien in­tegrados en la so­ciedad. Cons­cientes y orgullosos de mejoras fantásti­cas aporta­das por su modo de vida en América, no rene­gaban de su heren­cia cultural europea, temerosos de Dios, y vi­vían plenamente tanto dentro como fuera. El Dr. Hemingway, exce­lente médico, ca­zador, pes­cador, navegante, campero y pionero, poseía todos los ta­lentos del hombre de bosque. Grace Hemingway, cul­ti­vada, enérgica y de una gran in­teligen­cia, es­cri­bía poemas, pin­taba, dibujaba, hacía sus mue­bles, cantaba bien, to­caba di­versos instru­men­tos, compo­nía y publicaba can­ciones. Am­bos hicieron todo lo posible por transmitir su herencia cultural a sus hijos. Er­nest, ya de mayor, fue más favorecido y este hijo de pa­dres mo­delos se convir­tió en un hom­bre cul­tivado y un atleta. Sus pa­dres, pro­funda­mente reli­gio­sos, iban a misa los domingos y reza­ban antes de co­mer. "De­bíamos hacer nuestras ple­garias por la mañana en familia, acom­pañados de una lectura de la Biblia y de un himno o dos", pre­cisa Sunny, la hermana de Hemingway. El código moral pro­tes­tante era estricta­mente apli­cado, y toda infracción seve­ramente casti­gada. Grace Hemingway azotaba a sus hijos con un ce­pillo para la ca­beza y el doctor con una fusta de cuero. Si mentían o juraban, se les lavaba la boca con jabón ne­gro. De­bían arro­dillarse ense­guida y pedir a Dios que ellos les perdo­naran. El Dr. Hemingway les recor­daba cons­tante­mente que el cristianismo im­plicaba sen­tido del honor e imponía la con­ducta de un caballero. Escri­bía a Hemingway: "Quiero que re­pre­sentes todo lo que de bueno, no­ble, bravo y cortés hay en la natu­raleza humana, que te­mas a Dios y respetes a las mujeres." Su ma­dre le recordaba lo que es propio de un héroe del protes­tantismo, que se abstuviera de fu­mar y de beber, que se mantu­viese casto hasta el matrimonio y después fiel, que hon­rara y respetara a sus padres, sobre todo a su madre.

Hemingway rechaza en bloque la religión de sus pa­dres y no tuvo la menor intención de convertirse en el hijo de sus desig­nios. Parece que decidió desde la ado­lescencia obedecer a su genio, seguir sus incli­nacio­nes en todas las cosas y forjarse una idea per­sonal del honor masculino y de la buena vida que habría de re­compen­sarle. Esa fue su ética, romántica y desprovista de todo contenido reli­gioso. En cuanto a la religión, renuncia se­creta­mente a los dieci­siete años desde que encuentra a Bill y a Katy Smith (que más tarde se convertiría en la mujer de John Dos Pas­sos). El padre de Katy, pro­fesor y ateo, era el autor de un libro inge­nioso "probando" que Jesu­cristo no había existido nunca. Desde que ob­tiene su primer em­pleo de reportero en el Kansas City Star, lo que le per­mite escapar a la vi­gilancia de sus pa­dres, Hemingway aprovecha la oca­sión para dejar toda práctica reli­giosa. En 1918, tenía entonces veinte años, tran­qui­liza a su ma­dre: "Soy siempre un buen cristiano, rezo todas las no­ches y creo en Dios tanto como antes". Mentira pia­dosa para tener paz. No sólo no creía en Dios, sino que en­contraba que la reli­gión amena­zaba la dicha de la especie humana. Hadley, su primera mujer, afirma no haberles visto de rodillas más que dos veces: el día de su ma­tri­mo­nio y en el bautismo de su hijo. Para complacer a su segunda esposa, se con­virtió al catoli­cismo sin com­pren­der antes el sen­tido de esta nueva fe. Pero se en­fada cuando Pauline quiere obli­garle a respetar le­yes cons­trictivas (principalmente re­lacio­nadas con el control de la natalidad). Escribe paro­dias de curas en Un lugar lim­pio y bien ilu­mi­nado, de la cruci­fixión en Muerte des­pués de comer, y blasfemias en su pieza Quinta Co­lumna. Hemingway detesta todo del catoli­cismo. No hace la menor pro­testa cuando em­pieza la gue­rra civil en Es­paña, un país que co­nocía bien y decía amar, ni cuando centena­res de iglesias eran incendia­das, otras profa­nadas y milla­res de sa­cer­dotes, monjes y monjas masacrados. Deja de consi­derarse católico después de haber de­jado a su segunda es­posa, después de lo cual vive toda su vida como pagano y no res­peta más que sus pro­pias ideas.

Hemingway rechaza los valores morales de sus pa­dres inclui­dos por supuesto los reli­gio­sos. Reacción clá­sica en un adoles­cente inte­lectual. Más tarde, mezcla en su opi­nión a am­bos para esta­blecer luego la diferen­cia en­tre su madre y su padre a fin de dis­cul­par a éste. Cuando su pa­dre se suicida hace res­ponsable de ello a su madre. Pero está claro que el Dr. Hemingway quiso poner fin a los su­frimientos de una enfermedad que sabía en fase terminal. Su pa­dre, más débil, tomaba siempre el par­tido de su es­posa, si bien Hemingway ter­mi­naba en todo caso co­ntra los dos. Pero es pro­bable que su re­sistencia estu­viera diri­gida prin­cipalmente contra su madre, que fue la fuente original de su ego­tismo y de su pujanza literaria. Grace era una mujer de un tem­ple excepcio­nal. El pa­dre, un hombre formida­ble. Pero no había si­tio para los dos en el círculo fa­mi­liar.

Las disputas culminan en 1920. Heming­way, des­pués de su en­rolamiento voluntario en la Cruz Roja en el frente italiano, se con­vierte en héroe de la Gran Guerra. No en­cuentra empleo por aquel enton­ces. Lleva (se­gún el crite­rio de la familia) una vida ociosa y disoluta. Ese mismo año, Grace le envía una larga carta llena de re­primendas. Le explica que la vida de cada madre es como una cuenta bancaria.. "Cada hijo viene al mundo con una fuerte cuenta en el banco que parece inagota­ble". El hijo tira de esa cuenta "sin re­poner nada du­rante sus primeros años". Lle­gada la adoles­cencia "está fuer­temente gra­vada por el banco", repone "algunos peni­ques" por suerte de los servi­cios prestados de buena gana, por otras atenciones y "gra­cias". Pero lle­gada la edad adulta, el banco sigue pagando con amor y sim­patía:

 

"La cuenta necesita de algunos depósitos más con­sis­tentes, en forma de gratitud, de interés por las ideas y los negocios perso­na­les de la madre, de un poco de confort para la casa, de dili­gen­cia en aho­rrarle el menor perjuicio to­cante a su convicciones. Flo­res, frutos o golo­sinas, co­sas bonitas que po­nerse, ofrecidas con un beso... facturas paga­das dis­creta­mente para evitarle esa pre­ocu­pación de la ca­beza... de esos depósitos que ase­guran la buena ges­tión de la cuenta. Mu­chas madres re­ciben re­galos mu­cho más im­portantes de sus hijos, a pesar de merecerlo me­nos que la mía. Peto tú, Ernest, mi hijo, si no te reprimes, si no dejas de portarte como un pere­zoso, de no buscar más que placer (...) de ocuparte de tu aspecto (...) de ol­vidar tus deberes con Dios y tu Sal­va­dor Jesu­cristo, (...) irás dere­cho a la quiebra. Has de­rro­chado dema­siado".

 

Rumia esta carta durante tres días y la per­fila con el sentido que Hemingway le dará en sus novelas. Des­pués la envía. En este do­cumento se encuentra el origen de la ten­den­cia de Hemingway hacia la os­tensible tras­gresión de la moral que ocupa un sitio tan importante en sus no­velas. Como puede ima­gi­narse, Hemingway reacciona con furor y rabia con­te­nida, lenta, progresiva pero te­naz. Desde enton­ces, trata a su ma­dre como ene­miga. Al de­cir de Dos Passos, Hemingway era el único hombre, que él su­piera, que odiaba hasta ese punto a su madre. El ge­neral Lan­ham, otro amigo de Hemingway, lo con­firma: "Cada vez que hablaba de su madre, añadía "esa zorra". Mil ve­ces debió decirme hasta qué punto la odiaba". Este odio se re­fleja con insistencia en su no­velística y se ex­tiende a "la zorra de su her­mana Marcelline, la mayor de las hijas", "una perra total", en relación a la familia en general. Habla a menudo de ma­nera recu­rrente en su au­tobio­grafía, Paris es una fiesta, acerca de las discusiones so­bre las ma­las pinturas (su madre pintaba): "No hacen cosas te­rri­bles, sino un mal in­terno, como la familia. Las malas pinturas, basta con mi­rarlas. Pero in­cluso cuando se ha aprendido a no mirar a la fami­lia, a no escu­charla, a no contestar a sus cartas, ella siem­pre está ahí, amena­zante". El odio que ex­pe­rimenta hacia su madre fue tan in­tenso que emponzoña su vida con una cul­pabilidad re­sidual que no hace más que ali­mentar la ponzoña. En 1949, cuando ella tiene ochenta años, sigue odiándola. Desde Cuba, donde vive entonces, escribe a su editor: "No quiero verla. Ella sabe muy bien que no puedo ir". Su aversión excede el rencor de orden pura­mente utilita­rio que Marx experi­menta hacia su madre. La madre de éste no era ex­traña a la repulsión emocional de Marx hacia el sis­tema capita­lista. Hemingway eleva su odio a la categoría de sis­tema filosó­fico.

La ruptura familiar lleva a Hemingway al To­ronto Star, y de aquí a Europa. Se hace co­rres­ponsal y no­velista, y rechaza, con la misma re­ligión de sus pa­dres, la visión op­ti­mista que tenía su madre de la cultura cris­tiana y que impregnaba su prosa pujante pero convencio­nal, detesta­ble a ojos de su hijo. El perfeccio­nismo literario de Heming­way, que iba a con­vertirse en el rasgo domi­nante, fue dictado por la voluntad de no es­cribir como su madre y por el de­seo de esca­par a la herencia literaria de su ran­cia re­tórica. Su madre le escribe un día: "Llevas el nom­bre de los dos caballe­ros más no­bles que he cono­cido en el mundo". Una frase que de­testa por encima de todo, pues en ella se re­sume y reside su estilo.

A partir de 1921, Hemingway lleva la exis­ten­cia de un corres­ponsal extranjero con base en París. Cubre la gue­rra de Oriente Medio, confe­rencias internacio­nales, pero se interesa parti­cular­mente por los es­critores de iz­quierda ex­patriados. Escribe poe­mas, en­saya prosa, lu­cha encarniza­damente, mete los li­bros en sus bolsi­llos para poder leer no importa dónde (una costumbre here­dada de su madre). Lee de todo, compra libros toda su vida, cu­briendo con ellos las paredes de todos los sitios donde vive. En Cuba, hace cons­truir una bi­blioteca con 7.400 volú­menes re­lati­vos a estudios re­editados por ex­pertos so­bre todas las mate­rias que le interesan, así como una larga lista de obras literarias que lee y relee in­sacia­blemente. Cuando desem­barca en París, había leído ya a casi todos los clási­cos ingleses y estaba dis­puesto a am­pliar aún más sus co­noci­mientos. Nunca se la­menta de no haber hecho estu­dios uni­versi­tarios pero se arre­piente. Se propone llenar sus vacíos; aborda enseguida a Stend­hal, Flau­bert, Bal­zac, Mau­passant y Zola; a los mejores novelistas ru­sos, a Tolstoi, Turgue­niev, Dos­toi­evski; a los ameri­canos, Henry James, Mark Twain y Stephen Crane. Lee también a los auto­res modernos: Conrad, T.S. Elliot, Gertrude Stein, Ezra Pound, D.H. Lawrence, Maxwell An­derson y James Joyce. Estas lectu­ras es­taban dictadas por la nece­sidad cre­ciente de escribir. Desde los quince años rendía a Ki­pling un verda­dero culto y sigue estudián­dolo toda su vida. Lee también a Conrad y la bri­llante colección Gen­tes en Du­blin de Joyce. Como todos los grandes es­crito­res, devora y analiza tam­bién obras me­nos co­nocidas, como las de Marryat, Hugh Walpole y George Moore.

En 1922, con la llegada de Ford Madox Ford, Heming­way se instala en el corazón de la inte­lligent­sia pari­sien. Ford, que fue un gran des­cubridor de talentos literarios, con­tribuye a que co­nozca a Law­rence, Norman Douglas, Wyndham Lewis, Arthur Ransome y muchos otros. En 1923, sale el primer número de la re­vista Transatlantic Review, y, con la recomen­dación de Ezra Pound, cola­bora como auxi­liar a tiempo parcial. Hemingway admi­raba a Ford, pero encon­traba a su revista demasiado con­vencio­nal, y le reprocha que igno­rase a la ma­yoría de los jóve­nes escritores y su falta de in­terés por las nue­vas formas de ex­presión lite­raria. Para Ford, la buena litera­tura no podía ser más que francesa o in­glesa. Ignoraba casi todas las publicaciones ameri­canas que au­menta­ban rápidamente en número y calidad. Hemingway, que se veía ya como agente de la lite­ratura ameri­cana de van­guardia, refunfu­ñaba a me­nudo: "La gestión de Ford es una capitulación". Desde que se instaló en los minúscu­los despachos de las ediciones Three Mountain Press si­tuadas en la isla Saint-Louis, Hemingway hizo desviar a la Tran­sa­tlantic Re­view a una vía americana aventu­rada y añade a los sesenta auto­res británicos y a los cua­renta autores franceses no­venta autores ame­ricanos, princi­palmente a Ger­trude Stein, Djuna Barnes, Lin­coln Stef­fens, Natalie Bar­nard, Williams Carlos Wi­lliams y Nat­han Asch. Cuando Ford deja París para hacer una gira por Estados Unidos, Heming­way aprovecha para trans­formar los números de julio y agosto en un desfile triun­fal de jóvenes ta­lentos ame­ricanos. Cuando vuelve Ford, cree oportuno ex­cu­sarse de "este des­pliegue de obras de la joven América, con una amplitud inhabitual infligida a los lectores".

Pero Hemingway ansía gloria literaria y po­der, a título perso­nal. Las intrigas de la in­te­ligent­sia de iz­quierdas le interesaban mucho menos que el desa­rrollo de su propio talento. Pound le había pre­sen­tado a Ford en estos térmi­nos: "Escribe bellos ver­sos y en prosa. Es el mejor del mundo". Este juicio, en 1922, era muy perspicaz, pues el es­tilo de Heming­way estaba todavía lejos de su madurez. Pero tra­baja en ello sin des­canso como lo testi­mo­nian las in­numerables tachaduras de sus primeros carnés de no­tas. Esta noble perse­verancia no puede compa­rarse más que a los esfuerzos de Ib­sen cuando trata de conver­tirse en un dra­ma­turgo. Y ambos sufrieron el mismo im­pacto revolu­cionario en su profe­sión.

Hemingway pensaba haber heredado de la reli­gión y de la cul­tura moralizante de sus pa­dres una visión del mundo falsificada. Quería reemplazarla por una visión verídica. ¿Qué entendía él por verí­dica? Cier­tamente no la verdad cristiana que consi­deraba in­aplicable. Ni la verdad de una creencia o de una ideología deri­vada del pasado que re­fle­jase los pen­sa­mientos de otros, por pro­fun­dos que fue­sen. Si no la verdad que él sentía, en­tendía, respi­raba y de­gus­taba el mismo. Opta por la filo­sofía lite­raria de Con­rad y su definición: "La fideli­dad escru­pulosa a la ver­dad de mis sensaciones". Este fue su punto de partida. Pero ¿cómo transmitir esa ver­dad? La mayor parte de los que escriben, in­cluidos los es­critores profesio­nales, tienen tendencia a ver la ver­dad a tra­vés de los ojos de otros. Heredan expresio­nes afec­tadas y raídas, metáfo­ras mani­das y clichés. Los pe­riodistas en particular, cuyo estilo  es a me­nudo re­petitivo y banal. Heming­way tuvo la opor­tu­nidad de recibir una excelente forma­ción en el Kansas City Star. Los redactores jefe que se habían sucedido habían editado ciento diez reglas es­trictas a fin de impo­ner a los reporte­ros el estilo de la casa, simple, di­recto, li­bre de clichés de la lengua in­glesa. "Las mejores re­glas para el trabajo de escribir del mundo", dirá más tarde Hemingway. En 1922 había cu­bierto la conferencia de Gênes y Lincoln Steffens le había enseñado el arte brutal del co­municado de agencia, que había asimilado rápida­mente y con pla­cer. Ravi había enseñado a Steffens el re­sultado de sus primeros esfuer­zos: "Steffens! Mira este cable! Sin grasa, sin ad­jetivos, sin ad­ver­bios! Nada más que hueso, sangre y músculo... Es una len­gua nueva!

Hemingway elabora su método teórico y práctico para escribir sobre esa base pe­rio­dís­tica. En ciertas obras como París es una fiesta, Las Verdes Colinas de Africa, Muerte a me­diodía, y En línea, explica ante todo su ma­nera de es­cribir. Los "principios para las bases de la es­critura" que observa, merecen ser estudia­dos. Fiel a Con­rad, define el arte de la novela como "el descubri­miento de lo que des­prende emo­ción. De la acción esti­mulante. Después viene la es­critura, en len­gua clara para que el lector pueda verlo tam­bién. "La prosa es una arquitec­tura, dice, sin de­corado interior, ya terminado el ba­rroco". Hemingway busca la expresión exacta, coge el dic­cionario para en­contrar sus pala­bras. Importa acor­darse de que, durante el periodo du­rante el que forma su estilo, es también poeta y sufre la in­fluen­cia de Ezra Pound, que le enseña a "desconfiar de los ad­jetivos". Pound no creía más que en la palabra justa. Hemingway estudia tam­bién a Joyce, al que respeta por su precisión y le imita. Los ver­daderos genios litera­rios de Hemingway fue­ron Kipling y Joyce.

Pero el estilo de Hemingway permanece sui gene­ris. Desde 1925 hasta 1950, su im­pacto fue asom­broso, deci­sivo y tan sutil que se hace imposible ex­traer ese factor de nuestra prosa, sobre todo de la novela. Sin embargo, a princi­pio de los años 1920, Hemingway tuvo el mal acuerdo de ponerse a edi­tar. Su primera obra de vanguar­dia, Tres Historias y diez poemas, fue publicada en París. Las grandes revistas no querían ni leerla. The Dial re­chaza sus obras, es­timadas ocasiona­les hasta 1925, in­cluida su so­berbia novela El Invenci­ble. Hemingway hace entonces lo que hacen todos los escrito­res ver­dade­ra­mente no­vatos: crea su pro­pio mercado y se limita a sus lec­tores adic­tos. Su estilo de­pu­rado, bri­llantemente combinado con la des­cripción exacta de los aconte­ci­mientos, con to­ques sutiles de emoción, nace en los años 1923-1925. Es­talla un gran día de 1925 con la publica­ción de in our time. Ford termina recono­ciendo en él al jefe de fila de los escri­to­res america­nos, "el más con­cienzudo, el maes­tro abso­luto de la profesión". Para Ed­mund Wilson, fue una revela­ción. Descubre una prosa " de primer orden", "de una ori­gi­nalidad impactante", plena de "digni­dad artís­tica". Este primer éxito fue rápi­damente se­guido de dos novelas trágicas, sobrecogedo­ras de su vida: El sol tam­bién se levanta y Adiós a las armas, sin duda lo mejor de su obra. Es­tos libros, vendi­dos a centena­res de mi­les de ejemplares fueron leídos, releídos, de­gustados regurgita­dos, envi­diados y ex­plota­dos por escritores de todo género. En 1927, Do­rothy Parker, rindiendo cuenta de su colección men wit­hout women en el New Yor­ker, encuen­tra "peli­grosa" su in­fluencia. "Todo parece tan fácil. Pero mi­rad lo que hacen los que tratan de imitarle".

El estilo de Hemingway puede ser parodiado pero difí­cilmente imitado, pues es inse­para­ble de los pro­tago­nis­tas de sus libros y de su en­torno moral. El comienzo de Hemingway evi­taba el di­dactismo explí­cito que re­velase a otros, incluso a los más gran­des autores. "Adoro Gue­rra y Paz, escribe, por sus ma­ra­vi­llosas des­cripciones, pe­ne­trantes y ver­dade­ras, de la guerra y de los perso­na­jes, pero nunca creí en las ideas de este gran conde... Pudo in­ventar con más intuición y fe que na­die. Pero su pensa­miento pe­sado, mesiánico, no es su­perior al de numerosos pro­feso­res de historia evangélicos. Gra­cias a él, he apren­dido a des­confiar de mi propio Pensamiento (con P mayúscula), a escribir también con estilo di­recto, con la mayor objeti­vidad y humildad po­sible". En sus mejores libros, Heming­way se guarda siem­pre de predi­car su verdad al lector o de atraer su atención sobre el comporta­miento de sus persona­jes. Sin em­bargo, sus li­bros están repletos de una nueva ética laica que surge de su modo de es­cribir los hechos y la acción.

La ética de Hemingway, de una universali­dad su­til, era a la me­dida del intelectual americano tal como él lo con­cibe, ro­busto, activo, violento, em­prendedor, perseve­rante, creador, conquis­tador pero pacifista, cazador y combativo. Pues él mismo era vi­goroso, ac­tivo, enérgico y a ve­ces violento. Cuando habla de lite­ratura con Pound y Ford, hace pausas para boxear en el vacío alrededor del bureau de Ford. Para Hemingway, grande, fuerte y de­por­tivo, era normal que un escritor americano llevase una vida activa y la des­cribe, puesto que la acción era su tema favo­rito.

Nada nuevo en ello. La acción fue también el tema esencial de Kipling cuyos héroes, sol­da­dos, briga­das, in­genieros, capitanes de barco, pequeños o grandes jefes, eran perso­najes so­metidos a ten­siones vio­lentas, rela­cio­nados con animales o máquinas. Ki­pling no era un inte­lectual sino un genio poseído por su "demo­nio". No pen­saba re­hacer el mundo con la ayuda de su sola inte­ligen­cia. No reniega del vasto cuerpo de la sabidu­ría secular. Más bien al contrario, defiende con aspereza las leyes y las cos­tum­bres in­exora­bles de la debili­dad. Describe con delectación el castigo de los que las de­safían. Heming­way fue mu­cho más pare­cido a By­ron, un escritor ebrio de ac­ción que la describe con talento y entu­siasmo. By­ron no creía en absoluto en el ideal re­voluciona­rio y utó­pico de su amigo Shelley, ni en los concep­tos dema­siado abs­tractos y poco aplica­bles a sus ojos. Shelley le reco­noce en Julien y Mad­dalo. Pero se construyó una ética per­sonal re­cha­zando el código tradicional, cuando deja a su mujer e Inglaterra para siem­pre. En este sentido se com­porta como un intelectual. No erigirá jamás esta ética, por lo demás bastante co­herente, en sistema, pero la saca a relu­cir en sus car­tas, im­pregnando las páginas con sus grandes poemas, Child Harold y Don Juan. Su único sistema se resume en el honor y en el deber no co­dificados, ilustra­dos por la ac­ción. No se puede leer estos poemas sin per­cibir cla­ra­mente cómo Byron concebía el bien y el mal y sobre todo el heroísmo.

Hemingway trabaja de manera similar, por ilustra­ción. Un día especifica que, para él, el ideal era con­servar la aptitud para "la gracia bajo presión" (una frase curiosa habida cuenta el nombre de su madre). No se com­prende por esta definición. Es probable que hubiera sido incapaz de dar una explicación pre­cisa. Pero fue capaz de hacer la fuerza motriz de su obra. Para él, ningún acto podía ser neutro. La des­cripción de una comida es una cons­tante mo­ral puesto que existen co­sas buenas o malas al co­mer y be­ber. Una buena y mala manera de comer y de be­ber. Casi todos los actos pueden acome­terse de ma­nera co­rrecta o incorrecta, o, para ser exactos, noble o innoble. No precisa dónde reside la moral, pero presenta el todo en un marco mo­ral implícito a fin de que los ac­tos hablen por ellos mismos. Y su marco perso­nal, pa­gano, no es cierta­mente cristiano. Sus pa­dres encontra­ron inmorales sus historias, es­can­dalosas incluso.

Sobre todo su madre, que no encuentra más que un tono moral blasfemo y falso. Lo que Hemingway quería decir, o más bien lo que sus escritos implica­ban, es que existía una buena y una mala razón para ser adúl­tero, para que­rer y para matar. El encon­traba la esencia de sus novelas en la observación de los boxeado­res, los pesca­dores, los tore­ros, los sol­dados, los escritores, los de­por­tistas, los que se de­b­ían a la acción y tra­taban de vivir honesta­mente según sus propios valo­res. En general, fra­casaban. Las tra­gedias sobrevenían porque los valores se re­velaban iluso­rios o erróneos, traiciona­dos por una de­bilidad interior o por realidades inelucta­bles. Pero el fra­caso está com­pensado por una toma de con­ciencia de la verdad y por el valor de mi­rarla cara a cara. Los perso­najes de Hemingway man­tienen el tipo o caen por el ex­ceso o por la falta de sin­ce­ridad. La ver­dad constituye la trama que sos­tiene su sis­tema.

Después de haber creado su estilo y su ética, Heming­way se siente obligado a vivir­los. Se con­vierte en víc­tima y prisionero. Es­clavo de su imagi­nación, se siente atraído a ponerla en es­cena en la vida real. Su caso no es único. Des­pués de la publi­cación del pri­mer canto de Child Harol, Byron em­prende el camino que se había trazado. Modifica un poco la orientación escribiendo Don Juan, pero no se permite vivir de otro modo dife­rente al que canta. Es verdad, en este caso, que fue más por elección que por compul­sión: amaba a las mujeres, el heroísmo y su personaje de libertador. André Mal­raux, es­critor, hom­bre de acción, revolucio­nario, sa­queador de obras de arte, héroe de la Resis­ten­cia, se con­vierte en ministro y brazo dere­cho del general de Gaulle al fi­nal de su ca­rrera. Hemingway, como Ro­bert Jordan, el héroe de su novela sobre la guerra de Es­paña, Por quién sue­nan las campa­nas (1940) "quería saber cómo pasa real­mente y no cómo se supone que pasa". Este intelectual obsesionado por la ac­ción violenta fue un personaje real de su obra. Uno de sus cole­gas intuitivos del Toronto Star resume el per­so­naje cuando tenía veinte años: "La más ex­traña combina­ción de sensibilidad trémula, de pre­juicios y de violencia que jamás haya existido sobre la Tie­rra". Heming­way ama todo lo que hacía su pa­dre fuera de casa, el ski, la pesca de al­tura, la caza de fie­ras, e in­cluso la guerra. El valor también, sin duda al­guna. Y él hizo la prueba. Her­bert Matt­hews, fue un reportero del New York Times a punto de aho­garse en los rápidos du­rante la batalla del Ebro en 1938. Hemingway, "un hom­bre de hierro en el peli­gro, se decide a salvarle en una extraordinaria de­mos­tración de fuerza. Los ca­zadores blancos que le lleva­ron a un safari en Africa lo confir­man. Su va­lor no era irre­flexivo o instin­tivo, sino cere­bral. Tenía un sen­tido agudo del peligro. Mu­chas anéc­dotas lo prue­ban. Sabía lo que era el miedo y cómo so­brepo­nerse. Nin­gún escri­tor ha descrito nunca la co­bardía con más ve­racidad. Y el lector siente que él la ha vi­vido. Es porque su ima­gen de hombre de ac­ción se agranda al mismo ritmo que su cele­bri­dad.

Como Rousseau, Hemingway despliega un talento ex­traordina­rio para hacerse publi­ci­dad. Perfila su propio personaje, desem­polva la imagen anticuada y aterciope­lada de los románticos que tanto servicio había pres­tado en su tiempo y se viste con un nuevo atuendo más viril: trajes de safari, bandoleras fusi­les, go­rras con visera. Saca a relucir el olor a pólvora del fusil, del ta­baco, del whisky y añade algunos años a su edad. Desde 1920, se hace lla­mar “Papa”. Su última conquista se convierte en su “Hija”. En los años 1949, la foto de “Papa” Heming­way era tan fa­miliar a en las revistas de cine como las de los más céle­bres seductores de Hollywood. Ningún es­critor concierta más inter­views, ni se foto­grafía más que él. Con el tiempo, su barba blanca des­trona a la del mismo Tols­toi.

Como su madre que concebía el amor ma­ter­nal en forma de cuenta bancaria, Heming­way traslada su expe­riencia de hombre de acción a su obra. En el curso de los años 1920, gasta mucho pero equilibra un poco su cuenta con la práctica frenética de de­porte y asistiendo a co­rri­das. En los años 1930 llega el tiempo de los grandes sa­faris y del impacto de la guerra en España. Pero denota un poco de indolen­cia en la explota­ción de la Segunda Guerra mun­dial y su aportación al asunto no añade gran cosa a su ca­pital literario. Sus esfuer­zos por relatar las etapas de sus cir­cuitos safaris-corridas fue­ron más vanos que fruc­tífe­ros. Ed­mond Wilson resalta el con­traste entre sus escri­tos y sus activi­dades: “Después del joven maes­tro, el viejo impos­tor” Heming­way to­davía en­contraba placer en bus­car violencias, pero menos del que él pre­tendía. Su re­gusto por la vida salvaje de­clina de manera perceptible. Se presentía que en cuanto se lo propusiera, cam­biaría fácil­mente a su fusil por instalarse en su bi­blio­teca. En 1949, envía una fanfarronada, que sonaba a falso, a Char­les Scribner, su editor: “Para fes­tejar mi quincuagé­simo aniversa­rio... he besado tres veces, aba­tido diez pi­chones en el club (muy rápi­dos), bebido con ami­gos una caja de Piper Heidseik y con­tem­plado la mar du­rante toda la so­bremesa pes­cando un gran pez”

¿Verdadero? ¿Falso? ¿Exageración? ¿Cómo sa­berlo? Todo lo que Hemingway cuenta so­bre sí mismo o so­bre otros nunca puede ser tenido por cierto. A des­pecho del lugar pri­mordial que con­fiere a la verdad en su ética no­velesca, es­tima sin duda, como mu­chos intelectuales, que la verdad sirve ante todo a su ego. ¿No está com­puesta la mentira más que de materia de es­critor? Miente a veces cons­ciente­mente, otras por des­piste. Pero él lo sabe. Krebs, el héroe de su historia apa­sionante “Un sol­dado con él” lo reconoce cla­ra­mente: “Los mejores es­critores son menda­ces, lo que nada tiene de anor­mal. (…) Su tra­bajo consiste en gran parte en mentir o en in­ventar… Mienten a veces in­consciente­mente, y des­pués, se acuer­dan de sus menti­ras con remordi­miento” Pero Heming­way miente antes de poder in­vocar ex­cusas de or­den pro­fesional. No fal­tan prue­bas. Miente a los cinco años pre­tendiendo haber de­tenido él solo a un caballo des­bocado. Más tarde cuenta a sus padres que estaba prome­tido a Mae Marsh, una actriz de cine que no había visto más que una vez en el film Naci­miento de una na­ción.  Le sirve la misma men­tira para sus colegas de Kan­sas City, la perfila, hasta decir que el anillo de boda le había cos­tado 150 dólares. Sus mentiras eran a me­nudo flagran­tes. A los diecio­cho años cuenta a sus ami­gos que había pescado un pez que aca­baba ma­nifiesta­mente de comprar en el mer­cado. Monta una his­toria muy ela­borada para hacerles creer que había sido boxea­dor en Chi­cago y que, a pesar de su na­riz rota, había continuado un combate. Se in­venta san­gre in­dia e hijas indias. Su autobio­grafía, París es una fiesta, es un rosa­rio de mentiras tanto más en­ga­ñosas cuanto más since­ras parecían, como Rous­seau en sus Confesio­nes. Miente sin razón aparente a propó­sito de su familia, pre­tende haber sido vio­lada su hermana Carole a los doce años por un ob­seso sexual (lo que era completa­mente falso), que se había divor­ciado e in­cluso que había muerto (se había casado con un cierto M. Gar­diner, al que Hemingway de­testaba pero que sin embargo le había hecho comple­tamente dichosa).

Incurría en numerosas mentiras reiteradas, más comple­jas, rela­cionadas con su ser­vicio en el trans­curso de la Primera Gue­rra mun­dial. Es cierto que muchos sol­dados, incluso va­lientes, tienen la ten­dencia de exagerar al contar su guerra. La vida de Heming­way ha estado sujeta a tan­tas investigacio­nes que no es extraño que haya dado lugar a inter­preta­ciones erróneas.  Las inven­ciones de Heming­way sobre sus des­venturas en Italia son de un des­caro poco corriente. Comienza preten­diendo haberse enrolado en el ejército, pero haber sido re­chazado por su vista de­fectuosa. No hay nin­gún in­forme que lo mencione y es pues poco probable. En rea­lidad fue un no comba­tiente, pero declara haber servido en el 69 regimiento de infan­tería italiana, y haber li­brado tres grandes batallas con el cuerpo de élite Arditi. Cuenta a su amigo “Chink”, Dor­man-Smith, un mili­tar britá­nico, que había sido grave­mente herido con­duciendo la carga de ese re­gi­miento en el monte Grappa. Afirma al general Gus­tavo Duran, su amigo de la guerra de Es­paña, que había mandado una compañía y des­pués un ba­ta­llón, a la edad de dieci­nueve años. De que fue herido no hay duda, pero miente sobre las cir­cuns­tancias y la naturaleza de su herida. Reincide en ex­pli­car que recibió una bala en el escroto y que debió guardar cama con los testícu­los posa­dos sobre una al­mo­hada. Pretendía haber re­cibido ráfagas de me­tra­lleta y haber sido al­can­zado por cua­renta y cinco balas en total. Y para re­ma­tarlo todo, cuenta que unas monjas que le creían mori­bundo, le habían bautizado a la fuerza. Todo falso.

La guerra resalta al mentiroso que era. En España, Heming­way, celoso de las proezas de Matthews como co­rresponsal, escribe acerca de él un rosario de mentiras en la ba­talla de Te­ruel: “Tele­grafiado un primer repor­taje de la batalla a Nueva York diez horas antes que Matthews. Vuelvo al frente con la infantería, en­tro en la ciudad detrás de una com­pa­ñía de dina­miteros y tres de infan­tería. He ano­tado todo y vuelvo a telegra­fiar a des­pecho de la ira de Dios sobre el combate, casa por casa...” Miente cuando sostiene haber sido el primero en entrar en el París liberado en 1944. Su vida sexual da lu­gar también a no pocas mentiras de las que acostumbra: una siciliana, propieta­ria de un hotel, le habrá rete­nido prisionero es­condiendo su indu­mentaria para obligarle a fornicar con ella durante una semana. Cuenta a Bernard Be­renson que después de ter­mi­nar su novela El sol tam­bién se levanta, tiene una aventura. Su mujer entra de im­proviso y tiene que es­conderse la muchacha por toda la casa. Esto es re­matadamente falso. Miento a propó­sito de su fa­mosa pe­lea en Pampelune, en 1925, con “ese judío de Harry Loeb”, preten­diendo que Loeb, celoso, le había amena­zado ar­mado con un revólver. (Repite la historia en El sol también se levanta) Miente sobre todos sus ma­trimonios, sus divorcios, sus domici­lios, sus mu­jeres y su madre. Su tercera esposa, Martha Gelhorn, de­clara que Hemingway era “el menti­roso más grande desde Münc­hau­sen”. Era tan flagrante la false­dad de las pistas, que sus invencio­nes pare­cían au­to­biográficas.

Hemingway, respetando poco la verdad, es­taba sin em­bargo atento a “esta lenta dé­cada de deshonesti­dad” en los años 1930. No es­ta­blece nunca opiniones políticas cohe­rentes. Su ética se limita estrictamente a la norma perso­nal. Según Dos Passos, su amigo de ju­ventud, no había otro como Hemingway “para des­en­mascarar las maquina­ciones políticas”. Lo que está pendiente de ser probado. Apoya la candi­da­tura del so­cialista Eugene Debs en las elec­ciones de 1932. Pero en 1935, inter­pretó las directri­ces del par­tido comunista. El 17 de se­tiembre de 1935, re­cién salido New Masses, el nuevo periódico del PC, es­cribe un artí­culo vi­rulento titulado “¿Quién ha ma­tado a los vete­ra­nos?”, en el que hace res­ponsa­ble al go­bierno de la muerte de 450 viejos ferro­via­rios, vícti­mas de un huracán en Florida mientras tra­baja­ban en pro­yectos fede­rales. Un ejercicio de pro­pa­ganda y de agitación con la marca del PC. Durante esta década, pa­rece que Heming­way hubiera tenido al PC como único líder legítimo y honesto de la cru­zada antifascista. Criti­carlo o participar en acti­vida­des fuera de su control constituía a su modo de ver una fe­lonía. Aquel que es­cogía otra línea de con­ducta era “un loco o un lacayo”. Cuando descubre que Ken, un magazine de izquier­das lanzado por Es­quire, no era un órgano del partido, rehúsa que su nombre apa­rezca en el sumario.

Esta aproximación fue el origen de sus ata­du­ras a Es­paña. So­bre el plan profesio­nal, consi­dera este conflicto como una fuente de inspira­ción: “Para un escritor, la gue­rra civil es la mejor y más total de las guerras”. Pero, cu­rio­samente, su código moral se acomoda desde el princi­pio hasta el fin a la línea des­piadada del PC. Va al frente en cuatro fases (en primavera y en otoño de 1937 y 1938). Pero su opi­nión estaba hecha antes incluso de dejar Nueva York. Había dado ya su be­neplácito para hacer una pelí­cula de propa­ganda, España en lla­mas, con Dos Passos, Li­lian Hellman y Archi­bald Ma­cLeish. “Mis simpatías están siem­pre con los trabajadores explo­tados por los pro­pieta­rios de tie­rras abstencionistas, in­cluso aunque beba y haga tiro de pichón con és­tos”. El PC representa para él “la gente del país” y esta guerra, una lucha entre “el pue­blo y los pro­pietarios de tierras, los moros, los italianos y los alema­nes ausentes del país”. Amaba y respe­taba al PC español que, a sus ojos, en­carnaba a los “justos” en esta guerra.

El PC soviético dirigía la línea política del PC espa­ñol y fue el responsable de san­grientos ajustes de cuentas entre republicanos espa­ñoles. Hemingway sigue esta línea que le con­duce a una ruptura poco gloriosa con Dos Pas­sos. José Robles, el intérprete de Dos Passos, un antiguo pro­fesor de la John Hop­kins Uni­ver­sity, se en­rola con las fuerzas an­tifran­quis­tas. Robles era amigo de Andreu Nin, jefe del movi­miento trots­kista POUM. También fue intér­prete del general Jan Anto­novic Ber­zin, jefe de la mi­sión mi­litar sovié­tica en España. Co­nocía pues cierto nú­mero de acuerdos se­cretos entre Moscú y el minis­te­rio de De­fensa de Ma­drid. Berzin fue asesi­nado por Stalin que, se­gui­damente, or­dena al PC español li­quidar también a los miembros del POUM. Nin fue torturado hasta morir, cientos fueron arrestados, acu­sados de acti­vi­dades fascis­tas, y ejecutados. Ro­bles, sos­pe­choso de espionaje, fue suprimido por pru­dencia. Dos Passos se in­quieta con su des­apari­ción. Hemingway, que se jactaba de ser un fino ana­lista po­lítico, trata a Dos Passos de novato y de in­ge­nuo, y se mofa de sus an­gus­tias. Hemingway, que vive primero en Madrid, en el hotel Gaylord, se reúne ense­guida en su gua­rida con los diri­gentes del PC. Interroga a su viejo amigo Pepe Quin­tilla (res­pon­sable de la mayor parte de las ejecu­ciones del PC) para saber qué le había pa­sado a Robles. Quin­ti­lla le asegura que Ro­bles estaba vivo y se portaba bien, pero había sido arrestado a fin de ase­gurar su segu­ridad y un juicio justo. Hemingway le cree y tran­quiliza a Dos Passos. De hecho, Robles es­taba ya muerto. Cuando sabe la ver­dad más tarde por un perio­dista, Hemingway man­tiene con Dos Passos que Robles no podía ser más que cul­pable. Era pre­ciso estar loco para po­nerlo en duda. Dos Passos, desespe­rado, rehúsa cre­erle y denun­cia pú­blica­mente a los comunistas. Hemingway se lo re­procha seve­ra­mente. “Es la gue­rra de España, entre los que tú dices están de este lado y los fascis­tas. Si tu odio a los co­munistas justi­fica a tu modo de ver que se ataca, por dinero, a hom­bres a punto de ga­nar, de­berías al me­nos intentar fijar los hechos co­rrecta­mente”. Los hechos demostraron que Dos Pas­sos veía claro y que el in­genuo, el equi­vocado, era Hemingway.

Se queda hasta el fin de la guerra e incluso des­pués. Su militan­cia procomunista co­noce su apogeo el 4 de junio de 1937, cuando toma la palabra en el II Congreso de es­crito­res orga­nizado por el PC ame­ri­cano en Nueva York, en el Carnegie Hall. Heming­way declara que los escrito­res deberían combatir el fas­cismo, el único régimen que no les permitiría nunca de­cir la verdad. Los intelec­tuales ten­ían el de­ber de ir a España para ser útiles, dejando a un lado las objeciones doctrinales, empolladas en los sofás, y co­menzando en fin luchando. “Para los escrito­res que quieren hacerla y estudiarla, la guerra es ahora, y será larga”.

Hemingway se engañaba. Pero participa tam­bién cons­ciente­mente de la mentira, pues su novela Por quién sue­nan las campa­nas mues­tra claramente que era cons­ciente de los as­pec­tos sombríos de la causa republicana y proba­blemente de ciertas ver­dades relativas al PC espa­ñol. Pero no hizo editar su libro hasta 1940, cuando todo había ter­minado. Mientras dura la gue­rra civil, Heming­way si­guió a los que in­tentaron sofo­car Home­naje a Ca­taluña, de Orwell, in­vocando imperativos políticos y militares. Su dis­curso en el Con­greso de es­critores fue, en conse­cuen­cia, des­honesto.

Es curioso que Hemingway, siguiendo su propio con­sejo, no se decidiese ira a “estu­diar la guerra” inmediata cuando los america­nos se enrolaron en la cruzada contra el fascismo en 1941. Venía de com­prar una casa en Cuba, cerca de La Habana, la Finca Vigía, que se con­virtió en su residencia principal hasta el fin de sus días. Por quién suenan las cam­panas, uno de los mejores best-sellers del siglo, le había proporcionado enormes canti­dades de di­nero. Ello le permitió dedicarse a su de­porte favorito, la pesca en alta mar. Otro episodio poco honorable de su vida es que se hace fili­bustero a bordo de su barco, que bau­tiza además Crook Factory (“fábrica de esta­fas”).

Hemingway tenía tendencia a escoger a sus ami­gos en los ba­jos fondos, sobre todo en los países de len­gua espa­ñola. Adoraba frecuen­tar personajes dudo­sos de las cua­drillas de tore­ros, habi­tuales de taber­nas frente al mar, proxenetas, prostitutas, peca­dores de oca­sión, con­fidentes de la policía que parti­cipa­ban ale­gre­mente de sus juer­gas y de sus ex­pedi­ciones en el mar. En 1942, en plena gue­rra mundial, después de haber estado en La Habana, el pe­li­gro inminente de una victoria del fas­cismo em­pezó a ob­sesionarle. Calcula que sobre 300.000 nativos de Cuba, de 15.000 á 30.000 indivi­duos eran “salvajes falangis­tas”, sus­cep­tibles de sublevarse para hacer de Cuba una avan­zadilla nazi a dos pasos de Amé­rica. Ade­más, según sus infor­maciones, submari­nos ale­manes surcaban aguas cu­banas. Siempre según sus cálcu­los, 1.000 submarinos hubie­ran podido desem­bar­car en territorio cu­bano a un ejército de 30.000 nazis para reforzar a eventuales in­sur­gentes.

¿Lo creía él realmente? Es difícil de asegu­rar. Su segu­ridad es­tuvo toda su vida tras la cre­dulidad.  La novela de Erskine Chil­der, The Riddle of the Sands pudo haberle in­flu­ido. Sea como fuere, llega a con­vencer a Spruille Bra­den, embajador de los Es­tados Unidos, su compañero de juergas y de de­porte, quien debe tomar medidas para dete­ner ese peligro.

Hemingway le propone reclutar, entre quie­nes fre­cuen­taba, lea­les más que dudosos, un grupo de agentes que él mismo ele­giría para vi­gilar a presun­tos fascistas. A bordo de su mo­tora bien ar­mada, patrullaría las aguas te­rrito­ria­les infestadas de su­b­marinos dis­puestos a salir a la super­ficie. Braden apro­vecha este proyecto y obtiene créditos para eje­cutarlo. Hemingway recibe 1.000 dóla­res al mes que servirán para pagar a seis agentes a tiempo com­pleto y veinte informadores es­cogidos entre sus compañeros de café. En un periodo de ra­ciona­miento, dispone de 122 galones de gaso­lina para hacerse a la mar en su barco ar­mado con una me­tra­lleta y grana­das de mano.

La Crook Factory acrecienta considerable­mente el pres­tigio de Hemingway en los bares de La Habana. Pero ningún espía fas­cista se manifiesta. Además, Hemingway comete el error de pagar más caro las in­formaciones cru­jientes. El FBI desaprueba enérgi­ca­mente esta aventura y Washington informa que los infor­mes proporcionados por el grupo de Heming­way, con inde­pendencia de su carác­ter sen­sa­cionalista, son "vagos y carentes de funda­mento... y sus datos sin valor". Hemingway contraataca ar­gumen­tando que todos los agentes del FBI, todos de origen ir­landés, cató­licos y partisanos de Franco, eran unos "cana­llas". Llega a tener algunos inci­den­tes absur­dos, inve­rosímiles, in­cluso en una mala no­vela de espionaje, como el in­forme propor­cionado por los agentes de Hemingway relativo a un "si­nies­tro paquete" deposi­tado en un bar vasco, que para termi­nar, con­tenía una mala ver­sión de la Vida de Santa Teresa de Avila. Este asunto refuerza la con­vicción de los enemigos de Hemingway. "Papa" tiene sim­plemente ne­cesidad de gaso­lina para pes­car. Un tes­tigo ocular in­forma: "No tienen nada fi­chado de otro, ver­da­dera­mente nada más que pase­arse por el mar y estar pendiente que haga buen tiempo".

Este episodio fue seguido de la cólera de Heming­way. El gene­ral Duran era uno de los hom­bres que más había admirado él en Es­paña. Hizo de mentor de Robert Jor­dan, el héroe de Por quien sue­nan las campanas. Du­ran era todo lo que Heming­way hubiera que­rido ser. Gran estra­tega, músico, amigo de Fa­lla y de Sego­via, florón de la élite inte­lectual de España, Duran sostenía que "la guerra mo­derna" exigía de inteligencia y era un trabajo de inte­lectua­les; que la guerra tenía también un as­pecto poético y trágico. Hemingway es­taba de acuerdo a este res­pecto. Duran, que estaba a la ca­beza de una comi­sión de reser­vistas del ejér­cito es­pañol en 1934, fue llamado al decla­rarse la guerra civil. Ascen­dió rápi­da­mente a ge­neral y des­pués a comandante del XX cuerpo de ejército. A co­mienzos de la Re­pública, in­tenta en vano enro­larse en el ejér­cito británico o americano. Cuando Hemingway con­cibe la idea del Crook Factory, usa de su in­fluencia para que Duran sea agregado de embajada de los Esta­dos Unidos en Cuba a fin de poner en marcha su proyecto. El ge­ne­ral y Bonté, su es­posa in­glesa, fueron invitados a la Finca. Pero Duran se dio cuenta enseguida de que ese plan era una farsa y que per­día el tiempo. Busca otro em­pleo. Una querella que se incubaba entre Bonté y Martha, la mujer de Hemingway, es­talla en un almuerzo en la em­bajada. A partir de ese día, Hemingway no di­rige la pala­bra a Duran. Se en­cuentran por azar en mayo de 1945, y Hemingway lo apro­vecha para pedir a Du­ran en un tono sarcás­tico: "Vd. se las arregla siempre muy bien para mante­nerse ale­jado de la guerra?"

Esta salida da el tono que Hemingway adop­taba con sus anti­guos amigos. Su código moral y sus no­velas exaltan la amistad, pero él no la cultivaba por mucho tiempo. Como en muchos inte­lectuales (Rousseau e Ib­sen, por ejemplo), sus querellas con sus colegas fueron particu­larmente pérfidas. Hemingway envi­diaba el ta­lento y el éxito de otros. En 1937, se enfrenta a todos los escri­tores que co­nocía. Ezra Pound es el único escritor al que no cri­tica nunca en París es una fiesta. Desde que le co­noce, Heming­way es impactado por la gentileza y ge­nero­sidad de Ezra Pound respecto a otros es­crito­res. Acepta de él críticas que no hubiera tolerado de na­die, incluso cuando en 1926 le aconseja en estos términos que se dedique a una novela en lu­gar de prestar atención a otras noticias: “¿Te tienes por un holgazán o por un diletante?” Hemingway pare­cía admirar en Pound una cualidad que en él no exis­tía: la total ausencia de celos profesionales. Pound pre­cisa ser ejecutado por traición en 1945 por haber hecho trescientas emi­siones de radio para el Eje du­rante la gue­rra. Hemingway le salva la vida decla­rando cuando Pound es in­culpado: “Que está loco es claro. Se puede probar que él ya lo estaba, desde Cantos... una larga historia de generosidad y de al­truismo res­pecto a los artistas. Pound es uno de los más grandes poetas vivien­tes”. Hemingway fue el instigador de un brillante alegato que per­mite en­viar a Pund a un hos­pital psiquiátrico para evitarle la cámara de gas.

Hemingway evita igualmente querellarse con Joyce, el único es­critor vivo al que decía res­petar. La ocasión no se le presenta. Con otros, es otro asunto. Disputa con Ford Madox, Ford, Sin­clair Lewis, Gertrude Stein, Max East­man, Dorothy Parker, Har­old Loeb, Archibal MacLeish y otros. Reserva las mentiras más sin­ver­güen­zas, las men­dacidades más crueles y los renco­res más te­naces a sus compañe­ros. El falso retrato que hace de Wynd­ham Le­wis en París es una fiesta para vengarse de una vieja crítica, es monstruoso: “Lewis no tiene mal as­pecto pero es obs­ceno… tiene los ojos del violador que acaba de hacer su fe­choría”. En el mismo libro, calumnia a Scott Fitzerald y a su mujer Zelda. Zelda había pi­cado su ego, pero Scott, que la amaba y ad­miraba no le había hecho mal alguno. Los ataques re­petidos contra este ser frágil no pueden ex­plicarse más que por unos celos inso­portables. Según Hemingway, Fitzgerald le había dicho un día: “Sabe Vd. bien que no me he acostado nunca con otra mujer que no fuera Zelda... Zelda me ha dicho que mi cons­titución no po­dría hacer nunca sentirse a ninguna mu­jer di­chosa... es lo que la pone en­ferma”. Los dos hombres es­tarían en ese momento en los lavabos y Fitz­ge­rald habría contado sus penas a Hemingway que le habría di­cho generosamente para tran­quilizarle: “Es Vd. perfecto”. Este episodio tiene todas las trazas de ser pura inven­ción.

Hemingway ataca con una virulencia especial a Dos Passos. Una querella motivada, con evi­dencia, por los celos: Dos Passos aparece en primera plana del Time Ma­gazine en 1936 (Heming­way debió espe­rar esta es­pe­cie de con­sagración aún un año). Esta ruptura fue muy dolorosa en razón a su larga amis­tad. El asunto Robles, en España, fue seguido de una escena depri­mente en Nueva York con Dos Passos y su mujer Ka­tie. Heming­way se burla de su ascen­diente portugués, le trata de bas­tardo, de hol­gazán, le acusa de pedir di­nero y no devol­verlo y acusa a su es­posa de cleptó­mana. Trata de desli­zar estas di­famaciones en su libro Tener o no (1937), pero se ve obligado a re­nunciar gracias a los consejos del abo­gado de su editor. De­clara a Faulkner en 1947 que Dos Passos era “increí­blemente snob (para ser un bas­tardo)”. En represalia, Dos Passos re­trata a Hemingway con los rasgos de George El­bert War­ner, el odioso per­sonaje de su libro País Esco­gido (1951). Hemingway contraataca infor­mando a Bill Smith, el cuñado de Dos Passos, que le reservaba “una jauría de perros y gatos fe­roces adies­trados para atacar a los bastardos portugueses que es­crib­ían mentiras sobre sus amigos”. Dispara un último haz de flechas contra Dos Passos en Paris es una fiesta tratándole de pez piloto que conduce a los tiburo­nes como Gerald Murphy hacia su presa. Le reprocha haber des­truido su primer matrimo­nio. Esta última acu­sación no se tiene en pie, pues Heming­way nunca nece­sitó de nadie para destruir sus matrimo­nios.

En sus novelas, Hemingway muestra a me­nudo una se­ñalada comprensión hacia las mujeres. Como Ki­pling, tenía el don de ocultar su enfoque mascu­lino para expo­ner con una eficacia asombrosa el punto de vista de una mu­jer. Esta aptitud da lugar a especula­ciones de toda clase. Se le aprecian rasgos de carácter femenino, miras femeni­nas, de travesti o de transexual en razón a su ob­sesión de cortarse el pelo como las mujeres. Se atribuye al hecho de que su madre, cuando era pequeño, rehusó largo tiempo de vestirle de chico y de cortarle el pelo. Parece cla­ra­mente que Hemingway tuvo dificultades para establecer relacio­nes civiliza­dos y duraderas con mujeres, salvo aquellas que le eran total­mente sumi­sas. A la única mujer de su fa­milia que ama es a su joven hermana Ursula, a la que llamaba “mi adora­ble hermana Ura”, a la que ado­raba, en efecto, y era su esclava. En 1950, cuenta a un amigo que a su re­greso de la guerra, en 1919, Ursula, que tenía enton­ces diecisiete años, ad­quirió la costum­bre de dor­mir en el tercer piso de la casa en la esca­lera que daba a su dor­mitorio. “Ella se man­tenía des­pierta hasta que yo lle­gase porque había oído decir que era malo para un hombre beber solo. To­maba una be­bida li­gera conmigo hasta que me acostaba y dormía con­migo para que no es­tuviese solo. Mantenía­mos la luz encen­dida. Permanecía despierta para apa­garla en cuanto me dormía”.

Es posible que él hubiese inventado esta his­toria para idealizar el comportamiento que una mujer hubiera de­bido tener con él. Pero sea su relato ver­dadero o falso, lo cierto es que no en­contró nunca tal sumisión una su vida adulta. Sin embargo, acerca de sus cuatro mujeres, tres fueron de un servilismo poco corriente habida cuenta los criterios america­nos del si­glo XX. Pero no lo suficiente para él. Gus­taba de la variedad, del movimiento, del drama. Su primera mujer, Hadley Richardson era rica y tenía ocho años más que él. Vivió de su dinero hasta que sus libros se vendieron en abundan­cia. Hadley era una mujer agradable, tole­rante y seduc­tora. Cuando estuvo encinta de Jack (“Bumby”, el primer hijo de Heming­way, no tuvo ningún escrú­pulo de corte­jar a otras mu­je­res en su presencia, prin­cipalmente a la céle­bre Lady Twysden, na­cida Dorothy Smurth­waite, su flirt de Mont­parnasse y la causa de su des­avenencia con Harld Loeb. Hemingway le da el nombre de Brett Ashley en El sol tam­bién se le­vanta. Hadley soporta esta humilla­ción, y, más tarde, su aventura con Pauline Pfeiffer, una mu­chacha del­gada, sensual, mu­cho más rica que ella. Su padre, un terra­te­niente, era uno de los más grandes pro­ducto­res de ce­reales de Arkansas. Pauline se ena­mora de Heming­way y ter­mina por seducirle. Los amantes per­suaden entonces a Hadley para hacer ménage a trois. Ella es­cribe, con amar­gura, a Juan-les-Pins, en 1926: “Tres platos al desayuno, tres trajes de baño colga­dos de un hilo, tres bicicle­tas”. Cuando este arreglo no les basta, el trío estalla y empujan a Hadley a divorciarse. Ella acepta y escribe a Heming­way: “Yo te he tenido por el mejor y por el peor (pienso)”. La generosidad de Had­ley en­canta a Heming­way. El le dirige una carta re­pleta de adula­ciones asquero­sas: “La mayor suerte que ja­más tenga Bumby es que tú seas su madre… admiro tu recti­tud, tu cabeza, tu corazón, tus manos adorables y pido a Dios que te cure del terrible golpe que te he dado, a ti, la mejor persona, la más verda­dera, la más adorable que he conocido”.

Hemingway encuentra que Hadley se com­porta con no­bleza y es el único elemento de sinceridad que se puede extraer de esta carta. Es porque, antes incluso de casarse con Pau­line, comienza a trenzar una corona de santi­dad. Pauline, de su lado, anota el poco sentido práctico de Hadley. Promete no imi­tarla. Heming­way será menos afortunado la próxima vez. Ella se sirve de su dinero per­sonal para hacerle la vida agradable, compra una bella propiedad en Florida, en Key West, lo que per­mite a Heming­way iniciarse en la pesca de al­tura que le vuelve loco. Pauline le da un primer hijo, Patrick, pero cuando le anuncia, en 1931, que espera otro hijo (Gregory) su unión em­pieza a resquebrajarse. Hemingway había co­gido gusto a sus estancias en La Habana donde encon­trado a Jane Mason, una rubia veneciana, esposa del di­rector de la Pan-Ame­rican Air­ways en Cuba, que tenía catorce años me­nos él. Jane era la heroína ideal de Hemingway. Pero esta joven esbelta, bonita, deportista, amante de al­ternar en los bares con los amigos de Hemingway y conducir coches deporti­vos a pleno gas, era depre­siva. Contro­laba mal su vida compli­cada. In­tenta suici­darse pero resulta sólo dañada su espalda. Hemingway deja entonces de in­teresarse por ella.

Pauline hace esfuerzos desesperados por re­con­quis­tar a su ma­rido. Le escribe que su pa­dre aca­baba de regalarle una fuerte suma de dinero. “No sé qué hacer con este su­cio di­nero… Sólo tienes que decir una pala­bra. Pero no tomas a otra mujer. Tu Pau­line que te ama”. Ella hace construir una piscina en Key West y le escribe: “Me gus­taría que estuvie­ses aquí, que duer­mas en mi cama, que te sirvas de mi baño y que bebas mi whisky… Papa que­rido, te ruego que vuelva a casa lo antes posi­ble”. Ella recu­rre a la cirugía estética: “Tengo una gran na­riz, la­bios imper­fectos, orejas des­pegadas, verrugas y lu­nares”. Todo será repa­rado an­tes de mi llegada a Cuba”. Tiñe sus ne­gros ca­bellos en rubio dorado. Un verdadero de­sastres. Pero su viaje a Cuba no consigue nada. Hemingway bautiza su barco con su nombre pero no la quiere a ella a bordo. Había pre­venido en Tener o no te­ner: “Cuanto mejor tra­tes a un hombre, y cuanto más le muestres que le amas, más rápidamente te dejará”. Y así lo piensa. Al igual que cuando se siente culpa­ble pro­yecta sus faltas so­bre los otros, la hace respon­sable del fracaso de su pri­mer matri­mo­nio. En suma, ella merecía todo lo que le su­cedía.

Aparece entonces Martha Gelhorn, una pe­riodista inteli­gente, apasionada, una mujer de letras, for­mada en Bryn Mawr (como Hadley) y, como la ma­yor parte de las muje­res de Hemingway, provi­niente de la alta bur­guesía de Middle West. Martha era una gran mucha­cha rubia con los ojos azules, y con unas pier­nas de una lar­gura especta­cu­lar. Tenía diecio­cho años menos que él. Hemingway la en­cuentra en di­ciembre de 1936, en un bar de Key West, el Sloppy Joe. El año siguiente la in­vita a Es­paña. Ella va con él. La experiencia le abre los ojos. Co­mienza por una men­tira: “Sabía que vendr­ías, pero “hija”, fue por­que me las arreglé para que fuese eso así”. Ella sa­bía que todo era falso. Insiste en que cierre la puerta de su dormitorio con llave por dentro, “para que nin­gún hombre fuese a im­portu­narla”. Ella descubre que, en la habitación de Heming­way en el hotel Am­bos Mun­dos, rein­aba un des­orden repulsivo y escribe más tarde: “Er­nest era extrema­damente sucio… uno de los hombres más desaliñados que he cono­cido”. Hemingway adoraba los sandwi­ches con ce­bolla, como su padre, y la va­riedad local era parti­cular­mente fuerte. Se relamía, los re­gaba con lingotazos de whisky que llevaba con él en un frasco de plata. Una mezcla memorable. Martha era deli­cada y es poco proba­ble que qu es­tuviera enamorada de él fí­si­camente. Siem­pre evitó tener de él un hijo. Más tarde adopta uno. (“In­útil hacer un hijo cuando se puede com­prar uno. Es lo que yo he hecho”) Se casa con Heming­way porque él es un escritor céle­bre y porque deseaba fe­roz­mente un porvenir sólido para ella misma. Ella quizá cree que así podría im­preg­narse de su carisma lite­rario. Paulina lucha con todas sus fuerzas para rete­ner a su marido. Cuando com­prende que le ha perdido, se acuerda de Hadley y de su manse­dum­bre. Prefiere pe­lear, lo que no hace más retardar el divorcio. Antes in­cluso de que sea senten­ciado, Heming­way comienza ya a repro­char a Marta haber roto su pa­reja. Sus amigos fue­ron testi­gos de la vio­lencia de sus es­cenas, desde el prin­cipio de sus rela­ciones.

Martha fue de lejos la más inteligente y la más de­termi­nada de sus mujeres. Su matri­monio no tenía muchas po­sibilidades de du­rar. Ella comienza a opo­nerse enérgica­mente a sus excesos en la bebida y a las brutalida­des que la seguían. En 1942, al volver de una fiesta en la que se había emborrachado, ella insiste en condu­cir el coche. Pelean en el ca­mino y él le da una bofetada. Ralen­tiza su Lincoln gran lujo, lo deja bajo un árbol y le deja dentro. A ella le horrori­zaba la suciedad. Rehúsa vivir con la jauría de gatos salvajes en su casa de Cuba, que apesta­ban a los que dejaba andar por encima de la mesa donde se comía. En 1943, aprovecha una de sus au­sencias para cas­trarles. El no de­jaba de re­zongar: “Ella ha castrado a mis gatos”. Ella le corrige su pro­nuncia­ción fran­cesa, contesta sobre su com­petencia en vino francés y ridi­cu­liza su Crook Factory, insinuando con in­sis­tencia que mejor sería que se interesase por la guerra más cerca de Europa de donde terminó marchán­dose. El firma un as­tuto contrato con Co­llier’s, el pe­rió­dico para el que tra­baja Martha, a él va y la pone loca de ra­bia. Termina re­uniéndose con él en Lon­dres en 1944, donde le en­cuen­tra en Dor­chester en medio de su mugre habitual, con bote­llas de whisky vacías sobre la cama.

Después de ello, todo se viene abajo. Al vol­ver de Cuba, la des­pierta en mitad de la no­che al acostarse completa­mente ebrio: “Me despierta en pleno sueño para gruñirme, maltratarme, mo­farse de mí. Mi cri­men era haber estado en la guerra y no él. Pero nunca lo explicó en es­tos térmi­nos. Me decía que yo estaba loca, que no había buscado más que la exci­ta­ción del peligro, que era una irres­ponsa­ble, una egoísta redomada. No paraba, y me veía inso­porta­ble y repulsiva”. Y la amenazaba: “Voy a bus­car a una mujer que me pertenezca y me deje ser el es­cri­tor de la familia”. Escribe un poema obs­ceno que ti­tula “La va­gina de Martha Gel­horn”, que compara con el gollete es­trecho de una bote­lla de agua ca­liente. “Iba enloqueciendo de año en año”, se queja Martha. Ella asegura que llevaba una vida de “es­clava” con un brutal es­clavista. Le deja. “Torturaba a Marty, confirma Gregory. Ha ter­minado por des­truir el amor que le profe­saba y, cuando parte, pre­tende que es ella quien le aban­dona”. Se sepa­ran por fin en el año 1944. Como Martha había dejado el domi­cilio con­yugal, Hemingway con­serva todo lo que per­tenecía a su esposa, con­forme a la ley cu­bana. “El error más grande de mi vida es haberme casado con ella”. En una larga carta a Beren­son, enu­mera sus defectos, la acusa de adúl­tera (“una ca­chonda”), pre­tende que pese a no haber visto en su vida un cadáver, ello no le había impedido ganar más dinero escribiendo sobre las atrocida­des de la guerra que nin­guna otra mujer en el mundo, des­pués de Harriet Bee­cher Stowe. Todo falso.

Hemingway soporta su cuarto y último ma­trimo­nio hasta su muerte. Es verdad que Mary Welsh de­cide en­gancharse a él en cuanto llega. Era de otra clase social distinta a las de las prece­dentes. Mary era hija de un leña­dor de Minnesota. No se había hecho nin­guna ilu­sión acerca del hombre con el que se esposa. En París, en fe­brero de 1945, desde los comienzos de su rela­ción, Heming­way se emborra­cha en el Ritz, cae sobre la foto de su an­terior ma­rido, Noel Monks, un periodista austra­liano, y la tira a la cubeta de las toilettes. Dispara a la foto con su fusil submarino, le echa agua e inunda el lu­gar. Mary era periodista en el Time. Ella no era una am­biciosa de altos vuelos como Martha, pero era tra­baja­dora y tenía ol­fato. Com­prende que Heming­way quería una mujer sierva y no una rival. Aban­dona completa­mente el perio­dismo para casarse con él, lo que no evita sus sar­casmos. La llama la “Ve­nus de bolsillo de Papá” y cuenta cuántas ve­ces le hace el amor. Confía al ge­neral Charles (“Buck”) Lanham que después de un poco de paciencia era fácil cal­mar a Mary. Le bas­taba “irrigarla cuatro veces por la noche” (cuando, después de la muerte de Heming­way, Lan­ham habla con Mary, ella suspira: “Si sola­mente eso hubiera sido verdad”)

Mary era una mujer líder. Tenía puntos en común con la con­desa Tolstoi, y su marido, en esa época, era tan mun­dialmente conocido como él. Fusiles, ropa de caza, equi­pos de camping de todas clases llevaban el nombre de este profeta de la virilidad, de la ostenta­ción y de la cogorza. Allá donde estuviera, en Es­paña, en Africa y sobre todo en La Habana, un coro de compa­ñeros y parásitos le es­col­taba por to­das partes, como un circo ambu­lante. Sus cortesa­nos era tan excéntricos como los de Tolstoi, de una mo­ralidad más que dudosa, pero a su manera tam­bién de­votos. Antes de dejar Cuba, Mary anota una es­cena “muy di­vertida y conmovedora”: Hemingway “acaba de leer en voz alta un pa­saje de las Campa­nas a un grupo de adultos medio analfabetos. Sus com­pañeros, que ti­raban a los pi­chones y pes­caban  con él, le escuchaban absortos” Pero en realidad, la vida con Hemingway, habida cuenta sus costumbres es­pantosas, era menos refinada que en Isnaia Po­liana. Dure Shevlin, la mujer de unos de sus nume­rosos amigos millona­rios, describe el decorado cu­bano en 1947: el barco era poco confortable, pe­queño y mu­griento, la Finca es­taba llena de gatos erran­tes y le faltaba agua ca­liente. Heming­way, sin afeitar, apes­tando a alcohol y a sudor, mas­cullaba gro­serías. Mary tenía mucho que hacer para ocu­parse de todo eso.

Mary tuvo que sufrir a su vuelta humilla­cio­nes re­peti­das y a menudo deliberadas. Hemingway ado­raba la com­pañía de las mu­je­res, sobre todo si eran bo­nitas, célebres y aduladoras. Es­taba Marlen Die­trich, que can­taba para él en el baño mientras se afei­taba, y Lauren Bacall (“Es Vd. Más grande aún de lo que yo ima­gi­naba”), Nancy “Slim” Hayward (“Que­rida, es Vd. Tan delgada y tan bella”). Virginia “Ji­gee” Vertel, que formó parte de su tropa en el Ritz, en París. Mary anota con tris­teza: “He dejado la habi­tación de Jigee Vertel des­pués de una hora y me­dia. Heming­way me había dicho “vuelvo en un minuto”. En Ma­drid, tenía sus “putas de combate”, como las lla­maba Mary. En La Habana, las “putas a bordo del mar” a las que gustaba reunir en pre­sen­cia de Mary, como hizo con Dorothy Twysden ante la mi­rada triste de Hadley. Cuanto más enve­jecía, más amaba a las jóvenes. Hemingway dice un día a Malcolm Cowley: “He be­sado a tantas mujeres como he que­rido, e incluso a mu­chas que no quería. Es­pero haberlas be­sado bien a todas”. Lo que estaba lejos de ser ver­dad y menos después de la Segunda Gue­rra Mun­dial. En Venecia, se encapricha de una jo­ven, Adriana Ivancich, a la vez te­mible y paté­tica, a la que hizo heroína de su desas­trosa novela de post­guerra, Más allá del río y bajo los árboles (1950). Adriana era glacial, snob e in­sen­sible. Quería el ma­trimonio o nada y había (según Gre­gory, el hijo de Hemingway) "una ma­dre con la nariz ganchuda que la vigilaba constantemente”. Hemingway la recibe con su prodigalidad acostumbrada y for­man proba­blemente una de las parejas más monstruosas en la histo­ria de la lite­ratura. Adriana tenía ambiciones artísticas. Hemingway obliga a su edi­tor a aceptar unas maquetas para dos cu­biertas de sus libros Más allá del río y el Viejo y el mar (1952), libro que salva su reputa­ción le vale el premio Nobel. Ambas sobrecu­biertas debieron volver a ser di­bujadas. Adriana til­daba a May de “inculta”. Heming­way, que ad­mi­raba la buena educación y las bue­nas ma­neras de la joven, se hace eco de este juicio tra­tando a Mary de “hija de soldado” y de “re­cogedora de basuras”.

Mary debe soportar aún muchas otras humi­llacio­nes en el curso del útimo gran safari de Heming­way, en el in­vierno de 1953-1954. Llega más mu­griento que nunca. Su tienda está llena de botellas de whisky vacías y de un ba­tuburrillo de ropa. Por miste­riosas razones, adopta la ima­gen de un afri­cano, se afeita la ca­beza, tiñe su vesti­menta de rosa-naranja como la de los Mas­saïs y se arma incluso con una lanza. Para rematarlo, se aparea con una Wa­kamba llamada Debba, que según uno de los guar­das, Denis Zaphira, “huele a basura”. Debba, sus amigos y Hemingway hacen sus celebraciones en una tienda de campaña. En el curso de uno de estos rituales, la cama se cae. Mary anota en su dia­rio que lo peor es “una conver­sación pesada, repeti­tiva, que rezongaba día y noche”.

Enseguida la gran expedición es a España, en 1959. Toda la tropa de Hemingway hace el viaje con no­venta valijas, para asistir a la tem­proada de verano de corridas de toros. Una ado­lescente de diecinueve años, Valerie Danby-Smith, hija de un contratista de Dublin, perio­dista en prácticas d euna agenca de prensa belga quiere entre­vistar a Hemingway. Se enamora de ella, llegando in­cluso a esposarse con ella. Hemingway reconoce que Mary era más apta para vigilar a un viejo. “Ella traza el ca­mino”. Pero se compromete a pagar a Valerie 250 li­bras al mes. Esta se une a la tropa y viaja en el asiento delantero del coche para que Heming­way pueda acari­ciarla a su gusto. Mary viaja detrás. Ella lo tolera, sa­biendo que Vale­rie era inofensiva. En­gatusa a Heming­way, le hace menos agre­sivo. Después de la muerte de su marido, con­tinúa em­pleándola. (Se casa en­seguida con Gregory Hemingway). Pero hasta ahí, ella con­tribuye a hacer el viaje “horrible, repug­nante, mise­rable”.

¿Mary sufre tanto como la condesa Tolstoi? Proba­ble­mente no. Mary aprende español, se ocupa de su casa y participa en la ma­yor parte de sus justas de­portivas. Hemingway escribe un “in­forme sobre la situación” en el que enu­mera sus cualidades “Es ex­celente en la pesca, tira bien, nada bien, hace buena cocina, sabe escoger los vi­nos, sabe de jardinería… es capaz de manejar un barco o una casa en espa­ñol”. Pero no manifiesta compasión al­guna hacia ella cuando se hiere en el curso de una de sus expe­diciones, lo que le ocurría a menudo. Ella experi­menta un cam­bio típico de sus informes, un día en que una herida le hace su­frir cruel­mente: “Deberías esar tran­quila.- Lo intento.-Los sol­dados no hacen eso- No soy soldado”. Montan escenas estrepi­tosas en públcio y es­ce­nas de una violencia espantosa en pri­vado. Deja la máquina de escribir de Mary en tie­rra, rompe un encen­dedor que a ella le gustaba, la pone de vino hasta la cara, la trata de puta. Ella res­ponde que incluso si él buscaba des­em­barazarse de ella, ella no dejaría la casa. “Puedes intentar empu­jarme hasta el final, hacer todo lo que te plazca para que me vaya, pero no lo conse­guirás jamás… poco importa lo que hagas o digas, e menos que me ma­tes, lo que sería un desorden, se­guiría aquí y me man­tendría en tu casa y en tu Finca hasta el día que me dijeras sincera y directamente que quieres que me vaya”. El se guarda bien de aceptar el desafío.

