LA GRAN MENTIRA
DE LOS INTELECTUALES
Paul Johnson
(Traducción Jaime Richart)
A mi hijo Paul Johnson
PREFACIO
Desde hace doscientos años, la influencia de
los intelectuales no ha cesado de crecer. El auge del intelectual laico es un
rasgo del mundo moderno y, en la Historia, un fenómeno nuevo. En sus
incardinaciones precedentes, a los intelectuales -curas, escribas o profetas-
se les atribuía el papel de guías de la sociedad. Pero las innovaciones morales
e ideológicas de estos guardianes de culturas históricas, primitivas o
evolucionadas, estaban limitadas por una autoridad exterior y la herencia de la
tradición. Ellos no eran, no podían ser, espíritus libres o aventureros del
pensamiento.
Con el declinar del poder clerical, el siglo
XVIII ve emerger un nuevo tipo de mentor. El intelectual laico podía ser
deista, escéptico o ateo. Pero al igual que todo pontífice o cura, se apresura
a explicar al género humano cómo manejar sus asuntos. Proclama para comenzar,
su devoción particular por los intereses de la humanidad y su deber evangélico
de favorecerlos gracias a sus enseñanzas. No sintiéndose ligado a ninguna religión
revelada, aplica a esta tarea una dedicación más radical que sus predecesores.
La sabiduría colectiva del pasado, la herencia de la religión, las
prescripciones de la experiencia ancestral eran hechos para ser observados de
manera selectiva o rechazados en bloque: era el sentido común de cada cual lo
que debía decidir. Por primera vez en la historia humana, con una confianza y
una audacia crecientes, los hombres se pretendieron capaces de diagnosticar los
males de la sociedad, curarlos con la ayuda de su propia inteligencia y, más
aún, mejorar el comportamiento de los seres humanos. Contrariamente a sus
predecesores, ellos ya no eran servidores ni intérpretes de los dioses, sino
sus sustitutos. Sus héroes fueron Prometeo, que roba el fuego celeste y se lo
entrega a los hombres y a la tierra.
Los nuevos intelectuales laicos -es uno de sus
rasgos más destacados- investigaban con
delectación sobre la religión y sus protagonistas después les sometían a una
minuciosa crítica: ¿eran las religiones reveladas benéficas o nocivas para la
humanidad? Estos papas, estos pastores, ¿en qué medida vivían según sus
preceptos de pureza, de verdad, de caridad y de bondad? Y los veredictos
cayeron, severos, sobre las Iglesias y el clero.
En el presente, después de dos siglos de
decadencia de la religión en el curso de los cuales el papel de los
intelectuales no ha cesado de crecer, hasta modelar nuestras actitudes y
nuestras instituciones, es tiempo de investigar sobre su conducta, a la vez
pública y privada. Me refiero sobre todo al crédito moral y al discernimiento
que conviene suponer a los intelectuales que pretendieron enseñar a los hombres
cómo comportarse. ¿Cómo fue su vida personal? ¿Eran honestos en su vida sexual
y en sus asuntos de dinero? ¿Se condujeron lealmente en su familia, con sus
amigos, con sus colaboradores? ¿Hablaban, escribían la verdad? ¿Habían
resistido sus propios sistemas en alguna medida la prueba del tiempo y de la
práctica?
1.
JEAN-JACQUES
ROUSSEAU, UN LOCO INTERESANTE
Este
estudio comienza por Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), el primero de los
intelectuales modernos, su arquetipo y, bien mirado, el más influyente de
todos. Hombres de más edad, como Voltaire, habían iniciado el trabajo de
demolición de muchos altares y entronizado la razón. Pero Rousseau fue el
primero en combinar todos los caracteres sobresalientes de los prometeos
modernos: la reivindicación del derecho a rechazar el orden existente; la fe
en su propia competencia para reestructurarlo en virtud de los principios de
su fe; la creencia en que esta tarea podía llevarse a cabo mediante un proceso
político. Y, lo que no es desdeñable, el reconocimiento del papel inmenso
jugado por el instinto, la intuición, el impulso del comportamiento humano.
Creía consagrar hacia la humanidad un amor excepcional, ser detentador de un
saber único que podía contribuir a su felicidad. Y, en su época como más tarde, un número
importante de personas fue compartiendo su opinión.
A la
corta o a la larga, su influencia fue inmensa. Después de su muerte, incluso
para la generación siguiente adquirió el estatuto
de mito. Murió diez años antes de la
Revolución de 1789, pero numerosos contemporáneos le tienen por su
responsable, así como de la caída del “Ancien Régime” en Europa.
Louis XVI y Napoleón participaron de este parecer. Edmund Burke, evocando a
las élites revolucionarias dice: “Una gran querella distingue a sus líderes que
se disputan la mayor semejanza con Rousseau… Para ellos él es el
modelo de perfección.” Para
Robespierre, “Rousseau fue el único que, por su alma elevada y la grandeza
de su carácter, se mostró digno del papel de educador del género humano”.
Durante la Revolución, la Convención votó el
traslado de sus cenizas al Panteón y, después de la ceremonia, su presidente
declaró:
“Es a Rousseau a quien debemos el asesinato
vivificante que ha transformado nuestras maneras, nuestras costumbres, nuestras
leyes, nuestros sentimientos y nuestros hábitos.”
Por
tanto, Rousseau vuelve a poner en cuestión ciertos postulados esenciales del
hombre civilizado. Su influencia, de una amplitud extraordinaria, se
manifiesta de diversas formas. Todas nuestras ideas modernas sobre la educación
fueron afectadas en diversos grados por la doctrina de Rousseau, principalmente
por su tratado Emilio (1762).
El fue
quien popularizó —y, de algún modo, inventado— el culto a la naturaleza, el
gusto por el aire libre, la búsqueda de la lozanía, de la espontaneidad y del
natural. Ha criticado la ciudad, y ha señalado y desmontado los artificios de
la civilización. El es el padre del baño frío, del
ejercicio sistemático, del deporte que forma el carácter y del ¡week-end en la
casa de campo!
Por otra
parte, con su rescate de la naturaleza, Rousseau enseñó también la
desconfianza hacia el progreso y hacia las mejoras graduales aportadas por la
marcha lenta de la cultura materialista. En este sentido, deja el siglo de las
Luces al que pertenecía para ir en pos de una solución más
radical. Subraya que, para mejorar la sociedad, la razón, por ella misma, se
revela insuficiente. Lo que no quiere decir que el espíritu humano sea incapaz
de realizar los cambios necesarios, pues dispone de fuentes y recursos
escondidos, inexplotados: los de la intuición poética, que es preciso utilizar
para hacer frente a las leyes esterilizantes de la razón.
En este
estado de ánimo es cuando Rousseau escribe sus Confesiones, acabadas en
1770, pero publicadas después de su muerte. Este libro marca a la vez los
inicios del movimiento romántico y los de la literatura introspectiva moderna.
Incluye el descubrimiento del individuo, la gran obra del Renacimiento, y la
pequeña revolución de la exhumación del yo íntimo para exhibirlo en el
exterior, públicamente. Por primera vez, los lectores pueden leer en el interior
de un corazón. Pero —otro tratamiento típico de la literatura moderna— la visión fue
decepcionante. El corazón exhibido de ese modo estaba corrompido, aparecía
como puro exteriormente pero estaba adulterado en su interior.
El
cuarto concepto popularizado por Rousseau viene a ser de alguna manera el más
extendido. Afirma que, cuando una sociedad evoluciona y pasa de su estado de
naturaleza primitiva a la complejidad urbana, el hombre se corrompe: su
egoísmo original, el que él llama el amor de sí, se transforma en un instinto
mucho más pernicioso, el amor-propio, que combina la vanidad y la
complacencia de sí. Cada hombre se evalúa entonces en función de lo que los
otros piensan de él y busca impresionarles por su dinero, su fuerza, su
espíritu y su superioridad moral. Su egoísmo natural se hace competitivo,
atesorizador. Y así se encuentra doblemente alienado, no sólo por los otros,
percibidos como rivales y no tanto como hermanos, sino también por sí mismo.
Esta alienación induce en el hombre una enfermedad psicológica
que se manifiesta por una trágica divergencia entre la apariencia y la
verdadera realidad. Esta enfermedad de la competitividad, tal como la concibe
Rousseau, destruye el sentido colectivo, excitando sus rasgos más nocivos,
principalmente su deseo de explotar a los otros. Lo que conduce a Rousseau a
sospechar de la propiedad privada como la fuente del crimen social. En los
albores de la Revolución industrial, su quinta innovación fue
pues desarrollar los rudimentos de una crítica del capitalismo en el prefacio
de su obra Narciso y de su Discurso sobre la ilegalidad donde acusa a la
propiedad, y a la rivalidad para acceder a ella, de ser las causas originales
de la alienación. Marx y muchos otros extrajeron abundantes ideas de Rousseau
acerca de la influencia de la cultura. Para Rousseau, “natural” significa “original” o
precultural, y toda cultura es intrínsecamente peligrosa, puesto que es en la
asociación del hombre con los otros cuando sus tendencias al mal se agrandan.
Dice en Emilio: “El soplo del hombre es fatal
para sus congéneres”. La
cultura en la que vive el individuo, esa construcción artificial, por sí
misma en evolución, dicta el comportamiento humano. Pero se la puede transformar
radicalmente rectificando el orden social.
Estas
ideas son de tal alcance, que podrían constituir casi una enciclopedia del
pensamiento moderno por sí solas. Es verdad que no todas eran de él. El
abanico de sus lecturas era vasto:
Descartes,
Rabeleais, Pascal, Leibniz, Bayle, Fontenelle, Corneille, Petrarca, Le Tasse. Apreciaba
particularmente a Locke y a Montaigne. Germain de Stael opinaba que él “no había inventado
nada” pero que poseía “las
facultades más sublimes
jamás dispensadas a un hombre”. Y añadía: “Tiene
todo inflamado”. El estilo de Rousseau, simple, directo, poderoso, apasionado,
comportaba conceptos tan vivos que hombres y mujeres, bajo el efecto del choque,
los recibían como revelaciones.
¿Quién era
este moralista de semejante fuerza intelectual?
¿Cómo
había llegado a ese nivel?
Rousseau era
suizo. Nacido en Ginebra en 1712, fue educado en la fe
calvinista. Su padre, Isaac, era relojero pero su comercio poco floreciente
se resentía de su humor pendenciero que le llevaba a menudo a la violencia y a
las riñas. Su madre, Suzanne Bernard, procedía de
una familia acomodada. Murió de fiebre puerperal poco tiempo después del
nacimiento de Rousseau. Ninguno de sus parientes había salido del pequeño círculo
de familias que constituían la oligarquía gobernante de Ginebra, formada por
el Consejo de los Doscientos y por el Consejo Interior de los Treinta y cinco.
Pero todos gozaban del derecho de voto a parte entera, de privilegios legales,
y Rousseau fue siempre muy consciente de la superioridad de su condición. Lo
que le hacía conservador por naturaleza, por interés (y no
por convicción intelectual), y le hizo abandonarse de por vida a un cierto
desprecio por el pueblo bajo excluido del voto. La familia disfrutaba también
de una cierta fortuna.
Rousseau
no tuvo hermanas, sino un hermano, de siete años mayor que él.
Jean-Jacques, que se parecía mucho a su madre, se
convirtió en el favorito de su padre viudo. El trato que le daba Isaac oscilaba
entre el afecto sensiblero y una violencia terrible. Hasta tal punto que el
pequeño favorito se quejará más tarde en Emilio del modo
deplorable de haberle educado: “La
ambición, la avaricia, la tiranía, la falta de previsión de los padres, su
negligencia, su dura insensibilidad son cien veces más funestos para los
niños que la ciega ternura de las madres.”
Pero fue
su hermano quien terminó siendo la víctima del
salvajismo paterno. En 1718, a petición de su
padre, fue enviado a una casa correccional en razón de su “incorregible
perversidad”. Pero se fuga en 1723 y no se le volvió a ver más. Rousseau fue
pues, de hecho, un niño solitario, compartiendo esta particularidad con
numerosos intelectuales modernos. Antes mimado, salió de la infancia con fuertes
sentimientos de frustración y desbordante compasión hacia sí mismo.
La
muerte le priva rápidamente de su padre y de su nodriza.
Como
detesta el grabado y el negocio en el que fue colocado como aprendiz, decide
fugarse en 1728 a la edad de quince años y se convierte al catolicismo para
obtener la protección de Louise Eléonore de La
Tour du Pil, baronesa de Warens, que vivía en Annecy.
Los detalles concernientes a los inicios de su carrera, que Rousseau relata
en las Confesiones, son poco fiables. Pero sus cartas y las numerosas
fuentes que existen sobre el asunto han permitido verificar los hechos
esenciales.
Mme. de
Warens disponía de una pensión real y parece
haber sido una suerte de agente doble, a sueldo del gobierno francés y de la
Iglesia católica romana. Durante cerca de catorce años
(desde 1728 á 1742), Rousseau vivió con ella, a sus expensas. La mayor parte de
este tiempo, con intervalos de errabunda soledad, fue su amante. Hasta bien
entrada la treintena, Rousseau llevó pues una vida fracasada, siempre bajo la
dependencia de mujeres. Trató de ejercer al menos quince oficios: grabador,
lacayo, cajero, copista de música, escribano, secretario particular…
En 1743, se le ofrece el puesto envidiable de secretario del conde de Montaigu,
embajador de Francia en Viena. Se mantendrá once meses, terminará por
dimitir, y después huirá para
evitar ser apresado por el Senado veneciano. Montaigu declaró (y su versión,
estando bajo reserva, es más digna de crédito que la de Rousseau) que su
secretario estaba condenado a la pobreza, en razón de su “carácter execrable”, de su
“incalificable insolencia” resultado de su “locura” y de
la “alta opinión” que él tenía de sí
mismo.
Después
de algunos años, Rousseau creyó haber
nacido para escribir. Manejaba las palabras con mucha habilidad y se
mostraba particularmente eficaz cuando defendía su causa en sus cartas, sin
demasiado respeto por la verdad. Hubiera sido un brillante abogado. Montaigu,
militar de formación, llegó a experimentar una violenta aversión por Rousseau.
Le exasperaba la costumbre de su secretario de bostezar ostensiblemente cuando
le dictaba un texto, y cuando incluso a veces escapaba a la ventana mientras
el embajador se esforzaba por encontrar una palabra.
En 1745,
Rousseau se encuentra con una lavandera, Thérèse Levasseur, una muchacha diez
años menor que él. Ella consiente en ser su compañera habitual y aporta a su
vida a la deriva un poco de estabilidad. Por esta época entabla también amistad
con Diderot, figura eminente del siglo de las Luces y futuro redactor jefe de
la Enciclopedia. Diderot, hijo de artesano como Rousseau, era entonces el
prototipo de escritor autodidacta. Este hombre bueno y generoso se servía de
su talento con constancia. Rousseau le debe mucho. Gracias
a él, conoce a Melchior, barón de Grimm, diplomático alemán y
crítico literario, muy bien introducido en la sociedad. Y Grimm le introdujo
en el célebre radical del barón d’Holbach que pasaba entonces
por “maestro de la filosofía”.
La
influencia de los intelectuales franceses comenzaba a hacerse sentir, y no
cesa de afirmarse durante la segunda mitad del siglo. Pero en los años 1740 y
1750, el estatuto de los que criticaban a la sociedad era sin embargo muy precario.
Cuando el Estado se sentía amenazado, todavía era capaz de abalanzarse sobre
ellos con fiereza. Rousseau se queja más adelante con vehemencia de las
persecuciones a que fue sometido. En realidad, las sufría mucho menos que la
mayor parte de sus contemporáneos. Voltaire recibió en público
una tanda de golpes, propinada por los criados de un aristócrata al que había
ofendido, y fue encarcelado cerca de un año en la Bastilla. Los que vendían
libros prohibidos corrían el riesgo de ser condenados a diez años de galeras.
Diderot fue arrestado en julio de 1749 y condenado al aislamiento en la
fortaleza de Vincennes donde pasó tres meses por haber publicado un libro
defendiendo el ateísmo. Rousseau le hizo una visita y es en el camino de Vincennes
cuando lee en el periódico un anuncio de la Academia de las Letras de Dijon,
invitando a concurrir a un ensayo sobre el tema siguiente: ¿”El progreso
de las ciencias y de las artes ha contribuido a corromper o a depurar las
costumbres?
Este
episodio que se sitúa en 1750 marca un giro decisivo en la vida de Rousseau.
Embargado por una inspiración fulgurante, él sabía
lo que tenía que hacer. Los otros candidatos no dejarían de abogar por la
causa de las artes y las ciencias. El les opondría la superioridad de la naturaleza.
De pronto —cuenta en sus Confesiones— se apoderó de él un
entusiasmo delirante por la “verdad, la libertad y la virtud”. Se prometió in pectore:“¡La
virtud, la verdad! Yo lo gritaré cada vez más,
verdad, virtud”, y añade:
“Vi la solapa de la chaqueta mojada por mis lágrimas,
sin haber advertido que las derramaba”. Puede que el torrente de lágrimas sea
auténtico: le llegaban fácilmente. Lo que es cierto, es que Rousseau escribió
ese ensayo que llegó ser la esencia de su credo. Su paradoja le proporciona el
premio y le hace célebre
prácticamente de un día para otro. He aquí pues a un
hombre de treinta y nueve años, considerado hasta ahora como un fracasado, un
agrio ávido de publicidad y de celebridad, obteniendo finalmente una distinción.
El ensayo es flojo, casi ilegible hoy día. Si se considera en retroceso tal
acontecimiento literario, parece inexplicable que un trabajo tan pobre haya podido
desencadenar una celebridad tan inmediata. Hasta tal punto que Jules Lemaitre,
el célebre crítico,
calificará este momento de apoteosis de Rousseau
“de una de las más flagrantes pruebas de la estupidez
humana”.
El Discurso
sobre las artes y las ciencias, del que se tiraron cerca de trescientos
ejemplares, no hizo la fortuna de Rousseau. Se vendió poco, pero fue ampliamente
difundido y esta publicación le abrió la puerta de numerosos salones
elegantes frecuentados por intelectuales de moda. Rousseau tuvo que atender a
sus necesidades copiando música, como tuvo que hacer otras veces. Pero a
partir de 1750, vivió esencialmente de la hospitalidad de aristócratas. Estas
estancias terminaban a menudo con violentas peleas con los que le habían
acogido generosamente. Para ocupar su tiempo, se hizo escritor profesional.
Tenía
imaginación fértil,
escribía bien y con facilidad. Pero durante su vida y mucho tiempo después de
su muerte, la acogida de sus libros fue variable. Comenzado en 1752, su Contrato
social, tenido por la esencia misma
de su pensamiento político llegado en su madurez, no fue publicado sino diez
años más tarde. Apenas leído en
vida, no fue reeditado más que una vez, en 1791. El inventario de quinientas
bibliotecas contemporáneas demuestra que sólo una posee un ejemplar. Una
erudita, Joan Mcdonald, no reseña más que doce
referencias a esta obra sobre 114 panfletos políticos
publicados desde 1789 á 1791. Y concluye que es
preciso “establecer una distinción entre el culto a Rousseau y la influencia de
su pensamiento político”.
El culto
que suscita su ensayo se reforzó con la aparición de dos libros. El primero, La
Nueva Eloísa, está
inspirado en “Clarissa”, una
novela de Richardson. El relato de la seducción, del arrepentimiento y del
castigo de la joven heroína están redactados con una habilidad extraordinaria
para excitar la libido de sus lectores (sobre todo la de las mujeres de la
clase media, que representaban una vida floreciente), desafiando su sentido
moral. Es verdad que el estilo, excesivamente crudo para la época, está sabiamente
redimido por un mensaje final que no puede ser más impecable. El arzobispo de
París acusa a esta obra “de
destilar el veneno de la lujuria simulando proscribirla”. Esto no hizo más
que promover la venta de la obra, que era lo que pretendía el astuto prefacio
de Rousseau. Se dice en él que la joven que leyera una sola página de su libro
era un alma perdida, “las jóvenes puras no leen novelas de amor”. Lo que no
impidió que ni las jóvenes castas, ni las madres de familia respetables se
disculparan alegando la moralidad irreprochable del epílogo. Breve, concebido
a ese fin, el libro se convirtió en un “best-seller” a
despecho de numerosas ediciones clandestinas.