Los hijos los matrimonios de Hemingway fue­ron testi­monios silenciosos, a veces terribles, de su vida conyu­gal. Mientras eran pequeños, fueron confiados a nodrizas o sirvientas cuando Hemingway partía a correr mundo. Pa­rece ser que una nurse, Ada Stern, era les­biana. A Bumby, el mayor, le compra su silen­cio con bebidas, Patrick reza para que le envíe al diablo, Gre­gory, el más joven, vivía con la te­rrible idea de que ella pudiera de­jarles. Gre­gory escribe más tarde un libro revelador y amargo sobre su pa­dre. En California, tuvo pequeños en­cuentros con la policía cuando era joven. Paulina, su madre, divor­ciada desde hacía tiempo, telefonea a su pa­dre (el 30 de setiem­bre de 1951) para darle la novedad, busca un poco de con­suelo y algunos consejos. El le res­ponde que ella era la única responsable: “Re­cuerda cómo has sido educada”. Disputan de una manera terri­ble. Paulina pierde el control, “grita y maldice al teléfono”. Esa noche se des­pierta con dolores inter­nos terribles y muere al día siguiente, a la edad de cincuenta y seis años, en la mesa de ope­ración de un tu­mor suprarenal. Podría decirse que el tumor se había agravado por el choque emocional. Heming­way hace a su hijo responsa­ble. El hijo acusa al pa­dre de la ira de su ma­dre. “No son mis proble­mas sin gravedad lo que ha trastor­nado a mi madre, sino el vio­lento altercado que tiene con mi padre ocho horas antes de su muerte”. Gre­gory anota en su dia­rio: “Está bien la influencia de una personalidad domi­nante cuando es sa­ludable, pero cuando tiene reseca el alma, ¿cómo encontrar fuer­zas para decirle que apesta?

A decir verdad, Hemingway no estaba podrido hasta el alma. Era alcohólico. Ese alcoholismo ad­quirió un lugar tan impor­tante en su vida y en su trabajo como la droga en la vida de Cole­ridge. Hemingway fue un caso clásico de pro­gresión del alcoholismo, provocado por un es­tado de­presivo crónico pro­fundamente enrai­zado, quizá here­dita­rio, que hizo que agravase su alcoholismo. Alco­holismo y depresión eran al mismo tiempo causa y efecto. Dice un día a MacLeish: “El problema es que toda mi vida, cuando todo va verdaderamente mal y bebo un trago, todo em­pieza a ir mucho mejor”. Em­pieza a beber muy joven. En la ado­lescencia. El herrero de la viudad, Jim Dilworth, le procura sidra en tarros. Su madre, que se queja desde siempre que se convir­tiera en alcohólico, anota este hábito (es po­sible también que em­pezase a beber de manera in­moderada en su primer gran disputa con Grace). En Italia, se pasa al vino y coge su primera borra­chera fuerte en el Club de los oficiales en Mi­lan. Su herida y una historia de amor desgraciado le precipitan a la bebida: en el hos­pital, síntoma de mal augurio, en­cuentra su ropero lleno de bo­tellas de coñac. En París, en los años 1920, compra vino de Be­aune por cajas enteras de la cooperativa viní­cola. Enseña a Scott Fitzgerald a beber el vino a gollete, lo que, a su decir, evoca a una “joven que nada sin traje de baño”. En Nueva York, queda “en el caldo”, ebrio de muerte du­rante “va­rios días” después de la firma de su contrato de El sol también se levanta. Es pro­ba­blemente su primera cogorza prolongada. Se le atri­buye la paternidad de la frase de moda en los años 1920 “Have a drink” (beba una copa). Algunos, como Virgil Thom­son, le acu­san de ser más bien un rácano y de ofrecer ra­ras ve­ces. Hemingway, por el contrario, tuvo siempre tendencia a acu­sar a sus amigos de ser unos parási­tos, de ello le re­procha a Ken Tynan en Cuba en los años 1950.

A Hemingway le gustaba sobre todo beber en com­pañía de mu­jeres cuya aprobación de sus ma­dres él ob­tenía. Hadley, con quien bebe a menudo, le escribe: “Sa­bes que espero el día que me dijiste me venerarías por mi modo de beber”. Jane Mason, su bo­nita compañía de los años 1930 en La Habana juega el mismo papel desas­troso. Con ella bebe gi­nebra, seguida de champagne y de grandes pots helados de dai­quiri. Fue en Cuba donde se pone a beber sin control a lo largo de una década. Un bar­man de La Habna afirma no haber visto a nadie “be­ber tanto Martini como él”. Estando con sju amigo Thorwald Sánchez, el alcohol le vuelve vio­lento. Tira su ropa por la ventana y rompe una pre­ciosa serie de vasos de Baccarat. La mujer de Sánchez, tremen­damente enfa­dada, se pone a gritar y suplica al maître del hotel que le en­cierre. Después de un safari, se le ve deslizarse fuera de la tienda de campaña para beber. Su hermano Lei­cester recuerda que a finales de los años 1930, en Key West, bebe diescisiete whiskies con soda por día y se lleva con­sigo a menudo una bo­tella de champagne a la cama. En este periodo de su vida, su hígado le hace su­frir cruelmente por primera vez. Su médico le ordena re­nunciar completamente al alcohol. El se esfuerza real­mente a li­mitarse a tres whiskies antes de la co­mida. Pero sus es­fuerzos no duran mucho. En el curso de la Se­gunda Guerra Mundial, su con­sumo au­menta sin parar y en los años 1950, sustituye su taza de té del desayuno, con ginebra. Hotchner, que le entrevista por el Cosmo­politan en 1948, cuenta que engulle siete Papa-Dobles (una be­bida de La Habana bautizada con su nom­bre, una mezcla de ron, de jugo de pomelo y de ma­rras­quino). Cuando lo deja para ir a comer, lleva un octavo para be­berlo mientras conduce su co­che. Afirma haber consu­mido die­ciséis en una noche. Presume ante su editor de haber empezado la tarde con una botella de vino se­guido de vodkas en serie, des­pués de haberse “atiborrado de whiskyies con soda hasta las tres de la mañana”. En Cuba, sus aperitivos antes de la co­mida con­sistían gene­ralmente en ron. En Europa, bebe Martini. A princi­pios de los años 1950, yo mismo le he visto bajar las escale­ras del D^me, en Montparnasse de seis en seis. En público, su modo de beber com­portaba un factor de bra­vuconería. Al des­ayuno, empezaba el día con ginebra, cham­pagne y whisky luego elabo­raba un brebaje lla­mado “muerte en el Gulf Stream”, com­puesto de de un gran vaso de ginebra holandés y jugo de limón, otra de sus invenciones. Pero bebe sobre todo whisky. Según su hijo Patrick, consume un cuarto de botella de whisky al día durante los últimos veinte años de su vida.

Hemingway está ligado al alcohol de una ma­nera rese­ñabe. Li­lian Ross, que había escrito su perfil para el New Yorker no des­taca que estaba ebrio la mayor parte del tiempo. Según Denis Zaphiro, en su último safari, es pro­bable que bebiese la mayor parte del tiempo “pero es cierto que apenas se notó”. Demuestra tam­bién que es ca­paz de abste­nerse e incluso de suspender sus borrache­ras du­rante breves períodos, pero para permitirse seguir. Los efectos de su alcoholismo crónico, a despecho de su fuerza física, fueron sin embargo inexo­rables y la cusa de un número extraordinario de accidentes. Walter Ben­jamin da un día una de­finición del inte­lectual (como él): “Un hombre con gafas sobre la na­riz y el otoño en el co­razón” Hemingway tenía cier­tamente el otoño en el co­razón —y a menudo la mitad del in­vierno— pero se quita las gafas tanto tiempo como puede, a pesar de la debilidad de su ojo izquierdo que hereda de su madre (ella rehúsa también llevar gafas por coquetería).

Por todo ello y sin duda también a causa de lo desma­ñado de su corpulencia, acumula una serie impresionante de accidentes toda su vida. De niño, se golpea con un bastón en la boca y se rompe las amígdalas. Se clava un anzuelo en la espalda. Recibe golpes jugando al fútbol y practicando boxeo. En 1918 es herido en la guerra y se corta el puño al pa­sar a través de una vitrina. Dos años después se corta en un pie al pisar un trozo de vaso roto y se pro­voca una hemorragia interna al caer sobre un pesti­llo del barco. Se quema al derramársele una hervi­dora (1922), se rasga un liga­mento del pie (1925). Su hijo le hace una cortadura en la pupila de su ojo bueno (1927). En 1928, en primavera, tiene el primero y más grave acci­dente consecuencia del al­cohol. Tira de la ca­dena de la cisterna del agua y le cae sobre la cabeza la lámpara de cristal, lo que le vale una conmoción y nueve puntos de sutura. Sufre un desgarro muscular en la ingle en 1929, se daña el índice golpeando un puching-ball, re­cibe la coz de un caballo, se rompe un brazo en un acci­dente de coche (1930), sufre un tirón en una pierna tra­tando de sujetar, borra­cho, el aparejo que sostiene un ti­burón (1935). Se rompe el dedo gordo del pie en una puerta ce­rrada, hace añicos un espejo con el pie, daña la pupila de su otro ojo (el más débil) en 1938. Sufre dos conmociones  en 1944 al chocar su coche contra una cis­terna, por la noche. Es proyectado desde una moto ca­yendo a un foso. En 1945, insiste en llevar a Mary al ae­ropuerto de Chi­cago, derrapa, cae a una rambla, se rompe tres costillas y la rótula, y clava la frente (Mary pasa a través del parabrisas). En 1929 es seriamente herido jugando con un león. En 1950 se cae de su barco, se hace un corte en la ca­beza y en la pierna, se sec­ciona una arteria y sufre su quinta conmo­ción cerebral. En 1953 se aplasta la es­palda al caer de su coche, y ese mismo invierno su­fre una serie de accidentes en Africa: quema­duras de mal cariz al prender fuego a unas male­zas es­tando ebrio, después, dos accidentes de avión que le ocasionan otra conmo­ción, una frac­tura de cráneo, dos des­plazamientos de las vérte­bras, dos lesio­nes in­ternas, una inflamación del hígado, del bazo, de los ri­ño­nes, quemaduras y una parálisis de los músculos del esfínter. Estos accidentes, se­guidos generalmente de una “co­gorza” conti­nuaron hasta su muerte: se rompe los liga­mentos, se aplasta un tobillo escalando una empalizada (1958). Después, otro acci­dente de coche en 1959.

A pesar de su fuerza física, su alcoholismo tiene un im­pacto di­recto sobre su salud, que se dteriora desde 1930 con la apari­ción de crisis de hígado. En 1949, va a hacer ski a Cortina d’Ampezzo. Una mota de polvo va a parar a su ojo. Este minús­culo acci­dente combinado con sus ex­cesos de bebida desen­ca­dena un caso grave de erisi­pela. Diez años más tarde aún con­serva las placas rojas sobre la nariz y alre­dedor de la boca. En­tretanto, sus últimas gran­des borracheras en España (1959) le cau­san trastor­nos re­nales y hepáticos, y proba­blemente una hemocromatosis (cirrosis, oscu­recimiento de la piel y di­abetes), un edema en los tovillos, insom­nio crónico, ca­llos en la san­gre, uremia y trastornos cutáneos. Se vuelve impotente y senil pre­matura­mente. Su última y triste foto, a punto de mar­char de la casa que había comprado en Idaho, habla por sí misma. Pero todavía estaba en pie y ivo. Pero su es­tado se vuelve insoporta­ble. Su padre se había sui­cidado por miedo a una enfermedad mortal. Hemingway temía en cambio que la suya no lo fuese. El 2 de julio de 1961, después de diver­sos tra­tamientos para inten­tar curar su depre­sión y su pa­ranoia, coge su mejor fusil inglés de cañón doble, introduce dos balas dentro y se hace saltar la tapa de los sesos.

¿Por qué Hemongway deseaba tanto morir? El hecho no es raro entre escritores. Evelyn Waugh, un escritor inglés contem­poráneo de una estatura com­parable a la suya, como él pide la muerte. Pero Waugh no es un in­telec­tual. El no piensa en refor­mar las leyes de la vida en su cabeza. Se suma a la disciplina tra­dicional de su Igle­sia y se ex­tingue de muerte natural cinco años después. Hemingway crea su propio código, basado en el honor, la ver­dad, la lealtad. Traiciona a los tres y los tres le trai­cionan a él. En lo más profundo de él, siente quizá tam­bién que ha trai­cionado a su arte. Hemingway tuvo mu­chos defectos gra­ves. Pero la integridad artística jamás le faltó. Brilló como un faro toda su vida. Se asigna la tarea de crear una nueva manera de escribir en inglés en sus novelas y lo consigue. Fue un aconte­cimiento en la his­toria de esta lengua, de la que Hemingway formaba parte, en el pre­sente, de manera indisoluble. Consagra a esa idea los in­mensos recursos de su talento crea­tivo. Se rinde cuenta a sí mismo a mitad de los años 1930, lo que se junta con su angustia acostum­brada. Algunas de sus novelas de éxito fue­ron accidentes en el recorrido de su larga pendiente hacia la de­presión. Si Heming­way hubiera sido menos artista, el hombre que había en él hubiera vivido menos preocupado. Hubiera es­crito no­velas de calidad media, como lo hicieron mu­chos otros escrito­res. Pero la simple idea de no escri­bir mejor se le hacía insoportable. Bus­caba entonces ayuda en el alco­hol durante sus horas de trabajo. En los años 1920, se le ve primero escribir con un vaso de ron Sanit James ante él. Esta práctica, rara al princi­pio, se hace in­termitente y des­pués in­varia­ble. Veinte años más tarde, se le­vanta a las cuatro y media de la mañana y “comienza general­mente a beber directamente alcohol antes de po­nerse a escribir con un lápiz en una mano y un vaso en la otra”. El re­sultado, sin duda, era desastroso. Un editor ex­peri­mentado des­cubre siempre los pa­sajes escritos bajo la in­fluencia del alcohol, sea cual fuere el talento del autor. Y Hemingway em­pieza a pro­ducir una gran cantidad de es­critos impublica­bles o al menos un material inferior al criterio mínimo que se había fijado. Un cierto número de trabajos fueron publicados a pesar de todo. Fueron juzga­dos inferiores o como parodias de sus obras prece­dentes. Hay una o dos excepciones, principal­mente El viejo y el mar que por lo demás incorpora una cierta pa­rodia de sí mismo. Pero el nivel general baja. Heming­way fue cons­ciente de su inca­pacidad para restaurar su genio, y aún más de des­arrollarlo. Los ciclos de depre­sión y de borra­cheras de acelera­ron y el hombre es ase­sinado por su arte. Su vida es una lección que to­dos los escri­tores deberían apren­der: el arte no basta.

 

Gregory Hemingway, hijo menor de Ernest Hemingway, fa­lle­ció de causas naturales en una prisión del condado de Miami-Dade, con­firmó la policía. Gregory, de 69 años, que a menudo se vestía de mujer y usaba el nom­bre de Gloria, fue encon­trado muerto en una celda pri­vada del Centro de Detenciones para Mu­je­res de Miami-Dade la ma­drugada del lunes, añadió el in­forme de las autori­da­des. La policía de la comunidad de Cayo Viz­caíno había arrestado a Hemingway cinco días antes por 'ex­posición indecen­te', después de que un vi­gilante de parques de­nun­ciara que un hombre desnudo caminaba por el bulevar de Crandon a poca dis­tan­cia de un parque nacional que se encuen­tra en ese sector y en medio de un área poblada. Según el porta­voz de la policía de Miami-Dade, Juan del Castillo, la muerte se debió a causas natu­rales, ya que la autopsia indicaba hiperten­sión y de­ficiencias car­diovas­culares. Gregory Hemingway, el más jo­ven de los tres hijos del famoso escritor estadouni­dense, que se suicidó en 1961, es­cribió en 1976 un li­bro sobre su padre, Papa: a personal memoir, en el que da cuenta de sus tempes­tuo­sas relaciones con él. En 1995, tras divor­ciarse de la última de sus cuatro es­posas, Ida Ga­lliher -antes estuvo casado con Vale­rie Danby-Smith, la secretaria de su padre du­rante sus últimos años de vida-, viajó a Cuba para dictar una conferencia sobre su progeni­tor y visitar la finca Vigía, en la que el escritor vivió 20 años. En 1951, a raíz de la muerte de Pauline, la madre de Gre­gory, Ernest Heming­way acusó a su hijo de contribuir a la muerte con su partida a California. Según Heming­way: a bio­graphy, de Jeffrey Meyers, Gregory era un be­bedor que no podía conservar un tra­bajo y que tuvo una niñez problemática. El li­bro añade además que el autor de El viejo y el mar dijo a su esposa que Gregory poseía 'el lado más oscuro de la familia, a excepción del mío'.- (EL PAIS 5 de Octu­bre de 2001)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

7.

BRECHT, UN CORAZON DE HIELO

 

Todo aquel que quiere otear el espíritu de los hombres sabe, que el teatro es el mejor medio de conseguirlo. El 7 de febrero de 1601, con motivo de la revuelta fomentada por el conde de Essex en Londres, los conjurados obligan a la troupe de Shakespeare a dar una representación especial, no censurada, de Ricardo III, una pieza juzgada subversiva frente a la monarquía. Los jesuitas, a la cabeza de la Contra Reforma, sitúan el arte dramático en el corazón de su propaganda fidei. Los primeros intelectuales laicos fueron también conscientes de la importancia de la escena. Voltaire escribe para ella y Rousseau emplea su peligroso talento en la escena con el fin de corromper la moral pública. Victor Hugo la utiliza para destronar a los últimos Borbones. Byron dedica una fuerte dosis de sus energías en escribir tragedias en verso. Marx trabaja en una pieza de teatro. Ibsen utiliza la escena con un éxito asombroso para conmover la hipocresía de la sociedad. Bertold Brecht fue su sucesor natural. Creador del teatro moderno de la propaganda, explota brillantemente una institución cultural del siglo XX: el teatro subvencionado por el Estado. Y después de su muerte se convierte probablemente, entre 1960 y 1970, en el autor más influyente del mundo. Brecht fue en vida un personaje misterioso y después aún más. Fue una elección deliberada por su parte y por la del partido comunista al que sirvió fielmente durante treinta años. Brecht, por numerosas razones, prefirió focalizar la atención del público sobre su obra antes que sobre su vida personal. El partido comunista no permitió que sus orígenes, su pasado o su modo de vida fuesen indagados. Su biografía comporta pues numerosas lagunas, aunque en líneas generales sea relativamente clara. Nace el 10 de febrero de 1898 en la triste y respetable ciudad de Augsbourg, situada a unos sesenta kilómetros de Munich. Contrariamente a la versión comunista, él no era de origen campesino. Sus ascendientes, por ambos lados, eran burgueses sólidamente establecidos desde el siglo XVI (propietarios de terrenos, médicos, maestros de escuela,  y después jefes de estación y hombres de negocios). Su madre era hija de un funcionario y su padre director de ventas de una fábrica de papel de Augsbourg. Su hermano más joven, Walter, entra enseguida en el negocio, después se hace profesor y enseña la fabricación del papel en el Colegio Técnico de Darmstadt. Bertold, de una constitución delicada, sufre insuficiencia cardiaca. Es el favorito de su madre (como en el caso de numerosos intelectuales famosos). Las exigencias de su hijo, decía ella, eran de tal intensidad que nunca pudo rehusarlas. A edad adulta, apenas se interesa por su familia, habla raras veces de su padre y está lejos de dispensar a su madre el afecto que ella le profesa. Cuando muere ella en 1920, el día después, invita a amigos ruidosos a su casa. “Todos los demás miembros de la familia estaban mudos de tristeza”, dice su hermano. Brecht deja la ciudad la víspera de los funerales. “Yo debía estar completamente chalado”, se reprocha más adelante en uno de sus raros momentos de arrepentimiento. La leyenda dice que Brecht repudia su religión en la escuela, quema públicamente su Biblia y su catecismo y es expulsado por sus opiniones pacifistas. En realidad, en esta época, sus poemas eran más bien patrióticos y, sobre su expulsión, no es en razón de su pacifismo sino por haber copiado un examen. Antes de la guerra de 1914, forma parte de esa juventud alemana amante de la guitarra, de ideología anti ciudadana y apasionada por la naturaleza. La mayor parte de sus contemporáneos pertenecientes a la clase media fueron movilizados y parten directamente al frente para hacerse matar. Los que sobreviven se hacen nazis. Brecht no fue objetor de conciencia. Por sus problemas cardiacos es exento y se hace auxiliar médico (había iniciado estudios de medicina en la universidad de Munich). Más tarde Brecht hace un relato terrorífico de la carnicería de la que habría sido testigo en los hospitales militares: “Cuando el médico me ordenaba: ¡Brecht! ¡Amputa esa pierna! Yo respondía: Bien, Su Excelencia, y cortaba la pierna. Si me decía que practicase una trepanación, yo habría el cráneo del hombre y arreglaba su cerebro. He visto cómo nada más curados los soldados eran reenviados al frente lo más rápido posible. En realidad Brecht no fue movilizado hasta octubre de 1918. En esa fecha, los combates habían terminado prácticamente y su trabajo consistía sobre todo en aliviar enfermedades venéreas. Miente igualmente cuando pretende (el día que acepta el premio Stalin de la paz) que se incorpora sobre la marcha a la República comunista bávara en noviembre de 1918 para servir de delegado de los soldados. Brecht da a menudo diversas versiones de sus actividades. Pero no fue con seguridad un héroe, ni en esa época ni después. Es a partir de 1919 cuando Brecht construye su personalidad literaria: al principio es un crítico temible, conocido por su rudeza y crueldad. Después se consagra al teatro, y echa mano a su guitarra y su habilidad para escribir canciones (su talento poético es la expresión de lo más puro y mejor de él). Estaba bien dotado para cantar con una voz alta bien timbrada, curiosamente hipnótica, y un poco como la de Paul McCartney de los años 1960. En 1920 los teatros alemanes se bañaban en un clima casi revolucionario y Brecht sabe aprovecharlo. Consigue su primer éxito con Spartakus, rebautizado al poco tiempo como Tambores en la noche (1922) y gana el premio Kleist dedicado al mejor autor joven dramático. La extrema derecha clama por el escándalo. Brecht es por consiguiente, en esta ocasión, más oportunista que idealista. Quería llamar la atención sobre su persona y lo consigue. Como sobre todo lo que busca es brillar, denuncia el capitalismo y las instituciones burguesas. Ataca al ejército, hace apología de la cobardía y la práctica. Keuner, el héroe autobiográfico de su célebre novela Medidas contra la violencia, es un cobarde completo. Walter Benjamin, su amigo, se da cuenta más tarde de que la cobardía y el espíritu de destrucción eran los rasgos de carácter más sobresalientes en Brecht. Gustaba también de que sus obras fuesen piedra de escándalo y objeto de polémica. La pieza ideal para él, la que le hubiera gustado escribir, debía provocar los abucheos de la mitad del público y las frenéticas aclamaciones de la otra mitad. El teatro tradicional, basado en una estética elaborada, a duras penas le interesaba. Despreciaba a los intelectuales tradicionales, académicos o románticos.

Brecht inventa un nuevo modelo intelectual en la línea de Rousseau y Byron. Es el prototipo del género desabrido, duro, sin corazón, cínico, mitad gángster mitad deportivo. Como a Byron, le gustaban los boxeadores profesionales. Busca instalar en el teatro una atmósfera bullanguera e impregnada del sudor de los estadios. En 1926, con motivo de un concurso de poesía, es encargado de decidir el premio. Desentendiéndose de los cuatrocientos poemas enviados por poetas, concede el premio a unos versos ¡entresacados de una revista de ciclismo! Brecht rechaza de la misma manera la tradición musical austro-alemana en favor de los sonidos repetitivos, metálicos. Se descubre un cierto parentesco de espíritu con el músico judío Kurt Weill con el que colabora. Quiere mostrar la escena tal como es con su esqueleto y la máquina de ilusión que hay detrás: ahí estaba la nueva forma de la verdad. La maquinaria, los hombres que la manipulan, los ingenieros le fascinan. Él mismo se convierte en manipulador y en ingeniero de cerebros. Así es cómo Lion Feuchtwanger le pinta en su novela Erfolg bajo los rasgos del técnico Kapar Proechl, al que un protagonista le dice: “Os faltan los órganos humanos más importantes: los del placer y un corazón amante”.

En el curso de los años 1920, el comportamiento y las actividades de Brecht ponen de manifiesto su genio para la publicidad. Comparte este don con Hemingway, que es prácticamente contemporáneo suyo. Al igual que él, cambia de indumentaria. La de Hemingway permanece de todos modos con factura americana, esencialmente deportiva. Brecht, que admira en secreto a Hemingway, se enfada mucho cuando le dicen que copiaba las ideas de Papa". Sin embargo, a lo largo de estos años, Brecht no oculta su admiración hacia los Estados Unidos. Esto ocurre, además, en una época durante la que la intelligentsia europea acepta manifestarse pro-americano. Brecht se sentía atraido por los gángsters y campeones del otro lado del Atlántico. En 1926, escribe un poema sobre el combate de boxeo Dempsey-Tunney. Ciertos detalles de la vestimenta de Brecht se inspiraban en la moda en los Estados Unidos. Otros en cambio son netamente europeos o rusos. La casaca de cuero y el sombrero son de las juventudes violentas de la Checa, la policía formada por Lenin desde 1918. Brecht añade detalles de su cosecha, la corbata de cuero y el chaleco de tela a manchas. Quería tener el aspecto de un estudiante y un obrero a la vez de manera extremadamente elegante. Esto le valió comentarios de diversa factura. Sus enemigos pretendían que llevaba camisas de seda bajo la ropa de cuero de proletario. Carl Zuckmayer encuentra en él un aire de camionero vestido de jesuita”. Perfila su estilo personal inventándose una nueva manera de peinarse, los cabellos aplastados sobre la frente, no se afeita más que cada tres días, ni uno más, ni uno menos. Estos toques personales son largamente imitados durante veinte, cuarenta e incluso cincuenta años más tarde por los jóvenes intelectuales. Copian también sus gafas austeras, con aros de metal. A Brecht le gustaban de metal gris, su color preferido. Escribe también en una suerte de papel-tela gris. Cuando se hace célebre hace imprimir Versuche (bocetos) de sus piezas de teatro en gris, envueltos en cuadernos de tapas sombreadas como los libros escolares de texto. Esta forma de promoción personal, muy eficaz, es igualmente imitada más adelante. Su coche, un Steyre descapotable, era gris. Lo había conseguido gratis a cambio de mensajes publicitarios para la radio. Brecht tenía un talento notable para la representación visual. En este aspecto, los alemanes fueron los mejores del mundo a lo largo de los años 20. Casi en la misma época, Hitler hace diseñar los suntuosos uniformes del partido nazi y de las SS, e inventa lo que, más tarde, se llamará “el sentido de la luz”.

La ascensión de Hitler es uno de los factores que determinan a Brecht a adoptar una posición política. Lee El Capital en 1926, y se enrola inmediatamente en el partido comunista. Pero según Ruth Fischer, una responsable del PC alemán y hermana de su amigo y compositor Hanns Eisler, no es admitido plenamente en el partido hasta 1930.

 El año 1926 marca también el principio de su colaboración con Weill. En 1928 producen juntos Opera de cuatro cuartos que es representada por primera vez el 31 de agosto y un triunfo inmediato en Alemania y después en el mundo entero. Esta pieza es un ejemplo típico del modo de trabajar de Brecht. La idea madre proviene de La Opera de los mendigos, de Gay. Pasajes enteros del texto son buenamente copiados en la traducción de François Villon de K.L. Ammers (el cual protesta y percibe una parte de los royalties). El éxito de esta obra es debido, en gran parte, a la música muy original y fácil de retener de Kurt Weill. Pero Brecht se arroga casi todos los derechos de este éxito, y cuando deja de brillar junto a Weill, espeta despectivamente: !Es un falso Richard Strauss! ¡Yo le haría bajar las escaleras a puntapiés!”.

A Brecht se le ha atribuido el éxito gracias a su sentido para las relaciones públicas. En 1930, Pabst compra los derechos de la Opera de cuatro cuartos para hacer una película. Pero rehúsa el guión de Brecht cuando ve que ha cambiado la intriga del argumento por una orientación más comunista. Al no ceder Brecht, el caso es llevado a los tribunales en octubre. Aprovecha para hacer de este asunto un escándalo minuciosamente orquestado para provecho de los periódicos. El asunto se presenta bastante mal para él porque Pabst había comprado la versión original y no su nueva versión marxista. Brecht consigue arrancar un contrato asombroso sencillamente abandonando lo que perseguía. Aprovecha también para hacer comparecer a los mártires, los artistas íntegros brutalizados por el sistema capitalista. Hace publicar su propio guión, precedido de una introducción en la que recalca el rigor de la moral marxista: La justicia, la libertad, la fuerza de carácter, favorecen los procesos de producción”. Brecht tenía el tic de defender sus intereses personales fingiendo ponerse al servicio del público.

En 1930, después de su inscripción en el PC, se convierte en la estrella del partido, lo que acrecienta su celebridad y le reporta todas las ventajas logísticas de esa pujante institución. El partido comunista alemán, mucho más indulgente en el ámbito artístico, encuentra ciertas obras, como Grandeza y decadencia de la ciudad de Mahagonny, un poco ligeras y poco ortodoxas. Esta pieza de teatro desencadena sin embargo polémica, peleas y manifestaciones organizadas por los nazis. Pero Brecht se muestra dócil, se somete a la disciplina del partido, asiste a reuniones del Colegio de los trabajadores de Berlín y a conferencias sobre marxismo-leninismo. Hegeliano convencido, tenía, como Marx, el espíritu muy alemán, amaba el mundo mental de la dialéctica y encontraba fascinantes sus ejercicios intelectuales. Su primera creación realmente marxista, La Decisión, data del verano de 1930 y su adaptación de La Madre de Gorki fue representada en Alemania en todas las salas controladas por el PC. Escribe para films de propaganda y pone a punto con Weill (que nunca fue un ferviente marxista) la nueva expresión artística llamada la Schulopern (escuela de ópera o de teatro didáctico). Su objetivo no era (como él proclama) contribuir a la educación política del público, sino hacer un coro bien orquestadoa imagen de las locuras de Nuremberg. Los actores se convierten en instrumentos políticos, comediantes-robots más que artistas y personajes de símbolos que participen en un ritual preciso. Esta forma de arte descansa sobre la perfección de la puesta en escena y, en este aspecto, Brecht fue excelente. Su fin político era claro y él lo persigue durante decenios. En China, la esposa de Mao Tsé-toung lleva este estilo a su apogeo con las siniestras óperas de la Revolución cultural de los años 1960. Brecht inventa igualmente el teatro-proceso (de brujas, de Sócrates, de Galileo, de la prohibición del periódico de Marx, etc) que enriquece el repertorio de propaganda de la izquierda. Esas piezas nos remiten esporádicamente a los tiempos de Russell y su Tribunal de crímenes de guerra en Vietnam. Numerosos descubrimientos de Brecht (maquillajes blancos, esqueletos, féretros...) todavía están de moda en los teatros callejeros, en los desfiles y en las manifestaciones.

Brecht emplea bien otros medios para no hacerse olvidar del público. Se hace fotografiar en tren escribiendo poemas en medio de una caterva de obreros, para demostrar que la era del romanticismo y del individualismo político habían pasado, y que la poesía era actualmente una actividad colectiva y proletaria. Adopta voluntariamente la autocrítica marxista, presente en su trabajo de escuela El que dice sí, de la escuela Karl-Marx controlada por los comunistas, e invita a los estudiantes a hacer comentarios a fin de retocar su texto al abrigo de sus sugerencias. Después de conseguida la publicidad que desea, vuelve tranquilamente a la versión original. Pero cuando una pieza teatral fracasa, se apresura a precisar que su aportación personal ha sido mínima. En 1933, la ascensión al poder de Hitler pone fin brutalmente a esta bella carrera. Brecht abandona Alemania al día siguiente del incendio del Reichstag. Los años 1930 son difíciles para él. Como no tenía ninguna intención de jugar a los mártires, trata de instalarse en Viena, pero la atmósfera pro alemana de la ciudad le causa horror y parte para Dinamarca. Rechaza enseguida la idea de ir a combatir a España. Prefiere ir a Moscú donde se hace co-redactor jefe (con Feuchtwanger y Willi Bredel) del diario Das Wort publicado en Rusia. Esta es su única renta estable. Pero considerando con razón que Rusia era un país peligroso para él, no vuelve a permanecer allí más que algunos días seguidos. Desde 1933 á 1938, sus escritos son esencialmente políticos. Al final de esta década, comienza a producir obras de calidad: Galileo Galilei (1937), El proceso de Lucullus (1938), La Buena Alma de Se-tchouan (1938-1940) y Madre Coraje (1939). Escribe La Irresistible Ascensión de Arturo Ui, una pieza en la que Hitler aparece bajo los rasgos de un gángster de Chicago. En 1939, con la declaración de la guerra, considera que Dinamarca era demasiado peligrosa y parte para Suecia, y desde allí a Finlandia. Cuando puede conseguir un visado americano, atraviesa Rusia y el Pacífico para desembarcar en California, hasta llegar a Hollywood, en 1941.

Brecht conocía ya América, donde no había tenido éxito salvo entre los círculos de la izquierda. Su estampa de juventud palidece muy deprisa. Brecht se pude decir que odiaba la realidad. Como no había ido a trabajar dentro de ese sistema, ni en los estudios hollywoodenses, se siente decepcionado envidiando a otros emigrantes que triunfaban (Peter Lorre fue una excepción para él). A nadie le gustan sus escenarios y sus proyectos se esfuman por completo. En 1944-1945, W.H. Auden trabaja con él en una versión inglesa del Círculo de tiza caucasiana. Colaboran también en una adaptación de La Duquesa de Malfi. Pero esta versión, que tiene un triunfo inesperado en Londres, es despojada del texto original, y no es citado siquiera el nombre de Brecht. Una producción de Galileo con el gran Charles Laughton es un fracaso. En Hollywood y en Broadway, Brecht no comprende nada del mercado americano y tampoco hace nada por adaptarse. En el teatro, no soporta la autoridad de nadie.

Brecht entiende que su teatro no podría imponerse más que en condiciones ideales de trabajo en las que él tuviese autoridad absoluta. Estaba ya maduro para su pacto fáustico”. El 30 de octubre de 1947, una convocatoria ante un comité encargado de la represión de actividades antiamericanas precipita su decisión. La comisión encargada de interrogar acera de la subversión comunista en Hollywood ha encontrado a Brecht y a otras 19 personas sospechosas de ser testigos hostiles” potenciales.

Todos deciden no responder a las preguntas concernientes a su pertenencia al partido comunista y son inculpadas de ultraje al tribunal. Diez acusados son condenados a un año de prisión. Pero Brecht no tenía intención de pudrirse en una prisión de los Estados Unidos. Cuando se le pregunta si estaba inscrito en el partido, responde resueltamente: ¡”No, no, no, jamás”! Después, en el transcurso del interrogatorio vuelve a la farsa. Su intérprete, David Baumgardt, bibliotecario del Congreso, tenía un acento todavía más atroz que el de Brecht y el presidente Parnell Thomas, furioso, grita: Comprendo peor al intérprete que al testigo”. Brecht comprende que es preferible mentir hábilmente y no quejarse cuando Parnell le pregunta: ¿“Vuestros escritos no están fundados en la filosofía de Lenin y de Marx?” “No, responde Brecht, pienso que eso no es totalmente exacto. Algunos he debido estudiarlos, como todo autor dramático que escribe sobre asuntos históricos debe hacer”. Cuando es interrogado a propósito de sus canciones aparecidas en un libro titulado Cantos del partido comunista, Brecht responde que las traducciones estaban repletas de contrasentidos y que él no había sido consultado. Su plan, manifiestamente, es hacer acto de sumisión: Mis actividades (...) han sido siempre puramente literarias y de naturaleza estrictamente independiente”. Miente con convicción, es tan puntilloso, está tan atento a corregir el menor error y parece tan deseoso de ayudar al Comité con todas sus fuerzas, que se le agradece públicamente su testimonio excepcional cooperativo. Los demás inculpados, confundidos por su habilidad en envolver al Comité, terminan aceptando responder a las preguntas. Queda como héroe de la izquierda, vuelve indemne a Europa y presume ante la prensa: Cuando se me acusa de querer volar el Empire State, me pareció que era el momento de partir”.

Brecht se instala en Suiza. Comienza observando minuciosamente la escena europea antes de decidir la orientación de su futura carrera e inventa un nuevo uniforme, un ropa de trabajador” de buen corte, gris, provista de gorra gris. Muy bien informado por sus contactos con el partido comunista, se produce un hecho de capital importancia para él: la emergencia en Alemania del Este de un régimen títere que lucha por hacerse reconocer en el plano político y, aún más, en el cultural. Una personalidad importante del mundo literario podía contribuir a dotarle de prestigio y legitimidad. Brecht era el ideal. En octubre de 1948 es recibido oficialmente, asiste a una recepción dada en su honor por la Kulturbund del PC. Wilhelm Pieck, el futuro presidente del país, se sienta en la mesa a su lado. El coronel Tupanov, comisario político soviético, al otro. Cuando le pide a Brecht que pronuncie un discurso a quienes iban a escucharle, recurre a una estratagema que le proporciona todos los beneplácitos y añade una nota de modestia teatral a su intervención. Aprieta simplemente la mano de los dos hombres sentados a su lado. Tres meses más tarde, una suntuosa representación generosamente subvencionada de Madre Coraje ve la luz en el Berlín Este. Supone un triunfo. Los críticos de toda Europa se apresuran a ver la obra de teatro, lo que decide a Brecht hacer de la Alemania del Este el cuartel general de sus operaciones teatrales.

Pero su plan era más sofisticado aún. Descubre que Austria también es propicia y trata de recuperar su virginidad después de la guerra. Los austriacos habían sido los más fervientes defensores de Hitler y habían administrado numerosos campos de concentración (principalmente cuatro de los seis grandes campos de la muerte). Por razones estratégicas, los aliados había considerado más oportuno tratar a Austria como "país ocupado" y "víctima de la agresión nazi" en lugar de país enemigo. Después de 1945 sus habitantes se beneficiaron del estatuto de neutralidad. El pasaporte austriaco era pues muy codiciado. Las autoridades, preocupadas de volver a ganarse los corazones civilizados de los alemanes del Este, vieron en Brecht una pieza escogida. Se concertó un trato. Brecht confirma su deseo "de emprender un trabajo intelectual en un país que le ofrecía el ambiente propicio para acometerlo", con ciertas condiciones: "Me considero únicamente un poeta. No deseo servir a ninguna ideología política particular, pero la idea de ser repatriado a Alemania me repugna". Precisa que sus ligaduras con la Alemania del Este habían sido superficiales: "No he tenido ni función oficial ni compromisos en Berlín y no he recibido ningún salario... Tengo la intención de hacer de Salzburgo el lugar de mi residencia permanente". La mayor parte de estas declaraciones eran mendaces. Brecht nunca tuvo intención de instalarse en Salzburgo. Pero obtenía así pasaporte austriaco que le permitiría viajar donde quisiera y asegurarse su independencia respecto al gobierno del Este alemán.

Esta estrategia elaborada con sentido tenía un tercer objetivo. Sus acuerdos con los alemanes del Este estipulaban que a cambio de su adhesión al régimen se le ofrecería una compañía y un teatro generosamente subvencionados.Brecht calcula –y los acontecimientos le dieron la razón- que semejante inversión daría a sus piezas el impulso necesario para acceder al repertorio mundial. Sus derechos de autor serían extremadamente confortables sin tener que regalar nada a los alemanes del Este, ni someterse al control de sus editoriales. Desde 1922 á 1933 siempre rehusó adherirse a cooperativas de publicaciones del PC alemán, prefiriendo las editoriales capitalistas a royaltis más ventajosos. Pone sus derechos en manos de Peter Suhrkamp, un editor alemán del oeste y exige incluso que la mención: "Con la autorización de Suhrkamp Verlag, Francfort-sur-le-Main" sea estampada en las ediciones de sus obras en la Alemania del Este. Todos sus royaltis que provenían del mundo entero fueron pues transferidos a una cuenta bancaria que había abierto en Suiza.

El verano de 1949, gracias a ese doble juego de sus numerosas mentiras, Brecht obtiene exactamente lo que quería: el pasaporte austríaco, el apoyo del gobierno del este alemán, un editor en Alemania del Oeste y una cuenta en Suiza. Se convierte en "consejero artístico" del Berliner Ensemble, que era en realidad su propia compañía, y nombra a su esposa Helene Weigel directora del teatro. Su primera gran producción, Maestro Puntila y su valet Matti, es representada el 12 de noviembre de 1949. Hace publicidad del Theater Schiffbauerdamm, a disposición permanente de su compañía, mediante un cartel de Picasso. Desde Wagner, ningún artista se había beneficiado de una infraestructura de tal envergadura. Dispone de un total de 250 empleados: 60 actores, decoradores, músicos, docenas de asistentes de producción y todo el fasto que se pueda imaginar para la puesta en escena. Puede repetir cinco meses seguidos; anula incluso una representación prevista, para continuarla repitiendo una nueva pieza. La dirección reembolsa simplemente el importe de las entradas cada vez que esto tiene lugar. No tiene que preocuparse anticipadamente de los costos de producción. Puede reescribirlas, transformar varias veces sus obras para atender a un grado de perfección que ninguna otra compañía del mundo se podía permitir. Dispone igualmente de un gran presupuesto para sus desplazamientos, lo que le permite llevar Madre Coraje a París en 1954 y El Círculo de caliza caucasiana al año siguiente. Estas tournés fueron el trampolín de su celebridad y marcan el comienzo de su influencia internacional. Brecht cuida tanto su imagen proletaria como sus piezas, haciendo de sus costumbres una imagen de las proletarias. Recibe a los periodistas de buen grado, pero vigila atentamente sus escritos. Sólo eran publicadas las fotografías que elegía. Brecht se esfuerza en atraer la atención de los universitarios para dar una dimensión académica a su trabajo. Perspicaz, sabe bien que a la larga los intelectuales se avendrían a ser excelentes promotores y contribuirían al renombre de un escritor. En los Estados Unidos redacta un diario de trabajo” ilustrado con recortes de prensa, una suerte de informe sobre el modo de funcionamiento de su creatividad artística a fin de engrosar lo que se llama su documentación”. En 1945 empieza a recurrir a sus archivos”, hace microfilms y persuade a la Biblioteca nacional de Nueva York para que adquiera un juego completo que incite a los estudiantes a presentar tesis sobre su obra facilitándoles con ello el trabajo. Envía otro juego a Harvard, a la atención de Gerhald Nellhaus, que trabaja ya en una tesis y al que, por supuesto, convierte en su promotor tan entusiasta como eficaz en Estados Unidos. Brecht se aproxima a otro evangelista americano, Eric Bentley, profesor de inglés en la universidad de Los Angeles. Cuando éste le conoce, estaba preparando un trabajo sobre Stefan Georg. En 1943, Brecht le aconseja dejarlo y que consagre todos sus esfuerzos a él. Bentley acepta, traduce (con Maja Bentley) El círculo de caliza caucasiana, organiza su primera presentación en Estados Unidos en 1948, y le convierte en su mejor agente de promoción allende el Atlántico. Brecht era muy frío con sus discípulos y les obliga a ocuparse sin descanso de su obra. Bentley lo testimonia: No trata nunca de conocerme mejor pero me incita a descubrir grandes cosas sobre él”. Brecht sabía que su aire huraño, lejos de desalentar a sus seguidores, les aguijoneaba. Se va haciendo cada vez más intransigente en nombre del rigor artístico. Rousseau, que había hecho el mismo descubrimiento, lo explotaba también. Pero Brecht aplica esta técnica con una eficacia y una rudeza germánicas. En el transcurso de los años 1950 esos esfuerzos se hacen rentables. Su poder en el mundo del teatro atrae hacia él a aspirantes a su puesta en escena y a los estilistas de Berlín. Los reagrupa como un sargento mayor prusiano y los lleva como una vela con una autoridad feroz. A cambio, ellos le veneran. Sus repeticiones se convierten en acontecimientos y así son registrados por sus discípulos. Los documentos que se unieron a sus archivos circularon por Londres, por Paris y otros. Sus jóvenes evangelistas predicaron con ardor la buena nueva brechtiana en el mundo del espectáculo. Pero no fueron ellos solos. Intelectuales eminentes se encargaron también de su promoción fuera de su círculo. En Francia, Roland Barthes –uno de los fundadores de la semiología, la nueva ciencia de moda consistente en el estudio de los modos de comunicación de los seres humanos- ocupaba un lugar ideal para colocar a Brecht sobre un pedestal. Batió el tambor en la revista Teatro popular que concitó la admiración de los intelectuales. En Inglaterra, Kenneth Tynan, convertido en Brecht en 1950 por Eric Bentley, fue, desde 1954, crítico teatral en el Observer. Y él se convierte a su vez en un portavoz aún más eficaz.  Esta promoción constante estuvo favorecida por una nueva donación económica fundamentada en la historia del teatro occidental. Desde 1950 á 1975, casi todos los teatros estaban subvencionados por el Estado. Contrariamente a lo que sucedía con los teatros nacionales del Antiguo Régimen, como la Comedie Française, el estatuto de estas nuevas compañías les situaba fuera de control gubernamental. Fieles a su independencia, se comunicaban en cierta forma con los teatros de la Europa del Este generosamente financiados y el de Brecht en particular. Tuvieron pues tendencia a tomar de modelo la Europa del Este y sus producciones fastuosas con repeticiones meticulosas. Su repertorio internacional no se contenta con ser sólo clásico”. Se hace significante” y la obra de Brecht lo facilita todo naturalmente. En Londres, este cambio equivale casi a una revolución. Los teatros subvencionados suplantaron rápidamente a los otros por la cantidad de piezas representadas. La primera vez de su historia el Teatro nacional contrata a un director literario, Kenneth Tynann. Así es como en Europa y por todo el mundo el público puede ver las piezas de Brecht en condiciones ideales, a menudo calcadas sobre las normas de su propio teatro. Ni Wagner tuvo la misma oportunidad. El pacto de Brecht con el diablo se va haciendo cada vez más rentable. Se convierte en una personalidad eminente en el mundo del teatro. Todavía joven, se dispone a concluir ya su pacto, deja de erigir su servicio en culto. Hace suya la filosofía de Chveik: El arte es una estafa, la vida es una estafa”. Para sobrevivir, es preciso ser un estafador prudente y triunfar. Sus obras están repletas de consejos en este sentido. En Tambores en la noche, el soldado Kraglerse se acomoda a su laxitud: Soy un puerco, y los puercos se regocijan consigo mismos (con la guerra)” Su héroe, Galileo, se prosterna delante de los Médicis: “¿Encontráis mi carta demasiado servil?”... Un hombre como yo no puede acceder a una posición digna de él más que arrastrándose. Y, como sabéis, desprecio a quienes con su cerebro son incapaces de llenar su estómago”. Brecht pone en práctica esta doctrina fuera de la escena también. Explica a su hijo Stefan, de quince años, que la pobreza debía ser evitada a cualquier precio, pues la pobreza prohíbe la generosidad. Para sobrevivir, le aconseja: Debes ser egoísta” y obedecer al primer mandamiento: Sé bueno contigo mismo”. Esta filosofía esconde un egoísmo irreductible común a los intelectuales de primera fila. Brecht perseguía sus objetivos con una presteza y una sangre fría extremadamente raras. Acepta la siniestra lógica del servilismo, se inclina ante los fuertes y tiraniza a los débiles. Su actitud frente a las mujeres es constante: se sirve de ellas como de gallinas de una gallinero donde él es el gallo. A los diecisiete años seduce a una chiquilla de quince. De adulto, consagra todos sus esfuerzos a la clase trabajadora, aborda a las campesinas, a las jóvenes de las granjas, a las peluqueras, a las vendedoras. Más tarde se dedica a las comediantas en serie. Ningún empresario puede exigir la cama a cambio de un papelsin una total falta de escrúpulos. Brecht experimenta un placer maligno en corromper a las jovencitas educadas en la fe católica más estricta. Puede uno preguntarse por qué las mujeres le encontraban seductor. Marianne Zoff, una comedianta que fue su maestra cuenta que estaba siempre de tal manera sucio que tenía que lavarle el cuello y las orejas. Elsa Lanchester, la esposa de Charles Laughton, remarcaba que sus dientes tenían el aire de pequeñas piedras sepulcrales saliendo de una boca negra”. Pero su voz tenue, bien armada, atraía. Cuando cantaba, estremecía la espalda de Marianne Zoff. Amaba también su delgadez de araña” y sus ojos dos botones negros”. Brecht, muy atento (al principio), adepto al besamanos, era tenaz y exigente y su madre no fue la única en poder resistirse a sus exigencias. Brecht comprendió pronto que las mujeres le servirían mejor que los hombres, a condición de que fueran serviles. Bautizaba a cada una con un nombre particular: Bi”, Mar”, Muck”, etc. Que fuesen o no celosas, que se partiesen la cara o discutieran entre ellas, le importaba poco. De hecho, le gustaba. Como Shelley, estas pequeñas colectividades sexuales de las que era el dueño le complacían mucho. Pero allá donde Shelley fracasaba, Brecht tenía éxito. Durante toda su vida acumulaba dos o tres aventuras amorosas al mismo tiempo. En julio de 1919, una joven llamada Paula Banholzer (Bi”), a la que había prometido vagamente en matrimonio, le dio un hijo. En febrero de ese mismo año, tuvo un romance con Marianne Zoff (Mar”), que se encontraba encinta también. A ésta le hubiera gustado tener el bebé, pero Brecht se opuso: Un muchacho arruinaría mi tranquilidad de espíritu”. Las dos mujeres descubren la verdad. De común acuerdo le citaron en un café de Munich, le obligaron a sentarse entre ellas y le pidieron que escogiera: “¿Cuál de las dos?”. Brecht respondió: Las dos”. A continuación propuso a Bi” la siguiente solución: se casaría con Mar para legitimar al niño, luego se divorciaría para casarse y legitimar el suyo. Mar, furiosa, le llamó de todo y salió del café descorazonada. A Bi, más tímida, le hubiera gustado hacer otro tanto, pero se contentó con plantarle. Brecht la persiguió hasta la estación, se subió a su compartimento y le propuso el matrimonio. Bi aceptó. Brecht se casa efectivamente algunos meses después. Pero con Bi no con Mar, que perdió a su primer niño aunque luego le dio una niña, Hanne, en marzo de 1923. Meses más tarde Brech tuvo otro romance con otra actriz, Helen Weigel. Se instala en su apartamento en setiembre de 1924. Su hijo Stefan vino al mundo dos meses más tarde. Poco a poco, los otros miembros de su comunidad (a la que pertenecía también Elizabeth Hauptmann, su devota secretaria, y otra actriz, Carola, Neher, a la que dio el papel de Polly en La Opera de quat sous, se acomodaron a la situación. Brecht y Mar se divorcian en 1927. Ya tuvo luego buen cuidado de no volver a casarse. ¿A quién habría de escoger esta vez? Vaciló dos años, y juzgó que Weigel le sería la más útil. Ofreció a Neher un ramo de flores para compensarla. Esto es como es, no puedo, pero esto no quiere decir nada”, le explicó. Neher le tira el ramo a la cabeza. Hauptamnn intenta suicidarse. Este desastre y el arreglo consiguiente no turbaron apenas la serenidad de Brecht. Nada indica que el sufrimiento que infligía a las mujeres le perturbase. Utilizaba y repudiaba a las mujeres al compás de sus intereses. Después fue el turno de Margaret Steffin (Muck”), una comedianta amateur a la que le asignó un papel y a la que sedujo durante los bis. Ella le siguió al exilio y llegó a ser su secretaria benévola. Muck, excelente lingüista, se ocupó de su correspondencia con el extranjero pues Brecht era incapaz de expresarse en otra lengua que la suya. Margarete Steffin estaba tuberculosa. Su salud empeoraba lentamente en el transcurso del exilio en los años 1930. Su amigo, el dr. Robert Lund, quiso hospitalizarla. Brecht se opuso con el pretexto de que eso no le haría ningún bien. No puede internarse en un hospital ahora. La necesito”. El tratamiento esperó a las calendas griegas y continuó trabajando para él. Cuando Brecht partió para California en 1941, abandonó Moscú. Muck” murió algunas semanas después con un telegrama de Brecht en la mano. Tenía treinta y tres años. En 1933, Brecht tuvo otra relación con Ruth Berlau, una danesa de veintisiete años que abandonó a su marido, médico. Como las otras, le ayudó mucho en el plano literario y también asumía tareas de secretaria. Brecht hacía caso de sus opiniones. Weigel la detestaba más que a las demás conquistas de Brecht. Ruth Berlau le acompañó a América donde hubo de lamentarse amargamente de ser la mujer backstreetde Brecht, la puta de un escritor clásico”. Deprimida, tuvo que ser internada en Nueva York en el hospital Bellevue donde Brecht hizo este comentario: No hay otra más loca que una loca comunista”. Al salir del hospital se dio a la bebida. Ella le siguió a Berlin Este, pasó de la sumisión a las escenas. Brecht terminó haciéndole coger un barco con destino a Dinamarca donde volvió a darse al alcoholismo. Mujer dubitativa, con el corazón caliente, sufrió mucho durante años tratando de olvidarle. Weigel, más fuerte pero más servil, reemplaza a su madre. Brecht, como Marx, explota constantemente a los otros. Llega a superar lo que Marx hizo de Jenny y Lenchen confundidas. Weigel era sin embargo una cabeza fuerte, dotada de un inmenso talento como organizadora. En apariencia eran iguales. Él era Weigel”, ella era Brecht”. Pero ella carecía de confianza en sí misma, en su feminidad y en su poder de seducción. Brecht, consciente de esta debilidad, la utiliza. Ella le es útil como en el teatro, organiza su casa con una energía inusitada, corre a los anticuarios para amueblarla con gusto, cocina sin reposo y a menudo con brillantez, organiza recepciones para sus colegas, sus amigos, sus hijas, defiende sus intereses de todo corazón. Cuando Brecht tiene su propio teatro en 1949, ella se ocupa de las localizaciones, de las facturas, de los trabajos, de la limpieza, del personal, del mobiliario y de toda la parte administrativa. Pero él resalta claramente, y a veces con crueldad, que ella no es competente más que en la intendencia. Las actividades artísticas no eran de su habilidad, fue totalmente excluida y tuvo a menudo que escribirle para conseguir una reunión de negocios. Vivieron en dos apartamentos separados, con entradas diferentes a fin de evitar a Weigel el desfile incesante de jóvenes comediantes que duró años. Puesen Berlín, Brecht continúa de modo compulsivo a aprovecharse vergonzosamente del ascenso que le confería su posición. Weigel, agotada, le amenaza a veces con dejar la casa. Pero la mayor parte del tiempo, resignada, se muestra tolerante. Le advierte sobre sus jóvenes amigas: Brecht era infiel pero celoso. Exigía a sus amantes que le fueran fieles o al menos que se controlaran. Era capaz de telefonear sin descanso para vigilar cómo pasaba el tiempo la amante que no pasaba la tarde con él. Hacia el fin de su vida, Brecht reunió alguna vez a todas sus amantes. Esta carrera intensiva de aventuras apenas dura toda su existencia y apenas le deja tiempo para ocuparse de sus hijos. Al menos dos de ellas fueron ilegítimas. Ruth Berlau le da un hijo que nace en 1944 y muere joven. Su primer hijo, que le hizo a Paula, Frank Banholzer, alcanzó la edad adulta pero muere en el frente ruso en 1944. Brecht no rehúsa reconocerlo, como Marx al suyo, pero nunca se interesa por él, apenas le ve y nunca le menciona en su periódico. Tampoco sus hijos legítimos contaron mucho más en su vida. Comercia mientras pasa el tiempo con ellos. Es una constante de los intelectuales. Las ideas van por delante de los seres humanos y la Humanidad (con H mayúscula) va por delante de los hombres, de las mujeres, de las esposas, de los hijos y de las hijas. La esposa de Oscar Hornolka, Florence, que conoció a Brecht en América resume con tacto su caso. Brecht lucha por los derechos del hombre sin procurar más dicha a sus allegados”. Brecht, citando a Lenin, dice que es preciso ser implacable con los individuos para bien servir a la comunidad.

Aplica este principio a su trabajo, encuentra un estilo muy original y creativo en poner en escena a sujetos prestados de otros escritores. Ningún otro autor ha sido tan célebre plagiando las ideas de otros. ¿Por qué no? pensaba él sin duda cínicamente, desde el momento que sirve a los intereses proletarios. Cuando se pone a traducir Villon por Ammers reconoce estar autorizado para un "cierto laxismo en materia de propiedad literaria". ¡Extraño ciego para un hombre tan apegado a proteger la suya! Su San Juan de los mataderos (1932) es una parodia de La muchacha de Orléans de Schiller y de la Santa Juana de Shaw. Los fusiles de la mujer Carrar se inspira en Un caballo hacia el mar de Synge. Para El maestro Puntila y su valet Matti Brecht se apropia con ingratitud de la obra folklórica de Hella Wuojoloki bien acogida en Dinamarca. La libertad y la democracia (1947) debe mucho a Máscara de la anarquía de Shelley. Plagia también a Kipling y a Hemingway. A Ernest Bornemann le llama poderosamente la atención el parecido de una de sus piezas con una novela de Hemingway. Debió tocarle un punto sensible pues Brecht estalla en cólera y aúlla ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! Weigel, desde la cocina donde se encontraba, no pudo oír el principio de la conversación, ignoraba incluso de qué iba el asunto. Salió de la cocina blandiendo una sartén como si fuese una espada y vociferó: "¡Sí, salga usted de aquí!" El "laxismo" de Brecht explica por qué, fuera del círculo de satélites cuyos intereses estaban asociados a los suyos, los demás escritores apenas le apreciaban. Los autores clásicos de la Escuela de Francfort (Marcuse, Horkheimer, etc) despreciaban a ese "vulgar marxista". Adorno cuenta que pasaba horas todos los días arreglándose las uñas para "hacer prolo".

En América Brecht se hizo dos enemigos: Christopher Isherwood y W.H. Auden. Isherwood se dedicó a denigrar a Brecht,a Weigel y su nueva fe budista. Encontraba a Brecht despiadado y brutal. La pareja le parecían un par de soldados del Ejército de Salvación. Auden, un antiguo colaborador de Brecht que apreciaba su poesía, estimaba que no era un hombre político serio sino un personaje "desagradable",  "odioso", de una moral deplorable, uno de esos raros individuos merecedores de la pena de muerte: "¡Yo mismo me veo como ejecutor!". Thomas Mann le detestaba también, le encontraba "demasiado servil a la línea del partido, pero, pobre de mí, muy pagado de sí mismo". Para él, Brecht era "un monstruo". No menos hostil, Brecht le tildaba de escribiente de "nouvelles", de "fascista radical", de "reptil" y de "poco inteligente". Adorno y sus amigos veían a Brecht identificado con los obreros, como algo sagrado desprovisto de seriedad. Es cierto que ellos mismos presumían de saber mejor que él lo que los proletarios deseaban y necesitaban. Lo que asimismo estaba desprovisto de fundamento, siendo así que todos ellos vivían como burgueses, como Marx, no frecuentaban a ningún obrero. Pero al menos ni se escondían ni se disfrazaban. Esas mentiras, estos posos sistemáticos les asqueaban. Brecht contaba que cuando se dirigía a una labor de poca importancia a un hotel de lujo para atender sus asuntos (el Savoy, en Londres o el Ritz, en París), el portero no le dejaba entrar. Autoritario como era, Brecht no perdía ocasión de conducirse como un loco furioso si alguien le negaba lo que quería. Pero es poco probable que esa clase de incidentes se hubiere producido nunca. Sin embargo Brecht presentaba esa anécdota como un símbolo de sus relaciones con el sistema capitalista. Cuenta, en otra versión, que la recepción de un gran hotel en el que había estado invitado, la recepcionista le habría pedido, después de hacer su ficha: "Brecht... sería usted pariente de Bertold Brecht? "Sí, soy su hijo", habría respondido rabioso, antes de añadir: "Se encuentra bien un emperador Guillermo II en cada agujero".

Brecht emprende ciertas astucias publicitarias en favor de Charles Chaplin a quien admiraba y del que decía que estaba mejor en escena que él. Llegó un día volando en su coche a una recepción oficial. Cuando el portero le abrió la puerta del coche, él salió por la otra. El portero quedó desconcertado, lo que muestra la hilaridad de la locura. Brecht había rehusado en la gran crisis la limusina oficial ofrecida por el gobierno de la Alemania del Este y prefirió conservar su viejo Steyre, el cual, en la práctica, le confería el mismo privilegio (combustible y mantenimiento gratuitos) puesto que en aquella época nadie podía poseer un vehículo privado a menos que fuese un aliado del régimen. Además, el Steyre servía mucho mejor a su publicidad personal. El tren de vida de Brecht era tan mentiroso como el resto. Disponía de un soberbio apartamento que daba al cementerio donde estaba inhumado su venerado Hegel. Weigel vivía en la planta inferior. A Brecht se le había ofrecido una magnífica propiedad (confiscada por el gobierno a "un capitalista"), situada en Bockow, a orillas del lago Sharmutzel. En verano Brecht daba grandes saraos bajos sus viejos árboles. La propiedad comportaba dos casas, una más modesta que la otra. En la ciudad, en su apartamento, mostraba a los visitadores oficiales dos retratos de Marx y de Engels dispuestos de buna manera ligeramente "humorística", a buen seguro indiscernible a los ojos de los oficiales pero que hacían reír a los íntimos.

Brecht cuidaba mucho preservar su imagen de independiente. Lo que prueba que sabía bien que había contraído un pacto "fáustico". Esta manera de asociar sus intereses profesionales a la expansión del poder comunista no tenía nada de nuevo. Toda su vida, esa elección estaba implícita. Desde 1930, Brecht fue estalinista. El filósofo americano Sidney Hook tuvo con él una conversación edificante en su apartamento de Barrow Street, en Manhattan. Las grandes purgas acababan de comenzar. Hook evoca el caso de Zinoviev y de Kamenev y pregunta a Brecht cómo había llegado a trabajar con los comunistas americanos que se declararon culpables. Brecht respondió que los americanos, como los alemanes, eran malos comunistas. El único cuerpo coherente era el partido soviético. Hook le hizo observar que todos pertenecían al mismo movimiento. Todos eran responsables del arresto y prisión de sus camaradas inocentes. "¡He ahí! Cuanto más inocentes, más merecen ser fusilados!", replicó Brecht "¿Qué está diciendo?" dijo Hook. "Cuanto más inocentes, más merecen ser fusilados", insistió Brecht en alemán. "¿Y eso por qué?... ¿por qué?". Brecht no respondió. Hook se levantó y se dirigió a la estancia contigua. "Cuando fui, él estaba sentado, con su vaso en mano. Pareció sorprendido al verme entregarle su abrigo y su sombrero. Dejó el vaso, se levantó con una sonrisa velada, cogió sus cosas y se fue". Cuando Hook publica este relato, Eric Benteley, el discípulo del maestro al otro lado del Atlántico le responde. Sin embargo, cuando él le cuenta este incidente en 1960, en Berlin, en el Congreso para la libertad cultural, Benteley le contesta "¡Ese es Brecht!". Por lo demás, el Pr. Henry Patcher, de la City University, certifica que Brecht mantenía la misma idea en su presencia. Añadió que le había proporcionado una justificación todavía más atroz: "En cincuenta años, los comunistas habrían obligado a Stalin. Como sostengo que ellos leen a Brecht, yo no puedo dejar de solidarizarme con el partido". Brecht no protestó nunca contra las purgas, incluso cuando recayeron en sus propios amigos. Cuando su antigua maestra, Carole Neher, fue arrestada en Moscú, dijo simplemente: "Si ha sido condenada, es que existen pruebas contra ella". E incluso añadió: "No hace falta esperar a que un libro de crimen sea condenado por un libro de castigo". Carola desapareció y fue probablemente asesinada por Stalin. Cuando Tretiakov, otro amigo, fue fusilado, Brecht escribió un poema elegíaco, pero esperó años para publicarlo. Por el contrario, declara en público: "Los procesos han probado con toda claridad la existencia de conspiraciones activas contra el régimen (...). Toda la espuma nacional nacional y extranjera, todos los parásitos, los profesionales del crimen y los informadores forman parte del partido. Toda esta escoria tenía el mismo fin. Estoy convencido". En esta época, Brecht apoya siempre y a menudo públicamente a Stalin. De 1938 á 1939 refuerza su ataque contra el "formalismo", dicho de otro modo contra todas las experiencias e innovaciones artísticas: "La campaña más saludable contra el formalismo ha contribuido al progreso de las formas artísticas y probado que el contenido social es una condición decisiva de tal progreso. Toda innovación que no sirva a esa justificación de contenido social es esencialmente frívola". A la muerte de Stalin, Brecht declara: "Los oprimidos de los cinco continentes... han debido sentir su corazón dejar de batir al enterarse de que Stalin ha muerto. Él encarnaba sus esperanzas". Brecht estalla de alegría cuando le es otorgado el premio Stalin en 1955. Más de 160.000 rublos van a engrosar su cuenta en Suiza. Cuando llega a Moscú para recibir el premio, pide a Boris Pasternak -ignorando sin duda su precaria situación- que traduzca su discurso de agradecimiento. Pasternak lo hizo, pero cuando más tarde el premio es rebautizado, rehúsa traducir un conjunto de poemas de Brecht a la gloria de Lenin.

Brecht se sintió consternado por la divulgación del discurso de Krutchev relativo a los crímenes de Stalin y se opuso ferozmente a su publicación. Exponía sus razones a un discípulo: "Yo tengo un caballo. Es cojo y sarnoso. Si alguien me dice: si este caballo es cojo, mira, ¡tiene sarna!, tiene razón. Pero ¿de qué me sirve? ¡No tengo otro! No vale la pena pensar en sus defectos".

Esta política es la que Brecht se vio obligado a adoptar. Desde 1949, ¿no fue un funcionario ultra estaliniano en la Alemania del Este? El 2 de noviembre de 1949 escribía un corto poema titulado: "A mis compatriotas", para saludar la elección de Wilhem Pieck para la presidencia de la República Democrática Alemana, deslizando en una letra expresiva su "dicha" por el anuncio del acontecimiento. En conjunto, Brecht fue leal a los escritores del PC, con exclusión de los que eran demasiado irrelevantes. Presta su nombre al régimen, protesta vigorosamente contra la intelligentsia  del Oeste alemán favorable al rearme de la República federal pero guarda silencio cuando se plantea el rearme de la RDA. Y como tenía la costumbre de cargar a los demás sus faltas, denuncia la debilidad de los intelectuales del Oeste que "servían" al capitalismo a cambio de dinero y privilegios. En aquella época fue uno de sus temas favoritos. Poco antes de su muerte, trabaja incluso una pieza sobre este asunto, incluyendo una cantata, Herrnburger Bericht, con un estribillo absurdo:

 

"Muestra tu mano, Adenauer,

  Por treinta monedas de plata,

  Tu vendes nuestra tierra, etc.”

 

Con esta pieza logra el Premio nacional de literatura de la RDA. Pero duda en cambio dar un espectáculo a los dignatarios que le visitan, pronunciar un discurso, enfriar el rearme del Oeste alemán, firmar telegramas de protesta, escribir cantos de marcha y poemas a la gloria del régimen.

 

Tuvo algunas fricciones a propósito del dinero la mayor de las veces, principalmente con una sociedad fílmica nacionalizada en Alemania del Este, a cuenta de Madre coraje. El régimen le rechaza Krirsfibel juzgada demasiado "pacifista", y es entonces cuando Brecht amenaza llevar el asunto ante el Consejo mundial de la paz, de obediencia comunista. Pero por regla general Brecht se muestra acomodaticio. El Proceso de Lucullus”, una requisitoria contra la guerra, escrito en 1939 para la radio, fue musicalizado por Paul Dessau. La publicidad que anunciaba la representación programada para el 17 de Marzo de 1951 en la Ópera de Berlin Este, fue juzgada igualmente pacifista en exceso e inquietó a las autoridades. Como era demasiado tarde para anular la producción, fue reducida a tres representaciones y las entradas expedidas únicamente para los trabajadores del partido. Pero algunas se vendieron en el Oeste en el mercado negro para los berlineses que fueron a aplaudir a rabiar. Las otras dos secuencias fueron anuladas sobre la marcha. La semana siguiente, el Neus Deustchland, el periódico oficial del partido pasó al ataque y titula: "El Proceso a Lucullus, una bancarrota del teatro alemán". El disparo se centró en la música de Dessau, que intentó imitar a Stravinsky, "ese destructor fanático de la tradicional música europea". Pero el artículo no aludía al texto, juzgado "sin referencia a la realidad". Brecht y Dessau fueron sermoneados en una reunión del partido que duró ocho horas. Al término de la sesión, Brecht tomó la palabra para declarar: "¿Dónde podría encontrar en el mundo un gobierno testigo de tanto interés por los artistas, tan atento a lo que estos dicen?". Hizo todas las modificaciones requeridas por el partido, y cambia el título por La Condena de Lucullus” y Dessau cambia su música. Pero la nueva representación del 12 de Octubre no es más ventajosa. El Neus Deustchland, en su calidad de portavoz del partido  expresa "una neta mejora", pero encuentra esta obra poco popular y. "peligrosamente disfrazada de simbolismo". La pieza fue pues condenada, desaparecida de la Alemania del Este, aunque apreciada en la del Oeste.

El pacto fáustico de Brecht alcanza su mayor vicio en junio de 1953 cuando los obreros de la Alemania del Este se sublevan. Los tanques cargan contra la insurrección. Brecht espera, leal al partido, pero al fin paga su precio. Él aprovecha hábilmente esta tragedia para consolidar su posición y mejorar las condiciones del mercado. Cuando Stalin muere en marzo de 1953, Brecht de nuevo es acosado por las autoridades de la Alemania del Este. Hubo de conformarse con la política artística de los soviets, es decir con los métodos de Stanislavski que detestaba. El Neus Deustchland, en su calidad de portavoz de la Comisión de Bellas Artes en la que Brecht contaba con enemigos, hizo una campaña en su contra y advirtió al público: la compañía de Brecht está "manifiestamente en oposición a lo que representa Stanislavski". En aquella época, la compañía participaba todavía en el teatro con otras compañías. La Comisión hizo fracasar todas las tentativas de Brecht para conseguir el Teatro de Schiffbauerdamm. Desde entonces, Brecht no pensó en otra cosa que aniquilar a la Comisión para apoderarse de dicho teatro. El alboroto le sorprendió totalmente. Como circulaba libremente por el extranjero donde tanto él como su mujer hacían sus compras, estaba a cien leguas de la vida cotidiana de las gentes del pueblo. En Alemania del Este, tenía libre acceso a las tiendas especiales reservadas a los oficiales del partido y a las élites. Pero la masa moría literalmente de hambre por la política de racionamiento del gobierno. Cerca de 60.000 personas estaban refugiadas en Berlin Oeste. En abril, los precios subieron brutalmente y las cartillas de racionamiento fueron retiradas de diversas categorías sociales, principalmente de profesionales liberales y de propietarios de bienes inmobiliarios. (Brecht que pertenecía a estas categorías se salvó gracias a su estatuto privilegiado y a su ciudadanía austriaca). El 11 de junio la política se invirtió de repente. Las cartillas de racionamiento reaparecieron y la política de precios y de salarios remataron a los trabajadores. El 12 de junio, los obreros de la construcción vieron disminuir sus salarios a la mitad y reclamaron un mitin popular. Cuando el 15 de junio el concierto de protestas se transformó en furor, los tanques soviéticos pasaron a la acción.

Brecht que en aquel momento estaba en su casa de campo, sorprendido por la insurrección, fue inmediatamente a intervenir para sacar provecho de ello. Comprendió hasta qué punto podría ser útil al régimen. El 15 de junio escribía al jefe del partido, Otta Grotewohl, insistiendo en que el teatro fuese puesto a su disposición. A cambio, él se uniría a la línea del partido. Esta línea es bastante difícil de definir. Pero dos días más tarde, un desempleado de Berlin Oeste, Willi  Gottling, atravesó el sector Este por un atajo. Fue arrestado, acusado de "agitador del Oeste" y, juzgado a puerta cerrada, fue fusilado. Desde entonces, "la agitación fascista" exigió explicaciones por las decisiones adoptadas por el partido. Ese mismo día dicta cartas a los líderes del partido, Ulbricht y Grotewohl y Vladimir Semionov, el consejero soviético que ejercía de gobernador general. El 21 de junio, el Neus Deutschland anuncia: Bertold Brect, laureado por el Premio nacional, ha dirigido a Walter Ulbricht, secretario general del partido comunista del este alemán,  una carta en la que declara: "Experimento la necesidad de expresaros en este preciso momento mi adhesión a la Unidad del partido.

s tarde Brecht pretendió que esta carta contuviese numerosas críticas y que la frase citada estuviese precedida de otras dos: "La historia juzgará la impaciencia revolucionaria del partido. Una vasta discusión con las masas sobre el ritmo de progresión de las construcciones socialistas permitiría pasar la criba y consolidar sus realizaciones". Un corresponsal suizo, Gody Suter, escribe: "Brecht dispara precipitadamente esta carta a sus propios pies". Por primera vez le veo desamparado, casi pequeño, de manera manifiesta hace tiempo que ha dejado su reloj a menudo". De todas formas no hizo ningún esfuerzo para publicar el texto completo de esa famosa carta, ni en el momento, ni más adelante. El régimen hubiera podido reaccionar publicando el original. Y Brecht era capaz de enviar una carta contrastando al contenido sobre la marcha pretendiendo expedir otra completamente diferente. Suponiendo que hubiera dicho la verdad, sus reproches relativos a la conducta de Ulbricht no serían apenas más probatorios. ¿No había sido ya comprado y pagado? ¿Por qué había decidido acortar sus cortas pero animosas palabras?

 Dos días más tarde, el Neues Deutschland publica una larga carta de Brecht confirmando claramente su posición. Era una cuestión en la que "la insatisfacción de un número considerable de trabajadores de Berlin fueron víctima de un número considerable de medidas económicas infructuosas". Pero era preciso añadir: "Elementos fascistas organizados han intentado contenerme para cumplir sus objetivos funestos. Durante unas horas Berlin estuvo al borde de la tercera guerra mundial. Gracias a la intervención rápida y precisa de las tropas soviéticas sus maniobras fallaron. Evidentemente la intervención de las tropas soviéticas no fue dirigida contra las manifestaciones obreras. Está claro que fue dirigida exclusivamente contra la declaración de un nuevo holocausto". En una carta a su editor de Alemania del Oeste, repite esta misma versión: "Una canalla fascista y guerrera, compuesta de jóvenes desviados se ha extendido por el Berlin Este. Sólo el ejército soviético ha podido impedir la tercera guerra mundial", por consiguiente no existe la menor prueba de la presencia de "agitadores fascistas". El mismo Brecht no lo creía. Su diario íntimo muestra que sabía lo que había que mantener porque conocía la verdad. Pero por supuesto este diario no fue publicado hasta después de su muerte. Brecht había terminado descubriendo que los obreros alemanes odiaban el régimen. Como la mayor parte de los miembros de la clase dirigente, y no tropezó nunca con trabajadores, excepto sus domésticos, o con algunos artistas llamados para efectuar reparaciones en su casa, que no tuviesen ese mismo sentimiento. Él refiere una conversación con un fontanero que trabajaba en su casa de campo. El hombre se lamentaba de un aprendiz que le había proporcionado la policía del pueblo ¡repleta de nazis¡ El fontanero ansiaba elecciones libres. "En este caso, los nazis serían elegidos", le respondió Brecht. Lo que no tenía que ver con las reivindicaciones lógicas del fontanero, que por el contrario mostraba adhesión al espíritu de Brecht. Él no trabó confianza nunca con el pueblo alemán y prefirió netamente la regla colonial soviética para la democracia. Brecht se sirvió siempre de ese quid pro quo para preservar al régimen. Uno de los líderes del partido, Ulbricht, menos rápido tardó casi un año en descifrar el mismo mensaje.

Para aplastar a la Comisión de Bellas Artes, Brecht comprendió que necesitaría la ayuda de Wolfang Harich, un joven y brillante profesor de de filosofía marxista de la Universidad de Humbolt. Harich le aporta argumentos doctrinales y la jerga que le faltaba. En 1954, la Comisión fue al fin disuelta. Un nuevo ministro de Cultura, Johannes Becher, amigo íntimo de Brecht, le reemplaza. En marzo, Brecht  haciendo el último pago de mercado que había pactado con el diablo, toma posesión del teatro. Para festejar su victoria roba a la bonita mujer de Harich, Isot Kilian, de la que hizo su amante. La promovió como asistente de su nuevo cuartel general y aconsejó cínicamente a Harich: "Divorciaos ahora. Podéis volver a casaros con ella en dos años". Dicho de otro modo, cuando él terminase con ella.

Entre tanto, eso fue lo que prácticamente hizo. Sufrió crisis cardiacas y cayó gravemente enfermo hacia el año 1954. La medicina comunista no le inspiraba confianza, se hizo explorar en una clínica del Berlin Oeste, después decidió ser admitido en una clínica de Munich en 1956. Pero no tuvo tiempo de entrar. Una trombosis coronaria le sobreviene el 14 de agosto. Hace una última visita a la pobre Weigel legando una parte de sus derechos literarios a cuatro mujeres: su vieja secretaria y amante Elisabeth Hauptmann, heredera más importante, los de "La Ópera de quat' sous". Los otros fueron a la infortunada Ruth Berlau, a Isot Kilian y a Käthe Rulicke, a la que sedujo a finales de 1954. De todos modos Kilian, a la que Brecht había encargado legalizar el testamento en forma, no tuvo paciencia para que el acto fuese certificado por un notario. Así lo hizo nulo. A Weigel, la única esposa legal, le correspondió casi todo y cedió alguna parte de sus derechos a otros según le pareció. Pero respetó algunas de las últimas voluntades de Brecht: él pidió ser enterrado bajo tierra en un ataúd de acero gris. Pidió también que un estilete de acero fuese clavado en su corazón en cuanto estuviese muerto. Lo que se hizo públicamente. Para muchos fue la primera prueba de que tenía corazón.

En el curso de este relato me esforcé para encontrar algo a favor de Brecht. Es verdad que trabajó siempre implacablemente y que enviaba, durante y después de la guerra, partidas de alimentos a Europa (probablemente una iniciativa de Seigel). Pero no he encontrado nada más. Entre todos cuantos han estudiado estas vidas, es el único personaje que parece totalmente desprovisto de rasgos redentores.

 Como la mayor parte de los intelectuales, prefería las ideas a los hombres. Sus relaciones fueron totalmente utilitarias. No tuvo amigos en el sentido más corriente del término. Le gustaba trabajar con otros, pero a condición de ser el jefe. Pero, según Eric Benteley, trabajar con él se reducía a asistir a comités y a reuniones. Los seres humanos no le interesaban. Es probablemente la razón por la que no pudo nunca crear personajes y se limitó a arquetipos. Para él, los individuos no eran más que agentes de relación al servicio de sus ambiciones.

A fin de cuentas ¿cuál fue su propósito? Brecht sabía verdaderamente cuál fuese? No es seguro. Poco antes de su muerte, confió a su traductor francés, Pierre Abraham, su intención de volver a publicar sus piezas didácticas con un nuevo prefacio precisando que no eran para ser tomadas en serio; que se trataba sobre todo de "ejercicios de relajación para los atletas del espíritu, que deberían ser todos los bienes dialécticos". Sus trabajos, en todo caso, fueron presentados en vida con toda seriedad. Si no se trataba más que de simples ejercicios ¿qué obras de Brecht escaparon a esta gimnasia? Bronnen, que ejercía una gran influencia sobre Brecht, "curtido" o "deformado" reemplazó en su prenombre la d final por una t. Brecht, para imitarle, suprimió sus otros dos nombres del bautismo, Eugen y Friedrich, que encontraba "demasiado realistas" y se hizo llamar "Bertolt" en lugar de "Bertold". Durante el invierno de 1922-1923, Bronnen tuvo con Brecht una conversación a propósito de las necesidades del pueblo. Bronnen subrayó la urgencia de cambiar el mundo a fin de que nadie pasase nunca hambre. Brecht entró en cólera y, según Bronnen, respondió: "Bueno ¡las gentes mueren de hambre! Pero ¿de qué modo os concierne? ¡Lo que se precisa es avanzar, hacerse un nombre, conseguir un teatro para representar obras!". Según Bronnen, "nada, ninguna otra cosa interesa".

Brecht adoraba la ambivalencia, la ambigüedad, el misterio. Enmascaraba hábilmente su pensamiento y lo disfrazaba con el de un obrero. Pero es más que posible que a lo largo de sus ocurrencias dijese lo que en el fondo pensaba verdaderamente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

8.

UN PACIFISTA FANÁTICO: BERTRAND RUSSELL

 

Ningún intelectual de la historia ofrece sus consejos a la humanidad tan largo tiempo como Bertrand Russell (1872-1970), tercero de la saga. Vino al mundo el año en que el general Grant  es reelegido a la presidencia de los Estados Unidos y muere en la ciudad de Watergate. Tenía unos meses menos que Marcel Proust y Stephen Crane, y algunos más que Calvin Coolidge y Max Berbohm. Vivió por tanto lo suficiente para saludar la revuelta de los estudiantes de 1968 y apreciar las obras de Stoppard y de Pinter. Emite una serie de consejos, de exhortaciones, de informaciones y de advertencias sobre un increíble número de temas. Su bibliografía (probablemente incompleta) deja una lista de sesenta y ocho libros. Su primer obra, La democracia social alemana, se publica en 1896. Por esas fechas, la reina Victoria tenía apenas cinco años. Su ensayo póstumo, Ensayos de análisis (1973), es el año de partida de Nixon. En el intervalo, publica sus trabajos sobre geometría, filosofía, matemáticas, justicia, reconstrucción social, sus ideas sobre la política, el misticismo, la lógica, el bolchevismo, China, el cerebro, la industria, el ABC del átomo (1923) y, treinta y seis años más tarde, publica otra obra sobre la guerra nuclear, la ciencia, la relatividad, el escepticismo, el matrimonio, la felicidad, la educación, la moral, la pereza, la religión, los asuntos internacionales, la historia, el poder, la verdad, el conocimiento, la autoridad, la ciudadanía, la ética, la biografía, el ateísmo, la sabiduría, el porvenir, el desarme, la paz, la guerra, el crimen y otras materias. Es preciso añadir a esa enorme cantidad de artículos en periódicos y revistas, otra suerte de temas sobre el rojo de los labios en la costumbre de los turistas.

 ¿Por qué Russell se consideraba apto para ofrecer tantos consejos? ¿Por qué las gentes le escuchaban? Por lo que respecta a la primera pregunta, la razón no es evidente a primera vista. Es probable que si Russell escribiese tanto era porque escribía con facilidad. En este caso dicha actividad le fue también muy rentable. En los años 1920, su amigo, Miles Malleson, escribe: "Cada mañana, Bertie solía hacer una hora de caminata, reflexiona sobre su trabajo del día y lo organiza. Después escribe el resto de la mañana, tranquilamente, con facilidad y sin una sola corrección. Consigna los resultados financieros de esa actividad agradable en un bloc de notas. Toda su vida anotaba los derechos percibidos de todo lo que publicaba o difundía. Y lo guarda en un bolsillo interior, y en sus escasos momentos de inanición o de melancolía, lo saca para prolongar en su lectura lo que él llamaba: "una ocupación muy gratificante". 

 Russell no tenía ciertamente una experiencia de la vida que lleva la mayor parte de la gente y no concede mucho interés a la opinión de los demás. Fue huérfano. Tenía cuatro años cuando murieron sus padres y pasa su infancia en casa de su abuelo, Lord John Russellque dirigió la Gran Reforma de 1832 de la Cámara de los Comunes. La familia de Russell pertenecía a la aristocracia "whig". Impermeable a todo contacto con el populacho e incluso con la baja nobleza, ésta responde con una abierta oposición a sus ideas radicales. El viejo conde, en calidad de antiguo Primer Ministro era beneficiario de una residencia decidida por la reina Victoria en Richmond Park. Russell pasa su infancia en Pembroke Lodge. Afirmaba tener de su abuelo su acento inimitable. Su abuela, una mujer muy religiosa, de elevados principios e ideas puritanas, ejerció sin embargo una gran influencia sobre él durante su infancia. Los padres de Russell, ateos y ultra radicales, habían dejado instrucciones para que Bertrand fuese educado en la filosofía de John Stuart Mill. Su abuela no contaba en esto, en medio de sus biblias y registros de Estado. Una sucesión de gobernantes (incluso un ateo) y de preceptores se encargaron de su educación. Pero con ellos o sin ellos, Russell seguiría el camino que se había trazado. A la edad de quince años, escribió su diario en caracteres griegos a fin de camuflar sus pensamientos a los indiscretos: "Yo estoy llegando a escrutar la fundación de una religión en la que me encuentre elevado". Siguió ateo a partir de esa época y en lo que le quedó de vida hasta el fin de sus días.

 Ningún hombre ha tenido tanta confianza en el poder de su espíritu. Lo veía como una abstracción, una fuerza incorpórea. Este amor a la abstracción, como su desconfianza hacia las manifestaciones sobre la física, le vino sin duda de sus enseñanzas puritanas de su abuela que hicieron de él un matemático. La ciencia de los números, alejada del pueblo, fue la primera y más grande pasión de su vida. Obtuvo una beca para entrar en el Trinity College de Cambridge y fue laureado en matemáticas en 1893. A ello siguió una beca universitaria en el Trinity, pues el primer logro del gran trabajo que emprendió con Alfred North Whitehead sobre Los Principios de Matemáticas lo terminaron el último día del siglo. Escribe: "Amo las matemáticas porque ellas no son humanas". En su ensayo sobre El estudio de las matemáticas escribe: "Las matemáticas contienen no solamente la verdad sino también una suprema belleza".

 Para Russell, la especulación filosófica debe conducirse por un lenguaje especial. Lucha por mantenerlo e incluso la estricta aplicación de un código hierático. Se rebela violentamente contra sus colegas filósofos, como G.E. Moore, que quería debatir sus problemas con un lenguaje profano, como el buen sentido. A lo que Russell respondía: "El sentido común es la metafísica del salvaje". Según él, los Grandes Padres del espíritu tenían el deber de reservar los misterios de Eleusis dentro de su casta". Pero Russell hacía una distinción entre los inicios de la filosofía, y la ética y de su uso por las masas y la práctica de los dos. De 1895 á 1917, de 1919 á 1921 y de 1944 á 1949 es miembro de la Conferencia de la Trinity, pasa muchos años dando conferencias y enseñando a muchos universitarios americanos. Pero consagra una parte más importante de su vida a explicar a otros lo que debieran pensar y hacer. Este evangelio intelectual domina la segunda parte de su larga existencia. Como Einstein en los años 1920 y 1930, Russell transmite a las masas del mundo entero la quintaesencia, el arquetipo de la filosofía abstracta y la incardinación del junco pensante. La filosofía se convirtió en "ese género de truco hablado por Russell".

 Russell es un comentarista muy pródigo. En uno de sus primeros trabajos, hace una exposición sobre la obra de Leibniz al que veneraba. Su brillante informe sobre La historia de la filosofía occidental (1946) fue merecidamente un best-seller en el mundo entero. Sus colegas universitarios le criticaron considerándolo un trabajo popular pero sin duda envidiado. Wittgenstein  encontró su libro La conquista de la felicidad"absolutamente insoportable". Cuando su mayor obra filosófica, El conocimiento humano apareció en 1949, los círculos académicos rehusaron tomarlo en serio. Uno de ellos lo trató como "un trabajo de ilusionismo". Por el contrario el público adoraba esa filosofía que frecuentaba todo el mundo. Con razón o sin razón fue tomado como hombre valeroso de sus convicciones y dispuesto a sufrir por ellas.

 Como Einstein que escogió el exilio para escapar a la tiranía nazi, Russell tuvo muchos conflictos con diversas autoridades y soportó con dignidad su ostracismo. En 1916, redacta un folleto anónimo en favor de un objetor de conciencia que había estado encarcelado a despecho de la "cláusula de conciencia' prevista en la ley de conscripción. Los distribuidores del folleto arrestados y condenados fueron enviados a prisión. Russell dirige una carta al Times en la que se declaraba autor del folleto. Comparece ante el Lord alcalde de Londres y es condenado a 100 libras de multa que rehusó pagar. Sus muebles fueron embargados y vendidos. El consejo de la Trinity, el cuerpo de élite de la institución, toma muy en serio el asunto y le borra de los cuadernos de la Cofradía. Sus miembros parece que después reflexionaron en virtud de altos principios. Pero el público percibió esta medida como un doble castigo por el mismo delito.

 El 11 de febrero de 1918, Russell es juzgado y condenado por segunda vez por haber publicado en El Tribunal, un periódico radical, un artículo intitulado "La oferta de la paz alemana" que comenzaba así: "La guarnición americana, que esta vez ocupará Inglaterra y Francia, que será eficaz o no contra los alemanes, será capaz, sin duda, de intimidar a los huelguistas, una práctica corriente del ejército americano en su país". Esta declaración temeraria, poco justificada y sobre todo absurda, le valió caer sobre él el peso de una ley sobre la defensa del reino, por haberse "emitido en una publicación de opiniones susceptibles de perjudicar las relaciones entre Su Majestad y los Estados Unidos de América".  Pasó seis meses de prisión en Bow Street. Cuando fue liberado, el Foreign Office rehusó (por un tiempo) expedir para él el pasaporte. El subsecretario permanente, Sir Arthur Nicolson, anota en su dossier: "Uno de los excéntricos más perniciosos del país".

 Russell tiene nuevos problemas con la ley de 1939-1949, cuando se le concede un púlpito en la Ciudad Universitaria de Nueva York. En esta época, era conocido por sus ideas antirreligiosas que pasaban por inmorales. Para completar sus numerosos artículos anticristianos, había puesto a punto un monólogo de salón: "El Credo del ateo", que recitaba con voz nasal de clergyman: "Nosotros no creemos en Dios. Pero creemos en la supremacía de la Hu-ma-ni-dad. No creemos en la vida después de la muerte, pero creemos en la inmortalidad de las buenas acciones. Adoraba hablar a los hijos de sus amigos progresistas. Cuando se anunció su puesto en Nueva York, el clérigo católico y protestante protestó enérgicamente. La universidad era una institución municipal, los ciudadanos tenían derecho a contestar a su nominación y una Lady intentó hacerlo en un proceso en la villa de Nueva York. Su abogado declaró que las obras de Russell eran "lúbricas, libidinosas, lujuriosas, maníacas, afrodisiacas, (...) e inmorales". El juez, de origen irlandés, añade su voz al alboroto general y decide que Russell, "ateo, extranjero y partidario del amor libre" no estaba capacitado para ocupar ese puesto. El alcalde, Fiorello La Guardia, rehúsa apelar el veredicto y anota enseguida en los archivos de la villa de Nueva York que Russell merece ser "tratado como una cabeza de chorlito, emplumado y expulsado del país".

 Su última escaramuza con las autoridades tiene lugar en 1961, ¡a la edad de 88 años! Protesta contra las armas nucleares y se esfuerza obstinadamente en hacerse arrestar por desobediencia civil. Participa en una manifestación ante el ministerio de Defensa el 18 de febrero y permanece en la propia calle varias horas. Como no pasaba nada, termina entrando. El 6 de agosto recibe una citación para comparecer en Bow Street el 12 de Setiembre, por incitación pública contra la ley y es condenado a un mes de prisión, conmutada la pena a pasarlo en la enfermería. Cuando es pronunciado el veredicto alguien grita: "¡Es una vergüenza! ¡Una vergüenza! ¡Un hombre de 88 años!". El magistrado responde al contestatario: "A esa edad, se sabe lo que se dice".

 Es dudoso que estos episodios hicieran penetrar las ideas de Russell en las masas. Pero son testimonio de su sinceridad. Se piensa vagamente que Russell era un Sócrates moderno que tomaba su veneno, o un Diógenes saliendo de su tonel. En efecto, la imagen de Russell aportando al mundo la ayuda de su filosofía es bastante engañosa. Él intentaba más bien, sin éxito, comprimir el mundo en su filosofía y descubre que eso no sucedería. El caso de Einstein es muy diferente. Físico, estaba comprometido por el comportamiento del universo de tal modo que estaba determinado a aplicar a su descripción las normas meticulosas de la prueba empírica. Rectificando la física newtoniana, cambió nuestra manera de ver el universo. Su contribución a la teoría del átomo fue el primer gran jalón por el camino de la energía nuclear.

 Por el contrario, nadie fue más contestado sobre la realidad que Russell. Éste es incapaz de servir como herramienta más simple para acometer las tareas rutinarias que el hombre escoge sin pensar. Gusta del té pero no sabe hacerlo. Cuando Peter, su tercera esposa, tenía que salir, escribía en la pizarra de la cocina: "encender la cocina, poner la olla en el fuego. Esperar a que el agua hierva. Verter el agua en la tetera". Lo que no impedía que la operación saliera lamentablemente. En el envejecimiento empezó a padecer sordera y debe servirse de un aparato que nunca supo hacer funcionar sin ayuda. El mundo de los humanos y el mundo físico le desconcertaban constantemente. Escribe que la Primera Guerra Mundial le obligó a revisar sus opiniones sobre la naturaleza humana. "Hasta ahora suponía que era corriente que los padres amasen a sus hijos. La guerra me ha convencido de que eso es una rara excepción. Creía que la mayor parte de los individuos amaban el dinero por encima de todo, pero he descubierto que aman más bien la destrucción. Pensaba que los intelectuales amaban la verdad pero me he percatado de que apenas hay diez que no prefieran la popularidad a la verdad". Este amargo pasaje empañaba la bella ignorancia de las reacciones y emociones humanas en tiempos de guerra como en cualquier otro tiempo. En su autobiografía, numerosas declaraciones son tan sorprendentes que el lector no puede si no preguntarse cómo es posible que un hombre tan inteligente haya podido estar tan ciego ante la naturaleza humana.

 Sin embargo, Russell era muy capaz de olfatear y deplorar tantos otros peligrosos conocimientos teóricos y desconocimiento práctico de las aspiraciones y sentimientos humanos. Visita la Rusia bolchevique en 1920 y, el 19 de mayo, tiene una entrevista con Lenin, "la teoría incardinada": "Tengo la impresión de que menosprecia tanto al populacho como al intelectual". Russell sabía positivamente que tal combinación descalifica a un hombre que desea gobernar sabiamente. Y añade: "Si le hubiese conocido (a Lenin) sin saber su profesión u oficio, hubiera pensado que era un torpe profesor". Russell no vio o no quiso ver que esa descripción podía aplicársela igualmente a él, intelectual, aristócrata, que despreciaba a los hombres a veces por compasión. Si Russell ignoraba cómo se comporta la mayor parte de sus congéneres, le faltaba también discernir sobre sí. Pensaba que los hombres y las mujeres escuchan más la voz de la razón que a sus emociones, que aplican un razonamiento lógico y no intuitivo, que ejercen la moderación en lugar de caer en los extremos, que la guerra acabaría siendo imposible, que las relaciones humanas serían armoniosas y que la situación de la humanidad mejoraría constantemente. Russell razonaba como matemático porque para él no existía ningún concepto que no pudiese definirse en términos lógicos y ningún problema que no pudiese ser resuelto por el razonamiento. No estaba lo bastante loco como para creer que los problemas humanos podían resolverse como una ecuación. Pero pensaba que con el paso del tiempo, del método y de la moderación, la razón proporcionaría la solución de la mayor parte de nuestras dificultades públicas o privadas.

 Pero en su vida personal, todas estas proposiciones reposaban sobre fundamentos tambaleantes y él lo demostraba sin cesar. Cada vez que se encontraba en una situación crítica, sus opiniones y sus actos estaban determinados por sus emociones tanto como por su razón. En las fases de crisis su lógica volaba. Tuvo otras debilidades. Cuando era presa del idealismo, Russell situaba la verdad por encima de otra consideración. Pero era capaz de mentir en caso necesario. Cuando su sentido de la justicia era ridiculizado, las emociones le embargaban. Las opiniones de Russell sobre la guerra y la paz, el asunto en el que estaba sin duda muy impuesto y empleaba más energía, merecen ser estudiadas. Russell consideraba la guerra como un ejemplo supremo de conducta irracional. Pasó dos guerras mundiales e infinidad de conflictos mineros y todo lo detestaba. Su odio a la guerra fue absolutamente sincero. En 1894 se casa con Alys Whithall, la hermana de Logan Pearsall Smith, una cuáquera cuyo pacifismo religioso moderado reconfortaba su robusta lógica (o al menos así lo creía). Cuando estalla la guerra en 1914, se declara totalmente opuesto al conflicto y hace todo lo que puede a ambos lados del Atlántico en favor de la paz, comprometiendo su libertad y su carrera. Pero las declaraciones que  dieron lugar a su encarcelamiento no fueron las de un hombre razonable y moderado. La ética de la guerra(1915) en la que explica que la guerra nunca está justificada, es bastante lógica. Pero su pacifismo, en esa época y más tarde, fue extremadamente emocional, por no decir agresivo. Cuando el rey George V se compromete en 1915 a no beber alcohol mientras dure la guerra, Russell renuncia a la abstinencia que observaba para complacer a Alys y escribía: "El móvil del rey es facilitar la mortandad de los alemanes. Es por lo que ha establecido una relación entre el pacifismo y el alcohol". En Estados Unidos, considera el poder americano como el recurso de mantener la paz y al presidente Wilson como el salvador del mundo. Le implora con vehemencia que se muestre como "el campeón de la especie humana ante los beligerantes".

 Puede decirse que Russell había detestado la guerra, pero a veces amaba la fuerza. Su pacifismo adquirió una seducción arrogante e incluso belicosa. Escribió después de la Primera Gran Guerra: "Durante  algunas semanas, sentí que pudiera llegar a encontrarme con Asquith o Grey y era incapaz de refrenar mis pulsiones de muerte". Más tarde, se encuentra realmente con Asquith en Garstin Manor, emergiendo del agua, completamente desnudo se encuentra frente al Primer Ministro sentado en un banco. Pero su cólera ya estaba controlada y en lugar de matar a Asquith, un erudito de formación clásica, se embarca con él en una discusión sobre Platón. El gran redactor en jefe, Kinsley Martin, para el que trabajaba y al que conocía bien Russell, decía que los pacifistas eran los individuos más resentidos que conocía y cita a Russell el ejemplo de T.S. Elliot que fue maestro de Russell que así recibía el mismo aviso: "Russell encontró una excusa bastante buena para cometer homicidio". No porque le gustase el puñetazo, pero siendo absolutista por naturaleza, creía en las soluciones definitivas y recurrió más de una vez a la noción de la paz perpetua impuesta al mundo por una política de fuerza.

 Esta idea le llegó al término de la Primera Guerra Mundial y declara que América debía usar su superioridad para imponer el desarme: "La mezcla de razas y la ausencia relativa de tradición nacional convertían a América particularmente apta para aquella tarea". Cuando, de 1945 á 1949, América se asegura el monopolio de las armas nucleares, ese pensamiento se impone de nuevo en él con una fuerza enorme. Russell intenta más tarde negar, oscurecer o explicar sus posiciones en el curso de ese periodo. Le importa exponerlos con detalle y en orden cronológico. Como lo ha establecido en su biografía Ronald Clark, él preconiza una guerra preventiva contra Rusia por oleadas y durante años. Contrariamente a la mayor parte de las gentes de izquierda, Russell no fue jamás seducido por el régimen soviético y rechazó siempre el marxismo. El Bolchevismo, un libro en el que relata su viaje a Rusia es muy crítico con Lenin y sus actuaciones. Para él Lenin era un monstruo. Él creía que los relatos fragmentarios procedentes del Oeste sobre el colectivismo forzado, la hambruna, las purgas, los campos, etc, se apartaban radicalmente de la inteligencia progresista. Y no acepta la extensión del régimen soviético a la mayoría de los países de la Europa del Este, lo que consideraría una catástrofe para la civilización occidental. "Odio demasiado al gobierno soviético para ser moderado", escribe el 15 de enero de 1945. Pensaba que la expansión de los soviéticos continuaría si no era detenida por miedo o por el uso de la fuerza. En una carta fechada el 1 de setiembre de 1945 afirma: "Yo pienso que Stalin ha heredado la ambición de Hitler y se ha propuesto extender la dictadura al mundo entero". Cuando fue lanzada la primera bomba atómica por Estados Unidos en Japón, volvió inmediatamente a su primer idea. América debía imponer la paz y el desarme usando su nueva arma coercitiva para detener a la Rusia recalcitrante. La ocasión, un don del cielo a sus ojos, podría no volver a presentarse nunca más. Y comenzó a exponer su estrategia en artículos que aparecieron el 18 de agosto de 1945 en Forward, el diario de los trabajadores de Glasgow, en el Manchester Guardian el 2 de octubre, y más tarde, el 20 de octubre, en Cavalcade bajo el título: "La última oportunidad de la Humanidad". Este último artículo comportaba una reseña significativa: "Un casus belli no será difícil de encontrar".

 Durante cinco años, Russell reitera o expone opiniones similares. No mastica sus palabras. En un debate en la Royal Empire Society, propone una alianza (un avance de la OTAN) capaz de dictar sus condiciones a Rusia.: "Tengo tendencia a creer que Rusia estará de acuerdo. Si no se hace deprisa, el mundo que sobreviva a la destrucción de una guerra emergerá bajo un gobierno único conforme a sus deseos". En mayo de 1948, Russell escribe a un experto de desarme americano, el dr. Walter Marseille: "Si Rusia invade la Europa del Oeste, las destrucciones serán tales que se hará imposible una reconquista ulterior. Casi toda la población educada será enviada a un campo de trabajo, al nordeste de Siberia o a orillas del Mar Blanco, donde la mayor parte morirá de privaciones y los supervivientes se transformarán en bestias". Las bombas atómicas, si son utilizadas, serían lanzadas primeramente sobre Europa del Oeste pues Rusia quedaría así fuera de sus efectos. Los Rusos, incluso sin bomba atómica, serían capaces de destruir todas las grandes ciudades de Inglaterra... América terminaría ganando, sin duda alguna, pero si Europa del Oeste no puede ser protegida contra la invasión, sería un retroceso de la civilización durante siglos. Incluso a ese precio, creo que valdría la pena hacer la guerra. El comunismo debe ser barrido e instaurado un gobierno mundial". Russell subraya constantemente esa urgencia. "Pronto o tarde, los Rusos tendrán bombas atómicas, y cuando eso ocurra, el problema será mucho más difícil de resolver. Todo debiera hacerse ahora con celeridad. "Desde que Rusia hace estallar una bomba A, él avanza con el mismo argumento, insiste en la urgencia para Occidente de desarrollar la bomba de hidrógeno. "No creo que en el estado del espíritu del mundo, un acuerdo para limitar la guerra atómica pudiese hacer el menor bien. Cada bando supondría que el otro no iba a respetarlo". Y repite la fórmula: "Antes muertos que rojos", la más intransigente. "La próxima guerra, si estalla, será el desastre más grande de la historia de la raza humana hasta hoy. Yo no puedo ver algo peor que la extensión del Kremlin al mundo entero".

 La argumentación jurídica que defiende la guerra preventiva fue largamente discutida durante esos años. En el Congreso internacional de Filosofía de Amsterdam celebrado en 1948, Russell es violentamente atacado por el delegado soviético Arnost Kolman al que respondió con la misma agresividad: "Vuelva a decir a sus maestros del Kremlin que envíe servidores más competentes para exponer su programa de propaganda mentirosa". Mantiene el mismo discurso en el New York Times el 27 de setiembre de 1953: "Por terrible que pueda ser una nueva guerra mundial, la prefiero a un imperio comunista mundial".

 Es sobre esta época aproximadamente cuando el punto de vista de Russell cambia de repente. El mes siguiente, en octubre de 1953, niega en el diario Nation"haber preconizado una guerra preventiva contra Rusia". Ese asunto, pretendía, era una "invención comunista". Según uno de sus amigos, durante algún tiempo, cada vez que se le preguntaba acerca de esa guerra, él lo negaba en bloque: "¡Jamás! Eso no es más que una invención de un periodista comunista". En marzo de 1959 en el curso de una entrevista televisada en la BBC, en un célebre cara a cara con John Freeman, Russell cambia de táctica. Los expertos en desarme en América le habían pedido los capítulos y palabras de sus declaraciones. Pero no podía negar la evidencia. Declara entonces a Freemancuando le hace preguntas acerca de la guerra preventiva: "Todo eso es verdad. Pero yo no me retracto, pues es perfectamente coherente con lo que pienso hoy". Y hace seguir a esta de declaración una carta al semanario de la BBC, Listener: "En efecto, yo había olvidado completamente que había pensado en una política de intimidación que implicaba una posible guerra que veía deseable". En 1958, M. Alfred Kohlberg y M. Walter Marseille me han recordado lo que dije en 1947 y lo he leído con estupefacción. No tengo excusa alguna que ofrecer".

 En el tercer tomo de su autobiografía (1968) avanza otra explicación: "...En la época en la que aconsejé aquello, lo dije sin ninguna esperanza real de que ocurriera. Lo había olvidado por completo". Y añade, "Como ya he mencionado en una carta privada y en otra declaración, ignoraba que fuese un objeto de disección para la prensa". Pero como lo demuestra el estudio de Ronald Clarke, ¡Russell había tocado este tema de la guerra preventiva en numerosos artículos y discursos durante años!

 Desde que aseguró a John Freeman que su opinión en los años 1950 a propósito de las armas nucleares y su apoyo a una guerra preventiva eran coherentes, puso en cuestión su credibilidad. Pues es una coherencia muy particular: la del extremismo. En los dos casos, el de la guerra preventiva o la "antes muerto que rojo", Russell suministró un ejemplo de argumentación llevada al extremo de una utilización grosera e inhumana de la lógica. Este fue su punto flaco. Ataca un valor peligroso para los dictados de la lógica.

 En el curso de los años 1950, Russell decide que las armas nucleares eran un mal intrínseco y no debían ser utilizadas en ningún caso. Y comienza a protestar contra las armas nucleares en una retransmisión de 1954 sobre los ensayos en el atolón de Bikini intitulado: "Los hombres en peligro". Después en diversas conferencias internacionales. A lo que siguieron manifestaciones en las que Rusia endureció su línea en favor de su abolición total a cualquier precio. El 23 de noviembre de 1957 publica en el NewStatesman"Carta abierta a Eisenhower y Kroutchev" para exponer su opinión. El mes siguiente, al recoger su correo del buzón, se encuentra con la sorpresa de una larga arenga (traducida), acompañada de una carta en ruso firmada por Nikita Kroutchev. ¡La respuesta del líder soviético a Russell! Una carta de propaganda para los soviéticos, diciendo que a pesar de su enorme superioridad en fuerzas convencionales, los soviéticos estaban dispuestos desde siempre a aceptar el desmantelamiento del armamento nuclear (pero sin control). La carta fue publicada e hizo sensación. Una respuesta más reticente llegó del lado americano, no del presidente en persona sino de John Fuster Dulles, su secretario de Estado. Russell estaba encantado con una correspondencia tan distinguida. Su vanidad, otra de sus debilidades, estaba muy excitada. Esta carta de Krutchev simpatizando con sus opiniones llevó a Russell a tomar posiciones antiamericanas en extremo. La abolición de las armas nucleares se convirtió en el centro de su vida e hicieron aparición sus aspiraciones tolstoianas.

 El siguiente año, 1958, Russell fue nombrado presidente de la nueva Campaña por el desarme nuclear, una organización moderada representada por Canon John Collins de Saint Paul, el poeta J.B. Priesteley y otros que se adhirieron cubriendo una larga nómina de opiniones  en Gran Bretaña a propósito del asunto.

 Si nos atenemos estrictamente a la ley, serían manifestaciones pacifistas. Esta primera fase de operaciones fue impresionante y eficaz. Pero síntomas de extremismo no tardaron en manifestarse en Russell. Rupert Crawshay-Williams, en relación a Russell durante aquellos años estuvo tranquilo y rindió cuentas sobre el asunto. Anota en su diario el 24 de julio de 1958 una explosión de cólera reveladora de Russell contra John Strachey, un antiguo comunista, que se alía después al ala derecha del partido de los trabajadores y se convierte en ministro de Defensa del gobierno Attlee después de la guerra. En 1958, hacía tiempo que no había tenido ningún puesto ni ninguna responsabilidad. Pero creía en el efecto disuasorio de lo nuclear. Habiendo sabido que Crawshay-Williams y su mujer habían visitado a Strachey, Russell se interesa por las opiniones de de este último sobre la bomba H e imagina que eran compartidas por los Williams. Y explota:

 

"¡Ustedes forman parte, como John Strachey, del club de los asesinos! , dice, levantando el brazo de su asiento. El club de los asesinos está compuesto de individuos a quienes no preocupa lo que le ocurra al pueblo. Mientras que los dirigentes piensan que sirven a la catástrofe. Ellos se aseguran su seguridad personal y se construyen sus abrigos a prueba de bombas".

 

 William le pide que piense si realmente Strachey tiene un refugio personal. Russell vocifera: "Sí, seguro que tiene uno". Quince días más tarde tuvieron otra discusión sobre la bomba H que "comenzó calmadamente". Después de repente, sin gritar apenas "Bertie le dice en tono furioso, la próxima vez que vea a vuestro amigo John Strachey dígale que no comprendo por qué ha de tener igualmente, como Nasser, la bomba H". Estaba convencido de que gentes como John ponían en peligro al mundo y tenía derecho a decírselo".

Esta cólera, acompañada de una falta de interés por los hechos, le hace atribuir los móviles más viles a quienes tienen una opinión distinta de la suya. Los brotes de paranoia de Russell encontraron la ocasión de expresar públicamente en 1960, cuando se escinde el comité de desarme, para formar su propia sección de la acción directa, el "Comité de los cien", que consagra sus esfuerzos a la desobediencia civil. Al principio, los signatarios de este grupo contaban con intelectuales prestigiosos, artistas y escritores tales como Compton Mackenzie, John Brain, John Osborne, Arnold Wesker, Reg Butler, Augustus John, Herbert Read y Doris Lessing. Muchos de ellos no eran en ningún caso extremistas. Pero el grupo escapa rápidamente a todo control. La historia demuestra que todos los movimientos pacifistas acaban en un impasse. Los elementos más activos, frustrados por la lentitud del progreso, recurren a la desobediencia civil y a actos de violencia. Esta fase marca invariablemente el momento en el que dejan de ser seguidos por las masas. El Comité de los cien y la desintegración del propio comité que siguió a esa fase fueron ejemplos rotundos de este proceso. El comportamiento de Russell no hizo más que acelerar lo que sin duda hubiera ocurrido de todas maneras.

 En aquellos momentos se atribuían los acontecimientos a su influencia y a la de su nuevo secretario Ralph Schoeneman. Examinaremos rápidamente su relación con Schoeneman, pero lo que importa es resaltar que el comportamiento y los propósitos de Russell durante la crisis del Comité fueron ejemplares. Los sucesos que condujeron a su dimisión como presidente fueron cada vez más desagradables. Russell lo atribuía a motivaciones inconfesables de Collins, le acusó de mentir e insistió en que las discusiones privadas fuesen registradas.

 Desde que Russell se libró de Collins y sus amigos moderados del Comité a favor del desarme, sus declaraciones fueron tan absurdas que hicieron que todo el mundo le huyese a excepción de sus adeptos más fanáticos. En 1958, en un ensayo sobre Voltaire, escribe: "No debe expresarse ninguna opinión con pasión. Nadie puede negar con fervor que siete por ocho son cincuenta y seis. Lo sabía. El fervor no es necesario cuando se quiere arriesgar una opinión dudosa o falsa por su falta de demostración". A partir de 1960, muchos propósitos de Russell fueron no obstante no sólo fervientes sino también escandalosos y a menudo sostenidos bajo la influencia del momento, en estado de virtuosa indignación al encuentro de conseguir la aprobación de quienes no compartían sus opiniones.

 En Birmingham, en abril de 1961, Russell expone las notas que había preparado para su discurso: "Sobre una base puramente estadística, Macmillan y Kennedy son cincuenta veces más peligrosos que Hitler". Lo que viene a comparar un hecho histórico reconocido con una proyección de futuro, lo que ya es grave en sí mismo. Pero un registro revela la verdadera intención de decir Russell sobre su discurso: "Pensamos generalmente que Hitler es un perverso porque quiere matar a todos los judíos. Kennedy y Macmillan no sólo quieren matar a todos los judíos, sino a todos incluidos nosotros. Son pues más peligrosos que Hitler". Y añade: "No obedeceré a un gobierno que planifica la masacre de toda la especie humana... Son los seres más nocivos que jamás haya habido en la historia del hombre".

 Si nos atenemos a las premisas de Russell, sus acusaciones tienen una lógica. Pero una lógica aplicada de manera selectiva. A veces, Russell recuerda que todas las potencias que poseen armas nucleares son igualmente susceptibles de premeditar asesinatos en masa. Ahora implica a los Rusos en estas polémicas. En una carta publicada en 1961, enviada "desde la prisión de Brixton" afirma: "Kennedy y Krutchev, Adenauer y de Gaulle, Macmillan y Gaiskell persiguen el mismo objetivo: el fin de la vida humana".

 Russell odiaba al régimen soviético, a Rusia y a los Rusos. En el curso del periodo que siguió a la guerra, repetía incansablemente que los soviets eran tan perversos o peores que los nazis.. Crawshay-Williams anota ciertos vituperios acerca de este asunto: "Todos los Rusos son bárbaros orientales". "Todos los Rusos son imperialistas". Y llega a decir un día que "los Rusos remontarán el estómago para traicionar a sus amigos". Pero a partir de los años 1950 su odio a los Rusos se atenúa, dejando su sitio a un antiamericanismo frenético. Este sentimiento estaba enraizado en un fiero patriotismo británico a la antigua usanza, una suerte de sentimiento de superioridad de clase, en su desprecio a los advenedizos, pero también en su odio al progresismo liberal para los países capitalistas más grandes del mundo. Sus padres pertenecieron a una generación aún más ligada a América y a su progreso democrático. En 1867 había tenido allí una larga estancia sobre la que escribe Russell: "Los jóvenes que quieran transformar el mundo deberían ver América como algo imprescindible". Pero añade: "No podrán prever que los hombres y mujeres que aplauden el ardor democrático y admiran la oposición triunfante a la esclavitud, sean los abuelos y abuelas de quienes van a asesinar a Sacco y a Vanzetti". Russell se rinde varias veces a América y vive allí durante años esencialmente para ganar dinero. Escribe en 1913: "Estoy terriblemente escaso de dinero y cuento con América para restablecer mis finanzas". Un refrán recurrente. Pero es siempre muy crítico con los americanos y anota en su primera visita (1896) que son "increíblemente perezosos para todo excepto para los negocios". Pero sus opiniones acerca del impacto de América sobre el mundo oscilaban salvajemente. Durante la Primera Guerra Mundial, considera a los Americanos ahorradores.

 Después, decepcionado, se torna muy antiamericano en los años 1920 y afirma que el socialismo (que aprobaba) sería imposible en Europa "en tanto que América no se convertiría al socialismo o, al menos, no aceptaría permanecer neutral". Consideraba a América responsable de "la lenta destrucción de la civilización china", llama a una "revuelta a escala mundial" contra "el imperialismo capitalista" americano y afirma que si "los Americanos no renuncian a su fe en el capitalismo, la civilización colapsaría completamente".

 Veinte años más tarde apoya la política militar de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso después, pero ese apoyo está acompañado por un disgusto creciente de su política. A fines de los años 1950, estando de viaje, escribe a Crawshsy-Williams: América es bestial. Los Republicanos son tan peligrosos como estúpidos, ¡que ya es decir! He dicho en todas partes que encontraba interesante estudiar el ambiente de un Estado Policial... Pienso que la tercera guerra mundial comenzará el próximo mes de mayo". Apostó con Malcom Muggeridge que Joseph Carty sería elegido presidente (pero debió pagar la apuesta cuando el senador muere).

Russell, asistido por su secretario, Schoenman, fue presa fácil de ideas completamente extravagantes. Medio siglo antes, había deplorado que los Aliados se sirviesen de relatos sobre atrocidades cometidas por los Alemanes en Bélgica para atizar el ardor guerrero de los combatientes. Él no se tomó la molestia de buscar la demostración en su libro La Justicia en tiempos de guerra (1916) pues muchas historias de ese género carecían de fundamento. En los años 1960, Russell usa su prestigio para hacer circular y acreditar relatos sobre la guerra de Vietnam todavía menos plausibles, con la sola idea de atizar el odio contra América.  Esta política alcanza su punto culminante con el "Tribunal de crímenes de guerra" (1966-1967) que organiza. Se desplaza enseguida a Estocolmo para pronunciar un juicio contra América. Para este ejercicio de propaganda recluta intelectuales de renombre tales como Isaac Deutscher, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, el escritor yugoeslavo Vladimir Dedijer, un antiguo presidente de Méjico y un laureado poeta de Filipinas. Pero no hace siquiera un simulacro de justicia o imparcialidad. Russell declara que es preciso convocar un tribunal y juzgar a "los criminales de guerra Johnson, Rusk, McNamara, Lodge y sus cómplices".

 Russell, el filósofo, insiste constantemente en utilizar las palabras con sentido, su sentido, preciso. Russell, el consejero de la humanidad, confiesa en su autobiografía "que describe las cosas insoportables de una manera repulsiva para incitar a los demás a que compartan sus desvaríos". ¡Curioso ciego para ser un hombre consagrado por profesión al análisis sin pasión por los problemas! Además, sus esfuerzos por superar su cólera sólo incluían los necesarios para aquello sobre lo que ya estaba convencido. Cuando Russell pretende en 1951 que en América "nadie se arriesgue a propósitos políticos sin asegurarse antes de que un cualquiera le escuche", nadie le creería. Cuando anuncia en 1962, durante la crisis cubana: "Es probable que en una semana estéis todos muertos para complacerse estos locos americanos", se refería al presidente Kennedy. Cuando pretendió que los soldados americanos de Vietnam eran "tan feroces como los nazis", su audiencia se resintió.

 Es preciso decir que toda su vida, Russell nunca era más impresionante al defender una tesis que en sus máximas. Sus "dichos de paso" son también decepcionantes al leer los de Tolstoi: "Un caballero es un hombre cuyo abuelo dispuso de más de 1000 libras anuales". "Ningún gobierno democrático podrá nunca funcionar en África". "Los niños deberían ser enviados a los internados para escapar al amor materno". "Las madres americanas son culpables de incompetencia instintiva. Su fuente de afecto está tarada". "La actitud científica raras veces se aprecia en las mujeres".

Russell pasa los últimos decenios de su vida haciendo declaraciones políticas. Entre las dos guerras se hace célebre por sus opiniones sobre la unión libre, la reforma del divorcio y la escuela mixta. En teoría al menos, defiende los derechos de la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio y declara a las mujeres víctimas de un sistema moral antiguo sin base ética real. Preconiza la libertad sexual y fustiga: "los tabús y los sacrificios humanos que pasan tradicionalmente por una "virtud"". Sus opiniones sobre la vida de la mujer, la vida social, los niños y las relaciones humanas recuerdan a menudo las de Shelley a quien veneraba particularmente y de quien declamaba los versos que mejor explicaban su actitud frente a la vida. Se instala en el País de Gales en la región en la que Shelley intentó fundar una comuna de 1812 á 1813. Su casa, Plas Penryn, fue obra del arquitecto que construyó la de Maddox, amigo de Shelley, en el estuario de Portmadoc.

 Pero, como Shelley, su comportamiento con las mujeres, en la vida, no se conforma siempre a sus principios teóricos. Alys, la primera mujer de Russell, una gentil cuáquera americana, amorosa y generosa, sufrió como Harriet, la esposa de Shelley, a consecuencia de la tendencia de su marido al libertinaje. Russell fue educado de una manera muy estricta y fue mojigato hasta la treintena. En 1900, cuando su hermano Frank, el segundo, deja a su primera esposa, se divorcia en Reno y vuelve a casarse, Russell evita recibir a su segunda esposa en la cena (razón por la que Frank fue acusado de bigamia por la Cámara de los Lord). Pero a medida que envejecía, como Victor Hugo, se iba haciendo más libertino y cada vez estaba menos inclinado a seguir las reglas de la sociedad salvo en lo que le convenía.

Russell, después de seis años casado, deja, de hecho, a Alys el 19 de marzo de 1911, el día que visita a Lady Ottoline Morrell en su casa, en el 44 de Belfored Square, en ausencia de su marido, con quien hace el amor. En su Diario, Russell asegura no haber tenido "relaciones plenas" esa noche con Lady Ottoline. Pero aun así decide "dejar a Alys" y provocar que Lady Ottoline deje a "Philip": "Lo que Morrell pudiera pensar o sentir me era indiferente", escribe. Estaba convencido de que el marido "les mataría a los dos" pero estaba dispuesto "a pagarle ese precio por una noche". Russell comunica inmediatamente la novedad a Alys. "Llena de rabia" le advierte que si se divorcian "ella haría todo lo posible para que saliese a relucir el nombre de Ottoline". Russell respondió: "con firmeza" que si ella cumplía esa amenaza, él se suicidaría para sustraerse a sus maniobras": "Su rabia se me hizo insoportable. Después de haberla dejado desahogarse algunas horas, he dado un curso de filosofía sobre Locke con su sobrina".

 Este relato complaciente de Russell no concuerda con el comportamiento real de Alys. Ella se condujo con mucha más dignidad, moderación y afecto  real que él. Ella acepta ir a vivir con su hermano a fin de que él pudiera vivir su relación con Lady Ottoline (el marido consintió en cerrar los ojos, a condición de que fuese respetado un mínimum de su propiedad). El divorcio no fue decretado hasta mayo de 1920. Alys no deja de amar nunca a Russell. Cuando el Trinity College le suprime su subvención, ella le escribe: "Yo había ahorrado 100 libras para convertirlas en exchequerbonds, pero prefiero dártelas si me lo permites, pues temo que todas estas persecuciones influyan seriamente en tu porvenir". Cuando él ingresa en prisión ella le dice: "Pienso en ti cada día con pesar y sueño contigo casi todas las noches". Russell no se vuelve a reunir con ella hasta 1950.

 Esta separación exige a Russell muchas más mentiras e hipocresía. Para ir a sus encuentros con Lady Ottoline, se corta el mostacho para mejor esconder su identidad. Los amigos de Russell que le oían constantemente hablar de verdad y de transparencia se sorprendieron al descubrir lo que estaba haciendo. Este episodio de su vida fue un periodo de confusión en el plano sexual. Sus referencias a Lady Ottoline apenas fueron satisfactorias si le creemos cuando dice: "Sufro al no haber sabido de una piorrea que me provoca un aliento agresivo, pues lo ignoraba. Y ella no se ha atrevido a decírmelo". Sus relaciones fueron tibias. En 1913 se reúne con "la mujer de un psicoanalista" en los Alpes: "Yo deseaba hacer el amor con ella, pero pensé que antes era preciso explicarme acerca de Ottoline". La mujer fue menos entusiasta cuando le habló de su amante. "Pero he decidido, por una vez, que sus objeciones podían ser ignoradas". Él no volvió a verla jamás.

 Después encuentra a una jovencita en Chicago en 1914, con la que vivió un episodio poco honroso. Helen Dudley y sus tres hermanas eran hijas de un eminente ginecólogo. Russell le trata en una de sus conferencias. Y escribe: "He pasado dos noches bajo la tutela de sus padres, la segunda con ella. Sus tres hermanas han montado guardia para advertirnos en el caso de que los padres se acercasen". Russell se las arregló para que fuese a Inglaterra ese verano, a fin de vivir con él en espera de su divorcio. Después escribe a Lady Ottoline para darle la nueva. Pero entre tanto, habiendo oído decir que Russell se había curado de su mal aliento, Lady Ottoline le propuso reanudar su relación. Cuando Helen Dudley llega a Londres en agosto del 1914, acababa de declararse la guerra. Russell está decidido a intentar oponerse pues no quiere "complicar la situación con un escándalo privado" que podía desacreditar todo lo que él pudiera decir. Anuncia a Helen que su pequeño plan no podía sostenerse. "Yo deseaba relaciones con ella de vez en cuando". "La guerra ha matado mi pasión y le he roto el corazón", reconoce. Para terminar: "Ella fue víctima de una rara enfermedad que primero la paralizó y luego la enloqueció".

 Pero Russell no vaciló en "complicar la situación" tomando como amante a Lady Constance Malleson, más conocida bajo el nombre de Colette O'Neil. Se encontraron en 1916. La primera vez que se declararon su amor "no fueron a la cama". "Tenían demasiadas cosas que decirse". Los dos eran pacifistas. En el curso de "su primera cópula" oyeron un grito bestial en la calle: "He saltado de la cama y he visto caer un Zeppelin en llamas", cuenta Russell. "Yo he pensado en los hombres valientes en el trance de vivir la agonía, que había provocado ese grito de entusiasmo en la calle. El amor de Colette viene de un refugio, no contra la crueldad ineluctable, sino contra la agonía de mi toma de conciencia de lo que son los hombres".

 Russell habla de esta agonía y, años más tarde, es cruel a su vez con Lady Constance, quien debió contentarse con ser compartida por Russell con Lady Ottoline. Las dos mujeres le visitaron por turnos, durante su estancia en prisión. Al decir de Lady Constance, comprensiva, ella prefería quedarse con su marido que reanudar su relación con Russell después de su divorcio. Ella le suministró "la prueba" de que le permitiría obtener un juicio provisional de divorcio en mayo de 1920. Russell caía en brazos amorosos de otra mujer, mucho más joven y bonita, una feminista emancipada llamada Dora Black que se encontraba encinta. Dora rehúsa esposarse con Russell. Ella desaprobaba la institución del matrimonio. Russell, también siempre deseoso de "complicar su situación", insiste, consigue convencerla y la ceremonia tiene lugar seis meses antes de que nazca el bebé. Lady Constance es puesta en evidencia y Dora debe soportar lo que ella llamaba "la vergüenza y la desgracia del matrimonio".

 Russell que por aquel entonces tenía la cincuentena estaba fascinado por el "encanto del hada" de Dora. Adoraba tomar baños de un minuto y correr con los pies desnudos en el rocío. Por su parte, ella le escuchaba, fascinada, decir que un militarista, un día, había garabateado en su casa: "la funesta manía de la paz habita aquí" que él aprobaba como conocedor: "Cada palabra era la correcta".

 sicamente, Russell no complacía a todo el mundo. Su reír, según Eliot, que fue su alumno en Cambridge, parecía el "grito del pájaro carpintero". A George Santayana le parecía más bien el de una hiena. Llevaba siempre sombreros trasnochados que raramente cambiaba (no tenía nunca más de dos a la vez) y collares rígidos como Colidge, su contemporáneo. En la época de su segundo matrimonio, Beatrice Webb anota en su diario que Russell era un "personaje demasiado cínico, malsano, que parecía retirado, viejo prematuro". Pero Dora ama "sus gruesos cabellos grises, bastante bellos... que volaban al viento, su gran nariz puntiaguda y graciosa, su pequeño mentón, su largo labio superior". Ella resalta que "sus largos pies pero pequeños estaban girados hacia el exterior y que parecía, característica por característica, propios de un "sombrerero loco".  Ella quería, deseo fatal, "protegerle de su candor".

 Tuvieron dos niños, John y Kate, y abrieron una escuela progresista en 1927, en Beacon Hill, cerca de Patersfield. Russell había declarado en el New York Times que "grupos de diez familias debiera ser un ideal, "poner a los niños en común" y ocuparse alternativamente para darles al menos dos horas de clase al día, "bien equilibradas" y dejarles correr "en estado salvaje" el resto del tiempo. Él intenta materializar su teoría en Beacon Hill. Pero esta escuela es cara y debe limitarse a escribir artículos para pagar sus facturas. Además, como Tolstoi, se cansa pronto de la rutina y deja a Dora ocuparse de ello. Pero a pesar de sus ideas ultra progresistas, el sentido de la responsabilidad está s desarrollado en Dora que en Russell.

Ellos se peleaban con frecuencia por historias sexuales. Mrs. Webb lo había predicho. Este matrimonio "con una hija de carácter ligero, de una filosofía tan materialista a la que no podía respetar" estaba abocado al fracaso. Russell, como Tolstoi, imponía a su esposa un estilo de vida que ella aceptaba: "Bertie y yo... hemos acordado la libertad de tener aventuras". Él no pone reparos cuando se convierte en secretaria de la filial inglesa de la Liga mundial para la reforma sexual, o que ella asista, en 1926, al Congreso internacional de la sexualidad en Berlin en compañía del pionero de operaciones transexuales, el dr. Magnus Hirschfels, y el asombroso ginecólogo Norman Haire. Pero cuando ella reconoce casi abiertamente su aventura con el periodista Griffin Barry y -a tenor de las lecciones de su marido- tiene dos hijos con su amante como una Lady Whig del siglo XVIII, Russell comienza a ver mal esa facilidad. Años más tarde, él reconoce en su autobiografía que en su segundo matrimonio trató de respetar la libertad de su mujer, una actitud ordenada por sus convicciones: "He descubierto que mi capacidad de perdón y lo que podría llamarse amor cristiano no estaban a la altura de mis demandas". Y añade: "No importa que hubiera podido decírmelo antes, yo estaba ciego por la teoría".

 Russell omite mencionar ciertas actividades por su parte, contrarias a su actitud de transparencia, que fueron a menudo furtivas. El hecho es significativo. Cada vez que los intelectuales intentan observar una completa franqueza en su vida sexual, acaban siempre experimentando una culpabilidad secreta de una fuerza inhabitual incluso en los adulterios normales. Dora refiere más tarde que recibió una llamada de urgencia en la casa de campo de Cornualles de su cocinera trastornada, impidiéndole que se acercase a sus dos hijos porque "ella se acostaba con el amante".  La desgraciada cocinera fue despedida. Dora descubre también varios años más tarde que en su ausencia Russell y su amante anterior, Lady Constance, tenían encuentros galantes. A su regreso, con su recién nacido, Dora tiene una sorpresa desagradable: "Bertie me produce un schock al decirme que había hecho una transferencia de afecto a Peter Spence". Margery ("Peter") Spence era una estudiante de Oxford que se ocupaba de los niños durante las vacaciones. En 1932 los Russell ensayaron pasar una quincena en Francia, en el Sudoeste, cada uno con su amante. "No podía creer que Berti pudiese hacer algo parecido", escribe Dora, bajo schock, y añade que era "inevitable", que "un tal hombre" no puede más que "herir a mucha gente en su camino, pero que su "trágico defecto" era que él "experimentaba el poder lamentarlo". "Él ama a la multitud y sufre de sus sufrimientos, pero permanece a distancia el aristócrata al que falta los puntos en común con  ella".

 Dora descubre también su lado cruel. Cuando él se separa de una mujer para unirse a otra, Russell está lejos de ser "cándido". Como todos los hombres de su clase y su fortuna, encarga a un grupo de abogados muy poderosos que se ocupasen de sus negocios, a los que daba carta blanca y hacen lo que él quería. El divorcio, complicado y penoso en extremo, dura tres años pues la pareja había firmado al principio del procedimiento un acta en cuya virtud el adulterio era reconocido por ambas partes y establecía que en caso de litigio ninguno de los dos podría invocar los casos anteriores a la fecha de 31 de diciembre de 1932. Lo que hacía del proceso algo delicado, embrollado, y a los abogados de Russell s agresivos. Cada uno reclama la custodia de los hijos y al fin Russell consigue ponerles bajo tutela judicial, como la pobre descendencia de Shelley. Para conseguirlo, los abogados aportan el testimonio de un chófer despedido de la escuela por Dora que había sido empleado de Russell. Él declara que Dora estaba a menudo ebria, que había visto botellas de whisky escondidas en su habitación y que se había acostado con un padre de sexo masculino y un visitante. "Russell tampoco sale indemne. El presidente de la Corte de divorcios, para terminar, invoca la ley de 1935, resalta que el adulterio de la esposa estaba precedido de al menos dos infidelidades del marido, culpable además de numerosos adulterios en circunstancias generalmente consideradas agravantes... e infidelidad con personas del servicio del hogar o contratadas para trabajar en el negocio de los dos".

 Es imposible no sentir simpatía por Dora al leer informes sobre este largo y doloroso combate. Por un lado y por el otro, ella fue fiel a sus principios, contrariamente a Russellque los traicionó cuando eran embarazosos y tuvo que recurrir a la fuerza bruta de la ley. Dora, que no había querido nunca este matrimonio, escribe:  "Debí esperar hasta el mes de marzo de 1935 para liberarme de mi matrimonio oficial. Ya tenía una buena treintena de años. El divorcio malogró tres años de mi vida y me hizo vivir dramas de los que no estoy completamente repuesta".

 El matrimonio de Russell con Peter Spence, su tercera esposa, dura una quincena de años. Anota, lacónico: "En 1949, cuando mi mujer decida que se ha cansado de mí, nuestro matrimonio dará fin". Bajo esta reseña tramposa se esconde una larga historia de pequeños adulterios. Russell, sin ser positivamente un donjuan, no tuvo ningún escrúpulo en seducir a las mujeres que se cruzasen en su camino. Se convirtió en un experto de las rusas que tenía que conocer para practicar el adulterio en una época en que no estaba todavía permitido. Escribe a Lady Ottoline: "El mejor plan será que vayas a la estación, que permanezcas en la sala de espera de las primeras que dan al andén, después vienes conmigo en taxi hasta el hotel y tú entras conmigo. Este plan comporta menos riesgos que el otro y no despertará la atención de la dirección del hotel". Treinta años más tarde, aconseja a Sidney Hook, que no le pregunte nada: "Hook, si os llega una joven al hotel y al recepcionista le parece sospechoso, es preciso que la joven diga en voz alta, cuando diga el precio de la habitación: "¡Es demasiado cara!" Será seguro que es vuestra esposa". Generalmente Russell actuaba sobre la marcha. En 1915, da hospedaje sin un centavo a su antiguo alumno T.S. Eliot, y a su mujer Vivien en su apartamento londinense de Bury Street. El poeta describe a Russell con los trazos de M. Apollinax, un "feto irresponsable""escuchando batir sus zapatos de centauro sobre el césped". Su "conversación apasionada devora la tarde". Pero Eliot, un alma confiada, deja a menudo a su esposa sola con este centauro y sus apasionadas conversaciones. Russell hizo a sus amantes relatos contradictorios de lo que estaba pasando. A Lady Ottoline le decía que su flirt con Vivien era platónico. A Lady Constance le confiesa haber hecho el amor con ella, pero que había sido una experiencia "infernal, repugnante". Es probable que la verdad no tuviese nada que ver con lo que contaba a las dos y que la conducta de Russell contribuyese a la inestabilidad mental de Vivien Eliot.

 Las víctimas de Russell fueron a menudo criaturas humildes, prostitutas, gobernantas y todas las jóvenes y bonitas mujeres de los alrededores de la casa. En el retrato que hizo de Russell, el profesor Hook afirma que esta costumbre fue la causa esencial del fracaso de su tercer matrimonio. Hook dijo saber "de buena fuente" que a despecho de su avanzada edad "continuaba corriendo detrás de todo lo que llevaba enaguas, incluso sirvientes, no a espaldas de Peter, sino ante sus ojos y a los de sus invitados". Peter le abandonó. Después vuelve. Pero Russell rehúsa conducirse como marido fiel. Peter termina sintiéndose humillada. Se divorcian en 1952. Russell tenía 80 años. Se casa con una enseñante de Bryn Mawr, Edith Finch, que conocía desde hacía muchos años y se ocupó de él hasta el final de su vida.

 En teoría Russell sostiene el movimiento de emancipación de la mujer del siglo XX. Pero tenía la tendencia a considerar a la mujer como un apéndice del hombre... "A despecho de su campaña por el sufragio de la mujer, Bertie no creía verdaderamente en la igualdad entre hombres y mujeres", escribe Dora. "...Él cree que el intelecto masculino es superior al de la mujer. Me dijo un día que por regla general era preciso tener en cuenta ambos niveles". Russell, en el fondo de su corazón, parecía pensar que era necesario pensar que la función esencial de las mujeres era hacer niños a sus maridos. Tuvo dos hijos y una hija e intenta a veces consagrarse a ellos. Pero como Shelley, su héroe, ese propósito incluye ferocidad, la posesión esporádica y a menudo la indiferencia. "Estaba completamente absorbido por su rôle en los medios políticos y muy lejos de comprender los problemas de los niños", se queja Dora. Él confiesa haber sido un padre "defectuoso". Como otros  intelectuales célebres tenía la tendencia de tener un séquito -comprendidos sus mujeres y sus hijos- al servicio de sus ideas. Dicho de otro modo, de su ego. Russell se comporta a menudo con dignidad, como hombre de corazón civilizado, capaz de gestos desinteresados y de una gran generosidad. Él no manifiesta el inquebrantable egocentrismo de Marx, de Tolstoi y de Ibsen, a desecho de algunas tentaciones, sobre todo en su relación con las mujeres.

 Explota a las mujeres, como lo demuestra el caso interesante de Ralph Schoenman. Schoenman, filósofo americano diplomado de Princeton y de la Escuela de ciencias económicas de Londres, formaba parte del Comité de desarme en 1958. Dos años más tarde, a la edad de veinticuatro años, escribe a Russell a propósito de un proyecto de su cosecha. Quería organizar un movimiento de desobediencia civil de izquierdas. El viejo hombre, intrigado, invita a Schoenman a que le haga una visita y le encuentra delicioso. Las ideas extremistas de Schoenman se correspondían exactamente con las suyas. Su relación fue de la índole de la que tuvo Tolstoi con Chertkov. Schoenman se convirtió en secretario de de Russell, su organizador y el primer ministro de lo que, a partir de 1960, fue corte del rey-profeta. En realidad, hubo dos cursos. La una en Londres, en el corazón de las actividades públicas de Russell. La otra, en su casa de Plas Penfhyn, en Portmeirion, al norte del País de Gales. Portmeirion, una ciudad italiana de fantasía, fue construida por el rico arquitecto de izquierdas Clough Williams-Ellis, propietario de la mayor parte de las tierras de alrededores. Su esposa, Amabel, la hermana de John Strachey, ardiente admiradora de Stalin, había emprendido una obra de propaganda sobre la construcción del canal del mar Blanco (un trabajo de esclavos como ahora sabía), que fue uno de los documentos más asquerosos de los sombríos años 1930. Progresistas con fortuna, tales como Crawshay-Williams, Arthur Koestler, Humphrey Slater, Blackett, un sabio al servicio de la Armada (futuro Lord) y M. M. Postan (historiador y economista) se instalaron en esta bella península para disfrutar de la vida y planificar la futura era del socialismo. Russell fue su monarca. La inteligencia de la burguesía local vino a engrosar su curso, seguida de un ejército de peregrinos, venidos de todas las partes del mundo buscando la sabiduría y la comprensión, como sus predecesores esperaban encontrar en Iasnaïa Poliana, de Tolstoi.

 Por regla general, Russell aprovechaba las incursiones a Londres para pronunciar discursos, manifestarse, detener y acosar al establishment. Pero prefería vivir en el País de Gales y Schoenmann le fue muy útil por este motivo. No le pagaba. Schoenmann le era muy fiel y este lugarteniente fanático se ocupaba de sus negocios en Londres. Schoenmann jugaba a ser el gran visir del sultán Russell. Su reino duró seis años. Estaba con Russell cuando fue arrestado en setiembre de 1961 y enviado a prisión. Cuando fue liberado en noviembre, el ministerio del Interior se preparaba para expulsar a este extranjero indeseable. Célebres progresistas firmaron entonces una petición para que le hiciese posible escapar del exilio. No tardaron en lamentar su intervención, pues desde que Schoenmann reapareció, se apodera del espíritu de Russell, como Chertkov sobre el de Tolstoi. Los viejos amigos de Russell habían tirado a menudo demasiado del hilo. Schoenmann respondía a sus llamadas y transmitía los mensajes. Se le supuso ser el autor de numerosas cartas que Russell escribió al Times, de declaraciones enviadas en su nombre a agencias de prensa, de comentarios sobre los acontecimientos mundiales. Schoenmann fomentaba esas suposiciones y proclamaba: "Todas las iniciativas mayores firmadas por Russell en acto o en pensamiento fueron obra mía desde 1960".  Escribe a este propósito: "El viejo hombre ha sido suplantado por un joven y siniestro revolucionario". "Casi es una verdad", pretendía.

 Schoenmann ciertamente tuvo mucho que ver con el Comité de los Cien, el Tribunal de los crímenes en Vietnam y la creación de la Fundación Russell de la Paz. A lo largo de los años 1950 la base londinense se convirtió en una especie de pequeño Quai d'Orsay subversivo, de donde salieron innumerables cartas y telegramas dirigidos a los Primeros ministros o jefes de Estado -a Mao Tsé-toung y Chou En-lai en Chine, a Kroutchev en Rusia, a Nasser en Egipto, a Sukarno en Indonesia, a Hela Selassie en Etiopia, a Makarios en Chipre, etc. Las misivas se fueron alargando y haciéndose cada vez más frecuentes, más feroces, pero pocas valieron la pena ser respondidas.

 Los viejos amigos de Russell, que habían perdido todo contacto con él, presumían que Schoenmann era el autor de todos esos comunicados. Él escribía sin duda mucho. Eso no era una novedad. Russell era muy capaz, cuando un asunto no le interesaba, de permitir escribir un artículo en su nombre y firmado por él. En 1941, Sidney Hook se quejaba de un artículo publicado en Glamour, intitulado: "Qué hacer cuando se cae enamorada de un hombre casado, por Bertrand Russell". Russell reconoció que él había obtenido 50 dólares, pero era su mujer quien lo había escrito. Estaba pues contento de haberlo firmado.

Nada prueba pues que el celo de Schoenman hubiese traicionado las opiniones de Russell, tan violentas como las de su secretario. Pero los archivos muestran que Schoenman corrigió por su propia mano ciertas frases de los textos de Russell. Pero pudo hacerlo bajo su dictado (este fue probablemente el caso de los misiles cubanos). Si muchas de las declaraciones firmadas por Russell parecerían pueriles hoy día, es preciso recordar que los años 1960 fueron un decenio pueril que Russell encarnaba bien. Organizó una ceremonia especial para lagrimear en público su carta del partido laborista. Cuando, en una recepción, Harold Wilson, entonces Primer ministro se dirigió a él con la mano tendida llamándole "Lord Russell", el viejo conde guardó las suyas obstinadamente en sus bolsillos. Pero como subraya a este propósito Ronald Clarke, su biógrafo, contrariamente a lo que algunos pensaban entonces, Russell jamás fue senil. Permitió a Schoenman mantener las riendas pero la última primavera evitó su mando.

 Cuando estima que Schoenman había terminado su tiempo, le trató bastante brutalmente. El extremismo de su secretario no le perturbaba, pero ya no le gustaba como vedette. Schoenman había hecho algunos viajes al extranjero en calidad de "representante titular del conde Russell" que tantos problemas le había provocado. En China, había exasperado a Chou En-lai al exhortar al pueblo a desobedecer a su gobierno, y Chou hubo de quejarse a Russell. En julio de 1965, en el Congreso mundial de la paz de Helsinki, la torpe conducta de Schoenman fue muy reseñable y Russell recibió un telegrama indignado de los organizadores: "Discurso escandaloso de vuestro representante". Violentamente rechazado por los asistentes. Enorme provocación en el Congreso de la paz. Fundación desacreditada. Es esencial vuestra no solidaridad con las declaraciones de Schoenman. Saludos amigables". Después tuvo querellas públicas o entre bastidores a propósito del Tribunal de crímenes de guerra, en 1966-1967. En 1969, Russell, entonces de 87 años, decidió prescindir de los servicios de Schoenman. El 9 de julio, tachó su nombre de su testamento del que había sido albacea y rompió toda relación con él a mediados de julio. Dos meses más tarde, suprimió también su nombre de la dirección de la Fundación Bertrand Russell. En noviembre, dicta a Edith, su cuarta esposa, un informe de 7.000 palabras sobre su relación con Schoenman. Russell puso sus iniciales sobre cada hoja dactilografiada por Edith. Una dactilo tapaba una carta firmada por él. La carta, en tono arrogante, condescendiente, terminaba con estas palabras: "Ralph debe estar bien instalado en su megalomanía. En verdad, yo nunca le consideré tan en serio como él creía. Los primeros años, yo le estimaba. Pero nunca le consideré como hombre de peso y nunca le di importancia como individuo". Schoenman fue, pues, tratado como las mujeres de Russell cuando no le interesaban.

 Schoeneman era muy hábil en recaudar fondos de una manera que Russell hubiese juzgado repugnante si lo hubiese sabido. Es una de las razones por las que le soporta largo tiempo. Russell amaba el dinero, para tenerlo, para dispensarlo, para  practicar la largueza y para darlo también. Durante la Primera Guerra mundial, no quiso conservar 3000 libras en acciones que había heredado de una factoría que fabricaba armas de guerra y se las confió a Elliot que entonces era un indigente. Años más tarde recuerda: "Cuando terminó la guerra y él (Eliot) tuvo más dinero le pedí que me las devolviera". Russell, que a menudo hacía regalos suntuosos, sobre todo a las mujeres, era capaz también de mezquindad y de avaricia. Según Hook, sus principales defectos eran la vanidad y la concupiscencia. Asegura que en los Estados Unidos escribía a menudo artículos mediocres, introducciones y libros que pensaba poco, por pequeñas sumas. Para justificarse Russell al principio se hizo responsable de la escuela que le costaba 2000 libras al año, luego pasó la responsabilidad a sus mujeres. Cuenta que la tercera era extravagante. Después del divorcio afirma que anotó 10.000 de las 11.000 libras de su premio Nobel concedido en 1950. Debía, pues, ganar mucho dinero y vigilar sus cuentas para pagar dos pensiones alimenticias. Pero le gustaba también ganar, lo que explica su atento control en su libro de notas de bolsillo. Crasa-Williams anota en su diario: "Quiere que nos esforcemos en fomentar que él gana ahora". Aprecia particularmente la recompensa danesa de 5000 libras, exenta de impuestos, que le reportó el premio Xining en 1960. "¡Nada de impuestos! Ganancias puras". Dice a Crawshay que gastaría ese dinero en dos días en Dinamarca: "Iremos a recoger el dinero y nos volveremos inmediatamente".

 Schoenman fue un excelente ministro de Finanzas. Deslizó en sus cartas: "Si encontráis valioso el trabajo de Russell, quizá podáis ayudar con vuestra participación financiera... Esta nota está inserta por su secretaria sin saberlo Russell (el precio fue reducido más tarde a 2 libras). Hizo pagar 150 libras a jornaleros por tener el privilegio de entrevistar a Russell, que estuvo ciertamente al corriente de sus exacciones puesto que recibía una cantidad de cartas de protesta a propósito del crimen organizado que usaba Schoenman para recaudar fondos. Pero le permitía continuar y parece haber dado sus bendiciones a los dos grandes conjuntos de Schoenman. Descuidando la advertencia del editor tradicional de Russell, Sir Stanley Unwin, Schoenman subastó los derechos americanos de la autobiografía de Russell -una operación comercial prácticamente desconocida en la época- y la puja en la subasta comenzó por la enorme suma de 200.000 dólares. Sacó asimismo provecho de los vastos archivos personales que Russell, como Brecht, enriqueció sin cesar. Russell, como Churchill, su contemporáneo, fue uno de los primeros en atisbar el valor comercial de las cartas de celebridades y guardó todas las recibidas (y copia de las mismas). En los años 1960, estos archivos, "los más importantes de esta naturaleza en Gran Bretaña", comprendían 250.000 documentos. Schoenman, maestro de la publicidad, hizo trasladar estos archivos a Londres en dos vehículos blindados y los cedió a la universidad McMaster de Hamilton, en Ontario, a cambio de 250.000 dólares.  Schoenman fue el maestro de obras de la Fundación por la paz para la que obtuvo un estatuto reservado a las obras de caridad exentas de impuestos. "Más bien contra mi voluntad, anota complaciente Russell, mis colegas han querido que la Fundación lleve mi nombre". En el curso de los últimos años de su vida, Russell pudo pues dedicar sumas considerables a todas sus causas favoritas, fuesen razonables o locas, disfrutar de pingües ingresos y pagar también los menos impuestos posibles. Schoenman creó esta ingeniosa organización y después fue abandonada sin ceremonial. Cuando se preguntaba a Russell por qué dos hombres ricos y socialistas como él y su amigo Clough Williams-Ellis no hicieron donación alguna de su mucho dinero, él respondió: "Me temo que usted está en un error. Clough Williams-Ellis y yo somos socialistas. Pero no pretendemos ser cristianos".

 Esta facilidad para escoger lo mejor del mundo progresista y los privilegios del otro es un tema recurrente en la vida de numerosos intelectuales y en la de Russell en particular. Jamás rehusó a las ventajas conferidas por su nacimiento, su renombre, sus relaciones y su título. En 1918, cuando el magistrado de Bow Street le condena a la pena de seis meses de prisión de segunda clase (trabajos forzados), tras la apelación, en primera clase, el presidente declara: "Sería una gran pérdida para nuestro país si Mr. Russell, hombre de gran distinción, estuviese confinado hasta el punto de que sus capacidades no pudiesen desarrollarse plenamente". El relato de Russell en su autobiografía sugiere que esta clemencia fue debida a la intervención desinteresada del mismo ministro de Asuntos exteriores: "Gracias a Arthur Balfour, en mi puesto de primera división. Yo pude pues leer y escribir en prisión cuanto deseaba a condición de que no fuese propaganda pacifista. Por varios lados, encontré la prisión casi agradable". Mientras que estuvo en Brixton, escribió su Introducción a la filosofía matemática y comenzó su Análisis del espíritu. Pudo procurarse y leer los libros más recientes como el best-sellar subversivo de Lytton Strachey, Eminent Victorians, que le hizo reír tan fuerte que "el guardián vino a mi celda a recordarme que la prisión era un lugar de castigo". Sus camaradas pacifistas sin relaciones, como D. Morel, fueron tratados con mucha más dureza. Russell beneficiado por pequeños privilegios: Schoenman se las arregló para que pudiese procurarse novelas policiacas en la biblioteca. Él no protestó más que (¿pero que le había hecho?) cuando, después de la guerra, en periodo de restricciones, una célebre destilería le envió una caja de botellas de whisky al mes, marcadas con el nombre "conde Russell". A él le resultaba difícil olvidar sus orígenes sociales. Para describir a su primera esposa decía que ella era "lo que mi abuela llamado una Lady". Gustaba de llamar matón a quienes pertenecían a lo que él llamaba "clase media", como los arquitectos. Cuando se le cansaba mucho,  llamaba a la policía, que le desembarazaba un día de una actriz y de su agente que, siguiendo su ejemplo, hacían una "escena" en el salón de su apartamento de Londres.