El culto
a Rousseau se intensifica en 1762 con la publicación de Emilio, donde
pone al día las ideas de los Antiguos sobre la relación del hombre con la
naturaleza que configurarán al Romanticismo. En este libro, de una construcción
tan brillante como el primero, Rousseau se esfuerza en tranquilizar a un
máximo de lectores. Pero este despliegue de inteligencia lo que hace más bien
es traicionar su causa.
Profeta
de la verdad y de la virtud, concede no obstante en esta obra que la razón
tiene sus límites. Y para ocupar el lugar de la religión en el corazón de los
hombres, inserta en Emilio un capítulo
titulado “Profesión de Fe
del vicario saboyano”, en el que acusa a los intelectuales del siglo de las
Luces, sean ateos o deistas, de ser arrogantes y dogmáticos hasta “en su
pretencioso escepticismo”. Inconscientes del mal que hacen a las gentes
honestas al arruinar su credo, quieren así para sus sufrimientos el consuelo
de la religión,
“la única fuerza capaz de contener
las pasiones del rico y del poderoso”. Para restablecer el equilibrio,
Rousseau opone a este discurso tan eficaz una crítica a la Iglesia y a su culto
por los milagros que alienta la superstición. Precaución de
una gran imprudencia, pues para evitar el plagio de su obra, Rousseau pone
buen cuidado en firmarla. Para el clero, Rousseau es doblemente renegado. Convertido
al catolicismo, vuelve al calvinismo para recobrar su ciudadanía ginebrina. El
Parlamento de París, dominado por los jansenistas, se siente ofendido por
los sentimientos hostiles expresados en Emilio en su
encuentro con el catolicismo. Hace quemar el libro delante del Palacio de
Justicia y expide un mandamiento de arresto contra Rousseau. Advertido a
tiempo por amigos bien situados, escapa oportunamente y vive algunos años como
fugitivo, pues los calvinistas persiguen a su vez incluso fuera de territorio
católico, viéndose
obligado a huir de una ciudad a otra. En Inglaterra (donde pasa quince meses
de 1766 á 1767) como en Francia, donde vive a partir de 1767, tuvo siempre
poderosos protectores. Los diez últimos años de
su vida, el Estado deja de interesarse por él y no tiene más enemigos que los
intelectuales, principalmente Voltaire.
Para
responder a sus ataques, Rousseau escribe sus Confesiones que acaba en
París donde termina por establecerse en 1770. No corre el riesgo de hacerlas
publicar. No obstante, fueron suficientemente difundidas por los lectores que
consiguió en los salones de moda. Poco tiempo antes de su muerte en 1778, su
renombre estuvo a punto de brillar con un nuevo fulgor, pero los revolucionarios
lo eclipsaron.
Rousseau
conoció en vida un éxito considerable. En nuestros días, se diría, con toda
imparcialidad, que no pudo quejarse. Es uno de los autores más quejumbrosos
de la historia de la literatura. De creerle, su vida no habría sido más que una
sucesión de miserias y persecuciones. Reitera esta lamentación tan a menudo,
en términos tan punzantes, que es obligado escucharle. Es
formal en un punto: durante treinta años ha
sufrido de mala salud y de insomnios crónicos, “luchando
cada día entre el sufrimiento y la muerte”. La naturaleza le habría dotado de
una constitución resistente al dolor, de suerte que era incapaz de agotar sus
fuerzas “el dolor siempre se hace sentir con la misma intensidad”. Es verdad
que su pene le dio constantes problemas. En una carta escrita en 1755 a su
amigo Dr. Tronchin, hace alusión a la “malformación del órgano” desde
su nacimiento. Lester Crocker, su biógrafo, después de un diagnóstico
detenido, lo confirma: “Estoy convencido de que Jean-Jacques viene al mundo
víctima de una hipospadia, una deformidad del pene en la que la uretra se
abre sobre su cara ventral”. A edad adulta, esta malformación provoca una
retención y necesita el empleo doloroso de un catéter. Lo que no hizo más
agravar sus problemas psíquicos y físicos. Experimentaba a menudo una
apremiante necesidad de orinar, lo que le añadía un malestar en sociedad.
Cuenta que un día, constreñido a
esperar el fin de una conversación espiritual en un círculo de mujeres, no
podía más… y terminó
lanzándose a una caja de escalera
iluminada donde otras damas le estaban esperando, luego a un patio repleto de
atelajes que estuvieron a punto de aplastarle, rodeado de sirvientes curiosos
y de lacayos guasones alineados a lo largo de las paredes, sin encontrar el más pequeño escondrijo
útil a su propósito,
“no pudiendo, en una palabra, orinar más que con
gran espectáculo y sobre alguna noble pierna de medias blancas”.
Por lo
tanto, hay indicios que hacen pensar que la salud de Rousseau no fuese tan mala
como él pretendía. Sus
insomnios parecen en parte imaginarios, y diversas personas afirman haberle
oído a menudo roncar. David Hume, que le acompañó en Inglaterra, escribió: “Es uno
de los hombres más robustos que he conocido. Por la noche pasaba diez horas
sobre el puente con un tiempo espantoso, mientras los marineros estaban casi
muertos de frío. Y a él no le ocasionaba ningún daño.”
Este
cuidado constante por su salud, este compadecerse de sí mismo, justificados o
no, ocuparon toda su vida. Desde su juventud, adquirió la costumbre de contar
“su historia” para atraer la simpatía, sobre todo la de las damas de la aristocracia.
Se decía
“el más
infortunado de los mortales”, estaba convencido de que “pocos hombres habían
vertido tantas lágrimas”. La “fatalidad
de su destino” interesaba a su andadura hasta el punto de que “nadie osaría
describirlo ni nadie podría creerlo”. Muchos
le creyeron antes de conocer de antemano su carácter. E incluso después de
haber abierto los ojos, la simpatía a veces persistía todavía. Mme. d’Epinay,
una de sus protectoras a la que él trataba de una manera abominable, declara
sin embargo: “Estoy conmovida por su manera sencilla y original de contar sus
infortunios”. Se descubrirá pues sin sorpresa que a este fin psicológico,
cuando no era todavía
más que un joven, escribió al Gobernador de Saboya
para solicitar una pensión, arguyendo que una enfermedad atroz le había
desfigurado hasta el punto de que no tardaría en morir.
Esta compasión hacia
sí mismo encubre un feroz egoísmo y la convicción de su superioridad sobre los
demás. A sus ojos, sus sufrimientos y sus cualidades son únicas en el mundo,
desde la noche de los tiempos: “Estaba hecho para ser el mejor de los amigos
que hubiera jamás, pero quien tiene que contestar está todavía por venir”. “Dejaré
esta vida con aprensión si conociese a un hombre mejor que yo… con el
corazón
más amante, más
tierno, más sensible…”. Además,
escribe: “Mi consuelo se basa en la estima que yo he tenido de mí”. “La
posteridad me rendirá homenaje porque me es debido. Y si existe un sólo
gobierno lúcido en Europa, me erigirá una estatua.” No sorprende lo que Burke
deduce: “La vanidad era su vicio, en un grado poco menor que la locura.”
Rousseau,
por vanidad, se creía incapaz de la menor bajeza de sentimientos: “Me siento
demasiado superior para odiar.” “No he conocido jamás pasiones odiosas. Los
celos, la ruindad, la venganza no entran nunca en mi corazón… La cólera,
en ocasiones, pero no soy nunca hipócrita y no guardo jamás rencor” De
hecho, era un perfecto rencoroso y no tenía inconveniente en recurrir a la
perfidia para vengarse.
Rousseau
fue el primer intelectual en proclamarse el amigo del género humano. Pero su
amor hacia la humanidad en general apenas le impedía manifestar una fuerte
inclinación a la agresividad con los otros seres humanos en particular. Una
de sus víctimas, su viejo amigo de Ginebra, el Dr.Tronchin, se sorprende:
“¿Cómo
puede ser que el amigo del género humano no sea el amigo de los hombres, o tan
poco…?” A lo
que Rousseau responde que defiende su derecho a dirigir reproches a los que
lo merecen:
“Soy el
amigo del género humano y los hombres están en todas partes. El amigo de la
humanidad puede también encontrar por todas partes a hombres malvados. Y no
tengo que ir muy lejos”. El egocentrismo de Rousseau le incitó a confundir la
hostilidad tal como él la entiende con la hostilidad en contra de la verdad
y de la virtud. Por consiguiente, ningún castigo es demasiado severo para sus
enemigos. Su misma existencia justificaba una pena eterna: “No soy feroz por
naturaleza, aseguraba a Mme. d’Epinay, pero cuando no veo justicia en este
mundo para monstruos, prefiero pensar que el infierno les espera.”
Si
Rousseau era vanidoso, egocéntrico, pendenciero, ¿cómo
explicar que tantos personajes importantes hubieran hecho amistad con él?
Esta cuestión nos conduce al corazón de su personalidad y de su significación histórica.
Rousseau, un poco por azar, un poco por instinto, un poco por oportunismo,
fue el primer intelectual que explotó la culpabilidad de los privilegios. E,
innovador, emplea a este efecto una técnica original: la grosería sistemática.
Rousseau
fue el prototipo del “joven colérico”, un
personaje típico de los tiempos modernos. No es que fuese asocial por
naturaleza. Desde tierna edad, soñaba con brillar en sociedad y con obtener
los favores de las mujeres del mundo. “Las costureras, las mujeres de alcoba,
las meretrices no me tientan”, reconocía.
Pero, es evidente que este provinciano inveterado se conducía la mayor
parte del tiempo como un patán. En el curso de los años 1740, sus primeras
tentativas para introducirse en el mundo jugando a su juego habían fracasado lastimosamente
y sus maniobras por ganarse el corazón de una mujer casada se habían saldado
con un fiasco y una humillación.
Es
entonces cuando el triunfo que le ha reportado su ensayo le hace entrever las
ventajas sustanciales que podría proporcionarle jugar la carta de la Naturaleza.
E invierte su estrategia. En lugar de disimular su fracaso en el saber vivir,
lo exagera y hace de ello una virtud. Y su estrategia se muestra eficaz. Desde
hacía tiempo, los privilegios del Antiguo Régimen venían resultando
incómodos y se avenían mal con la situación. Los
aristócratas mejor nacidos mimaban a los escritores como si fueran talismanes
contra el diablo. C.P.Duclos, un crítico de la sociedad de la época, ironiza
sobre el tema: “Los Grandes, incluso los que no aman verdaderamente a los
intelectuales, aparentan amarles porque está de moda.” La
mayor parte de los autores protegidos por la nobleza hacen todo lo posible
por imitarles. Para llevar la contraria, Rousseau se comporta de manera
mucho más interesante y se convierte en un convidado brillante, muy codiciado
en los salones como la Bruta inteligencia de la naturaleza, el Oso, como a
ellos gustaba llamarle. Refuerza resueltamente su anticonformismo y antepone
los ímpetus del corazón a las buenas maneras: “Mis sentimientos son tales que
sería inconveniente disfrazarlos, lo que me dispensa de ser educado”, sostenía.
Reconocía de buen grado que era grosero, desagradable, mal educado, por
principio: “Las ideas que tengo en la cabeza me dispensan de tener buenas maneras.”
Esta
actitud insolente convenía a su propósito,
infinitamente más sencillo que el estilo
relamido de la mayor parte de sus contemporáneos. Convenía
también a la libertad con la que hablaba del sexo. (La Nueva Eloísa es una
de las primeras novelas en la que se hace mención a accesorios como el corsé
femenino) Para magnificar su ostensible rechazo de los convencionalismos
sociales, Rousseau adopta una sencillez estudiada y un modo de vestir descuidado
que gana a todos los jóvenes románticos.
Escribiría más tarde: “Empecé mi
reforma por la combinación; dejé los adornos y las medias blancas, tomé una peluca
redonda, me deshice de la espada y vendí mi reloj”. Fue
el primero en aparecer con “un modo de vestir abandonado: una gran barba y
peluca bastante mal peinada”. Pero, más adelante, empleó una variedad de
indumentarias para llamar la atención. En Neuchatel, se hizo pintar por Allan
Ramsay vestido de una suerte de “cafetán” que
luciría incluso en el templo. Los habitantes de la localidad terminaron por
habituarse a sus excentricidades. En el curso de su viaje a Inglaterra, llevó
esta
ropa “armenia” al
Drury Lane Theatre. En su ardor por responder a los aplausos de la muchedumbre,
se inclinó tanto en su palco que Mme.Garrick tuvo que sujetarle por sus sayas
para evitar que cayera al vacío.
Conscientemente
o no, Rousseau, un hombre ávido de publicidad, hizo volver la tosquedad. Sus
excentricidades, su grosería, sus extremismos, e incluso sus peleas suscitaron
el más vivo interés. Pero
sus nobles protectores, sus lectores, sus fieles adeptos pensaban sin duda que
sus extravagancias formaban parte de su encanto. Todo esto es muy significativo.
Se verá, en numerosos intelectuales por su modo de afrontar sus relaciones
públicas y por las caprichosas ropas que hicieron fortuna. Rousseau abrió el camino. ¿Quién podría reprochárselo?
Las gentes se resisten en general a las nuevas ideas, pero los personajes que
las abanderan les fascinan. Sus extravagancias hechas para causar asombro
incitan al público a leer sus obras.
Para
asegurar su publicidad y granjearse favores, Rousseau, al fin psicólogo, hizo
de un defecto abyecto, como es la ingratitud, una virtud positiva. No veía en
ello ningún mal. Sin embargo, este campeón de la espontaneidad, era en
realidad un gran calculador. Después de haber dicho de sí mismo que era “el
mejor de los hombres”.
Rousseau afirma: “No hay interior humano, por
puro que pueda ser, que no encubra algún odioso
vicio”. Los otros, por consiguiente, eran
obligatoriamente más calculadores que él y por
motivos más viles, y buscaban ante todo aprovecharse de él a la menor
ocasión. Importaba, pues, ser también más malicioso que ellos.
El
principio de sus relaciones con los demás era pues extremadamente sencillo:
ellos daban, él recibía. Para apuntalar su argumentación audaz, invocaba sus
cualidades excepcionales. A fin de cuentas, el que le ayudaba ¡ante todo se
estaba haciendo un servicio a sí mismo! El esquema de esta estrategia se hace
patente en su respuesta a una carta de la Academia de Dijon. Esta le informa
que su trabajo había ganado el premio: Mi ensayo —respondió él— ha
tomado la vía impopular de la verdad, y, por vuestra generosidad rindiendo
honor a mi valentía, Uds. se han honrado aún más. Sí, Señores,
esta corona de laureles otorgada para mi gloria se añade a la vuestra.” Este método,
que empleaba cuando su celebridad le proporcionaba ofertas de acogida,
configuró su segunda naturaleza. Estas bondades ¿no suenan a su condición de
gran enfermo? “Tengo derecho a las deferencias que la humanidad debe a la
debilidad y a al humor de un hombre que sufre.” “Soy pobre… y merezco
un trato especial.” Ello explica de inmediato cuánto le costaba aceptar ayuda.
No lo hacía sino en cierto modo bajo coacción. Y, cuando después de penosas
discusiones terminaba por aceptar una proposición reiterada sin cesar, era
para tener paz más que por interés. Lo que le daba derecho a dictar sus
condiciones para aceptar; digamos, un pequeño castillo, donde no se le
impusiera ninguna obligación social, pues, él lo recordaba siempre, su lema
para la felicidad era “no tener que hacer jamás lo que no deseo hacer”.
Fiel a este
principio, escribía a uno de sus anfitriones:
“Insisto
sobre el hecho de que deberíais dejarme completamente libre” y “si me causáis el
menor disgusto, no me veréis más”. Sus
cartas de agradecimiento —si se las puede calificar así— son muy desagradables.
En una de ellas, declara: “Os agradezco la visita que me habéis persuadido
que os hiciera, y mis agradecimientos serían más vivos, si no me los hubierais
hecho pagar tan caros.”
Un biógrafo
de Rousseau reseña que él tendía siempre
pequeñas trampas. Exageraba sus dificultades y su pobreza. Cuando alguien se
ofrecía a ayudarle, fingía sorpresa, hasta la indignación: “Vuestra
proposición me hiela el corazón. ¡Cómo os
equivocan vuestras intenciones! ¡Intentáis
hacer de un amigo un criado!” Pero tenía buen cuidado en añadir: “No me
opongo a escuchar lo que pretendéis proponerme, a condición de que
comprendáis que no estoy en venta.” El potencial anfitrión, desconcertado,
estaba así abocado a renovar su ofrecimiento con las condiciones impuestas por
Rousseau. Llegó a convencer a todo su mundo de que las banalidades, las
fórmulas de cortesía no formaban parte de su vocabulario. Rousseau escribía así al
duque de Montmorency Louxembourg que le había prestado un castillo: “No os lo
alabo ni os lo agradezco. Pero vivo en vuestra casa. Cada uno a su propio
lenguaje, es decir al mío.” La
treta resultaba de maravilla. Fue la duquesa quien se excusa: “No es a vos a
quien corresponde agradecer, sino al mariscal y a mí, que somos vuestros
deudores.”
Pero el espíritu fríamente calculador de
Rousseau comportaba también un elemento de paranoia. Demasiado complicado
y demasiado exigente para llevar agradablemente una vida de parásito,
disputa constantemente con todo el mundo y preferentemente con los que le
testimoniaban su amistad. Es imposible leer las penosas y repetitivas
historias de estas peleas sin llegar a la conclusión de que Rousseau era un
enfermo mental. La enfermedad cohabitaba con su originalidad de espíritu y
su raro ingenio, pero su combinación era tan peligrosa para él como para los
demás. La seguridad absoluta de tener siempre razón es sin duda uno de los
primeros síntomas de su enfermedad. Si Rousseau no hubiera tenido ningún
talento, hubiera podido curarse o, en el peor de los casos, quedar reducido
a su drama personal. Pero su soberbio don de escritor le permitía ser aceptado,
acceder a la celebridad e incluso a la popularidad. Para él, esto era la
prueba de que, en efecto, él siempre tenía razón. Lejos de ser un parecer
subjetivo, su opinión era compartida por el mundo entero, excepto, a buen
seguro, por sus enemigos.
Sus enemigos eran siempre, o antiguos
amigos o antiguos benefactores. Pero según el análisis de Rousseau (después
de la ruptura), bajo la capa de la amistad, ellos no buscaban de hecho más que
explotarle o destruirle. La idea de que una amistad pudiera ser desinteresada
ni siquiera la atisbaba, hasta tal punto la noción le era ajena. Si el mejor
de los hombres no sentía este impulso, los otros, a fortiori, con mayor razón
no podrían experimentarla. El analizaba con cuidado los actos de todos sus
“amigos”, y al menor fallo, se abalanzaba sobre ellos. Se peleó con Diderot a
quien le debía casi todo. Con Grimm. Su ruptura con Mme.Epinay, su más ardiente
benefactora, fue particularmente brutal y dolorosa. Se enemistó con Voltaire,
lo que no debió ser muy difícil; con David Hume, quien, tomándole en serio, le
trató como mártir, le llevó a Inglaterra donde fue acogido como héroe, e hizo
todo lo que pudo para que el viaje fuese un éxito y Rousseau dichoso. Se
enfadó con el Dr. Tronchin, su amigo de Ginebra. Rousseau acompañaba la mayor parte de sus
grandes querellas de gigantescas listas de reproches. Estos documentos se
encuentran entre sus obras más brillantes: son obras maestras de elocuencia,
alimentadas por pruebas falsificadas o prefabricadas completamente, de
errores de interpretación, de cronologías adulteradas con un soberbio candor.
Todo para convencer a su destinatario de que él era un monstruo. Escribía a
Hume, el 10 de julio de 1766, una epístola de dieciocho páginas. Según el biógrafo
de Hume, esta carta, “de una lógica característica relevante de la demencia”,
constituye “un documento fascinante y extremadamente brillante sobre la
manifestación de un desorden mental.”
Poco a poco, a Rousseau se le metió en
la cabeza que la animosidad testimoniada por personas que pretendían amarle
no podía explicarse por reacciones aisladas. Un negro complot se tramaba
contra él desde hacía tiempo. Trataban de arruinar su reputación, de
envilecer su obra. Buscó la causa original de esta confabulación de la que se
creía víctima, y concluyó que se remontaba a los tiempos en que era lacayo
de la condesa de Vercellis. ¡Tenía entonces dieciséis años! Desde aquella
época, él era juguete de “intereses secretos” que le inspiraban “un desdén
comprensible hacia el orden aparente del que era responsable”.
En Francia, comparado con otros
escritores, las autoridades le trataron bastante bien. No se le intentó
arrestar más que en una ocasión, y Malesherbes, entonces director de la
Librarie[1],
le ayudó a editar sus libros. Ello no impide que Rousseau se sienta blanco de
un complot internacional del que Hume era el cerebro, ayudado por decenas de
auxiliares. Hasta tal punto que, durante su estancia en Inglaterra, escribió
al Gran Canciller, Lord Camden, para explicarle que, estando en peligro su
vida, exigía una escolta armada para abandonar el país. El canciller que, sin
duda no era su primera carta de loco no hizo nada. Rousseau llegó a Dover en
un estado próximo a la histeria. Al embarcar, se lanzó a bordo del barco y
corrió a encerrarse en su cabina. Después se subió en un poste para arengar a
la gente e informarle de que Thèrése Levasseur, su antigua amante, formaba
parte de la conjura y trataba de retenerle a la fuerza en Inglaterra.
De vuelta al continente, anunció a la
entrada de su puerta la lista de los conjurados: los curas, los intelectuales
de la corte, el pueblo humilde, las mujeres, ¡la Suiza! El duque de Choiseul,
entonces ministro de Asuntos Exteriores, era, a su parecer, el coordinador
de la organización a escala internacional y pasaba, por otra parte, la mayor
parte de su tiempo en organizar la vasta red de agentes que tenían la misión de
deshonrar su reputación para llevarle a la miseria. Acontecimientos tales como
la anexión de Córcega, para la que había redactado un proyecto de
constitución, se mezclaban astutamente con la leyenda. Detalle interesante,
es el requerimiento de Choiseul a Rousseau para que redactase una constitución
similar para la nación polaca. En 1770, Choiseul fue destituido. Y a Rousseau
le trastornó la idea de haber dado otro paso en falso…
Si ignoraba absolutamente la naturaleza
de la ofensa que se le quería inferir a cualquier precio, no tenía ninguna
duda en cuanto a la existencia del complot “inmenso, inconcebible”, tramado
contra él. Entorno a él se elevaba un “edificio de tinieblas impenetrables”.
Se intentaba “enterrarle en vida”… Incluso si decide viajar, se
organizarían para hacerle vigilar allá donde fuese. Se advertirá a los pasajeros,
al conductor de la diligencia, a los posaderos: “Llegaré a ser la vergüenza
de la especie humana, cada paso, cada mirada lacerará mi corazón.” Sus últimas
obras, Diálogos (Rousseau juez de Jean-Jacques) (comenzado en 1772) y Los
sueños del paseante solitario (1776), reflejan este delirio de persecución.
Cuando termina los Diálogos, tuvo la convicción de que “se” buscarán para
destruirlos. El 24 de febrero de 1776, se dirige a Notre-Dame a fin de proteger
su manuscrito en el santuario, posándolo sobre el altar mayor. ¡Siniestro
presagio! Hizo seis copias, y por superstición, las puso en diversas manos.
Un ejemplar le cayó en suerte a una amiga del Dr.Johnson, Miss Brooke Boothby,
una sabionda de Lichfield, que lo hizo publicar por primera vez en 1780.
Pero, entre tanto, Rousseau había entrado en su tumba, convencido para
siempre de que millares de agentes le pisaban los talones…
Los
tormentos sufridos por su espíritu en esta forma de demencia son tan
terribles que es imposible no sentir por un momento piedad hacia Rousseau.
Pero no se puede absolver al autor a causa de la influencia sin igual que ejerció.
El mismo se proclamó y fue considerado como el amigo de la humanidad, el
campeón de la verdad y de la virtud.
Ahora
bien, ciertos detalles reveladores en sus Confesiones publicadas
después de su muerte permiten conocerle mejor. Rousseau afirma haber pretendido
mostrar a sus semejantes a “un hombre en toda la verdad de la naturaleza”. En
esta empresa jamás intentada anteriormente, todo, asegura él, es de una
autenticidad absoluta. En el curso del invierno de 1770-1771, se abarrotaban
los salones para asistir a sus lecturas. ¡Estas podían
durar de quince a diecisiete horas, con pausas para las comidas! Estas lecturas
consistían en ataques tan virulentos contra sus enemigos que una de sus
víctimas, Mme. d’Epinay,
recurrió a las autoridades para ponerlas fin. Rousseau
consintió en atemperar su agresividad, pero concluyó su última
lectura con estas palabras: “He dicho la verdad. Si alguien sabe cosas contrarias
a lo que acabo de exponer, aunque fuesen mil veces probadas, es quien sólo sabe de
mentiras e imposturas (…) Cualquiera
(…) que puede observar con sus propios ojos mi natural, mi carácter,
mis inclinaciones, mis placeres, mis costumbres, y me crea un hombre indigno
sería él
entonces quien mereciese ser despreciado…” Esta profesión de fe
fue seguida, como no podía ser de otro modo, de un silencio impresionante.
Para
apuntalar sus palabras, Rousseau se valía de su excelente memoria. El fue el
primer hombre en desvelar los secretos de su vida sexual. Pero lejos de
pregonarlos por fanfarronada masculina, los confesaba con vergüenza y
reticencia. ¡Sus lectores no dudarían de su sinceridad! Pues, como él
observaba con exactitud, al atraer al lector hacia el “laberinto oscuro y
enfangado” de sus experiencias sexuales: “No es criminal lo que más cuesta
decir, sino lo que es ridículo y vergonzoso”. Pero sus pudores ¿eran sinceros?
En Turín, todavía joven, vagaba por las calles oscuras exhibiendo su trasero a
las damas: “El placer loco que experimento exponiéndoselo a sus ojos es
indescriptible.” Rousseau, exhibicionista desde todos los puntos de vista,
hace alarde de sus bajezas con complacencia. Describiendo su masoquismo,
cuenta que gustaba ser azotado, con las nalgas al descubierto, por la hermana
del pastor, la severa Mlle.Lambercier. Más tarde incita a la joven Goton a
jugar a ser la maestra de escuela para azotarle también.: “Estar sobre las
rodillas de una maestra dominante, obedecer sus órdenes, obtener el perdón
solicitado eran para mí dulces deleites”, reconocía sin ambages. Cuenta su
descubrimiento de la masturbación y la defiende, pues preserva a los jóvenes
de enfermedades venéreas. “Este vicio que el pudor y la timidez hacen tan
agradable tiene, además, un gran atractivo para algunos: es disponer, por así
decir, a su capricho, de todo el sexo, y de poner al servicio de sus placeres
la belleza que les tienta sin tener necesidad de obtener su aprobación.” Hace
el relato de la tentativa de seducción que sufrió de un pederasta en el hospicio
de Turín y reconoce haber compartido los favores de Mme. de Warens con su jardinero.
Habla de su disgusto de no haber podido hacer el amor con una muchacha al
descubrir que tenía “un pecho tuerto”. Enfadada, le despidió aconsejándole
que “dejase a las mujeres en paz y estudiase matemáticas”. Confiaba en que al
final de su vida la masturbación le resultase más agradable que el
seguimiento de una vida amorosa activa. Sea intencionado o inconsciente, da
la impresión de haber seguido un comportamiento sexual esencialmente
infantil. Nunca dejó de llamar a Mme. de Warens “Maman”, aunque en realidad
fuese su amante.
Con
estas confesiones que consolidaban sin duda su confianza en la verdad,
Rousseau se envalentonaba, y desvela otros episodios vergonzosos de su vida:
sus hurtos, sus mentiras, sus vilezas, sus traiciones. No sin astucia, pues,
aun abrumadoras, las acusaciones contra sus enemigos no parecen muy
convincentes. Escandalizado, Diderot le transluce: “Se describe a sí mismo
con tintes odiosos para dar a sus acusaciones crueles e injustas una apariencia
de verdad.” Además, todas sus confesiones son siempre seguidas de hábiles
justificaciones. Así que el lector, desconcertado por esta franqueza
engañosa, termina por encontrar simpático a Rousseau. Ahora bien, las
verdades de Rousseau son a menudo verdades a medias. Y esta probidad
selectiva es precisamente el aspecto más deshonesto de sus Confesiones
y de sus cartas. Los hechos reconocidos con tanta franqueza son a menudo inexactos,
distorsionados, inexistentes, a veces incluso contradictorios. La versión de
la agresión homosexual referida en el Emilio no es conforme a la de
las Confesiones. Su memoria fenomenal es un mito. La fecha de la
muerte de su padre es inexacta: murió, según él, a los sesenta. Se le enterró
en realidad a la edad de setenta y cinco años. Casi todos los detalles relativos
a su estancia en el hospicio de Turín son falsos. Se trata por tanto de uno de
los episodios más críticos de su infancia. A pesar de la fuerza que encierra
la lectura de sus Confesiones, no son fiables en nada, a menos que otro
indicio externo proporcione la prueba. Según J.H.Huizinga, el comentador moderno
más exhaustivo de Rousseau, sus constantes protestas de honestidad hacen aún
más desagradables las distorsiones y falsificaciones de sus Confesiones.
“Cuanto más atención pongo al leerlas, más las releo, más profundo es el vacío
que hay en su obra, más trazos de ignominia aparecen.”
La
deshonestidad de Rousseau era muy peligrosa. Y era a este título por el que
sus elucubraciones eran temidas por sus antiguos enemigos, hasta tal punto
estaban compuestas con brío y servidas por un talento diabólico. El Padre Crocker,
su biógrafo, lo reconoce imparcialmente: “Todos los relatos de sus querellas
(como las del episodio veneciano) son de una persuasión, de una elocuencia, de
una franqueza aparente irresistibles. Después los hechos se imponen, como un
golpe…”
Después
de haber hecho balance sobre la devoción de Rousseau hacia la verdad, veamos
la que tenía hacia la virtud y lo que conviene pensar de las suyas.
Rousseau
se decía nacido para amar y predicaba la doctrina del amor con más celo que
muchos eclesiásticos. Veamos pues cómo manifiesta este amor a su prójimo.
La
muerte de su madre le privó desde su nacimiento de una vida de familia normal.
No habiéndola conocido, no podía tener sentimientos hacia ella. Sin embargo
no manifiesta nunca afecto, ni el menor interés, hacia otros miembros de su
familia. Su padre no significaba nada para él. Su muerte representó para él,
a lo sumo, la ocasión de heredar. No se preocupó de su hermano, del que no
tenía noticias desde hacía años, más que para tratar de conseguir la prueba
jurídica de su muerte y apropiarse de la parte de su herencia. Para Rousseau,
familia era igual a dinero. Pero aclara hábilmente en sus Confesiones
que se trata en esto de una de sus “pretendidas contradicciones: la de aliar
una avaricia casi sórdida con el mayor desprecio por el dinero”. Su vida no
lo testimonia apenas. Cuando recibe la carta que satisface sus derechos
hereditarios, comenta que a costa de un supremo esfuerzo de voluntad no la
abrió hasta el día siguiente, y se obligó a sí mismo a sacar del sobre el pagaré
con una lentitud deliberada:
“Yo
sentía muchos placeres a la vez, pero puedo jurar que el más vivo fue el de
haberme sabido vencer”. He aquí su amor por la familia. Veamos ahora cómo
trata a Mme. de Warens, la mujer que, de alguna manera, hizo las veces de su
madre adoptiva.
¡De
manera abyecta! Ella le sacó hasta cuatro veces de la miseria. Pero cuando
Rousseau estaba acomodado, y ella en la indigencia, él no hizo prácticamente
nada por ella. Es cierto que le concede “alguna pequeña parte” de su bolsa en
1740, cuando hereda la fortuna familiar, pero confiesa: “Mucho menos de lo que
debiera, mucho menos de lo que hubiera podido hacer, si no estuviese
completamente seguro de que ella no sería capaz de sacar provecho a la tierra”.
Esta alusión a los “paletos”, aprovechándose de la bondad de Mme. de Warens:
¡otra pésima excusa! Más adelante, cuando ella le pide ayuda, él no responde
a sus cartas. Tiene que gastar sus dos últimos años de pensión y muere en 1761,
quizá de malnutrición. El conde de Charmette, que conoce a ambos muy bien, se
lo reprocha vivamente a Rousseau. Hubiera podido, —considera aquél— asignar
para ella, al menos “la parte que él había costado a su generosa
benefactora”. A lo largo de sus Confesiones, Rousseau no deja de hacer
protestas de inocencia, de exclamar con una desfachatez consumada que Mme.
de Warens fue para él la “mejor de las mujeres y de las madres”. Es verdad, él
lo ha dejado escrito. Pero únicamente para ahorrarse el relato de sus propios
infortunios, que serán añadidos cruelmente a los suyos. A su muerte, escribe,
de la misma suerte: “¡Id, alma dulce y bienhechora (…) preparad a
vuestro discípulo el lugar que espera ocupar un día junto a vos. Dichosa en
vuestros infortunios, que el cielo los acabe, habéis ahorrado el cruel
espectáculo de los suyos!” Aún allí, Rousseau recupera la muerte de Mme. de
Warens en su provecho personal, el del egocentrismo en estado puro.
¿Fue
Rousseau culpable de amar a una mujer, a despecho de su egoísmo? “El primero y
único amor” de su vida, asegura, fue Sophie, condesa d’Houdetot, la cuñada de
Mme. d’Epinay, su bienhechora. Es posible. Pero ello no impide que pida tomar
la “precaución” de redactar sus cartas de amor cuidando de que su publicación
sea tan comprometedora para ella como para él. De Thèrése Levasseur, la joven
lavandera de veintitrés años que hizo su amante en 1745, y que vivirá treinta y
tres años a sus expensas, hasta su muerte, dice: “No he sentido jamás la menor
chispa de amor hacia ella. Las necesidades de los sentidos, que he satisfecho
con ella, han sido únicamente las del sexo, sin otra cosa limpia del
individuo.” No se recata: “Yo declaré anticipadamente que no la abandonaría
ni la esposaría nunca”. Al final de sus días, un cuarto de siglo más tarde,
termina casándose con ella en presencia de algunos amigos y aprovecha la
ocasión para pronunciar un discurso inflamado de orgullo. Predice que la
posteridad le erigirá estatuas. “Haber sido amigo de Jean-Jacques Rousseau no
será un honor desdeñable”.
A
Thérèse, su compañía un tanto ordinaria, su sirvienta iletrada, en el fondo
la desprecia, y en cierto modo desprecia su propio conformar. Sospecha de su
“suegra” de codicia y del hermano de Thérèse de haberle robado “sus cuarenta
y dos camisas de buen percal” (Pero nada prueba que la familia de la joven
compañera fuese tan horrible como él pretende). Thérèse no sabe leer, ni
escribir, ni contar; era incapaz de descifrar la hora, e ignoraba incluso el
orden de los días de la semana y de los meses del año. No le acompañaba nunca
cuando salía y, si invitaba a amigos a comer, ella no se sentaba jamás a la
mesa. Llevaba los platos, y se burlaba de ella delante de los otros. Para
“divertir” a la duquesa de Montmorency, hizo una lista de las meteduras de
pata y equivocaciones de Thérèse. A sus amigos terminó por molestarles su
comportamiento hiriente hacia ella.
Respecto
a Thérèse, no todos sus contemporáneos son de la misma opinión. Algunos la
encontraban maliciosa y complaciente. Por el contrario, innumerables
hagiógrafos de Rousseau la describen con colores más sombríos para justificar
el comportamiento de su ídolo. Pero ella tenía también ardientes defensores.
No
obstante, es preciso hacer justicia a Rousseau: tampoco él le regateó las
alabanzas. “Esta niña sencilla y sin coquetería”, “tierna y honesta”, tenía
para él el “corazón de un ángel” y, además, era “una magnífica consejera”. La
creía tímida, fácil de subyugar. Pero demasiado ocupado en observarla, es poco
probable que la tuviese verdaderamente reprimida. El retrato de Thérèse más
fiable es quizá el que traza James Boswell que hizo visitas a Rousseau por
cinco veces en 1764. Más tarde, escolta a Thérèse a Inglaterra. Encuentra a la
“pequeña Francesa encantadora y plena de vida”, pero ella no se deja sonsacar
dos cartas de Rousseau. Todo esto testimonia el afecto y la intimidad de la
relación entre ellos. Ella declara a Boswell: “Yo vivo con Monsieur Rousseau
desde la edad de veintitrés años y no cambiaría mi lugar por el de la reina de
Francia”. No obstante, cuando Boswell la acompaña a Londres, la seduce sin la
menor dificultad. El relato de esta aventura, considerada confidencial por su
director literario, fue censurada en su diario con esta nota: “Pasaje
reprensible”.” Pero se deja pasar una nota de Boswell, redactada por Douvres:
“Ayer mañana, en su cama, muy pronto, al desembarcar. Trece veces en total”. Lo que persiste del
relato basta para demostrar que Thérèse era más astuta y sociable de lo que parecía. Aunque consagrada a Rousseau parece haber
terminado aprendiendo a utilizarle como él la utilizaba a ella.
Es hacia los animales hacia quien
manifiesta más ternura. Dio a su perro Sultán (y a Turco, su predecesor) todo
el amor que no podía sentir por los seres humanos. Sultán fue con él cuando
estuvo en Londres y Rousseau tuvo que renunciar a la velada de gala
organizada en su honor porque su perro gruñía.
Rousseau cuidaba de Thérèse e incluso
la amaba, pues ella hacía por él lo que los animales no hubieran podido hacer;
por ejemplo, colocarle la sonda para descargar su retención. No toleraba que
un tercero viniese a inmiscuirse en sus relaciones con ella, y aún menos que
los niños usurpasen sus derechos sobre ella. Lo que le llevó a cometer su
mayor crimen.
La reputación de Rousseau se debe en
gran medida a sus teorías sobre la educación de los niños. Este es el tema
que subyace en el Discurso, en Emilio, en el Contrato social e
incluso en La Nueva Eloísa. Ahora bien, Rousseau, en la vida cotidiana,
no se interesaba por los niños para nada. Y nada prueba que haya observado a
los niños para verificar sus teorías. Sostiene que a nadie le gustaba más
jugar con los niños que a él. La única anécdota que testimonia este gusto es
poco convincente. En su Diario (31 de mayo de 1824), el pintor Delacroix anota
que uno de sus amigos había visto a Rousseau en el jardín de las Tullerías:
“Un niño lanzó su balón sobre la pierna del filósofo, y éste explotó de rabia,
persiguió al niño y le amenazó con su bastón.”
Con su carácter, es poco probable que
Rousseau hubiera podido ser nunca un buen padre. Pero lo que hizo con sus
propios hijos es de una indignación que subleva el corazón.
El primer hijo de Thérèse, no se sabe
de que sexo, nació en el curso del invierno de 1746-1747. No tuvo nombre.
Rousseau cuenta: “El mayor escrúpulo que tuve que vencer fue el de Thérèse a
quien me las vi y me las deseé para convencerla de que ése era el único medio
de salvar su honor.” Thérèse “obedece llorando”. El puso una cifra en una tarjeta que introdujo
en los pañales del niño y mandó a la comadrona depositar este envoltorio en
el Hospicio. Los otros cuatro bebés que tuvo de Thérèse siguieron la misma
suerte (“número que fue olvidado”) después del primer abandono. Ninguno de
los bebés recibió nombre. Ninguno debió sobrevivir mucho tiempo. La historia
de esta institución aparece en 1746 en el Mercure de France. Está claro que
estaba inundada de niños abandonados, más de 3.000 por año. Rousseau revela
incluso que en 1758 había 5.082. Alrededor de 1772 la media sube a 8.000. Dos
tercios de los críos sucumbían el primer año, el 14% restante sobrevivía hasta
la edad de siete años, sólo el 5% alcanzaba la madurez. Y de éstos la mayor
parte acababa de vagabundo y mendigando. Rousseau no anota la fecha de
nacimiento de sus cinco hijos, ni encuentra ventaja alguna en saber lo que fue
de ellos, salvo en 1761, cuando creyó que Thérèse iba a morir. Intenta encontrar
el rastro de su primer hijo, a través de la tarjeta deslizada en los pañales
en el momento de su abandono, pero renuncia inmediatamente. Rousseau no pudo
mantener su conducta en absoluto secreto. En diversas ocasiones, principalmente
en 1751 y en 1761, se sintió obligado a justificarse en sus cartas. En 1764,
Voltaire, exasperado por los ataques de Rousseau contra su ateísmo, publica
un panfleto anónimo titulado El Sentimiento de los ciudadanos, obra de un
sesudo pastor ginebrino. Acusa claramente a Rousseau de haber “abandonado a
sus hijos en las calles”, de estar “desgastado por el libertinaje” y “podrido
de viruelas”. Rousseau lo negó todo y la mayor parte de la gente creyó en su
palabra. Pero este incidente, escribe él, le afectó mucho. Hasta el punto de
que llegó a ser el factor determinante que le empujó a explicarse en sus Confesiones,
destinadas sobre todo a refutar o a justificar hechos ya públicos. En esta
obra, evoca en dos ocasiones estos abandonos sucesivos de recién nacidos, y
vuelve sobre el tema en los Ensueños y en distintas cartas. Pero estos esfuerzos
con miras a justificar una conducta inmutable durante veinticinco años de su
vida no hacen sino agravar todavía más su causa, pues añaden hipocresía a la
crueldad y al egoísmo.