Russell esperaba con impaciencia la Orden del Mérito y encontraba escandaloso que los hombres a los que consideraba inferiores como Eddington y Whitrhead la hubieran obtenido antes que él. Pero se sintió muy honrado cuando George VI terminó otorgándosela. La izquierda pensaba que no la tenía y que de ello se hizo un mito. Pero contrariamente a su tercera mujer que la acogió con sumo placer, él se sirvió de ella de una manera pragmática y sacar provecho de la Orden.

 Cuando los soviéticos invadieron Checoslovaquia, Russell se dejó convencer y firmó una carta de protesta con otro gran número de escritores. Se me confía la tarea de negociar su lanzamiento en el Times, con las firmas por orden alfabético. El título debía ser "De parte de los amigos de Kingsley y otros". Yo opinaba, y el redactor literario del diario estuvo de acuerdo conmigo, que la protesta tendría más efecto en el mundo comunista si se titulaba "De parte del conde Russell y otros".  Y así fue. Pero Russell acusa esta pequeña traición y entra en cólera. Telefonea para protestar y me hace ir a la imprenta donde ya había puesto el New Stateman en la prensa. Me reprocha haber hecho creer que él era el instigador de la carta. Yo lo negué y le aseguré que había tratado de dar el máximo impacto a la información. "Después de todo, le dije, si usted está de acuerdo en firmar esta carta, no debiera lamentar que vuestro nombre figure en primer lugar. No es lógico".

"La lógica, ¡qué broma!", me respondió Russell en un tono acerbo colgando brutalmente el teléfono.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9.

JEAN-PAUL SARTRE, "UNA PEQUEÑA PELOTA DE PELO Y TINTA"

 

Como Bertrand Russell, Sartre era filósofo y como él se dirigía al gran público. Hay sin embargo entre ellos una diferencia importante. Russell veía en la filosofía una ciencia hierática a la que el pueblo era incapaz de acceder. En este sentido, cualquiera como él podía destilar, en pequeñas cantidades, un poco de sabiduría, distribuirla, bajos formas diluidas en libros de divulgación, de artículos y de emisiones radiofónicas.

 Sartre, en cambio, trabajando en un país donde la filosofía es enseñada en el liceo y es objeto de justas oratorias en los cafés, creía poder, por sus piezas y sus novelas, asegurarse un apoyo popular de su sistema. Aparece en el momento esperado; está claro que ningún filósofo de este siglo causó tanto impacto, sobre todo entre los jóvenes, pero también en el mundo entero. El existencialismo fue, al final de los años 1940 y principios del decenio siguiente, una filosofía de lo más popular. Las piezas de Sartre tuvieron un gran éxito; sus libros obtuvieron tiradas enormes, y algunas alcanzaron, en Francia, más de dos millones de ejemplares. Él proponía una forma de vivir, y presidía los destinos de una Iglesia secular aunque fuese un tanto nebulosa. Sin embargo, en definitiva, ¿qué s daba?

 

 Como un número de intelectuales conocidos, Sartre era un perfecto egoísta. Lo que por otra parte no es sorprendente, vista su infancia: él fue un ejemplo clásico de hijo único demasiado mimado. Sus padres pertenecían a la franja superior de la burguesía media. Su madre, alsaciana, venía de una familia acomodada, los Schweitzer; su padre era oficial de Marina. Según todos los testimonios, tenía algo de insignificante, y frecuentemente era tratado con dureza por su padre. Un hombre inteligente, politécnico, que se dejaba abundantes mostachos para compensar su pequeña talla (1,56 metros). Murió cuando Sartre apenas tenía 15 meses. De él hablaba de "una foto en la habitación de mi madre". Anne-Marie se volvió a casar con un industrial llamado Joseph Mancy, director de la fábrica Dalaunay-Belleville de La Rochelle. Sartre, nacido el 21 de junio de 1905, hereda la talla (1,57 metros), libros y capacidades intelectuales de su padre. En Las Palabras, él se toma mucha molestia por el cazador de su existencia. "Vivió para tumbarse sobre mí y me aplastó. Por suerte ha muerto joven". "Nadie en mi familia -añade- ha sentido curiosidad por él". Tratándose de libros, "tenía mediocres lecturas, como todos sus contemporáneos... Los he vendido, el difunto me importaba bien poco".

 El abuelo, si no trataba bien a sus hijos, amaba al joven Sartre con locura, y dejaba a su disposición su vasta biblioteca.  Su madre, "una somalí suave" hizo del pequeño Jean-Paul su bien más precioso. Le hizo conservar su ropa y sus cabellos largos. Lo mismo que el joven Hemingway, hasta que el abuelo decretó la masacre de sus bucles cuando iba a cumplir los ocho años. Sartre veía en su infancia un "paraíso"; su madre era "esa virgen en residencia vigilada, sumisa a todos". "Yo veía que ella estaba para servirme... Mi madre era para mí, nadie podía contestar la tranquila  posesión; yo ignoraba la violencia y el odio, y se me ahorró el duro aprendizaje de los celos". No era cuestión de rebelarse, puesto que "jamás el capricho de otro estaba incluido en mi ley". Una vez, a la edad de cuatro años, debió poner sal en la confitura: nada de crímenes, nada de castigos. Su madre le llamaba Poulou. Le decía que era bello, "y yo lo creía". Tenía "palabras de niño", "las retenía y me las repetía". A decir verdad, su relato recuerda a Rousseau: "El bien nace de las profundidades de mi corazón, y la verdad en la joven oscuridad de mi entendimiento". "Yo no tenía derechos, pues el amor me complacía: no tengo otros deberes que el de dar amor". "El abuelo creía en el Progreso, y yo también; el Progreso, ese camino arduo, llegaba hasta mí". Él se describe como "un bien cultural... La cultura me impregnaba, y yo se la ofrecía a mi familia por radiación". Cuenta que cuando pidió permiso para leer Madame Bovary  (en aquella época considerada impactante), su madre le preguntó: "Si mi pequeño lee este género de libros a su edad, ¿qué hará cuando sea mayor?". Y Sartre le respondió: "¡Yo lo viviré!". Esta réplica plena de espíritu se repetía en el seno del círculo familiar, e incluso más allá.

 Teniendo Sartre poco aprecio por la verdad, es difícil fiarse de los relatos que hace de sus jóvenes años. Leyendo Las Palabras, su madre se escandalizó: "Poulou no comprende nada de su infancia", dijo, impresionada por sus comentarios crueles acerca de los miembros de la familia. Sin duda Sartre fue un niño fallido.  A la edad de cuatro años, sin embargo, sobrevino la catástrofe: tras una gripe, una tara le apareció en el ojo derecho del que ya no pudo servirse nunca. Su vista siempre le metía en problemas; necesitaba llevar gafas y, pasada la sesentena, fue quedándose progresivamente ciego. Cuando Sartre iba a la escuela, descubre que su madre le había mentido, y que él era feo. De pequeño estaba bien constituido. Amplio de pecho y de espalda. Pero un ojo le hacía grotesco. Responde con humor y desprecio, convirtiéndose  en ese personaje ambiguo: el bufón. Más tarde busca la compañía de mujeres para, como él mismo dice, "descargar el fardo de mi fealdad".

 Sartre recibe una de las mejores educaciones accesibles para un hombre de su generación: un buen liceo en La Rochele, dos años de internado en  el liceo Henri-VI, uno de los mejores de Francia. Después, la escuela normal superior. Tenía condiscípulos de peso: Paul Nizan, Raymond Aron, Simone de Beauvoir. Se aficiona al boxeo y a la lucha, toca bien el piano forte, canta con una voz potente y escribe sketchs satíricos para la revista de fin de año de la Escuela. Escribe poemas, piezas de teatro, novelas, canciones, romances, ensayos filosóficos. Era, de nuevo, un bufón, pero pertrechado de recursos variados. Adquirió la costumbre, que debía conservar, de leer trescientos libros al año. La gama era variada: las novelas americanas se encontraban entre sus favoritos. Su primer amante fue Simone Jollivet: una bella rubia que tenía una buena cabeza más grande que la suya. Sartre prefería, como su padre, las mujeres de talla grande. Su primera cópula fue fallida, pero al año siguiente llegó en segunda posición Simone de Beauvoir, una joven tres años menor que él. Estamos en junio de 1929. Como numerosos jóvenes bien dotados, Sartre se convierte en profesor.

 Los años 1930 fueron para él un decenio perdido. La gloria literaria que buscaba, que deseaba apasionadamente, le huía. Pasa una buena parte de este periodo en Havre, la perfecta encarnación de la somnolencia provinciana. Hace viajes a Berlín donde, por  sugerencia  de Raymond Aron, estudia a Husserl, Heidegger y la fenomenología, que era entonces la corriente filosófica más novedosa. Pero, por esencial, esa fue para él la curvatura de la enseñanza. Detestaba la burguesía y era muy consciente de la lucha de clases, pero no era marxista. En efecto, nunca leyó a Marx, salvo algunos extractos. Era rebelde, cierto, pero sin causa. Fuese lo que pudiese decir, los hechos permiten pensar que antes de la guerra no tenía opiniones bien definidas. No se inscribe en ningún partido.  La subida de Hitler le deja indiferente, como la guerra civil española. Una foto le muestra vestido de manera ridícula en una ceremonia de recogida de premios, con una toga negra con puñetas y un "épitoge" amarillo bordeado de armiño, todo demasiado grande para él.

 Normalmente llevaba una chaqueta de sport y una camisa de cuello abierto, y rehusaba la corbata; más tarde es cuando adopta el uniforme de intelectual, -pull-over con el cuello vuelto acompañado de una extraña chaqueta con ribetes de cuero. Bebía mucho. El año siguiente, siempre con ocasión de la distribución de los premios, fue el héroe de una escena grotesca: ebrio, con propósitos incoherentes, no pudo pronunciar su discurso, y debió ser retirado del estrado. Él se identificaba, como hizo toda su vida, con la juventud, sobre todo estudiante, y dejaba a sus alumnos que hiciesen lo que quisieran. Su mensaje era que el individuo es enteramente responsable de sí mismo, y que debe criticarlo todo y a todo el mundo. Podían quitarse la chaqueta, fumar en clase, sin la obligación de tomar notas ni de hacer deberes. Sartre no impuso nunca castigos, ni denunciaba los ausentes, ni señalaba jamás a nadie. Escribía mucho; pero sus primeros ensayos novelescos no encontraban editor. Tuvo la tristeza de ver a Aron y a Nizan publicar antes que él, lo que les permitió alcanzar cierta notoriedad. En 1936, en fin, hizo aparecer su primer artículo sobre los autores que había estudiado en Alemania. No tuvo mucho eco; pero Sartre comenzó a darse cuenta de lo que debía hacer.

 Su obra se caracteriza ante todo por la proyección, de la novela, del teatro, de un activismo filosófico. Ya estaba claro en su espíritu a finales de los años 1930. Afirmaba que todos los novelistas del momento -pensaba en Dos Passos, Virginia Woolf, Faulkner, Joyce, Aldous Huxley, Gide y Thomas Mann- representaban viejas ideas procedentes de Descartes o de Hume. Él sería mucho más interesante, escribe a Jean Paulhan, "novelista delos tiempos de Heidegger, y es lo que intentaré por mi parte". El problema era que se acercaba a la época en la que se iba a separar ficción y filosofía; no presta atención más que a lo que los enlaza estrechamente, y se impone al público por medio del teatro. Pero una suerte de novela filosófica emergía poco a poco. Quiso intitularla Melancolía. Su editor prefirió La Náusea, un título infinitamente más sugestivo, y la publicó en 1938. Al principio, todavía hubo pocas reacciones.

 Es la guerra que hizo Sartre. Para Francia, fue un desastre; para algunos de sus amigos, como Nizan, fue la muerte. Ella valoraba en otros, los peligros y el honor. Pero Sartre tuvo una buena guerra. Fue movilizado a la sección meteorológica; lanzaba globos llenos de aire caliente para saberse de dónde soplaba el viento.  Sus camaradas se reían de él; su brigadier, profesor de matemáticas en la vida civil, anota que desde el principio "nosotros tuvimos la impresión de que él no podía ser de ninguna utilidad en el plano militar".  Sartre fue conocido por no tomar jamás un baño, su suciedad es legendaria. Escribía. Cada día redactaba cinco páginas de una novela que se convertiría en Los Caminos de la libertad, cuatro páginas de su diario de guerra, innumerables cartas, todas destinadas a mujeres. Cuando atacaron los alemanes, su cabeza colapsó, y Sartre fue hecho prisionero (el 21 de junio de 1940). En el campo de prisioneros, cerca de Trèveris, donde él se encuentra, sus guardianes despertaron a la política: menospreciaban a los prisioneros, sobre todo a los sucios, y les maltrataban. Como en la escuela, sobrevivió haciendo el bufón, escribiendo textos para espectáculos en el campo. Continúa trabajando duro en sus piezas y novelas, hasta su liberación en marzo de 1841, después de haber sido declarado: "afectado de ceguera parcial".

Sartre entra en París. Es nombrado profesor de filosofía del liceo Condorcet cuya mayoría del equipo había estado en el exilio, en la clandestinidad o en campos de concentración. A despecho de sus métodos, o quizá a causa de ellos, los inspectores juzgaron su enseñanza "excelente". El París de la guerra le pareció embriagador. Escribe: "¿Se me comprenderá si digo que a la vez que el horror nos resultaba insoportable nos acomodamos muy bien?... Nunca nos sentimos más libres que bajo la ocupación alemana..."

 En verdad no todo el mundo tenía ese privilegio. Sartre tiene la oportunidad: no habiendo tenido interés alguno en ninguna parte, antes de la guerra, por la vida política, incluso ni por el Frente popular, no figuraba en ninguna de las listas confeccionadas por los nazis. Desde su punto de vista, él era "sin tacha".  A decir verdad, los conocedores le hicieron un favor. París estaba repleto de intelectuales alemanes de uniforme, muy francófilos, tales como Gerhsrdt Heller, Karl Epting, Karl-Heinz Bremer. Tenían influencia, no solamente sobre la censura sino también sobre las revistas y los periódicos todavía autorizados, en particular sobre sus rúbricas teatrales y literarias. Por ello, las piezas y las novelas de Sartre, respaldadas por su plan filosófico, y sobre todo porque les recordaba a Heidegger, muy en favor de los universitarios nazis, eran totalmente aceptables. Sartre no colaboró nunca activamente con el nuevo régimen. Él se limitaba a escribir para la revista colaboracionista Comoedia, prometiéndole una rúbrica regular. Pero no tuvo ninguna dificultad en hacer publicar sus obras o en representarse sus piezas. Como dijo Malraux: "yo afronté a a la Gestapo mientras que en París Sartre representaba sus piezas con autorización de la censura alemana".

 Sartre desearía vagamente contribuir a los esfuerzos de la Resistencia. Muy afortunadamente para él, sus tentativas en este sentido no amenazaban a nadie. Hay aquí una curiosa ironía, a la que terminó habituándose, cuando se interesa por los intelectuales. La filosofía de Sartre, que fue llamada pronto existencialismo, había tomado forma en su espíritu. En su esencia, esta era una filosofía de la acción, que afirmaba que son los actos del hombre, no sus palabras u opiniones, lo que determina su carácter, su importancia. La ocupación nazi exacerbaba todos los sentimientos anti-autoritarios de Sartre: deseaba combatirla. Si hubiera seguido sus propias máximas, hubiera podido hacer saltar trenes o abatir a las SS.  Pero esto no fue el caso. Hablaba. Escribía. Era partisano de la Resistencia en teoría, pero no en los hechos. Contribuyó a la creación de un grupo clandestino, Socialismo y Libertad, con sus correspondientes reuniones y discusiones. Él parece haber creído que las murallas de Jericó nazi se derrumbarían si todos los intelectuales se unieran para tocar la trompeta. Pero Gide y Malraux, que tenían contactos, lo descartaron. Ciertos miembros de sus círculos, como el filósofo Maurice Merleau-Ponty, comenzaban ya a cambiar hacia el marxismo. Sartre, sin embargo, era proudhoniano; es con este espíritu con el que redacta su primer manifiesto político, de un cierto número de páginas, consagrado a la Francia de postguerra. Tuvo muchas palabras pero poca acción. Como le dijo Jean Pouillon, miembro del grupo: "Nosotros no estábamos en un grupo de maquis en Paris. Éramos un grupo de amigos de acuerdo entre otras cosas para ser anti nazis, y para comunicárselo a otros". Alguno, ajenos al círculo, son  s críticos. Principalmente Georges Chazelas, que opta por el partido comunista: "Desde el principio, me parecieron pueriles; nunca rendían cuenta, por ejemplo, de sus charlas que ponían en causa el trabajo de otros...". Raoul Lévy, que también era activo de la Resistencia, evoca "un grupo de charlatanes en torno a una taza de té", y califica a Sartre de analfabeto político. El grupo terminó pereciendo de inanición.

 Seguidamente, Sartre no hace nada para la Resistencia. No mueve un dedo, no escribe la más mínima línea para salvar a los judíos. Se propone promover implacablemente su propia carrera. Escribía con furor pieza, novelas, textos filosóficos en los Cafés. Es el más grande de los ocasionales que descubre Saint-Germain-des-Pres, que pronto se hace mundialmente célebre. Su principal obra filosófica El Ser y la Nada, que define con detalle los principios del activismo sartriano, fue compuesto como esencial en el curso del invierno 1941-1942, que fue muy frío. M. Boudal, propietario del Café de Flore, no tenía nunca recursos para procurarse carbón ni tabaco. Es por eso por lo que cada día, Sartre escribía  provisto de una manta de piel sintética que había arramplado Dios sabe dónde. Sartre pedía un té con leche, sacaba la pluma y la tinta, y escribía cuatro horas a continuación, sin apenas levantar los ojos. "Una pequeña bola de pelo y tinta", dijo Simone de Beauvoir, quien añadía que  terminaría contando 722 páginas de "pasajes oxidados""sobre agujeros, particularmente sobre el ano y el amor italianos". La obra aparece en junio de 1943. Su éxito tardó en llegar, pero cierto. Sin embargo, por la parte del teatro que Sartre debía imponer. Ese mismo mes fue interpretada su pieza Las Moscas, que al principio atrajo a pocos espectadores, pero llamó lo atención y consolidó su reputación naciente. Pathé no tarda en pedirle escenarios: escribe tres (el más brillante Los juegos están hechos y, en primavera de 1943 fue coptado como jurado del premio de la Pléyade, seguidamente con André Malraux y Paul Eluard, señal cierta de su nueva aura literaria. Huis Clos fue presentada el 27 de mayo de 1944, en el teatro de Vieux-Colombier. La obra, muy brillante, ponía en escena a tres personas que se encontraban en un salón, que se revelaba como una antesala del infierno. Opera a dos niveles: por un lado un análisis de caracteres cuyo mensaje es el siguiente: "El infierno son los otros" y, por otro, una presentación popular de El Ser y la Nada, una versión radicalizada de Heidegger, revestida de un barniz galo, cargado de alusiones a la situación del momento, vehiculando un mensaje de activismo, o al menos de desafío. Desde una idea originaria alemana puesta de moda en buen momento es un campo del que los Franceses siempre han tenido testimonio de venturas reseñables. Tuvo un enorme éxito, tanto de crítica como de público, y "el acontecimiento cultural que inaugura la edad de oro de Saint-Germain-des-Prés".

 Huis Clos, hace célebre a Sartre; es una novela ejemplo de poder sin rival que en el teatro desliza ciertas ideas. Bastante bizarramente, sin embargo recurre a la vieja fórmula de la conferencia pública en la que Sartre adquirió una notoriedad mundial y en un monstruo sagrado. Menos de un año después de la creación de la pieza, Francia estaba de nuevo en paz. Todo el mundo y, sobre todo la juventud, se esforzaba ávidamente en recuperar los años perdidos y en encontrar el elixir de la verdad que conviniese para la postguerra. Los comunistas y los católicos del MPR libraron una feroz batalla para asegurarse su preeminencia en las facultades. Sartre hizo uso de una filosofía que proponía una alternativa: ni iglesia, ni partido, sino una doctrina individualista en la que cada ser humano es el maestro absoluto de su consciencia a poco que escoja el camino de la acción y del valor. Después de la pesadilla totalitaria, era un mensaje de libertad. Sartre había dejado testimonio de sus virtudes y de su magnetismo en una serie de charlas sobre "Las técnicas sociales de la novela", pronunciadas en la calle Saint-Jacques en el otoño de 1944. Todavía no había hecho mas que alusiones a sus conceptos. Un año más tarde, en la Francia liberada y ávida de estímulos intelectuales, anuncia que dará una conferencia pública en la sala de los Centraux, calle Jean-Goujon, el 29 de octubre de 1945. "El existencialismo", un término que no era de él, parece que fue inventado por la prensa. En agosto, habiéndosele pedido una definición, respondió: "No sé qué es. Mi filosofía es una filosofía de la existencia". Decide sin embargo tomarla e intitular su conferencia: "El existencialismo es un humanismo".

Como le dijo Victor Hugo: nada más poderoso que una idea a tiempo. Y para Sartre el tiempo había llegado. Y para Sartre el tiempo había llegado. Predicaba la libertad a las gentes que le buscaban con avidez. Pero no era una libertad fácil. "El existencialismo, decía, define al hombre por su acción, no hay que esperar de él más que su acción, que la única cosa que permite al hombre vivir es el acto". Así, "el hombre engendra en su vida, diseña su figura, y detrás de esa figura no hay nada". El nuevo Europeo de 1945, añadía, es existencialista, "solo, sin excusas. Es lo que explicaría que estamos condenados a ser libres". Una libertad de este género era extraordinariamente atractiva para una generación desencantada: solitaria, austera, noble, un poco agresiva, por no decir violenta, y anti elitista. Nadie queda excluido, todo el mundo -pero sobre todo los jóvenes- podía ser existencialista.

 Sartre preside, por otra parte, una de las grandes revoluciones que conocen periódicamente los modos intelectuales. Entre las dos guerras, disgustado por los excesos doctrinarios que habían marcado el caso Dreyfus, como las masacres de Flandes, la inteligencia francesa había cultivado las virtudes de la pasividad. Julien Benda había dado el tono con La Traición de los clérigos (1927), una obra que alcanzó un éxito enorme, en la que exhortaba a los intelectuales a no ponerse al servicio de ninguna creencia, de una causa o de un partido, a quedar fuera de la arena política. Sartre era precisamente uno de los que habían seguido su consejo: hasta 1944, nadie pudo estar menos comprometido. Pero en adelante, sentía regresar el viento -un poco como aquel tiempo en que lanzaba globos sonda. Él y sus amigos fundaron una nueva revista, Tiempos modernos, enla que Sartre era el redactor jefe. El primer número, que apareció en setiembre de 1945, contenía un manifiesto que exigía imperiosamente que, de nuevo, los escritores se comprometieran.

 

"Los escritores están en situación en esta época. Cada palabra tiene resonancias. Cada silencio también. Yo tengo a Flaubert y Goncourt por responsables de la represión que cometió la Comuna, porque no escribieron una sola línea para impedirlo. Ese no les concernía, se diría. Sin embargo, el proceso Calas, ¿no fue el caso Voltaire? La condena de Dreyfus ¿no fue el caso Zola?"

 

Tal fue el fondo de su conferencia. Paris conoció aquel otoño una extraordinaria tensión cultural. Tres días antes de que Sartre tomase la palabra con ocasión de la première de dos ballets Los Foráneos y El rendez-vous, en el teatro Champs-Elysées, la alta sociedad que componía el público había silbado el telón diseñado por Picasso. La conferencia de Sartre no había tenido otro objeto que la publicidad: todo entre algunos entreactos de Liberation, Le Figaro, Le Monde y Combat. Pero, como fue evidente el boca a boca funcionó bien. Cuando Sartre llega, hacia las veinte treinta horas, la multitud que esperaba en la calle era tan importante que él temió una manifestación organizada por el partido comunista. En efecto, todos intentaban frenéticamente entrar, y la sala ya estaba llena a rabiar; sólo las celebridades podían ya entrar. Los amigos de Sartre le abrieron paso. Dentro, mujeres desmayadas, sillas rotas... La conferencia comenzó con una hora de retraso. Desde todos los puntos de vista, Sartre pronunció esa tarde una comunicación filosófica muy técnica, muy universitaria. Pero las circunstancias hicieron de aquel acto el primer acontecimiento mediático de la postguerra. Por una reseñable coincidencia, Julien Benda dio una conferencia aquella misma tarde ante una sala casi vacía.

 La prensa acordó que el acontecimiento fue considerable. Muchos periódicos, a despecho de la penuria de papel, reprodujeron largos pasajes del discurso de Sartre. Lo que había declarado, tal como él dijo, fue objeto de denuncias apasionadas. En La Croix declara que el existencialismo era "un peligro más grave que el racionalismo del siglo XVIII o el positivismo del XIX", y L'Humanité dijo que Sartre era un enemigo de la sociedad. Más tarde, todas sus obras pasaron al Índice del Vaticano, y Aleksander Fadeïev, el comisario de cultura de Stalin, le calificó de "chacal dactilográfico" y de "hiena del estilo". Sartre fue objeto de violentos celos profesionales. La Escuela de Francfort le detestaba más de lo que él la detestaba. Mark Horkleimer le trató de "truhán y de chantajista de la filosofía". Todos esos ataques no hicieron otra cosa que acrecentar su notoriedad. En adelante, como tantos intelectuales anteriores a él, se convirtió en un experto en el arte de la autopromoción. Sus disciplinas se encargaban, en este aspecto, de lo que él por sí mismo no podía hacer. Samedi soir comenta con acritud: "Desde Barnum, no se había asistido a semejante triunfo de la publicidad". Pero cuanto más se condenaba el fenómeno Sartre, más prosperaba. El número de noviembre de Tempsmodernes reseñó que Francia era un país agotado y desmoralizado. No le quedaba más que su literatura y la alta costura, y el existencialismo tenía por objeto proporcionar a Francia un poco de dignidad. Seguir a Sartre, de modo extraño, era un acto patriótico. Su conferencia, desarrollada deprisa, fue objeto de un libro que tuvo un inmenso éxito; era la obsesión que le convenía saborear. Un Catecismo existencialista declaraba que "el existencialismo, como la fe, no se explica, se vive...", y explicaba a sus lectores cómo era necesario vivirlo. Que Saint-Germain-des-Près se convirtiera en el centro de una moda intelectual no era una novedad. Sartre, en efecto, seguía el ejemplo de Voltaire, Diderot y Rousseau, que habían patrocinado el Café Procope. El barrio tenía de nuevo conocido una vida intensa bajo el Segundo Imperio, del tiempo de Gautier, George Sand, Balzacy Zola; es en esta época cuando el Café de Flore estaba abierto, frecuentado particularmente por Huysmans y Apollinaire. Entre las dos guerras, en cualquier caso, Monparnasse era el centro intelectual de la capital: era un barrio poco marcado políticamente, cosmopolita, vagamente homosexual, con cafés poblados de lesbianas gráciles. También el regreso a la paz -tanto en lo sexual como en lo intelectual- en Saint-Germain-des-Près se revelaba dramático: el reino de Sartre era de izquierda, comprometido, fuertemente heterosexual y ultra francés.

Sartre, vividor, adoraba el whisky, el jazz, las jóvenes y los cabarets. Cuando no se encontraba en el Flore, en Deux Magots o la Brasserie Lipp, él estaba en una de las cavas del Quartierblatin, donde se instalaban innumerables tiendas. Juliette Greco cantaba en La Rose Rouge. Él escribía para ella una canción deliciosa. Es allí igualmente donde Boris Vian, que colaboraba en Tiempos Modernos de Chaplin, tocaba la trompeta. También estaba por allí Le Tabou, en la Rue Dauphine. Incluso Sartre no vivía lejos de allí, en el 42 de la Rue Bonaparte, en un apartamento que da a la iglesia de Saint-Germain-des-Près y Les Deux Magots (su madre habitaba allí igualmente y continuaba ocupándose de él a su manera). El movimiento tenía incluso su cotidiano, el diario Combat que dirigía Albert Camus, cuyas novelas se vendían muy bien y era tildadas de existencialistas. Simone de Beauvoir declara más adelante: "Combat comentaba favorablemente todo lo que salía de nuestras plumas o de nuestras bocas". Conferencias, piezas de teatro, novelas, ensayos, prefacios, artículos, emisiones de radio, scripts, informes, diatribas filosóficas, Sartre era un verdadero boureau de trabajo en esta época. Jacques Audibert le comparaba a "un gran camión que garantizaba en todas partes una conmoción colosal, en librerías, teatro, cinemas". Pero por la noche él se detenía; al final de la tarde estaba generalmente ebrio, ya menudo agresivo. En una ocasión, puso un ojo en una cerveza negra de Camus. La gente iba a contemplarle abriendo los ojos. Era el rey del barrio.

Pero ¿dónde metía a sus admiradores? Y si era el rey, ¿quién era la reina? Dos cuestiones diferentes, aunque cercanas. En 1945-1946, cuando ya era una celebridad europea, Sartre estaba ligado a Simone de Beauvoir hacía cerca de 20 años. Ella era de Montparnasse, nacida en un apartamento debajo del célebre Café de la Rotonde. Conoció una infancia difícil, su familia se arruinó por una penosa bancarrota, lo que supuso que su abuelo fuese encarcelado; nunca su madre recibió su dote, y su padre era un tarambana incapaz de encontrar un verdadero empleo. Ella escribió cruelmente: "Mi padre estaba tan convencido de la culpabilidad de Dreyfus como mi madre de la existencia de Dios". Buscaba refugio en el estudio, llevaba medias azules y el resto muy elegante. En la Sorbonne ella se revela como una estudiante excepcional y fue admitida en el círculo de los amigos de Sartre: "Pasado mañana, le dijo, yo pediré tu mano". En cierto sentido eso tardó, aunque para ella su relación con él ya htenía efectos mitigantes. Ella medía algunos centímetros más que él, tres a lo menos y, desde un punto de vista estrictamente universitario, una competencia más confirmada. Uno de sus contemporáneos, Maurice de Gandillac, la describía como "rigurosa, exigente, precisa y tecnicista"; los examinadores, George Davy y Jean Wahl, la juzgaban mejor filósofa. Como Sartre, ella escribía -y mejor, en otros aspectos. Si ella no podía editar piezas de teatro, sus obras autobiográficas, aunque poco fiables por lo que concierne a los hechos, son más interesantes que las de Sartre y su novela más importante, Les Mandarins, una descripción del mundo literario parisino de postguerra, que le valió el premio Goncourt, por encima de todos los de Sartre. Además, no tenía ninguna de sus debilidades, excepto la mentira.

 Sin embargo, esta mujer brillante y resolutiva se convirtió en la esclava de Sartre desde el primer de su encuentro o casi, y por lo que le quedó de toda su vida. Ocupó el sitio de una amante, de esposa por procura, de cocinera y de manager, de guardia de corps y de enfermera, sin adquirir jamás estatuto alguno legal o financiero. Sobre los asuntos importantes no la trataba mejor que Rousseau a Thérèse: peor, incluso, pues le era notoriamente infiel. En los anales de la literatura, hay pocos casos de un hombre explotando a una mujer hasta ese punto. Es aún màs extraordinario que Simone de Beauvoir fuese toda su vida feminista. Publica en 1949 el primer manifiesto en este sentido, Le Deuxième Sexe, que fue un éxito en el mundo entero, y cuyo preámbulo ("No se nace mujer, se hace") tiene voluntariamente en las primeras frases del Contrat Social de Rousseau. A decir verdad, es a ella a quien se debe el movimiento feminista, aunque si bien traicionó esas ideas en su vida cotidiana.

 ¿Cómo es posible que Sartre ejerciera sobre ella tal dominación? ¡Un misterio! Jamás ella pudo rendir cuenta honestamente de sus relaciones. Cuando se conocieron, él estaba mucho más cultivado que ella y sabía manejar los monólogos que ella juzgaba irresistibles. La autoridad ejercida sobre ella era de orden intelectual y no podía adquirir estado sexual. Ella fue su amante durante gran parte de los años 1930, después deja de serlo  un momento; a partir de la decena siguiente, sus relaciones sexuales parecen haber sido raros. Ella estaba allí cuando no había otra.

 Sartre era el arquetipo de lo que en el curso de los años 1960 se llamaba falócrata. Ya adulto, su objetivo recrear el "paraíso" de su pequeña infancia, cuando estaba rodeado de mujeres que le adoraban. Pensaba en ellas en términos de victoria y de ocupación. "Cada una de mis teorías, dice en La Náusea, es un acto de conquista y de posesión. Me parecía que al fin, de extremo a extremo, conquistaría el mundo por mí mismo". Él deseaba una total libertad, y escribía: "Yo pretendo sobre todo ejercer esta libertad contra las mujeres". A diferencia de seductores habituales, Sartre no las despreciaba. A decir verdad, prefería a los hombres, quizá porque ellas eran menos hábiles al argumentar con él. Anota: "Prefiero hablar con una mujer de cosas irrelevantes que de filosofía con Aron" Adoraba escribirles cartas -a veces, una docena al día-. Pero no veía en ellas más  seres humanos que en el hombre. Tanto es así que declara que él quería conquistar a una mujer casi como se captura a un animal salvaje", pero "únicamente para hacerle pasar del estado salvaje al de igualdad con el hombre". Aun más, pensando en sus primeras conquistas, reflexionaba sobre "la profundidad del imperialismo que había en todo ello". Pero nada prueba que tales pensamientos le hubiesen proporcionado una nueva captura.

 Cuando Sartre sedujo a Simone de Beauvoir, le expuso su filosofía en materia sexual. Evocaba frecuentemente su deseo de acostarse con otras mujeres y añadió que su credo era: "Viajes, poligamia, transparencia". En la universidad, una camarada de la joven Simone le hizo reseñar que su nombre llevaba la palabra inglesa "Beaver", que significaba "Castor". Para Sartre, ella fue siempre el Castor o "usted", pero nunca "tú".  Por momentos tenía la impresión de que veía en ella un animal superiormente vestido. En cuanto a su deseo de "ejercer su libertad contra las mujeres" escribió: "El Castor acepta"."Él dice que tiene dos tipos de sexualidad": "el amor necesario" y "los amores contingentes". Estos últimos no tenían ninguna importancia. Eran los que siéndolo eran "periféricos ", no se les presta atención más que para "un baile de dos años" como máximo. El amor que sentía Sartre por Simone de Beauvoir era del tipo "necesario"; ella era un "centro". Bien entendido, ella era libre de hacer otro tanto. Podía tener sus propios "periféricos" desde el momento en que Sartre demoraba su "centro". Pero los dos debían hacer una prueba de transparencia. Este era un término nuevo para designar el pequeño juego intelectual de "la apertura" que ya encontramos en Tolstoi y en Russell. Cada uno, añade Sartre, diría al otro dónde se encontraba.

 Como puede comprenderse, esta actitud no lleva, para terminar, más que a miserables simulaciones. Simone de Beauvoir intenta ponerla en práctica, pero está claro que sufría la indiferencia con la que trataba su  coyunda con ella, cuya mayor parte parecía haber practicado sin gran convicción. Él se contenta con reir cuando ella describe en Les Mandarins, la manera en que Arthur Koestler había seducido. Sibre todo, quienes no estaban implicados en esta política de "transparencia" no apreciaron nunca la cosa. El romancero americano Nelson Algten fue el gran "periférico" de Simon de Beauvoir, y en ciertos aspectos el amor de su vida. A la edad de sesenta y dos años, cuando su relación no pasaba de un recuerdo, él revela, en una entrevista, hasta qué punto estaba exasperado por sus indiscreciones: figurar en Les Mandarines era ya de por sí penoso, declaró, pero al menos aparecía bajo pseudónimo. Sin embargo en La Force de la Edad, no sólo le había mencionado explícitamente sino que había citado extractos de sus cartas, y él se sentía de mala gana obligado a consentirlo: "Diablos, fulminó, la cartas de amor deberían considerarse asunto privado. Yo he ido a todos los burdeles del planeta, y las mujeres y las mujeres cierran siempre la puerta, sea en Corea o en la India. Pero ella la ha abierto a lo grande, y ha convocado al público y a la prenda". Aparentemente el recuerdo de la conducta de Simone de Beauvoir le indignó hasta el punto de tener una crisis cardíaca después de despedirse el entrevistador, y murió aquella misma noche.

 Sartre practicaba igual transparencia, pero hasta un cierto punto. Él informaba, por escrito o de viva voz, acerca de sus nuevas conquistas. Por ejemplo: "Es la primera ve que me acuesto con una morena... plena de olores, bizarramente velluda, con una pequeña piel negra en el bajo de la espalda y un cuerpo blanco... Una lengua similar a un mirlitón, desarrollándose sin fin, descendía hasta mis amígdalas". Ninguna mujer, tan "central" como era ella, pudo desear leer esta clase de cosas acerca de sus rivales. En 1933, cuando Sartre se encontraba en Berlín, Simone de Beauvoir le hizo una breve visita. Él tenía una nueva amante, Marie Ville. Tenía con él, como Shelley, el deseo pueril de recordar sus viejos amores a través de los nuevos. Sin embargo Sartre, nunca lo dijo todo. Cuando Simon de Beauvoir, que enseñaba en Rouen gran parte de los años 1930, permanecía con él en Berlín más de la cuenta y le hacía llevar una alianza. Este matrimonio no fue nunca más lejos. Ellos tenían su lenguaje privado. Se inscribían en los hoteles bajo el nombre de M. Y Mme Organatica, o Mr. y Mrs. Morgan Hattick, millonarios americanos. No existe en cambio prueba alguna de que él hubiera deseado esposarse, o le hubiese propuesto slguna clase de unión más oficial. En otras ocasiones, y sin que ella supiese nada, le proponía por el contrario matrimonio a una "periférica".

Está claro que ella aceptaba de mala gana la vida que llevaban. Nunca pudo aceptar sus conquistas con serenidad. Ella quería a Marie Ville, y más aún, que Olga Kosakiewicz (cuya hermana, Wanda, había sido también amante de Sartre), una de las alumnas de Simon de Beauvoir, la sucediera.  Lo que no hizo más que envenenar más las cosas. Estaba tan obsesionada por esta relación que introdujo a Olga en su novela L'invitée, en la que la mata. Ella reconoce en su autobiografía: "Quiero que Sartre trnga esta relación y que Olga se avenga a ello". Y añade: "Yo no iba a abandonar esta plaza soberana que ocupo, yo, en el centro exacto de todo". Pero una mujer que se siente obligada a considerar a su amante como "el centro exacto de todo", apenas tiene la posibilidad de oponerse a sus divagaciones". Ella intenta controlar las de Sartre cogiendo una parte de ellas. Ella, Sartre y una jovencita -generalmente una de sus alumnas- firmaban un triángulo, en cuyo seno Simon de Beauvoir ocupaba la posición dominante. Ellos hablaban con frecuencia de "adopción". A principios de los años 1940, parecía que Sartre empezaba a ser peligrosamente conocido por seducir a sus estudiantes. En una crítica hostil de Huis clos, Robert Francis escribe: "Conocemos todos a M. Sartre. Es un curioso profesor de filosofía que se ha especializado en el estudio de la ropa interior de sus alumnas". Pero Simone de Beauvoir daba su curso a a jóvenes más presentables que constituían las principales víctimas de Sartre. Además Beauvoir a veces parecía haber estado muy de haber jugado el papel de intermediaria. En su deseo, un poco confuso, de noestar excluida, ella traba con ellas relaciones estrechas. Ese fue el caso de Nathalie Sorokine, hija de exiliados rusos, la mejor alumna de Simone de Beauvoir en el Liceo Molière, en Passy, donde enseñaba durante la guerra. En 1943, los padres de la joven presentaron una queja contra ella para que se alejara de la menor, que podía haberle supuesto prisión. Intervinieron amigos comunes y la queja fue finalmente retirada. Pero a Simone de Beauvoir se le impidió el acceso a la universidad y enseñar en Francia de por vida.

 Es en el curso de la guerra cuando ella està más cerca de Sartre: una verdadera esposa, que cocinaba, lavaba y cosía para él, y gestionaba las finanzas. Pero en la Liberación, él ya era bruscamente rico y rodeado de mujeres de prestigio intelectual que le allegaba aun más dinero. El año 1946 fue para el el más propicio para las conquistas, y marcó prácticamente el fin de toda relación íntima con Simone de Beauvoir. Como reseña John Weightman: "Bastante pronto ella acepta tácitamente el papel de la pseudo esposa, añada, sexualmente inactiva, al borde de su serrallo. Se quejaba de "el dinero que él dispensaba para ellas". Simone anota con inquietud que a medida que Sartre entraba en años, ellas era más y más jóvenes: diecisiete o dieciocho años. Hablaba de "adoptarlas", esta vez en sentido legal del término. Lo que significaba que ellas heredarían sus derechos de autor. Simone de Beauvoir podía aconsejarla y custodiarlas, como Helene Weigel había hecho con las amantes de Brecht -aunque ésta no tenía estatuto matrimonial-. Sartre lo mencionaba constantemente. En 1946 y 1948, de viaje a las Américas, tuvo una relación tórrida con una tal Dolorès; pero, en el mismo momento en que él habló de dejar aquella "poderosa pasión" que la joven despertó por él, él le propone el matrimonio. Después viene Michelle, la rubia esposa de Boris Vian, Wanda, la joven hermana de Olga, Evelyne Rey, actriz para la que Sartre escribe un papel en su última pieza, Les Séquestres d'Altona, Arlette, que no tenía más que diecisiete años cuando la hizo su amante, y una joven griega llamada Hélène Lassituiotakis. Hubo un momento, hacía el fin de los años 1950, en que tenía cuatro amantes al mismo tiempo, Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda -sin contar Simone de Beauvoir- engañando a unas y otras de diversas maneras. Su Crítica de la razón dialéctica (1960) estuvo oficialmente dedicada a Castor, pero pidió a Gallimatd imprimir dos ejemplares de uso privado, con las palabras "A Wanda" y "A Evelyne", y cuando su pieza Les Séquestrés d'Altona fue representada, Wanda y Evelyne ¡creyeron que se lo había dedicado sólo a cada una por separado!

Simone de Beauvoir detestaba a las jóvenes, pues creía que le sometían a excesos y no solamente en el dominio de las fiestas sexuales. Su libro sobre la dialéctica parecía haberse escrito bajo la influencia del alcohol y los estimulantes. Annie Cohen-Solal, su biografía, precisa que bebía a menudo un litro de vino durante los almuerzos que duraban dos horas con Lipp, en La Coupole o en Balzar., y calcula que su consumición cotidiana de excitantes comprendía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro, un litro de alcohol (vin, vodka, whisky, cerveza), doscientos miligramos de anfetaminas, quince gramos de aspirina, varios gramos de barbitúricos, así como café y té. En efecto, Simone de Beauvoir no hacía justicia a sus jóvenes: todas intentaron hacerle renunciar a sus costumbres, y Arlette, la más joven, hizo muchos esfuerzos en ese sentido, llegando hasta arrancarle la promesa escrita de no tomar nunca Corydrane (un excitante que fue finalmente retirado de la venta en 1971), tabaco o alcohol -promesa que no tardó en romper.

 

 Rodeado de mujeres en adoración -aunque a menudo de mal humor-, Sartre tenía poco tiempo de consagrarse a los hombres.  Tuvo una sucesión de secretarias y, por cierto, una tal Jean Cau, muy competentes. Él estaba siempre en el centro de una locura de jóvenes intelectuales pero todas dependientes de él -por un salario, cualquier seguro, o un patronazgo. Pero no soportaba mucho tiempo a quienes pudieran ser intelectualmente sus iguales, o que se arriesgasen a refutar sus argumentos, a menudo vagos y huecos. Nizan fue muerto antes de la ruptura, pero polemizaba con los demás, aron 1947), Arthur Koestler (1948), Merleau-Ponty (1951), Camus (1952), por no citar màs que los importantes.

 La querella con este último fue tan brutal que los enfrentamientos de Rousseau con Diderot, de Voltaire con Hume, o de Tolstoï con Tourgueniev -y, contrariamente a lo que había pasado entre estos, no hubo reconciliación. Sartre parecía haber estado celoso de la belleza de Camus, que era extremadamente seductor a los ojos de las mujeres, así como poderoso en su originalidad como novelista: La Peste, publicada en junio de 1947, ejerció sobre la juventud una verdadera atracción magnética, y se vendieron rápidamente 350.000 ejemplares. Eso le valió ciertas críticas de orden ideológico en Les Temps Modernes, pero la amistad entte los dos hombres perduró aunque con una cierta malicia. Sin embargo, a medida que Sartre evolucionaba hacia la izquierda, Camus era cada vez màs independiente. En cierto modo, ocupaba un poco en Francia la misma posición que Orwell en Inglaterra: estaba contra todos los sistemas totalitarios, y fue a ver a Stalin con la misma intención maléfica que a Hitler. Como Orwell, y a diferencia de Sartre, no deja de afirmar que las gentes tenían más importancia que las ideas. Simone de Beauvoir reseña que le confía en 1946: "Lo que usted y yo tenemos en común es porque para nosotros los individuos cuentan más que todo. Nosotros preferimos lo concreto a lo abstracto, las personas a las doctrinas. Nosotros situamos a la amistad por encima de la política".  

 Quizá, en el fondo, ella estaba de acuerdo pero, cuando llegó la ruptura final, con ocasión de la aparición de L'Homme révolté, ella toma, por supuesto, el partido de Sartre. Este último y sus acólitos de Temps Modernes derivaron en la obra en un ataque contra el estalinismo, y decidieron abordarlo en dos etapas. Para empezar, Sartre, fue en el comité de redacción donde la operación fue puesta a punto, ante el joven Francis Jeanson, entonces apenas de veintinueve años de edad: "Será el más fuerte, pero al menos será político". Después, cuando Camus respondió, Sartre opta por un largo ataque personal extremadamente desagradable: "Una dictadura violenta y ceremoniosa ha tomado posesión de usted, sostenida por una burocracia abstracta, que pretende reinar según la ley moral". Acusa a Camus de sufrir de "vanidad sangrienta" y de abandonarse a una mezquina querella de autor, "una mezcla de sombreada suficiencia y de vulnerabilidad hace desistir a las gentes de deciros la simple verdad". Sartre, en adelante tendría tras de sí a toda la extrema izquierda organizada, y sus ataques causaron provocaron errores reales en Camus: puede que le hirieran también -pues era bello y muy vulnerable-, y algunas veces parecía haberle deprimido su ruptura con Sartre. En otros momentos, reía y se mofaba de su adversario," un hombre cuya madre debió pagar los impuestos".

 La incapacidad de Sartre para mantener largo tiempo una amistad con cualquiera de una cierta envergadura intelectual ayuda a com­pren­der la inconsecuencia, la incoherencia y a veces la pura y sim­ple frivolidad de sus tomas de posición. La verdad es que él no es, de natural, un animal político. En este dominio, no tiene opinio­nes consecuentes antes de alcanzar la cuarentena. Una vez separado de hombres tales como Koestler y Aron, con­vertidos ambos hacia el fin de los años 1940 en personajes res­petables, se puso a defen­der no importa a quién ni importa qué. En 1946-1947, muy cons­ciente de su inmenso prestigio entre la juventud, él elige febrilmente qué partido sostener. Parece haber creído que tenía el deber de un es­critor del lado de los "trabaja­dores". El problema es que él no co­nocía a ninguno -y tampoco hizo ningún esfuerzo en ese sentido-, salvo Jean Cau, de origen modesto, que conservaba tal fuerte acento del Aude, que podía pasar por tal. ¿No debía, en ese caso, sostener el partido que la mayoría de los trabajadores apo­yaba? En Francia, en esta época, eso querían decir los comunistas. Pero Sar­tre no era marxista; a decir verdad, el marxismo era casi lo exacta­mente opuesto a la filosofía fuertemente individualista que predi­caba. A pesar de todo, incluso hacia el final del decenio -ésta es una de las razo­nes por las que se querella contra Aron y Koes­tler- no puede decidirse a comandar el partido comunista o el estali­nista. Su antiguo alumno, Jean Kanapa, un intelectual comunista en cier­nes, escribía disgustado: "El animal es peligroso, está engan­chado a la ligera en el flirt marxista... pero no ha leído a Marx y sólo sabe groso modo qué es el marxismo".

 Los únicos pasos positivos de Sartre fueron ayudar a fundar, en febrero de 1948, un movimiento de la izquierda no comunista opuesta a la guerra fría, la Manifestación democrática revolucionaria (RDR). Tenía como objetivo reclutar a intelec­tuales del mundo entero -lo llamaba "La Internacional del Espí­ritu", y su tema principal era la unidad europea. "Jóvenes de Europa, ¡uníos!" proclama Sartre en un discurso pronunciado en junio de 1948. "Fa­bri­cad vuestro propio destino... Una vez hecha la Europa, la ju­ventud se hará democrática". Si hubiera tenido realmente volun­tad de jugar la carta europea y hacer his­toria, Sartre hubiera podido sostener a Jean Monet, que formu­laba entonces las bases del movi­miento que debía, diez años más tarde, traer la creación de la Co­muni­dad europea. Pero fra­casó al prestar mucha atención a deta­lles económicos y admi­nistrativos, algo imposible para Sartre. Da­vid Rousset, que había, con él, fundado la RDR, le encuentra perfecta­mente in­útil: "A pesar de su lucidez, él vive en una esfera comple­tamente aislada de la realidad". Y añade: "Tiene el más vivo interés por el juego y el movimiento de las ideas", pero se interesa poco por los acontecimientos, "Sartre vive en una burbuja". Cuando tiene lugar el primer congreso nacional de la organización, en junio de 1949, Sartre vive extraviado: està en México con Do­lorès, ¡esforzándose en convencerla de esposarse! la RDR termina por disolverse, y Sartre presta enseguida un poco de su fluctuante aten­ción al absurdo Movimiento de ciudadanos del mundo de Ga­rry Davis. Es poco más o menos en esta época cuando Fran­çois Mau­riac da públicamente un consejo que hace eco en las palabras iróni­cas de la pequeña amiga de Rousseau: "Nuestra filosofía debe es­cuchar a la razón -renuncia a la política, Zanetto, ¡e studia la ma­thematica!"

 Sartre prefiere interesarse por Jean Genet, ladrón homosexual y hábil impostor que seduce el lado crédulo de la naturaleza del filó­sofo y testimonia la búsqueda de un sustituto a la vez. Es­cribe a ese propósito un libro también absurdo que, enorme -cerca de 700 páginas- es una celebración de la anarquía, de re­chazos de las leyes morales, y de incoherencia sexual. Avisado por sus amigos razona­bles, es ese momento en el que Sartre deja de ser un pensador serio, sistemático, que busca lo sensacional. Es curioso que Simone de Beauvoir que en ciertos aspectos -seducción, indumentaria, modos de pensar- parecida a una vieja institutriz, hiciese tan poco para evitar que sucumbiese a tales locuras. Pero ella tenía que guardar su amor, como el lugar que ocupaba en el seno de su corazón puesto que, como le dijo a John Weightman, ella era la Mme del Momento de su Louis XIV. Ella tenía la impresión de que para preservar su confianza, debía seguirle. Ella hizo más de eco que de mentor. Ella apo­yaba sus errores de juicio y propalaba sus tonter­ías. Ella no era más que un animal político y llegó a de ir cosas tan absurdas como él sobre los acontecimientos mundiales.

En 1952, Sartre resuelve el dilema que le propone el partido comu­nista, y decide apoyarlo. Ésa fue una actitud sentimental y no racio­nal, nacida de su implicación en dos campañas de pro­paganda co­mu­nista: el affaire Henri Martin (marinero encarce­lado por haber rehusado participar en la guerra de Indochina), y la brutal represión de las revueltas organizadas por el partido comunista contra el gene­ral americano Matthew Ridgway, co­mandante en jefe de la OTAN. Como muchas gentes habían previsto en la época, la cam­paña para la liberación de Martin lleva, en efecto, a las autoridades a mantenerle en prisión más tiempo del previsto. El partido comu­nista apenas se preocupa -su prisión sirve a sus objetivos-, pero Sartre pudo dar prueba de su buen sentido. Tendrá una idea del nivel de su percepción de la política cuando acusa al presidente del Consejo, Antoine Pi­nay, de "preparar el camino de una dictadura". Sartre no da tes­timonio nunca de profundo conocimiento, ni de un vivo interés -y menos aún de un entusiasmo desbordante- por la democracia parlamentaria burguesa. Lo que entendía por libertad nada tenía que ver con el derecho al voto en una sociedad plura­lista. Pero entonces ¿qué entendía por tal? Eso era lo más difícil de responder.

Era perfectamente ilógico que Sartre, en 1952, se alinease con el partido comunista. Era precisamente la época en que lis inte­lectua­les comenzaban a abandonarlo después de las primeras revelacio­nes, en Occidente: de los siniestros crímenes de Stalin. La posi­ción  de Sartre era absurda. Él observa un silencio mo­lesto sobre los campos stalinianos, adoptando una línea de de­fensa en total con­tradicción con el manifiesto sobre el compro­miso de Temps Mo­dernes: "Como no éramos miembros del par­tido ni simpatizan­tes confesos, no era nuestro deber escribir so­bre los campos de trabajo soviéticos: éramos libres de quitar importancia a las quere­llas sobre la naturaleza del sistema, desde el momento que no se producía ningún acontecimiento de im­portancia sociológica". In­cluso se contradecía al guardar silencio sobre los abominables proce­sos en Praga, Slansky y otros co­munistas checos de origen judío. Peor aún, acepta transformarse en oso sabiendo de lo ab­surdo de la con­ferencia tibia en Viena, en diciembre de 1952, del Movimiento por la paz, de obediencia comunista. Dicho de otro modo, eludió ante Fadeiev que él le hubiese tratado en otro mo­mento amigablemente de hiena y de chacal, y que en cambio había explicado a los dele­gados que los tres acontecimientos más importan­tes de su vida eran el Frente popular, la Liberación y "este congreso" -mentira sola­pada-, y en fin, que había anulado ante la representación de Viena su vieja pieza anticomunista Les Mains Sales, a petición de los mismos dirigentes comunistas.

Ciertas cosas dichas o hechas por Sartre durante los cuatro años en el curso de los cuales defiende resueltamente el comunismo son casi inverosímiles. Hace pensar, exactamente como Bertran Russell, en la desagradable verdad enunciada por Descartes: “Nada hay absurdo o increíble que no haya sido sostenido por un filósofo u otro”. En julio de 1954, después de una visita a Rusia, acuerda con un periodista de Liberation, “compañero de viaje” del PC, una entrevista de dos horas. Ella quedará como uno de los vestigios más abyectos rendidos al Estado soviético, emanado de un intelectual occidental, desde la famosa expedición de G.B. Shaw a principios de los años 1930. Decía que si los ciudadanos soviéticos no viajaban, no es porque se les prohibiera, sino porque  no tenían ningún deseo de dejar su maravilloso país. “Ellos critican a su gobierno”, añade, “mucho más y mejor que nosotros”. Afirma incluso: “La libertad de crítica es total en la Unión Soviética”. Años más tarde, reconoce su mentira:

 

“Después de mi primera visita a la URSS en 1954, mentí. En fin, “mentí” es, puede ser, una gran palabra: escribí un artículo… en el que decía sobre la URSS cosas amables que no pensaba. Lo hice en parte porque estimaba que, cuando se es invitado por alguien, uno no pude hablar de la mierda nada más entrar en su casa, y por otra parte porque yo no sabía muy bien dónde estaba  informando al mismo tiempo sobre la URSS y sobre mis propias ideas”.

 

 Esta confesión es una curiosa concesión por parte de un “jefe espiritual” (dijo Jean Paulhan, de la NRF) y además es también tramposa como sus mentiras de entonces, en la medida que en aquella época Sartre se alineaba consciente y deliberadamente con el partido comunista. De hecho, es más caritativo dejar caer el velo sobre ciertos propósitos suyos y ciertas acciones entre 1952 y 1956.

 En estas fechas, la notoriedad de Sartre, tanto en Francia como en el extranjero, era bastante baja, y no era tenido en cuenta. Conocía la invasión de Hungría por la Unión Soviética y de ello hizo la razón, o al menos el pretexto, de su ruptura con Moscú y el comunismo. De la misma manera, se acoge a la guerra de Argelia -sobre todo después de 1958-, con ocasión de la vuelta al poder de de Gaulle, a algo que poder odiar cómodamente  -como una causa honorable para reencontrar su prestigio en la izquierda independiente, en particular entre la juventud. La maniobra era, hasta cierto punto, sincera. Sartre, como durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo una “buena” guerra de Argelia. A diferencia de Russell, no se detuvo aunque la había ensayado mucho. En septiembre de 1960, hizo un manifiesto firmado por 122 intelectuales defendiendo el “derecho de insumisión” (de funcionarios, en la Armada, etc). Bajo la IVª República, el Estado estuvo cerca de hacerle entrar en prisión, pero la Vª era más sutil: estaba dominada por dos hombres de una inteligencia y de una cultura excepcionales, de Gaulle y Malraux. Éste declara: “Más vale dejar gritar a Sartre “Vivan los terroristas” en plena plaza de la Concordia, que arrestarle y ponernos en vergüenza”. El General, siguiendo el ejemplo de Villon, Voltaire y Romain Roland, explica que más vale no tocar a los intelectuales: “Han causado muchos problemas en su tiempo, pero es esencial continuar respetando la libertad de pensamiento y de expresión en la medida que sea compatible con las leyes y la unidad nacional”.

 En los años 1969, Sartre dedica buena parte de su tiempo a viajar, a China y el tercer mundo -un término inventado en 1952 por Alfred Sauvy- que él mismo contribuyó a popularizar. Simone de Beauvoir y él se convirtieron en figuras familiares, fotografiados con dictadores diversos afro-asiáticos, él con  prendas de vestir obsoletas, ella con rebecas de institutriz, faldas y echarpes “étnicos”. Lo que Sartre decía a los regímenes que le invitaban no tenía mucho más sentido que sus ocurrencias en la Rusia de Stalin, pero quedaba mejor. De Castro: “El país que ha emergido de la revolución cubana es una democracia directa”. De la Yugoslavia de Tito: “Es la realización de mi filosofía”. Del Egipto de Nasser: “Hasta el presente, he evitado hablar de socialismo a propósito del régimen egipcio. Sé ahora que estaba equivocado”. Se muestra particularmente caluroso en sus elogios a la China de Mao. Condena ruidosamente los “crímenes de guerra” americanos en Vietnam, y compara América con el nazismo (pero había hecho el mismo paralelismo con de Gaulle, olvidando que el General les combatió mientras él mismo hacía jugar sus piezas en el París ocupado). Simone de Beauvoir y él fueron siempre antiamericanos. En 1947, después de una estancia en Estados Unidos, ella había escrito incluso un artículo absurdo en Les Temps Modernes, donde las faltas de ortografía risibles (“Greenniwich Village”, “Mark Taiwan” por “Mark Twain”, “James Algete”) se alternaban con afirmaciones de chiflados. ¡Ella pretendía especialmente que sólo los ricos eran admitidos en las boutiques de la Quinta Avenida! Sobre poco más o menos todo falso. El artículo fue objetivo de una brillante polémica de Mary MacCarthy. Siempre en los años 1960, Sartre juega un papel motor en el “Tribunal de crímenes de guerra”, sin embargo desacreditado, que Bertrand Russell había establecido en Estocolmo. Pero ninguna de estas actividades tuvieron ningún efecto.

 Los consejos que prodigaba a sus admiradores del tercer mundo tienen sin embargo un aspecto más siniestras. Pues no siendo un hombre de acción -para retomar una de las burlas más feroces de Camus, Sartre “No situado más que en su sillón en el sentido de la historia-, empujaba siempre a los demás, y “acción” generalmente quería decir “violencia”. Así se convirtió en el mentor de Frantz Fanon, ideólogo que podía considerarse fundador del racismo negro moderno, que escribió el prefacio de esa Biblia de la violencia que son Los Damnificados de la Tierra (1961) -prefacio más sangrante todavía que el propio texto”. Para un Negro, escribía Sartre, “matar a un blanco, es hacer matar dos pájaros de un tiro: destruir a un opresor y a un hombre que oprime al mismo tiempo”. Ésta era una verdad puesta al día por el existencialismo: la auto-liberación por la muerte. Sartre inventa la técnica (réplica y reanudación de la filosofía alemana) que consiste en caracterizar el orden existente como “violento” (la “violencia institucionalizada”, justificando así que se mata para invertirla. Afirma: “Para mí, el problema esencial es rechazar la teoría según la cual no debería responderse a la violencia con violencia”. Pero también anota:  no es un problema, es “el problema esencial”. Los escritos de Sartre eran largamente difundidos, sobre todo entre los jóvenes, así se convertía en mentor de numerosos movimientos terroristas que atacaron a la sociedad a partir de los años 1960. Lo que no había previsto -y algún avisado había visto- es que la violencia a la que se daba la bendición filosófica sería, por esencia, infligida por Negros a otros Negros, no a Blancos. Ayudando Fanon a incendiar África, contribuye a las guerras civiles y a las muertes en masa que abrumaron al continente en los años 1969 hasta nuestros días. Su influencia en el Sudeste asiático, donde la guerra de Vietnam llegaba a su fin, fue aún más funesto. Los crímenes horribles perpetrados en Camboya a partir de 1975, que tantas vidas costaron -entre una quinta parte y un tercio de la población- fueron organizados por un grupo de intelectuales francófonos reclutados en el seno del Angkar Leu (“la Organización superior”). De sus ocho dirigentes, seis eran enseñantes (un profesor de universidad), de otros dos, uno era funcionario y el otro economista. Todos habían estudiado en Francia en los años 1950, donde no sólo se habían adherido al PCF, sino también se habían impregnado de las teorías sartrianas sobre el activismo filosófico y la “violencia necesaria”. Estos criminales fueron, ideológicamente, sus hijos.

La acción de Sartre, en el curso de lis últimos quince años de su vida, no le lleva muy lejos. Un poco como Russell, se esfuerza desesperadamente en mantenerse en vanguardia. En 1968, coge el partido de los estudiantes, como en aquellos tiempos en que había sido enseñante. Pocas gentes salieron crecidas de los acontecimientos de mayo 68 -con la reseñable excepción de Raymond Aron-; y la conducta poco brillante de Sartre no mereció otra cosa que la condena particularmente. En una entrevista de la RTL, saluda a las barricadas: “La violencia es lo único que queda a los estudiantes que todavía no han entrado en el sistema de sus padres… Por ahora, representan la única fuerza que se opone al establishment en nuestros cómodos países occidentales… y compete a los estudiantes decidir la forma en que debe librarse su combate. Nosotros no debemos de tener  la audacia de darles consejo en ese dominio”. Esta es una reseña bizarra por parte de un hombre que había pasado treinta años diciendo a los jóvenes lo que debían hacer. Hay otras bajezas: “Lo que es interesante, en vuestra acción, decía a los estudiantes, es llevar vuestra imaginación al poder”. Simón de Beauvoir estaba en la misma línea. De todos los “audaces” eslóganes pintados en los muros de la Sorbona, el que más “tocaba” era: “Prohibido prohibir”. Sartre se humilla hasta el punto de hacer una entrevista al efímero líder estudiantil, Daniel Cohn-Bendit, que aparece dos veces en El Nouvel Observateur. Los estudiantes tenían “el cien por cien de la razón”, decía, el régimen que querían destruir estaba en “la política de la cobardía… una llamada a la muerte”. Buena parte de uno de los artículos era un ataque contra su viejo amigo, Raymond Aron, casi el único que había mantenido la cabeza fría en ese periodo de locura.

 Pero Sartre no se libraba de las bufonadas de buena fe. Fueron sus jóvenes cortesanas quienes se pusieron a jugar un papel activo. Cuando, el 20 de mayo, hace su aparición en el anfiteatro de la Sorbona para dirigirse a los estudiantes, se ve entrar a un viejo, con rancias gafas de ciego, humo y el hecho de llamarle “Jean Paul”, lo que sus turiferarios  o habían osado hacer. Hace una intervención sin gran claridad, y termina: “Os voy a dejar, ahora. Estoy cansado. Si no paro de hablar terminaré diciendo cosas idiotas”. Después de su aparición ante un público estudiante, el 10 de febrero de 1969, está desconcertado al verse tierno, en el momento de tomar la palabra, saca una breve nota, muy brutal a los dirigentes del movimiento, diciendo: “Sartre, se claro, se breve. Queremos discutir las consignas a adoptar”. Éste no era un consejo que acostumbrase a darse, o capaz de seguir.

 Mientras tanto, sin embargo, ha pasado otra cosa: sus capacidades de atención, como las de Tolstoi y Russell, eran limitadas. Su interés por la revolución estudiantil dura menos de un año. Hace una tentativa, también breve pero bizarra, para identificarse con los “trabajadores”, esos seres idealizados, misteriosos, sobre los que se había escrito tanto, pero que se le habían escapado toda su vida. En la primavera de 1970, la extrema izquierda se esfuerza tardíamente en aclimatar en Francia la revolución cultural maoísta. El movimiento se llama la Izquierda proletaria, y Sartre acepta apadrinarla; se hace redactor en jefe de su periódico, La Causa del pueblo, ante todo para impedir la prohibición de la policía. Sus objetivos eran suficientemente violentos para deplorarlo -él llama al secuestro de los patrones y al linchamiento de los diputados- pero en plan romántico, pueril y fuertemente marcado por el anti-intelectualismo. A decir verdad, Sartre no tenía allí su sitio y se siente obligado a rendir cuentas: “Si continuo apareciendo con los militantes, será preciso sentarme en un sofá rodante implicando a todo el mundo”. Pero enseguida se vio en París a un Sartre de sesenta y siete años, a quien incluso de Gaulle (incómodamente) debía decir “querido Maestro”, vender periódicos de mediocre contenido en las calles, y tender folletos a viandantes indiferentes…

 Sartre sigue, ante todo, como intelectual. Su divisa era Nulla diésel sine línea, “No un día sin plan”. Un juramento que respeta. Escribe todavía más fácilmente que Russell, y podía producir hasta 10.000 palabras al día. Una buena parte era seductora pero engolada. Es lo que descubro en París al principio de los años 1950, cuando llego a traducir algunas de sus polémicas: todo eso se leía muy bien en francés, pero colapsaba una vez pasado a términos concretos en inglés. Sartre no daba gran importancia a la calidad. En 1940, en una carta a Simone de Beauvoir, declara, a propósito de su vasta producción: “Siempre he considerado la abundancia como virtud”. Se extraña de que hacia el fin de su vida, estuviese cada vez más obsesionado con Flaubert, escritor excepcional minucioso, que corregía sus obras con una obstinación maníaca. El libro que Sartre termina escribiendo sobre él consta de tres volúmenes, y 2082 páginas, a menudo ilegibles. Sartre escribe numerosas obras, a veces enormes, y otras, más numerosas todavía, quedan inacabadas -aunque a menudo su contenido es acabado por otros-. Entre sus proyectos había un estudio gigantesco sobre la Revolución francesa, y otra sobre el Tintoretto. Otra empresa a la vista era una autobiografía, que rivalizaría en extensión con las Memorias de ultratumba (de Chateaubriand), y Las palabras eran, en efecto, un fragmento.

  Sartre confiesa que las palabras eran toda su vida: “Yo he investigado todo en literatura… constato que la literatura es un sucedáneo de la religión”. Reconoce que para él son más que sus cartas y su significado; son seres vivientes, un poco como los estudiantes de Zohar y la Kabala pensante que los caracteres de la Torá tienen de poder religioso: “Veo misticismo en las palabras… el ateísmo roído poco a poco. He invertido, laizado la escritura… incrédula, vuelvo sobre ellos: es preciso saber lo que al hablar quiere decir… me aplico, pero siento  .delante de mí como un sueño de la muerte, como una brutalidad gozosa, como la perpetua tentación del Terror”. Esto es escrito en 1954, cuando Sartre aún tenía miles de páginas ante él. ¿Qué quería decir? No gran cosa, verdaderamente. Él prefiere siempre escribir no importa qué. Confirma la feroz observación del Dr. Johnson: “Un Francés siempre debe hablar, conozca o no la materia de la cuestión”. Como Sartre se decía a sí mismo: la escritura “es mi costumbre  y después mi trabajo”. El impacto de lo que escribe le inspira conclusiones pesimistas: “Largo tiempo he tomado mi pluma por una espada, ahora conozco nuestra impotencia. Qué importa: he hecho, haré libros”.

Sartre dice también, a veces interminablemente, ¡a veces incluso cuando no tenía delante a nadie que le escuchase! De su autobiografía, John Houston hace de él un retrato muy afortunado. En 1958-1959, trabajaban junto en un escenario sobre Freud, y Sartre permanece en la estancia del irlandés. He aquí lo que escribe: “Es pequeño y rechoncho, y  también todo lo feo que puede ser un humano. Una cara a la vez quebrada e hinchada, con los dientes amarillos y, sobre todo, curvados”. Pero Sartre era sobre todo un hablador interminable: “Imposible mantener con él una conversación. Imposible interrumpirle. Si tomar resuello me ahogaba con un torrente de palabras”. Houston estaba estupefacto de constatar que Sartre, todo parloteo, tomaba nota de lo que decía. A veces, el director dejaba el escenario, incapaz de soportar más. Pero a lo lejos el zumbido de la voz de Sartre le perseguía por toda la casa. Cuando Houston volvía, Sartre seguía hablando…

 Esta diarrea verbal terminaba dando la razón a sus poderes mágicos como conferenciante. Cuando apareció su desastrosa obra sobre la dialéctica, Jean Wahl no pudo por menos invitarle a ir a discutir en el Colegio de filosofía. Sartre comienza a las seis de la tarde leyendo un manuscrito salido de un enorme dossier, “con una voz mecánica y precipitada”, sin levantar nunca los ojos, completamente absorbido por lo que había escrito. Al cabo de una hora, la asistencia empieza a removerse en su asiento. La sala está llena y algunos asistentes deben permanecer de pie. Tres cuartos de hora más tarde, el público está agotado y muchas personas se tumban. Para terminar, Wahl hace señales a Sartre para que pare. Éste coge bruscamente sus papeles y se va sin decir palabra.

Pero su cohorte siempre estaba presta a escucharle. Poco a poco, a medida que él envejecía, los cortesanos se iban haciendo más raros. En el decenio que sigue a la Liberación, gana mucho dinero. Pero lo gastaba también inmediatamente. Siempre había vivido despreocupado. De niño, cuando tenía necesidad, cogía simplemente el dinero del portamonedas de su madre. Cuando era enseñante, Simón de Beauvoir y él se prestaban (y prestaban) sin hacer cuentas: “Prestamos a todo el mundo”, reconoce ella. Sartre dice: “El dinero tiene un carácter perecedero que me gusta. Adoro verle deslizar y desaparecer entre mis dedos”. Esta despreocupación tenía su lado simpático: contrariamente a buen número de intelectuales, sobre todo los célebres, Sartre era verdaderamente generoso. Tenía la costumbre y la costumbre de pagar la nota en los cafés o restaurantes, a gentes a quienes apenas conocía. Él donaba para causas que sostenía, y así paga en RDR más de 300.000 francos en 1948. Jean Cau habla “de una total generosidad”, y deposita en otros “una confianza absoluta”. Éste era el mejor rasgo de su personalidad, con su sentido (ocasional) del humor. Pero su actitud de cara al dinero era irresponsable. Fingía comportarse como un profesional en todo lo que tocaba a sus derechos de autor: cuando se encuentra con Hemingway, en 1949, los dos hombres no discuten más que de ello, una conversación que por otra parte era del gusto de Hemingway. Pero “era para la galería”. El sucesor de Cau, a laude Faux, deja el siguiente testimonio: “Sartre rehúsa ocuparse de todo lo tocante al dinero: era perder el tiempo. Si necesitaba dinero era para distribuirlo, para darlo a su entorno”. De ello se derivan enormes deudas contraídas con sus editores, y necesitaba hacer frente a exigencias desorbitadas de sus obligaciones fiscales. Su madre pagaba sus impuestos discretamente -de aquí los sarcasmos de Camus-, pero ella no disponía de recursos inagotables, y hacia el fin de los años 1950, Sartre se encuentra con problemas financieros de los que nunca pudo salir.  A pesar de ingresos importantes, siempre tenía deudas y se encontraba a menudo apenas sin liquidez: se lamentaba una vez de no poder pagar un par de zapatos nuevos. Había gentes siempre dispuestas a pagar, a quienes habían recibido sus donaciones, pero a finales de los años 1960, la situación financiera de Sartre era degradante.

En los últimos años de su existencia, Sartre se convierte en una figura de lo más patética: viejo antes de serlo, casi ciego, a menudo ebrio, preocupado por su situación financiera e incapaz de pensar. Un joven judío cairota, llamado Benny Lévy, que escribía bajo el pseudónimo de Pierre Víctor, entra en su vida. Su familia había dejado Egipto en 1956-1957, en el momento de la crisis de Suez, y era apátrida. Sartre le ayuda a permanecer en Francia y le hace su secretario. A Víctor le gustaba el misterio, llevaba gafas negras y a veces una falsa barba. Tenía ideas excéntricas, a menudo extremas que defendía con energía y buscaba fuesen aceptadas por Sartre. Esto debía estar asociado a extrañas declaraciones redactadas por ambos en curiosos artículos. Simone de Beauvoir temía que Víctor se convirtiese en otro Ralph Schoenman, y le veía, con una viva amargura, atarse a una alianza con Arlette. Ella le temía y le odiaba, lo mismo que Sofía Tolstoi detestaba y temía a Chertkov. Pero en esta época, Sartre no evitaba excentricidades en público.  Su vida privada seguía, sexualmente, sin variaciones y llenaba su tiempo con mujeres de su harén. Pasaba así sus vacaciones de la manera siguiente: tres semanas con Arlette en la casa que poseían en común en el sur de Francia; dos semanas con Wanda, generalmente en Italia; varias semanas en una isla griega en compañía de Helena; después un mes con Simone de Beauvoir, ordinariamente en Roma. En París iba a menudo de un apartamento a otro. Simone de Beauvoir describe cruelmente sus últimos años en La Ceremonia de los adioses: su incontinencia, su alcoholismo, enganchado a las jóvenes que le pasaban botellas de whisky, luchas de poder por controlar lo que le quedaba de consciencia. Todas sintieron alivio cuando muere en el Hospital Broussais, el 15 de abril de 1980. En 1965, él había adoptado legalmente en secreto a Arlette, que hereda todo, comprendiendo su propiedad literaria, y dirige la publicación póstuma de sus escritos. Para Simone de Beauvoir, ésta fue su última traición: el “centro” era eclipsado por una “periférica”. Ella sobrevivió cinco años más a Sartre, reina madre de la izquierda intelectual francesa. Pero ni tuvieron hijos ni herederos.