Se defiende acusando al círculo de
intelectuales que había frecuentado en su época, de haberle introducido esta
idea del orfelinato en su cabeza inocente. Es verdad, admite, que los niños
son un verdadero “inconveniente”: “A duras penas gano cada día mi pan con
dolor; ¿cómo podría alimentar además a una familia?… Y teniendo el
oficio de autor, ¿me dejarían los trajines domésticos y el cuidado de los
niños la tranquilidad de espíritu que necesito en mi desván para hacer de él
un trabajo lucrativo?”. Él cree que hubiera sido el más tierno de los padres,
pero quería evitar exponer a sus hijos a la influencia de la madre de Thérèse:
“Tiemblo de abandonarlos a esta familia
mal educada.” Que pudiera acusársele de crueldad no deja de asombrarle: “Mi
amor por lo grande, lo bello, lo justo, este horror hacia el mal de todo
género, esta imposibilidad de odiar, de dañar e incluso de desearlo, esta
ternura, esta viva y dulce emoción que siento respecto a todo lo virtuoso,
generoso, amable: todo eso ¿puede avenirse en la misma alma con la depravación
que pisotea sin escrúpulos al más dulce de los deberes? No, lo siento, lo digo
abiertamente, eso no es posible. Nunca en un solo momento de su vida
Jean-Jacques pudo ser un hombre sin sentimientos, sin entrañas, un padre
desnaturalizado.”
Después de haber aclamado sus propias
virtudes de paso, para defender su posición sobre bases más consistentes,
Rousseau nos lleva, aparentemente sin tocarlo, al corazón de su problema
personal y de su filosofía política. Estos reiterados abandonos de sus hijos
merecen un atento examen. En primer lugar porque se trata de testimonios
flagrantes del carácter inhumano de Rousseau. Luego, porque tienen que ver
con su concepción del papel del Estado.
Rousseau se considera como niño abandonado.
No madura realmente nunca y fue toda su vida un niño dependiente; al principio
de Mme. de Warens en su papel de madre adoptiva, y después, de Thérèse, en el
de nodriza. Esta tendencia infantil se transluce en sus Confesiones y
más aún en sus cartas. La mayor parte de quienes frecuentaron a Rousseau pensaban
que estaban tratando a un niño. Suponiéndole inofensivo y frágil, creían que
había que tratarle con cuidado. Rousseau debió sentir confusamente que siendo
él mismo un niño no sería capaz de educar a los suyos. Era, pues, preciso que alguien ocupase su
lugar. Y este fue un orfelinato del Estado: “Esta solución me pareció tan
buena, tan sensible, tan legítima…” “Hubiera querido, querría haber
sido educado y alimentado como ellos lo han sido” “He creído realizar un acto
de ciudadano y de padre; y me considero como un miembro de la república de
Platón.”
Rousseau escribe que sus reflexiones
sobre su conducta respecto a sus hijos le habían conducido a su teoría sobre
la educación, y le habían incitado a publicar el mismo año Emilio y El
Contrato social. Adelanta algunas excusas maliciosas para justificar
su comportamiento. Por el hecho de abandonar a sus hijos, no creía conducirse
como un padre desnaturalizado. Y no vislumbrando esta idea, su confianza en
su sistema se confirmaba con el uso y, poco a poco, se transformaba en íntima
convicción: la educación era la llave del progreso social y de la evolución
de la moral. Incumbía pues al Estado formar el espíritu de los niños e
incluso el de los ciudadanos adultos.
Consecuencia lógica de esta moral
infame: Rousseau, padre indigno, tendrá por retoño ideológico el futuro
Estado totalitario.
Las ideas políticas de Rousseau se
prestan siempre a confusión. Innumerables universitarios han sentido la
tentación de resolver este “problema”, pero Rousseau, escritor inconsecuente,
se contradice a menudo. Ciertos pasajes hacen pensar que era conservador y
salvajemente opuesto a la revolución: “Pensad en el peligro de agitar a las
masas.” “Los que hacen las revoluciones terminan casi siempre por introducir
demonios que no hacen más que afianzar sus cadenas.” “No tengo nada que ver
con los complots revolucionarios. Traen siempre el desorden, la violencia y
la efusión de sangre” “La libertad de toda la raza humana no vale la vida de
un solo ser humano”.
Además, una profunda amargura se
extiende a lo largo de todos sus escritos. “Odio a los grandes, su rango, su
altivez, su dureza, su mala voluntad, sus bajezas y todos sus vicios”. Escribe
a una dama de la nobleza: “Es vuestra clase quien roba el pan de mis hijos”.
Era un resentido contra los ricos, detestaba sus lujos: “Como si su éxito y su
dicha hubieran sido ganados a mis expensas”. Los ricos son para él “lobos
hambrientos”. “Una vez que han gustado la carne humana, rehúsan todo otro alimento”.
Sus poderosos aforismos, que ejercen un fuerte poder de atracción sobre la
juventud tienen a veces una consonancia radical: “Los frutos de la tierra
pertenecen a todos, pero la tierra no pertenece a nadie”. “El hombre ha
nacido libre y en cambio está por todas partes lleno de cadenas.”
En su introducción a la sección
“economía política” de la Enciclopedia, resume así la actitud de la clase
dirigente: “Tienes necesidad de mí porque yo soy rico, y tú pobre; así he
llegado contigo a un acuerdo: todo a tu cargo y todo para mi provecho”. “Los sometidos
hacen donación de su persona a condición de que se tomarán también sus bienes.”
Desde que se comprende la clase de
Estado que Rousseau deseaba crear, su visión adquiere consistencia: la sociedad
existente debía ser reemplazada por un orden nuevo totalmente diferente,
esencialmente igualitarista. Pero ninguna agitación revolucionaria debería
ser tolerada cuando este defecto fuese subsanado. La aristocracia, los
privilegios, las fuerzas del orden deberán ceder el lugar al Estado que encarna
la Voluntad general a la que cada uno tendrá que someterse. Esta obediencia
llegará a ser, por otra parte, instintiva, voluntaria, pues el Estado, por
un proceso cultural propio del sistema, inculcará la virtud en todos los órdenes.
El estado “es la imagen del padre, el
pueblo la imagen de los hijos”. Así, todos los infantes, habiendo nacido
iguales y libres, no alienan su libertad más que por su propia utilidad.
La patrie y todos sus ciudadanos
serán los niños del orfelinato paterno (de donde procede la alusión a penas
velada del Dr. Johnson quien, saliendo al paso de los sofismas de Rousseau,
declara: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”.) Pero los
ciudadanos-infantes (contrariamente a los de Rousseau) escogerían
libremente integrarse totalmente en el Estado. De suerte que su voluntad colectiva
sería garante de su legitimidad.
Habiendo querido estas leyes, no tendrían ninguna razón de sentirse
sojuzgados y no tendrían más remedio que amar también las obligaciones que
aquéllas les imponen…
Esta voluntad general, este aparato
autoritario que Rousseau llama libertad, no es más que un bosquejo del centralismo
democrático de Lenin, en el que las leyes de la voluntad general tienen por
definición la fuerza de alta autoridad moral: “La voluntad general es siempre
buena. Ella jamás engaña. Nunca engañará.” “Un pueblo que hace las leyes para
él mismo no puede ser injusto”. El Estado no puede tener más que “buenas
intenciones” (y objetivos a largo plazo deseables), “el poder Soberano no tiene
necesidad de ser el fiador del individuo, porque es imposible que el cuerpo
quiera dañar a todos sus miembros”.
Así pues, concluye Rousseau: “Cuando la
opinión contraria a la mía prospera, no prueba otra cosa sino que yo estaba
equivocado, y que lo que yo consideraba la voluntad general en realidad no
lo era.”
Autoritario, totalitario, el Estado de
Rousseau controla cada aspecto de las actividades humanas, comprendido el
pensamiento. Pues su “contrato social" implica “la alienación total de
cada asociado con todos sus derechos en toda la comunidad” (dicho de otro
modo, en el Estado). Según Rousseau la desgracia del hombre proviene de un
conflicto entre su egoísmo natural y sus deberes de ciudadano. La transmutación
del hombre es la apuesta y la consecuencia del contrato social. Es preciso
tratar a los ciudadanos como niños, controlar su educación, su pensamiento a
fin de implantar la ley social en el fondo de su corazón. Se obtendrá
entonces “hombres sociales” por educación, ciudadanos por inclinación, unidos,
buenos, dichosos, y su felicidad hará la de la República.
Este sistema exige una sumisión total.
En el proyecto original de Constitución redactada por Rousseau para Córcega
establece que el ciudadano hace donación de su persona, de sus bienes, de su
voluntad, de todos sus poderes, y de todo lo que depende de él a la Nación
corsa. El Estado posee así a los “hombres y sus facultades”, controla los
menores detalles de su vida económica y social. Una vida de espartano, lejos
del lujo y de las ciudades. Tenía además previsto que el pueblo no tendría
nunca acceso a las ciudades más que provisto de un permiso especial.
El Estado que Rousseau planifica para
los Corsos se parece extrañamente al que Pol Pot intentó instaurar en Camboya.
Pero nada tiene esto de raro: los responsables de este régimen hicieron sus
estudios en París donde se pudieron impregnar del placer de sus ideas.
Rousseau, evidentemente, creía
sinceramente que semejante Estado podía satisfacer a un pueblo enseñado a
amarle. Sin llegar al “lavado de cerebro” escribe sin embargo: “Los que
controlan las opiniones del pueblo controlan también sus acciones.” Para él,
un control tan total no podría obtenerse más que tratando desde la infancia a
los ciudadanos como hijos del Estado, enseñándoles a no sentirse felices más
que en su relación con el cuerpo del Estado: “A no ser nada salvo por él, no
serán nada salvo para él.” El Estado tendrá de ellos todo y será todo lo que
ellos son.” No se puede pensar más que en la doctrina fascista de Mussolini:
“Todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.”
Rousseau implanta su sistema político
en el centro mismo de la existencia humana. Transforma a su legislador en
pedagogo y nuevo Mesías capaz de crear a un hombre nuevo apto para resolver
todos los problemas. Para Rousseau, “todo, en sus raíces, depende de la política”,
“la virtud es el producto de un buen gobierno”, y “el vicio se corresponde
menos con el hombre que con el hombre mal gobernado”. Veía, en su sistema
político y en el nuevo Estado al que daría nacimiento, los remedios universales
para todos los males de la humanidad. La política era todopoderosa.
Es así como Rousseau abre la vía a las
grandes desilusiones y a los desvaríos del siglo XX.
El renombre de Rousseau en vida y su
influencia después de su muerte muestran el alcance de la credulidad de los
hombres y de su tendencia a negar una evidencia molesta. La credibilidad de
sus escritos proviene en su mayor parte de sus proclamaciones frenéticas. No
contento con decirse virtuoso, se proclama el hombre más virtuoso de su
tiempo.
Pero cuando sus vilezas y torpezas se
hacen notorias, ¿por qué clase de milagro las extravagantes pretensiones de
Rousseau no sucumben bajo el peso del ridículo y de la vergüenza? Sus detractores
no eran extraños o adversarios políticos sino antiguos amigos que habían tenido
la desgracia de pararse en el camino para socorrerle. Las acusaciones son por
tanto graves y la requisitoria colectiva devastadora. Hume, que le encontró,
al principio, “encantador, modesto, afectuoso, desinteresado, de una exquisita
sensibilidad”; después de haberle frecuentado declara que era “un monstruo
que se creía el único ser importante del universo”. Diderot, que le trató
largo tiempo, terminó por encontrarle “bribón, soberbio como Satán, ingrato,
cruel, hipócrita y lleno de ruindad”. Para Grimm, es “odioso, monstruoso”.
Para Voltaire, “un monstruo de vanidad y de bajeza”. Los juicios más tristes
son los de las mujeres generosas que le ayudaron, como Mme. d’Epernay, cuyo
esposo manifiesta a Rousseau: “No me queda por vos más que piedad”. Estos
juicios no descansan sobre sus opiniones sino sobre sus actos. Y desde hace
doscientos años, una gran cantidad de documentos exhumados por los
investigadores no han hecho más que confirmarlos. Un universitario moderno ha
confeccionado la lista de sus imperfecciones. Para él, Rousseau es sin
discusión: “masoquista, exhibicionista, neurasténico, hipocondríaco,
onanista, incapaz de afecto normal por sus parientes, un homosexual latente,
afligido de inestabilidad típica, de paranoia naciente, de un narcisismo
introvertido, convertido en asocial por la enfermedad, atiborrado de
sentimientos de culpabilidad, de una timidez patológica, cleptómano,
infantil, irascible y avaro”.
Estas acusaciones repletas de
abundantes pruebas no impiden que Rousseau y sus obras fascinaran y fascinen
todavía. A lo largo de su vida, destrozó muchas amistades. Pero no encontrará
nunca la menor dificultad para hacer otras, no le faltarán nunca nuevos admiradores,
discípulos o aristócratas para procurarle mansiones o casas, convidarle a su
mesa o para adularle. A su muerte, fue enterrado en la isla de los Alamos en
Ermenonville. Su tumba se convirtió en un lugar de peregrinaje y recogimiento,
donde hombres y mujeres llegaban de toda Europa, como era costumbre en la Edad
Media con los santos. Las descripciones de los actos de devoción a “san Rousseau”,
como le llamaba respetuosamente George Sand, no estaban exentas de comicidad:
“”He caído postrado… he aplastado mis labios contra la piedra fría del
monumentos… y la he jodido incansablemente.” Su talego y su tarro de
tabaco están conservados como preciosas reliquias en el “santuario” de su
casa natal. Y los homenajes continuarán largo tiempo después de pasar sus
cenizas al Panteón. Kant consideraba que Rousseau tenía “una sensibilidad
de alma de una perfección sin igual”; Shelley, “un sublime genio”; Schiller,
“el alma de un Cristo para quien sólo los ángeles del cielo eran dignos”.
Mill, Eliot, Hugo, Flaubert le dedicaron vibrantes homenajes. Tolstoi declara
que Rousseau y el Evangelio eran “las dos grandes y sanas influencias de su
vida”. Uno de los intelectuales más eminentes de nuestra época, Claude
Lévi-Strauss, rinde homenaje a Rousseau en Tristes Trópicos, su obra maestra:
“Nuestro maestro y nuestro hermano… Cada página de este libro podría
estarle dedicado si no fuera indigna de su memoria.”
Todo esto parece indicar que los
intelectuales pueden ser también poco razonables, ilógicos y supersticiosos
sobre no importe qué. Puede que Rousseau sea un escritor genial, pero fue
igualmente un ser gravemente desequilibrado, tanto en su vida como en sus
opiniones. Sophie d’Houdetot, su único amor, le dedica sin duda lo mejor. Ella
vive hasta 1813 y, ya muy anciana, termina pronunciando su veredicto: “Fue
lo bastante feo como para darme miedo. El amor apenas le hacía más seductor.
Pero era un personaje patético, y yo le traté con dulzura y gentileza. Era un
loco interesante.”
2.
SHELLEY,
O EL TIRANO DE LA POESIA
El 25 de
junio de 1811, un barón inglés de diecinueve años escribe a una joven maestra
de escuela de Sussex: “No soy ni aristócrata, ni “crata” de ninguna especie. Espero
simplemente con impaciencia el momento en que el hombre se decida a vivir de
acuerdo con la Naturaleza, la Razón, y en consecuencia con la Virtud.”
Rousseau
en estado puro. Pero el poeta Percy Bisshe Shelley iba a sobrepasarle al
declarar que los intelectuales, principalmente los escritores, son los guías
de la humanidad. Shelley pensaba, como Rousseau, que la sociedad estaba corrompida
y que era preciso transformarla. La moral del hombre guiado por su propio
intelecto era lo justo. El deber de los intelectuales consiste pues en
reconstruir una sociedad de acuerdo con sus principios originales. Y Shelley
consideraba que los poetas eran la élite de la comunidad intelectual, los
“legisladores desconocidos del mundo” y merecían ocupar un puesto privilegiado
en ese proceso.
En 1821,
Shelley lanza su desafío en nombre de sus amigos intelectuales en La
Defensa de la poesía, un ensayo de 10.000 palabras en el que expone lo más
importante del proyecto social de la literatura desde la Antigüedad. Shelley
afirma que la poesía, lejos de ser una exposición del talento verbal o una
mera diversión, tiene un objetivo mucho más serio que buen número de
escritos. La poesía es una profecía, una ley, un saber. El progreso social no
puede existir a menos que sea guiado por una ética de la sensibilidad. Las
Iglesias hubieran debido proporcionarla pero, obviamente, habían fracasado. La
ciencia y el racionalismo no podían actuar por sí solos sobre la moral pues,
cuando incidían en la ética, las consecuencias resultaban desastrosas, como
lo habían probado la Revolución Francesa, el Terror y la dictadura de
Napoleón. Únicamente la poesía colma la vida moral y confiere al progreso su
auténtica fuerza creadora: “La poesía despierta y abre el espíritu. Ella hace
de receptáculo de millares de combinaciones que el pensamiento solo no puede
aprehender. Desvela la belleza escondida en el mundo.”
El gran
secreto de la moral, para Shelley, es el amor, la superación de nuestra propia
naturaleza, la identificación con la belleza que existe en el pensamiento,
las maniobras de otro ser y no de nosotros. “Esta ósmosis combate el egoísmo y
el materialismo, incita a la comunión de espíritu.” Para ser realmente bueno,
un hombre debe ser imaginativo, comprensivo, debe situarse en lugar del
otro, identificarse con los sufrimientos y las alegrías de sus semejantes. La
imaginación y la poesía, esos instrumentos supremos de la belleza moral,
“remedian entonces el efecto actuando sobre la causa” y aceleran el progreso
moral de la civilización. La poesía, la imaginación y la libertad forman el
trípode sobre el que reposan toda civilización y toda ética.
La
imaginación poética era pues indispensable para reconstruir la sociedad de
arriba abajo: “Nosotros queremos la facultad creadora de imaginar lo que
sabemos; queremos la poesía de la vida”. Shelley no se limitaba a reivindicar
el derecho del poeta a gobernar el mundo. Formula también una crítica fundamental
al materialismo que iba a predominar en la sociedad del siglo XIX: “La poesía
es el Dios del mundo. El principio del Yo encarnado en el dinero es el
Mammon.”
Shelley,
extraordinario poeta, puso sin duda sus principios en práctica a través de su
poesía; pudiendo ser esto apreciado de diversas maneras. Pero la lectura más
profunda, la que le importaba más, era esencialmente moral y política.
Shelley fue el poeta inglés más “comprometido” con su tiempo. La mayor parte
de sus escritos son llamamientos a la acción social, mensajes al público. En
el más largo, La Revuelta del Islam, habla de opresión, de sublevación y de
libertad. En su Himno a la belleza intelectual, el espíritu del bien que
implica la libertad y la igualdad para todos los seres humanos celebra su
triunfo sobre el mal absoluto. Prometeo liberado cuenta otra revolución con
éxito. La victoria de este personaje mítico simboliza para Shelley (como para
Marx y para muchos otros) al intelectual guiando a la humanidad hacia la
utopía realizada en la Tierra. En Las Cenci aborda el tema de la
sublevación frente a la tiranía. En Swellfoot el tirano ataca a Jorge
IV y, en La máscara de la anarquía, dedica a sus ministros “Ozymandias”,
un soneto vigoroso celebrando la venganza de Némesis sobre la dictadura. En
su poema lírico Lines from the Eugenean Hills, habla de ciclos de
tiranía oprimiendo al mundo e invita al lector a participar de su justa
utopía. La Oda al viento del oeste llama a los lectores a propagar su
mensaje político:
“¡Ahuyento
mis pensamientos muertos lejos del universo” a fin de que “Renazca la vida…
en la humanidad!”. “A una alondra” evoca igualmente las dificultades del
poeta para hacer oír su voz y para lanzar su mensaje.
Shelley
padece de la escasa publicidad dada a su obra. No espera ver su doctrina
penetrar en la sociedad. Si sus dos poemas más vibrantes de pasión son una
llamada a gritos para que su palabra circule y sea escuchada, no es por azar.
El artista fue de una generosidad notable. Pocos poetas escribieron tan poco
para su placer personal.
Pero ¿y
el hombre? Hasta hace poco la única visión de conjunto disponible fue la imagen
divulgada por su segunda esposa y viuda, Mary Shelley: la de un poeta
singularmente puro e inocente, un espíritu celeste, sin artificio y sin
vicio, enteramente consagrado a su obra y a sus congéneres. Lo contrario de un
político. Un ser más bien infantil, de una enorme inteligencia y de una
sensibilidad fuera de lo común. Algunos contemporáneos de Shelley refuerzan
esta opinión describiéndole como un hombre delgado, pálido, frágil, de un
aspecto siempre juvenil cercano a la treintena, vestido a la “bohemia”. Este
modo de vestir lanzado por Rousseau perdura en los intelectuales románticos
hasta la segunda generación, e incluso la tercera. Byron opta por ciertos
aires orientales combinados con un cierto desaliño europeo, renuncia a las
corbatas artificiosas, desabotona el cuello de la camisa, deja la chaqueta y se
presenta en mangas de camisa. Este desprecio aristocrático hacia los
convencionalismos incómodos gana a los poetas plebeyos como Keats. Shelley
sigue la moda dándole su toque personal. Gusta llevar chaquetas y gorras
escolares a menudo demasiado pequeñas pero adecuadas a la impresión que
precisamente él pretendía: la de un adolescente un poco torpe, pero encantador,
lleno de frescura y de espontaneidad. A las damas les gustaba mucho este
estilo, al igual que el estilo descuidado de Byron. Esta opción contribuyó a
consolidar la mítica imagen de Shelley que le valió ser calificado por Matthew
Arnold como “un hermoso ángel ineficaz que bate en vano sus alas luminosas en
el vacío”. Esta descripción figura en su ensayo sobre Byron cuya poesía le parecía
más seria que la de Shelley quien a sus ojos sufría de un “mal incurable”, su
falta de “sustancia”. Pero reconocía de buen grado a Shelley un “ingenio
encantador, infinitamente superior al de Byron”. Es difícil imaginar un juicio
más perverso, más falso desde cualquier punto de vista. Arnold conocía sin
duda poco al hombre, o no había leído bien su obra. Byron, que no era de este parecer, a su vez
escribe: “Shelley fue el mejor de los hombres. No he encontrado a nadie que,
comparado con él, no me haya parecido bestial”. “A mi entender, era el hombre
más dulce, menos egoísta. Alguien que ha sacrificado su fortuna y sus
sentimientos a los demás”. Es verdad que estos comentarios están hechos a raíz
del fin trágico de Shelley, fresco todavía el espíritu de Byron, y que Byron
exaltaba todo cuanto se refería a Shelley. Pero Byron era un hombre de mundo,
un juez perspicaz y un crítico feroz de los amantes del camelo. Su testimonio
fue pues importante para sus contemporáneos más bohemios que él. Desgraciadamente,
la verdad, radicalmente contraria, no ofuscará a quienes adoran la poesía de
Shelley. Esta verdad emerge de una cantidad de fuentes. Estas revelan su
asombrosa tenacidad en perseguir sus ideales. Pero si se intentaba cerrarle el
camino, Shelley podía mostrarse despiadado e incluso brutal. Como Rousseau,
amaba a la humanidad en general pero, en particular, fue a menudo cruel con
los seres humanos. Shelley se abrasaba por un amor ardiente, pero con llamas
abstractas. Los pobres mortales que se aproximaban a ellas eran consumidos
cruelmente. Sus ideas tenían el corazón de piedra. Su vida lo testimonia.
Shelley
nace el 4 de agosto de 1792 en Field Place, cerca de Horsham, en una gran
residencia georgiana de Sussex. No fue hijo único como muchos intelectuales.
Ocupa un lugar más corrompido todavía: el de hijo mayor de la familia,
heredero de una fortuna considerable y del derecho de primogenitura. Tuvo
cuatro hermanas más jóvenes que él, de dos a nueve años. Es difícil concebir
en nuestros días lo que representaba este status a fines del siglo
XVIII. Para sus padres, y para sus hermanas, fue el centro de la creación.
Los
Shelley, una familia bien establecida noble desde hacía dos generaciones,
descendían de una rama menor del duque de Norfolk, un gran terrateniente. Su
fortuna considerable había sido amasada por el abuelo, Sir Bysshe, nacido en
Newmark en Nueva Jersey, el primer barón de la línea, un aventurero del Nuevo
Mundo, brutal, testarudo y enérgico. De él Shelley parece haber heredado su
conducta y su crueldad. Su padre, Sir Timothy, hereda el título en 1815.
Comparado con el abuelo, era un hombre más bien tranquilo e inofensivo. Llevó
una vida irreprochable, fue miembro del Parlamento y pasó poco a poco de Whig
moderado (centro derecha) a semi-Tory (más bien conservador).
Shelley,
educado en su hacienda, mimado por sus padres y sus hermanas que le adoraban,
tuvo una infancia idílica. Su pasión por la naturaleza y las ciencias
naturales se manifiesta muy pronto. Se le permite hacer experimentos y
manipular con productos químicos. Y conserva esta afición toda su vida. Este
escolar prodigio, este lector ávido, rápido y ecléctico llega a ser, con
Coleridge, el poeta más leído de su tiempo. En 1809 (tenía entonces dieciséis
años), el Dr. James Lind, profesor en Eton (un radical enamorado de las
ciencias, antiguo médico del rey), le hizo leer La justicia política de
William Godwin, el libro clave de la izquierda de la época. Lind, que estaba
interesado también en la demonología, fue el origen de la pasión de Shelley
hacia el ocultismo y el misterio. No hacia el de la novela gótica, entonces de
moda, como Catherine Morland de Jane Austen, sino hacia las actividades
auténticas de los Iluminados y de otras sociedades secretas revolucionarias.
La
sociedad de los Iluminados fue constituida en Alemania en 1776 por Adam
Weishaupt, en la universidad de Ingolstadt. El papel de estos guardianes de
la iluminación racionalista consistía en alumbrar el mundo a fin de que “los
príncipes y las naciones desapareciesen sin violencia de la Tierra, para que
la especie humana llegue a ser una sola familia y el mundo una casa de hombres
razonables”. Shelley hizo de ello su objetivo permanente. Asimila desordenadamente
estas nociones, incluida la propaganda adversa, agresiva, como el escandaloso
folleto del abad Barruel:
Memorias
que ilustran la historia del jacobinismo (Londres 1797-1798), en el
que el autor ataca a los iluminados, a los masones, a los rosacruces y a los
judíos. Durante años, Shelley estuvo fascinado por este libro abyecto, lo recomienda
a sus amigos y a su segunda esposa, Mary, quien se sirve de él para escribir
Frankenstein en 1818. Todo se mezcla en el espíritu de Shelley con el montón
de novelas góticas que leía de la época.
Desde
adolescente, su acercamiento a la política estuvo marcada por su inclinación
hacia las sociedades secretas y la tesis de la “conspiración histórica” predicada
por el abad. No pudo nunca destacar, lo que le impide comprender la política
británica y los motivos de Liverpool y Castlereagh a quienes considera encarnaciones
del mal.
Su
primer acto político fue proponer al escritor radical Leigh Hunt formar con él
una sociedad secreta compuesta de miembros iluminados y sin prejuicios a fin
de “resistir a la coalición de los enemigos de la libertad”. Para muchos, sus
ideas políticas no eran más que una proyección de la novela gótica a la vida
real, más bien una farsa literaria. En su novela Nightmare Abbey
(1818), Thomas Love Peacock hace burla de esta manía de las sociedades secretas
y describe a Shelley tratándole de Scythrop*, súbito “embargo por la pasión de
reformar el mundo, construyendo castillos en el aire, poblándolo de tribunales
secretos, de bandas iluminadas, en resumen, de ingredientes imaginarios de la
regeneración de la especie humana”. Es cierto que Shelley lo merecía un poco.
Su visión del utopismo era bastante frívola. Al decir de su amigo Thomas
Jefferson Hogg, leía “con un entusiasmo frenético” un libro titulado Horribles
misterios. Escribía también novelas góticas, Zastrozzi, publicada
en el transcurso de su último año de estudios en Eton, y SaintIryne o la
Rosacruz, “una necedad de pensionista” según Elizabeth Barrett
Browing, que aparece durante su primer año de estudios en Oxford. Shelley fue
pues, desde la escuela, un personaje célebre. Se le llamaba “el ateo de
Eton”.
*Scythrop
era un cuco gigante de costumbres parásitas (N.d.T.)
Sus
padres, lejos de asfixiar el embrión de su talento juvenil le animaron y
financiaron sus primeras publicaciones. Según Helen, la hermana de Shelley,
fue el viejo Sir Bysshe quien pagó la edición de sus poemas escolares. En
setiembre de 1810, antes de ser admitido en Oxford su nieto, tira de sus fondos
para imprimir 1500 ejemplares de un volumen de Shelley titulado Primeros
poemas de Victor y Cazire. A su entrada en Oxford, su padre,
Timothy, le presenta a Slatter, el mejor librero de la ciudad, al que declara:
“Mi hijo tiene el don de la literatura. El ya ha editado. Os rogaría que
imprimieseis sus caprichos literarios.” Timothy le anima también a concurrir
a un premio otorgado a un poema sobre el Partenón y le envía documentación al
efecto. Esperaba sin duda desviarle de los fuegos de artificio de la
adolescencia para orientarle hacia una literatura respetable. Financia sus
escritos pero pone condiciones: Shelley podría expresar con rigor sus sentimientos
antirreligiosos entre los íntimos. Pero no era cuestión de darles publicidad.
Su carrera universitaria se arruinaría…
Shelley
acepta el trato —una carta lo testimonia—, pero reniega de su
palabra en marzo de 1811 en Oxford, el primer año, escribiendo un panfleto
expresando sus opiniones religiosas. La argumentación, inspirada en Locke y
Hume, no era ni muy original, ni muy escandalosa: las ideas nacen de los
sentidos. Ahora bien, Dios no podía manar de las sensaciones. No siendo la fe
un acto voluntario, tampoco la incredulidad podía ser criminosa. Da a su
mezquina colección de sofismas un título incendiario: La Necesidad del
ateísmo; lo hace imprimir, lo distribuye entre los libreros de Oxford,
envía un ejemplar a los obispos y otro a los directores de colegio. Las
autoridades académicas reaccionan, como era previsible: Shelley es
expulsado, con desesperación de su padre. Además, Timothy estaba tanto más
consternado cuanto que acababa de recibir una carta de su hijo prometiéndole
que nunca cometería esa villanía. Tuvieron una penosa discusión en un hotel
de Londres. El padre suplica al hijo que renuncie a sus ideas, al menos hasta
la mayoría de edad. El hijo responde que sus ideas son más preciosas que la
tranquilidad de espíritu de la familia. El padre sermonea, grita, maldice,
y se deshace en lágrimas. Shelley responde con un “brote de risa demoníaca”
que le hizo deslizarse de su asiento, “cayendo al suelo, sobre su espalda, cuan
largo era”. Después negociaron. Shelley obtiene de su padre una pensión anual
de 200 libras. Pero otra bomba estalla en la familia (en agosto de 1811)
cuando Shelley anuncia su matrimonio con Harriet Westbrook, de dieciséis años,
una compañera de clase de su hermana Elizabeth.
Después
de esto, las relaciones de Shelley con los suyos se distancian. En una carta
dirigida a un amigo, se queja del “bestial egoísmo de su familia, calculadora,
sin otro fin en la Tierra que el de comer, beber y dormir”. Cartas extraordinarias,
dirigidas a miembros de su familia, muestran que Shelley podría mostrarse cruel,
violento, amenazante o zalamero cuando se trataba de conseguir dinero. En las
que remite a su padre suele hablar, con hipocresía, de que teme abusar, pero
hay en ello una insoportable condescendencia. El 30 de agosto de 1811, suplica:
“No
conozco a nadie, aparte de vos, a quien pueda dirigirme con confianza, en caso
de angustia… Sois de esas personas capaces de perdonar los errores de
juventud.” El 12 de octubre, la condescendencia le arrebata: “Las instituciones
han hecho de vos un “jefe de familia”, aunque seáis susceptible, como todo el
mundo, de ser extraviado por vuestros prejuicios y vuestras pasiones. Quiero admitir que espíritus de un nivel
medio puedan encontrar natural atribuir a los errores un valor en función de
su importancia.” Tres días más tarde, acusa a Timothy de ser “un instrumento,
bajo, vil, despreciable, de persecución… Vos me habéis dicho que yo era
un enfermo, un ser abyecto. Cuando fui expulsado por ateísmo, hubierais preferido
saberme matado en España. El deseo de muerte está muy próximo al crimen, pero
por fortuna para mí las leyes inglesas castigan la muerte. La bajeza retrocede
ante el castigo. Aprovecharé la primera ocasión que os vea. Si no queréis oír
mi nombre, yo lo pronunciaré. No penséis que soy un insecto que destruyen
los golpes. Si tengo dinero suficiente, iré a Londres para gritar en vuestras
mismísimas orejas y volveros sordo: “¡Bysshe, Bysshe, Bysshe!” Esta carta no
está firmada.
Shelley
fue todavía más cruel con su madre. Su hermana Elizabeth acababa de casarse
con su amigo Edwards Fergus Graham. Esta unión complacía a su madre, pero no
a él. El 22 de octubre, le escribe acusándole de ser la amante de Graham y de
haber preparado este matrimonio para encubrir su relación. Estas acusaciones
parecen desprovistas del menor fundamento que pueda justificar su abominable
carta. El mismo día, escribe otra a Elizabeth para darle parte de la que había
enviado a su madre y le pide que se la lea a su padre. En cartas dirigidas a
diversos destinatarios, habla de la “bajeza” y de la “depravación” de su madre.
Lo remueve tanto que el notario de la familia, Willian Whitton, es encargado
de abrir todas las cartas enviadas por Shelley. Este buen hombre, dispuesto a
restablecer la paz entre el padre y el hijo, cansado de la arrogancia de Shelley,
termina por escribirle que era “inconveniente” (es lo menos que se le podía
decir) escribir esta clase de cosas a su madre. Su carta le fue devuelta con
la nota siguiente: “Los términos de la carta de William Whitton justifican
que su destinatario, P. Shelley, la devuelva al remitente. Cuando él trate con
caballeros (la ocasión se presenta raras veces), Mister S. recomienda a Mister
W. que se abstenga de abrir sus cartas personales. Esta imprudencia podría
entrañar el castigo que merece conducta tan despreciable.”
Toda la
familia parece haber sido víctima de la violencia de Shelley. “Cuando venga a
Sussex”, escribe Timothy Shelley a Whitton, “podré jurar ante una asamblea de
ciudadanos juramentados que da tanto miedo a su madre y a sus hermanas que,
en cuanto ladra un perro, suben la escalera a toda prisa. El no tiene nada que
decir, salvo reclamarme 200 libras al año.” Timothy teme por añadidura que
su hijo, que lleva una vida bohemia, pervierta a sus jóvenes hermanas y las
empuje a hacer lo mismo. En una carta del 13 de diciembre de 1811, Shelley intenta
embaucar al montero de Field Place para que entregue a escondidas una carta a
Helen:
(“Recuerda,
Allen, que no te olvidaré”) Ella no tenía más que doce años. El tono siniestro
de la carta hubiera helado la sangre de cualquier madre o cualquier padre.
También aborda a su hermana más joven, Mary. Shelley enseguida forma parte
del círculo de Goldwin, al que se une su hija emancipada, Mary, cuya madre,
Mary Wollstonecraft, era una feminista militante, y Claire Clairmont, su
hermanastra, aún más trepidante. Desde su edad adulta, Shelley trata
constantemente de rodearse de mujeres jóvenes para vivir en comunidad con
ellas, y les habla de compartir (en teoría) su círculo de amigos. Sus
hermanas le parecían las candidatas ideales para este propósito. Consideraba
además que su deber consistía en ayudarlas a huir del abyecto materialismo de
la casa paterna. Prepara incluso un plan para secuestrar a Elizabeth y a Helen
a la salida de la escuela. Mary y Claire serían las encargadas de exponerles
el plan. Pero renuncia a la idea. Shelley no llegaría al incesto. Pero este
tema le fascinaba, como a Byron (que se enamora de Augusta Leigh, su
hermanastra). Laon y Cynthia, los héroes de La Revuelta del Islam, hubieran
sido hermano y hermana si los editores no hubieran obligado a Shelley a
modificar su texto. Los héroes de Byron, Selim y Zuleika, en La Novia de Abydos
son también hermanos. Los dos poetas se consideraban exentos de obedecer las
normas de comportamientos sexuales usuales. La vida no fue pues fácil para las
mujeres de Shelley. Nada prueba que a ellas les gustase la coparticipación y la
promiscuidad (a excepción quizá de Claire Clairmont). Todas, con disgusto de
Shelley, hubieran preferido llevar una vida normal. Pero el poeta era
incapaz. No encontraba expansión más que en el cambio y en el peligro. La
inestabilidad y la ansiedad parecen haber sido necesarias a su obra, pues pasa
la vida en los prostíbulos de donde a menudo tiene que salir huyendo de sus
acreedores. Pero podía hacerse un ovillo no importa dónde, con un libro o un
trozo de papel en el que escribir inmediatamente, o abstraerse por completo en
dramas pasionales que se desarrollaban ante sus ojos, con tal de que se le dejase
trabajar y leer con ensañamiento. Produjo así una considerable cantidad de
obras de calidad. Pero esta existencia agitada y estimulante para él, fue
desastrosa para los demás, principalmente para Harriet, su joven esposa.
Harriet,
bonita, soñadora, puro producto de la burguesía, era hija de un rico
negociante. Se enamoró del Dios-Poeta, perdió la cabeza y huyó de su
casa para vivir con él. Una vida que se torna inexorablemente en un desastre.
Durante cuatro años, participa de la existencia azarosa de Shelley; le sigue
a Londres, a Edimburgo, a York, a Keswick, en Galles del Norte, a Lynmouth;
después vuelven al país de Gales, y viven en Dublin y en Londres. En su camino,
a veces Shelley participa en actividades políticas ilegales que atraen la
atención de la magistratura, de la policía local e incluso del gobierno
central. Se enfrenta a numerosos proveedores que le exigen el pago de sus
facturas. Se indispone con sus vecinos, les alarma con sus peligrosos
experimentos químicos, les escandaliza con la indecencia de sus compañías
que, casi siempre, se compone de dos o tres mujeres. En el Lake District y en
el país de Gales, su casa es atacada por gentes del lugar y tiene que escapar,
como era habitual, perseguido por sus acreedores o por la policía.
Harriet
hizo lo que pudo por participar en sus actividades. Le ayuda a distribuir sus
tratados políticos y se siente feliz cuando él le dedica su primer largo poema,
La reina Mab. Le da una hija, Eliza Ianthe, después un hijo, Charles. Pero no
puede retenerle mucho tiempo. El amor de Shelley era profundo, sincero,
apasionado, “eterno”, pero cambiaba a menudo de objeto. En julio de 1814,
anuncia a Harriet que se había enamorado de Mary, la hija de Godwin y que
partía hacia el Continente con ella (y con Claire Clairmont). El choque
emocional fue espantoso para Harriet. Shelley pareció sorprendido pero
afronta la situación. Shelley, este sublime egoísta moralizador, entendía que
los demás tenían el deber de plegarse a sus decisiones.
Sus
cartas a Harriet después de haberla dejado siguen el mismo esquema que las
que escribe a su padre. En un principio condescendencia y, si ella rechaza
su punto de vista, la cólera del justo… El 14 de julio de 1814, le dice:
“Si nunca has podido llenar mi corazón con una pasión suficiente, no me lo debes
reprochar.” Creía haber sido generoso con ella y quedaba como su mejor amigo.