Sartre, como Russell, no llegó nunca a definir puntos de vista coherentes.  Ninguna doctrina le sobrevivió. Para terminar, de él no queda más que un vago deseo de formar parte de la izquierda y sobre todo de no ser desconectado de “la juventud”. El declinar intelectual de Sartre -que había parecido por un momento identificarse con una filosofía de la existencia confusa, pero sólida -fue particularmente espectacular. Pero tendrá siempre una parte importante de público cultivado reclamando pensadores, tan poco convencidos están. A despecho de su comportamiento extravagante Rousseau concita todos los honores a su muerte y después. Otro monstruo sagrado, Sartre toda la inteligencia parisina asiste a sus magníficos funerales. Más de 50.000 personas, la mayor parte jóvenes, están presentes en su entierro en el cementerio de Montparnasse. ¿Cuál era la causa que querían venerar? En todo caso, ¿aquella luminosa verdad sobre la humanidad se reafirmaba con su presencia? Es lo que debemos preguntarnos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

. 10.

EDMUND WILSON, UN TIZÓN ARRASADO POR EL FUEGO

 

 El caso de Edmund Wilson (1895-1972) es revelador. Permite diferenciar al hombre de letras tradicional del intelectual. Wilson puede definirse como ese hombre que comienza una carrera de letras, se convierte en intelectual en busca de soluciones milenaristas, después desilusionado, vuelve a sus preocupaciones de juventud y a su verdadera materia, la literatura. En la época en que Wilson viene al mundo, el estatuto de hombre de letras americano estaba sólidamente establecido. Henry James fue un ejemplo de primer orden. Las letras eran su vida. Rechaza con desdén la idea de que un intelectual secular pudiera ser apto para transformar el mundo y a la humanidad gracias a conceptos sin fundamentos. La historia, la tradición, la presencia, las formas con vigor constituían para él la herencia de la sabiduría de la civilización, las únicas guías fiables el comportamiento humano. James estaba interesado en negocios públicos, seriamente pero con desapego. En 1915 renuncia a la ciudadanía británica mostrando así que pensaba que un artista debía tomar partido sobre cuestiones importantes e identificarse con una causa que creía justa. Pero para él, la literatura fue siempre prioritaria, y quienes consagraron su vida como curas al altar no debía nunca prostituirse sirviendo a los falsos dioses de la política.

 Wilson, mucho más áspero e incorregible americano, en el fondo de su corazón tenía las mismas aspiraciones. Pero al contrario de James, la Europa, y sobre todo Inglaterra encarnaban a sus ojos la corrupción, mientras que América, con todas sus imperfecciones, un noble ideal. Lo que explica por qué en el interior de su caparazón tradicionalista, lucha a veces un activista. Porque también, a despecho de sus orígenes y de su educación, él opta, durante un tiempo al menos, por el camino de los Jacobinos. Desciende de una inmensa familia de presbiterianos de la Nueva Inglaterra. En su infancia, no conoce prácticamente a ninguna persona que no fuese de su círculo familiar. Su padre, jurista, ejerce durante un tiempo la función de abogado general de New Jersey y Wilson hereda sus instintos de juez. Su padre, decía, trataba a la gente "según sus méritos", pero un poco "de arriba abajo". Leon Edel, que publica las críticas de Wilson reseña que tenía tendencia a comportarse como un juez. Al hacer sus acusaciones literarias, emitía juicios olímpicos. Pero hereda de su padre un amor apasionado por la verdad y su empeño en descubrirla. Lo que le salva.

 Su madre era una verdadera borracha. Adoraba la jardinería, seguía los partidos de fútbol universitario y, al final de su vida, se ocupa de los juegos de Princeton. No manifiesta ningún interés por los escritos de su hijo. Hubiera preferido que su hijo se distinguiese en el atletismo, para lo que estaba mejor capacitado y le ahorraría tensiones que oponía a Hemingway a una madre inteligente y cultivada. Wilson frecuenta la Escuela preparatoria de la Ivy Leagne, la Alta Escuela, desde 1912 a 1915 en Princeton donde enseñaba Christian Gauss. Fue llamado por el ejército que detestaba, se convirtió en reportero del New York Evening Sun, sirve en Francia en un hospital militar y termina la guerra sirviendo en los Servicios de Reingresos.

 Wilson fue un lector empedernido. Sus notas muestran que entre agosto de 1917 y el Armisticio (que fue firmado quince meses más tarde), leyó cerca de doscientos libros, de Zola, Renan, Jamrs, Edith Wharton, Kipling, Chesyerton, Lytton Strachey, Comptom Mackensie, Rebbeca West y James Joyce. Nadie ha leído tanto y con tanta atención como Wilson, como un juez, como si dependiera de la vida del autor. Pero como escritor fue mucho menos sistemático. Parecía incapaz de planificar a largo plazo. Sus libros evolucionaban, sus obras no novelescas se aproximaban a ensayos, sus romances a novelas. Al principio de su carrera fue considerado sobre todo periodista. Si se implicaba de una manera más emocional sobre una materia, su pasión por el aspecto judicial y la verdad le obligaban a profundizar aún más. Pero necesitaba tiempo para descubrir lo que buscaba. En los años 1920 trabaja para Vanity Faire y New Republic,  ensaya la crítica teatral en Dial, después vuelve a New Republic, escribe versos, cuentos un romance, J'ai pensé à Daisy, y trabaja mucho en un estudio sobre los escritores modernos, Le Castillo de Axel. Tiene una existencia privilegiada de un célibe de la Ivy Ligue, se casa poco tiempo después (1923-1925) con Mary Blair, una actriz y después, una vez libre, se amancebaría en 1929 con Margaret Canby. En esta época, ya era un joven de letras pujante de una reputación envidiable, reconocido por su juicio acerado y objetivo.

La prosperidad espectacular de los años 1920 parece lo suficientemente durable para inhibir todo radicalismo. Hasta el punto de que Lincoln Steffens, en su libro Shame of the cities (1904) -un acopio de artículos sobre la corrupción que había jalonado la era progresista- declara que el colectivismo soviético podría muy bien ser más válido que el capitalismo de los Estados Unidos: "Pienso que la partida está ganada por los dos lados".Una serie de artículos de Stuart Chase tratan de la permanencia de la prosperidad aparecida en la Nation durante un trimestre entero. El primer episodio sale el miércoles 23 de octubre de 1929, fecha del primer gran crash bursátil. Pero cuando la crisis amenaza con toda su amplitud y la recesión no ofrece ninguna duda, los intelectuales cambian de bando pues los escritores son duramente golpeados por la crisis. En 1933, la venta de libros baja al 50% respecto a las cifras de 1929. Según Brown, el viejo editor de publicaciones Little de Boston, los años 1932-1933 fueron,"de lejos", los más catastróficos desde la creación de la casa de edición en 1837. John Steinbeck que no vendía un solo libro dice: "Cuando las gentes caen en bancarrota, lo primero que hacen es renunciar a los libros". Todos los escritores no viran a la izquierda, pero muchos fueron transportados por la gran ola de una corriente tumultuosa, desorganizada, a menudo sutil pero netamente radical. Lionel Trilling que sentía atornillada esta fuerza desde los años 1930, predice un vuelco en la historia americana:

 

"Podemos decir que hemos creado un modelo de intelectual americano de gran clase y gran influencia. El carácter de esta clase, después de diversas mutaciones de opiniones, tiene una predominancia de izquierda. A mi juicio, la tendencia política de los años 1930 será definida por una clase de ese tipo. La urgencia moral, el sentido de la crisis y el instinto de conservación del radicalismo son los distintivos del intelectual americano"

 

Trilling dice que el intelectual, según las observaciones de W.B. Yeats, era "por naturaleza" incapaz de "diluirse" en la gran obra espiritual del intelecto". Para él:

 

"Ningún trabajo es más noble que limpiar la pizarra sucia del hombre"

Lo aburrido, añade Trilling, es que durante los años 1930 las gentes angustiadas eran demasiado numerosas como para que James pensase que "borraban la pizarra de garabatos dejados por la familia, la clase, el grupo étnico o cultural (y) la sociedad en general.

Wilson fue borrado en este pasaje por la ola burbujeante de los intelectuales obligados a hacer tabla rasa para definir una nueva civilización. New Republic, hasta entonces sin línea política definida, opta por atribuir el crash de Wall Street al socialismo de acuerdo con la proposición de Wilson. En una Llamada a los progresistas", el periódico subraya que ¡los liberales y los progresistas habían apostado por el capitalismo para procurar una vida conveniente y bienes para todo el mundo. Pero el capitalismo lo había hecho fracasar!¿Los Americanos se decidieron, esta vez, a confiar su idealismo y su genio de la organización a los sentidos de la experiencia socialista?

Rusia se posicionaba como rival de Estados Unidos pues el Estado soviético poseía "casi todas las cualidades que los americanos glorificaban -una eficacia extraordinaria, una economía estimulada por el ideal de la explotación hercúlea acompañada de una acción común, por el entusiasmo  -como la Libertad en marcha- y la perspectiva de conseguir algo grande en cinco años".

La idea de comparar el primer plan quinquenal de Stalin con la libertad muestra que Wilson y sus amigos tenían una mentalidad naïf en esa época. Wilson se puso a leer con su energía acostumbrada de stajanovista toda la obra política de Marx, de Lenin y de Trotski. A finales de 1931, su convicción era un hecho: precisaba proceder a enormes cambios. Los intelectuales debían descubrir soluciones económicas y políticas específicas y aplicarlas a programas bien definidos. En mayo de 1932, redacta un manifiesto con John Dos Passos, Lewis Montford y Sherwood Anderson y,en términos teológico-políticos, propone "una revolución socioeconómica". El verano siguiente, una reflexión personal en un periódico indica la emergencia de su nuevo credo: "Creo que voy a votar a los candidatos comunistas en las próximas elecciones". Parece no haber tenido nunca intención de inscribirse en el partido. Pero estimaba que sus líderes eran "americanos auténticos" y que el hecho de "desobedecer a una autoridad central, sin la cual un trabajo serio revolucionario era imposible" no le impedía "comprender la situación de América". El PC tenía razón al decir que "los pobres no tenían otra opción que ampararse en las industrias de base y de servicios en beneficio común".

Wilson no fue nunca consciente del hecho de que sus amigos y él mismo eran vistos como ricos intrusos que operaban como un guiño de la clase obrera. Sin embargo es así como eran percibidos. Pues la contribución de Wilson a la causa, después de haber leído a Marx, se limita a dar un cocktail al líder del PC, William Foster, responde a las preguntas de los nuevos convertidos. Wilson hace referencia con delectación a una fotografía joven de Walter Lippmann, en su mansión de Washington donde pasa la noche, durante una tormenta, "intenta contener, con la ayuda de una sartén una severa inundación a través de una fisura del techo. ¡Una imagen perfecta del intelectual afrontando la crisis! Pero deja sin rendir cuentas la imagen de sí mismo reenviándola a su sirviente negra Hatty, que había "tan maravillosamente alargado su viejo pantalón de tarde con un remiendo para poder asistir a una recepción en el consulado soviético en honor de su nueva Constitución".

 Pero Wilson, animado por una auténtica pasión por la verdad, fue prácticamente lo contrario de los intelectuales descritos en este libro. Hace un esfuerzo sincero, serio, sostenido, por conseguir su propia conclusión acerca de las condiciones sociales sobre las que deseaba tratar. En 1931, desde que hubo terminado El Castillo de Axel, se consagra inmediatamente al reportaje sobre el campo, escribe artículos sobre todas las regiones de Estados Unidos, que más tarde aparecen bajo el título The American Jitters (1932). Wilson sabe escuchar, observar finamente y hacer un informe escrupuloso. Analiza la situación de la industria metalúrgica de Bethlem, en Pennsylvania, después de dirige a Detroit para estudiar la del automóvil. Hace un artículo sobre la huelga de textiles en Nueva Inglaterra, sobre las minas del oeste de Virginia y Kentucky. Va a Washington, atraviesa Kansas y el Medio Oeste hasta Colorado, desciende a Nuevo México y a California. Sus descripciones reseñables por su imparcialidad, celosas del detalle, rinden buena cuenta de la vida cotidiana de la lucha de clases. Pero por encima de todo, se interesa más por las gentes del pueblo que por las ideas. Breve, sus escritos son opuestos a La situación de la clase obrera en Inglaterra descrita en ese libro de Engels. Encuentra en Henry Ford una "extraña combinación de grandeza imaginativa, de mediocridad, de bajeza, de soberbia voluntad, de simplicidad, de frialdad, de claridad, todo al servicio de la distinción del Nordeste". Wilson recoge también informaciones sobre las querellas o los crímenes que nada tenían que ver con la crisis. Señala "las grandes empresas puntales de Detroit", describe el invierno en Michigan, la arquitectura fantástica de California, los ranchos de opereta de Nuevo México, la mujer de John Barrymore que le produce el efecto "de un pequeño pedo de monja" bien azucarado y que, al decir de una muchacha del Medio Oeste "aprovecha las últimas veinticuatro horas del capitalismo". Las torres de perforación de Laguna Beach le hacen pensar en "viejos druidas de barba colgante". En San Diego, la luz de una casa lejana, danzando al ritmo de sus pasos, le evoca "el movimiento rítmico del pene en una vagina".

Durante el terrible invierno de 1932 (había entonces trece millones de desempleados), Wilson participa en un gran coloquio de intelectuales que van a informar sobre la huelga de mineros de Kentucky y hace una descripción incisiva de lo que ve. Los escritores organizan socorros de primera urgencia. El juez del condado les advierte: "Ustedes pueden distribuir todos los alimentos que deseen, pero si infringen la ley, yo me veré en el deber e incluso será un placer inculparles". Wilson cuenta cómo el novelista Waldo Franck amenaza a un alcalde con hacerle publicidad en estos términos:"La pluma, dice Shakespeare, es más poderosa que la espada..." El alcalde replica:"Nunca he temido la pluma de un bolchevique".

Wilson señala que los visitantes intelectuales, al pasar a las excavaciones, obligaron a las autoridades a asegurarse de que no llevaban armas. Algunos protestaron, otros se sometieron. En el cuartel general del PC, Wilson anota sus impresiones: "Gente deformadas... corriendo con la espalda curvada hacia el ascensor, una mujer enana con gafas, otra, la mitad de la cara decolorada por una suerte de quemadura cubierta de protuberancias". Wilson, que dudaba de la eficacia de este género de visitas, escribe a Dos Passos: "Todo fue interesante para nosotros, pero no ha servido gran cosa para los mineros".

La libertad de espíritu de Wilson, su interés sincero por la verdad fueron el aspecto más reseñable de su radicalismo de los años 1930. Estas cualidades le impidieron convertirse, como Hemingway, en un instrumento dócil del PC. Incitaron a declarar a Dos Passos: "Los escritores deben formar un grupo independiente para que los camaradas no puedan tomarles por ingenuos". Había percibido ya que el intelectual radical burgués tiene tendencia a carecer de una aptitud humana esencial, la de identificar su propio grupo social. En una nota sobre "el carácter comunista" (1933) subrayaba esta debilidad:

 

"No se puede identificar sus intereses más que con una minoría de proscritos... esta solidaridad humana que no existe más que en una visión imaginaria del progreso humano es una fuerza motriz poderosa que es preciso no subestimar. Lo que pierde en contacto humano inmediato está compensado por su propensión a ver en ellos a su propia familia y a sus propios vecinos".

 

Para un hombre como Wilson, a quien la vida humana y el carácter interesaban en grado sumo, esta compensación está lejos de ser sufrida por él. Pero, determinado a estudiar el comunismo y lo bien fundado de sus teorías, trabaja ya en La Estación de Finlandia, un reportaje de primer orden sobre la historia del marxismo y sus aplicaciones en la Unión Soviética. A su manera, hizo esfuerzos por descubrir la verdad que cualquier intelectual de los años 1930busca, aprendiendo a leer y a hablar en ruso. En la primavera de 1935, Wilson obtiene una bolsa de 2000 dólares de la fundación Gugenheim para ir a estudiar a Rusia. Embarca a Leningrado en un barco ruso y pasa enseguida a entretenerse con sus pasajeros. De Leningrado, se dirige a Moscú, después desciende el Volga en barco hasta Odessa. Las grandes purgas comienzan, pero los visitantes todavía pueden circular más o menos libremente. En Odessa coge la escarlatina, seguida de trastornos renales agudos debiendo permanecer varias semanas en cuarentena en un hospital arruinado, de una sanidad repugnante pero en un ambiente significativamente cálido. Una curiosa mezcla de gentileza y puyas, de socialismo y miseria. Numerosos personajes parecían salidos directamente de páginas de Pushkin. Pushkin todavía vivía cuando este lugar había sido construido. Esa estancia le abrió la puerta a una clase de sociedad rusa que no hubiera podido descubrir de otra manera. Deja Rusia al borde de disgustarse por Stalin, escéptico respecto a todo el sistema, pero guarda un enorme respeto por el pueblo ruso y una loca admiración por su literatura.

Está claro que el interés irresistible que Wilson sentía por los seres humanos y la prioridad que daba a sus ideas le evitaron convertirse en doctrinario. Hacia finales de los años 1930, todos los síntomas y los pruritos de hombre de letras reaparecieron. Pero su emancipación del señuelo marxista y de la izquierda no le fue fácil. La Estación de Finlandia no es publicada hasta 1940. Wilson termina denunciando el estalinismo como "la tiranía más horrible jamás conocida". En la segunda edición, el libro es una mixtura que comporta un cierto número de páginas fechadas en la época en que el impacto de Marx era predominante y en la que Wilson consideraba todavía las tres diatribas de la propaganda de Marx. La lucha de clases en Francia (1848-1850), el 18 de Brumario de Louis Napoleón Bonaparte. (1852) y La Guerra civil en Francia (1871), como "producciones mayores en la historia de las artes y las ciencias modernas", tratan de un revoltijo de inexactitudes, de medias verdades, de agresividad, totalmente despojadas de valor histórico. Pero revela lo que piensa de la naturaleza del antisemitismo de Marx: "Lo que Marx desprecia esencialmente de esa raza, es lo que despierta la cólera de Moisés al descubrir a los hijos de Israel danzando ante el Becerro de oro". Analiza la actitud de Marx hacia el dinero, nacido de su "idealismo casi maniqueo". De todos modos, no hace la menor alusión a sus reportajes mentirosos sobre otros, a su impaciencia por enterrar a su familia, comprendida su madre, a sus empréstitos a fondo perdido, a sus especulaciones bursátiles (aunque no estaba al corriente de esta actividad). Wilson no parece afectado por lo que Marx inflige a su familia en nombre de "las Artes y las Ciencias". En teoría al menos.

Pero ¿en la práctica? Hemos visto que no lleva las marcas del intelectual puro secular que son el desprecio de la verdad y la prioridad dada a las ideas sobre los hombres. ¿Participa de él un enorme egotismo que caracteriza igualmente a este grupo? El examen de este aspecto de su carácter o de su comportamiento personal no constituye una prueba absoluta. Wilson tiene cuatro mujeres. Con la primera, la separación se hace de común acuerdo, sus caminos respectivos se revelan incompatibles. Queda además en buenos términos. La segunda tropieza a causa de sus altos tacones en el curso de una recepción  en Santa Bárbara, cae por la escalera y muere de una fractura del cráneo en septiembre de 1932. Vive solo durante su episodio ruso-marxista y después, en 1937, encuentra a Mary McCarthy, escritora, brillante, diecisiete años más joven que él con la que se esposa el año siguiente.

Esta tercera esposa añade una dimensión a su existencia política. Mary McCarthy resulta una mixtura extraordinaria de orígenes y tendencias. Ella procedía de Seattle. Por parte de su madre, tenía sangre judía y protestante de la Nueva Inglaterra. Los padres de su padre eran parte de la segunda generación de granjeros irlandeses que se enriquecieron con el comercio de silos. Ella viene al mundo el 21 de junio de 1912, seguida de tres hermanos. Se convierten en huérfanos. Mary es educada por un tío y una tía católicos tiránicos, después por sus abuelos protestantes. Su educación pasa de un extremo a otro, del convento católico a Vassar, el clásico colegio de jovencitas distinguidas. Como era de prever, de él sale una pedante con los dedos manchados de tinta, entre la monja y las medias azules. Mary que tenía ambiciones teatrales considera prioritaria la escritura como último recurso. Pero adquiere rápidamente una reputación excelente en la crítica literaria y después dramática. Se casa con un escritor mediocre, Harold Johnson, del que se distancia rápidamente. Su matrimonio toca a su fin tres años más tarde. Lo plasma en un libro soberbio, Trato cruel y bárbaro. En 1937 comparte algún tiempo el apartamento de Philip Rahv, un hombre interesante, de origen ruso, editor de Partisan Review, que la proyecta al centro de la escena radical neoyorquina.

Tan paradójica que pudo aparecer en un Nueva York que  en los años 1930 era “el territorio más libre la Unión Soviética... El único lugar donde la lucha entre Stalin y Trotski pudo librarse abiertamente”. La batalla se libraba también en la Partisan Review. Fundada en 1934, la revista había sido inicialmente de obediencia comunista. Pero Rahv, su redactor jefe, era un hombre independiente e indócil. Había dejado la escuela a los dieciséis años, había dormido en los bancos públicos o en las bibliotecas públicas. Se hizo marxista al mismo tiempo que Wilson en el curso de los años 1930 y declaró su conversión en una “Carta abierta a los jóvenes escritores”: “Debemos romper todo lazo con esta civilización conocida bajo el nombre de capitalismo”. Aborda el asunto con el trato exacto de la tendencia predominante de la época, la del intelectual burgués, la del escritorzuelo mitad obrero mitad campesino.“He relegado los hábitos sacerdotales de espiritualidad hipócrita que afectan a los escritores burgueses deseosos de convertirse en asistentes intelectuales del proletariado”. Fue el gran organizador de lo que se llamó “la clase guerrera literaria”, título de uno de sus artículos. Pero rompe con el partido comunista en 1936 en el momento de los procesos de Moscú, en cierto modo trucados. Rahv es un hábil conocedor del mundo literario. Cuando presiente el viraje de la opinión literaria, suspende la aparición de Partisan Review y hace de ella un órgano cuasi troskista. La mayor parte de los escritores cercanos a este círculo le siguieron, comprendida Mary McCarthy que se convirtió en su amante. Una buena elección la de Mary bonita e inteligente.

Mary estaba más atraída por la excitación provocada por la guerra stalino-trotskista que por la política.”Una línea de sangre separa a los partisanos de Stalin y a los de Trotski”, escribe James agárrelo, un novelista de Chicago. “Y esta línea de sangre parece un río infranqueable”. Raro Browder, el responsable del partido, declara que los trotskistas que distribuían folletos en los mítines del PC deberían ser “exterminados”. Mary McCarthy describía más adelante los despachos de la Partisan Review, una guarnición aislada del escuadrón: “Todo el barrio era un feudo comunista”; sin embargo “ellos” estaban en todas las calles, en las cafeterías. Casi todos los inmuebles abandonados encerraban al menos unas dos tropas de choque, escuelas o publicaciones. Partisan Review se mudaba a Astor Place y compartía inmueble con New Masses, el órgano del partido comunista. Se citaban en un ascensor, lo cogían juntos en silencio, se reconocían recíprocamente impasibles. “Una perspectiva que disfrutaban pero a menudo temían”. Mary encontraba esta guerra excitante, y su educación católica encontraba en ello una cierta arrogancia ideológica. Ella rehúsa hablar y ser asociada a quienes infringen sus reglas morales estrictas, todas enunciadas en términos doctrinarios. Sus conocimientos reales y su interés por la política eran muy superficiales. Reconoce más tarde que a menudo había adoptado tales posiciones políticas para hacerse notar o por juego. Fuese como fuese, era demasiado crítica para convertirse en un camarada de partido de los años 1930.  Compara más adelante a Trotski con Ghandi, demostrando con ello que conocía mal tanto a uno como a otro. En las recepciones a menudo provocaba escándalo al revelar sus tendencias realistas, deploraba la brutalidad de muertes perpetradas contra los miembros de la familia del zar. Por el contrario, se veía bien que no fuese una fanática de la política. Ignoraba todo del comunismo pero era comunista, después trotskista casi por accidente, después anticomunista, después nada, pero en cualquier caso de izquierda. En su juventud es extremadamente crítica por naturaleza y por profesión pero, en el fondo, ante todo se interesaba más por los individuos que por las ideas. Mary fue más la mujer de un intelectual que una intelectual.

¿Había elegido ella ser la esposa de un hombre de letras? Rahv era un intelectual poco atractivo pero pastor muy hábil en manipular “las hordas de espíritus independientes”, escondiendo sus propios sentimientos. William Styron le encontraba “muy secreto, casi imposible de conocerse”. Incluso para Mary McCarthy, que escribía: “Son dos personas juntas, pero él no se parece a nadie”. Más tarde, Norman Podhoretz afirma que Rahv tenía “un gran apetito de poder”. Ese deseo se explicaba de manera cómoda puesto que lo ejercía sobre los otros. Su nueva amante no tarda en descubrirlo.

Mary McCarthy que tenía el alma romántica adora a los partisanos neoyorkinos de la guerra. Pero no se deja dominar por mucho tiempo. Escapa a la influencia de Rahv y se encuentra casada con Wilson. Este matrimonio, en teoría, podría haberse convertido en una alianza literaria, pero fue una unión política de la distinción y duración comparables a la asociación Sartre-Beauvoir. Sin embargo en la práctica, hubiera sido necesario que ambos fuesen diferentes. Wilson se comportaba con las mujeres un poco como Sartre. Dicho de otro modo, no pensaba más que en él y las explotaba. Refiere una conversación con Ciril Connolly en 1956 a propósito de las mujeres que muestra claramente que, para él, el papel de la mujer era servir a su marido. Aconseja a Connolly desembarazarse de la suya, Barbara Skelton, y unirse a otra “que tuviese mejor sentido de él”. Connolly que precisamente venía con la idea de seguir su consejo y hacerlo. “Estoy todavía pegado al matamoscas, pero he liberado una pierna”. Ambos, es evidente, consideraban a sus esposas como siervas de una competencia apenas particular.

Wilson, al contrario de Sartre, desconfiaba de las mujeres. Tenía incluso miedo. Cuando era joven, pensaba que las mujeres representaban las fuerzas conservadoras más peligrosas que los héroes literarios que debería combatir toda su vida. Se protege, al menos así lo cree, con la ayuda de variaciones sobre la sempiterna “transparencia”: deja en sus carnets de notas largos pasajes describiendo a su mujer en las posturas más íntimas de sus reportajes sexuales. Wilson era tan novelista como crítico y sus anotaciones tuvieron la influencia del Ulysse de Joyce. Parece haber pensado que describiendo las cosas tal como son conseguiría exorcizar su terror al sexo y el poder que las mujeres ejercían sobre él. Escribió mucho sobre Edna Saint Vincent Millay, la bella poetisa que le fascinaba, su primer amor, sin duda el más fuerte, y cuenta el emparejamiento que había terminado con John Pale Bishop, el joven que compartía su apartamento y también estaba enamorado de ella. Puesto que estaban obligados a compartirlo, Bishop tendría derecho a acariciar la parte superior de su cuerpo y él la parte inferior. Ella les llama “los chicos de corazón del infierno”. Cuenta la compra de su primer preservativo (1930): “Estoy en un drugstore de Greenwich Avenue, he mirado desde el exterior y no había damas en el interior”. El vendedor le recomienda cálidamente una marca de preservativos y le hace una demostración: “Sopla dentro como en un balón para demostrar hasta qué punto era fiable. El balón estalla, lo que me pareció de mal augurio”. Wilson pensaba que él”era víctima de numerosos avatares, blenorragias, desórdenes, corazón roto”, y su interés repugnante por esos accesorios que las mujeres debían descartar para dejarle penetrarlas: “retirar una de esas sagradas cinturas” es como “comer una cáscara”.

Los pasajes más despiadados se refieren a su segunda esposa Margaret: “Cuando la abrazaba, en pie, desnuda, sin calzado, sus caderas gruesas, su torso grueso con los senos suaves y sus pequeños pies”. Anota que sus manos eran pequeñas y fuertes, y la describe: “en la cama, con sus pequeñas piernas y sus brazos pequeños. Anota que sus manos eran pequeñas y fuertes, y lo describe: “en la cama, abría sus pequeñas piernas y sus cortos brazos, como patas de tortuga”. Cuanta cómo habían hecho el amor en un sillón, durante el baile acostumbrado de Bellas Artes”: “No fue fácil. Ella debía poner una pierna sobre un brazo del sillón. Se quita el vestido y su ropa interior al mismo tiempo... y me dice: ¡yo soy muy rápida!”

Tiene también aventuras: “Una mujer me ha abordado y me ha pedido que la pegase. (A uno de sus amigos le gustaba pegar a su mujer). He comprado un cepillo de metal para caballos, primero me acerco a ella y luego la azoto con él. La he encontrado bastante dura, puede que a causa de mis inhibiciones, pero me dice que me amaba más”. Otra creía que “el sexo de los hombres siempre está rígido, puesto que cada vez que se acercaba siempre lo estaba”. Habla de una prostituta amancebada con Curzon Street que “trabajaba con energía y autoridad”, y demasiadas mujeres que, llenas de admiración ante su anatomía, le decían “¡qué fuerte eres!

Su cuarta esposa, Elena, recibe el mismo trato. Durante la campaña electoral de 1956, “estábamos en el diván del tren y escuchamos a Adlain Stevenson que hacía campaña en el Madison Square Gardenia. Yo la envidiaba -ella se levanta en la mitad, abre las piernas y cuando termina la emisión pasamos a una fase más activa. Parecía que no tuviera nunca bastante”. En Inglaterra, fatigada de su vida monástica de All Souls en Oxford, vuelve a toda prisa a Londres “saltando sobre Elena que estaba en la cama”.

Su tercer matrimonio con Mary McCarthy no da lugar a estos escritos casi pornográficos en sus carnets de notas. Al menos, ninguno que se haya publicado hasta hoy día. Su unión dura desde febrero de 1938 hasta el fin de la guerra, pero parece que una fisura aparece desde el principio. Sartre es posible que tratase a Simone de Beauvoir como a una esclava, pero nunca le dicta lo que debe escribir. Wilson, insta a su mujer a que escriba novelas y la trata como a una escolar inteligente bajo la férula de un inspector académico. Mary se esposa porque él le insta a esposarse. Nada reseñable que como esposa lo considerase autoritario. Él recurría más a los juicios que a las opiniones que ella llamaba la “versión autorizada”. Bebía también mucho y, cuando estaba ebrio, se volvía violento cuando ella se rebelaba. Hombres pelirrojos y ebrios (Wilson era pelirrojo de ojos marrones), mujeres con ojos magullados por los golpes asestados por su marido eran frecuentes en sus relatos.

El matrimonio dura hasta 1946, pero el punto crítico tiene lugar en el verano de 1944, como refiere Mary en su testimonio de ver de obtener el divorcio. Después de haber recibido a dieciocho personas, al marcharse todos, se puso a poner la mesa:

 

 “Le he pedido vaciar la basura. Él me ha respondido: “Vacíala tú misma”. He sacado las dos grandes bolsas, me ha hecho una inclinación irónica en la puerta y me ha repetido “Vacíalas tú misma”. Le he dado una bofetada, no muy fuerte, y he ido a tirar las bolsas. Cuando he vuelto, me llama. Me aproximo. Se levanta del diván, coge impulso, me golpea la cara, después todo el cuerpo y me dice: “¿Te das cuenta de que estás desgraciadamente conmigo? Muy bien. Te voy a dar una buena razón. Salgo de casa corriendo y saltaré a mi coche”.

Describe también enseguida la escena de las bolsas de basura en A Charmed Life. De Martha, su heroína aterrorizada por Miles Murphy, un pelirrojo, ella dice: “Nadie, salvo Miles, ha llegado nunca a intimidarle... Con Miles, ella hacía constantemente lo que ella odiaba”. Escribe a Wilson asegurándole que él no era Miles. Él le responde que no había leído su libro. Supone que se trata sin duda de sus malos amigos pelirrojos irlandeses.

Mary McCarthy tenía un carácter demasiado fuerte demasiado talento para contentarse con ser la compañía de un personaje tan exigente. Podría ser que al principio de su separación, sus agarradas radicales se prolongasen algún tiempo. A fin de cuenta, fue probablemente el espíritu de independencia de Mary lo que ayudó a Wilson a detestar toda idea progresista. Su partida marca una fecha en su vida. Deja de actuar como intelectual para reanudar el papel decente del hombre de letras. En 1941, compra una gran casa antigua en Wellfleet, en Cap Cod. Más tarde hereda una casa familiar en los alrededores de Nueva York, viviendo en las dos, pasando de una a otra según la estación del año. Elena, su cuarta esposa, nacida Helene-Marte Mumm, era hija de viticultores medio alemanes de la región del Reims. Anota con placer y aprobación “su animalidad franca y su inhibición que contrastaba con su atuendo impecable y sus modales aristocráticos”. Fue “un gran alivio”, “comienza de nuevo a funcionar normalmente”. Ella hace reinar en sus casas una disciplina de estilo europeo, aporta elegancia y confort a su existencia. Acepta la rutina con alegría. Ella le permite concentrarse, el día entero, en pijama y ropa de cama en su despacho de trabajo, de donde no sale más que cinco horas después de la comida para volver a lo que él llamaba su “rendez-vous social”, vestido del todo, con camisa fresca y corbata.

El 19 de enero de 1948, redacta, después de su paseo con sus perros, una nota acerca de su nueva vida de hombre de mundo y de literato. Después de una buena jornada de trabajo y de haber degustado un buen “scotch” antes de salir: “Los perros están seducidos por la nieve”. El pantano es “grande, de un rubio aterciopelado bajo el cielo un poco gris de Cape Cod”.  Antes de regresar, se detiene ante la casa para contemplar “su bello orden, sus luces, la ventana del comedor, el resplandor de los candelabros...”. Ocho años más tarde, sale un ensayo, El autor a los sesenta años, un himno a la tradición y a la continuidad. “La vida en los Estados Unidos, escribe, está muy expuesta a las rupturas, a las frustraciones, a las catástrofes y a los colapsos graduales”. En su juventud, se sentía amenazado por este destino. “Entrando en mi sesentena de edad, encuentro que la continuidad es más gratificante. He vuelto al campo a reencontrarme con los libros de mi infancia y los muebles que pertenecieron a mis padres”. ¿Lo retrata como un enclave del pasado? En absoluto. Él se sentía el centro de las cosas, quien “se encuentra en mi cabeza donde se alojan mis sensaciones y mis pensamientos numerosos”.

Este pasaje de la vida no está muy lejos del de Henry James. Es interesante anotar que a despecho de su transformación en hombre de letras, Wilson conserva los rasgos de carácter que le habían proyectado a la senda del intelectual radical. Por regla general, Wilson se esfuerza siempre con una gran honestidad, por descubrir la verdad. Pero en ciertas zonas de su espíritu, los prejuicios luchaban salvajemente para fracasar. Su anglofobia, la amalgama de anti-imperialismo, su odio al sistema de clases de los ingleses y su fuerte sentimiento de inseguridad sobreviven en el declinar de sus pulsiones radicales. Se tiene la impresión de que conservaba esos rasgos cuando escribía en sus carnets de notas de post-guerra: “Churchill es repugnante e intolerable”. Los ingleses, a su juicio, están tratando de apropiarse de todo el mercado de cáñamo indio. No importa que el cónsul francés de la segunda zona sepa que debe hacer un informa sobre ese hecho. Pero se teme el estilo “Oxford”, “la competición venenosa de los ingleses”, “sus dos maneras de decir “sí”, la una glacial, la otra insincera”... tienen además una palabra especial, la “civilidad”, para designar lo que no es más que educación elemental, con miedo a su tendencia a “fomentar la violencia” y su reputación internacional de hipócritas”.

Wilson no esconde su odio a la “pérfida Albión” y a “la morgue inglesa”: “He derivado a tan anglófobo que estoy dispuesto a probar la simpatía por Stalin pues él trata con dureza a los ingleses”.

En 1954: hace otro viaje a Inglaterra que nos deja dos relatos. El suyo, envenenado, es una escena deliciosa contada por Isaíah Berlín recibida en All Souls. “En Inglaterra mi política fue discretamente agresiva”, explica Wilson. Constata con satisfacción que los intelectuales ingleses eran todavía más “provincianos” y están más “aislados” que antes. Ve Oxford  “en mal estado, ruinoso, escrofuloso, leproso”. Su habitación de All Souls parece “una pequeña y triste célula en un meublé de la cuarta zona de Nueva York”. Los empleados del College estaban “evidentemente en disidencia”. Wilson ve en recepción a E.M. Costera, “un hombrecillo al que podría tomarse a primera vista por un empleado de oficina o por un vendedor de gafas en una boutique óptica”. Declara en un tono agresivo que comparte su entusiasmo por Guerra y Paz, La Divina Comedia, El Declinar y caída del Imperio Romano, de Gibbon, pero que El Capital entra aproximadamente en la misma categoría”. Una reseña sorprendente para un hombre de letras. Wilson anota además que Foster estaba “desconcertado” y para superar el obstáculo, salta del gallo al asno y se precipita sobre Jane Austin. Luego aborda algunas palabras de las que no parece percibir la ironía: “Bien, no quería acapararos y separaros de vuestros amigos”. Berlín querría saber si había “detestado a todas las personalidades del medio literario que había conocido en Londres”. Wilson responde: “No. mis preferidos son Evelyn Waugh y Ciril Connolly”. “Por qué”, pregunta Berlín. “Porque les encuentro completamente nulos”.

Wilson muestra hacia otros escritores una hostilidad personal que caracteriza a numerosos intelectuales. Anota sus impresiones con aún más malicia que Marx: encuentra la cabeza de D. H. Lawrence “un poco desproporcionada. Se ve que desciende de una raza de menores pertenecientes a una casta inferior”. Hace también un horrible retrato de Scott Fitzgerald en clave patética, acostado en una esquina del mismo sol. De Robert Lowell hace un loco, un maniaco con voz “afeminada”. De W. H. Ayuden, “un hombre de mundo corpulento... que se pone a contarnos que la flagelación no era su fuerte”. Dorothy se aplicaba un buen perfume. Van Wuch Brooks no “comprende nada acerca de la gran literatura”. Ciril Connolly “no escuchaba nunca los rasgos del espíritu o las historias de otros”. “T. S. Eliot, en el fondo, es un canalla”. Los Stiwell no presentan “ningún interés”. Hay mucho odio en este juego olímpico.

La desmesura de los intelectuales a propósito de asuntos que estallan en el mundo de vez en cuando sobrevive en Wilson mucho después de su ruptura con ellos. Emerge esa desmesura cuando Wilson combate a los controladores de los impuestos americanos sobre los que escribe un libro escandaloso. El problema era sin embargo simple. De 1946 á 1955, él no había pagado sus impuestos, un delito muy grave, severamente castigado, con multas y prisión, en América como en otros. Cuando requiere por primera vez a su abogado, cuenta él, “me dice que tenía yo tal desorden que no quedaba más remedio que pasar por ciudadano de otro país”. Las razones invocadas para justificar su infracción parecen claras: gran parte de su vida fue periodista independiente. A finales del año 1943, había ocupado un puesto regular en el New Yorker en el que sus impuestos eran deducidos de su salario. En 1946, su Memoria del condado de Hécate había tenido un gran éxito comercial, pero antes fue redactor asociado de New Republic y había ganado como mucho 7.500 dólares. Además, ese año había vuelto a casarse y había debido afrontar la friolera de dos divorcios. Entonces se había servido para ello del maná de Hécate. El libro continuaba vendiéndose bien y tenía intención de superar su retraso y cumplir sus obligaciones con el Estado. Pero he aquí que el libro había sido declarado obsceno y las entradas de dinero habían cesado brutalmente. “Yo me digo que antes de disponerme a pagar los impuestos en suspenso desde 1945, más me valdría atender a ganar el dinero”. Lo que le lleva en 1955 a publicar en el New Yorker su largo estudio muy admirado sobre los manuscritos del Mar Muerto del que salió un libro de éxito. Sale del despacho del inspector de impuestos bajo el impacto de cuando el inspector le dice: “No tengo ni idea de la carga de las multas, ni de la severidad de las penas que puedan recaerle por no haber pagado sus impuestos”.

Semejante declaración extraordinaria para un hombre que escribía en abundancia sobre los problemas sociales, económicos o políticos durante los años 1930, que amenaza a las autoridades por sus cuantiosos gastos y nacionalizaciones, que publica La Estación de Finlandia, un libro expuesto con entusiasmo delirante de ideas dirigidas a revolucionar la situación de las gentes del pueblo y a incitarlas a tomar los bienes de la burguesía. ¿Dónde pensaba él que el Estado habría de encontrar el dinero necesario para hacer frente a los enormes gastos del mundo nuevo que él preconizaba? ¿Este trabajo de reforma no exigía que cada cual asumiese sus responsabilidades en serio? Sobre todo los que, como él, explicabanlas obligaciones morales hacia los desfavorecidos. ¿Qué hizo de la fórmula marxista que proclamaba: “De cada uno según sus capacidades y según sus necesidades”? ¿Pensaba que ello no era más que para los otros?

¿Este caso se asemeja a aquél del radical que se preocupaba por la suerte de la humanidad en general, pero muy poco de los humanos en particular? Él sería una buena compañía. Marx no pagaba nunca impuestos. Cuando Wilson explicaba a los hombres en tono docto cómo debían comportarse, estimaba sin duda que las consecuencias prácticas de sus consejos no le concernían pues estaban reservadas para “la gente común”. Wilson pone, para la ocasión, un ejemplo impactante de comportamiento de muchos intelectuales.

Toma dos abogados, contrata a dos contables. Consultan cinco años para arreglar sus cuentas con el Estado. Le son impuestos 69.000 dólares, aumentados con el 6% de intereses de retardo sobre diez años, un 90% de multas legales, un 25% por fraude, un 25% por delincuencia, un 5% por incumplimiento de la declaración de impuestos y un 20% por haber declarado sumas inferiores a sus ingresos reales. Un veredicto relativamente clemente sanciona con un año de prisión por año no declarado de impuestos. Además, como invoca pobreza, no ha de soportar 16.000 de tasas legales. La inspección de los impuestos termina con el compromiso por su parte del pago reducido a 25.000 dólares. Debiera haber agradecido al cielo esta oportunidad. Protesta. Una reacción irracional de aburrimiento le impulsa a escribir una requisitoria, La Guerra fría y el impuesto, sobre la implacable severidad del Estado, en su papel más belicoso de recaudador de impuestos. Lo que no debiera sorprenderle a este hombre imaginativo estudioso del funcionamiento teórico y práctico del Estado. Lo que subestima su poder maléfico -según su fuerte motivación del deseo de expansión bajo pretextos humanitarios- y su posición débil frente a él mismo. No puede protestar cuando cae en la trampa de la negligencia.

Intenta justificar su propia inconsecuencia argumentando que la mayoría del presupuesto nacional iba unida a gastos ligados a la paranoia de la guerra fría. Es cierto que no pagando sus impuestos, no sufragaba la Defensa. Y que mientras él se ha instalado confortablemente, una gran parte de los recursos federales estaban invertidos en la guerra. ¿Cómo justificar esta deserción en el plano moral? El libro muestra a un Wilson en su peor aspecto.

En la cuarentena, deja de comportarse como un intelectual de la política para hacerse significativamente productivo. Escribe Los manuscritos del Mar Muerto (1955), Excusas hacia los Iroqueses (1959), una revuelta de los Indios, El enclave patriótico (1962) relativo a la guerra americana. Éste trabajo exigía valor, un apetito insaciable de verdad, de inteligencia y de perseverancia (para escribirLosManuscritos tuvo que aprender hebreo). Estas cualidades le distinguen de la mayoría de los intelectuales. Pero se distingue sobre todo por las motivaciones de sus investigaciones y sus relatos. Estaban alimentados por un interés cálido por los seres humanos en grupo o a título individual, y no por ideas abstractas. La vivacidad y colorido de sus críticas literarias se deben a una simpatía sin igual que proporciona una lectura muy complaciente. Los libros de Wilson no son entidades descarnadas. Salen del corazón, del cerebro de hombres y mujeres vitales, emanan de la interacción entre el tema y el autor. Pero las ideas pretenden romper a los hombres a fin de que se conformen. De ahí su crueldad. La gran obra por el contrario se construye a partir de la iluminación del individuo que se propaga a la generalidad. En el curso de una discusión sobre Edna Saint Vincent Millar, Wilson da una definición perfecta del funcionamiento óptimo de la poetisa:

 

“Dando una expresión suprema a una experiencia personal profundamente resentida, se puede identificar a una experiencia humana más general, servir de portavoz al espíritu humano, predecir sus dificultades y vicisitudes. Y controlando la expresión humana, el mismo esplendor de esta expresión se eleva por encima de la vergüenza del común, de sus opresiones y de su pánico”

 

El humanismo de Wilson le libera de la trampa del sofisma milenarista y le permite comprender este proceso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11.

LA CONSCIENCIA TURBADA DE VÍCTOR  GOLLANCZ

 

 

 Lo que corresponde a este estudio, de un caso a otro, es la falta de respeto de los intelectuales por la verdad. Se muestran impacientes por promover su Verdad redentora y trascendental -una misión de la que se creen investidos por el bien de la humanidad- pero las verdades terrestres, los hechos objetivos, por el contrario, les impacienta mucho. Las verdades menores embarazosas, las que van al encuentro de sus argumentos, están falsificadas, o suprimidas deliberadamente. Marx es un ejemplo sorprendente. Casi todos, en diversos grados, sufren de este grave defecto, a excepción de Edmundo Wilson ¡que no fue verdaderamente un intelectual!

 

 Consideremos ahora el caso de un intelectual cuyos engaños, incluidos los de sí mismo, ocuparon un lugar central y determinante, tanto en su trabajo como en su vida.

 Víctor Gollancz (1893-1967) no inventó propiamente una teoría genial. Pero fue el propagador de numerosas ideas que impregnaron con fuerza la sociedad. De ahí su importancia. Gollancz quizá fuese el agente de publicidad más excepcional de nuestro siglo. No un mal hombre, en todo caso. En general, cuando él se portaba mal, cuando era consciente de ello su conciencia  le atormentaba. Su carrera muestra hasta qué punto la mentira puede mezclarse en la propagación de ideas. Todos los que trabajaban con Gollancz sabían que trataba la verdad de manera pasajera. Gracias a la honestidad de su hija, Livia Gollancz, que permitió la inspección de sus documentos, y de Ruth Dudley Edwards, un biógrafo imparcial y talentoso, podemos ahora examinar la naturaleza y la comprensión de esas mentiras.

 Gollancz, ya rico de nacimiento, se hace más rico por su matrimonio. Venía de una familia excepcional dotada y cultivada. La de su mujer no era diferente. Los Gollancz eran judíos practicantes originarios de Polonia, el abuelo era chazan (cantor) en la sinagoga de Hambro. El padre de Gollancz, Alexandre, era un rico joyero, muy trabajador, piadoso y estudioso. Sir Hermann Gollancz, su tío rabino, tuvo una actividad pública intensa. Otro tío, Sir Israel Gollancz, erudito shakesperiano, llegó a ser secretario de la British Academy y creó el departamento inglés de la “London University”. Uno de sus tantos estudiantes de Cambridge, el otro era pianista. Su mujer, Ruth, perfectamente educada en la escuela de párvulos de Saint Paul, recibió formación artística. Los Lowy, la familia de su esposa, reunía notablemente erudición, arte, éxito en los negocios, y las mujeres perseguían cultura con tanto ardor como los hombres (la célebre Historia de los Judíos) de Graetz fue traducida al inglés por Bella Lowy).

 Toda su vida, Gollancz estuvo en un entorno impregnado de cultura europea refinado. Desde su más joven edad, se le ofrecieron todas las ocasiones que aprovechó. Hijo único de la familia, fue mimado por sus padres. Disponía de dinero de bolsillo en abundancia para satisfacer su pasión por la ópera que le llegó muy pronto. A los veintiún años, ya era la cuarenta y siete representación de Aida. Y hasta el fin de su vida, pasa sus vacaciones haciendo tournés por las grandes salas de ópera en Europa. Obtiene una beca para entrar en Saint Paul donde recibe una soberbia educación clásica. Dos veces por semana, traduce el editorial del Times al griego y al latín. Después frecuenta el New College de Oxford como editor libre, obtiene el premio Chancelier de ensayo en latín y un primer premio de estudios clásicos.

 Aún joven, ya era un intelectual radical, un derivado de la pasión fogosa de Ibsen, de Maeterlinck, de Wells, de Shaw y de Walter Whiteman. Su opinión sobre la mayor parte de los problemas estaba hecha, según él, desde la cuna, y no vio razón alguna para cambiarla. En la escuela como universitario, apenas fue popular. Se le consideraba pedante, demasiado seguro de sí mismo. Abandona muy pronto la práctica del judaísmo. No puede, decía, soportar los cuarenta minutos de marcha que separaba su casa de Amanda Vale de la sinagoga de Bayswater (los medios de transporte estaban prohibidos el sabbat), una de sus típicas exageraciones, pues la sinagoga estaba a quince minutos de él. Sigue la vía habitual: la que va de la reforma del judaísmo a la nada. Gilbert Murray, un ateo animado de nobles sentimientos, le ayuda en Oxford. A continuación, elabora su versión religiosa personal, una suerte de cristianismo platónico, un eje en torno a Jesús, “la particularidad suprema”. Esta religión ecuménica presentaba la ventaja de proporcionar a Gollancz una sanción religiosa, fuesen cuales fuesen las posturas laicas que él llegó adaptar. Pero conserva el privilegio que consiste en contar historias antisemitas inofensivas.

 Se hace pasar por inválido al estallar la Primera Guerra Mundial durante un cierto tiempo. Luego el subteniente Gollancz recibe una llamada a filas, que se reveló desastrosa, en el cuerpo de fusileros de Northumberland, donde desobedecía las órdenes y se hizo detestar por todo el mundo e incluso rozó al ámbito marcial. De allí escapa para enseñar los clásicos a Repton en clases terminales a jóvenes que partirían pronto al frente para hacerse probablemente matar. Gollancz fue un maestro brillante y subversivo. Medio pacifista (a despecho de su agresividad innata), feminista en teoría, socialista, contrario a la pena capital, partidario de una reforma penal, agnóstico de la época, estaba decidido a hacer adeptos en todos esos dominios: “He tomado mi decisión, escribe más tarde, yo hablaré de política a estos chicos y a todos los que encuentre, un día tras  otro”. Esto fue la palabra orden de su vida. El mago, el profeta Gollancz, detentador de la Verdad, sabía cómo imponerse a los demás. No le llegaba la idea de que los padres de sus alumnos podrían enfadarse al ver a su hijo sometido a una propaganda subversiva. Y además una persona que disfrutaba del privilegio de tenerles cerca abusando de su posición de manera deshonesta. Gollancz defendía su posición, con su colega D.C. Somervell en dos panfletos: Educación política en una escuela pública, un picapleitos en favor de la educación política en la escuela, y La Escuela y el mundo. Geoffrey Fisher, su director cautelar (se convirtió más tarde en arzobispo de Canterbury), reconoció las capacidades excepcionales de Gollancz, admitió que su equipo de enseñantes estaba lejos de igualarle, pero informa que él estaba yendo muy lejos. En 1918 es reenviado, en Pascua, por orden del ministerio de la Guerra que poseía un dossier de sus “actividades pacifistas” en Repton.

 Gollancz prosigue su carrera en el ministerio de la Alimentación, donde se le encarga el control de las raciones kascher (comida según la ley judía), pasa algún tiempo en Singapur, después trabaja para el Grupo de investigación radical y para el Rowntree Trust. Termina descubriendo en él una vocación de editor con los Benigno Brothers. La casa editaba un gran número de revistas  técnicas de obras de referencia que Gollancz tristes e incómodas. Termina convenciendo a Sir Ernest Benn de que le confíe la dirección del departamento de libros y la creación de una sociedad separada, para él, con una comisión y partes de la sociedad. Él promete un éxito imponente en tres años. Benn escribe en su diario íntimo: “Aquí dejó constancia del gran crédito que he acordado con el genio de Víctor Gollancz quien será el único responsable. Gollancz es judío. Es una rara mezcla de educación, de cultura artística y de sentido de los negocios” ¿El secreto de Gollancz? Producir libros abarcando toda la gama de precios. Colectivamente serán al abrigo de las fluctuaciones estacionales, de la moda, y promoverá la venta selectiva sin vergüenza, con la ayuda de una publicidad masiva. Editará obras que tratan de nuevas materias técnicas como el teléfono automático, indispensable para los negocios. Pero también publica obras de ficción. Gollancz. En su origen el éxito colosal de Gollancz fue debido a la Benn’s  Sixpenny Library, una prefiguración de la colección Penguin y, por otro lado de la escala de los precios , libros de arte caros, como The Sleeping Princess, ilustrado con dibujos de Bakst. Según Douglas Jerrold, el brillante asistente que contrata, las ediciones de arte eran un tanto fraudulentas, pues las planchas de colores eran falsas ejecutadas por miniaturistas, después fotografiadas. En 1928, Gollancz gana 5000 libras por año. Pero cuando quiere asegurarse la mitad de las partes de la sociedad bajo la nueva razón social “Benn & Gollancz”, Sir Ernest lo rehúsa. Gollancz crea entonces su propia sociedad de edición y recurre a los mejores autores de Benn, como Doroteo L. Sayers.

 La estructura de la nueva sociedad, bastante curiosa, lleva la marca de la asombrosa habilidad de Gollancz para preparar a otros para arreglos que favorecieran sus intereses a expensas de ellos. Su aportación de capital a la sociedad estaba lejos de ser mayoritaria. Lo que no impide en modo alguno nombrarse director general, de concederse el control absoluto de los votos y el 10% de los beneficios netos ¡antes de pagar los dividendos! Todo esto pasa al principio. La sociedad hace casi súbitamente grandes beneficios y los inversores obtienen bastante dinero declarándose satisfechos. El éxito de Gollancz se debe a la venta a bajo precio de un gran número de libros, sobre todo novelas. Reviste su producción económica de un uniforme de nuevo estilo, una cubierta plasmada en rosa y rojo, diseñada por Stanley Morison, un topógrafo de genio. Después lanza su producto con gran aparato de publicidad de una factura desconocida en Inglaterra y en miles de ediciones en América.

 Detrás de la prosperidad de la sociedad se disimulan sin embargo prácticas sospechosas. Gollancz tenía espías que le informaban de todo lo que pasaba a los demás editores, y sobre todo cuáles eran los autores menos afortunados Cuando Gollancz estima que un autor vale la pena escribe una larga carta insidiosa plena de amabilidad y de comprensión. Un género que dominaba. Ciertos autores acudían, sin esperar, a Gollancz pues en el apogeo de su gloria no tenía recursos para lanzar a un debutante o hacer de un libro un best-seller a los dos lados del Atlántico. Pero desde que  los autores entraban en su juego, descubrían los inconvenientes. Gollancz creía sinceramente que sus métodos publicitarios tenían mucha más importancia que el texto para la venta de un libro. Recortaba los avances y los royalties para engrosar el presupuesto de la publicidad. Odiaba a los agentes literarios que protestaban contra su proceder. En la medida de lo posible, prefería autores sin agente. Gollancz adoraba a los que no se interesaban por el dinero como Daphne Du Maurier y concluía a menudo con acuerdos verbales, sobre una “base amistosa”. Creía tener una excelente memoria, pero manifestaba sobre todo un don extraordinario para reescribir la historia en su cabeza, dispuesto a defender su versión con una convicción frenética, a despecho de los conciertos de recriminaciones. Cuando el novelista Louis Golding le acusa de impago de una parte de sus derechos sobre su bestseller, MagnoliaStreet, Gollancz le envía una carta de seis páginas, incendiada de sinceridad, de honestidad ridícula, protestando de su conducta “irreprochable”. Responde a un agente literario que pone en duda su memoria: “¿Cómo os atrevéis? Soy incapaz de error”. Estas maniobras comerciales iban acompañadas de explosiones de carcajadas y de rabia. Y cuando Gollancz elevaba la voz, se le oía en todo el inmueble. Gustaba de los teléfonos de cable largo que le permitían pasear por su despacho vociferando al receptor. El tono de sus cartas varían de la rabia casi histérica a la epístola o al picapleitos pretencioso en lo que era soberbio. Cuando estaba demasiado furioso, no enviaba al correo nunca sus cartas ese mismo día, afín de “dejar al sol acostarse sobre (su) la ira”. Se encuentra la mención “no expedir” en numerosos dossiers. Ciertos autores se sometían por timidez. Otros discutían en aguas más calmas. Pero en el curso de los años 1930 y 1940, el balance de los recién llegados se inclina a favor de la casa Gollancz.

 Había aún otra razón para sus sustanciosos beneficios: Gollancz sólo trataba con pequeños salarios. Cuando se invocaba una necesidad verdadera, accedía a veces a un pago ex gratia o proponía un préstamo, mejor que un aumento del salario o que un adelanto. Sea como fuere, hacía pensar en un personaje de Dickens. Cuando se sentía particularmente orgulloso, pretendía que sus colaboradores le incitasen a la parsimonia: “Mi equipo, presente en el momento en que dictó esta carta, me pide añadir que…”. Si usaba de salarios tan bajos, inferiores a las normas de edición, es porque en la medida de lo posible empleaba a mujeres. Podría pensarse que esta medida estaba justificada, incluso podría valer para ser reconocida por las feministas, si la razón profunda no fuese doble. Por un lado, las mujeres aceptaban bajos salarios y las peores condiciones de trabajo más fácilmente que los hombres, por otro lado, las mujeres eran más maleables. Con ellas, podría fundirles en lágrimas, abrazarlas (este tipo de promiscuidad, poco corriente en los años 1930, él lo acostumbraba), las llamaba por su nombre, las encontraba bonitas y se lo decía. Ciertas empleadas, por otra parte, con Gollancz tenía la oportunidad de acceder a puestos de responsabilidad, siempre mal pagados, es cierto. Así se proporcionaba la ocasión de ejercer su tiranía personal. Una no ta de servicio del mes de abril 1936 reproduce bien el ambiente de la casa Gollancz en su apogeo:

 

“He detectado, desde algún tiempo, una cierta relajación de nuestro viejo espíritu de equipo… Esa dicha me deja personalmente muy desgraciado. Pienso que podríamos recuperar nuestro antiguo ambiente de trabajo bajo una férula un poco más firme. He decidido nombrar a Miss Dibbs jefe de servicio y supervisora de todo el equipo femenino del escenario principal… Ella ocupará, en efecto, un puesto similar al de un director de fábrica en la Rusia soviética”.

 

 Algunas mujeres se expansionaban bajo este régimen patriarcal. Sheila Lind, promovida al rango de amante titular, cogía vacaciones tres veces al año y tenía derecho a llamar a Gollancz “querido patrón”. Pero para los hombres, la existencia no era tan fácil. No porque Gollancz no fuese capaz de apreciar el talento masculino. Era todo lo contrario. Pero no quería a los hombres y como las mujeres no le querían más, no podían trabajar mucho tiempo con ellos. Descubre a Douglas Jertold, uno de los mejores editores de su generación, pero reniega de su promesa de hacerle entrar en su negocio. Descubre también a Norman Collins, otro hombre incomparable, pero se querella contra él y en seguida le hace a un lado para sustituirle por una mujer servil. Sus relaciones con Stanley Morison -uno de los arquitectos de éxito- terminan con un concurso de vociferaciones y con el despido de Morison. Tiene igualmente querellas épicas con sus autores. Después de la guerra, contrata a su sobrino, Hilary Rubinstein, que fue un director de una competencia excepcional. Gollancz le hizo brillar como heredero del saco de Elie. Pero después de haberle explotado durante años, Rubinstein fue igualmente despedido.

 Uno de los temas de este libro es menstruar que la vida privada de los líderes intelectuales no puede disociarse de sus tomas de posición públicas. Que lo uno explica lo otro, pues su conducta pública refleja casi todos los vicios y las debilidades de su vida privada. Gollancz es un ejemplo flagrante de este principio. Se ilusiona consigo mismo de una manera monstruosa. Y esta mentira le lleva a mentir a otros a un nivel fenomenal. Creía ser de una bondad instintiva, se consideraba un verdadero amigo de la humanidad cuando en realidad Gollancz era de un egoísmo frenético. Su comportamiento con las mujeres lo testimonia. Se postulaba feminista, proclama su devoción por las mujeres, y por la suya en particular. Pero no las amaba más que en la medida en que le sirvieran. Como Sartre, quería ser maternal, bañado en feminidad y devoción. La existencia de su madre gravita en torno a la de su padre y no autor de él: la tacha de su vida. Ella a penas figura en su autobiografía y aboga en una carta escrita en 1953: “No la amaba”. Se rodea toda su vida de mujeres que eran el centro de su interés. La menor o petición masculina le era intolerable. Sus hermanas le adoraban en su juventud. En la madurez, su esposa (procedente de una familia de hermanas) también le adoraba y le dio una serie de hijos. Él fue el único varón de una familia de seis personas. Ruth era inteligente y capaz, pero Gollancz fue su única carrera. Ella rehúsa en todo caso cumplirlo cuando le pide que renuncie a frecuentar la sinagoga. Pero en lo demás, fue su esclava. Ella se ocupaba de sus casas, en Londres, en el campo, le servía de chófer, le cortaba el pelo, llevaba las cuentas de su presupuesto personal que, curiosamente, él era incapaz de gestionar y le daba dinero de bolsillo. Ayudado por su valet de habitación, ella supervisaba todas sus íntimas necesidades. Gollancz se mostraba pueril y desarmado en ciertos dominios, puede que deliberadamente. Adoraba llamara “Mamá”. Cuando  viajaban al extranjero, los chicos y sus nurses se alojaban en un hotel menos costoso que el suyo, a fin de que Ruth pudiese consagrarse sólo a él. Ella cierra los ojos ante numerosas infidelidades y su costumbre desagradable de tocar a las mujeres. Lo que incita a Priestley a decir que todo adúltero era puro comparado con los flirts de Gollancz. Está claro que no le importaba que Ruth supervisase también a sus amantes, familia y empleados confundidos, como hicieron  Helen Zweig para Brecht y Simone de Beauvoir para Sartre. Lo que hubiera implicado su perdón absoluto y le hubiera dispensado de toda culpabilidad. Pero ella no se decidió. Exigía a todas sus mujeres, familia y empleadas confundidas, una lealtad inquebrantable, incluso en materia de opinión. Rehúsa contratar una mujer sólo por el hecho de que ella no participase de su punto de vista a propósito de la abolición de la  pena capital.

 Tenía necesidad de esta devoción femenina incondicional para calmar en parte sus miedos irracionales. Por la mañana, cuando su padre dejaba la casa para ir a trabajar, su madre temía siempre que no volviese y se dedicaba a complicados rituales para conjurar su ansiedad. Gollancz hereda este miedo y lo cristaliza en Ruth. De extrañas costumbres de trabajo desarrolladas en su infancia habían ocasionado un insomnio crónico que intensificaba sus  horrores.  A pesar de su disposición prodigiosa para la mentira, no podía nunca abusar completamente de su consciencia de sus miras, sin cesar emboscadas bajo la forma de un sentimiento permanente de culpabilidad. Su hipocondría que se intensifica con la edad acrecienta a menudo esta culpabilidad. Estaba convencido de que sus frecuentes adulterios terminarían inevitablemente con una enfermedad venérea. Según su biografía, sufría, en efecto, de una “enfermedad venérea histérica”. En plena guerra tuvo una depresión nerviosa acompañada de crueles comezones, de dolores cutáneos, de miedos y de un espantoso sentimiento de degradación. Según Lord Horder, sufría de hipersensibilidad de terminaciones nerviosas. Pero el síntoma más destacable se manifiesta cuando él cree estar a punto de perder el uso de su pene. En una de sus obras autobiográficas, escribe: “Desde que yo deje de usarlo, mi miembro desaparecerá. Podré sentirlo cómo desaparece de mi cuerpo”. Como Rousseau, estaba obsesionado por su pene, sin razón aparente. Estaba continuamente en actitud de examinarlo para detectar los signos precursores de la enfermedad venérea, o para asegurarse simplemente de que estaba ahí. Se entrega a ese ritual en su despacho varias veces al día, cerca de una ventana de cristales que creía completamente opacos. El personal del teatro le hace saber que eso no era nada y que esa manía era muy penosa…

 Si los fantasmas de Gollancz le torturaban, hacían también sufrir a los demás. En todo caso, un hombre dotado de una noción tan perturbada de la realidad o estaba apenas cualificado para dar consejos políticos a la humanidad.

 Fue más o menos socialista toda su vida. Él se consideraba debido a la causa de los “trabajadores”, estaba convencido de conocer sus pensamientos y sus aspiraciones. Nada indica, de todas formas, que hubiese frecuentado nunca a un solo obrero, a excepción de Harry Pollitt, un antiguo calderero que se convirtió en líder del partido comunista inglés. En Londres, en su casa de Ladbroke Groove, Gollancz estaba servido por diez domésticos, y en Brimpton, en su casa de campo situada en el Berkshire, empleaba a tres jardineros. Pero no se comunicaba con ellos más que por cartas, negando ferozmente ser del proletariado. Tom Harisson, uno de sus autores cargado de encuestas para la colección “Observación de masas”, acusa a Gollancz de bloquear los fondos que necesitaba para pagar a su equipo.  Recibe una respuesta indignada, si bien al estilo de Gollancz: “Cuando usted tenga mi edad, si usted ha trabajado también duro como yo para la clase obrera, no estará ya tan mal. Y permítame decirle que cuando yo tenía su edad, e incluso más tarde… yo tenía mucho menos dinero para vivir”. Gollancz pensaba llevar una existencia casi monacal. En realidad, desde 1935, disponía de un chófer, fumaba puros, bebía champagne, desayunaba cada día en el Savoy y se alojaba siempre en los mejores hoteles. En suma, no se privaba de nada.

 Curiosamente, la participación activa de Gollancz en la causa anticapitalista data de los años 1928-1930. Dicho de otro modo o por él mismo era un capitalista muy opulento. Lo que no le impide de ningún modo sostener que el capitalismo alienta la tendencia natural del hombre a la codicia y a la violencia. En 1939 escribe al dramaturgo Benn Levi que El Capital de Marx ocupaba la cuarta plaza de sus obras “más cautivadoras de la literatura mundial”. Que esta obra poseía el poder de atracción de la mejor “novela policiaca y evangélica” (¿La había verdaderamente leído?). Este fue el preludio de una larga historia de amor con la Unión Soviética. Gollancz avala el relato fantástico de Webb sobre el funcionamiento del sistema soviético. Lo encuentra “estupefaciente, fascinante”. Los capítulos destinados a disipar los “malentendidos” sobre la naturaleza del régimen “eran para él, de lejos, los más importantes del libro”. Y en los momentos del apogeo de las grandes purgas que se producen enseguida, promueve a Stalin a la categoría del “hombre del año”.

 Cuando Gollancz se lanza sobre sus propias actividades políticas, comienza demandando a Ramsay Macdonald, el líder del partido trabajador, un escaño en el Parlamento. Como  no consigue nada de él, ni en el momento ni más tarde, concentra todos sus esfuerzos en la edición didáctica. A principios de los años 1960, edita una impresionante cantidad de folletos políticos de izquierda a bajo precio. Pública el brillante best-seller de G.D.H. Cole, The Intelligent Man’s Guide through Word Chaos y What Marx really Meant, después The Coming Struggle for Power, una tirada de extrema izquierda de John Strachey que tuvo sin duda más influencia al otro lado del Atlántico que cualquier otra obra política de su tiempo. Desde entonces, Gollancz deja de ser un editor como los demás para convertirse en propagandista. Es a partir de este momento cuando empiezan las mentiras sistemáticas. Su carta al reverendo Percy Dearmer, canónigo de Westminster, mandatado para hacer editar El Cristianismo y la crisis, es el primer signo de su nueva política. El libro, especifica Gollancz, debía conseguir una seducción oficial y comportar la contribución de un “número considerable de altas dignidades de la Iglesia”. Y añade: “Puede que yo sea un editor de un tipo un poco particular, pero para los asuntos que considero de importancia vital, yo no tengo nada absolutamente que publicar contrario a mis convicciones”. El libro debe pues comenzar por una toma de posición, estipular que el cristianismo no es únicamente una religión conveniente para la salud personal, es que está ligada a la política. Ella debe estar pues sin reservas para “el socialismo y el internacionalismo inmediato y práctico”. A pesar de estas presiones violentas y torpes el canónigo cumplirá y el libro aparece en 1933. Otros autores reciben instrucciones con el mismo espíritu. Gollancz especifica a Leonardo Wolf, que preparaba The Intelligent Man’s  Way to Prevent War, que el último capítulo intitulado “El,socialismo internacional o la llave de La Paz” debiera dar el tono general y los otros textos “conducir insidiosamente a ésta conclusión”. En todo caso, precisa, para esconder este objetivo, sería “deseable” que no fuesen escritos por “gentes definitivamente asociadas al socialismo en el espíritu de lo público”. En el curso de los años 1930, la maniobras fraudulentas de Gollancz aumentan en número y vulgaridad. En una nota interna, Gollancz se queja de un redactor que prepara un texto del comunista John Mahan sobre los sindicatos obreros: “La cosa torna mucho a una exposición de izquierda, lo que es preciso evitar a toda costa, a este sujeto”. Él no quería una exposición de izquierda. Deseaba un comentario aparentemente imparcial redactado por una “pluma de izquierda”. Añade estas frases llenas de sobrentendidos: “Toda suerte de medios se os ofrecen… todos los puntos de vista pueden estar presentes de modo que nadie pueda atacarlos y que los lectores lleguen inevitablemente a la mejor conclusión”.,

 Y los libros de Gollancz comienzan efectivamente a utilizar estos “medios”con miras a engañar a los lectores. Cada vez que eso es posible, la denominación de “partido comunista” se sustituye por “la izquierda”. Hace también supresiones abusivas cuyo testimonio está en numerosas cartas de Gollancz, a menudo acompañadas de apuntes sobre sí mismo y sobre sus crisis de conciencia. Escribe a Webb Miller a propósito de un libro sobre España, ordenándole suprimir dos capítulos que sabe sin embargo verídicos que comenzaban así: “Estoy desesperado y casi avergonzado al escribiros esta carta”. Ignoraba que el relato de Miller  o entrañaba exageración alguna. Pero para él era “absolutamente inevitable” purgar esos capítulos y numerosos pasajes que podían ser citados como pruebas de la “barbarie comunista”.”Él no “podía pues publicar nada que pudiese servir a la propaganda del adversario”, en detrimento de la causa (comunista). Miller podía pensar que “se estaba jugando la verdad. Pero precisaba considerar el resultado final”. Pero él suplicado se termina con una llamada a la clemencia: “Os ruego que me perdonéis”. Implora del mismo modo la absolución de Ruth cuando se da cuenta de que tiene una amante.

 Ciertas instrucciones de Gollancz, con intenciones manifiestamente deshonestas, eran tan confusas -su conciencia le preocupaba sin duda- que sus escritores y redactores no sabían exactamente qué clase de mentiras les exigía. Escribe a un autor de libros de historia: “Quiero que esto sea hecho con una extrema imparcialidad. Pero deseo también que mi autor imparcial tenga un espíritu radical. El radicalismo del autor aporta la garantía de que se ha sobrepuesto a las reticencias, que sus propias tendencias no le han dirigido en falsa dirección”. En suma, las recomendaciones de Gollancz sugerían sin cesar en aquella época su intención de publicar libros tendenciosos que de otro modo no tendrían éxito.

 Las cartas encontradas en los dossiers de Gollancz son particularmente fascinantes. Aportan la prueba de que un intelectual puede deformar o combatir la verdad sabiendo que no es correcta, y justificar sus actos en nombre de una causa superior a la de la verdad.

 Gollancz apenas tarda en practicar su arte, la deshonestidad intelectual a gran escala. Después de la ascensión al poder de Hitler en enero de 1933, decide suprimir de su catálogo todos los libros que no reportarían dinero o que no servían a fines propagandísticos. Se lanza también a enormes empresas destinadas a promover el socialismo y la imagen de la Unión Soviética. La primera fue la New Soviet Library, una colección de libros de propaganda escritos por autores soviéticos, que pasaba directamente por la embajada y el gobierno soviéticos. Las dificultades o atendidas se presentaban a menudo para obtener estos textos cuya gestación coincidía con las grandes purgas. Varios autores propuestos desaparecieron en los gulags o fueron metidos en los pelotones de ejecución. Ciertos textos llegaron a Gollancz con el nombre del autor en blanco, rellenado más tarde, una vez que el autor ejecutado era reemplazado oficialmente por otro. Andreu Vichinski, el acusado público soviético que jugó el mismo papel bajo Stalin que el procurador Roland Freisler bajo Hitler, debía contribuir a la redacción de una obra titulada La Justicia soviética. Demasiado ocupado para obtener condenas a muerte por sus antiguos camaradas él apenas tenía tiempo para escribir. Su texto terminaba llegando a su destino, producto de la prisa y demasiado mal escrito para ser publicado. Los lectores de Gollancz se mantenían engañados ignorantes de estos problemas.