El mes siguiente la invita a reunirse con él, con Mary y con Claire, en Troyes,
“donde encontrarás al menos a un amigo seguro y fiel, para quien tus intereses
serán siempre caros, quien no herirá nunca tus sentimientos adrede. Ninguna
otra persona que no sea yo podrá ofrecerte esto. Todo lo demás no es más que
insensibilidad o egoísmo”. Un mes más tarde, viendo que esta táctica resulta
ineficaz, se vuelve más agresivo: “Creo valer más y ser mejor que la mayor
parte de tus amigos… Mi primera idea fue cubrirte de atenciones. Ahora,
incluso mediando una violenta y duradera pasión por otra que me lleva a
preferir su compañía a la tuya, estoy tratando sin cesar de preguntarme cómo
puedo serte útil, sinceramente y de manera permanente… Es injusto que a
cambio sea ofendido con reproches y juicios. Un ataque tan singular y ejemplar
hubiera merecido otra respuesta.” Y vuelve al día siguiente: “Considera hasta
qué punto deseas que tu nueva vida esté bajo la influencia de mi espíritu
supervisor y si conservas todavía suficiente confianza en mis esfuerzos, en mi
integridad inalterable, en mi voluntad de someterme a leyes que la amistad
podría dictar entre nosotros.”
Shelley
escribe estas cartas a Harriet para sacarle dinero (en esta época, ella tenía
todavía un poco). En parte también con el fin de presionarla para que diese
su propia dirección a sus acreedores y enemigos. Y sobre todo para disuadirle
de consultar con abogados. Esas cartas estas salpicadas de referencias a “su
seguridad y a su confort”. Este hombre, de una agudeza de percepción
extraordinaria, parece haber sido totalmente insensible a los sentimientos de
los otros (esta combinación es bastante frecuente). Cuando Shelley descubre
que Harriet había terminado por consultar a un abogado para proteger sus
derechos, estalla en cólera. “Procediendo así —si es verdad que tu
perversidad ha cometido estos excesos— destruirás el porvenir de
nuestra vieja ternura. Tu confianza en la virtud y en la generosidad me
hubiera incitado a conceder mucho más de lo que lo que la ley te reconocerá.
Pero después de haber recibido esta carta, si insistes en recurrir a la ley,
es evidente que no podré en adelante sino considerarte como un enemigo que
procede de la manera más baja y con la más tenebrosa perfidia.” Y añade: “Fui
idiota al esperar de ti grandeza y generosidad.” Le reprocha su “egoísmo
mezquino” y “despreciable” y la acusa de querer destruir a un inocente que
lucha con su “desesperación”. Desde el momento en que Harriet toma su
decisión, él está seguro de haberse comportado de manera impecable. Ella, por
el contrario, era imperdonable. Escribe a su amigo Hogg: “Yo soy más el más
fiel amigo, el enamorado más útil a la especie humana, el defensor más ardiente
todavía de la verdad y de la virtud.” Shelley era capaz de plagar con las más
hirientes ofensas una carta en la que buscaba un servicio. Después de haber
acusado de adúltera a su madre, en la carta siguiente le pide que le envíe “su
máquina de galvanizar y su microscopio solar”. Sus cartas a Harriet abundan en
pretextos para conseguir de ella dinero e incluso ropa: “Necesito medias y
ardo en deseos de leer las obras póstumas de Mrs. Wollstonecraft.” Le explica
que sin dinero morirá inevitablemente de hambre… “Mi querida Harriet,
envíame enseguida provisiones.” Sabe que a ella le fascinan sus obras, pero no
le pregunta cómo le va. Después, de repente, el silencio, y luego más cartas.
Harriet escribe a un amigo:
“Si M.
Shelley se ha convertido en un depravado, lo debe enteramente a la Justicia
política de Godwin… El próximo mes, daré a luz y no estará cerca de mí.
En este momento, yo no existo para él. Nunca me pide nuevas, ni me dice una
sola palabra preguntándome qué pasa. En suma, el hombre que amé ha muerto:
ahora es un vampiro.”
Harriet
llama al hijo de Shelley “Charles Bysshe”. Viene al mundo el 30 de noviembre de
1814. No es cierto que su padre fuera a verle. Eliza, la hermana mayor de
Harriet, la única que le es fiel —y que Shelley, por esta razón, considera
como su peor enemigo—, se opone a que el niño sea educado por las
mujeres bohemias de Shelley. Pero Shelley no era Rousseau. Para él los niños
no eran un “inconveniente” y lucha encarnizadamente para conseguir su
custodia. Como era de prever, pierde la batalla legal y los niños son puestos
bajo tutela judicial. Shelley termina por desentenderse de ellos. La vida de
Harriet, en cambio, resulta destrozada. En setiembre de 1816, confía los niños
a sus padres y coge un apartamento en Chelsea. Su última carta fue para su
hermana: “Cuando pienso en todas las atenciones que tan mal te he pagado, se me
parte el corazón. Sé que me perdonarás pues no es propio de tu natural ser
dura o severa con los demás.” El 9 de noviembre, Harriet desaparece. Su cadáver
es descubierto el 10 de diciembre en un lago de Hyde Park, la Serpentine. El
cuerpo estaba hinchado. Tenía el aspecto de estar encinta, pero no hay ninguna
prueba que permita confirmarlo. Shelley, que venía diciendo desde hacía
cierto tiempo que su mujer y él se habían separado de común acuerdo, reacciona
a esta noticia sembrando toda suerte de mentiras sobre Harriet y su familia.
Escribe a Mary: “Esta pobre chica —lo más inocente de una familia detestable
y desnaturalizada—, después de haber permanecido secuestrada en la
casa paterna, había caído en la prostitución cuando el palafrenero que vivía
con ella la dejó. Y Harriet se ha suicidado. Está fuera de toda duda que habrá
que dejar a su hermana, esa víbora, poner sus garras sobre la fortuna del
padre. En artículo mortis, después de haber causado la de esta pobre
criatura… Todos deberán hacerme justicia y testimoniar la rectitud y
generosidad de mi actitud hacia ella.” Dos días más tarde, a ésta le sigue otra
carta despiadada dirigida a la hermana de Harriet.
Esta
sarta histérica de mentiras es en parte explicable. Shelley estaba todavía
bajo el choque de otro suicidio del que él era responsable.
Fanny
Imlay, la cuñada de Godwin, nacida del primer matrimonio de su segunda
esposa, tenía cuatro años menos que Mary. Shelley se divertía seduciendo a
esta joven “simple y sensible” (así es cómo la describe Harriet). En diciembre
de 1812, le escribe:
“Soy uno
de esos animales formidables y con garras al que llaman hombre. Después de haberos
asegurado que soy uno de los más inofensivos de mi especie, que no como más
que vegetales y que no he mordido a nadie desde que nací, me arriesgo a
atraer vuestra atención sobre mí.” Se jactaba de que había proyectado reunir a
Fanny en su pequeña comunidad compuesta de Mary, de Claire, de Hogg Peackock
y de Charles Clairmont, hermano de Claire. Fanny fue deslumbrada por Shelley.
Godwin y su mujer la creían perdidamente enamorada de él. Mary y Claire
partieron para Bath, dejando a Shelley solo en Londres del 10 al 14 de
setiembre. Una tarde Fanny le visita. Es probable que la sedujese ese día
allí.
Después
fue al encuentro de Mary y Claire en Bath. El 19 de octubre, reciben una carta
desesperada de Fanny echada al correo en Bristol. Shelley se lanza inmediatamente
en su búsqueda, pero en vano; ella había partido antes para Swansea. Al día
siguiente, toma una dosis mortal de opio en una habitación del Macworth Arms.
Shelley no habla jamás de ella en sus cartas. Pero se encuentra, en 1815, una
alusión a Fanny en un poema (“Su voz temblaba cuando íbamos a separarnos”) El
se pinta aferrado a su tumba (“Un adolescente de cabellos blancos, con la mirada
huraña”). Pero se supone que nunca fue a postrarse en su tumba en la que no
existe ninguna inscripción.
Hizo
otros sacrificios sobre el altar de sus ideas. El de Elizabeth Hitchener, otra
víctima. Esta joven extraída de la clase obrera de Sussex era la hija de un
contrabandista convertido en hotelero. A costa de esfuerzos y sacrificios
extraordinarios, había conseguido un puesto de maestra de escuela en
Hurstpier-point. Era conocida por sus ideas radicales y Shelley coincidía
con ella. En 1812, Shelley fue a predicar la libertad a los Irlandeses de
Dublin que, indiferentes a su discurso, le dejaron con el material subversivo
en las manos. Tuvo la brillante idea de enviarlo a Miss Hitechner a fin de que
lo distribuyese en Sussex. Lo metió todo en una gran caja de madera, no pagando
el transporte más que hasta Holyhead, convencido de que Miss Hitchner
complementaría el resto a su recepción. Pero la caja fue abierta a su llegada
al puerto.
El
ministerio del Interior, alertado, sometió a la maestra a vigilancia, lo que
enturbió su carrera. Shelley le propuso entonces unirse a su comuna. Ella
acepta su oferta en contra de los consejos de sus padres y amigos. Shelley
inmediatamente le pide prestadas 100 libras, probablemente toda su economía.
En esa época, no regatea elogios: “Aunque descendiendo de un origen muy
humilde, ha adquirido desde su infancia una manera de pensar profunda y sutil.
Su espíritu es naturalmente inquisidor, penetrante, desprovisto de todo
prejuicio.” En sus cartas, llama “mi roca” en la tempestad, “mi mejor genio, el
juicio de mis razonamientos, el guía de mis acciones, el catalizador de mi
utilidad”; ella es “uno de esos seres que proporcionan dicha, reforma, libertad
allá donde van.” Se reúne con los Shelley en Lynmouth donde, parece ser,
“ríe, habla, escribe todo el día” y distribuye sus tratados. Harriet y su
hermana empiezan a detestarla. Y Shelley, que no quería rivalidad entre sus
mujeres, no tarda en compartir su aversión. Parece haber obtenido sus favores
en el curso de sus largos paseos por la playa. Pero después, ella le rechaza.
Cuando Harriet y Eliza le piden cuentas sobre el asunto, Shelley decide
quitársela de en medio. De todos modos, las jóvenes del círculo Godwin eran
mucho más excitantes. Miss Hitchener vuelve a Sussex para defender su causa,
por un salario de 2 libras al mes. Al llegar a su destino, es la mofa de
todos, es la maestra abandonada “por un supuesto Señor”. Shelley escribe
cínicamente a Hogg: “Nuestra última tortura, la maestra de escuela, una “especie
de demonio”, debe recibir su sueldo. Pago a regañadientes, porque le hace
falta. Nuestra prisa desconsiderada la ha privado de una situación que ella
iba consolidando mal que bien. Me cuenta ahora que mi crueldad ha arruinado su
reputación, su salud y su tranquilidad de espíritu. ¡La víctima integral de
todos los tormentos mentales y físicos sufridos por una heroína!”, No deja de
añadir que Miss Hitchner es “un animal hermafrodita afectado, superficial,
horrible”. Pero no recibe de él más que la primera mensualidad de su sueldo,
no ve ni por asomo las 100 libras que le prestó y vuelve a la oscuridad de donde
había salido para brillar a la luz de su llama.
La misma
desventura, poco más o menos, le toca a Dan Healey, un muchacho de quince años
que Shelley trajo de Irlanda de doméstico. Se oye poco hablar de los
servidores de Shelley. Pero tuvo casi siempre tres o cuatro a su servicio.
Shelley justifica su ociosidad en una carta a Godwin: “En el estado actual de
la sociedad, si estuviese encadenado al oficio de tejer o al arado y mi mujer
a la cocina o a la limpieza, no tardaríamos en convertirnos en seres muy diferentes
y, por decirlo así, menos útiles a la especie humana”. Era preciso pues tener
domésticos, los pagase o no. Empleaba en general a gentes del lugar que
aceptaban salarios muy módicos. Con Dan, se condujo de otro modo. Al muchacho,
habiéndose mostrado muy eficaz cuando le había reclutado para colocar carteles
prohibidos en Dublín, Shelley, en 1812, le manda pegar pasquines en las paredes
y graneros de Lynmouth. Le había recomendado responder, si la policía llegaba
a interrogarle, que dos “señores encontrados en el camino” le habían encargado
este trabajo. Dan fue efectivamente arrestado en Barnstaple, el 18 de
agosto, y cuenta su historia. ¡Mal asunto! pues cae sobre él todo el peso de
la ley de George III, y es condenado a una multa de 200 libras y, en caso de
impago, a seis meses de prisión. En lugar de pagar la multa, como todo el
mundo hubiera esperado (incluidas las autoridades), Shelley pide prestados 29
shillings a la mujer de la limpieza y 3 libras a su vecino para preparar su
fuga. Cuando su doméstico se queja, Byron se porta con él con más elegancia.
Paga sobre la marcha la multa puesta a su factotum
barbudo (“Tita”) Falcieri. A Dan, en cambio, él le deja en prisión. Al ser
puesto en libertad, vuelve al servicio de Shelley pero es despedido seis meses
más tarde. Shelley le reprocha haber contraído malas costumbres en prisión y
de haberse quedado ¡”sin principios”! Shelley trataba siempre ante todo de
economizar dinero. Debía a Dan 10 libras de sueldos que nunca le pagará. Otra
víctima escaldada vuelve a entrar en la sombra.
Es
cierto que Shelley era muy joven en la época de estos acontecimientos. No tenía
más que veinte años en 1812. Abandona a Harriet para partir con Mary a los
veintidós. Se olvida demasiado a menudo hasta qué punto los poetas que
transformaron la literatura inglesa eran jóvenes y murieron jóvenes: Keats a
los veinticinco, Shelley a los veintinueve, Byron a los treinta y seis. Cuando
Byron deja Inglaterra para siempre, inicia su amistad con Shelley al que
encuentra a orillas del lago de Ginebra, el 10 de mayo de 1816. Byron tenía
entonces veintiocho años. Shelley veinticuatro. Mary y Claire apenas
dieciocho. Frankestein, la novela que Mary escribe al borde del lago a lo
largo de esa largas noches de verano, era ¡un deber escolar de vacaciones!
Todos ellos eran demasiado jóvenes para asumir responsabilidades y no
reivindicaron la indulgencia debida a la juventud. Antes al contrario. Shelley
insiste mucho acerca de la importancia y la seriedad de su “misión”. En el
plano intelectual era muy maduro. Escribe La Reina Mab, poema extremadamente
pujante con acentos a veces juveniles, a los veinte años, y fue publicado el
año siguiente…
Su obra
alcanza el cenit entre 1815 y 1816. Con apenas veinticinco años, deja
demostrado que tenía inspiración y una gran profundidad de pensamiento.
Shelley fue un genio, fuerte, sutil y sensitivo, que, a pesar de su juventud,
asumió sus deberes paternales.
Pero
¿qué suerte corrieron sus hijos? En conjunto, tuvo siete, de tres madres
diferentes. Los dos primeros, de Harriet, Ianthe y Charles, fueron puestos
bajo la tutela judicial. El tribunal, aterrorizado por ciertas teorías de La
Reina Mab, desestimó la demanda de Shelley. Y éste se queja amargamente, considerando
la resolución judicial como una represalia orientada a hacerle renunciar a sus
objetivos revolucionarios. Pero los hechos están contra él. Sin embargo continúa
protestando por lo que considera una injusticia y centrando su aversión en el
Lord Canciller Eldon. Fue condenado a pagar 30 libras al trimestre (que le eran
descontadas de su pensión) a sus suegros que custodiaban a los niños. Desde
entonces deja de interesarse por su suerte, no usa nunca de su derecho a
visitarles acordado por el tribunal, no les escribe, aunque Ianthe tenía nueve
años en el momento de su muerte, ni se interesa por la salud de los pequeños.
La única carta dirigida a su suegro, fechada el 17 de febrero de 1820, es una
caterva de ofensas sórdidas. No existe ninguna alusión a sus hijos en las
cartas o las agendas que le sobrevivieron. Parece haberlos desalojado de su
espíritu. Pero reaparecen, de forma fantasmal, en su poema autobiográfico Epypsychidion:
“Una hermana y un hermano, marcados como gemelos, errantes esperanzas de una
madre abandonada.”
Con Mary
tuvo cuatro hijos de los que tres perdieron la vida. Su hijo Percy Florence,
nacido en 1819, es el único que sobrevive para salvar la estirpe. El primer
bebé de Mary, una niña, muere en la infancia. Su hijo William, atacado de
gastroenteritis, muere en Roma con cuatro años. Shelley pasa tres noches pegado
a la cabecera de su cama, pero no puede salvarle. Podría decirse que los caprichos
de Shelley son en parte responsables de la muerte de su hija Clara. En agosto
de 1818, Mary y el bebé pasan tranquilamente el verano en Bagni di Lucca, una
región relativamente fresca. Pero Shelley que está en el Este, en las colinas
próximas a Venecia, exige que Mary vaya con la niña a reunirse con él al
instante. Este viaje agotador dura cinco días, en la estación más calurosa del
año. Shelley ignoraba que la pequeña Clara estaba ya mal momentos antes de
emprender el viaje. Pero, al llegar, ve palpablemente que la pequeña está muy
mal. Su estado se torna estacionario. Tres semanas más tarde, embriagado por
sus conversaciones con Byron y dando rienda suelta a otro capricho, envía
instrucciones imperativas a Mary a fin de que vaya con la niña a Venecia para
compartir su euforia. Mary le advierte que la pobre Clara está “febril y en un
estado de debilidad espantosa”. Viajan, no obstante, con un calor sofocante,
desde las tres media de la mañana hasta las cinco de la tarde. El aire es
ardiente. En Padua, Mary ve que el estado de la niña se agrava. Shelley insiste en que siga el viaje hasta
Venecia. En el camino, Clara es presa de “movimientos convulsivos de la boca y
de los ojos”. Muere una hora después de llegar a Venecia. Shelley reconoce
que “este golpe inesperado” (pero no obstante previsible) sume a Mary en “una
suerte de desesperación” que marca una etapa importante en el deterioro de
sus relaciones.
Shelley
asesta otro golpe a Mary. Una hija ilegítima de Shelley, bautizada Elena, nace
ese invierno allá en Nápoles. Reconoce a la niña y declara que la madre se
llama…¡Mary Godwin Shelley! Esta
declaración era manifiestamente falaz, pues poco tiempo después, Paolo Foggi,
un antiguo valet casado con Elisa, la niñera, hizo chantaje y amenazó a Shelley
con denunciarle por falsear una declaración de estado civil. ¿Era Elisa la
madre del niño? Es posible, pero muchos indicios están en contra de esta tesis.
Elisa dio otra explicación. En 1820, cuenta a Richard Hoppner, cónsul
británico en Venecia, que Shelley —al que él tenía en gran estima a
pesar de sus extravagancias— había abandonado en Nápoles en el Hospicio
a la pequeña que había tenido con Claire Clairmont. Escandalizado por la
conducta de Shelley, Hoppner habla con Byron, quien habría respondido: “Por
lo que son los hechos, puede haber sospechas… Como sobre los hechos.”
Byron sabía todo lo que se refiere a Shelley y a Claire Clairmont por la simple
razón de que ella era la madre de Allegra, ¡su propia hija ilegítima!. Claire
había intentado seducirle en 1816, en primavera, antes de partir para Inglaterra.
Byron, que tenía escrúpulos en desflorar a una virgen, sólo sucumbe a sus
lágrimas cuando le asegura que había dejado ya a Shelley. Después de haberle
seducido, se ofrece a procurarle los favores de Mary Shelley. El tenía pues una
pobre opinión sobre la moralidad de Claire y no quiso que ésta educase a su
hija. Esta separación fue fatal para la niña. Byron estaba tan seguro de que
Allegra era su hija como de que era cierto que Claire no había tenido relaciones
con Shelley por aquella época. Aunque suponía que, después, habían podido
reanudar sus relaciones intermitentes durante las ausencias de Mary. Elena
era el fruto de estos amores. Los fanáticos de Shelley aventuran otras
posibilidades, pero la combinación Claire-Shelley es, con mucho, la más
verosímil. Mary fue aplastada por este episodio. A ella no le gustaba que
Claire y él hiciesen incursiones continuadas en su vida conyugal. Con este
bebé, no dejaría de adentrarse en la familia de forma permanente y su ligazón
con Shelley se consolidaría. Para aliviar los temores de Mary, hundida en la
pena, Shelley decide abandonar a la niña. Siguiendo el ejemplo de su maestro
Rousseau, opta por el orfelinato. La niña muere a los dieciocho meses en 1820.
El año siguiente, haciendo oídos sordos a los reproches de Hoppner y otros,
escribe a Mary: “Siento inmediata indiferencia hacia cualquier otra opinión que
no sea la que surge de nuestra propia conciencia.”
¿Era en
efecto Shelley un depravado? No al modo de Byron, que cuenta en setiembre de
1818 que había destinado cerca de 2500 libras en dos años y medio para
acostarse con las Venecianas, “al menos doscientas, puede que más”.
Confecciona incluso más tarde una lista con treinta y cuatro nombres. Pero el
sentido del honor de Byron estaba más desarrollado que el de Shelley. Byron
no era un vil sobornador. Escribe a la feminista J.H. Lawrence: “Si hay un
crimen enorme, devastador, del que me horrorizaría ser acusado, es el de ser
un seductor.” En teoría puede ser, pero en la práctica…
Una
aventura con una aristócrata italiana, Emilia Viviani, se ajusta a los
antecedentes. Shelley se confía a Byron, a quien suplica que no diga una
palabra a nadie, pues “Mary se sentiría muy contrariada si lo supiese”. A Shelley
le hubiera gustado probablemente encontrar a una mujer capaz de asegurar su
acomodo y su estabilidad, y de mostrarse tolerante con sus infidelidades. A
cambio (en teoría) él hubiera ofrecido a esa mujer la misma libertad. Este tipo
de compromiso es uno de los objetivos recurrentes de los intelectuales, sobre
todo de los hombres. Pero eso nunca funciona. Este fue el caso de Shelley. Esa
libertad que él mismo se concede de entrada no aporta más que ansiedad en
Harriet y después en Mary. Ninguna de las dos deseó aprovecharse de ella.
Shelley
había discutido por supuesto sobre todo esto con su amigo radical Leigh Hunt.
El pintor Benjamin Robert Haydon anota en su diario íntimo que él había oído a
Shelley “hablar delante de Mrs.Hunt y de otras damas presentes, acerca de la
iniquidad y el absurdo de la castidad”. En el curso de la discusión, Hunt hizo
esta reflexión que sorprendió a Haydon: “A poco que sea digno de amor, no importa
quién sea el hombre que se acueste con una mujer; lo mismo da”. A lo que
Haydon contestó: “Shelley ha elegido con coraje vivir según sus principios.
Hunt, que los ha defendido sin tener la energía suficiente para ponerlos en
práctica, se contenta con caricias de contrabando.” Lo que las mujeres pensasen,
no lo revela. Cuando Shelley dice a Harriet que era libre de acostarse con su
amigo Hogg, ella rehúsa con decisión. Ofrece la misma libertad a Mary, quien en
un principio da la impresión de consentir, pero termina declarando que a él no
le gustaría… A fin de cuentas, las experiencias del “amor libre” de
Shelley fueron tan furtivas y deshonestas como la mayor parte de los
adulterios corrientes, e iban unidas al mismo cortejo de disimulos y mentiras.
¿Su
relación con el dinero? La misma historia triste, plagada de complicaciones.
No se puede hacer más que un resumen sumario. En teoría, Shelley no creía que
la propiedad privada fuese legítima, y menos aún la herencia y el derecho de
primogenitura del que él mismo se beneficiaba. En Una visión filosófica de
la Reforma, define sus principios socialistas: “La igualdad en la posesión
debe ser el resultado final de una civilización en su supremo grado de refinamiento.
Es uno de los objetivos hacia los cuales tiende este sistema y la meta hacia la
que tenemos el deber de tender, sea cual fuere nuestra esperanza en conseguirlo.”
Sin embargo, para los privilegiados, los iluminados de su especie, era normal,
necesario incluso, heredar riquezas para mejor servir a la causa. Esta
justificación iba a balanceares, a convertirse en una verdad casi universal,
entre los intelectuales de izquierda que viven en la opulencia. Shelley se
las ingenia para sacar todo el dinero que puede a su familia. La desgracia
quiso que, en su primera carta a Godwin, su mentor, considerase que lo mejor
era presentarse así: “Soy el hijo de un hombre rico de Sussex… heredero
del mayorazgo de unos dominios que dan 6.000 libras al año.” Godwin puso
enseguida mucha atención. El filósofo radical era el estafador de genio, más
desvergonzado y más cínico de todos los financieros del mundo. Sumas
fabulosas, expoliadas a una muchedumbre de amigos bien intencionados, se
habían perdido para siempre en el laberinto inextricable de sus deudas. Saltó
sobre el joven e inocente Shelley y ya no le dejó. Tomó dinero de su familia,
le pervirtió, le enseñó todos los viejos trucos de principios del siglo XIX
para el endeudamiento crónico: efectos descontados, postdatados y, sobre
todo, los famosos empréstitos post óbito, gracias a los cuales los jóvenes
herederos de mayorazgos de una propiedad podían, en aquella época, conseguir
por anticipado sumas importantes sobre su herencia en espera de la muerte del
papá… A base de tasas de interés enormes, por supuesto. Shelley opta
por declararse en quiebra. Y un fuerte porcentaje de lo que descuenta se
precipita en el agujero negro financiero de Godwin. El no ve jamás un céntimo
pero la suerte de la familia Godwin tampoco mejora un ápice. Shelley termina
por revolverse contra este parásito: “Os he dado desde hace años sumas considerables.
He sacrificado una fortuna para poder hacerlo, cerca de cuatro veces aquella
suma. A excepción de la entente que estas transacciones parecen haber
favorecido entre vos y yo, tan incontables son las ventajas que habéis sacado
de ese dinero, que hubiera hecho mejor tirándolo al mar.” Frecuentando a
Godwin, Shelley no perdió solamente su dinero. Harriet tenía razón al decir
que el gran filósofo había endurecido el corazón de su marido. Cuando Shelley
(que la había dejado ya por Mary) le hizo una visita después del nacimiento de
su hijo Willian, le dice: “¡Me alegro de que sea un hijo. Será menos caro!”
Quería decir que podría conseguir una tasa de interés inferior al pedir un
préstamo post óbito. Esta observación no es la de un joven poeta idealista de
veintidós años, sino la de un deudor crónico. Y retorcido, además.
Godwin
no fue el único parásito de Shelley. Leigh Hunt, un intelectual, le hostigó sin
descanso. Un cuarto de siglo más tarde, Thomas Macaulay resume su personalidad
a Napier, el redactor jefe del Edinburg Review: “He atendido a una letra de
Hunt no sin miedo. Temo convertirme en una de esas numerosas personas a las
que da un sablazo de 20 libras cada vez que lo necesita.” Hunt fue inmortalizado
luego con los rasgos de Harold Skimpole, en Black House, por Dickens, que
confía a un amigo: “Creo que es el retrato más fiel que pueda haber pintado
con palabras… Es la copia exacta de un hombre real”. En su encuentro
con Shelley, Hunt, que empezaba su larga carrera de sableador, aplicaba la
técnica ensayada por Rousseau. Persuadía a sus víctimas de que les hacía un
favor insigne aprovechando su generosidad. A la muerte de Shelley, Hunt ataca
a Byron quien hubo de emplear un cierto tiempo para desembarazarse de él.
Byron pensaba que Hunt había desplumado a Shelley. Fue en realidad peor que
eso. Persuadió a Shelley de que los hombres de su especie, con ideas
avanzadas, no tenían obligación moral ninguna respecto a sus acreedores. El
trabajo que aportaban para el bien de la humanidad bastaba para satisfacer
sus deudas.
Shelley,
el defensor de la verdad y de la virtud, fue toda su vida un fullero y un
trapisondista. Pidió dinero prestado por todas partes, a todo el mundo, y la
mayor parte de las veces no lo devolvió jamás. Los Shelley se trasladaban a
menudo de casa, y lo hacían calladamente, dejando tras ellos legiones de
víctimas burladas. Dan Healy, su antiguo criado, no fue el único irlandés al
que estafó Shelley. Pidió prestada una sustancial suma a John Lawless, el redactor
republicano que se había honrado de su amistad en Dublín. Pero este hombre no
podía permitirse el lujo de perder tanto dinero. Después de partir Shelley,
aquél escribe a Hogg para pedirle informes al respecto. Poco tiempo después
es arrestado por deudas. Shelley, no sólo no hace esfuerzo alguno para sacarle
de prisión devolviéndole el dinero que le debía, sino que aprovecha la ocasión
para denigrarle. Escribe a una amiga común de Dublín, Catherine Nugent: “Temo
que se haya comportado hacia vos como se ha portado conmigo.” Para colmo, en
Lynmouth, Shelley firma contratos a su nombre (“el honorable M.Lawless”) Esta
vez, cometería un delito de falsedad y uso de documentos falsificados, para
el que estaba prevista la ¡pena capital!
Shelley
estafa del mismo modo a los galeses. En 1812, alquila una granja y contrata
servidumbre, pero es arrestado por deudas (60 y 70 libras) contraídas con
Caernarvon. John Williams, que había financiado su aventura galesa, y el
Dr.William Roberts, un médico rural, salieron garantes de él. La deuda, incrementada
con los gastos, fue pagada por John Bedwell, un abogado londinense. Los tres
lamentarían su generosidad. En 1844, es decir treinta años más tarde, el
Dr.Roberts intenta todavía descontar de la herencia de Shelley las 30 libras
que el poeta le debía. Bedwell reclama su deuda en vano. Shelley, un año más
tarde, escribe a Williams: “He recibido de M. Bedwell una carta autoritaria y
desagradable a la que he respondido con un espíritu inflexible”. Shelley enseguida
se sentía ofendido. Owen, el hermano de Williams, un granjero, le prestó 100
libras. Shelley le pide enseguida 25 libras más en estos términos: “Sabré por
vuestra complacencia en la respuesta a esta solicitud si la falta de amigos es
preferible a la amistad.” Las relaciones de Williams con Shelley terminaron en
una avalancha de insultos. Ni a él ni a Owen les devolvió jamás el dinero. Lo
que no impidió a Shelley ser feroz y moralizador con todo el mundo —salvo
con Godwin y Hunt, que precisamente le debían a él dinero—. Otro
galés, John Evans, recibió dos cartas urgentes de Shelley haciéndole un
llamamiento para que “una deuda de honor, más imperiosa que cualquier otra,
exige un pago inmediato. En estas circunstancias, la apatía, el retraso o la
falta de pago serían lamentable”.
¿Qué
significaba exactamente para Shelley una deuda de honor? Había pedido prestado
sin escrúpulos dinero a las mujeres, fuesen lavanderas, asistentas o su
arrendadora de Lynmouth. Esta terminó recuperando 20 libras sobre las 30 que
le debía, sustrayéndole con habilidad sus libros. Shelley sonsaca 220 coronas
a Emilia, su amiga italiana, y va contrayendo deudas con todos sus
proveedores. En abril de 1817, Hunt y Shelley decidieron regalar un piano a un
tal Joseph Kirkman. Así lo hicieron, pero cuatro años más tarde seguían sin
pagarlo. Shelley encarga a Charter, el mejor carrocero de Bond Street, un
bonito carruaje de 532 libras que usa hasta su muerte. Charter tuvo que reclamar
a Shelley ese dinero a través de la justicia, pero era el año 1840 y todavía
seguía intentando recuperar la suma. Shelley estafó también a un cierto número
de libreros —editores que habían consentido imprimir sus poemas a
crédito. Empieza por Slatter, el librero que le había prestado 20 libras en
los tiempos en que fue expulsado de Oxford. Slatter, que a todas luces le
apreciaba, trató de protegerle contra la rapacidad de los usureros. En
agradecimiento, Shelley le puso en un apuro que le costó muy caro. En 1831, el
hermano de Slatter, plomero de oficio, escribe a Sir Timothy: “He sufrido las
consecuencias de mi conducta honesta hacia vuestro hijo. Con el fin de evitarle
acudir a los Judíos para conseguir dinero a un interés muy elevado…
Hemos perdido más de 1300 libras.” Poco tiempo después ambos eran encarcelados
por deudas. Cuatro años y medio después de haber editado Alastor, el impresor
de Weybridge seguía intentando inútilmente que Shelley le pagase su trabajo. En
diciembre de 1814, Shelley escribe a un librero:
“Si
aceptáis proporcionarme libros, puedo firmaros un efecto post óbito a razón de
250 libras por 100 obras.” Otro librero, Thomas Hookham, le imprimió La
Reina Mab a crédito y le adelantó el mismo dinero. Esta deuda resulta
igualmente impagada. Por otra parte, por haber cometido aquél el crimen de
testimoniar simpatía a su mujer, Shelley le hace objeto de su aversión. El
25 de octubre de 1814, escribe a Mary: “Si ves a Hookham, no le insultes en
público. Tengo aún algunos proyectos para este malvado… Le haré odiar
su propia silla. Pasado el tiempo le cortaré en trozos, y le asesinaré en su
jugo. Su orgullo será pisoteado, pulverizado, atomizado. Aniquilaré su alma
egoísta y la haré papilla.”
El
denominador común a todos los descarríos de Shelley fue ciertamente su
incapacidad para admitir otro punto de vista que no fuera el suyo. Fuese acerca
de cuestiones financieras o sexuales, se tratase de las relaciones con su
padre, su madre, sus mujeres, sus hijos, sus amigos o sus proveedores, carecía
en absoluto de imaginación. Curioso. La imaginación se encuentra en el corazón
de su teoría política. Esta “belleza intelectual” ¿no era, según él, indispensable
para transformar el mundo? Los poetas deberían pues poseer esta cualidad en el
más alto grado, puesto que la imaginación poética les eleva al rango de
legislador natural del mundo. Pero he aquí un poeta —y uno de los más
grandes— capaz quizá de simpatizar con todas las clases sociales,
pisoteando a los obreros agrícolas, los Ludditas, o a los amotinados de
Peterloo, los obreros de una fábrica. Un poeta capaz de sentir, en abstracto,
todos los sufrimientos de la humanidadpero totalmente incapaz, siquiera una
sola vez en su vida, de comprender lo que cuestan. Shelley no comprendía en
absoluto por qué los barones, los siervos o sus patronos podrían tener una opinión
diferente a la suya. Si tropezaba con su intransigencia, recurría a sus malas
artes. La carta de Shelley a John Williams fechada el 21 de marzo de 1813 pone
a la perfección los límites de su imaginación. Comienza con una ofensiva en
regla contra el infortunado Bedwell, seguida de un ataque salvaje contra la
desgraciada Miss Hitchener (“una mujer de opiniones desesperantes, de pasiones
terroríficas, de un espíritu de venganza frío e inflexible… He reído de
buena gana pensando en su día de tribulaciones”) Después termina con una nota
humanitaria: “Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para servir a mi país y a
mis amigos. Es decir que el amigo soy yo para vos.” Este mismo Williams siguió
contra él un proceso por estafa y no tardaría en engrosar la lista de acreedores
ulcerados.
Shelley
consagró su vida al progreso político y usó de su maravilloso talento poético
sin tener nunca conciencia de su impotencia imaginativa. No hizo ningún
esfuerzo por conocer a los seres que quería ayudar. Redactó su Llamadaal
pueblo irlandés antes incluso de poner el pie en suelo irlandés y, una vez
en él, no intentó averiguar cuáles eran las verdaderas aspiraciones de sus
habitantes. Su fin secreto era minar su fe religiosa. Sea como fuere, Shelley
ignoraba todo sobre la política inglesa, sobre la opinión pública, sobre los
problemas desesperantes que el gobierno debió afrontar después de Waterloo,
sobre los sinceros esfuerzos para darles solución. Nunca hizo justicia a los
hombres de buena voluntad, como Castelreagh y Sir Robert Peel, aunque poseyeran
esa imaginación penetrante, tan indispensable a su modo de ver. Sin embargo,
les maltrata en La Máscara de la anarquía; como maltrató en sus cartas
a su acreedores y a sus mujeres abandonadas.
Está
claro que Shelley aspiraba a una transformación total de la sociedad y a la
abolición de la religión organizada. Pero no sabía bien cómo hacerlo. A veces,
predica la no-violencia. Algunos le consideran como el primer y auténtico
adepto de la resistencia pacífica y el precursor de Gandhi por haber escrito en
su llamamiento a los Irlandeses: “No debéis nada a la fuerza ni a la
violencia; las sociedades fundadas sobre la violencia merecen la reprobación
absoluta del verdadero reformista… Las sociedades secretas son también
nefastas.” Sin embargo, en otros momentos de su vida, Shelley sueña con
fundar organizaciones secretas, y su poesía no pudo interpretarse más que como
una incitación a la acción directa. La Máscara de la anarquía está
llena de contradicciones. En una frase defiende la no-violencia. Pero
la más célebre, la que termina con “vosotros sois muchos, ellos son pocos”, es
una incitación a la sedición.
Byron,
como Shelley, era un rebelde, pero tenía más de hombre de acción que de intelectual.
No creía en una transformación de la sociedad, sino en la libre disposición
de uno mismo. La utopía de Shelley le dejaba escéptico. El bello poema de
Shelley, Julien y Maddalo, que data de los años 1818-1819 da cuenta de
sus largas conversaciones con él en Venecia. Maddalo (Byron) dice acerca del
programa político de Shelley: “Puede que un sistema esté muy protegido contra
la refutación. Pero sería vano soñar con poner esas aspiraciones teóricas en
práctica.”
En este
poema, Shelley reconoce que las críticas de Byron detendrán por algún tiempo
su trabajo de demolición. Dio muestras con Byron de una gran modestia: “Desespero
de igualar a Byron, haga lo que haga… y no conozco a ninguna otra
persona que merezca rivalizar con él… Cada palabra está impregnada de
inmortalidad”. Cuando la pujanza de Byron le paraliza, Shelley dice
simplemente: “El sol ha desecado a la luciérnaga.” Es cierto que este encuentro
le proporciona una cierta madurez. Pero al contrario que Byron, que comenzaba
a ver su papel de organizador de pueblos oprimidos, Shelley se declara contra
la acción directa. Al final de su vida, se pone incluso a criticar a Rousseau y
a asociarle a los horribles excesos de la Revolución francesa. En su poema
inacabado, El triunfo de la vida, Rousseau está preso en el Purgatorio
por haber cometido el error de creer que un ideal podía alcanzarse en una vida.
Lo que prueba que estaba corrompido. Pero nada prueba que Shelley hubiera renunciado
a la política en favor de un puro idealismo imaginario.
Sea como
fuere, ni en los meses anteriores a su muerte hubo señal alguna de cambio
apreciable en su carácter. Claire Clairmont, que vivió más de ochenta años,
llegó a ser una dama llena de buen sentido (Henry James se inspira en ella en
su fascinante novela, Los Papeles de Jefrey Aspern). Sesenta años después
del suicidio de Harriet, Claire escribe: “Estos acontecimientos produjeron un
efecto benéfico sobre Shelley. Tuvo menos confianza en sí mismo y fue menos
impetuoso.” Es posible que estos recuerdos le hicieran menos egocéntrico, pero
su mejoría fue progresiva y lejos de ser aceptable en los momentos anteriores
a su muerte.
En 1822,
Byron y Shelley se hicieron construir cada uno un barco, el Bolivar y el Don
Juan. Shelley, apasionado por la navegación, alquiló una casa de verano en
Lerici, en la bahía de La Spezia, en Italia. Mary, de nuevo encinta, detestaba
este lugar y su calor tórrido. Ya sin ilusiones, Mary estaba cansada de su
vida de exiliada. Además, una nueva amenaza se cernía. Shelley, que navegaba a
menudo con el lugarteniente Edward Williams, un empleado a media paga de la
Compañía de Indias, manifestaba un interés creciente por su bonita compañera. Jane
tocaba la guitarra y cantaba de manera arrebatadora (como Claire), y Shelley
empezaba a sumirse en sus encantos. En aquellas tardes musicales, en las noches
al claro de luna, escribía poemas. Mary se asustó. ¿Iba a ser desalojada de su turno, como ella
había desalojado a Harriet? El 16 de junio, Mary se provocó un aborto y cayó
de nuevo en la desesperación. Dos días más tarde, Shelley escribe una carta
mostrando claramente que su unión había tocado a su fin. “No puedo sentir
deseo más que por quienes lo sienten por mí y me comprenden… No Mary.
Sin duda es necesario esconder los pensamientos que podrían hacerla sufrir.
Pero que dones tan poderosos, que un espíritu tan puro no puedan generar la
simpatía indispensable para su aplicación a la vida doméstica… es un
suplicio de Tántalo”. Y añade: “Jane me gusta cada vez más… Su gusto por
la música, su elegancia de formas y maneras compensan, en cierta medida, su
incultura literaria.” Hacia fin de mes, Mary encuentra su situación, el
calor y la atmósfera de la casa tan insoportables, que escribe: “Me gustaría
poder romper mis cadenas y abandonar este calabozo.”
Debió su
liberación a un evento tan trágico como inesperado.