 Pero entretanto, Gollancz se había lanzado a otra aventura de envergadura, la del Left Book Club (el Club del libro de la izquierda), previsto en origen para contrarrestar la reticencia de las librerías con stocks de propaganda de la extrema izquierda. La colección LBC fue lanzada en febrero-marzo de 1936 con la ayuda de una enorme campaña publicitaria. Coincide con la adopción por el Komitern de una política de “Frente popular” en toda Europa.  De pronto, los partidos socialistas como el partido del trabajo dejan de ser “fascistas” y se convierten en “compañeros de lucha”.  Los miembros del LBC debían comprar media ¿corona? de libros al mes durante al menos seis meses. Estos libros eran escogidos por un comité compuesto por Gollancz, John Strachey y Harold Laski, profesor de economía política en Londres. Quienes se adherían recibirían gratuitamente un mensual titulado Left Book News y tenían derecho a participar en un gran número de actividades: clases de verano, rallyes, proyecciones de films, discusiones de grupo, juegos, vacaciones en el extranjero, almuerzos, cursos de ruso. Disponían también de un local en el Club. Los años 1930 fueron la gran época de actividades de grupo, para todas las edades y todos los centros de interés. Este método había tenido un extraordinario éxito con Hitler en Alemania. El partido comunista seguía a Gollancz. La Left Book Club demuestra la eficacia de esta estrategia. En mayo de 1936, Gollancz, que esperaba conseguir 2500 suscriptores recolecta 9000. Y el impacto es bastante más importante que el número. Esta institución basada en una serie de mentiras fue una de las más poderosas creaciones de los medios. La primera gran mentira de los folletos es la creación de un comité de selección que se supone representaría “una larga nómina de movimientos de izquierda activos y serios”. Por razones prácticas, el LBC servía en realidad a los intereses del partido comunista. John Strachey, en aquella época, estaba a las órdenes del PC. Laski, miembro del partido trabajador, acababa de ser nombrado responsable de la escala nacional. Pero se convertía al marxismo en 1931 y sigue la línea del PC hasta 1939. Gollancz fue, él también, un camarada itinerante hasta 1938 y hace todo lo que el partido le ordena hacer.  Escribe para él Daily Worker, órgano del PC, un artículo servil intitulado: “Por qué leo el Daily Worker”. A fin de servir a la publicidad del diario, expresa su respeto por la verdad, por la seriedad y por la confianza en la inteligencia de los lectores -a pesar de que sabía que carecía de sentido- y añade complaciente: “Son cualidades de hombres y de mujeres, en oposición a las de caballeros y señoras. Por mi parte, me reunido con un montón de señoras y caballeros. Muchos padecían un aburrimiento mortal. Por eso encuentro esas cualidades extraordinariamente reconfortantes”. Cuando visita Rusia en 1937, declara: “Por primera vez en mi vida, soy completamente dichoso… Aquí se puede olvidar todas las desgracias del mundo”.

 El servicio más importante que Gollancz presta al partido comunista es contratar partidarios de la Left Book Club. En esta época, Sheila Lynd, Emili Burns, John Lewis que preparan los manuscritos, Betty Reíd, que organiza los grupos del LBV, eran todos miembros del partido comunista inglés o controladores del partido. Toda decisión de orden político, incluso de orden menor, era discutida con los oficiales del PC. Gollancz trataba a menudo directamente con Pollit, el secretario del PC en persona. El público, seguro, no estaba al corriente de nada. El LBC etiquetaba a los miembros del PC con el nombre de ”socialistas” para esconder su afiliación. De los primeros quince libros seleccionados, todos, salvo tres, eran obras de miembros del PC o de cripto-comunistas. Gollancz termina temiendo que esta política editorial dañase la etiqueta de independencia fijada por el Club. Esta independencia, ilusoria, era una jugada maestra en el juego del PC. En Palm Dutt, la ideología del partido, en una letra dirigida a Strachey, expresa su satisfacción. Aprecia mucho que el público se imagine tener interés en una “empresa comercial independiente”, y no en una “organización política particular”. En esto consistía su valor para el partido. 

 Gollancz mentía por segunda vez al pretender en toda ocasión que la organización global del LBC, la de los grupos, la de las manifestaciones de toda clase y la de los programas era “esencialmente democrática”. Sin duda tanto como la de Miss Dibbs en su “Bureau soviético”. Bajo su régimen oligárquico aparente, Gollancz ejerce un despotismo absoluto por una razón muy simple: controla las finanzas. No tenía incluso contabilidad separada del Book Club cuyos beneficios y las despensas eran absorbidas por su sociedad. De suerte que no existís ningún modo de saber si Gollancz salía ganando o perdiendo en esta aventura. Cuando espíritus críticos afirmaban que había amasado su fortuna procediendo así, ponen marcha procesos de difamación. Cuanta a los autores, en cartas privadas, que sus pérdidas eran pésimas, y añade: “Esto es absolutamente confidencial: por diversas razones, es menos peligroso dar la impresión de tener normes beneficios que pasar por perdedor”. Quizá buscaba justificar los royalties irrisorios distribuidos entre sus autores o incluso su ausencia total. Sea como fuere, como Gollancz lo abarcaba todo, los recibos, los salarios y las facturas, tenía el poder de decisión y ningún miembro del club podía decir ni una palabra. Cuando busca un colaborador para editarlas BBC News, precisa que debe “aliar el espíritu de iniciativa a la obediencia inmediata e incondicional a (mis) las instrucciones, incluso aunque parezcan absurdas”.

 La tercera mentira es proferida por John Strachey: “Prevemos desterrar un libro de la selección simplemente porque estamos en desacuerdo con sus conclusiones”. A parte de uno o dos volúmenes de “trabajadores” (Climent Attlee, el líder del partido trabajador, es invitado a contribuir a la obra titulada The Labour Party in Perspective) existen dos pruebas contundentes que demuestran que la obediencia a la línea del PC era, por regla general, el criterio primordial de selección. El caso de la Instrucción al materialismo dialéctico de August Thalheimer lo ilustra de manera flagrante. Gollancz, creyéndolo libro ortodoxo,  había programado su publicación en mayo de 1937. Pero entre tanto, al autor se le encuentra implicado por una razón oscura en diferencias con Moscú. Pollit pide a Gollancz anular su aparición.El libro deja de ser anunciado, Gollancz protesta: los enemigos del Club podrían considerar esta anulación como una “prueba positiva que demuestra que el LBC está a las órdenes del PC”. Pollit, en su cualidad de veterano seudo proletario, responde: “¡No lo publiquéis! Al menos por el momento mientras presento cara a esos viejos tíos, al gran tío y a ese maldito culo rojo decano! “(dicho de otro modo, Stalin, Palme Dutt, y el muy reverendo arzobispo de Canterbury). Gollancz lo cumple y el libro es suprimido. Pero escribe más tarde a Pollit una carta quejosa: “Detesto, me repugna tratar esto así. Yo estoy hecho de tal suerte que este género de falsedades me destruyen interiormente”. El partido quiere suprimir también Por qué el Capitalismo Significa Guerra, de H.N. Blaisford, un viejo socialista muy respetable que critica los procesos de Moscú. Cuando el manuscrito es remitido por Burós en septiembre de 1937, previene Gollancz que incluso en caso de censuras masivas y de cambios, el libro será inaceptable para el partido. En esta coyuntura, Gollancz renuncia de buen grado y escribe al autor: “En esta materia, no puedo ir contra mi conciencia. Publicar un libro que critica los procesos equivale a cometer un pecado contra el Santo Espíritu”. Pero Laski, que estaba consternado por esos procesos y viejo amigo de Brailsford, estima que el libro debía aparecer y amenaza con su dimisión, a riesgo de destruir la fachada del “Front popular” del LBC. Gollancz accede a la demanda de Laski de mala gana, pero sale el libro en agosto sin la menor publicidad. Como lo declara Brailsford, “él lo entierra en el olvido” Gollancz se inventa también “razones técnicas”para suprimir un libro de Leonard Wolff que contiene algunas críticas a Stalin. Pero Wolff que posee prensas propias y tiene la impresión de que Gollancz miente, amenaza con montar un escándalo en caso de ruptura del contrato. Gollancz cede y lanza el libro.

 Gollancz escribe igualmente al director de la Left Homenaje University Library (el departamento de libros educativos del Club): “El tratamiento no debe, por supuesto, parecer agresivamente marxista”. Los volúmenes, precisa, deberán ser editados de manera que el lector pueda sacar en todo momento buenas conclusiones y que los no iniciados se sientan tentados a decir : “¡Qué! ¡Todavía esta basura marxista!”

  Los enlaces con la jerarquía del PC fueron a veces extremadamente estrechos. Dossiers recogen transferencias de dinero a la caja de Pollit: “¿Podría usted tener esta suma a mi disposición en especies esta mañana? Siento molestarle, Víctor. Ya sabe usted cómo son estas cosas…” La censura del PC se ejercía sobre los menores detalles. Y era porque J.R. Campbell, que más tarde sería redactor jefe del Worker, fue obligado a suprimir de la bibliografía un volumen de Trotski y de otros. Como el comportamiento de Gollancz era indefendible y manchado de lo que su biógrafo llama “una masa de material acusador”, decide reemplazar su contexto. Los años 1930 batieron todos los récords de mentiras. El gobierno nazi como el gobierno soviético miente con un aplomo extraordinario, disponiendo de varios recursos financieros y empleando millares de intelectuales. Instituciones honorables, hace mucho tiempo reputadas por su respeto por la verdad, se ocultaron deliberadamente. En Londres, Geoffrey Dawson, el redactor jefe del Times, “suprimió” artículos de sus propios corresponsales que podían dañar las relaciones anglo-alemanas. En París, Felicien Challaye, presidente de la célebre Liga de los derechos del hombre, fundada para probar la inocencia de Dreyfus, se siente obligado a dimitir para protestar contra la actitud de la liga que escondía la verdad sobre las atrocidades cometidas por Stalin. Los comunistas empleaban profesionales de la mentira, encargados especialmente de mentir a los compañeros de fatigas, a los intelectuales, por medio de organizaciones diversas, tales como la Liga contra el imperialismo. Uno de estos centros operaba en Berlín. Con el advenimiento de Hitler, este organismo es transferido a París y dirigido por el comunista alemán Williams Muenzenberg, un “propagandista inspirado” según Kingsley Martin, redactor jefe del New Stateman. Su brazo derecho, un comunista checo llamado Otto Katar, “el comisario fanático y despiadado” como le llamaba Martin, le ayuda a reclutar diversos intelectuales británicos, principalmente el antiguo periodista del London Times, Claud Cockburn, que fue redactor jefe del panfleto de escándalo de la izquierda The Week, que fabrica con Katz historias enteras imaginarias. Cuando Cockburn, más tarde, publica el relato de sus trabajos es atacado por Crossman en el News Chronicle por el cinismo con el que se deleita con sus mentiras. El mismo Crossman es acusado por el gobierno inglés de “actividades de desinformación” (otro modo de decir mentir) durante la guerra de 1939-1945. Escribe: “La propaganda negra es quizá necesaria en tiempos de guerra. Pero la mayor parte de los que la practican destetan, como yo, lo que hacemos”. Crossman, como por azar, era uno de esos intelectuales típicos, prontos a adelantar ideas, pero a quien faltaba gravemente la intuición de la verdad. Fue rechazado por Cockburn que encontraba esta “postura ética confortable, a condición de hartarse de reír”. Para mí al menos, es el espectáculo de un hombre que recurre a las mentiras de su propia propaganda para hacer de ellas cualquier cosa cómica”… pero Crossman guarda su consciencia limpia “detestando sus propias actividades”. Para Cockburn una causa por la que un hombre lucha merece mentirse por ella. ¡Bella causa! Muenzenberger y Katz fueron asesinadlos por Stalin por “traición”. Katz, especialmente, por su relación con “imperialistas occidentales” ¡como Claud Cockburn!

 Los procederes culpables de Gollancz debían ser juzgados teniendo en cuenta este plan. El más famososo es su rechazo a publicar el libro de Georg Ornella, Homenaje a Cataluña, en el que se pone en cuestión las atrocidades cometidas por los comunistas contra los anarquistas españoles. Gollancz no fue el único en rechazar a Orwell. Kindle y Martin rehúsa publicar su serie de artículos sobre el mismo tema. Treinta años más tarde, seguía furioso todavía por haber justificado esta decisión: “Estaba menos dispuesto a publicarlos que a publicar un artículo de Goebbles durante la guerra con Alemania”. Llegó a convencer a su director literario, Raymond Mortimer, para que separase un libro “sospechoso” comentado por Orwell. Mortimer lo lamenta más tarde. Las relaciones de Gollancz con Orwell fueron duraderas, complejas, agridulces. Antes del lanzamiento del Left Book Club, había publicado The Road of Wigan Pier, una crítica de la izquierda de Inglaterra. Cuando decide crear las ediciones LBC, quiere eliminar a los futuros contestatarios. Pero Orwell no se deja manipular. Gollancz lo publica añadiendo una introducción engañosa de su creencia en la que intenta explicar los “errores” de Orwell debidos, según él, al hecho de que este último pertenece a la capa superior de la clase media. (Sin embargo, Gollancz estaba dentro de la misma clase y por supuesto mucho más rico que Orwell). Pero Gollancz no tenía prácticamente ningún contacto con la clase obrera, ésta introducción era particularmente deshonesta. Más tarde se avergonzó y se puso absolutamente furioso cuando un editor americano hizo reimprimir el libro.

 En el momento en que se querella con Orwell, Gollancz comienza a cuestionarse su política de colaboración con los comunistas. Puede que pensase que podría eso arruinar su éxito comercial. Secker & Warburg habían abandonado su interés por Homenaje a Cataluña, después por otros libros y otros autores que, normalmente, habrían sido publicados por Gollancz si el partido comunista no se hubiera opuesto. Al seguir servilmente la línea del PC, Gollancz había terminado contribuyendo al nacimiento de un poder rival contra su propia casa editorial. La segunda razón podría tener que ver con la limitada facultad de atención de Gollancz. Los libros, los autores, las mujeres (excepto Ruth), las religiones, las causas no podían nunca desatar su entusiasmo indefinidamente. Durante un cierto tiempo, Gollancz encontraba placer en montar la LBC y en las inmensas manifestaciones que el PC le ayudó a organizar en su beneficio en el Albert Hall donde escuchaba al decano de Canterbury entonar su versículo “Dios bendice el Club del libro de la izquierda”. Descubre en esta ocasión dotes de orador. Pero siempre estando presentes las estrellas del PC -sobre todo Pollit- que cosechaba las mayores aclamaciones del auditorio bien vestido. Y a Gollancz no le gustaba eso. En el otoño de 1938, manifiesta señales de impaciencia y de enfado. Cuando Gollancz estaba en este estado de ánimo, se mostraba más abierto. En el curso de sus vacaciones de Navidad en París, lee un relato detallado de los procesos de Moscú que le convencen. Comprende, al fin, que estaban trucados. De vuelta a Londres, informa Pollit que el LBC no podía pasar el tiempo siguiendo la línea de Moscú, y se disculpaba, al menos provisoriamente. Llega a admitir en el LBC News que había “en la Unión Soviética un cierto número de impedimentos frente a la libertad intelectual total”. Orwell se asombra cuando, en primavera, Gollancz le propone publicar su novela Comingup for Air. Aquí es cuando anuncia un cambio de línea. Este es que Gollancz se inquieta visiblemente por las consecuencias eventuales de su colusión con Moscú. Acepta el pacto Hitler-Stalin no exactamente con alivio -eso significaba que la guerra era inevitable- pero como un regalo del cielo le llega la ocasión de romper con el PC. Comienza sin tardanza su propaganda contra Moscú, fustiga comportamientos condenables probando lo que otros, más sensibles, sabían desde hacía años.

  “La influencia que pueden ejercer tales ignorantes es terrorífica”, comenta Orwell a Geoffrey Gorer.

 

 El Club del libro de la izquierda ya no fue nunca el mismo después de la ruptura de Gollancz con Moscú. El equipo se divisa. Sheila Lynd, Betty Reid y John Lewis se aferran al partido comunista. Gollancz decide no enviar a Lewis y Lynd (que en aquella época no era su amante). Pero aprovecha la ocasión para destinarles a un puesto inferior, reducir sus salarios, y acortar su precavido de despido. Contrariamente a Kingsley Martin que defendía embarazosamente, hasta el fin de su vida, sus treinta años errantes, o a Claud Cockburn que presume de su comportamiento, Gollancz decide tomar todos los riesgos y hacer de su arrepentimiento una virtud. En 1941, edita un volumen al que contribuyeron Laski, Strachey y Orwell con el título “La traición de la izquierda” subtitulado Un examen y una refutación de la política comunista en el que hace una confesión oficial de los pecados del Club del libro de la izquierda:

 

“He aceptado manuscritos relativos a Rusia, buenos o malos, porque eran “ortodoxos”. He rechazado otros de buena fe como socialista y hombre honesto, porque ellos no lo eran… No he publicado más que libros que justificaban los procesos y he enviado las críticas socialistas de este proceso además… yo estaba en una época en que, para mi corazón, -también todo lo seguro que un hombre puede estar- todo era falso”

 

¿Hasta qué punto este cambio de actitud y está ceguera de culpabilidad fueron sinceros? Es difícil decirlo. Atraviesa ciertamente un periodo en medio de la guerra, y sus crisis físicas culminaron en esta época. Pero de vuelta a Escocía, oía la voz de Dios, lo que es poco corriente en un intelectual de este tipo. Dios le dice que él no “despreciaba” su “humilde y contrito corazón”. Rasurado, se convierte a una nueva religión de la misma creencia que su versión personal del socialismo cristiano, toma una nueva amante y manifiesta un renacimiento de su interés por la edición. Se lanza entonces con entusiasmo a la promoción del partido laborista, edita una colección intitulada “Los peligros amarillos”, pero no renuncia sin embargo a sus viejos trucos. En abril de 1944, rehúsa la sátira devastadora de Orwell La Granja de los animales: “No puedo publicar un ataque sistemático a la Rusia de ese estilo. Me es imposible”. Esta obra tomó pues el camino de las ediciones Secker & Warburg, y fue seguida del célebre bestseller de Orwell (1984). Gollancz, furioso y lleno de remordimiento, no puede evitar denigrar esa obra que pretende “muy sobrevalorada”. La honestidad de Orwell le obsesiona. También la de Kingsley Martin hasta el fin de su vida y su exasperación le empuja a atacar a Orwell sin motivo… No creo, escribe, en “este intelectual impecable… Para mí, Orwell se esfuerza demasiado desesperadamente en ser honesto   para serlo verdaderamente… Este candor, en un hombre de semejante inteligencia, ¿no es un poco deshonesta? Yo lo pienso”.

 Gollancz vivió hasta 1967, pero no encontró nunca su poder y su influencia en los años 1930. Se le tiene por responsable incluso al mismo nivel que el New Stateman y el DailyMirror, de la victoria histórica del partido trabajador en las elecciones de 1945 que crea el marco de referencia política de después de la guerra en Inglaterra y en Europa occidental. Dura hasta la era Thatcher. El primer ministro, no Attlee, no reconoce a Gollancz la participación que él creía merecer. En efecto, él no consigue nada de nada al advenimiento de Harold Wilson que, más generoso, le otorga el título de caballero en 1965. Lo fastidioso es que con su vanidad Gollancz se cree más célebre de lo que era en realidad. En 1946, cuando el barco en el que pasa sus vacaciones en la costa de las Islas Canarias, es presa de una crisis de angustia. Se pone a gritar que la policía de Franco quería detenerle y torturarle desde que pone pie a tierra y exige que el cónsul de Inglaterra suba a bordo para asegurar su protección.  El cónsul envía su secretario que le asegura que en las Islas Canarias nadie había oído hablar de él. Y Gollancz responde, totalmente desconfiado: “¡Incluso yo no había oído nunca hablar de mí mismo!

 La carrera de Gollancz declina después de la guerra. Escribe algunos libros que tuvieron mucho éxito, pero su negocio declina. Pasada su época, Gollancz no sabe detectar las nuevas estrellas intelectuales. Cuando Ludwig Wittgenstein le escribe en 1945 para señalarle una debilidad en una de sus argumentaciones en público, él le responde con una nota de una línea: “Gracias por vuestra carta, ciertamente plena de buenas intenciones”. Por la ortografía del nombre del filósofo cree que se trata de un oscuro profesor. Gollancz pierde a sus mejores autores, deja a un lado libros importantes. Saluda primero el libro de Nabokov, Lolita, como “una rara obra maestra de comprensión intelectual”, pero no lo compra. Después, furioso por haberse equivocado, decide que el libro era “obsceno, de principio a fin, y que su valor literario estaba sobrestimado”. Para terminar acusa a Nabakov de pornografía.

 Gollancz participa activamente en una campaña masiva que juega un papel importante en la abolición de la pena capital. Esta causa ocupa largo tiempo sus pensamientos y es sin duda la más querida para su corazón. Pero es eclipsado en esta aventura por Arthur Koestler, que odiaba, por elegante y elocuente a Gerardo Gardiner, que recogieron ambos todos los laureles. En la campaña de desarme nuclear, fue peor. Cuando fue organizada en 1957, no se le reserva una plaza de honor. Es cierto que estaba ausente en esa época. Pero a su regreso, constata, mortificado, que incluso no se le había propuesto formar parte del comité. Considera esta omisión como un “insulto devastador”. Ello le “rompe el corazón”. Hace responsable a su viejo amigo Cañón John Collins que había sido nombrado presidente del comité, una plaza a la que Gollancz estimaba tenía derecho. Pero Collins había librado batalla para hacerle nombrar miembro del comité y la había perdido.

 Gollancz enseguida vuelve la vista a Priestley, a quien atribuye su hostilidad a una vieja querella que databa de los años 1930 a propósito de su libro English Journey. En efecto, Priestley no había hecho más que unir su voz a las de otros. Numerosos fundadores habían declarado que no aceptarían nunca trabajar con Gollancz. ¡A ningún precio!

 Para terminar, casi todos encontraron la vanidad y el egocentrismo de Gollancz insoportables. Sobre todo cuando sus defectos se manifestaban en crisis de cólera de lo más desagradables.

 En 1919, Gollancz había declarado a su cuñado su intención de llegar a ser director de Winchester o Primer ministro, no sabía exactamente. Por suerte, su sentido de los negocios le permitió fundar su reino privado donde reinaba como autócrata y sin competencia. Pero fue incapaz de forjar hombres a su imagen y, es cierto,  apenas se preocupaba de ello. Ruth Dudley Edwards cita una carta característica de Gollancz que resume al hombre más que  cualquier otra descripción. Gollancz había aceptado dar una conferencia en honor del obispo Bell, el único hombre que se había opuesto violentamente a los bombardeos sobre Alemania. De un  compromiso más interesante que se le presenta se encarga  Gollancz. El organizador Pitman, muy enfadado, le envía una carta llena de reproches. Gollancz replica con una misiva furibunda. Reprocha a Pitman haber enviado su carta sin dejar ponerse el sol sobre su cólera. Después de explicarle detalles sobre un fardo extravagante de obligaciones que le había llevado a anular esa conferencia,  se rebela violentamente contra Pitman y su pretensión de hacer de ese compromiso una “obligación moral”. Después, calentándose cada vez más, añade: “Empiezo a perder mi calma dictando esta carta y debo deciros que semejante observación es absurda”. Acusa a Pitman, en dos parágrafos suplementarios de “grosería impertinencia” y termina con estas palabras: “Soy consciente del hecho de haber empezado esta carta con un tono moderado, para acabar con un tono inmoderado. También soy consciente del hecho de que a pesar de mi instinto, no deseo, en la ocurrencia, dejar que el sol se ponga sobre mi ira. Doy pues orden a mi secretaria de echar al correo esta carta inmediatamente”.

 Esta diatriba de egotismo podría salir de la pluma de Rousseau, de Marx o de Tolstoi. ¿Sería posible que fuese capaz de un punto de humor? Es preciso esperarlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA DE­RROTA DE LA RAZÓN

 

Al término de la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales seculares pasaron progresivamente de la fase utópica al hedonismo. El movimiento, poco sensible al principio, va cogiendo amplitud. Para estudiar sus orígenes, conviene examinar el punto de vista y las relaciones personales de tres autores ingleses nacidos el mismo año: George Orwell (1903-1950), Evelyn Waugh (1903-1966) y Cirilo Connolly (1903-1974). Se les puede poner el sobrenombre respectivamente de el Viejo Intelectual, el Anti-Intelectual y el Nuevo Intelectual.

 Waugh, prudente, no comienza a frecuentar a Orwell más que cuando  contrae una enfermedad mortal. Waugh y Connolly argumentan conjuntamente a lo largo de su vida. Orwell y Connolly se conocen después de la escuela. Se vigilan mutuamente por el rabillo del ojo con desconfianza, escepticismo y a veces con envidia. Connolly, que presentía que el fracaso de los dos sería el suyo, escribe un verso lleno de pasión para sí mismo en un ejemplar de Virgilio que ofrece a la crítica T.C. Worsley:

 

 “En Eton con Orwell, en Oxford con Waugh

Sin nadie después y nadie delante”

 

 Estaba lejos de ser verdad. Connolly se revela ser, en efecto, el más influyente de los tres.

 Orwell, del que hablamos al principio, es un caso casi clásico del viejo intelectual. Su adhesión política en favor del socialismo utópico no fue, evidentemente, otra cosa que el sustituto de una fe en algo en lo que no podía creer, pues para él Dios no existía. Había situado sus esperanzas en el Hombre, pero las perdió de vista. Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair -un gran hombre seco, de cabellos cortos, de una nuca despejada y con un bigote estrictamente dibujado- nace en una familia de pequeños constructores del Imperio y similares. Su abuelo paterno sirvió en la Armada de las Indias. Su abuelo materno fue un hombre de negocios en madera de teca en Birmania. Connolly y Orwell frecuentaron la misma escuela privada, y más tarde cursaron conjuntamente estudios en Eton. La educación estricta de su inteligente amigo le destinaba, como Connolly, a hacer honor a su escuela. Pero los dos muchachos escribieron más tarde relatos muy graciosos pero devastadores sobre lo que pasaba en esa escuela donde lo pasaron mal. El ensayo de Orwell “Such, Such Where The Joys” es de una exageración poco común e incluso mentirosa. Su tutor en Eton, A.S.F. Gow, que conocía ese establecimiento privado piensa que para ponderar una requisitoria también desleal, Orwell debía haber sido sobornado por Connolly. Si tal fue el caso, bien sería la única empresa inmoral y engañosa en la que Orwell se hubiese dejado embarcar por Connolly, como le dijo un día Gollancz entredientes, que era de una honestidad casi enfermiza.

 A su salida de Eton, Orwell entra en la policía birmana en la que ha servido cinco años, de 1922 á 1927. Ve el aspecto sórdido del imperialismo, de las pendencias, de las flagelaciones y no lo puede soportar.  Su libro, Cómo he matado un elefante en tres ensayos socava sin duda el espíritu imperialista inglés y supera al resto de sus escritos. Dimite, regresa a Inglaterra y decide hacerse escritor. Escoge el nombre de “George Orwell” después de haber tanteado diversos seudónimos tales como P.S. Burlón, Kenneth Miles y H. Leéis Allways. Orwell se convierte en un intelectual que cree que el poder de las ideas será capaz de cambiar el mundo. Es cierto que era muy joven. Pero su naturaleza, puede que también su paso por la policía les predispusieran a interesarse con pasión de los seres humanos. Comprendió que la investigación y la observación atenta serían los únicos medios de descubrir la verdad, más allà de las apariencias.

 Contrariamente a la mayor parte de los intelectuales, Orwell comienza su carrera de socialista idealista por una cuesta sobre las condiciones de vida de la clase obrera. Edmund Wilson manifiesta la misma pasión por la verdad y la exactitud. Pero Orwell fue mucho más perseverante que Wilson en su búsqueda de conocimientos sobre los “trabajadores”. Empieza por habitar en Notting Hill, un arrabal de Londres en esta época.  Ello fue el tema central de su vida durante muchos años. En 1929, bucea como pinche de cocina. Pero coge una neumonía, debido a su debilidad crónica de los bronquios que le lleva a la edad de cuarenta y siete años a un hospital de la Asistencia pública, en París. Narra su trance desgarrador en su libro La Vaca furiosa (1933), describe la vida de los vagabundos, de recogedores de lúpulo, su día a día en una familia de Lancashire en Wigan, una ciudad industrial. También tantea la boutique de un pueblo. Todas estas actividades tenían un objetivo: “He comprendido que es preciso escapar no sólo al imperialismo, sino también a todas las formas de dominación del hombre por el hombre. Yo me dirijo directamente a los oprimidos, fundirme con ellos, ser uno de entre ellos, de su lado frente a los tiranos”.

 En 1936, cuando estalla la guerra civil en España, Orwell no se conforma con aportar su apoyo moral a la República como hicieron la la mayoría de los intelectuales occidentales. Él fue prácticamente el único que batalló por ella, lo que hizo, quien más hizo, al lado de los trotskistas en una sección del POUM que fue la más perseguida y más torturada. Esta experiencia le marca para el resto de sus días. Orwell va desde el principio a España con la intención de hacerse una idea personal de la situación antes de abordarla. Pero le era difícil entrar en este país cuyo acceso estaba muy controlado por el partido comunista. Orwell va a ver al editor Víctor Gollancz. Éste le presenta a John Strachey quien le recomienda a Harry Pollit, el líder del partido comunista. Pollit acepta darle una carta de recomendación a condición de que se enrole en la Brigada Internacional controlada por el partido. Orwell declina su oferta. No hace nada, a priori,  contra esta brigada, en la que intenta además enrolarse el año siguiente de llegar a España. Pero no quería tomar una opción definitiva antes de podido evaluar los hechos. Orwell gira pues hacia un ala disidente de la izquierda, el Partido trabajador independiente que le conduce a Barcelona y facilita su contacto con los trotskistas y los anarquistas. Se enrola en la milicia del POUM. Barcelona le impresiona, y aún más la vida en la milicia: “Aquí las motivaciones corrientes de la vida civilizada, el esnobismo, la concupiscencia, el dinero, el miedo al patrón incesante de existir. La división de la sociedad en clases sociales desaparece hasta un punto que parecía casi inconcebible en la atmósfera corrompida de Inglaterra”.  Vive el combate en el que es herido en una experiencia enriquecedora. Connolly hace a su vez una excursión a la guerra “como turista concernido”, como la mayor parte de los intelectuales.  Orwellle envía una gentil carta de reproches: “Qué lástima que no hayas pasado a nuestra posición para venir a verme cuando estuviste en Aragón. Me hubiera gustado tanto tomar el té contigo en un abrigo”. Orwell describe la milicia como “una comunidad donde la esperanza era más corriente que la apatía o el cinismo, donde la palabra “camarada” significaba amistad y no como en la mayoría de los países, un disparate. “Falta de todo, pero los privilegios y el poner la bota no está presente”. Para Orwell esta aventura fue “un adelanto burdo de lo que pudieran ser las primeras etapas del socialismo”. Escribía sobre él: “He visto cosas maravillosas y he terminado por creer realmente en el socialismo, lo que nunca hubiese imaginado que llegaría”.

 Orwell vive enseguida la experiencia abominable de las purgas del partido comunista ordenadas por Stalin contra los trotskistas, los millares de camaradas asesinados o encarcelados, torturados antes de ser ejecutados. Él tuvo la oportunidad de salir adelante. Al regresar a Inglaterra, encuentra muchas dificultades para publicar su informe sobre los acontecimientos. Víctor Gollancz rehúsa incluirle en la colección del Left Book Club que acogía a los autores “comprometidos”. Kinsley Martin se guarda bien de hacer parecer explosivo este documento en el New Stateman. Los dos principales órganos de información progresista le impidieron decir la verdad. Fue obligado a buscar fuera. Pero esta experiencia fue reveladora.  Ello confirma que era más probable que la teoría. En teoría, la izquierda, cuando estaba en el poder se suponía que actuaba con justicia y respetaba la verdad. La experiencia le demostró que la izquierda era capaz de injusticia y de crueldad hasta unos extremos prácticamente desconocidos hasta entonces y que no podía compararse más que con los abominables crímenes nazis. Podía burlar la verdad en nombre de una verdad superior como demuestra en el curso de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia enseña a Orwell que los seres humanos son más importantes que las ideas abstractas. Pero aunque él dejase de sentirlos nunca pudo renunciar a las ideas. En este sentido permanece intelectual. Pero su búsqueda cambia de objetivo. Abandona la sociedad capitalista a sus depravaciones y se entrega a las peligrosas utopías que los intelectuales como Lenin habían propuesto. Sus dos mejores libros. La Granja de los animales (1945) y 1984 (1949), son una crítica de la abstracción puesta en práctica. Denuncia la sumisión total exigida por el partido comunista y la perversidad de su economía centralizada.

 Este cambio de orientación conducía fatalmente a Orwell a una crítica feroz del papel de los intelectuales. Esta posición encajaba mejor en su temperamento más acorde al rigor que a la “bohemia”. Su trabajo está tachonado de anotaciones, como esta frase (de Ezra Pound): “Hay derecho a esperar una cierta decencia, incluso de un poeta”. Orwell encontraba que lis pobres, las “gentes ordinarios” eran más “decentes”, más comprometidas con las virtudes simples como la honestidad, la lealtad y la verdad que las gentes “educadas”. Muere en 1950 sin adscripción política definida, pero fue vagamente catalogado como un intelectual de izquierda. Desde que es célebre, la izquierda y la derecha reivindican su pertenencia a su clan y continúan disputándoselo. Desde 1950 hasta su muerte, esgrimió un palo para tapar a los intelectuales de izquierda. Pero ciertos intelectuales más solidarios con su clase se tomaron largo tiempo para asegurarse de que Orwell era su enemigo. Mary McCarthy, de ideas políticas confusas, más claras en cuanto a su conciencia de clase, fue severo con Orwell. Ella le estima también “conservador por temperamento” como un coronel jubilado, extremista y “filisteo” que no ve en su socialismo más que una “idea brotada de repente en su cabeza, una ocurrencia, pura extravagancia”. ¿Su hostilidad a propósito del estalinismo? Un puro producto de una “antipatía personal” y su “falla política (...) la de su pensamiento”. Según ella, si él hubiera vivido más, habría girado seguramente a la derecha: “Antes morir que dudar”. Esta última frase es un ejemplo flagrante del pensamiento de un intelectual: “antes morir que ser anti rojo”.

 Sus compañeros se alejan de Orwell. Piensan que precisaba encontrar soluciones políticas, “como el médico debe intentar salvar la vida de un paciente que sabe va a morir”. Era preciso que Orwell reconociese que “su posición política era completamente irracional” y que tal regla de conducta  era incompatible con las soluciones que los intelectuales soñaban generalmente imponer. Pero si los intelectuales desconfiaban de Orwell, sus opositores, los hombres de letras, se mostraban más cálidos. Evelyn Waugh, que no era hombre a subestimar la importancia de lo irraciona, comienza a corresponderse con él y va a verle al hospital. Si Orwell hubiese vivido, es probable que se hubieran hecho amigos. Ambos pensaban que P. G. Wodehouse, un escritor que admiraban, no debiera ser sancionado por la locura (prácticamente inofensiva comparada con la de Exra Pound) que había cometido haciendo emisiones de radio durante la guerra. Los dos habían invocado que el hombre pasaba antes por un concepto abstracto de justicia ideológica. Waugh, que vio rápidamente en Orwell un desertor potencial del campo de la inteligencia, anota en su diario, el 13 de agosto de 1945: “He comido con mi primo comunista, Claud (Cockburn), y cuando le he dicho que había leído y me había gustado mucho La Granja de los animales, me ha puesto en guardia frente a la literatura trotskista”. Waugh reconocía de buen grado que 1984 era una obra pujante, pero encontraba poco posible que el espíritu religioso no hubiese sobrevivido para resistirse a la tiranía descrita por Orwell. Lo dice en esta última carta de 17 julio de 1949 y añade: “Imaginaos hasta qué punto encuentro vuestro libro apasionante como para arriesgarme  a predicar un sermón”,

 Orwell termina reconociendo a su pesar que en razón del carácter fundamentalmente irracional de la naturaleza humana, la utopía está abocada al fracaso”.

 Waugh sostiene este punto de vista toda su vida con energía. Ningún escritor, ni siquiera Kipling, expresó tan claramente su posición en contra de los intelectuales. Cómo Orwell, no se fís más que de su experiencia personal para formarse una opinión y detesta las elucubraciones teóricas. No busca, como él, participar de la vida de los oprimidos pero viaja a países lejanos y a menudo poco seguros. Cuando trata una materia sería no respeta más que la verdad. Su única obra abiertamente política fue un reportaje sobre el régimen revolucionario en México basándose únicamente, Robbery under Law (1939). En sus advertencias al lector, proporciona con precisión el origen de sus informaciones, da su opinión personal sobre su adecuación, atrae la atención sobre un cierto número de puntos sobre los que él no está de acuerdo y aconseja no hacerse una opinión definitiva sobre la situación en México basándose únicamente en su relato. Waugh reprueba la literatura “comprometida”. Numerosos lectores, dice, “cansados de la prensa libre”, creyeron juicioso imponerse una “censura voluntaria” adhiriéndose a clubs de libros (el Left Book Club de Gollancz estaba manifiestamente señalado), “a fin de estar seguros de que fuese cual fuese el libro que se leyese, estaría escrito con la intención de reforzar sus opiniones”. Es esto por lo que, por lealtad hacia sus lectores, Waugh pensaba que era conveniente tomar conciencia sobre sus propias convicciones.

 Él se declara conservador y precisa lo que había visto en México que refuerza sus convicciones. El hombre ”exilado de la naturaleza, no será jamás autosuficiente por completo en esta tierra”. Pensaba que las oportunidades de felicidad del hombre dependen poco de las condiciones políticas y económicas  en las que vive, que un cambio brutal no hace generalmente más que agravarlas cuando estaba preconizado por “gentes falsas, por falsas razones”. Era preciso sin embargo un gobierno: “Los hombres o pueden vivir en grupo sin reglas“, “pero esas reglas deben tener un estricto mínimo”. “Ninguna forma de gobierno ante Dios no es mejor uno que otro”. Estimaba que “los elementos anárquicos de la sociedad eran tan fuertes que era preciso un trabajo a tiempo pleno para mantener la paz”. Las desigualdades de la fortuna y la posición social eran inevitables”, “discutir las ventajas de su supresión no tenía ningún sentido”. En efecto, “los hombres organizan ellos mismos un sistema de clases”, que saben “necesario para todo trabajo cooperativo”. La guerra y la conquista eran también inevitables. El arte, esa otra función natural del hombre, “no estaba conectado a ningún sistema político particular” puesto que “las grandes obras han sido producidas en los regímenes políticos tiránicos”. Waugh termina diciendo que él se consideraba patriota. Como no veía por qué la prosperidad británica tenía que ser necesariamente inamistosa para los demás, “él suspiraba por la prosperidad de Inglaterra y no por la de sus rivales”.

 Su sociedad ideal, tal como la describe en la introducción de un libro publicado en 1962, comporta cuatro pisos: en el pico “los principios del honor y de la justicia”. Inmediatamente debajo, los hombres y las mujeres encargados de la administración del piso superior en su calidad de guardianes de la tradición, de la moralidad, de la clemencia, de “los mecenas de las artes y de los censores de la propiedad”. Ellos deben estar “prestos al sacrificio” pero estaban protegidos de la contaminación de la corrupción y de la ambición por sus posesiones hereditarias. En el entresuelo, “las clases de la industria y de la enseñanza”, formadas desde la infancia en la probidad. En la base, los trabajadores manuales, “orgullosos de sus capacidades, ligados a los niveles superiores por su lealtad común a la monarquía”. Waugh sostenía que tal sociedad se perpetuaría por sí misma: por regla general, “un hombre está mejor adaptado a los defectos que ha visto en su padre”. Pero un tal ideal “no existe jamás en la historia, ni existirá jamás” y “cada año se aleja más”. Waugh no era derrotista. Pero pensaba que no era suficiente deplorar el espíritu de esta época, “pues el espíritu de una época es el de quienes la componen. Cuanto más la disidencia se opone a la moda dominante, más es posible desviar su curso ruinoso”.

 Waugh fue con constancia y un talento considerable “un disidente” pero, contenido en sus opiniones, no podía jugar un papel político. “No aspiro a dejarme aconsejar como un soberano por sus servidores, “escribe”. No se contenta con abstenerse de todo acto político. También deplora que buen número de sus amigos, por no citar a Cyril Connolly, hubiesen sucumbido al espíritu de la época de los años 1930 traicionando la literatura al politizarla.

 Connolly le fascinaba. De él habla en sus libros y anota en el margen de los de a Connolly observaciones feroces y pertinentes. ¿Por qué? Por dos razones. La primera porque Waugh estimaba de Connolly merecía que se interesase por él. Le encontraba brillante, capaz de escribir en “fórmulas lapidarias frase tras frase, hacer buenas narraciones, deliciosos ejercicios de parodia, metáforas luminosas” y porque a veces era de “una originalidad alucinante”. Pero al mismo tiempo, el sentido de la estructura literaria -de arquitectura como prefería decir Waugh- le fallaba. La perseverancia y la energía también, lo que explica por qué era incapaz de producir una obra mayor. Waugh encontraba esta incongruencia de un gran interés. La segunda razón, más importante, es que Waugh veía en Connolly un autor muy representativo del espíritu de su tiempo, un espécimen a observar, al límite, como a un pájaro raro. En su ejemplar del libro de a Connolly, The Inquiet Grave (conservado en Austin, en el Centro de investigación de ciencias humanas de la universidad de Texas), hizo numerosas anotaciones sobre el carácter de Connolly: “el hombre más típico de mi generación”, por su “auténtica falta de erudición”, “su pasión por el ocio, por la libertad, por la buena vida”, por “su esnobismo romántico”, “su derroche, su desesperación” y “su gran expresión”. Pero según él, Connolly era “el Irlandés, el emigrado en mal estado”, complejo, minado por el mal del país, lleno de brío en público, dado a las citas, creyente de las brujas y los curas fieles a sus escapadas”. “Como todos los irlandeses creía que no existen más que dos realidades: el infierno y América”. Waugh deploraba que Connolly hubiese escrito en los años 1930 una “historia reciente de la literatura” tratando a los escritores no en función de su talento personal sino asociándoles a una serie de “movimientos” de atentadas, de crímenes de partido, de redadas y de manipulaciones políticas. ¡Sin duda su lado irlandés! Le reprocha severamente dejarse atrapar feliz por las garras del “compromiso”, de caer en “ese foso frío y húmedo en el que los jóvenes amigos jugaban al tobogán”. “¡Triste suerte para semejante talento! El Benigno más insidioso de una joven esperanza”. Esperaba que esa obsesión por la política no durase pues era capaz de hacerlo mejor. En todo caso, otra cosa. ¿Cómo un personaje tal como Connolly podría aconsejar a la humanidad, decirle cómo manejar sus asuntos? Se pregunta. Sin ser de ningún modo un hombre farsante, Connolly muestra la debilidad moral típica del intelectual en algún punto raro. Comienza por fichar un igualitarismo a la moda de 1930 á 1950, de modo que fue un esnob toda su vida. “Nada me enfurece más que ser tratado de Irlandés”, se indignaba Connolly, imaginando que su nombre fuese el único irlandés en ocho generaciones.

 Connolly descendía de una familia de militares de carrera y de marinos. Su padre oficial no se distinguió apenas en la armada, pero su abuelo fue almirante y su tía, condesa de Kingston. En 1953, el crítico John Raymond señala en un artículo del New Stateman que Connolly había falsificado ciertos detalles biográficos en su libro Enemies of Promise. En la edición (“proletaria”) de 1938 había suprimido sus nobles ascendentes y les resucita en la edición corregida de 1948 cuando los modos intelectuales ya habían cambiado, Connolly se centra en el género de las “tendencias culturales, escribe Raymond. Nadie, desde un cuarto de siglo, nadie recurre como él a posturas, combinaciones y florituras de la literatura inglesa”.

 El esnobismo de Connolly se manifiesta muy pronto. Cómo Sartre y muchos de los líderes intelectuales, fue hijo único. Su madre que le adoraba le llamaba “Sprat” (alfeñique). Para este niño consentido, egoísta, feo y nulo para los juegos, el pensionado fue una prueba dura. Sobrevivió gracias al servilismo fogoso caracteriza a los chicos de buena familia. Escribe a su madre una carta exaltada: “Este trimestre, tenemos un buen número de nobles... Una princesa siamesa, el hijos del conde de Chelmsford, el hijo del vizconde Malden, el mismísimo hijo del conde de Essex, otro hijo de Lora y el sobrino del obispo de Londres”. Su espíritu fue su otro medio de supervivencia. Anota más adelante: “Ellos quieren pasarse la palabra: “Connolly es gracioso” y pronto “haré una locura en mi entorno”. En Eton este rol de bufón entre muchachos del poder se entiende en el dominio dela sabiduría: “Estoy a punto de convertirme en el Sócrates de las pequeñas clases del colegio”. Después del éxito haciéndose popular y de obtener una bolsa, Lord Jessel, su contemporáneo, le predice: “No me sorprendería que no hiciéseis nada más en vuestra vida”.

 Esta aterradora predicción arriesgaba mucho de hacerse exacta. Connolly, que fue siempre lúcido tanto sobre él como sobre los otros y detecta rápidamente su naturaleza hedonista, era muy consciente. Aspiraba menos a la perfección que “a la dicha en la perfección”. Pero ¿cómo ser feliz sin fortuna cuando se está a prueba de energía? Waugh tenía razón para subrayar su pereza. Connolly reconoció de sí mismo que su “fantasía le hacía impotente”. En Oxford trabajaba poco y obtuvo la calificación de ”pasable”. Acepta un empleo fácil de secretario de Logan Pearsall Smith, un escritor rico, que le pagaba 8 libras por semana, un sueño para la época. Smith, que esperaba haber contratado a un Boswell enérgico y diligente, resulta muy decepcionado. Connolly se casa con una mujer rica, Jean Bakewell, con una renta de 1000 libras al año. Él parecía haberse enamorado. Ambos eran demasiado egoístas para desear un hijo. Un mal aborto practicado en París necesitó una urgente intervención quirúrgica que le hizo perder a Jean toda posibilidad de volver a tener hijos. Esta operación provoca trastornos endocrinos que la hacen obesa y su marido se aleja de ella. Connolly no parece haberse comportado como un adulto con las mujeres. Confiesa que para él “el amor” adopta la forma de un “exhibicionismo de hijo único”, de “un deseo de poner (su) la personalidad a los pies de cualquiera, como un cachorro escupe una bola babosa”. Muy afortunadamente para él, Jean tenía bastante dinero para que él no tuviese que buscar un trabajo regular. Su diario, de 1928 á 1937, revela las consecuencias: “Mañana extremadamente inactiva”. “Desayuno de dos horas”. “Estoy tendido en el sofá y trato de imaginar una gruesa capa de sol amarillo extendida sobre un muro blanco”. “Demasiado ocio. Tantas distracciones a cargo de otros y la mayor parte es un robo”.

 En realidad, Connollyera tan ocioso como quería hacer creer. Termina Enemis of Promise, una crítica acerada de modos literios que fue publicada en 1938 y fue una de las obras más influyentes del decenio. Lo que hizo suponer que tenía el carácter de un líder comparado con los intelectuales gregarios de su generación. Cuando estalla la guerra civil en España, se enrola. Se dirige a tres lugares pero sus viajes fueron ante todo excursiones, una suerte de safari. Esta actitud parece compulsiva de los intelectuales de una cierta clase social. Connolly estaba protegido por el comunista Harry Pollit cuya recomendación fue de una gran utilidad cuando su compañero de viaje, W. H. Ayuden, es arrestado en Barcelona por haber orinado en los jardines públicos de Montjuic, un serio delito en España.

 El relato de estos viajes aparece en New Stateman y aporta una nota de frescor al paisaje gris de la prosa comprometida de los intelectuales de la época. Pero traiciona la fatiga que experimenta Connolly al transportar el fardo del hombre de izquierda: “Pertenezco a una de las generaciones menos politizadas que ha conocido el mundo... a penas salidos de un mitin político, nos precipitamos a la iglesia”.  Los más “realistas” (cita a Evelyn Waugh y Kenneth Clary) han comprendido que su modo de vida depende de una estrecha colaboración con la clase dirigente. Pero “los indecisos” hasta la guerra de España tienen (ahora) el espíritu totalmente politizado en razón de la situación extranjera. Connolly añade que muchos escritores de izquierda están motivados por su arribismo, su “odio al padre”, una difícil escolaridad, su enemiga hacia los aduaneros, o problemas sexuales. Llama la atención sobre la importancia de los escritores, su valor político,  como recomienda el libro de Edmund Wilson, Le Chãteau d’Axel, “el único libro crítico del bando de la izquierda teniendo en cuenta la estética como mucho de los criterios políticos.

 Connolly quería decir que la literatura militante no servía de nada. Desde que pudo se liberó. En octubre de 1939, Peter Watson, un rico admirador, encuentra una función perfecta para él. Le hace redactor jefe del mensual Horizon cuyo objetivo específico era rescatar la importancia de los valores literarios de los espíritus abrumados por la guerra. La revista cobra un éxito extraordinario desde el primer número, lo que confirma la reputación como agente al servicio del poder de Connolly en la inteligentsia. En 1943 sentía que por fin podía permitirse escribir que los años 1930 habían sido un error: “La literatura de este decenio fue esencialmente política y tuvo un doble efecto. Ella no atendía a ninguno de sus objetivos políticos y no producía ninguna obra literaria de valor perdurable”. Para reparar ese error, Connolly intenta reemplazar la búsqueda intelectual por la persecución de la utopía de un hedonista iluminado como explica en las columnas de la revista Horizon y en un libro muy reseñable que trata del placer, The Inquiet Grave (1944). En el curso de su juventud Connolly había definido su ideología como una “búsqueda de la perfección en la felicidad”. Había bautizado sus años proletarios de “materialismo estético”. Esta vez apela a la “defensa de los valores civilizados”.

De todos modos, Connolly esperó al fin de la guerra para desarrollar su programa en su editorial de junio 1946 de la revista Horizon. Este acontecimiento no escapa al ojo vigilante de Evelyn Waugh. A despecho de lo aleatorio de la guerra, Waugh había seguido con atención los hechos y gestos de Connolly. Más tarde, en su trilogía L’Épée d’honneur, se burla de la guerra de Connolly, de su magazine (que se convierte en Survival), de sus bonitos asistentes del perfil de los intelectuales, Frankie y Coney (que en la vida corriente se llamaban Lys Lubbock, que compartía cama, y Sonia Brownell que se convertía en la segunda Mme Orwell). Waugh señala a los lectores católicos de Tablet la importancia del programa de Connolly y los diez indicadores de una sociedad civilizada: 1- Abolición  de la pena de muerte. 2- Reforma penal, cárceles modelo y rehabilitación del presidiario. 3- Supresión de los barrios marginales y de las “ciudades nuevas”. 4- Donación de subvenciones para la luz y la calefacción “gratuitas como el aire”. 5- Medicina gratuita, asignaciones para la  comida y el vestido. 6- Abolición de la censura, a fin de que todo el mundo pueda escribir, hablar y razonar a su manera; supresión de las limitaciones a los viajes y del control de los cambios de domicilio, fin de las escuchas telefónicas y de dossiers sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas. 7- Reforma de la ley relativa a los homosexuales, el aborto y el divorcio. 8- Limitación del derecho de propiedad, y promulgación de los derechos de los niños. 9- Protección de los tesoros nacionales arquitectónicos y naturales, subvención a las artes. 10- Leyes contra la discriminación racial y religiosa.

 Este programa fue la fórmula aplicada a lo que habría de llegar en la futura sociedad permisiva. A excepción de ciertos proyectos económicos impracticables, casi todas las reformas preconizadas por Connolly fueron votadas en el curso de los años 1960 en Inglaterra, en América y otras democracias occidentales. Estas reformas afectaban a casi todos los aspectos de la vida social, cultural y sexual e hizo de los años 1960 uno de los decenios más cruciales de la historia moderna desde 1790. Waugh se alarma.  Se comprende. Supuso que la puesta en práctica de las ideas propuestas por Connolly implicaría la eliminación virtual de las bases  cristianas  de la sociedad que serían reemplazadas por una persecución del placer. Connolly en cambio vio en ello una perfecta salida de la civilización. Algunos predicaron que esas convulsiones terminarían provocando un desorden infernal. Pero demostraron la eficacia incontestable de los intelectuales cuando abandonan la utopía política para centrarse en las disciplinas y las reglas sociales realizables. Rousseau lo había ya probado en el siglo XVIII. Otra prueba había sido aportada en el siglo XIX por Ibsen. Si la política de los años 1930 falla como dijo Connolly, la permisividad de los años 1960 fue un triunfo espectacular a favor del palmarés de los intelectuales.

 Connolly vivió hasta 1974 pero participó poco de esta revolución que había programado. No estaba hecho para las largas campañas y los comportamientos heroicos. La carne era siempre demasiado delgada. Inventa a este propósito una fórmula: “En cada obeso hay aprisionado un hombre delgado que indica su deseo de salir”. Pero el Cyril delgado nunca terminó por salir.  Fue un antihéroe mucho antes de la letra. Como revancha, la concupiscencia, el egoísmo y sus depravaciones mezquinas le seguían paso a paso. En 1928, una factura de blanqueador impagada bastó a Desmond McCarthy para desenmascarar al oportunista y parásito que era Connolly. La mayor parte de los que le ofrecieron hospitalidad se la retiraron. Uno encuentra lo que llama un “detritus de váter” en el fondo del reloj de su abuelo. Lord Bernard descubre un bote de conservas de camarones mohosos sobre uno de sus muebles preciosos. Somerset Maugham pilla a Connolly en el trance de robarlo, le obliga a deshacer su maleta para restituirle el botín. Platos de alimentos a medio consumir fueron encontrados semanas más tarde en los cajones de la habitación que ocupaba. Agita sin malicia: “la ceniza de su cigarro en un plato refinado presentado por la esposa de un célebre intelectual americano”. En 1944, en Londres, Connolly se conduce de manera poco caballeresca cuando durante un bombardeo que le sorprende en la cama con una distinguida dama (quizá sea Lady Perdita que más tarde se convirtió en Mrs Angie Flemming, por la cual, según Evelyn Waugh, Connolly se interesaba en aquella época). La misma desgracia que le sucedió a Bertrand Russell treinta años antes. Pero Russell saltó fuera de la cama de Lady Constance Malleson acompañado de una explosiva indignación ante la barbarie. En el caso de Connolly, es el pánico lo que le hace huir de la cama. Se redime con estas palabras: “miedo perfecto lejos del amor”.

 Es evidente que tal hombre, suponiendo que tuviese energía, no podía ponerse al frente de una cruzada por la civilización. Connolly hunde Horizon en 1949, por pereza, por enfado o por disgusto de sí mismo: “Cerramos las grandes ventanas que dan a Bedford Square, el teléfono fue cortado, el mobiliario al guardamuebles, los invendibles en su cava, los dossiers en la papelera. Solamente los impuestos continuaron inexorablemente expedidos como la leche a la puerta de un suicida”. El terminó divorciándose de la pobre Jean para esposarse con una bella intelectual llamada Barbara Skelton. Su unión no fue dichosa (1950-1954). Se espiaban con desconfianza, como Tolstoi y Sofía y buen número de anfitriones de Bloomsbury (el barrio latino de Londres). Rivalizaron en perfidia en sus diarios íntimos con miras a una futura publicación. Connolly se quejaba amargamente a Edmund Wilson de que Skelton escribía en el suyo. Ella cuenta ahí sus relaciones con él y le amenaza en todo momento con tener un romance. Wilson, por su parte, escribe lo que le confía Connolly, anotando que ella le había confiscado y escondido un diario de sus relaciones con ella, que Connolly sabía dónde lo había puesto y tenía intención de recuperarlo en su ausencia. Evidentemente, no hizo nada y Skelton terminó publicándolo en 1987. Connolly tenía buenas razones para inquietarse. Skelton hizo un inolvidable retrato de su intelectual comatoso.

 Anota ella, el 8 de octubre de 1950: “(Cyril) siempre en ropa de cama, acostado sobre la espalda como un ojo agonizante… presionando más profundamente en la almohada, los ojos cerrados, con una expresión de sufrimiento resignado… Entro en la habitación una hora más tarde. Cyril permanece siempre con los ojos cerrados”. El 10 de octubre: “Larga estancia (de Cyril) en su baño mientras yo hago la colada. Más tarde, al entrar en la habitación, le encuentro de pie completamente desnudo, con aire turbado, como si contemplase el espacio (…). He escrito una carta. Vuelta a la cama a acostarse, C siempre con la espalda apoyada en la jamba de la ventana”. Un año más tarde, el 17 de noviembre de 1951: “(Cyril) no quiere bajar a desayunar. Está en la cama, apesta la sábana…Permanece a veces una hora, como un ectoplasma, con los pliegues de la  sábana en la boca”.

 Este campeón de valores civilizados pone sin embargo el huevo de la permisividad como Erasmo el de la Reforma. Pero deja a otros la cría. Un elemento perturbador sobreviene que Connolly no había previsto y habría a priori deplorado: el culto a la violencia. Curiosamente, la violencia siempre ha fascinado a buen número de intelectuales. Ella pasa de mano en mano, acompañando las soluciones radicales y absolutistas. ¿Cómo explicar el gusto por la violencia de Tolstoi, de Bertrand Russell y de tantos otros que se pretendían pacifistas? Sartre delata su fascinación por la violencia en una nube estupefaciente de eufemismos: “Cuando la juventud se enfrenta a la policía, nuestro trabajo consiste en demostrar que la violencia está del lado de la policía y ayudar fuerte a la juventud para practicar la violencia”. Pretende que los intelectuales que no se comprometen en la “acción directa” (es decir la violencia) para defender a los Negros “eran tan culpables de muerte como si apoyasen a los desencadenantes que mataban (los Panteras negras), asesinados por la policía y el sistema”.

 Los intelectuales se asociaron demasiado a menudo a la violencia pese a que pudiera ser tenido por una aberración pasajera. Esta colusión se manifiesta a veces por una franca admiración hacia “los hombres de acción” que la practicaron. Mussolini encuentra un número sorprendente de partisanos entre los intelectuales, y no únicamente italianos. Las campañas electorales de Hitler fueron más fructuosas en el campus de enseñantes y profesores que en el resto de la población. Muchos intelectuales afectos a los màs altos escalones jerárquicos del partido nazi participaron de los abominables excesos de las SS. Los cuatro escuadrones de la muerte Einsatzgruppen (las fuerzas de choque de la solución final en la Europa del Este) contaban entre sus oficiales una buena proporción de universitarios. OttoOllhendorf que comandaba el batallón “D” tenía tres diplomas universitarios y un doctorado de jurista. Stalin tuvo también en su tiempo legiones de admiradores eruditos, como Castro, Nasser y Mao Tsé Tung.

 La disposición del ánimo hacia la violencia o a su tolerancia fueron a veces el producto de una deriva típica del pensamiento. “España”, el poema de Auden sobre la guerra civil, publicado en marzo de 1937, comporta un verso inmemorable sobre “la aceptación consciente de la culpabilidad del asesinato necesario”.

 A Orwell le gusta el poema pero objeta que no podía haber sido escrito más que “para que el asesinato fuese al sumo una palabra”. Auden se defendió argumentando “que en caso de guerra justa, el asesinato podía llegar a ser necesario en nombre de la justicia”. Suprime incluso de su texto la palabra “necesario”. Kinsley Martin, que sin embargo reprobaba la violencia bajo todas sus formas y sirvió en la unidad De la Cruz Roja cuáquera durante la Primera Guerra Mundial, cometió a veces el error de defenderla. En 1952, aplaudió el triunfo de Mao en China. Después, alarmado por los informes que estableciendo que un millón y medio de “enemigos del pueblo” debían ser eliminados, considera esta posición insensata en las columnas de su diario New Stateman: “Estas ejecuciones ¿eran realmente necesarias?” Leonard Wolfang, un redactor del periódico, le obligó a publicar una carta la semana siguiente en la que le pide aportar algunas precisiones sobre las circunstancias que justificaban la ejecución “realmente necesarias” de un millón y medio de personas ¡por un gobierno! Martin, evita responde. Pero sus contorsiones para liberarse del anzuelo al que estaba sometido fueron muy penosas de soportar.

 Ciertos intelectuales no vieron en la violencia una práctica abominable. El caso de Norman Mailer es particularmente edificante pues se inserta perfectamente en el cuadro de intelectuales que estudiamos. Único hijo de una familia matriarcal, fue en su partida el centro de un círculo femenino admirativo. Su madre, Fanny, venía de una familia holgada, los Schneider, y con sus hermanas dirigía un negocio próspero. Más tarde, la hermana de Mailer se unió al círculo de sus admiradoras. Mailer fue un muchacho modelo de Brooklin, tranquilo, bien educado, siempre el primero de la clase. Fue admitido en Harvard a los dieciséis años y sus progresos fueron aplaudidos con entusiasmo. Al decir de Beatrices Silverman, “todas las mujeres de la familia encontraban genial a Norman”. “Fanny no quería que su pequeño genio se casase”. La palabra “genio” acudía a los labios de Fanny desde que se cuestionó a su hijo. Ella dijo a los periodistas: “Mi hijo es un genio”. Tarde o temprano las esposas de Mailer acabaron acusando el penoso “factor Fanny”. La tercera, Lady Jean Campbell, se quejaba: “Sólo nos falta comer con su madre”. La cuarta, una actriz rubia que hacía llamarse Beverley Bentley, fue sancionada severamente por haber hecho comentarios “anti-Fanny”. Sus esposas fueron los sustitutos adultos del círculo femenino de su infancia. Después de sus divorcios, Mailer queda bien con todas, salvo una, que dijo “después de un divorcio la amistad puede comenzar, la vanidad sexual no existe”. Tuvo seis esposas que le dieron ocho hijos en total. Noriega Church, la sexta, tenía la misma edad que su hija mayor. Mailer tuvo también muchas aventuras extra conyugales. Su cuarta esposa le echa en cara: “Cuando yo estaba encinta, él tenía relación con una azafata. Tres días después de mi vuelta a la casa con el bebé, él comienza con otra”. Esta progresión de una mujer a otra se asemeja a la de Bertrand Russell que, como Sartre, vivió en medio de un harem. Pero Mailer, a despecho de su pasado matriarcal, manifiesta una fuerte inclinación por el patriarcado. Su primer matrimonio capota cuando su mujer pretende hacer carrera y Mailer la trata de “mujer prematuramente liberada”. Se queja también de la tercera: “Lady Jean ha renunciado a diez millones de dólares por esposarse conmigo pero nunca ha querido preparar mi desayuno”. Se divorcia de la cuarta cuando ella termina por tener una aventura. Una de sus mujeres afirma que “Norma no querría incluso oír hablar de una mujer que haya hecho carrera”. V.S. Pritchett señala en un libro de Mailer en 1971 que el hecho de haber tenido tantas esposas (no se había entonces esposado todavía con la cuarta) indicaba “claramente que sólo le interesaba de las mujeres por lo que tenían”.

 Mailer tuvo un segundo rasgo común a los intelectuales: su genio para la publicidad. La promoción de su novela sobre la guerra, Los Desnudos y los muertos, debida al trabajo reseñable de las ediciones Rinehart, fue una de las campañas más exitosas del periodo de postguerra. Pero desde que su libro fue lanzado, Mailer se encarga él mismo de sus relaciones públicas. Durante treinta años organiza una soberbia publicidad entorno a él, su trabajo, sus mujeres, sus divorcios, sus querellas o sus posiciones políticas. Fue el primer intelectual en servirse eficientemente de la televisión y en entregarse a sus “happenings” memorables y a veces alarmantes. Comprendió rápidamente que la televisión, más que las palabras, tenía una insaciable necesidad de acción. Discurre por la ruta abierta por Hemingway y se convierte en el intelectual más activo. ¿A qué obedecía esta publicidad intensiva? En primer lugar a hinchar su vanidad y su egoísmo. No subrayó jamás bastante que las actividades de Tolstoi, Russell y Sartre no eran otra cosa que superficialidades racionales. No se pueden explicar de manera coherente más que a través de un deseo de focalizar la atención sobre ellos y sobre la Esperanza de conseguir dinero. Las tendencias patriarcales de Mailer le costaron muy caro. En 1979, fue llevado a la justicia por su cuarta esposa. Mailer se defendió diciendo que no había conseguido los medios para proporcionarse 1.000 dólares por semana. Pagaba ya una pensión de 400 dólares a la quinta y 600 a la sexta. Tenía, además, 500000 dólares de deuda, debía 185000 a su agente literario, 80500 de impuestos, y el Estado había grabado su casa con una hipoteca de 100000 dólares. Todo este choque publicitario fue destinado a atraer lectores, lo que dio resultado. Para no citar más que un ejemplo, su largo ensayo, Prisionero del sexo (en el que ataca al feminismo y a las  consecuencias de sus escapadas conyugales) que aparece en Harpers” en marzo de 1971, le permitió vender más ejemplares que cualquier otra aparición en ese magazine en sus ciento veinte años de existencia.

 Sin embargo el sentido de la publicidad de Mailer tenía también un objetivo más serio. Trataba de promover un concepto que se convirtió en el tema dominante de su obra: la necesidad del hombre de liberarse de las constricciones que inhiben su fuerza. Las gentes bien educadas identificarían esas inhibiciones de la civilización. Para Yeats, una sociedad civilizada se definía por “el ejercicio del Imperio sobre sí mismo”.  Mailer pone este postulado en cuestión. ¿No será la violencia una manifestación necesaria? ¿A veces incluso una virtud? Él llega a esta postura por un camino desviado. En su juventud, fue un agitador clásico y pronunció por ejemplo dieciocho discursos para sostener la campaña electoral de Wallace en 1948. La memorable conferencia de Waldorf significó su ruptura con el partido comunista. Después de lo que sus opiniones políticas reflejaron a veces sus simpatías por la izquierda liberal, pero no sistemáticamente. Su trabajo como periodista le conduce a sondear la opinión de los Negros sobre los valores occidentales. Durante el verano de 1957 publica El Negro blanco en la revista  Dissent de Irving Howe. Este documento de una gran importancia da nacimiento a la tesis más influyente de la época de postguerra. Analiza la “consciencia Hip”, el comportamiento acorde y autoritario de la juventud negra, explica y justifica lo que él llama su contra cultura. Mailer arrastra vivamente a los intelectuales blancos progresistas a mantenerse en esta vía y a interrogarse sobre los numerosos aspectos de la cultura negra tales como su anti racionalismo, su misticismo, el sentido de su fuerza de vida, y sobre todo su papel en su violencia. Consideremos, escribe Mailer, el caso real de los jóvenes Negros que atacaron a muerte al propietario de una confitería. ¿No presentaba esta violencia un aspecto benéfico? “En el hecho no se mata únicamente a un viejo hombre afable de cincuenta años sino también a una institución, se  viola la propiedad privada, se entra en un nuevo informe de la policía, se integra el factor peligro en la vida”. Si la furia reprimida representa un peligro para la creatividad, la violencia exteriorizada, descargada, puede ser vista como una fuerza creativa.

 Esta fue la primera tentativa sopesada con sentido y bien escrita tratando de legitimar la violencia personal de cara a la violencia “institucional de la sociedad”. Esta hipótesis revela una cólera muy comprensible en ciertos medios. Howe reconoce que hubiera sido preferible suprimir el pasaje relativo a la muerte del pastelero. Norman Podhoretz recusa “estas ideas de una moralidad macabra, de un cinismo ingenuo que prueba a qué excesos puede llegar la ideología del inframundo”. Pero un gran número de jóvenes, tanto blancos como negros, no esperaron a este tipo de racionalización para actuar. El Negro blanco, fue un blanco-icono para los años 1960y 1970. Confiere una respetabilidad a numerosos comportamientos considerados hasta entonces como actos superados.

Algunas licencias, graves y perniciosas, se añadieron así al programa permisivo propuesto por Cyril Connolly diez años antes.

 El mensaje tiene tal impacto que Mailer lo ilustra por sus propios valores, tanto públicos como privados. El 23 de julio de 1960 es inculpado por haber participado en una pelea en un puesto de policía de Princetown y declarado culpable de ebriedad. Vuelve a reincidir el 14 de noviembre en un club de Broadway. Esta vez es inculpado por “conducta delictuosa”. Cinco días más tarde, da una gran recepción en su apartamento de Nueva York para anunciar su candidatura a la alcaldía de Nueva York. Pero al minuto, completamente ebrio, discute en la calle delante de su casa con diversos intelectuales, en especial con Jasón Epstein y George Plimpton que querían simplemente abandonar su fiesta para reunirse entre ambos. A las cuatro se le ve con el ojo hinchado, los labios inflamados y la camisa manchada de sangre. Su segunda mujer pintora, Adele Morales, una hispano peruana, le hizo una escena. Él coge un portaplumas y le clava la espada en el estómago y en la espalda. Le hace una herida de siete centímetros y medio de profundidad y le falta poco para morir. Lo que sigue a este incidente es complejo. Adele rehúsa presentar denuncia y el asunto se termina un año más tarde con una indemnización y una puesta en libertad vigilada. No manifiesta ningún remordimiento particular en sus comentarios. Declara en el curso de una entrevista con Mike Wallace que “para un delincuente juvenil el cuchillo tiene un enorme significado, es su espada, su virilidad”. Y añade que sería preciso ¡organizar justas anuales entre bandas en Central Park! El 6 de febrero de 1961 es invitado a leer poemas en el centro de poesía de la Asociación de jóvenes Hebreos y aprovecha la ocasión para deslizar estos versos: “en tanto que alguien se sirva de la navaja - quedará todavía amor”. Mailer resume su episodio de violencia en estos términos: “Diez años de cólera me han empujado a actuar. Después me siento mejor en mi propia piel”.

 Mailer trata enseguida de hacer progresar la contracultura controlándola mejor en público. El Negro blanco inspira a Hippy Jerusalén Rubin que organiza el 2 de Mayo de 1965 una enorme manifestación contra la guerra en Vietnam, en Berkeley, donde Mailer puso la tribuna. Declara que “la gran sociedad” del presidente Lyndon Johnson iba a “acampar y a pasar el rato en la mierda”. Exhorta a 20.000 estudiantes a no contentarse con criticar al presidente. Es preciso también insultarle colgando su retrato en las paredes con la cabeza abajo. Abbie Hoffman, que no tardaría en convertirse en el sumo sacerdote de la contracultura, escucha ese discurso con atención y lo comenta: “Mailer ha demostrado cómo focalizar el sentimiento de revuelta con eficacia no atacando sólo las decisiones sino también las tripas de quienes las toman”. Dos años más tarde, Mailer participa con éxito en la gran marcha sobre el Pentágono profiriendo obscenidades: “Nosotros vamos a aplastar el vuelo del gobierno, directamente en el esfínter del Pentágono”. Es arrestado y condenado a treinta días de prisión (de veinticinco agravados). Cuándo es soltado, declara a los periodistas: ¿Sabéis, queridos amigos americanos, que hoy mismo, un domingo, se está quemando el cuerpo y la sangre de Cristo en Vietnam?”. Justifica esta alusión alegando que, pese a no ser cristiano, se había casado con una cristiana. Su cuarta esposa cuenta más tarde que cuando ella criticaba a su madre él la pegaba en el bajo vientre.

 Mailer ridiculiza la imagen del hombre de estado y el buen nombre de sus acciones. En mayo de 1968, en el apogeo de la agitación estudiantil, un escritor analiza en Village Voice la influencia ejercida por Mailer: “¿Cómo es posible no comprender a Mailer? Él ha predicado la revolución antes de convertirse en movimiento, ha tratado a LBJ (el presidente Johnson) de monstruo cuando los liberales, armados con reglas de cálculo escribían sus discursos”. Mailer defendía a los negros, la marihuana, a Cuba, la violencia, el existencialismo… cuando la nueva izquierda no era todavía más que destellos de malicia a los ojos de C. Whright Mills”. Pero si está claro que Mailer se basaba en el discurso político, era evidente que no estaba educado para el debate. Su impacto sobre la vida lotería fue similar. Sus peleas con sus colegas rivalizaban con las de Ibsen, Tolstoi, Sartre y Hemingway, e incluso las sobrepasaba. Se querella, entre otros, en privado y en público, con William Styron, James Jones,Calder Willingham, James  Baldwin y Gore Vidal. Estos enfrentamientos, como los de Hemingway, fueron a menudo violentos. En 1956 se le vio cruzar golpes en los parterres de flores de la casa de Styron con Bennet Cerf quien declara: “¡Usted no es editor, usted es un dentista!”. En 1971, los telespectadores asistieron a un reparto de golpes entre Mailer y Gore Vidal en una emisión de Dick Cavett. En 1977 en su encuentro tuvieron el siguiente diálogo; Mailer a Vidal: “Usted tiene aires de judío asqueroso. - Es porque tiene aires de judío asqueroso”. (Mailer arroja el contenido de su vaso a la cara de Vidal). La corresponsal del New Yorker en París, Janet Flanner, una mujer distinguida e inofensiva, participa de un debate televisivo seguido de un intercambio de bofetadas. La conversación derrapa en una discusión de barrizal entre Mailer y Vidal sobre la pederastia. Janet interviene:

 

 Flanner:  - ¡Oh! ¡Por el amor del Cielo! (Risas)

 Mailer:  - Sé que usted vive en Francia desde hace varios años, pero       créame, Janet, ¡es posible penetrar a una mujer también de otra manera!

 Flanner:   - Es lo que yo he querido decir. (Risas)

 Cavett:     - Terminaremod la emisión con este apunte tan elegante.

 

 Mailer encarna una mezcla de permisividad y de violencia que caracteriza a los años 1960 y 1970 y sobrevive milagrosamente a sus propios bufones.

 

 Otros fueron menos afortunados o menos resistentes. La mutación del intelectual utopista “al viejo estilo” en nuevo y hedonista brutal se opera con una velocidad vertiginosa y provoca algunos accidentes deplorables.

 Cuando Cyril Connolly publica su manifiesto en junio de 1946, Kenneth Peacock Tynan viene a acabar su primer año de estudios en el colegio Magdalena de Oxford y ya estaba situado en su medio como jefe de filas de la sociedad intelectual. Cuatro meses más tarde, a principios del trimestre siguiente, yo tenía el testimonio novicio e intimidado de su llegada a Magdalen. Contemplé con asombro a este grande y bello hermafrodita de bucles rubios, pómulos a la Beardsley, tartamudeos elegantes, con vestimenta de color ciruela, corbata lavanda y anillo heráldico con rubíes. Arrastre mi único maletero de ruedas reglamentarias hasta la habitación donde él parecía tener sus posesiones y sus servidores a los que daba órdenes con calma y autoridad. Una frase me llamó la atención particularmente: “¡Prestad atención a esta caja, buen hombre, está repleta de camisas caducas!”. No fui yo el único asombrado por esta elegante prestación. En 1946, Tynan y yo formábamos parte del grupo de estudiantes que pasaban de la escuela a la universidad. La gran mayoría de los alumnos volvían de la guerra. Algunos habían sido oficiales y habían asistido o participado de espantosas carnicerías. Pero ninguno había visto nunca una cosa semejante. Los fornidos de la guardia real quedaron mudos de asombro. Los pilotos de los bombarderos que habían matado a millones de personas ensancharon los ojos. Los tenientes de navío que habían hundido el Bismarck contemplaron este espectáculo alucinante con estupor.

 La historia de este extraño joven había sido tan extravagante como él (pero se ignoraba todavía en aquella época). Podría estar influída, no tanto por los anales de los héroes de Magdalen como por los de Oscar Wilde o Compton Mackenzie, o por un libro de Arnold Bennett? Los detalles relativos a la vida de Tynan han quedado recogidos consigo por Kathleen, su segunda esposa, y publicados en una tierna y dolorosa biografía modelo en su género.

 Tynan, nacido en 1927, creció en Birmingham y frecuentaba su célebre escuela secundaria. Desarrolló completamente, hizo el papel principal en Hamlet y obtuvo una beca para entrar en Oxford.Se crió como hijo único, niño mimado, adorado por Rosa y por Peter Tynan. Su padre le dio 20 libras como dinero de bolsillo por quincena, mucho dinero para aquella época. En realidad, Tynan era hijo ilegítimo y su padre un “número sacro”. Llevaba una doble vida. Una mitad de la semana se hacía llamar Peter Tynan y vivía en Birmingham. La otra mitad de la semana era Sir Peter Peackok, juez de paz, emprendedor próspero, elegido seis veces alcalde de Warrington donde vivía con una Lady Peacock y muchos chicos Peacock. Allí vestía levita, sombrero alto, polainas grises y camisas de seda sin mesura. Tynan no descubre la maceta de rosas hasta 1948, al terminar su estancia en Oxford. Sir Peter muere y la familia legítima se llena de indignación tratando de reclamar en Warrington a toda prisa su cuerpo y de impedir que la desolada madre de Tynan asistiese a los funerales. No era infrecuente que estudiantes de Oxford descubriesen de pronto que eran hijos ilegítimos. Ese fue el caso de otro pensionado de Magdalen, el barón Edward Hilton que fue obligado a retirar la mención “Sir” de su placa. Tynan reaccionó enseguida inventándose que su padre era consejero financiero de Lloyd George. Pero este descubrimiento le hace daño y escabulle el nombre de Peacock entre el suyo. Su madre tenía un sentimiento de culpabilidad por haberle sobre protegido y arruinado, por lo que él la trató siempre como a una sirviente privilegiada.

 Tynan tenía desde siempre la costumbre de dar órdenes y la actitud del maestro. En Oxford, había vestido como un príncipe de la época donde el racionamiento era muy estricto. Aparte de su costumbre de vestir ropa color violeta y camisas con encajes de oro, tenía un abrigo reversible de seda roja, prendas de ante, un traje verde botella del que él decía estaba hecho con tela de mesa de billar y calzado de ante verde. Se inventaba “justo un toque de barniz púrpura sobre el contorno de la boca”. Renueva su reputación de extravagante estético de Oxford. Durante toda su estancia, se habla mucho de él en la ciudad. Crea e interpreta piezas, es un brillante orador, escribe artículos en revistas o las edita, organiza fiestas sensacionales a las que asisten celebridades londinenses del mundo del espectáculo (pagando sus shillings la entrada), se rodea de mujeres bonitas y de profesores admiradores, hace brillar su efigie y vuelve a dar vida a las páginas del BridesheadRevisted haciendo de ella un best seller.

 

Contrariamente a los que fueron sensación en Oxford, Tynan triunfó en todo lo que emprendió en la vida. Produjo piezas y revistas, jugó con Alex Guiness y, sobre todo, se impuso rápidamente como periodista más literario más audaz de Londres. Su divisa era la siguiente: “Escribir herejías, puras herejías”. Fija en su bureau un eslógan estimulante: “Exasperar, aguijonear, lacerar, provocar tormentas”. Él sigue sus propios mandatos al pie de la letra. Todo ello le valió rápidamente una reputación envidiable como el mejor crítico dramático del Evening Standard, trasuna carta importante al Observer, el periódico inglés más prestigioso de la época. Los lectores quedaron tan aturdidos como los estudiantes del Magdalen ante este fenómeno que parecía conocer todo el ámbito literio y empleaba palabras tales como famélico, bribón y cretino. Ejerce plenos poderes sobre el teatro londinense. Unas veces se le respeta, otras se le teme y otras se le odia. Monta la pieza de Osborne Look Bank ni Ánger que fue un triunfo, y puso en marcha la leyenda del “joven encolerizado” y presenta a Brecht al público inglés. Tynan hace campaña por el teatro subvencionado que había probado la eficacia del teatro de Brecht. Cuándo Inglaterra tuvo su propicio Teatro nacional, fue nombrado director literario desde 1963 a 1973 enriqueciendo el repertorio de obras cosmopolitas. Alrededor de setenta y nueve piezas representadas bajo su mandato, la mitad tuvieron éxito. Un récord reseñable. Tynan se hizo igualmente célebre en Estados Unidos gracias a las críticas elogiosas que aparecieron en el New Yorker de 1958 a 1960. Pero las actividades de Tynan tenían un objetivo más serio.  Cómo Connolly y de una manera un tanto confusa, asocia el hedonismo y la permisividad en el socialismo. Aporta su contribución al manifiesto de los “Angries” y precisa sus intenciones en su Declaration (1957): el arte debe “tomar parte, comprometerse” y el socialismo debe significar “la progresión hacia el placer”, ser una “afirmación internacional alegre” (en esta época la palabra “gay” no estaba todavía asociada a la homosexualidad). Le Nègre Blanc de Mailer fue publicado el mismo año y este libro contribuyó a romper las inhibiciones lingüísticas en la escena como en otras partes tiempo. En Inglaterra, Tynan más que nadie destruye el viejo sistema de censura oficial y no oficial. Sus esfuerzos fueron puntuados como actitudes de posición política tradicionales pero añadiendo elementos más permisivos. En 1960  introdujo la palabra “mierda” en el vocabulario del Observer. El año siguiente organiza una manifestación procastrista en Hayd Park animada por una multitud de jovencitas. El 13 de noviembre de 1965, acomete su obra maestra de publicidad personal pronunciando la palabra “fuck” en una emisión televisiva satírica de la BBC en una hora tardía. Esta audacia calculada hizo de él el hombre más célebre del país. El 17 de julio de 1969 puso en escena ¡Oh Calcuta! que los comediantes escenificaron completamente desnudos. Dio la vuelta al mundo y reportó 360 millones de dólares.

 Pero Tynan no se contenta con aniquilar toda censura. Se destruye también a sí mismo. Muere en 1980 de un enfisema, debido a los pecados del tabaco transmitidos a sus débiles bronquios por su padre. Pero también se inmola en el altar del sexo. Tynan fue un obseso sexual precoz. Declara que se masturbaba desde la edad de once años y alababa a menudo los juegos de esta actividad. Hacia el fin de su vida, se define a sí mismo como un tynanosaurus homo masturbans, una especie, según él, en vía de desaparición. Cuando era apenas un adolescente logró hacerse con una colección de revistas pornográficas, lo que no debió ser fácil en tiempos de guerra en Birmingham. Cuando interpreta Hamlet en la escuela, mueve a James Ágata, crítico influyente y homosexual notable, a escribir sobre su espectáculo. Agate, seducido, invita al joven a su apartamento de Londres. Pone su mano sobre su rodilla y le pregunta: “¿Seriáis homo, mi muchacho?” “Creo que no”, respondió Tynan. “Ah, bueno, tanto peor nos obligaremos”. Tynan dice la verdad. Gustaba mucho de llevar para la ocasión vestimenta femenina, sabía que se le podría tomar por homosexual pero no lo desmentía nunca, persuadido de que esa reputación facilitaba su aproximación a las mujeres. Pero jamás tuvo una relación homosexual. “¡Jamás. Ni incluso, el más mínimo contacto!”, afirma. Por el contrario,  manifiesta mucho interés por el saxo masoquismo. Agate, habiéndolo descubierto, da a Tynan la llave de su rica colección pornográfica y termina corrompiéndole.

 Tynan nunca se tomó la molestia de esconder sus inclinaciones e incluso a veces las proclama. Anuncia en el curso de una conferencia en la Oxford Unión “Mi tema será el siguiente: el látigo en el crepúsculo”. En Oxford tuvo un gran número de aventuras. Pide generalmente a sus conquistas que le ofrezcan sus calzoncillos que él suspendería en los látigos que decoraban sus paredes. Amaba a las judías voluptuosas, sobre todo a los que habían tenido un padre severo que le administrase castigos corporales. Explica a una de ellas que la palabra “castigo” tenía “una considerable dosis victoriana de venganza”, que la palabra “azotaina” era igualmente muy potente y se adaptaba a las correcciones a escolares infantiles (…), que el látigo simboliza el sexo y la belleza, y el cual siempre una oferta”. No esperaba de sus esposas otra cosa que no fueran estas prácticas asociadas para él al pecado y al jolgorio perverso de la culpabilidad. Pero desde que ejerce poder en el teatro, no tiene ninguna dificultad para encontrar comediantes sin trabajo que aceptasen participar en sus juegos eróticos a cambio de su ayuda.

 Las mujeres parecían menos dispuestas a lamentarse más de su sadismo relativamente moderado que de su vanidad y de su despotismo. Una joven le deja cuando se da cuenta al entrar en un restaurante que  entraba todos sus esfuerzos en mirarse en un espejo. Al decir de otra de sus conquistas: “En el mismo momento que le dejes, sales de su cabeza”. Tynan trata a las mujeres como a objetos. Pero por otro lado era encantador, podía mostrarse sensible y comprensivo. Pero esperaba de las mujeres que girasen en torno a los hombres como lunas alrededor de un planeta. Su primera esposa, Elaine Dundy, tenía ambiciones personales y terminó escribiendo una novela de calidad. Cyril Connolly, a quien alguien le pregunta si le parecía buena, responde: “No lo creo. Se trata de una que busca demostrar que existe”.

 Hace a Elaine Dundy escenas de una violencia inusitada. En su menage,  derrama lágrimas y gritos del estilo: “¡Te voy a matar, puta!”. Mailer, experto en escenas conyugales, otorga a Tynan una excelente nota: “Ellos se intercambian golpes que les dejan aturdidos, que invitan a aplaudir como en un combate de boxeo de profesionales”. Tynan exige a su esposa una lealtad total reservándose el derecho de ser infiel. Pero un día, al volver de estar con su amante, se encuentra en el apartamento de Londres a su primera mujer en la cocina, en compañía de un poeta completamente desnudo que Tynan conocía, un productor de la BBC. Furioso, busca la vestimenta del poeta en el dormitorio, la coge y la mete en la caja del ascensor. Pero en general era menos valeroso.

 Después de haberse divorciado de la primera mujer, hace de Kathleen Gates su segunda esposa, que deja a su marido y se va a vivir con él. Cuando su esposo la encuentra con Tynan y fuerza la puerta de entrada, corre a ocultarse detrás del canapé. Más tarde, el marido sorprende a Kathleen y a Tynan delante de la casa de la madre de la joven, en Hamstead. Unos penachos de cabello de Tynan, en ese momento rubio grisáceo, caen durante la pelea antes de que pudiese ir al abrigo de la casa. Su segunda esposa cuenta: “Ken y yo, estamos escondidos en casa de mi madre, y hemos esperado a la noche para escabullirnos fuera. En la carretera Ken me asegura que nos está siguiendo y salta a un contenedor de basura”. Tynan sin duda recordaba esa reminiscencia de la obra de teatro de Beckett.

 El segundo matrimonio no es más dichoso que el primero y por la misma razón. Tynan exige una total libertad sexual para él, una fidelidad absoluta de su mujer mientras mantiene una relación permanente con una actriz sin trabajo con la que se entrega a sus fantasmas sadomasoquistas. Él se viste de mujer y su amante de hombre y a veces invita a prostitutas a que participen de sus fiestas. Anuncia a Kathleen su intención de liberarse con esas sesiones dos veces por semana, “aunque ella no sea ni razonable, ni gentil, ni amistosa (…). Es mi elección, mi cosa, mi deseo (…) Es francamente ridículo y ligeramente obsceno. Pero me agita, me sacude como una infección y tiemblo hasta que pasa la crisis”.

 El asunto se hace más grave cuando Tynan decide renunciar a su carrera para hacerse pornógrafo sin recursos ni porvenir. Desde 1958, anota en su plan: “Escribir piezas. Libros pornográficos. Escribir una autobiografía”. En 1964, toma contacto con la revista Play Boy, lacual, curiosamente, rehúsa el material erótico que propone. Podría decirse que Tynan, envalentonado por el éxito formidable de Oh! Calcutta! piensa con demasiado optimismo hacer de la pornografía un arte que pudiese ser tomado en serio. A principios de los años 1970, intenta convencer a cierto número de escritores célebres escribir sobre los fantasmas ligados a sus masturbaciones y hacer de ello una antología. Recibe una gran número de negativas humillantes, de parte de Nabokov, de Graham Greene, Beckett y Mailer, entre otros. Aparte de este fracaso, intenta producir un film pornográfico  este proyecto nunca vio el día pues Tynan no consiguió los fondos necesarios. Contraria mente a la mayor parte de los intelectuales Tynan no era avaro y bien al contrario, como Sartre, gastaba sin contar. En la muerte de su madre, hereda una coqueta legada por el viejo Sur Peter y la dilapida en cuanto puede. Deja el Teatro nacional con una indemnización irrisoria. Los contratos que firma por Oh! Calcutta! erantan desconsiderados que apenas percibe 250.000 dólares por una revista que tuvo un inmenso éxito. Pasa los últimos años de su vida intentando reunir fondos para un proyecto que sus amigos más avisados consideraban repugnante o desesperado. Y Tynan empieza a dudar de sí mismo. Escribe a Kathleen, de Provence: “Me pregunto qué hago rumiando la pornografía. Es francamente vergonzoso”. En Saint Tropez sueña una joven desnuda, espolvoreada y cubierta de excrementos, con los cabellos cortados, chinches en la cabeza y anota: “Desde que me despierto horrorizado, los perros del hotel empiezan a ladrar, como hacen cuando pasa el rey de los demonios invisible para el hombre”. Los últimos años de Tynan fueron el siniestrado contrapunto de su obsesión sexual y de su debilidad psíquica. El relato que hace su viuda, de una lectura angustiosa para quienes lo conocieron y admirado como hombre, recuerda la metáfora impresionante de Shakespeare, “un gasto del espíritu desperdiciado por la vergüenza”.

 El caso del cineasta Rainero Werner Fassbinder, puede ser el mejor dotado que ha producido Alemania, y aún más asombroso, pues la violencia se alía más allá de la laxitud. Este muchacho de hecho nace en Baviera el 31 de mayo de 1945, después del suicidio de Hitler con todas sus repercusiones. Se beneficia y es víctima de las nuevas libertades defendidas por Connolly, Mailer y Tynan. El cine alemán de los años 1920  domina el mundo. El advenimiento de los nazis provoca una fuga de los principales talentos de los que Hollywood recoge los frutos. Cuando el régimen nazi colapsa, las autoridades americanas de ocupación trasplantan el cine de Hollywood a terreno alemán. En 1962, el Oberhausen Manifesto, una declaración de independencia cinematográfica, firmado por veintiséis guionistas y directores alemanes, pone fin a este episodio. Fassbinder deja la escuela dos años más tarde. A los veintiún años, había hecho dos cortometrajes y creado su cooperativa de producción “El Antiteatro”. El mundo de las artes vivía en la época a la sombra de Brecht y de su primera creación de la Opera de quat’ sous. Fassbinder interpreta el papel de Mackie-le-Surineur. El Antiteatro, igualitario en teoría, se manifiesta en la práctica como estructura tiránica. Fassbinder se comporta como un déspota “como Louis XIV en Versalles”. Se sirve de esta estructura para hacer su primer film de éxito, El Amor más frío que la muerte, montado en veinticuatro horas en abril de 1969.

 Fassbinder se convirtió en jefe de filas y símbolo del cine de la era la isla en tiempo récord. Su autoridad y su rapidez de ejecución le permitieron hacer filas económicos y de gran calidad. Las críticas fueron rápidamente muy elogiosas. Sin embargo debió esperar a la salida de El miedo devora el alma (1974) para conseguir un nivel apreciable en caja. Pero ya estaba en sus veinte años y un film. A partir de noviembre de 1969, logra nueve metrajes en doce meses. Los 470 planes del Mercado de las cuatro estaciones (1971) los consiguió llevar a cabo en doce días obteniendo un éxito comercial saludado con calor por los críticos. A lis treinta y siete años, contaba con 43 films en su activo, realizados a razón de un film cada cien días, a lo largo de treinta años. Nunca cogió vacaciones, su equipo trabajaba sin descanso, incluso los domingos. Este fanático de la autodisciplina tenía como divisa: “Dormiré bastante bien cuando esté muerto”.

 Esta prodigiosa producción fue fruto del egoísmo y del abuso de poner la carne de gallina. Su padre era médico. Éste deja la casa cuando Fassbinder tiene seis años, abandona la medicina para hacerse poeta y se gana la vida explotando pequeñas propiedades baratas. Su madre, comediante, interviene a veces en sus films. Después del divorcio, se amancebando con un autor de novelas. Fassbinder vive su infancia y su adolescencia en plena bohemia literaria, en una atmósfera de inseguridad, de amoralidad y de irresponsabilidad. Es muy creativo y escribe novelas y canciones. A los quince años ayuda a su padre a cobrar el alquiler de sus chozas. Cuando anuncia a su padre que estaba enamorado del hijo del panadero, reacciona de una manera típicamente alemana: “Si te quieres acostar con los hombres, por lo menos podrías escoger un universitario”.

 Fassbinder persigue con una tenacidad infatigable uno de los tres temas de la cultura de los años 1960, la explotación sin inhibición del sexo para el placer. Su demanda insaciable crece al mismo ritmo que su poder sobre el cine y el teatro. La mayor parte de sus relaciones fueron masculinas. Algunas era de casados, con hijos, lo que daba lugar a escenas angustiosas familiares. Sus pulsiones sadomasoquistas y extremas se manifestaron pronto. Se sentía atraído por hombres de la clase obrera a los que hacía sus actores y amantes. Uno de entre ellos, al que llamaba “mi negro bávaro”, era especialista en accidentes de coches de lujo. Otro, un prostituto norteafricano un poco asesino dio algunos sustos a Fassbinder y a sus socios un tercero, un panadero al que hizo actor, se suicidó. Pero Fassbinder se interesa también por las mujeres y vislumbraba “fundar una familia tradicional” de tipo patriarcal. Con las mujeres se comporta como propietario, gusta dominar las. Al principio de su carrera, necesita recaudadores de dinero de sus films y utiliza empleados del servicio de inmigración para reclutar a “sus anfitriones trabajadores” como les llamaban los alemanes. En 1970, se casa con Ingrid Caven, una actriz que creyó poder convertirse a la heterosexualidad. Pero la ceremonia de la boda se tornó en orgía. La casada encuentra la puerta de su habitación cerrada y el valet de la habitación en su cama con su marido. Después del divorcio, Fassbinder se esposa enseguida con la productora de uno de sus films, Julien Lorenz, y continúa ostensiblemente su búsqueda en los bares, hoteles y burdeles. Pero luego también, curiosamente, pide a su mujer que le sea fiel.En el curso de una proyección de Berlín Alexanderplatz (1980), descubre que ella había pasado la noche con un electricista, le hace una escena de celos y la trata de puta. Julien rompe su certificado de matrimonio y le deja los trozos a su vista.

 Los films y el modo de vida de vida de Fassbinder estuvieron marcados por la violencia, el segundo gran tema de la nueva cultura. En su juventud, Fassbinder parece haber tenido relación con Andreas Baader que participó en la creación de un grupo de terroristas notables en Alemania del Oeste, y con Horst Sohnlein, el incendiario de la banda Baader-Meinhof.Según su amigo, el actor Harry Baer, Fassbinder había estado tentado por el terrorismo, pero estimaba que sería màs útil “para la causa” haciendo films “en la clandestinidad”. Cuando Baader y miembros de la banda se suicidan en la prisión de Stammheim, en octubre de 1977, Fassbinder, furibundo, proclama: “Han sido asesinadlos nuestros amigos”. En el film La Tercera Generación (1979), que sigue estos acontecimientos, el da su versión: el terrorismo había sido explotado por las autoridades a fin de restablecer la dictadura en Alemania. Esta declaración desata la cólera. En Hamburgo, un matón noquea al proteccionista del cine y destruye el film. En Francfort, jóvenes lanzan bombas lacrimógenas en un cine que le programa. Fassbinder que se beneficia generalmente de subvenciones del Estado, otro signo de la época, hacía con sus propios fondos testimonios de amor o de odio.

 En esta época, bucea en el tercer tema de la nueva cultura, la droga. La tolerancia acerca de las drogas estaba siempre implícita en esta sociedad laxista, y especialmente en los medios hippies. En los años 1960, los intelectuales adquirieron la costumbre de firmar las peticiones en favor de la liberalización de las leyes relativas a la droga. En su juventud, Fassbinder gana dinero pasa la frontera al volante de vehículos robados. No parece haber estado implicado en historias de droga en esa época pero, por supuesto, frecuenta los medios más complicados.

 Como Brecht se inventa un uniforme adecuado: pantalones rotos con vuelta, camisa a cuadros, zapatos barnizados con escamas y barba fina de loco. Fumaba un centenar de cigarrillos al día e ingería una gran cantidad de alimentos. En la treintena, comienza a parecerse a una rana hinchada. Él proclama entonces que “para protegerse, el único medio eficaz era hacerse horrible… una monstruosa muralla contra toda forma de afecto”. Y el objetivo ser también enorme. En Estados Unidos, bebía media motel la de bourbon Jim Beam al día, a veces más, y cuando decidía irse a dormir se valía de una gran cantidad de somníferos del tipo Mandrax. No parece haberse dado a las drogas duras antes de los treinta y un años, la época en que se proyecta La Ruleta china (1976). Pero prueba un día la cocaína y se convence de su poder creativo y se decide a consumirla regularmente aumentando más y más las dosis. Durante la proyección de Bolswiser (1977), obliga a uno de sus actores a hacer su papel drogado.

 La situación no hace más que empeorar. En febrero de 1982, consigue el Oso de Oro del festival de Berlin. Confía en hacer triplete con la Palma de Oro de Cannes y el León de Oro de Venecia. Pero Cannes no le otorga el premio. Destinado 20.000 marcos a comprar cocaína y cede los derechos de distribución de su próximo film para estar seguro de procurarse otro. Tuvo bruscos abscesos de agresividad con las mujeres. Cuando estaba bebido o drogado, enfurecía y sin motivo daba patadas en las tibias de su script. El 31 de mayo, en el curso de una fiesta dada por su aniversario, da un enorme sexo de plástico a Ingrid, su anciana esposa, diciéndole que eso le proporcionaría placer por un momento. Continúa dando entrevistas y trabajando pero su consumo de droga, de alcohol y de somníferos aumenta constantemente. El 10 de junio por la mañana, Juliane Lorenz le encuentra muerto en su cama, con la televisión encendida. Un simulacro de funeral tiene lugar. Pero el círculo estaba vacío pues la policía exige una autopsia para saber si había muerto drogado. La moral de la historia es tan simple y absoluta que es inútil esperar. Para honrar al artista difundo se le moldea una máscara mortuoria, como la de Goethe o Beethoven. En septiembre, en el festival de Venecia, copias piratas de este macabro objeto circulan de mesa en mesa por los cafés de la plaza de San Marco.

 Se puede considerar que Tynan y Fassbinder son víctimas de su culto al hedonismo. Otros cayeron en nombre de la legitimidad de la violencia, como James Baldwin (1924-1988), el más sensible y más pujante de los escritores negros americanos del siglo XX. Hubiera podido vivir feliz, haber tenido una vida completa pues sus cualidades y su éxito fueron considerables. Pero el nuevo clima de su tiempo le hizo un hombre profundamente desgraciado, estaba persuadido de que el mensaje de su obra debía ser el odio. Lanzó este mensaje con cólera y entusiasmo y pagó esta extraña paradoja. Los intelectuales que debieran enseñar a los hombres y a las mujeres a fiarse de su razón, les incitan generalmente a entregarse a sus emociones. En lugar de exhortarles a reconciliarse con la humanidad, les empujan al recurso de la fuerza.

 El relato de Baldwin relativo a su infancia es poco fiable por razones sobre las que hablaremos más adelante. Pero en cuanto al trabajo de su biografía, Fern María Eckman, y otras fuentes diversas, es posible hacer un resume bastante preciso.

 Baldwin nace en los años 1920 en el Harlem, y ha conocido en su infancia las privaciones. Era el mayor de ocho hijos y su madre no se casa hasta que él tiene tres años. Su abuelo fue esclavo en Lousiana, su padrastro, un predicador dominical, un “Holly Roller”, que entre la semana rellenaba botellas por un salario miserable. A pesar de la pobreza de la familia, Baldwin fue bien educado. Después a su madre se la veía siempre con un hermano pequeño o una hermana pequeña en sus brazos y un libro. El primero que leyó y releyó es La cabaña del tío Tom que tuvo sobre su obra una influencia sorprendente a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Sus padres reconocieron sus dones y los fomentaron y no fueron sólo ellos quienes lo hicieron. Durante los años 1920 y 1930 el sentimiento de fracaso y de consciencia racial no se hace sentir todavía en las escuelas de Harlem. Si los Negros trabajaban bien, se pensaba que podían tener éxito en la vida y la pobreza nunca era una excusa para no aprender. El nivel escolar era elevado y los chicos seguían o eran castigados. Baldwin creció en esta atmósfera estudiosa. Gertrude Ayer, la excelente directora de la escuela comunal 24, en la época la única directora negra de Nueva York, y su maestra de escuela, Orilla Millar, la empujaron a escribir. Su primera novela apareció en Douglas Pilote, el diario de la escuela secundaria Frederick Douglas Junior, y fue editado más adelante. Tenía sólo trece años. Fue ayudada por dos enseñantes negros excepcionales, Herman Porter, y el poeta Countee Cullen, que le enseñó francés. En la adolescencia escribió dos textos de una gracia extraordinaria y sus progresos fueron notables.  Un año después de haber dejado la escuela, escribe un artículo en la gaceta y rinde homenaje al espíritu de camaradería, a la buena voluntad reinante haciendo uno de los mejores establecimientos secundarios del país. No contento de ser un escritor cumplido desde su adolescencia, fue igualmente un predicador sin par, “muy hot”. Fue admirado, esforzado y tratado con consideración por sus mayores. Frecuentó enseguida un célebre pensionado neoyorquino del Bronx, la De Witt Clinton Higini School, de donde salieron, entre otros, Paul Gallico, Paddy Chayedvsky, Jerome Weideman y Richart Avedon. Todavía allí fue protegido por profesores de primer orden que hicieron todo lo posible por que salieran a relucir sus talentos evidentes. Sus obras fueron publicadas en el soberbio magazine de la escuela, The Magpir, igualmente editados enseguida.

 Sus últimos artículos en el The Magpie indican que había perdido la fe. Se retira De la Iglesia, se hace portero, mozo de ascensor, trabaja en una cantera de construcción de New Jersey y escribe por la noche, siempre animado por sus mayores blancos y negros. A Richart Wright, el escritor negro más célebre de esta época, se le otorga el premio Eugenésico F. Saltón Memorial Trust que le permite pagarse su viaje a París. Sus obras aparecen en Nation y en el New Leader. Su ascensión no fue sensacional pero sí constante y metódica. Los que le conocieron testimoniaron su asiduidad al trabajo, su seriedad, su devoción por su familia a la que envía todo el dinero que podía economizar. Tenía el aire del ser feliz. En 1948, con la aparición notable de su artículo “El ghetto del Harlem” merece el juicio mensual intelectual del Commentary. Numerosos lectores le enviaron dinero para ayudarle a completar sus obras de novela. Una donación de Marlon Brando le permite terminar su novela sobre la vida religiosa en Harlem, Go Tell it no the Mountain, que fue editada en 1953 y muy aplaudida. Lleva la existencia de un intelectual cosmopolita, vive en Harlem, en Greenwich Village! En París en la ribera izquierda, evita totalmente a la burguesía negra e ignora el Sur. El problema negro no era su preocupación principal. Leyendo sus primeras y mejores obras, es imposible adivinar que Baldwin fuese negro. Era partidario de la integración en su vida como en su trabajo y sus mejores ensayos publicados en Commentary, una publicación militante de la integración, lo testimonia. Norman Podhoretz, su editor, declara más tarde: “Baldwin era un intelectual negro de la misma manera que nosotros éramos intelectuales judíos”.

 Pero a partir de 1955, Baldwin siente la necesidad de un nuevo clima intelectual, de un lado laxista, de otro sembrador de odio. Él era o creía ser heterosexual. Su segunda novela, La Chambre de Giovanni (1956), trata de este asunto. Su editor le evita y se ve obligado a buscar otro, el cual (estaba persuadido) le ofrecía poco dinero. Esta experiencia le llena de rabia contra los editores americanos. Además, se da cuenta de que su cólera es de actualidad. Entendiendo que la suya es legítima y va contra personas e instituciones que antes respetaba, la desvía incluso contra Richard Wright y otros Negros que le habían ayudado. Baldwin se hace portador entonces de juicios colectivos sobre la raza blanca y remodela por completo su historia personal en gran parte inconscientemente. Baldwin a partir de ese día se comporta como intelectual. Sus escritos autobiográficos  se convirtieron peligrosamente en mentiras a pesar de su apariencia francamente exhibicionista. Descubre que había sido un niño desgraciado. Que su padre le había dicho que era el chico más feo que había visto jamás, tan horrible como el hijo del diablo. Escribe a su padre: “No recuerdo que durante todos estos años ninguna de sus hijos haya sido dichoso al verle entrar en la casa”. Afirma que a la muerte de su padre, oyó a su madre suspirar: “Soy una viuda de cuarenta y un años, madre de ocho muchachos que nunca he querido”. Se persuade de que él había sido tratado salvajemente en la escuela y hace una descripción terroríficamente de la escuela superior Frederick Douglas Junior. Cuando vuelve a visitarla en 1963, declara a sus alumnos: “Los blancos están convencidos de que el negro es aquí feliz. Nuestro trabajo consiste en no hacerlo creer ni un segundo más”. Richart Avedon, su contemporáneo, recusa enérgicamente esta afirmación. Baldwin dice de su profesor de inglés que le había ayudado: “Entre nosotros, esto era  el odio”. Ataca violentamente los libros que en otro tiempo había adorado, principalmente La cabaña del tío Tom y las aspiraciones integracionistas de la burguesía negra. Investiga sobre el Sud y a finales de los años 1950 se adhiere al movimiento de Defensa de los derechos civiles, dos fenómenos que había ignorado por completo hasta entonces. Pero no se interesa en absoluto por la estrategia de Gandhi y de Martin Lutero Kingston. No hace caso de ningún intelectual negro ni de razonamientos como los de Bayard Rustin que trata el problema de la igualdad de manera estrictamente racional. En el clima general generado por Mailer con su Negro blanco, Baldwin juega con vehemencia creciente la carta emocional y ataca incluso a Mailer declarando que prefiere frecuentar a un blanco racismo que a un liberal, porque al menos él sabía dónde metía los pies.

 Pero en verdad, Baldwin pasa la mayor parte de su tiempo con Blancos liberales, tanto en América como en Europa y nada le complace más y más duraderamente que la hospitalidad de Blancos liberales. Fiel a la buena tradición de Rousseau, hace de su placer un favor principesco aceptando sus invitaciones. En su biógrafo Fern Eckman escribe en 1968: “Cuando era presa de los dolores de la creación, Baldwin pasaba de una casa a otra, como un rey medieval viajando en su reino, honrando a los individuos del favor real otorgándoles el privilegio de recibirle y servirle”. Invitaba a sus amigos en hoteles, transformaba sus casa en club abierto a todos. Después se iba con cualquier pretexto (como le dijo a uno de ellos) que “la casa era una verdadera plaza pública”. Uno de los anfitriones declara con más respeto de admiración que de cólera: “Tener a Jimmy en casa, no es recibir a un invitado sino entretener a una caravana”. Además, siembra el odio, pero recoge servilismo. Curiosa e inquietante similitud con Rousseau.

 Su odio fue largamente repartido y los Blancos liberales se llevaron la mayor parte. Uno de ellos se lamentaba: “Tan liberado como se piensa es, Jimmy os hace sentir que todavía tenéis un poco de tío Tom”. A principio de los años 1960, Podhoretz, su editor, pide a Baldwin que haga un estudio sobre la nueva violencia negra predicada por Malcom X y sus Blancos musulmanes y le propone publicarla en Commentary. Baldwin hace ese trabajo pero vende el reportaje al New Yorker que le ofrece mucho más dinero. Acompaña a su relato experiencias de jóvenes que aparecieron enseguida en su libro titulado La Próxima Vez el fuego. Durante cuarenta y unas semanas consecutivas, figura en un buen puesto en la lista de los best-sellers americanos y es traducido en el mundo entero. A este respecto,  optó por la deriva lógica del Negro Blanco de Mailer que no hubiera podido existir sin él. Pero esta obra tuvo mucho mayor influencia tanto en Estados Unidos como en otras partes. Pues esta exposición sobre el racionalismo negro con base racial era la obra de un intelectual negro que utilizaba las convenciones literarias y los discursos de la cultura occidental. Tratado así el asunto respalda un nuevo tipo de racismo asímétrico, pues ningún intelectual blanco no había llegado a pretender que todos los blancos odiasen a los Negros, y aún menos habían justificado este odio. Baldwin afirma que ¡todos los Negros odiaban a los Blancos y tenían razón para odiarles! Confiere pues una respetabilidad intelectual a una nueva forma de racismo negro que rápidamente adquirió una extensión que fue adoptada por las comunidades negras del mundo entero.

 ¿Creía Baldwin realmente en la ineluctabilidad del racismo negro y en el abismo infranqueable que separaba a las dos razas? Es posible dudarlo. El joven James Baldwin habría reprobado severamente este conflicto en contradicción con sus experiencias reales. Y eso ocurre porque el viejo Baldwin se vio obligado a falsificar su historia personal. Los veinte últimos años de su vida reposaron sobre una mentira o por lo menos sobre una confusión culpable. Él vivía la mayor parte del tiempo en el extranjero, a diferencia de sus combates. Su trabajo termina siendo consumido por el fuego que le alumbraba a él mismo y deja de ser eficaz. Pero el espíritu de La Próxima Vez el fuego sobrevive y refuerza el mensaje de los Damnificados de la Tierra de Frantz Fanon y su polémica delirante. Baldwin promueve la retórica sartriana que sostenía que la violencia era un derecho legítimo de los que eran víctimas de una iniquidad moral por razón de su raza o de su clase social.

  Llegamos ahora a un torneado crucial de la vida del intelectual: su actitud a propósito de la violencia. La mayor parte de los intelectuales seculares, pacifistas o no, cayeron en el ilogismo o en la pura incoherencia. Debieron renunciar tanto en la teoría como en la lógica a la violencia pues ella era la antítesis del método racional para resolver los problemas. Pero en la práctica, de vez en cuando, los intelectuales avalaban “el síndrome de la muerte necesaria” o la aprobaban por simpatía hacia quienes la usaban. Ciertos intelectuales confrontados a la violencia practicada por los que deseaban defenderla, se servían de una transferencia ingeniosa para hacer recaer la responsabilidad moral sobre sus adversarios.

 

 Noam Chomsky, el filósofo lingüista, escogía esta técnica. A este respecto él fue más un utopista clásico que un hedonista. Nacido en Filadenfia en diciembre de 1928 rápidamente se convirtió en economista eminente y enseñó en gran número de universidades reputadas, como el Instituto de tecnología de Massachussets, de Colombia, de Princeton, de Harvard, etc. En 1957, el año en que Mailer publica El Negro Blanco Chomsky produce una obra magistral, Structuressyntaxiques. Su trabajo, extremadamente original pasa en aquella época por una construcción decisiva a los viejos debates sobre la adquisición de conocimientos y una respuesta pertinente a la cuestión propuesta por Bertrand Russell: “Cómo los seres humanos, cuyos contactos con el mundo son breves, personales y limitados, son sin embargo capaces de saber tanto”.

 Dos explicaciones se oponen. Primera hipótesis: los hombres nacen con ideas y como escribe Platón en El banquete, “hay en el hombre que no sabe, verdaderas opiniones que conciernen a lo que no sabe”. Los contenidos más importantes del espíritu estarían ahí, desde el principio, si bien la estimulación externa o la experiencia sacudiendo los sentidos sean necesarias para aportar ese conocimiento a la consciencia. Para Descartes, este saber es más digno de confianza que el otro, y todos los hombres nacen con un contenido residual de ese saber. Pero sólo el que se refleja rinde cuentas de esta potencialidad. La mayor parte de los filósofos europeos adoptaron más o menos este punto de vista.

 Hipótesis opuesta: la de la tradición empírica anglosajona de Locke, Berkeley y Hume, que sostienen que las características empíricas son hereditarias pero el espíritu, en el nacimiento, es una tabla rasa. En este caso, las características mentales se adquieren todas por la experiencia. Estas opiniones son generalmente seguidas en Inglaterra, en los Estados Unidos y en los países de cultura similar.

 El estudio de Chomsky sobre la sintaxis, el principio que gobierna los ensamblajes de las palabras o sonidos para formar frases, le lleva a descubrir lo que él llama “la lingüística universal”. Según él, las lenguas habladas en el mundo son mucho menos diferentes de lo que parecen a primera vista y todas pertenecen a una universalidad que determina la estructura jerárquica de las frases. Todas las lenguas que estudia Chomsky y más tarde sus adeptos, se conforman con este esquema. Según Chomsky, estas reglas invariables de sintaxis intuitiva son tan profundamente ancladas en la consciencia humana que no pueden resultar más que de una herencia genética. Nuestra aptitud al usar la lengua sería más innata que adquirida. Puede que la interpretación de este dato lingüístico sea incorrecto. Pero como es la única explicación plausible producida hasta ahora, se ancla firmemente en el espíritu del campo cartesiano “continental”.

 Este postulado aumenta una excitación intelectual considerable tanto en los medios académicos como en otras partes. Ello le valió a Chomsky una celebridad comparable a la de Russell por su trabajo sobre los principios matemáticos, o la de Sartre que hizo popular el existencialismo. Este tipo de notoriedad, para los que la han adquirido porque dominan su propia disciplina, induce a la tentación de usar este capital como trampolín cómodo para imponer sus opiniones. Russell y Sartre, como Chomsky, sucumbieron a esta tentación. En el curso de los años 1960, la política americana en Vietnam y la extrema violencia que fue aplicada provocaron una agitación creciente entre los intelectuales del Oeste y especialmente en América.

 En una época en que los intelectuales admitían el recurso a la violencia en nombre de la igualdad racial y la erradicación del colonialismo, en la que incluso aceptaban la existencia de grupos terroristas, ¿no era paradójica esta reacción? ¿No encontraron repugnante la violencia cuando ella era practicada por un gobierno democrático que deseaba proteger tres pequeños territorios de la ocupación e instauración de un régimen totalitario? No existe ningún medio lógico de resolver esta paradoja. Los intelectuales insurgentes contra la “violencia institucional” justificaron la violencia individual (y sus variaciones) ¡para combatir la violencia! ¡Estimaron esta motivación como suficiente! Fue ciertamente bastante para Chomsky, puesto que se convirtió en jefe de filas de los intelectuales que atacaban la política de Estados Unidos en Vietnam.

 Es cierto que los intelectuales de este tipo, tenidos por maestros en su disciplina, no encontraban incongruente dejarla para ocuparse de los asuntos públicos. Por consiguiente se tiene el derecho de suponer que no tiene más autoridad en este dominio no importa quién. Es uno de sus rasgos característicos. Su saber les confiere, según lo pretenden, una perspicacia excepcional. Russell, es evidente, cree que sus talentos filosóficos le autorizan a aconsejar valiosamente a la humanidad. En 1971, las conferencias de Chomsky sobre Russell muestran que él también lo cree. Sartre sostiene que el existencialismo es un remedio aplicable a los problemas morales de la guerra fría y una buena respuesta al capitalismo y al socialismo. Y Chomsky encuentra en su trabajo sobre la universalidad lingüística la prueba evidente de la inmoralidad de la política americana en Vietnam. Se pregunta cómo.

 Todo depende, arguye, de la teoría del conocimiento por la que opta. Si, en el nacimiento, el espíritu es tabla rasa, los seres humanos son maleables, maleables no importa la forma dando a los sujetos un “camino de comportamiento” controlado por el Estado, la corporación, la tecnocracia o el Comité central. Pero si poseen estructuras innatas del espíritu, tienen necesidades intrínsecas de esquemas culturales y sociales “naturales”. En este caso, los esfuerzos de un Estado no pueden más que fallar y este proceso de fallo que entraña nuestro desarrollo implica una terrible crueldad. La tendencia de Estados Unidos a imponer sus esquemas de desarrollo socio-cultural y político con el pueblo de Indochina es para él un ejemplo patente de la crueldad de este proceso.

 Para llegar a estas conclusiones, es preciso una perversidad poco común. Pero es particularmente deprimente cuando se estudia la carrera de los intelectuales. Suponiendo que el razonamiento de Chomsky sobre las estructuras innatas sea válido, para hacer justo de ello un caso general sería necesario aplicarlo a todas las formas de manipulaciones sociales. Pues por un sin número de razones, esas maniobras fueron la ilusión de los tiempos modernos y su azote más grande.

 En el siglo XX, ese azote ha matado a millones de inocentes en la Unión Soviética, en la Alemania nazi, en la China comunista como en otras partes. Las democracias occidentales, a despecho de todos sus defectos, no casaron nunca con esta causa. Al contrario, el contrato social fue una creación de los intelectuales milenaristas que creyeron poder rehacer el universo con la sola luz de su razón. Este contrato fue pues patrimonio de la tradición totalitaria. Rousseau fue el pionero, Marx hizo un sistema y Lenin una institución. Los sucesores de Lenin llevaron durante más de sesenta años la más larga experiencia del contrato social de la historia. Su fallo confirmó bastante que la teoría de Chomsky se aplica realmente. En la China de Mao, el contrato social de su “Revolución cultural” se salda con millones de cadáveres y un fracaso. Todos los esquemas de condicionamiento social aplicados por gobiernos totalitarios fueron en su origen obra de intelectuales. El apartheid fue concebido en su forma moderna, hasta el menor detalle, por el departamento de psicología social de la universidad de Stellenbosch. Sistemas similares -la ujaama en Tanzania, el “consciencismo” en Ghana, la negritud en Senegal, el “humanismo” en Zambia, etc. -fueron elaborados en África en las clases de ciencias políticas o de sociología de las universidades locales. La intervención americana en Indochina, evidentemente imprudente y conducida de una manera insensata, pretendía precisamente en su origen salvar a su pueblo de las manipulaciones sociales.

 Chomsky descuida sus dones, no presta atención a los movimientos totalitarios destinados a suprimir o modificar las características innatas. Encuentra la democracia liberal y el capitalismo tan reprensible como la tiranía totalitaria, capaces de la misma coerción sobre la bondad personal de los individuos. La guerra de Vietnam fue un caso de opresión capitalista ejercida sobre un pequeño pueblo que intentaba satisfacer sus propias necesidades intuitivas. la aventura estaba pues abocada al fracaso y se saldó con un tratamiento de una indescriptible crueldad.

 Los argumentos intelectuales como los de Chomsky jugaron incontestable mente un papel mayor en la interpretación de los móviles de Estados Unidos destinados al principio a dar una oportunidad a la democracia de desenvolverse en Indochina. Cuando los americanos se retiran de Vietnam, fuerzas represivas les reemplazan inmediatamente, como los partisanos de la intervención habían predicho. La barbarie alcanza entonces su plenitud. En Camboya, el retrato de las tropas americanas en 1975 fue seguido de los crímenes más espectaculares del siglo. Fueron cometidos por un grupo de intelectuales marxistas educados  en el París de Sartre, a la cabeza de un formidable ejército. Su experiencia de condicionamiento social sobrepasa incluso en crueldad la de Stalin o la de Mao Tsé Tung.

 La reacción de Chomsky ante esas atrocidades fue instructiva, compleja, retorcida, tan oscura que la tinta que propagó fluía. Se parecía a la de Marx y Engel cuando las falsificaciones del discurso de Gladstone sobre el presupuesto fueron descubiertas. El detalle lleva mucho tiempo, pero el resumen es extremadamente simple. Los Americanos eran los malos. Y puesto que Chomsky no pudo demostrar que los Estados Unidos directa o indirectamente no eran responsables de las masacres de Camboya, él sostiene que nada prueba que hubieran tenido lugar.

 La argumentación de Chomsky y de sus acólitos pasa por cuatros fases: 1- Estas masacres eran una invención de la propaganda occidental.2.- Pudo haber algunas matanzas, pero las torturas en Camboya habían sido explotadas cínicamente por humanistas occidentales para evacuar cuanto antes “el síndrome del Vietnam”. 3.- Las matanzas eran más importantes de lo que se había pensado, pero eran el resultado de brutalidades cometidas por criminales de guerra americanos sobre sus propios paisanos. 4.- Chomsky termina por mencionar que a falta de un hábil cambio de cronología, se había podido “probar” que las peores masacres no habían tenido lugar en 1975 sino “a mitad del año 1978”. Habían sido perpetradas por marxistas pero por “un puñado de universitarios camboyanos tradicionalistas”, por razones de un “racismo ancestral anti vietnamita”. El régimen había “perdido entonces su coloración marxista” y se había convertido en “el vehículo de un populismo ultra chauvinista del nativo pobre”. Hasta tal punto que este régimen había terminado por ganarse la aprobación por la CIA que había exagerado la importancia de las masacres con fines de propaganda y había incluso incitado a cometerlas antes. Si bien a fin de cuentas, los crímenes de Pol Pot eran crímenes cometidos por la América. C.Q.F.D.

 Alrededor de los años 1985, la atención de Chomsky gira de prestársela a Vietnam, a Nicaragua. Pero estaba demasiado lejos como para estar rentado de discutir todavía sobre ello con seriedad. Conocía la triste suerte de Sartre y de Russell.

 He aquí pues otro intelectual que, tras haber parecido dominar a los demás, camina penosamente sobre la ruta devastada del extremismo, un poco como el viejo Tolstoï que, furioso e incoherente, deja Iasnaia Poliana. Parece producirse en la vida de numerosos intelectuales milenaristas un siniestro cataclismo, una suerte de menopausia cerebral que podría llamarse la derrota de la razón.

 He aquí llegados al fin de nuestro estudio. Hace justo doscientos años, los intelectuales seculares comenzaron a reemplazar la vieja inteligencia clerical en su papel de guía y de mentor de la humanidad. Nosotros hemos examinado el caso de un cierto número de individuos escogidos entre los que desearon guiarla. Hemos estudiado su moralidad y sus calificaciones para esta tarea, su actitud respecto a la verdad, la manera en que se propusieron buscarla, verificar la exactitud de sus pruebas, y la conclusión de que ellos se sintieron atraídos por la humanidad en general y por los seres humanos en particular.  Hemos visto cómo trataban a sus amigos, a sus colegas, a sus servidores y sobre todo a su propia familia, hemos constatado que en sus consejos no hubiese peligro.

 ¿Qué conclusiones podemos sacar? Los lectores lo juzgarán por sí mismos. Pero me parece haber detectado ahora en el público una cierta desconfianza hacia los intelectuales que pretenden estar en posesión de la verdad. Las gentes ordinarias tienen ahora la ocasión de refutar el derecho de los escritores y de los filósofos, sea cual sea su eminencia, y decirles cómo deben comportarse y gestionar sus negocios. Esta creencia  parece propagarse. Los intelectuales no son tenidos por mentores avisados ni por ejemplos más válidos que las gentes doctas o los curas de otro tiempo. Comparto este escepticismo. En materia de política o de moral, una docena de personas escogidas al azar en la calle son capaces de emitir advertencias tan razonables como los de la intelligentsia. Incluso voy más lejos. Una de las grandes lecciones de nuestro siglo trágico en el que tantos millones de vidas inocentes fueron sacrificadas en nombre de sistemas que pretenden mejorar la suerte de la humanidad, es que hay que desconfiar de los intelectuales. Sería preciso no sólo tenerles lejos del poder, sino también mostrarles una desconfianza creciente cuando tratan de imponer su opinión colectiva. Desconfiar de los comités, de las conferencias y de las ligas de los intelectuales. No confiar nunca en sus declaraciones salidas de criterios básicos. Hacer poco caso de sus veredictos sobre los dirigentes políticos o sobre los acontecimientos importantes. Pues los intelectuales, lejos de ser gentes individualistas e inconformistas, siguen ciertos esquemas regulares de comportamiento. En grupo, se muestran a menudo ultra conformistas  hacia quienes aprueban sus búsquedas y sus valores. Estos son quienes les hacen peligrosos en masa, pues son capaces de crear corrientes de opinión para imponer ortodoxias que a menudo generan acciones irracionales y destructivas. Pero, por encima de todo, debemos recordar que los intelectuales obligan generalmente, pero los seres humanos son más importantes que los conceptos. La tiranía de las ideas desprovistas de corazón es el peor de los despotismos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA DERROTA DE LA RAZÓN

 

Al término de la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales seculares pasaron progresivamente de la fase utópica al hedonismo. El movimiento, poco sensible al principio, va cogiendo amplitud. Para estudiar sus orígenes, conviene examinar el punto de vista y las relaciones personales de tres autores ingleses nacidos el mismo año: George Orwell (1903-1950), Evelyn Waugh (1903-1966) y Ciril Connolly (1903-1974). Se les puede poner el sobrenombre respectivamente de el Viejo Intelectual, el Anti-Intelectual y el Nuevo Intelectual.

 Waugh, prudente, no comienza a frecuentar a Orwell más que cuando contrae una enfermedad mortal. Waugh y Connolly argumentan conjuntamente a lo largo de su vida. Orwell y Connolly se conocen después de la escuela. Se vigilan mutuamente por el rabillo del ojo con desconfianza, escepticismo y a veces con envidia. Connolly, que presentía que el fracaso de los dos sería el suyo, escribe un verso lleno de pasión para sí mismo en un ejemplar de Virgilio que ofrece a la crítica T.C. Worsley:

 

 “En Eton con Orwell, en Oxford con Waugh

Sin nadie después y nadie delante”

 

 Estaba lejos de ser verdad. Connolly se revela ser, en efecto, el más influyente de los tres.

 Orwell, del que hablamos al principio, es un caso casi clásico del viejo intelectual. Su adhesión política en favor del socialismo utópico no fue, evidentemente, otra cosa que el sustituto de una fe en algo en lo que no podía creer, pues para él Dios no existía. Había situado sus esperanzas en el Hombre, pero las perdió de vista. Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair -un gran hombre seco, de cabellos cortos, de una nuca despejada y con un bigote estrictamente dibujado- nace en una familia de pequeños constructores del Imperio y similares. Su abuelo paterno sirvió en la Armada de las Indias. Su abuelo materno fue un hombre de negocios en madera de teca en Birmania. Connolly y Orwell frecuentaron la misma escuela privada, y más tarde cursaron conjuntamente estudios en Eton. La educación estricta de su inteligente amigo le destinaba, como Connolly, a hacer honor a su escuela. Pero los dos muchachos escribieron más tarde relatos muy graciosos pero devastadores sobre lo que pasaba en esa escuela donde lo pasaron mal. El ensayo de Orwell Such, SuchWhereThe Joys es de una exageración poco común e incluso mentirosa. Su tutor en Eton, A.S.F. Gow, que conocía ese establecimiento privado piensa que para ponderar una requisitoria también desleal, Orwell debía haber sido sobornado por Connolly. Si tal fue el caso, bien sería la única empresa inmoral y engañosa en la que Orwell se hubiese dejado embarcar por Connolly, como le dijo un día Gollancz entredientes, que era de una honestidad casi enfermiza.

A su salida de Eton, Orwell entra en la policía birmana en la que ha servido cinco años, de 1922 á 1927. Ve el aspecto sórdido del imperialismo, de las pendencias, de las flagelaciones y no lo puede soportar. Su libro, Cómo he matado un elefante en tres ensayos socava sin duda el espíritu imperialista inglés y supera al resto de sus escritos. Dimite, regresa a Inglaterra y decide hacerse escritor. Escoge el nombre de “George Orwell” después de haber tanteado diversos seudónimos tales como P.S. Burlon, Kenneth Miles y H. Leéis Allways. Orwell se convierte en un intelectual que cree que el poder de las ideas será capaz de cambiar el mundo. Es cierto que era muy joven. Pero su naturaleza, puede que también su paso por la policía, les predispusieran a interesarse con pasión de los seres humanos. Comprendió que la investigación y la observación atenta serían los únicos medios de descubrir la verdad, más allá de las apariencias.

Contrariamente a la mayor parte de los intelectuales, Orwell comienza su carrera de socialista idealista por una cuesta sobre las condiciones de vida de la clase obrera. Edmund Wilson manifiesta la misma pasión por la verdad y la exactitud. Pero Orwell fue mucho más perseverante que Wilson en su búsqueda de conocimientos sobre los “trabajadores”. Empieza por habitar en Notting Hill, un arrabal de Londres en esta época.  Ello fue el tema central de su vida durante muchos años. En 1929, bucea como pinche de cocina. Pero coge una neumonía, debido a su debilidad crónica de los bronquios que le lleva a la edad de cuarenta y siete años a un hospital de la Asistencia pública, en París. Narra su trance desgarrador en su libro La Vaca furiosa (1933), describe la vida de los vagabundos, de recogedores de lúpulo, su día a día en una familia de Lancashire en Wigan, una ciudad industrial. También tantea la boutique de un pueblo. Todas estas actividades tenían un objetivo: “He comprendido que es preciso escapar no sólo al imperialismo, sino también a todas las formas de dominación del hombre por el hombre. Yo me dirijo directamente a los oprimidos, fundirme con ellos, ser uno de entre ellos, de su lado frente a los tiranos”.

En 1936, cuando estalla la guerra civil en España, Orwell no se conforma con aportar su apoyo moral a la República como hicieron la la mayoría de los intelectuales occidentales. Él fue prácticamente el único que batalló por ella, lo que hizo, quien más hizo, al lado de los trotskistas en una sección del POUM que fue la más perseguida y más torturada. Esta experiencia le marca para el resto de sus días. Orwell va desde el principio a España con la intención de hacerse una idea personal de la situación antes de abordarla. Pero le era difícil entrar en este país cuyo acceso estaba muy controlado por el partido comunista. Orwell va a ver al editor Víctor Gollancz. Éste le presenta a John Strachey quien le recomienda a Harry Pollit, el líder del partido comunista. Pollit acepta darle una carta de recomendación a condición de que se enrole en la Brigada Internacional controlada por el partido. Orwell declina su oferta. No hace nada, a prioricontra esta brigada, en la que intenta además enrolarse el año siguiente de llegar a España. Pero no quería tomar una opción definitiva antes de podido evaluar los hechos. Orwell gira pues hacia un ala disidente de la izquierda, el Partido trabajador independiente que le conduce a Barcelona y facilita su contacto con los trotskistas y los anarquistas. Se enrola en la milicia del POUM. Barcelona le impresiona, y aún más la vida en la milicia: “Aquí las motivaciones corrientes de la vida civilizada, el esnobismo, la concupiscencia, el dinero, el miedo al patrón incesante de existir. La división de la sociedad en clases sociales desaparece hasta un punto que parecía casi inconcebible en la atmósfera corrompida de Inglaterra”.  Vive el combate en el que es herido en una experiencia enriquecedora. Connolly hace a su vez una excursión a la guerra “como turista concernido”, como la mayor parte de los intelectuales.  Orwell envía una gentil carta de reproches: “Qué lástima que no hayas pasado a nuestra posición para venir a verme cuando estuviste en Aragón. Me hubiera gustado tanto tomar el té contigo en un abrigo”. Orwell describe la milicia como “una comunidad donde la esperanza era más corriente que la apatía o el cinismo, donde la palabra “camarada” significaba amistad y no como en la mayoría de los países, un disparate. “Falta de todo, pero los privilegios y el poner la bota no está presente”. Para Orwell esta aventura fue “un adelanto burdo de lo que pudieran ser las primeras etapas del socialismo”. Escribía sobre él: “He visto cosas maravillosas y he terminado por creer realmente en el socialismo, lo que nunca hubiese imaginado que llegaría”.

Orwell vive enseguida la experiencia abominable de las purgas del partido comunista ordenadas por Stalin contra los trotskistas, los millares de camaradas asesinados o encarcelados, torturados antes de ser ejecutados. Él tuvo la oportunidad de salir adelante. Al regresar a Inglaterra, encuentra muchas dificultades para publicar su informe sobre los acontecimientos. Víctor Gollancz rehúsa incluirle en la colección del Left Book Club que acogía a los autores “comprometidos”. Kinsley Martin se guarda bien de hacer parecer explosivo este documento en el New Stateman. Los dos principales órganos de información progresista le impidieron decir la verdad. Fue obligado a buscar fuera. Pero esta experiencia fue reveladora. Ello confirma que era más probable que la teoría. En teoría, la izquierda, cuando estaba en el poder se suponía que actuaba con justicia y respetaba la verdad. La experiencia le demostró que la izquierda era capaz de injusticia y de crueldad hasta unos extremos prácticamente desconocidos hasta entonces y que no podía compararse más que con los abominables crímenes nazis. Podía burlar la verdad en nombre de una verdad superior como demuestra en el curso de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia enseña a Orwell que los seres humanos son más importantes que las ideas abstractas. Pero aunque él dejase de sentirlos nunca pudo renunciar a las ideas. En este sentido permanece intelectual. Pero su búsqueda cambia de objetivo. Abandona la sociedad capitalista a sus depravaciones y se entrega a las peligrosas utopías que los intelectuales como Lenin habían propuesto. Sus dos mejores libros. La Granja de los animales (1945) y 1984 (1949), son una crítica de la abstracción puesta en práctica. Denuncia la sumisión total exigida por el partido comunista y la perversidad de su economía centralizada.

Este cambio de orientación conducía fatalmente a Orwell a una crítica feroz del papel de los intelectuales. Esta posición encajaba mejor en su temperamento más acorde al rigor que a la “bohemia”. Su trabajo está tachonado de anotaciones, como esta frase (de Ezra Pound): “Hay derecho a esperar una cierta decencia, incluso de un poeta”. Orwell encontraba que los pobres, las “gentes ordinarias” eran más “decentes”, más comprometidas con las virtudes simples como la honestidad, la lealtad y la verdad que las gentes “educadas”. Muere en 1950 sin adscripción política definida, pero fue vagamente catalogado como un intelectual de izquierda. Desde que es célebre, la izquierda y la derecha reivindican su pertenencia a su clan y continúan disputándoselo. Desde 1950 hasta su muerte, esgrimió un palo para tapar a los intelectuales de izquierda. Pero ciertos intelectuales más solidarios con su clase se tomaron largo tiempo para asegurarse de que Orwell era su enemigo. Mary McCarthy, de ideas políticas confusas, más claras en cuanto a su conciencia de clase, fue severo con Orwell. Ella le estima también “conservador por temperamento” como un coronel jubilado, extremista y “filisteo” que no ve en su socialismo más que una “idea brotada de repente en su cabeza, una ocurrencia, pura extravagancia”. ¿Su hostilidad a propósito del estalinismo? Un puro producto de una “antipatía personal” y su “falla política (...) la de su pensamiento”. Según ella, si él hubiera vivido más, habría girado seguramente a la derecha: “Antes morir que dudar”. Esta última frase es un ejemplo flagrante del pensamiento de un intelectual: “antes morir que ser anti rojo”. Sus compañeros se alejan de Orwell. Piensan que precisaba encontrar soluciones políticas, como el médico debe intentar salvar la vida de un paciente que sabe va a morir”. Era preciso que Orwell reconociese que su posición política era completamente irracional” y que tal regla de conducta  era incompatible con las soluciones que los intelectuales soñaban generalmente imponer. Pero si los intelectuales desconfiaban de Orwell, sus opositores, los hombres de letras, se mostraban más cálidos. Evelyn Waugh, que no era hombre a subestimar la importancia de lo irracional, comienza a corresponderse con él y va a verle al hospital. Si Orwell hubiese vivido, es probable que se hubieran hecho amigos. Ambos pensaban que P. G. Wodehouse, un escritor que admiraban, no debiera ser sancionado por la locura (prácticamente inofensiva comparada con la de Exra Pound) que había cometido haciendo emisiones de radio durante la guerra. Los dos habían invocado que el hombre pasaba antes por un concepto abstracto de justicia ideológica. Waugh, que vio rápidamente en Orwell un desertor potencial del campo de la inteligencia, anota en su diario, el 13 de agosto de 1945: He comido con mi primo comunista, Claud (Cockburn), y cuando le he dicho que había leído y me había gustado mucho La Granja de los animales, me ha puesto en guardia frente a la literatura trotskista”. Waugh reconocía de buen grado que 1984 era una obra pujante, pero encontraba poco posible que el espíritu religioso no hubiese sobrevivido para resistirse a la tiranía descrita por Orwell. Lo dice en esta última carta de 17 julio de 1949 y añade: Imaginaos hasta qué punto encuentro vuestro libro apasionante como para arriesgarme  a predicar un sermón”,

Orwell termina reconociendo a su pesar que en razón del carácter fundamentalmente irracional de la naturaleza humana, la utopía está abocada al fracaso”.

 Waugh sostiene este punto de vista toda su vida con energía. Ningún escritor, ni siquiera Kipling, expresó tan claramente su posición en contra de los intelectuales. Cómo Orwell, no se fíó más que de su experiencia personal para formarse una opinión y detesta las elucubraciones teóricas. No busca, como él, participar de la vida de los oprimidos pero viaja a países lejanos y a menudo poco seguros. Cuando trata una materia sería no respeta más que la verdad. Su única obra abiertamente política fue un reportaje sobre el régimen revolucionario en México, Robbery under Law (1939). En sus advertencias al lector, proporciona con precisión el origen de sus informaciones, da su opinión personal sobre su adecuación, atrae la atención sobre un cierto número de puntos sobre los que él no está de acuerdo y aconseja no hacerse una opinión definitiva sobre la situación en México basándose únicamente en su relato. Waugh reprueba la literatura “comprometida”. Numerosos lectores, dice, “cansados de la prensa libre”, creyeron juicioso imponerse una “censura voluntaria” adhiriéndose a clubs de libros (el Left Book Club de Gollancz estaba manifiestamente señalado), “a fin de estar seguros de que fuese cual fuese el libro que se leyese, estaría escrito con la intención de reforzar sus opiniones”. Es esto por lo que, por lealtad hacia sus lectores, Waugh pensaba que era conveniente tomar conciencia sobre sus propias convicciones.

Él se declara conservador y precisa que lo que había visto en México refuerza sus convicciones. El hombre ”exilado de la naturaleza, no será jamás autosuficiente por completo en esta tierra”. Pensaba que las oportunidades de felicidad del hombre dependen poco de las condiciones políticas y económicas  en las que vive, que un cambio brutal no hace generalmente más que agravarlas cuando está preconizado por “gentes falsas, por falsas razones”. Era preciso sin embargo un gobierno: “Los hombres no pueden vivir en grupo sin reglas“, “pero esas reglas deben tener un estricto mínimo”. “Ninguna forma de gobierno ante Dios es mejor que otro”. Estimaba que “loselementos anárquicos de la sociedad eran tan fuertes que era preciso un trabajo a tiempo pleno para mantener la paz”. Las desigualdades de la fortuna y la posición social eran inevitables”, “discutir las ventajas de su supresión no tenía ningún sentido”. En efecto, “los hombres organizan ellos mismos un sistema de clases”, que saben “necesario para todo trabajo cooperativo”. La guerra y la conquista eran también inevitables. El arte, esa otra función natural del hombre, “no estaba conectado a ningún sistema político particular” puesto que “las grandes obras han sido producidas en los regímenes políticos tiránicos”. Waugh termina diciendo que él se consideraba patriota. Como no veía por qué la prosperidad británica tenía que ser necesariamente inamistosa para los demás, “él suspiraba por la prosperidad de Inglaterra y no por la de sus rivales”.

Su sociedad ideal, tal como la describe en la introducción de un libro publicado en 1962, comporta cuatro pisos: en el pico “los principios del honor y de la justicia”. Inmediatamente debajo, los hombres y las mujeres encargados de la administración del piso superior en su calidad de guardianes de la tradición, de la moralidad, de la clemencia, de “los mecenas de las artes y de los censores de la propiedad”. Ellos deben estar “prestos al sacrificio” pero están protegidos de la contaminación de la corrupción y de la ambición por sus posesiones hereditarias. En el entresuelo, “las clases de la industria y de la enseñanza”, formadas desde la infancia en la probidad. En la base, los trabajadores manuales, “orgullosos de sus capacidades, ligados a los niveles superiores por su lealtad común a la monarquía”. Waugh sostenía que tal sociedad se perpetuaría por sí misma: por regla general, “un hombre está mejor adaptado a los defectos que ha visto en su padre”. Pero un tal ideal “no existe jamás en la historia, ni existirá jamás” y “cada año se aleja más”. Waugh no era derrotista. Pero pensaba que no era suficiente deplorar el espíritu de esta época, “pues el espíritu de una época es el de quienes la componen. Cuanto más la disidencia se opone a la moda dominante, más posible es desviar su curso ruinoso”.

Waugh fue con constancia y un talento considerable “un disidente” pero, contenido en sus opiniones, no podía jugar un papel político. “No aspiro a dejarme aconsejar como un soberano por sus servidores”, escribe. No se contenta con abstenerse de todo acto político. También deplora que buen número de sus amigos, por no citar a Cyril Connolly, hubiesen sucumbido al espíritu de la época de los años 1930 traicionando la literatura al politizarla.

Connolly le fascinaba. De él habla en sus libros y anota en el margen de los de Connolly observaciones feroces y pertinentes. ¿Por qué? Por dos razones. La primera porque Waugh estimaba de Connolly merecía que se interesase por él. Le encontraba brillante, capaz de escribir en “fórmulas lapidarias frase tras frase, hacer buenas narraciones, deliciosos ejercicios de parodia, metáforas luminosas” y porque a veces era de “una originalidad alucinante”. Pero al mismo tiempo, el sentido de la estructura literaria -de arquitectura, como prefería decir Waugh- le fallaba. La perseverancia y la energía también, lo que explica por qué era incapaz de producir una obra mayor. Waugh encontraba esta incongruencia de un gran interés. La segunda razón, más importante, es que Waugh veía en Connolly un autor muy representativo del espíritu de su tiempo, un espécimen a observar, al límite, como a un pájaro raro. En su ejemplar del libro de a Connolly, The Inquiet Grave (conservado en Austin, en el Centro de investigación de ciencias humanas de la universidad de Texas), hizo numerosas anotaciones sobre el carácter de Connolly: “el hombre más típico de mi generación”, por su “auténtica falta de erudición”, “su pasión por el ocio, por la libertad, por la buena vida”, por “su esnobismo romántico”, “su derroche, su desesperación” y “su gran expresión”. Pero según él, Connolly era “el Irlandés, el emigrado en mal estado”, complejo, minado por el mal del país, lleno de brío en público, dado a las citas, creyente de las brujas y de los curas fieles a sus escapadas”. “Como todos los irlandeses creía que no existen más que dos realidades: el infierno y América”. Waugh deploraba que Connolly hubiese escrito en los años 1930 una “historia reciente de la literatura” tratando a los escritores no en función de su talento personal sino asociándoles a una serie de “movimientos” de atentados, de crímenes de partido, de redadas y de manipulaciones políticas. ¡Sin duda su lado irlandés! Le reprocha severamente dejarse atrapar feliz por las garras del “compromiso”, de caer en “ese foso frío y húmedo en el que los jóvenes amigos jugaban al tobogán”. “¡Triste suerte para semejante talento! El Benigno más insidioso de una joven esperanza”. Esperaba que esa obsesión por la política no durase, pues era capaz de hacerlo mejor. En todo caso, otra cosa. ¿Cómo un personaje tal como Connolly podría aconsejar a la humanidad, decirle cómo manejar sus asuntos? Se pregunta. Sin ser de ningún modo unfarsante, Connolly muestra la debilidad moral típica del intelectual en algún punto raro. Comienza por fichar un igualitarismo a la moda de 1930 á 1950, de modo que fue un esnob toda su vida. “Nada me enfurece más que ser tratado de Irlandés”, se indignaba Connolly, imaginando que su nombre fuese el único irlandés en ocho generaciones.

Connolly descendía de una familia de militares de carrera y de marinos. Su padre oficial no se distinguió apenas en la armada, pero su abuelo fue almirante y su tía, condesa de Kingston. En 1953, el crítico John Raymond señala en un artículo del New Stateman que Connolly había falsificado ciertos detalles biográficos en su libro Enemies of Promise. En la edición (“proletaria”) de 1938 había suprimido sus nobles ascendentes y les resucita en la edición corregida de 1948 cuando los modos intelectuales ya habían cambiado, Connolly se centra en el género de las “tendencias culturales, escribe Raymond. Nadie, desde un cuarto de siglo, nadie recurre como él a posturas, combinaciones y florituras de la literatura inglesa”.

El esnobismo de Connolly se manifiesta muy pronto. Cómo Sartre y muchos de los líderes intelectuales, fue hijo único. Su madre que le adoraba le llamaba “Sprat” (alfeñique). Para este niño consentido, egoísta, feo y nulo para los juegos, el pensionado fue una prueba dura. Sobrevivió gracias al servilismo fogoso que caracteriza a los chicos de buena familia. Escribe a su madre una carta exaltada: “Este trimestre, tenemos un buen número de nobles... Una princesa siamesa, el hijo del conde de Chelmsford, el hijo del vizconde Malden, el mismísimo hijo del conde de Essex, otro hijo de Lora y el sobrino del obispo de Londres”. Su espíritu fue su otro medio de supervivencia. Anota más adelante: “Ellos quieren pasarse la palabra: “Connolly es gracioso” y pronto “haré una locura en mi entorno”. En Eton este rol de bufón entre muchachos del poder se entiende en el dominio de la sabiduría: “Estoy a punto de convertirme en el Sócrates de las pequeñas clases del colegio”. Después del éxito haciéndose popular y de obtener una bolsa, Lord Jessel, su contemporáneo, le predice: “No me sorprendería que no hicieseis nada más en vuestra vida”.

Esta aterradora predicción arriesgaba mucho de hacerse exacta. Connolly, que fue siempre lúcido tanto sobre él como sobre los otros y detecta rápidamente su naturaleza hedonista, era muy consciente. Aspiraba menos a la perfección que “a la dicha en la perfección”. Pero ¿cómo ser feliz sin fortuna cuando se está a prueba de energía? Waugh tenía razón para subrayar su pereza. Connolly reconoció de sí mismo que su “fantasía le hacía impotente”. En Oxford trabajaba poco y obtuvo la calificación de ”pasable”. Acepta un empleo fácil de secretario de Logan Pearsall Smith, un escritor rico, que le pagaba 8 libras por semana, un sueño para la época. Smith, que esperaba haber contratado a un Boswell enérgico y diligente, resulta muy decepcionado. Connolly se casa con una mujer rica, Jean Bakewell, con una renta de 1000 libras al año. Él parecía haberse enamorado. Ambos eran demasiado egoístas para desear un hijo. Un mal aborto practicado en París necesita una urgente intervención quirúrgica que le hace perder a Jean toda posibilidad de volver a tener hijos. Esta operación provoca trastornos endocrinos que la hacen obesa y su marido se aleja de ella. Connolly no parece haberse comportado como un adulto con las mujeres. Confiesa que para él “el amor” adopta la forma de un “exhibicionismo de hijo único”, de “un deseo de poner (su) la personalidad a los pies de cualquiera, como un cachorro escupe una bola babosa”. Muy afortunadamente para él, Jean tenía bastante dinero para que él no tuviese que buscar un trabajo regular. Su diario, de 1928 á 1937, revela las consecuencias: “Mañana extremadamente inactiva”. “Desayuno de dos horas”. “Estoy tendido en el sofá y trato de imaginar una gruesa capa de sol amarillo extendida sobre un muro blanco”. “Demasiado ocio. Tantas distracciones a cargo de otros y la mayor parte es un robo”.

En realidad, Connolly era tan ocioso como quería hacer creer. Termina Enemis of Promise, una crítica acerada de modos literarios que fue publicada en 1938 y una de las obras más influyentes del decenio. Lo que hizo suponer que tenía el carácter de un líder comparado con los intelectuales gregarios de su generación. Cuando estalla la guerra civil en España, se enrola. Se dirige a tres lugares pero sus viajes son ante todo excursiones, una suerte de safari. Esta actitud parece compulsiva de los intelectuales de una cierta clase social. Connolly estaba protegido por el comunista Harry Pollit cuya recomendación fue de una gran utilidad cuando su compañero de viaje, W. H. Ayuden, es arrestado en Barcelona por haber orinado en los jardines públicos de Montjuic, un serio delito en España.

El relato de estos viajes aparece en New Stateman y aporta una nota de frescor al paisaje gris de la prosa comprometida de los intelectuales de la época. Pero traiciona la fatiga que experimenta Connolly al transportar el fardo del hombre de izquierda: “Pertenezco a una de las generaciones menos politizadas que ha conocido el mundo... a penas salidos de un mitin político, nos precipitamos a la iglesia”. Los más “realistas” (cita a Evelyn Waugh y Kenneth Clary) han comprendido que su modo de vida depende de una estrecha colaboración con la clase dirigente. Pero “los indecisos” hasta la guerra de España tienen (ahora) el espíritu totalmente politizado en razón de la situación extranjera. Connolly añade que muchos escritores de izquierda están motivados por su arribismo, su “odio al padre”, una difícil escolaridad, su enemiga hacia los aduaneros, o problemas sexuales. Llama la atención sobre la importancia de los escritores, su valor político, y recomienda el libro de Edmund Wilson, Le Chãteau d’Axel, “el único libro crítico del bando de la izquierda teniendo en cuenta la estética como mucho de los criterios políticos.

Connolly quería decir que la literatura militante no servía de nada. Desde que pudo se liberó. En octubre de 1939, Peter Watson, un rico admirador, encuentra una función perfecta para él. Le hace redactor jefe del mensual Horizon cuyo objetivo específico era rescatar la importancia de los valores literarios de los espíritus abrumados por la guerra. La revista cobra un éxito extraordinario desde el primer número, lo que confirma la reputación como agente al servicio del poder de Connolly en la inteligentsia. En 1943 sentía que por fin podía permitirse escribir que los años 1930 habían sido un error: “La literatura de este decenio fue esencialmente política y tuvo un doble efecto. Ella no atendía a ninguno de sus objetivos políticos y no producía ninguna obra literaria de valor perdurable”. Para reparar ese error, Connolly intenta reemplazar la búsqueda intelectual por la persecución de la utopía de un hedonista iluminado como explica en las columnas de la revista Horizon y en un libro muy reseñable que trata del placer, The Inquiet Grave (1944). En el curso de su juventud Connolly había definido su ideología como una “búsqueda de la perfección en la felicidad”. Había bautizado sus años proletarios de “materialismo estético”. Esta vez apela a la “defensa de los valores civilizados”.

De todos modos, Connolly espera al fin de la guerra para desarrollar su programa en su editorial de junio 1946 de la revista Horizon. Este acontecimiento no escapa al ojo vigilante de Evelyn Waugh. A despecho de lo aleatorio de la guerra, Waugh había seguido con atención los hechos y gestos de Connolly. Más tarde, en su trilogía L’Épée d’honneur, se burla de la guerra de Connolly, de su magazine (que se convierte en Survival), de sus bonitos asistentes del perfil de los intelectuales, Frankie y Coney (que en la vida corriente se llamaban Lys Lubbock, que compartía cama, y Sonia Brownell que se convertía en la segunda Mme Orwell). Waugh señala a los lectores católicos de Tablet la importancia del programa de Connolly y los diez indicadores de una sociedad civilizada: 1- Abolición de la pena de muerte. 2- Reforma penal, cárceles modelo y rehabilitación del presidiario. 3- Supresión de los barrios marginales y de las “ciudades nuevas”. 4- Donación de subvenciones para la luz y la calefacción “gratuitas como el aire”. 5- Medicina gratuita, asignaciones para la comida y el vestido. 6- Abolición de la censura, a fin de que todo el mundo pueda escribir, hablar y razonar a su manera; supresión de las limitaciones a los viajes y del control de los cambios de domicilio, fin de las escuchas telefónicas y de dossiers sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas. 7- Reforma de la ley relativa a los homosexuales, el aborto y el divorcio. 8- Limitación del derecho de propiedad, y promulgación de los derechos de los niños. 9- Protección de los tesoros nacionales arquitectónicos y naturales, subvención a las artes. 10- Leyes contra la discriminación racial y religiosa.

Este programa fue la fórmula aplicada a lo que habría de llegar en la futura sociedad permisiva. A excepción de ciertos proyectos económicos impracticables, casi todas las reformas preconizadas por Connolly fueron votadas en el curso de los años 1960 en Inglaterra, en América y otras democracias occidentales. Estas reformas afectaban a casi todos los aspectos de la vida social, cultural y sexual e hizo de los años 1960 uno de los decenios más cruciales de la historia moderna desde 1790. Waugh se alarma. Se comprende. Supuso que la puesta en práctica de las ideas propuestas por Connolly implicaría la eliminación virtual de las bases cristianas de la sociedad que serían reemplazadas por una persecución del placer. Connolly en cambio vio en ello una perfecta salida de la civilización. Algunos predicaron que esas convulsiones terminarían provocando un desorden infernal. Pero demostraron la eficacia incontestable de los intelectuales cuando abandonan la utopía política para centrarse en las disciplinas y las reglas sociales realizables. Rousseau lo había ya probado en el siglo XVIII. Otra prueba había sido aportada en el siglo XIX por Ibsen. Si la política de los años 1930 falla como dijo Connolly, la permisividad de los años 1960 fue un triunfo espectacular a favor del palmarés de los intelectuales.

Connolly vivió hasta 1974 pero participó poco de esta revolución que había programado. No estaba hecho para las largas campañas y los comportamientos heroicos. Sus carnesno eran demasiado delgadas. Inventa a este propósito una fórmula: “En cada obeso hay aprisionado un hombre delgado que indica su deseo de salir”. Pero el Cyril delgado nunca terminó por salir.  Fue un antihéroe mucho antes de la letra. Como revancha, la concupiscencia, el egoísmo y sus depravaciones mezquinas le seguían paso a paso. En 1928, una factura de blanqueador impagada bastó a Desmond McCarthy para desenmascarar al oportunista y parásito que era Connolly. La mayor parte de los que le ofrecieron hospitalidad se la retiraron. Uno encuentra lo que llama un “detritus de váter” en el fondo del reloj de su abuelo. Lord Bernard descubre un bote de conservas de camarones mohosos sobre uno de sus muebles preciosos. Somerset Maugham pilla a Connolly en el trance de robarlo, le obliga a deshacer su maleta para restituirle el botín. Platos de alimentos a medio consumir fueron encontrados semanas más tarde en los cajones de la habitación que ocupaba. Agita sin malicia: “la ceniza de su cigarro en un plato refinado presentado por la esposa de un célebre intelectual americano”. En 1944, en Londres, Connolly se conduce de manera poco caballeresca cuando durante un bombardeo le sorprende en la cama con una distinguida dama (quizá sea Lady Perdita que más tarde se convirtió en Mrs Angie Flemming, por la cual, según Evelyn Waugh, Connolly se interesaba en aquella época). La misma desgracia que le sucedió a Bertrand Russell treinta años antes. Pero Russell saltó fuera de la cama de Lady Constance Malleson acompañado de una explosiva indignación ante la barbarie. En el caso de Connolly, es el pánico lo que le hace huir de la cama. Se redime con estas palabras: “miedo perfecto lejos del amor”.

Es evidente que tal hombre, suponiendo que tuviese energía, no podía ponerse al frente de una cruzada por la civilización. Connolly hunde Horizon en 1949, por pereza, por enfado o por disgusto de sí mismo: “Cerramos las grandes ventanas que dan a Bedford Square, el teléfono fue cortado, el mobiliario al guardamuebles, los invendibles en su cava, los dossiers en la papelera. Solamente los impuestos continuaron inexorablemente expedidos como la leche a la puerta de un suicida”. Termina divorciándose de la pobre Jean para esposarse con una bella intelectual llamada Barbara Skelton. Su unión no fue dichosa (1950-1954). Se espiaban con desconfianza, como Tolstoi y Sofía y buen número de anfitriones de Bloomsbury (el barrio latino de Londres). Rivalizan en perfidia en sus diarios íntimos con miras a una futura publicación. Connolly se quejaba amargamente a Edmund Wilson de que Skelton escribía en el suyo. Ella cuenta ahí sus relaciones con él y le amenaza en todo momento con tener un romance. Wilson, por su parte, escribe lo que le confía Connolly, anotando que ella le había confiscado y escondido un diario de sus relaciones con ella, que Connolly sabía dónde lo había puesto y tenía intención de recuperarlo en su ausencia. Evidentemente, no hizo nada y Skelton terminó publicándolo en 1987. Connolly tenía buenas razones para inquietarse. Skelton hizo un inolvidable retrato de su intelectual comatoso.

Anota ella el 8 de octubre de 1950: “(Cyril) siempre en ropa de cama, acostado sobre la espalda como un ojo agonizante… presionando más profundamente en la almohada, los ojos cerrados, con una expresión de sufrimiento resignado… Entro en la habitación una hora más tarde. Cyril permanece siempre con los ojos cerrados”. El 10 de octubre: “Larga estancia (de Cyril) en su baño mientras yo hago la colada. Más tarde, al entrar en la habitación, le encuentro de pie completamente desnudo, con aire turbado, como si contemplase el espacio (…). Ha escrito una carta. Vuelta a la cama a acostarse,siempre con la espalda apoyada en la jamba de la ventana”. Un año más tarde, el 17 de noviembre de 1951: “(Cyril) no quiere bajar a desayunar. Está en la cama, apesta la sábana…Permanece a veces una hora, como un ectoplasma, con los pliegues de la  sábana en la boca”.

Este campeón de valores civilizados pone sin embargo el huevo de la permisividad como Erasmo el de la Reforma. Pero deja a otros la cría. Un elemento perturbador que Connolly no había previsto y habría a priori deploradosobreviene: el culto a la violencia. Curiosamente, la violencia siempre ha fascinado a buen número de intelectuales. Ella pasa de mano en mano, acompañando las soluciones radicales y absolutistas. ¿Cómo explicar el gusto por la violencia de Tolstoi, de Bertrand Russell y de tantos otros que se pretendían pacifistas? Sartre delata su fascinación por la violencia en una nube estupefaciente de eufemismos: “Cuando la juventud se enfrenta a la policía, nuestro trabajo consiste en demostrar que la violencia está del lado de la policía y ayudar fuerte a la juventud para practicar la violencia”. Pretende que los intelectuales que no se comprometen en la “acción directa” (es decir la violencia) para defender a los Negros “eran tan culpables de muerte como si apoyasen a quienes mataban (los Panteras negras), asesinados por la policía y el sistema”.

Los intelectuales se asociaron demasiado a menudo a la violencia pese a que ello pudiera ser tenido por una aberración pasajera. Esta colusión se manifiesta a veces en una franca admiración hacia “los hombres de acción” que la practicaron. Mussolini encuentra un número sorprendente de partisanos entre los intelectuales, y no únicamente italianos. Las campañas electorales de Hitler fueron más fructuosas en el campus de enseñantes y profesores que en el resto de la población. Muchos intelectuales afectos a los más altos escalones jerárquicos del partido nazi participaron de los abominables excesos de las SS. Los cuatro escuadrones de la muerte Einsatzgruppen (las fuerzas de choque de la solución final en la Europa del Este) contaban entre sus oficiales una buena proporción de universitarios. Otto Ollhendorf que comandaba el batallón “D” tenía tres diplomas universitarios y un doctorado de jurista. Stalin tuvo también en su tiempo legiones de admiradores eruditos, como Castro, Nasser y Mao Tsé Tung.

La disposición del ánimo hacia la violencia o a su tolerancia fueron a veces el producto de una deriva típica del pensamiento. “España”, el poema de Auden sobre la guerra civil, publicado en marzo de 1937, comporta un verso inmemorable sobre “la aceptación consciente de la culpabilidad del asesinato necesario”.

A Orwell le gusta el poema pero objeta que no podía haber sido escrito más que “para que el asesinato fuese al sumo una palabra”. Auden se defendió argumentando “que en caso de guerra justa, el asesinato podía llegar a ser necesario en nombre de la justicia”. Suprime incluso de su texto la palabra “necesario”. Kinsley Martin, que sin embargo reprobaba la violencia bajo todas sus formas y sirvió en la unidad De la Cruz Roja cuáquera durante la Primera Guerra Mundial, cometió a veces el error de defenderla. En 1952, aplaudió el triunfo de Mao en China. Después, alarmado por los informes que estableciendo que un millón y medio de “enemigos del pueblo” debían ser eliminados, considera esta posición insensata en las columnas de su diario New Stateman: “Estas ejecuciones ¿eran realmente necesarias?” Leonard Wolfang, un redactor del periódico, le obligó a publicar una carta la semana siguiente en la que le pide aportar algunas precisiones sobre las circunstancias que justificaban la ejecución “realmente necesarias” de un millón y medio de personas ¡por un gobierno! Martin, evita responde. Pero sus contorsiones para liberarse del anzuelo al que estaba sometido fueron muy penosas de soportar.

Ciertos intelectuales no vieron en la violencia una práctica abominable. El caso de Norman Mailer es particularmente edificante pues se inserta perfectamente en el cuadro de intelectuales que estudiamos. Único hijo de una familia matriarcal, fue en su partida el centro de un círculo femenino admirativo. Su madre, Fanny, venía de una familia holgada, los Schneider, y con sus hermanas dirigía un negocio próspero. Más tarde, la hermana de Mailer se unió al círculo de sus admiradoras. Mailer fue un muchacho modelo de Brooklin, tranquilo, bien educado, siempre el primero de la clase. Fue admitido en Harvard a los dieciséis años y sus progresos fueron aplaudidos con entusiasmo. Al decir de Beatrices Silverman, “todas las mujeres de la familia encontraban genial a Norman”. “Fanny no quería que su pequeño genio se casase”. La palabra “genio” acudía a los labios de Fanny desde que se cuestionó a su hijo. Ella dijo a los periodistas: “Mi hijo es un genio”. Tarde o temprano las esposas de Mailer acabaron acusando el penoso “factor Fanny”. La tercera, Lady Jean Campbell, se quejaba: “Sólo nos falta comer con su madre”. La cuarta, una actriz rubia que hacía llamarse Beverley Bentley, fue sancionada severamente por haber hecho comentarios “anti-Fanny”. Sus esposas fueron los sustitutos adultos del círculo femenino de su infancia. Después de sus divorcios, Mailer queda bien con todas, salvo una, que dijo “después de un divorcio la amistad puede comenzar, la vanidad sexual no existe”. Tuvo seis esposas que le dieron ocho hijos en total. Noriega Church, la sexta, tenía la misma edad que su hija mayor. Mailer tuvo también muchas aventuras extra conyugales. Su cuarta esposa le echa en cara: “Cuando yo estaba encinta, él tenía relación con una azafata. Tres días después de mi vuelta a la casa con el bebé, él comienza con otra”. Esta progresión de una mujer a otra se asemeja a la de Bertrand Russell que, como Sartre, vivió en medio de un harem. Pero Mailer, a despecho de su pasado matriarcal, manifiesta una fuerte inclinación por el patriarcado. Su primer matrimonio capota cuando su mujer pretende hacer carrera y Mailer la trata de “mujer prematuramente liberada”. Se queja también de la tercera: “Lady Jean ha renunciado a diez millones de dólares por esposarse conmigo pero nunca ha querido preparar mi desayuno”. Se divorcia de la cuarta cuando ella termina por tener una aventura. Una de sus mujeres afirma que “Norma no querría incluso oír hablar de una mujer que haya hecho carrera”. V.S. Pritchett señala en un libro de Mailer en 1971 que el hecho de haber tenido tantas esposas (no se había entonces esposado todavía con la cuarta) indicaba “claramente que sólo se interesaba de las mujeres por lo que tenían”.

Mailer tuvo un segundo rasgo común a los intelectuales: su genio para la publicidad. La promoción de su novela sobre la guerra, Los Desnudos y los muertos, debida al trabajo reseñable de las ediciones Rinehart, fue una de las campañas más exitosas del periodo de postguerra. Pero desde que su libro fue lanzado, Mailer se encarga él mismo de sus relaciones públicas. Durante treinta años organiza una soberbia publicidad entorno a él, su trabajo, sus mujeres, sus divorcios, sus querellas o sus posiciones políticas. Fue el primer intelectual en servirse eficientemente de la televisión y en entregarse a sus “happenings” memorables y a veces alarmantes. Comprendió rápidamente que la televisión, más que las palabras, tenía una insaciable necesidad de acción. Discurre por la ruta abierta por Hemingway y se convierte en el intelectual más activo. ¿A qué obedecía esta publicidad intensiva? En primer lugar a hinchar su vanidad y su egoísmo. No subrayó jamás bastante que las actividades de Tolstoi, Russell y Sartre no eran otra cosa que superficialidades racionales. No se pueden explicar de manera coherente más que a través de un deseo de focalizar la atención sobre ellos y sobre la esperanza de conseguir dinero. Las tendencias patriarcales de Mailer le costaron muy caro. En 1979, fue llevado a la justicia por su cuarta esposa. Mailer se defendió diciendo que no había conseguido los medios para proporcionarse 1.000 dólares por semana. Pagaba ya una pensión de 400 dólares a la quinta y 600 a la sexta. Tenía, además, 500000 dólares de deuda, debía 185000 a su agente literario, 80500 de impuestos, y el Estado había grabado su casa con una hipoteca de 100000 dólares. Todo este choque publicitario fue destinado a atraer lectores, lo que dio resultado. Para no citar más que un ejemplo, su largo ensayo, Prisionero del sexo (en el que ataca al feminismo y a las consecuencias de sus escapadas conyugales) que aparece en Harpers en marzo de 1971, le permitió vender más ejemplares que cualquier otra aparición de ese magazine en sus ciento veinte años de existencia.

Sin embargo el sentido de la publicidad de Mailer tenía también un objetivo más serio. Trataba de promover un concepto que se convirtió en el tema dominante de su obra: la necesidad del hombre de liberarse de las constricciones que inhiben su fuerza. Las gentes bien educadas identificarían esas inhibiciones de la civilización. Para Yeats, una sociedad civilizada se definía por “el ejercicio del imperio sobre sí mismo”.  Mailer pone este postulado en cuestión. ¿No será la violencia una manifestación necesaria? ¿A veces incluso una virtud? Él llega a esta postura por un camino desviado. En su juventud, fue un agitador clásico y pronunció por ejemplo dieciocho discursos para sostener la campaña electoral de Wallace en 1948. La memorable conferencia de Waldorf significó su ruptura con el partido comunista. Después de lo que sus opiniones políticas reflejaron a veces sus simpatías por la izquierda liberal, pero no sistemáticamente. Su trabajo como periodista le conduce a sondear la opinión de los Negros sobre los valores occidentales. Durante el verano de 1957 publica El Negro blanco en la revista  Dissent de Irving Howe. Este documento de una gran importancia, da nacimiento a la tesis más influyente de la época de postguerra. Analiza la “consciencia Hip”, el comportamiento acorde y autoritario de la juventud negra, explica y justifica lo que él llama su contra cultura. Mailer arrastra vivamente a los intelectuales blancos progresistas a mantenerse en esta vía y a interrogarse sobre los numerosos aspectos de la cultura negra tales como su anti racionalismo, su misticismo, el sentido de su fuerza de vida, y sobre todo su papel en su violencia. Consideremos, escribe Mailer, el caso real de los jóvenes Negros que atacaron a muerte al propietario de una confitería. ¿No presentaba esta violencia un aspecto benéfico? “En el hecho no se mata únicamente a un viejo hombre afable de cincuenta años sino también a una institución, se viola la propiedad privada, se entra en un nuevo informe de la policía, se integra el factor peligro en la vida”. Si la furia reprimida representa un peligro para la creatividad, la violencia exteriorizada, descargada, puede ser vista como una fuerza creativa.

Esta fue la primera tentativa sopesada con sentido y bien escrita tratando de legitimar la violencia personal de cara a la violencia “institucional de la sociedad”. Esta hipótesis revela una cólera muy comprensible en ciertos medios. Howe reconoce que hubiera sido preferible suprimir el pasaje relativo a la muerte del pastelero. Norman Podhoretz recusa “estas ideas de una moralidad macabra, de un cinismo ingenuo que prueba a qué excesos puede llegar la ideología del inframundo”. Pero un gran número de jóvenes, tanto blancos como negros, no esperaron a este tipo de racionalización para actuar. El Negro blanco, fue un blanco-icono para los años 1960y 1970. Confiere una respetabilidad a numerosos comportamientos considerados hasta entonces como actos superados.

Algunas licencias, graves y perniciosas, se añadieron así al programa permisivo propuesto por Cyril Connolly diez años antes.

El mensaje tiene tal impacto que Mailer lo ilustra por sus propios valores, tanto públicos como privados. El 23 de julio de 1960 es inculpado por haber participado en una pelea en un puesto de policía de Princetown y declarado culpable de ebriedad. Vuelve a reincidir el 14 de noviembre en un club de Broadway. Esta vez es inculpado por “conducta delictuosa”. Cinco días más tarde, da una gran recepción en su apartamento de Nueva York para anunciar su candidatura a la alcaldía de Nueva York. Pero al minuto, completamente ebrio, discute en la calle delante de su casa con diversos intelectuales, en especial con Jasón Epstein y George Plimpton que querían simplemente abandonar su fiesta para reunirse entre ambos. A las cuatro se le ve con el ojo hinchado, los labios inflamados y la camisa manchada de sangre. Su segunda mujer pintora, Adele Morales, una hispano peruana, le hizo una escena. Él coge un portaplumas y le clava la espada en el estómago y en la espalda. Le hace una herida de siete centímetros y medio de profundidad y le falta poco para morir. Lo que sigue a este incidente es complejo. Adele rehúsa presentar denuncia y el asunto se termina un año más tarde con una indemnización y una puesta en libertad vigilada. No manifiesta ningún remordimiento particular en sus comentarios. Declara en el curso de una entrevista con Mike Wallace que “para un delincuente juvenil el cuchillo tiene un enorme significado, es su espada, su virilidad”. Y añade que sería preciso ¡organizar justas anuales entre bandas en Central Park! El 6 de febrero de 1961 es invitado a leer poemas en el centro de poesía de la Asociación de jóvenes Hebreos y aprovecha la ocasión para deslizar estos versos: “en tanto que alguien se sirva de la navaja - quedará todavía amor”. Mailer resume su episodio de violencia en estos términos: “Diez años de cólera me han empujado a actuar. Después me siento mejor en mi propia piel”.

Mailer trata enseguida de hacer progresar la contracultura controlándola mejor en público. El Negro blanco inspira a Hippy Jerusalén Rubin que organiza el 2 de Mayo de 1965 una enorme manifestación contra la guerra en Vietnam, en Berkeley, donde Mailer puso la tribuna. Declara que “la gran sociedad” del presidente Lyndon Johnson iba a “acampar y a pasar el rato en la mierda”. Exhorta a 20.000 estudiantes a no contentarse con criticar al presidente. Es preciso también insultarle colgando su retrato en las paredes con la cabeza abajo. Abbie Hoffman, que no tardaría en convertirse en el sumo sacerdote de la contracultura, escucha ese discurso con atención y lo comenta: “Mailer ha demostrado cómo focalizar el sentimiento de revuelta con eficacia no atacando sólo las decisiones sino también las tripas de quienes las toman”. Dos años más tarde, Mailer participa con éxito en la gran marcha sobre el Pentágono profiriendo obscenidades: “Nosotros vamos a aplastar el vuelo delgobierno, directamente en el esfínter del Pentágono”. Es arrestado y condenado a treinta días de prisión (de veinticinco agravados). Cuando es soltado, declara a los periodistas: ¿Sabéis, queridos amigos americanos, que hoy mismo, un domingo, se está quemando el cuerpo y la sangre de Cristo en Vietnam?”Justifica esta alusión alegando que, pese a no ser cristiano, se había casado con una cristiana. Su cuarta esposa cuenta más tarde que cuando ella criticaba a su madre él la pegaba en el bajo vientre.

Mailer ridiculiza la imagen del hombre de estado y el buen nombre de sus acciones. En mayo de 1968, en el apogeo de la agitación estudiantil, un escritor analiza en Village Voice la influencia ejercida por Mailer: “¿Cómo es posible no comprender a Mailer? Él ha predicado la revolución antes de convertirse en movimiento, ha tratado a LBJ (el presidente Johnson) de monstruo cuando los liberales, armados con reglas de cálculo escribían sus discursos”. Mailer defendía a los negros, la marihuana, a Cuba, la violencia, el existencialismo… cuando la nueva izquierda no era todavía más que destellos de malicia a los ojos de C. Whright Mills”. Pero si está claro que Mailer se basaba en el discurso político, era evidente que no estaba educado para el debate. Su impacto sobre la vida lotería fue similar. Sus peleas con sus colegas rivalizaban con las de Ibsen, Tolstoi, Sartre y Hemingway, e incluso las sobrepasaba. Se querella, entre otros, en privado y en público, con William Styron, James Jones,Calder Willingham, James  Baldwin y Gore Vidal. Estos enfrentamientos, como los de Hemingway, fueron a menudo violentos. En 1956 se le vio cruzar golpes en los parterres de flores de la casa de Styron con Bennet Cerf quien declara: “¡Usted no es editor, usted es un dentista!”. En 1971, los telespectadores asistieron a un reparto de golpes entre Mailer y Gore Vidal en una emisión de Dick Cavett. En 1977 en su encuentro tuvieron el siguiente diálogo; Mailer a Vidal: “Usted tiene aires de judío asqueroso. - Es porque tiene aires de judío asqueroso”. (Mailer arroja el contenido de su vaso a la cara de Vidal). La corresponsal del New Yorker en París, Janet Flanner, una mujer distinguida e inofensiva, participa de un debate televisivo seguido de un intercambio de bofetadas. La conversación derrapa en una discusión de barrizal entre Mailer y Vidal sobre la pederastia. Janet interviene:

 

 Flanner:  - ¡Oh! ¡Por el amor del Cielo! (Risas)

 Mailer:  - Sé que usted vive en Francia desde hace varios años, pero créame, Janet, ¡es posible penetrar a una mujer también de otra manera!

 Flanner:  - Es lo que yo he querido decir. (Risas)

Cavette: - Terminaremos la emisión con este apunte tan elegante.

 Mailer encarna una mezcla de permisividad y de violencia que caracteriza a los años 1960 y 1970 y sobrevive milagrosamente a sus propios bufones.

 

Otros fueron menos afortunados o menos resistentes. La mutación del intelectual utopista “al viejo estilo” en nuevo y hedonista brutal se opera con una velocidad vertiginosa y provoca algunos accidentes deplorables.

Cuando Cyril Connolly publica su manifiesto en junio de 1946, Kenneth Peacock Tynan viene a acabar su primer año de estudios en el colegio Magdalena de Oxford y ya estaba situado en su medio como jefe de filas de la sociedad intelectual. Cuatro meses más tarde, a principios del trimestre siguiente, yo tenía el testimonio novicio e intimidado de su llegada a Magdalen. Contemplé con asombro a este grande y bello hermafrodita de bucles rubios, pómulos a la Beardsley, tartamudeos elegantes, con vestimenta de color ciruela, corbata lavanda y anillo heráldico con rubíes. Arrastré mi único maletero de ruedas reglamentarias hasta la habitación donde él parecía tener sus posesiones y sus servidores a los que daba órdenes con calma y autoridad. Una frase me llamó la atención particularmente: “¡Prestad atención a esta caja, buen hombre, está repleta de camisas caducas!”. No fui yo el único asombrado por esta elegante prestación. En 1946, Tynan y yo formábamos parte del grupo de estudiantes que pasaban de la escuela a la universidad. La gran mayoría de los alumnos volvían de la guerra. Algunos habían sido oficiales y habían asistido o participado de espantosas carnicerías. Pero ninguno había visto nunca una cosa semejante. Los fornidos de la guardia real quedaron mudos de asombro. Los pilotos de los bombarderos que habían matado a millones de personas ensancharon los ojos. Los tenientes de navío que habían hundido el Bismarck contemplaron este espectáculo alucinante con estupor.

La historia de este extraño joven había sido tan extravagante como él (pero se ignoraba todavía en aquella época). ¿Podría estar influida, no tanto por los anales de los héroes de Magdalen como por los de Oscar Wilde o Compton Mackenzie, o por un libro de Arnold Bennett? Los detalles relativos a la vida de Tynan han quedado recogidos consigo por Kathleen, su segunda esposa, y publicados en una tierna y dolorosa biografía modelo en su género.

Tynan, nacido en 1927, creció en Birmingham y frecuentaba su célebre escuela secundaria. Desempeñó el papel principal en Hamlet y obtuvo una beca para entrar en Oxford. Se crió como hijo único, niño mimado, adorado por Rosa y por Peter Tynan. Su padre le dio 20 libras como dinero de bolsillo por quincena, mucho dinero para aquella época. En realidad, Tynan era hijo ilegítimo y su padre un “número sacro”. Llevaba una doble vida. Una mitad de la semana se hacía llamar Peter Tynan y vivía en Birmingham. La otra mitad de la semana era Sir Peter Peackok, juez de paz, emprendedor próspero, elegido seis veces alcalde de Warrington donde vivía con una Lady Peacock y muchos chicos Peacock. Allí vestía levita, sombrero alto, polainas grises y camisas de seda sin mesura. Tynan no descubre la maceta de rosas hasta 1948, al terminar su estancia en Oxford. Sir Peter muere y la familia legítima se llena de indignación tratando de reclamar en Warrington a toda prisa su cuerpo y de impedir que la desolada madre de Tynan asistiese a los funerales. No era infrecuente que estudiantes de Oxford descubriesen de pronto que eran hijos ilegítimos. Ese fue el caso de otro pensionado de Magdalen, el barón Edward Hilton, que fue obligado a retirar la mención “Sir” de su placa. Tynan reaccionó enseguida inventándose que su padre era consejero financiero de Lloyd George. Pero este descubrimiento le hace daño y escabulle el nombre de Peacock entre el suyo. Su madre tenía un sentimiento de culpabilidad por haberle sobre protegido y arruinado, por lo que él la trató siempre como a una sirviente privilegiada.

Tynan tenía desde siempre la costumbre de dar órdenes y la actitud del maestro. En Oxford, había vestido como un príncipe de la época donde el racionamiento era muy estricto. Aparte de su costumbre de vestir ropa color violeta y camisas con encajes de oro, tenía un abrigo reversible de seda roja, prendas de ante, un traje verde botella del que él decía estaba hecho con tela de mesa de billar y calzado de ante verde. Se inventaba “justo un toque de barniz púrpura sobre el contorno de la boca”. Renueva su reputación de extravagante estético de Oxford. Durante toda su estancia, se habla mucho de él en la ciudad. Crea e interpreta piezas, es un brillante orador, escribe artículos en revistas o las edita, organiza fiestas sensacionales a las que asisten celebridades londinenses del mundo del espectáculo (pagando sus shillings la entrada), se rodea de mujeres bonitas y de profesores admiradores, hace brillar su efigie y vuelve a dar vida a las páginas del BridesheadRevisted haciendo de ella un best seller.

 

Contrariamente a los que fueron sensación en Oxford, Tynan triunfó en todo lo que emprendió en la vida. Produjo piezas y revistas, jugó con Alex Guiness y, sobre todo, se impuso rápidamente como el periodistaliterariomás audaz de Londres. Su divisa era la siguiente: “Escribir herejías, puras herejías”. Fija en su bureau un eslogan estimulante: “Exasperar, aguijonear, lacerar, provocar tormentas”. Él sigue sus propios mandatos al pie de la letra. Todo ello le valió rápidamente una reputación envidiable como el mejor crítico dramático del Evening Standard, tras una carta importante al Observer, el periódico inglés más prestigioso de la época. Los lectores quedaron tan aturdidos como los estudiantes del Magdalen ante este fenómeno que parecía conocer todo el ámbito literario y empleaba palabras tales como famélico, bribón y cretino. Ejerce plenos poderes sobre el teatro londinense. Unas veces se le respeta, otras se le teme y otras se le odia. Monta la pieza de Osborne Look Bank ni Ánger que fue un triunfo, y puso en marcha la leyenda del “joven encolerizado” y presenta a Brecht al público inglés. Tynan hace campaña por el teatro subvencionado que había probado la eficacia del teatro de Brecht. Cuando Inglaterra tiene su propio Teatro nacional, fue nombrado director literario desde 1963 a 1973 enriqueciendo el repertorio de obras cosmopolitas. Alrededor de setenta y nueve piezas representadas bajo su mandato, la mitad tuvieron éxito. Un récord reseñable. Tynan se hizo igualmente célebre en Estados Unidos gracias a las críticas elogiosas que aparecieron en el New Yorker de 1958 a 1960. Pero las actividades de Tynan tenían un objetivo más serio.  Como Connolly y de una manera un tanto confusa, asocia el hedonismo y la permisividad en el socialismo. Aporta su contribución al manifiesto de los “Angries” y precisa sus intenciones en su Declaration (1957): el arte debe “tomar parte, comprometerse” y el socialismo debe significar “la progresión hacia el placer”, ser una “afirmación internacional alegre” (en esta época la palabra “gay” no estaba todavía asociada a la homosexualidad). El Negro Blancode Mailer fue publicado el mismo año y este libro contribuyó a romper las inhibiciones lingüísticas en la escena como en otras partes el tiempo. En Inglaterra, Tynan más que nadie destruye el viejo sistema de censura oficial y no oficial. Sus esfuerzos fueron puntuados como actitudes de posición política tradicionales pero añadiendo elementos más permisivos. En 1960introdujo la palabra “mierda” en el vocabulario del Observer. El año siguiente organiza una manifestación procastrista en Hayd Park animada por una multitud de jovencitas. El 13 de noviembre de 1965, acomete su obra maestra de publicidad personal pronunciando la palabra “fuck” en una emisión televisiva satírica de la BBC en una hora tardía. Esta audacia calculada hizo de él el hombre más célebre del país. El 17 de julio de 1969 pone en escena ¡Oh Calcuta! que los comediantes escenificaron completamentedesnudos. Dio la vuelta al mundo y reportó 360 millones de dólares.

Pero Tynan no se contenta con aniquilar toda censura. Se destruye también a sí mismo. Muere en 1980 de un enfisema, debido a los pecados del tabaco transmitidos a sus débiles bronquios por su padre. Pero también se inmola en el altar del sexo. Tynan fue un obseso sexual precoz. Declara que se masturbaba desde la edad de once años y alababa a menudo los juegos de esta actividad. Hacia el fin de su vida, se define a sí mismo como un tynanosaurus homo masturbans, una especie, según él, en vía de desaparición. Cuando era apenas un adolescente logró hacerse con una colección de revistas pornográficas, lo que no debió ser fácil en tiempos de guerra en Birmingham. Cuando interpreta Hamlet en la escuela, mueve a James Ágata, crítico influyente y homosexual notable, a escribir sobre su espectáculo. Agate, seducido, invita al joven a su apartamento de Londres. Pone su mano sobre su rodilla y le pregunta: “¿Seriáis homo, mi muchacho?” “Creo que no”, respondió Tynan. “Ah, bueno, tanto peor, nos obligaremos”. Tynan dice la verdad. Gustaba mucho de llevar para la ocasión vestimenta femenina, sabía que se le podría tomar por homosexual pero no lo desmentía nunca, persuadido de que esa reputación facilitaba su aproximación a las mujeres. Pero jamás tuvo una relación homosexual. “¡Jamás. Ni incluso, el más mínimo contacto!”, afirma. Por el contrario,  manifiesta mucho interés por el sexo masoquismo. Agate, habiéndolo descubierto, da a Tynan la llave de su rica colección pornográfica y termina corrompiéndole.

Tynan nunca se tomó la molestia de esconder sus inclinaciones e incluso a veces las proclama. Anuncia en el curso de una conferencia en la Oxford Unión “Mi tema será el siguiente: el látigo en el crepúsculo”. En Oxford tuvo un gran número de aventuras. Pide generalmente a sus conquistas que le ofrezcan sus calzoncillos que él suspendería en los látigos que decoraban sus paredes. Amaba a las judías voluptuosas, sobre todo a los que habían tenido un padre severo que les administrase castigos corporales. Explica a una de ellas que la palabra “castigo” tenía “una considerable dosis victoriana de venganza”, que la palabra “azotaina” era igualmente muy potente y se adaptaba a las correcciones a escolares infantiles (…), que el látigo simboliza el sexo y la belleza, y siempre una oferta”. No esperaba de sus esposas otra cosa que no fueran estas prácticas asociadas para él al pecado y al jolgorio perverso de la culpabilidad. Pero desde que ejerce poder en el teatro, no tiene ninguna dificultad para encontrar comediantes sin trabajo que aceptasen participar en sus juegos eróticos a cambio de su ayuda.

Las mujeres parecían menos dispuestas a lamentarse más de su sadismo relativamente moderado que de su vanidad y de su despotismo. Una joven le deja cuando se da cuenta al entrar en un restaurante que centraba todos sus esfuerzos en mirarse en un espejo. Al decir de otra de sus conquistas: “En el mismo momento que le dejes, sales de su cabeza”. Tynan trata a las mujeres como a objetos. Pero por otro lado era encantador, podía mostrarse sensible y comprensivo. Pero esperaba de las mujeres que girasen en torno a los hombres como lunas alrededor de un planeta. Su primera esposa, Elaine Dundy, tenía ambiciones personales y terminó escribiendo una novela de calidad. Cyril Connolly, a quien alguien le pregunta si le parecía buena, responde: “No lo creo. Se trata de una que busca demostrar que existe”.

Hace a Elaine Dundy escenas de una violencia inusitada. En su menage,  derrama lágrimas y gritos del estilo: “¡Te voy a matar, puta!”. Mailer, experto en escenas conyugales, otorga a Tynan una excelente nota: “Ellos se intercambian golpes que les dejan aturdidos, que invitan a aplaudir como en un combate de boxeo de profesionales”. Tynan exige a su esposa una lealtad total reservándose el derecho de ser infiel. Pero un día, al volver de estar con su amante, se encuentra en el apartamento de Londres a su primera mujer en la cocina, en compañía de un poeta completamente desnudo que Tynan conocía, un productor de la BBC. Furioso, busca la vestimenta del poeta en el dormitorio, la coge y la mete en la caja del ascensor. Pero en general era menos valeroso.

Después de haberse divorciado de la primera mujer, hace de Kathleen Gates su segunda esposa, que deja a su marido y se va a vivir con él. Cuando su esposo la encuentra con Tynan y fuerza la puerta de entrada, corre a ocultarse detrás del canapé. Más tarde, el marido sorprende a Kathleen y a Tynan delante de la casa de la madre de la joven, en Hamstead. Unos penachos de cabello de Tynan, en ese momento rubio grisáceo, caen durante la pelea antes de que pudiese ir al abrigo de la casa. Su segunda esposa cuenta: “Ken y yo, estamos escondidos en casa de mi madre, y hemos esperado a la noche para escabullirnos fuera. En la carretera Ken me asegura que nos está siguiendo y salta a un contenedor de basura”. Tynan sin duda recordaba esa reminiscencia de la obra de teatro de Beckett.

El segundo matrimonio no es más dichoso que el primero y por la misma razón. Tynan exige una total libertad sexual para él, una fidelidad absoluta de su mujer mientras mantiene una relación permanente con una actriz sin trabajo con la que se entrega a sus fantasmas sadomasoquistas. Él se viste de mujer y su amante de hombre y a veces invita a prostitutas a que participen de sus fiestas. Anuncia a Kathleen su intención de liberarse con esas sesiones dos veces por semana, “aunque ella no sea ni razonable, ni gentil, ni amistosa (…). Es mi elección, mi cosa, mi deseo (…) Es francamente ridículo y ligeramente obsceno. Pero me agita, me sacude como una infección y tiemblo hasta que pasa la crisis”.

El asunto se hace más grave cuando Tynan decide renunciar a su carrera para hacerse pornógrafo sin recursos ni porvenir. Desde 1958, anota en su plan: “Escribir piezas. Libros pornográficos. Escribir una autobiografía”. En 1964, toma contacto con la revista Play Boy, la cual, curiosamente, rehúsa el material erótico que propone. Podría decirse que Tynan, envalentonado por el éxito formidable de Oh! Calcutta! piensa con demasiado optimismo hacer de la pornografía un arte que pudiese ser tomado en serio. A principios de los años 1970, intenta convencer a cierto número de escritores célebres escribir sobre los fantasmas ligados a sus masturbaciones y hacer de ello una antología. Recibe una gran número de negativas humillantes, de parte de Nabokov, de Graham Greene, Beckett y Mailer, entre otros. Aparte de este fracaso, intenta producir un film pornográfico pero este proyecto nunca vio el día, pues Tynan no consiguió los fondos necesarios. Contrariamente a la mayor parte de los intelectuales Tynan no era avaro y bien al contrario, como Sartre, gastaba sin contar. En la muerte de su madre, hereda una coqueta legada por el viejo Sir Peter y la dilapida en cuanto puede. Deja el Teatro nacional con una indemnización irrisoria. Los contratos que firma por Oh! Calcutta! eran tan desconsiderados que apenas percibe 250.000 dólares por una revista que tuvo un inmenso éxito. Pasa los últimos años de su vida intentando reunir fondos para un proyecto que sus amigos más avisados consideraban repugnante o desesperado. Y Tynan empieza a dudar de sí mismo. Escribe a Kathleen, de Provence: “Me pregunto qué hago rumiando la pornografía. Es francamente vergonzoso”. En Saint Tropez sueña una joven desnuda, espolvoreada y cubierta de excrementos, con los cabellos cortados, chinches en la cabeza y anota: “Desde que me despierto horrorizado, los perros del hotel empiezan a ladrar, como hacen cuando pasa el rey de los demonios invisible para el hombre”. Los últimos años de Tynan fueron el siniestro contrapunto de su obsesión sexual y de su debilidad psíquica. El relato que hace su viuda, de una lectura angustiosa para quienes lo conocieron y admirado como hombre, recuerda la metáfora impresionante de Shakespeare, “un gasto del espíritu desperdiciado por la vergüenza”.

El caso del cineasta Rainero Werner Fassbinder, puede ser el mejor dotado que ha producido Alemania, y aún más asombroso, pues la violencia se alía más allá de la laxitud. Este muchacho de hecho nace en Baviera el 31 de mayo de 1945, después del suicidio de Hitler con todas sus repercusiones. Se beneficia y es víctima de las nuevas libertades defendidas por Connolly, Mailer y Tynan. El cine alemán de los años 1920 domina el mundo. El advenimiento de los nazis provoca una fuga de los principales talentos de los que Hollywood recoge los frutos. Cuando el régimen nazi colapsa, las autoridades americanas de ocupación trasplantan el cine de Hollywood a terreno alemán. En 1962, el Oberhausen Manifesto, una declaración de independencia cinematográfica, firmado por veintiséis guionistas y directores alemanes, pone fin a este episodio. Fassbinder deja la escuela dos años más tarde. A los veintiún años, había hecho dos cortometrajes y creado su cooperativa de producción “El Antiteatro”. El mundo de las artes vivía en la época a la sombra de Brecht y de su primera creación de la Opera de quat’ sous. Fassbinder interpreta el papel de Mackie-le-Surineur. El Antiteatro, igualitario en teoría, se manifiesta en la práctica como estructura tiránica. Fassbinder se comporta como un déspota “como Louis XIV en Versalles”. Se sirve de esta estructura para hacer su primer film de éxito, El Amor más frío que la muerte, montado en veinticuatro horas en abril de 1969.

Fassbinder se convirtió en jefe de filas y símbolo del cine de la era en tiempo récord. Su autoridad y su rapidez de ejecución le permitieron hacer films económicos y de gran calidad. Las críticas fueron rápidamente muy elogiosas. Sin embargo debió esperar a la salida de El miedo devora el alma (1974) para conseguir un nivel apreciable en caja. Pero ya estaba en sus veinte años y un film. A partir de noviembre de 1969, logra nueve metrajes en doce meses. Los 470 planes del Mercado de las cuatro estaciones (1971) los consiguió llevar a cabo en doce días obteniendo un éxito comercial saludado con calor por los críticos. A los treinta y siete años, contaba con 43 films en su activo, realizados a razón de un film cada cien días, a lo largo de treinta años. Nunca cogió vacaciones, su equipo trabajaba sin descanso, incluso los domingos. Este fanático de la autodisciplina tenía como divisa: “Dormiré bastante bien cuando esté muerto”.

Esta prodigiosa producción fue fruto del egoísmo y del abuso de poner la carne de gallina. Su padre era médico. Éste deja la casa cuando Fassbinder tiene seis años, abandona la medicina para hacerse poeta y se gana la vida explotando pequeñas propiedades baratas. Su madre, comediante, interviene a veces en sus films. Después del divorcio, se amanceba con un autor de novelas. Fassbinder vive su infancia y su adolescencia en plena bohemia literaria, en una atmósfera de inseguridad, de amoralidad y de irresponsabilidad. Es muy creativo y escribe novelas y canciones. A los quince años ayuda a su padre a cobrar el alquiler de sus apartamentos. Cuando anuncia a su padre que estaba enamorado del hijo del panadero, reacciona de una manera típicamente alemana: “Si te quieres acostar con los hombres, por lo menos podrías escoger un universitario”.

Fassbinder persigue con una tenacidad infatigable uno de los tres temas de la cultura de los años 1960, la explotación sin inhibición del sexo para el placer. Su demanda insaciable crece al mismo ritmo que su poder sobre el cine y el teatro. La mayor parte de sus relaciones fueron masculinas. Algunas era de casados, con hijos, lo que daba lugar a escenas angustiosas familiares. Sus pulsiones sadomasoquistas y extremas se manifestaron pronto. Se sentía atraído por hombres de la clase obrera a los que hacía sus actores y amantes. Uno de entre ellos, al que llamaba “mi negro bávaro”, era especialista en accidentes de coches de lujo. Otro, un prostituto norteafricano un poco asesino dio algunos sustos a Fassbinder y a su socio, un tercero, un panadero al que hizo actor, se suicidó. Pero Fassbinder se interesa también por las mujeres y vislumbraba “fundar una familia tradicional” de tipo patriarcal. Con las mujeres se comporta como propietario, gusta dominarlas. Al principio de su carrera, necesita recaudadores de dinero de sus films y utiliza empleados del servicio de inmigración para reclutar a “sus anfitriones trabajadores” como les llamaban los alemanes. En 1970, se casa con Ingrid Caven, una actriz que creyó poder convertirse a la heterosexualidad. Pero la ceremonia de la boda se tornó en orgía. La casada encuentra la puerta de su habitación cerrada y alvalet de la habitación en su cama con su marido. Después del divorcio, Fassbinder se esposa enseguida con la productora de uno de sus films, Julien Lorenz, y continúa ostensiblemente su búsqueda en los bares, hoteles y burdeles. Pero luego también, curiosamente, pide a su mujer que le sea fiel. En el curso de una proyección de Berlín Alexanderplatz (1980), descubre que ella había pasado la noche con un electricista, le hace una escena de celos y la trata de puta. Julien rompe su certificado de matrimonio y le deja los trozos a su vista.

Los films y el modo de vida de vida de Fassbinder estuvieron marcados por la violencia, el segundo gran tema de la nueva cultura. En su juventud, Fassbinder parece haber tenido relación con Andreas Baader que participó en la creación de un grupo de terroristas notables en Alemania del Oeste, y con Horst Sohnlein, el incendiario de la banda Baader-Meinhof. Según su amigo, el actor Harry Baer, Fassbinder había estado tentado por el terrorismo, pero estimaba que sería más útil “para la causa” haciendo films “en la clandestinidad”. Cuando Baader y miembros de la banda se suicidan en la prisión de Stammheim, en octubre de 1977, Fassbinder, furibundo, proclama: “Han sido asesinados nuestros amigos”. En el film La Tercera Generación (1979), que sigue estos acontecimientos, da su versión: el terrorismo había sido explotado por las autoridades a fin de restablecer la dictadura en Alemania. Esta declaración desata la cólera. En Hamburgo, un matón noquea al proteccionista del cine y destruye el film. En Francfort, jóvenes lanzan bombas lacrimógenas en un cine que le programa. Fassbinder que se beneficia generalmente de subvenciones del Estado, otro signo de la época, hacía con sus propios fondos testimonios de amor o de odio.

En esta época, bucea en el tercer tema de la nueva cultura, la droga. La tolerancia acerca de las drogas estaba siempre implícita en esta sociedad laxista, y especialmente en los medios hippies. En los años 1960, los intelectuales adquirieron la costumbre de firmar las peticiones en favor de la liberalización de las leyes relativas a la droga. En su juventud, Fassbinder gana dinero pasando la frontera al volante de vehículos robados. No parece haber estado implicado en historias de droga en esa época pero, por supuesto, frecuenta los medios más complicados.

Como Brecht se inventa un uniforme adecuado: pantalones rotos con vuelta, camisa a cuadros, zapatos barnizados con escamas y barba fina de loco. Fumaba un centenar de cigarrillos al día e ingería una gran cantidad de alimentos. En la treintena, comienza a parecerse a una rana hinchada. Proclama entonces que “para protegerse, el único medio eficaz era hacerse horrible… una monstruosa muralla contra toda forma de afecto”. Y el objetivo, ser también enorme. En Estados Unidos, bebía media botella de bourbon Jim Beam al día, a veces más, y cuando decidía irse a dormir se valía de una gran cantidad de somníferos del tipo Mandrax. No parece haberse dado a las drogas duras antes de los treinta y un años, la época en que se proyecta La Ruleta china (1976). Pero prueba un día la cocaína y se convence de su poder creativo y se decide a consumirla regularmente aumentando más y más las dosis. Durante la proyección de Bolswiser (1977), obliga a uno de sus actores a hacer su papel drogado.

La situación no hace más que empeorar. En febrero de 1982, consigue el Oso de Oro del festival de Berlin. Confía en hacer triplete con la Palma de Oro de Cannes y el León de Oro de Venecia. Pero Cannes no le otorga el premio. Destinados 20.000 marcos a comprar cocaína, cede los derechos de distribución de su próximo film para estar seguro de procurarse otro. Tuvo bruscos abscesos de agresividad con las mujeres. Cuando estaba bebido o drogado, enfurecido y sin motivo daba patadas en las tibias de su script. El 31 de mayo, en el curso de una fiesta dada por su aniversario, da un enorme sexo de plástico a Ingrid, su anciana esposa, diciéndole que eso le proporcionaría placer por un momento. Continúa dando entrevistas y trabajando pero su consumo de droga, de alcohol y de somníferos aumenta constantemente. El 10 de junio por la mañana, Juliane Lorenz le encuentra muerto en su cama, con la televisión encendida. Un simulacro de funeral tiene lugar. Pero el círculo estaba vacío pues la policía exige una autopsia para saber si había muerto drogado. La moral de la historia es tan simple y absoluta que es inútil esperar. Para honrar al artista difunto se le moldea una máscara mortuoria, como la de Goethe o Beethoven. En septiembre, en el festival de Venecia, copias piratas de este macabro objeto circulan de mesa en mesa por los cafés de la plaza de San Marco.

Se puede considerar que Tynan y Fassbinder son víctimas de su culto al hedonismo. Otros cayeron en nombre de la legitimidad de la violencia, como James Baldwin (1924-1988), el más sensible y más pujante de los escritores negros americanos del siglo XX. Hubiera podido vivir feliz, haber tenido una vida completa pues sus cualidades y su éxito fueron considerables. Pero el nuevo clima de su tiempo le hizo un hombre profundamente desgraciado, persuadido de que el mensaje de su obra debía ser el odio. Lanzó este mensaje con cólera y entusiasmo y pagó esta extraña paradoja. Los intelectuales que debieran enseñar a los hombres y a las mujeres a fiarse de su razón, les incitan generalmente a entregarse a sus emociones. En lugar de exhortarles a reconciliarse con la humanidad, les empujan al recurso de la fuerza.

El relato de Baldwin relativo a su infancia es poco fiable por razones sobre las que hablaremos más adelante. Pero en cuanto al trabajo de su biografía, Fern María Eckman, y otras fuentes diversas, es posible hacer un resumen bastante preciso.

 Baldwin nace en los años 1920 en el Harlem, y ha conocido en su infancia las privaciones. Era el mayor de ocho hijos y su madre no se casa hasta que él tiene tres años. Su abuelo fue esclavo en Lousiana, su padrastro, un predicador dominical, un “Holly Roller”, que entre la semana rellenaba botellas por un salario miserable. A pesar de la pobreza de la familia, Baldwin fue bien educado. Después a su madre se la veía siempre con un hermano pequeño o una hermana pequeña en sus brazos y un libro. El primero que leyó y releyó es La cabaña del tío Tom que tuvo sobre su obra una influencia sorprendente a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Sus padres reconocieron sus dones y los fomentaron y no fueron sólo ellos quienes lo hicieron. Durante los años 1920 y 1930 el sentimiento de fracaso y de consciencia racial no se hace sentir todavía en las escuelas de Harlem. Si los Negros trabajaban bien, se pensaba que podían tener éxito en la vida y la pobreza nunca era una excusa para no aprender. El nivel escolar era elevado y los chicos seguían o eran castigados. Baldwin creció en esta atmósfera estudiosa. Gertrude Ayer, la excelente directora de la escuela comunal 24, en la época la única directora negra de Nueva York, y su maestra de escuela, Orilla Millar, le empujaron a escribir. Su primera novela apareció en Douglas Pilote, el diario de la escuela secundaria Frederick Douglas Junior, y fue editado más adelante. Tenía sólo trece años. Fue ayudado por dos enseñantes negros excepcionales, Herman Porter, y el poeta Countee Cullen, que le enseñó francés. En la adolescencia escribió dos textos de una gracia extraordinaria y sus progresos fueron notables. Un año después de haber dejado la escuela, escribe un artículo en la gaceta y rinde homenaje al espíritu de camaradería, a la buena voluntad reinante haciendo uno de los mejores establecimientos secundarios del país. No contento de ser un escritor cumplido desde su adolescencia, fue igualmente un predicador sin par, “muy hot”. Fue admirado, esforzado y tratado con consideración por sus mayores. Frecuentó enseguida un célebre pensionado neoyorquino del Bronx, el De Witt Clinton Higini School, de donde salieron, entre otros, Paul Gallico, Paddy Chayedvsky, Jerome Weideman y Richart Avedon. Todavía allí fue protegido por profesores de primer orden que hicieron todo lo posible por que salieran a relucir sus talentos evidentes. Sus obras fueron publicadas en el soberbio magazine de la escuela, The Magpir, igualmente editados enseguida.

Sus últimos artículos en el The Magpie indican que había perdido la fe. Se retira de la Iglesia, se hace portero, mozo de ascensor, trabaja en una cantera de construcción de New Jersey y escribe por la noche, siempre animado por sus mayores blancos y negros. A Richart Wright, el escritor negro más célebre de esta época, se le otorga el premio Eugenésico F. Saltón Memorial Trust que le permite pagarse su viaje a París. Sus obras aparecen en Nation y en el New Leader. Su ascensión no fue sensacional pero sí constante y metódica. Los que le conocieron testimoniaron su asiduidad al trabajo, su seriedad, su devoción por su familia a la que envía todo el dinero que puede economizar. Tenía el aire del ser feliz. En 1948, con la aparición notable de su artículo “El ghetto del Harlem” merece el juicio mensual intelectual del Commentary. Numerosos lectores le enviaron dinero para ayudarle a completar sus obras de novela. Una donación de Marlon Brando le permite terminar su novela sobre la vida religiosa en Harlem, Go Tell it no the Mountain, que fue editada en 1953 y muy aplaudida. Lleva la existencia de un intelectual cosmopolita, vive en Harlem, en ¡Greenwich Village! En París, en la ribera izquierda, evita totalmente a la burguesía negra e ignora el Sur. El problema negro no era su preocupación principal. Leyendo sus primeras y mejores obras, es imposible adivinar que Baldwin fuese negro. Era partidario de la integración en su vida como en su trabajo y sus mejores ensayos publicados en Commentary, una publicación militante de la integración, lo testimonia. Norman Podhoretz, su editor, declara más tarde: “Baldwin era un intelectual negro de la misma manera que nosotros éramos intelectuales judíos”.

Pero a partir de 1955, Baldwin siente la necesidad de un nuevo clima intelectual, de un lado laxista, de otro sembrador de odio. Él era o creía ser heterosexual. Su segunda novela, La Chambre de Giovanni (1956), trata de este asunto. Su editor le evita y se ve obligado a buscar otro, el cual (estaba persuadido) le ofrecía poco dinero. Esta experiencia le llena de rabia contra los editores americanos. Además, se da cuenta de que su cólera es de actualidad. Entendiendo que la suya es legítima y va contra personas e instituciones que antes respetaba, la desvía incluso contra Richard Wright y otros Negros que le habían ayudado. Baldwin se hace portador entonces de juicios colectivos sobre la raza blanca y remodela por completo su historia personal en gran parte inconscientemente. A partir de ese día se comporta como intelectual. Sus escritos autobiográficos se convierten peligrosamente en mentiras a pesar de su apariencia francamente exhibicionista. Descubre que había sido un niño desgraciado. Que su padre le había dicho que era el chico más feo que había visto jamás, tan horrible como el hijo del diablo. Escribe a su padre: “No recuerdo que durante todos estos años ninguna de sus hijos haya sido dichoso al verle entrar en la casa”. Afirma que a la muerte de su padre, oyó a su madre suspirar: “Soy una viuda de cuarenta y un años, madre de ocho muchachos que nunca he querido”. Se persuade de que él había sido tratado salvajemente en la escuela y hace una descripción terrorífica de la escuela superior Frederick Douglas Junior. Cuando vuelve a visitarla en 1963, declara a sus alumnos: “Los blancos están convencidos de que el negro es aquí feliz. Nuestro trabajo consiste en no hacerlo creer ni un segundo más”. Richard Avedon, su contemporáneo, recusa enérgicamente esta afirmación. Baldwin dice de su profesor de inglés que le había ayudado: “Entre nosotros, esto era el odio”. Ataca violentamente los libros que en otro tiempo había adorado, principalmente La cabaña del tío Tom y las aspiraciones integracionistas de la burguesía negra. Investiga sobre el Sud y a finales de los años 1950 se adhiere al movimiento de Defensa de los derechos civiles, dos fenómenos que había ignorado por completo hasta entonces. Pero no se interesa en absoluto por la estrategia de Gandhi y de Martin Luther King. No hace caso de ningún intelectual negro ni de razonamientos como los de Bayard Rustin que trata el problema de la igualdad de manera estrictamente racional. En el clima general generado por Mailer con suElNegro Blanco, Baldwin juega con vehemencia creciente la carta emocional y ataca incluso a Mailer declarando que prefiere frecuentar a un blanco racista que a un liberal, porque al menos él sabía dónde metía los pies.

Pero en verdad, Baldwin pasa la mayor parte de su tiempo con Blancos liberales, tanto en América como en Europa y nada le complace más y más duraderamente que la hospitalidad de Blancos liberales. Fiel a la buena tradición de Rousseau, hace de su placer un favor principesco aceptando sus invitaciones. En su biógrafo Fern Eckman escribe en 1968: “Cuando era presa de los dolores de la creación, Baldwin pasaba de una casa a otra, como un rey medieval viajando en su reino, honrando a los individuos del favor real otorgándoles el privilegio de recibirle y servirle”. Invitaba a sus amigos en hoteles, transformaba sus casa en club abierto a todos. Después se iba con cualquier pretexto (como le dijo a uno de ellos) que “la casa era una verdadera plaza pública”. Uno de los anfitriones declara con más respeto de admiración que de cólera: “Tener a Jimmy en casa, no es recibir a un invitado sino entretener a una caravana”. Además, siembra el odio, pero recoge servilismo. Curiosa e inquietante similitud con Rousseau.

Su odio fue largamente repartido y los Blancos liberales se llevaron la mayor parte. Uno de ellos se lamentaba: “Tan liberado como se piensa es, Jimmy os hace sentir que todavía tenéis un poco de tío Tom”. A principio de los años 1960, Podhoretz, su editor, pide a Baldwin que haga un estudio sobre la nueva violencia negra predicada por Malcom X y sus Blancos musulmanes y le propone publicarla en Commentary. Baldwin hace ese trabajo pero vende el reportaje al New Yorker que le ofrece mucho más dinero. Acompaña a su relato experiencias de jóvenes que aparecieron enseguida en su libro titulado La Próxima Vez el fuego. Durante cuarenta y unas semanas consecutivas, figura en un buen puesto en la lista de los best-sellers americanos y es traducido en el mundo entero. A este respecto, opta por la deriva lógica deElNegro Blanco de Mailer que no hubiera podido existir sin él. Pero esta obra tuvo mucho mayor influencia, tanto en Estados Unidos como en otras partes. Pues esta exposición sobre el racionalismo negro con base racial era la obra de un intelectual negro que utilizaba las convenciones literarias y los discursos de la cultura occidental. Tratado así el asunto respalda un nuevo tipo de racismo asímétrico, pues ningún intelectual blanco había llegado a pretender que todos los blancos odiasen a los Negros, y aún menos habían justificado este odio. Baldwin afirma que ¡todos los Negros odiaban a los Blancos y tenían razón para odiarles! Confiere pues una respetabilidad intelectual a una nueva forma de racismo negro que rápidamente adquirió una extensión que fue adoptada por las comunidades negras del mundo entero.

¿Creía Baldwin realmente en la ineluctabilidad del racismo negro y en el abismo infranqueable que separaba a las dos razas? Es posible dudarlo. El joven James Baldwin habría reprobado severamente este conflicto en contradicción con sus experiencias reales. Y eso ocurre porque el viejo Baldwin se ve obligado a falsificar su historia personal. Los veinte últimos años de su vida reposan sobre una mentira o por lo menos sobre una confusión culpable. Él vivía la mayor parte del tiempo en el extranjero, abandonando sus enfrentamientos. Su trabajo termina siendo consumido por el fuego que le alumbraba a él mismo y deja de ser eficaz. Pero el espíritu de La Próxima Vez el fuego sobrevive y refuerza el mensaje de los Damnificados de la Tierra de Frantz Fanon y su polémica delirante. Baldwin promueve la retórica sartriana que sostenía que la violencia era un derecho legítimo de los que eran víctimas de una iniquidad moral por razón de su raza o de su clase social.

Llegamos ahora a un torneado crucial de la vida del intelectual: su actitud a propósito de la violencia. La mayor parte de los intelectuales seculares, pacifistas o no, cayeron en el ilogismo o en la pura incoherencia. Debieron renunciar tanto en la teoría como en la lógica a la violencia pues ella era la antítesis del método racional para resolver los problemas. Pero en la práctica, de vez en cuando, los intelectuales avalaban “el síndrome de la muerte necesaria” o la aprobaban por simpatía hacia quienes la usaban. Ciertos intelectuales confrontados a la violencia practicada por los que deseaban defenderla, se servían de una transferencia ingeniosa para hacer recaer la responsabilidad moral sobre sus adversarios.

 

Noam Chomsky, el filósofo lingüista, escogía esta técnica. A este respecto él fue más un utopista clásico que un hedonista. Nacido en Filadenfia en diciembre de 1928 rápidamente se convirtió en economista eminente y enseñó en gran número de universidades reputadas, como el Instituto de tecnología de Massachussets, de Colombia, de Princeton, de Harvard, etc. En 1957, el año en que Mailer publica El Negro Blanco Chomsky produce una obra magistral, Structuressyntaxiques. Su trabajo, extremadamente original pasa en aquella época por una construcción decisiva a los viejos debates sobre la adquisición de conocimientos y una respuesta pertinente a la cuestión propuesta por Bertrand Russell: “Cómo los seres humanos, cuyos contactos con el mundo son breves, personales y limitados, son sin embargo capaces de saber tanto”.

Dos explicaciones se oponen. Primera hipótesis: los hombres nacen con ideas y como escribe Platón en El banquete, “hay en el hombre que no sabe, verdaderas opiniones que conciernen a lo que no sabe”. Los contenidos más importantes del espíritu estarían ahí, desde el principio, si bien la estimulación externa o la experiencia sacudiendo los sentidos sean necesarias para aportar ese conocimiento a la consciencia. Para Descartes, este saber es más digno de confianza que el otro, y todos los hombres nacen con un contenido residual de ese saber. Pero sólo el que se refleja rinde cuentas de esta potencialidad. La mayor parte de los filósofos europeos adoptaron más o menos este punto de vista.

Hipótesis opuesta: la de la tradición empírica anglosajona de Locke, Berkeley y Hume, que sostienen que las características empíricas son hereditarias pero el espíritu, en el nacimiento, es una tabla rasa. En este caso, las características mentales se adquieren todas por la experiencia.Estas opiniones son generalmente seguidas en Inglaterra, en los Estados Unidos y en los países de cultura similar.

El estudio de Chomsky sobre la sintaxis, el principio que gobierna los ensamblajes de las palabras o sonidos para formar frases, le lleva a descubrir lo que él llama “la lingüística universal”. Según él, las lenguas habladas en el mundo son mucho menos diferentes de lo que parecen a primera vista y todas pertenecen a una universalidad que determina la estructura jerárquica de las frases. Todas las lenguas que estudia Chomsky y más tarde sus adeptos, se conforman con este esquema. Según Chomsky, estas reglas invariables de sintaxis intuitiva son tan profundamente ancladas en la consciencia humana que no pueden resultar más que de una herencia genética. Nuestra aptitud al usar la lengua sería más innata que adquirida. Puede que la interpretación de este dato lingüístico sea incorrecto. Pero como es la única explicación plausible producida hasta ahora, se ancla firmemente en el espíritu del campo cartesiano “continental”.

Este postulado aumenta una excitación intelectual considerable tanto en los medios académicos como en otras partes. Ello le valió a Chomsky una celebridad comparable a la de Russell por su trabajo sobre los principios matemáticos, o la de Sartre que hizo popular el existencialismo. Este tipo de notoriedad, para los que la han adquirido porque dominan su propia disciplina, induce a la tentación de usar este capital como trampolín cómodo para imponer sus opiniones. Russell y Sartre, como Chomsky, sucumbieron a esta tentación. En el curso de los años 1960, la política americana en Vietnam y la extrema violencia que fue aplicada provocaron una agitación creciente entre los intelectuales del Oeste y especialmente en América.

En una época en que los intelectuales admitían el recurso a la violencia en nombre de la igualdad racial y la erradicación del colonialismo, en la que incluso aceptaban la existencia de grupos terroristas, ¿no era paradójica esta reacción? ¿No encontraron repugnante la violencia cuando ella era practicada por un gobierno democrático que deseaba proteger tres pequeños territorios de la ocupación e instauración de un régimen totalitario? No existe ningún medio lógico de resolver esta paradoja. Los intelectuales insurgentes contra la “violencia institucional” justificaron la violencia individual (y sus variaciones) ¡para combatir la violencia! ¡Estimaron esta motivación como suficiente! Fue ciertamente bastante para Chomsky, puesto que se convirtió en jefe de filas de los intelectuales que atacaban la política de Estados Unidos en Vietnam.

Es cierto que los intelectuales de este tipo, tenidos por maestros en su disciplina, no encontraban incongruente dejarla para ocuparse de los asuntos públicos. Por consiguiente se tiene el derecho de suponer que no tiene más autoridad en este dominio no importa quién. Es uno de sus rasgos característicos. Su saber les confiere, según pretenden, una perspicacia excepcional. Russell, es evidente, cree que sus talentos filosóficos le autorizan a aconsejar valiosamente a la humanidad. En 1971, las conferencias de Chomsky sobre Russell muestran que él también lo cree. Sartre sostiene que el existencialismo es un remedio aplicable a los problemas morales de la guerra fría y una buena respuesta al capitalismo y al socialismo. Y Chomsky encuentra en su trabajo sobre la universalidad lingüística la prueba evidente de la inmoralidad de la política americana en Vietnam. Se pregunta cómo.

Todo depende, arguye, de la teoría del conocimiento por la que opta. Si, en el nacimiento, el espíritu es tabla rasa, los seres humanos son maleables, maleables no importa la forma dando a los sujetos un “camino de comportamiento” controlado por el Estado, la corporación, la tecnocracia o el Comité central. Pero si poseen estructuras innatas del espíritu, tienen necesidades intrínsecas de esquemas culturales y sociales “naturales”. En este caso, los esfuerzos de un Estado no pueden más que fallar y este proceso de fallo que entraña nuestro desarrollo implica una terrible crueldad. La tendencia de Estados Unidos a imponer sus esquemas de desarrollo socio-cultural y político con el pueblo de Indochina es para él un ejemplo patente de la crueldad de este proceso.

Para llegar a estas conclusiones, es preciso una perversidad poco común. Pero es particularmente deprimente cuando se estudia la carrera de los intelectuales. Suponiendo que el razonamiento de Chomsky sobre las estructuras innatas sea válido, para hacer justo de ello un caso general sería necesario aplicarlo a todas las formas de manipulaciones sociales. Pues por un sin número de razones, esas maniobras fueron la ilusión de los tiempos modernos y su azote más grande.

En el siglo XX, ese azote ha matado a millones de inocentes en la Unión Soviética, en la Alemania nazi, en la China comunista como en otras partes. Las democracias occidentales, a despecho de todos sus defectos, no casaron nunca con esta causa. Al contrario, el contrato social fue una creación de los intelectuales milenaristas que creyeron poder rehacer el universo con la sola luz de su razón. Este contrato fue pues patrimonio de la tradición totalitaria. Rousseau fue el pionero, Marx hizo un sistema y Lenin una institución. Los sucesores de Lenin llevaron durante más de sesenta años la más larga experiencia del contrato social de la historia. Su fallo confirmó bastante que la teoría de Chomsky se aplica realmente. En la China de Mao, el contrato social de su “Revolución cultural” se salda con millones de cadáveres y un fracaso. Todos los esquemas de condicionamiento social aplicados por gobiernos totalitarios fueron en su origen obra de intelectuales. El apartheid fue concebido en su forma moderna, hasta el menor detalle, por el departamento de psicología social de la universidad de Stellenbosch. Sistemas similares -la ujaama en Tanzania, el “consciencismo” en Ghana, la negritud en Senegal, el “humanismo” en Zambia, etc. -fueron elaborados en África en las clases de ciencias políticas o de sociología de las universidades locales. La intervención americana en Indochina, evidentemente imprudente y conducida de una manera insensata, pretendía precisamente en su origen salvar a su pueblo de las manipulaciones sociales.

Chomsky descuida sus dones, no presta atención a los movimientos totalitarios destinados a suprimir o modificar las características innatas. Encuentra la democracia liberal y el capitalismo tan reprensible como la tiranía totalitaria, capaces de la misma coerción sobre la bondad personal de los individuos. La guerra de Vietnam fue un caso de opresión capitalista ejercida sobre un pequeño pueblo que intentaba satisfacer sus propias necesidades intuitivas. la aventura estaba pues abocada al fracaso y se saldó con un tratamiento de una indescriptible crueldad.

Los argumentos intelectuales como los de Chomsky jugaron incontestablemente un papel mayor en la interpretación de los móviles de Estados Unidos destinados al principio a dar una oportunidad a la democracia de desenvolverse en Indochina. Cuando los americanos se retiran de Vietnam, fuerzas represivas les reemplazan inmediatamente, como los partisanos de la intervención habían predicho. La barbarie alcanza entonces su plenitud. En Camboya, el retrato de las tropas americanas en 1975 fue seguido de los crímenes más espectaculares del siglo. Fueron cometidos por un grupo de intelectuales marxistas educados en el París de Sartre, a la cabeza de un formidable ejército. Su experiencia de condicionamiento social sobrepasa incluso en crueldad la de Stalin o la de Mao Tsé Tung.

La reacción de Chomsky ante esas atrocidades fue instructiva, compleja, retorcida, tan oscura que la tinta que propagó fluía. Se parecía a la de Marx y Engel cuando las falsificaciones del discurso de Gladstone sobre el presupuesto fueron descubiertas. El detalle lleva mucho tiempo, pero el resumen es extremadamente simple. Los Americanos eran los malos. Y puesto que Chomsky no pudo demostrar que los Estados Unidos directa o indirectamente no eran responsables de las masacres de Camboya, él sostiene que nada prueba que hubieran tenido lugar.

La argumentación de Chomsky y de sus acólitos pasa por cuatros fases: 1- Estas masacres eran una invención de la propaganda occidental.2.- Pudo haber algunas matanzas, pero las torturas en Camboya habían sido explotadas cínicamente por humanistas occidentales para evacuar cuanto antes “el síndrome del Vietnam”. 3.- Las matanzas eran más importantes de lo que se había pensado, pero eran el resultado de brutalidades cometidas por criminales de guerra americanos sobre sus propios paisanos. 4.- Chomsky termina por mencionar que a falta de un hábil cambio de cronología, se había podido “probar” que las peores masacres no habían tenido lugar en 1975 sino “a mitad del año 1978”. Habían sido perpetradas por marxistas pero por “un puñado de universitarios camboyanos tradicionalistas”, por razones de un “racismo ancestral anti vietnamita”. El régimen había “perdido entonces su coloración marxista” y se había convertido en “el vehículo de un populismo ultra chauvinista del nativo pobre”. Hasta tal punto que este régimen había terminado por ganarse la aprobación de la CIA que había exagerado la importancia de las masacres con fines de propaganda y había incluso incitado a cometerlas antes. Si bien a fin de cuentas, los crímenes de Pol Pot eran crímenes cometidos por la América. C.Q.F.D.

Alrededor de los años 1985, la atención de Chomsky gira de prestársela a Vietnam, a Nicaragua. Pero estaba demasiado lejos como para estar tentadoa discutir todavía sobre ello con seriedad. Conocía la triste suerte de Sartre y de Russell.

He aquí pues otro intelectual que, tras haber parecido dominar a los demás, camina penosamente sobre la ruta devastada del extremismo, un poco como el viejo Tolstoi que, furioso e incoherente, deja Iasnaia Poliana. Parece producirse en la vida de numerosos intelectuales milenaristas un siniestro cataclismo, una suerte de menopausia cerebral que podría llamarse la derrota de la razón.

 He aquí llegados al fin de nuestro estudio. Hace justo doscientos años, los intelectuales seculares comenzaron a reemplazar la vieja inteligencia clerical en su papel de guía y de mentor de la humanidad. Nosotros hemos examinado el caso de un cierto número de individuos escogidos entre los que desearon guiarla. Hemos estudiado su moralidad y sus calificaciones para esta tarea, su actitud respecto a la verdad, la manera en que se propusieron buscarla, verificar la exactitud de sus pruebas, y la conclusión de que ellos se sintieron atraídos por la humanidad en general y por los seres humanos en particular.  Hemos visto cómo trataban a sus amigos, a sus colegas, a sus servidores y sobre todo a su propia familia, hemos constatado que en sus consejos no hubiese peligro.

 ¿Qué conclusiones podemos sacar? Los lectores lo juzgarán por sí mismos. Pero me parece haber detectado ahora en el público una cierta desconfianza hacia los intelectuales que pretenden estar en posesión de la verdad. Las gentes ordinarias tienen ahora la ocasión de refutar el derecho de los escritores y de los filósofos, sea cual sea su eminencia, y decirles cómo deben comportarse y gestionar sus negocios. Esta creencia  parece propagarse. Los intelectuales no son tenidos por mentores avisados ni por ejemplos más válidos que las gentes doctas o los curas de otro tiempo. Comparto este escepticismo. En materia de política o de moral, una docena de personas escogidas al azar en la calle son capaces de emitir advertencias tan razonables como los de la intelligentsia. Incluso voy más lejos. Una de las grandes lecciones de nuestro siglo trágico en el que tantos millones de vidas inocentes fueron sacrificadas en nombre de sistemas que pretenden mejorar la suerte de la humanidad, es que hay que desconfiar de los intelectuales. Sería preciso no sólo tenerles lejos del poder, sino también mostrarles una desconfianza creciente cuando tratan de imponer su opinión colectiva. Desconfiar de los comités, de las conferencias y de las ligas de los intelectuales. No confiar nunca en sus declaraciones salidas de criterios básicos. Hacer poco caso de sus veredictos sobre los dirigentes políticos o sobre los acontecimientos importantes. Pues los intelectuales, lejos de ser gentes individualistas e inconformistas, siguen ciertos esquemas regulares de comportamiento. En grupo, se muestran a menudo ultra conformistas  hacia quienes aprueban sus búsquedas y sus valores. Estos son quienes les hacen peligrosos en masa, pues son capaces de crear corrientes de opinión para imponer ortodoxias que a menudo generan acciones irracionales y destructivas. Pero, por encima de todo, debemos recordar que los intelectuales obligan generalmente, pero los seres humanos son más importantes que los conceptos. La tiranía de las ideas desprovistas de corazón es el peor de los despotismos.   

 

 

 

 

 

 

 



[1] Responsable de lo que se publicaba en el reino, Malesherbes tenía autoridad sobre la censura.