Shelley,
desde siempre, estaba fascinado por la velocidad. Si hubiera vivido en el
siglo XX, hubiera sido piloto de carreras o piloto de pruebas de aeronáutica.
Uno de sus poemas, La Bruja del Atlas, es un himno al juego de navegar
en el espacio. Su velero, el Don Juan, ya conocido por su velocidad, había
sido reformado a petición suya por el arquitecto naval de Byron para hacerle
todavía más rápido. No medía más que ocho metro de largo pero estaba equipado
de dos grandes mástiles gemelos a modo de goleta. Shelley y Williams habían
inventado un nuevo modelo de gavia aumentando considerablemente la
superficie de la vela. La goleta, muy rápida, peligrosa, volaba “como una
bruja”. En el momento del naufragio, navegaba con tres spinnakers y
una vela suplementario.
Shelley
y Williams embarcaron en Livorno, el mediodía del 8 de julio de 1822, sobre la
goleta para regresar de nuevo a Lerici. El tiempo empeoró desde que entraron
en alta mar. Cuando la tempestad se desencadenó a las seis y media, todos los
barcos italianos volvieron al abrigo del puerto. El capitán de uno de estos
barcos cuenta haber visto el de Shelley en medio de olas inmensas, a toda
vela. Había gritado a los dos hombres que subiesen a bordo, o al menos que
arriasen las velas.: “¡Si no, estáis perdidos!” Pero uno de los dos
(probablemente Shelley) le había respondido: “¡No!” y vio impedir a su compañero
aliviar el velamen y cogerle del brazo “como si estuviese encolerizado”. El
Don Juan zozobró a diez millas de la costa, a toda vela. Los dos hombres se
ahogaron.
Keats
había muerto en Roma de tuberculosis el año precedente. Dos años más tarde, a
Byron le sangraron hasta morir sus médicos en Grecia. Una breve e incandescente
época de la literatura inglesa llegaba a su fin. Mary volvió a Inglaterra con
el barón Percy (Charles había muerto), y costeó un monumento mítico a la
memoria de Shelley. Pero las cicatrices no se habían cerrado, pues había
conocido el reverso del decorado de la vida intelectual, y experimentado la
fuerza dolorosa de las ideas. Un amigo que observaba al pequeño Percy mientras
le enseñaba a leer, hizo este comentario: “Percy llegará a ser un hombre
extraordinario. Cierto”. Mary Shelley replicó apasionadamente: “¡Dios mío,
haz que sea un hombre corriente!”
3.
UN GENIAL
IMPOSTOR: KARL MARX
Karl Marx, más que cualquier otro intelectual, ha marcado la Historia. En primer lugar por el poder de atracción que ejercieron sus conceptos y su metodología sobre los espíritus poco rigurosos. Después, porque su filosofía fue llevada a la práctica en los dos países más grandes del mundo, Rusia y China, y sus numerosos satélites. En este sentido, Marx se parece a san Agustín cuyos escritos han influido profundamente en la Iglesia de los siglos V al XVIII, y en la formación de la cristiandad en la Edad Media. Pero la influencia de Marx fue todavía más directa, puesto que el tipo de dictadura que ambicionaba ejercer a título personal, como veremos, fue puesta en práctica por tres de sus fieles adeptos, Lenin, Stalin y Mao Tsé Tung, con incalculables consecuencias para la humanidad.
Marx,
hijo de la segunda mitad del siglo XIX, elabora una filosofía típica de su
época a la que sobre todo le confiere un valor “científico”. Este calificativo,
para él, era un criterio de valor absoluto. Lo empleaba generalmente para
desmarcarse de sus numerosos enemigos. Su trabajo y él mismo eran
“científicos”. Ellos no lo eran. Pensaba
haber descubierto una explicación histórica del comportamiento humano conforme
a la teoría de la evolución de Darwin. Esta noción arraigó tan bien en la doctrina
oficial de los países que la adoptaron que impregnó, más que cualquier otra
filosofía, las materias enseñadas en sus escuelas y universidades. Si
ganó también al mundo no marxista, es porque los intelectuales —los universitarios
en particular— están fascinados por el poder. Numerosos profesores,
identificando marxismo y autoridad, estuvieron tentados de integrar la
“ciencia” marxista en sus propias disciplinas, sobre todo en las materias
de una exactitud aproximativa como la economía, la sociología, la historia
y la geografía. Si Hitler hubiera ganado la guerra en la Europa central y
del Este, hubiera impuesto su ley de la misma manera en una gran parte del mundo.
La doctrina nazi hubiera sido, sin duda, proclamada también como “científica”.
Y la teoría racial, realzada con un barniz académico, se hubiera infiltrado
en las universidades del mundo entero. Pero la victoria militar de Stalin
hizo que el marxismo se impusiera sobre la doctrina nazi.
La primera pregunta que debemos plantearnos es pues la siguiente: ¿en qué era Marx científico? Dicho de otro modo, ¿en qué medida se comprometió a perseguir un conocimiento objetivo, basado en la investigación y en el control de las pruebas?
La biografía de Marx indica que fue ante todo un universitario, nacido de padres universitarios. Heinrich Marx, su padre, abogado y talmudista, se llamaba originariamente Hirschel ha-Levi Marx. Pertenecía a la estirpe del célebre rabino Elieser ha-Levi, de Maguncia, cuyo hijo, Jehuda Minz, llegó a ser jefe espiritual de la Escuela talmúdica de Padua. La madre de Marx, Henrietta Pressborck, también hija de rabino, descendía de famosas sagas eruditas. Marx nació el 5 de mayo de 1818, en Tréveris (en aquella época en territorio prusiano). Sobre nueve hijos de la familia, fue el único muchacho que alcanzó la madurez. Sus hermanas se casaron respectivamente con un ingeniero, un librero y un abogado. La familia de Marx representaba la quintaesencia de la burguesía. Su padre era liberal, conocía a Voltaire y a Rousseau de memoria, “como un verdadero francés del siglo XVIII”. Un decreto prusiano de 1816 había proscrito a los Judíos de los altos puestos en la judicatura y en la medicina. Se convirtió entonces al protestantismo y, el 26 de agosto de 1824, hizo bautizar a sus seis hijos. Marx hizo su primera comunión a los quince años y, durante un cierto tiempo, parece haber sido un ferviente cristiano. Al principio va a un colegio jesuita laico, después a la universidad de Bonn y termina sus estudios en la universidad de Berlín, la mejor del mundo en aquella época. No recibe la menor educación judaica, no intenta nunca adquirirla, y no manifiesta nunca el menor interés por las causas judías. Desarrolla sin embargo actitudes propias de la erudición talmúdica: una tendencia a acumular gran cantidad de información, mal asimilada, a emprender trabajos enciclopédicos, nunca acabados, y un soberano menosprecio hacia todos los que no fueran eruditos. Toda su obra lleva la marca del enfoque talmúdico. Cual es, esencialmente, comentarios y críticas sobre el trabajo de los demás.
Marx, provisto de una buena cultura clásica, se especializa más tarde en la filosofía hegeliana. Presenta su tesis doctoral en la universidad de Jena, de un nivel inferior al de Berlín. Parece, sin embargo, que nunca fue lo bastante brillante como para ocupar un puesto académico. En 1842 se hace periodista, después redactor jefe de la Rheinische Zeitung (la gaceta renana), que edita durante cinco meses antes de ser prohibida en 1843. Escribe luego para el Deutsch-Französische Jahrbücher (Anales franco-alemanes), y en París para diversos periódicos hasta su expulsión en 1845; más tarde, en Bruselas donde se integra en la Liga de comunistas y escribe su Manifiesto en 1848.
Después del fracaso ese mismo año de la revolución, se ve obligado a refugiarse en Londres en 1849. Allí se instala definitivamente. En el curso de los años 1860 y 1870, dirige la Asociación internacional de trabajadores. En Londres, Marx pasa la mayor parte del tiempo en el British Museum para recopilar la documentación de su gigantesco estudio sobre El Capital, al que intenta hasta su muerte (1883) —es decir durante treinta y cuatro años— darle forma publicable. Un volumen parecido apareció en la prensa (1867). El segundo y tercer tomo, publicados después de su muerte, fueron obra de su colega Friedrich Engels, que trabajó sobre las notas acumuladas por Marx. Llevó una vida de erudito:
“Soy
una máquina condenada a devorar libros”, lamenta un día. Lo que no quiere decir
que Marx fuese realmente un investigador, y menos aún un científico. Descubrir
la verdad le interesaba menos que proclamarla. Marx combinó tres aspiraciones
de la misma importancia: la poesía, el periodismo y la moral. Estas tres
inclinaciones asociadas a una voluntad poderosa hicieron de él un formidable
escritor y un visionario. Pero seguramente no un científico. Fue incluso,
en todas las esferas, lo contrario de un científico.
En Marx, el poeta prevalece mucho más de lo que se cree generalmente. Pero su imaginación fue rápidamente absorbida por su visión política. Desde la infancia, se empieza a entregar a la poesía relacionada con dos temas principales: su amor por su vecina, Jenny von Westphalen, mitad prusiana, mitad escocesa, con la que se casa en 1841, y la destrucción del mundo. Escribe una gran cantidad de poemas, tres volúmenes manuscritos, que envía a Jenny y a su hija Laura. Desaparecen a su muerte en 1911, a excepción de catorce poemas y una tragedia en verso, Oulanen, de la que Marx esperaba se convirtiese en el Fausto de su tiempo. Dos poemas fueron publicados el 23 de enero de 1841 en el Ateneo de Berlín, bajo el título Cantos salvajes. El arrebato es la nota dominante de estos versos, impregnados de un profundo pesimismo sobre la condición humana, de odio, de fascinación por la corrupción, por la violencia y por los pactos suicidas con el diablo: “Estamos encadenados, destrozados, vacíos, asustados — Eternamente encadenados al pilar marmóreo de la existencia” “Somos los monos de un Dios frío”, escribe el joven Marx. Y arrobándose con Dios: “Yo vocearé gigantescos anatemas contra la humanidad”. Numerosos poemas predicen la aparición de una crisis mundial. Cita el discurso del Fausto de Goethe: “Todo lo que existe merece perecer.” Se sirve de él en su panfleto contra Napoleón III, titulado El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Toda su vida Marx lleva consigo, como en su poesía, la visión apocalíptica de una gigantesca catástrofe amenazadora del orden existente. Subyace en el Manifiesto del partido comunista de 1848 y alcanza su apogeo en El Capital.
Marx, a fin de cuentas, fue un escritor escatológico de punta a cabo de su obra. El boceto original de La ideología alemana (1845-1846) incluye un pasaje que evoca intensamente sus poemas. Habla del “juicio final”, del día en que el reflejo de las ciudades incendiadas abrasará los cielos…, de “armonías celestes” de la Marsellesa y de la Carmañola acompasadas por el sonido del cañón, de la guillotina, de masas enfebrecidas y de la conciencia de sí colgada del reverbero. Se encuentra también en los ecos de Oulanen, en el Manifiesto en el que el proletariado se pone el manto de los héroes. El tono apocalíptico de sus poemas horada aún su discurso terrorífico del 14 de abril de 1856: “La historia es el juez, su verdugo el proletariado.” No se trata más que de terror, de casas marcadas de cruces sangrientas, de metáforas catastróficas, de seísmos, de lava ardiente surgiendo de la corteza terrestre. Pero la siniestra versión poético-económica del fin del mundo omnipresente en su espíritu acaba resultando siempre más literaria que científica. Investiga incansablemente la prueba de su ineluctabilidad, pero nunca el medio de evitarlo aportando datos objetivos. Este toque poético conferirá a la proyección histórica de Marx la teatralidad que fascina a los lectores deseosos de creer en la muerte inminente del capitalismo.
Fue también periodista. E incluso un buen periodista. Pero la interpretación de su gran obra se presenta difícil, por no decir imposible: El Capital no es más que una serie de ensayos sin estructura real. Por el contrario, estuvo muy atento a reaccionar ante los acontecimientos y comentarlos con concisión. Su delirio poético le llevaba a creer que la sociedad estaba a punto de desintegrarse Todas las grandes informaciones están relatadas en función de este principio general, lo que confiere a su informe periodístico una notable consistencia. En agosto de 1851, Charles Anderson Dana (un discípulo del socialista Robert Owen) era administrador del New York Dailey Tribune. Ofrece a Marx un puesto de corresponsal en su periódico a razón de dos artículos a la semana, pagados cada uno con una libra. Durante diez años, Marx envió cerca de quinientos artículos, de los que ciento treinta y cinco aproximadamente fueron redactados a su vez por Engels. Estos textos fueron ampliamente retocados en Nueva York. Pero conservan la fuerza argumentativa de Marx, muy apropiada para la polémica, brillante en la crítica y el aforismo. Es preciso decir que muchas de las fórmulas no eran de su cosecha: se las debe a Marat, “Los proletarios no tienen patria”. “Los proletarios no tienen nada que perder excepto sus cadenas”. A Heine, la célebre humorada: “La burguesía lleva una cuota de ejército a la espalda” y “La religión es el opio del pueblo”. A Louis Blanc, “A cada uno según sus méritos; a cada uno según sus necesidades”. A Karl Schapper, “Proletarios de todos los países, ¡uníos!”. A Blanqui, “la dictadura del proletariado”. Pero Marx también era capaz de hacer otro tanto: “En política, los Alemanes han pensado lo que los demás han hecho.” “La religión no es más que un sol ilusorio alrededor del que el hombre gravita, hasta que se pone a girar alrededor de sí mismo”. “El matrimonio burgués es la comunidad de mujeres casadas.” “El revolucionario es aquél que osa gritar a su adversario, Yo no soy nada y debo serlo todo”. “En cada época, las ideas dominantes fueron las de la clase dirigente”. Marx era experto en el arte de citar a los demás, de hilvanar sus ideas en el momento oportuno de su discurso. Ningún escritor político lo hizo mejor en su género que las tres últimas frases de su Manifiesto: “Los proletarios no tienen nada que perder, a excepción de sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. Proletarios de todos los países, ¡uníos!”.
En resumen, este fue el periodista dominado por el estilo telegráfico que salva su filosofía del olvido a fines del siglo XIX. La poesía y la fórmula periodística aportan pues de Marx lo mejor de su obra. Pero resulta considerablemente lastrada por la jerga académica. Marx quería asombrar al mundo, fundar una nueva escuela filosófica al servicio de su plan de acción para asegurarse el poder. Lo que explica su ambivalencia respecto a Hegel. En el prefacio de la segunda edición de El Capital, declara: “Me proclamo sinceramente discípulo de este gran pensador” y “He usado todo de la terminología hegeliana en la discusión sobre la teoría del valor”. Pero aclara que su propio “método dialéctico” está en “oposición” al de Hegel. Para Hegel, el pensamiento es creador de lo real, mientras que para él, “el idealismo no es más que la materia transpuesta y traducida en la cabeza del hombre”. Pues, insiste, “en los escritos de Hegel, la dialéctica va en la cabeza. Es preciso ponerla a los pies para poner al descubierto el núcleo racional escondido bajo envoltorios engañosos”.
Marx busca la consagración académica esforzándose en descubrir una falla en el método hegeliano. Intentó reemplazarla por una super filosofía que superase a todas las demás. Pero persiste en tener a la dialéctica de Hegel como “llave de la comprensión humana”, y permanece cautivo de esta idea hasta el fin de su vida, pues la dialéctica y sus “contradicciones” explican la crisis universal nacida de su premonición de adolescente. Al final de su vida, el 14 de enero de 1873, escribe que la marcha cíclica de los negocios explica “las contradicciones inherentes a la sociedad capitalista”. Se produciría “en el punto culminante de estos ciclos una crisis universal” que contribuiría a “hinchar la dialéctica” en la cabeza de los “nuevos ricos del nuevo imperio germánico”.
¿De qué modo afecta todo eso a la política y los problemas económicos del mundo real? En nada. La filosofía de Marx descansa sobre una visión poética y su construcción sobre un ejercicio de jerga académica.
Para poner su máquina intelectual en marcha, Marx precisa de una motivación moral. La encuentra en su odio a la usura y a los prestamistas de dinero. Expresa este sentimiento, aliado, como veremos, a sus dificultades personales, en sus primeras obras serias: dos ensayos sobre la “cuestión judía” publicados en 1844 en Los Anales francoalemanes. Los partidarios de Marx eran todos más o menos antisemitas. En 1843, Bruno Bauer, el líder antisemita de la izquierda hegeliana, había publicado un ensayo preconizando que los judíos renunciaran completamente al judaísmo. Los ensayos de Marx hicieron eco en el de Bauer. El no hizo ninguna objeción al antisemitismo de este último que aprobaba y avalaba, pero explica su desacuerdo en cuanto a la solución propuesta. Bauer estimaba que la naturaleza asocial de los judíos era de origen religioso. Podía, según él, ser corregida extirpando su fe. Para Marx, el mal era de naturaleza socioeconómica: “Consideremos al verdadero judío. No al judío del sabbat… sino al judío de cada día. ¿Cuál es la base del judaísmo profano? El mercantilismo. ¿Cuál es su dios mundial? El dinero”. Así pues, poco a poco, los judíos extendieron esta “práctica” religiosa a toda la sociedad:
“El
dinero es el dios celoso de Israel junto al que ningún otro dios puede existir.
El dinero envilece a todos los dioses del hombre, les cambia en comerciantes
(…) El dinero, es el alma alienada del trabajo del hombre y de su
existencia: esta alma le domina, él la idolatra, El dios de los judíos, laicizado,
se convierte en el dios del mundo”
Para Marx, el judío había corrompido al cristiano. Estaba convencido de que “no había otro destino, en este mundo, más que el de ser más rico que el vecino”, y de que el mundo era una “bolsa de valores”. Y de que habiéndose apoderado el poder político del dinero, la solución no podía ser sino económica. “El dinero judío” se había convertido en el “elemento social universal del tiempo actual”, y, para rendir al “judío imposible”, era preciso abolir las “condiciones previas” y “la posibilidad real” de esta clase de dinero. Una vez abolida la actitud del judío con respecto al dinero, la religión judía, la versión corrupta del cristianismo que había impuesto al mundo, desaparecería por sí sola. Y cuando “el mundo” se haya “librado de la usura y del dinero, es decir del judaísmo práctico y real, nuestra época, por sí misma, también se emancipará”.
Hasta entonces, la explicación de Marx sobre la marcha defectuosa del mundo se limita a un antisemitismo estudiantil de taberna mezclado con ideas de Rousseau. Pero los tres años siguientes (1844-1846), elevará esta mixtura a filosofía: los malos elementos de la sociedad que la alteran, los apoderados del dinero usurario no son ya únicamente los judíos sino también la burguesía. El poder del dinero, la riqueza, el capital se transforman entonces, según él, en los instrumentos de la burguesía, y el proletariado en la nueva fuerza redentora. Desarrolla su argumentación en términos estrictamente hegelianos gracias a fuentes considerables de jerga filosófica alemana entonces en todo su apogeo. Pero si la inspiración es claramente moral, su visión última de la crisis apocalíptica sigue siendo poética. La revolución en Alemania será filosófica: “Un medio que no puede emanciparse sin emanciparse de todos los demás medios es una perdición total para la humanidad que no puede redimirse más que por una redención total. El proletariado es la clase específica resultante de esta disolución de la sociedad.” Marx parece querer decir con esto que el proletariado no es una clase sino un disolvente de clases. Esta fuerza redentora no teniendo historia, no está sujeta a leyes históricas y pone fin a la historia. Este concepto, curiosamente, es típicamente judío. El proletariado se sustituye por el Mesías o el Redentor. La revolución comporta dos elementos: “La cabeza de la emancipación o la filosofía, y su corazón, el proletariado.” Los intelectuales forman el cuerpo de élite, es decir los generales, y los trabajadores, la infantería.
Después de haber convertido la riqueza en un poder detentado por los judíos pero ostentado por la clase burguesa y definido el nuevo sentido filosófico del proletariado, Marx se aferra a la dialéctica hegeliana para ir al centro de los acontecimientos que llevan a la gran crisis. El pasaje esencial dice así:
“El proletariado aplica la sentencia que la propiedad
privada pronuncia contra sí misma al engendrar el proletariado y la que el
trabajo-salario pronuncia contra sí mismo al engendrar la riqueza para los
demás y la miseria para él. Si el proletariado sale victorioso no significa
que por ello se convierta en la parte absoluta de la sociedad, pues no
saldrá victorioso más que aboliéndose a sí mismo como su opuesto. El proletariado
y la propiedad privada, su opuesto determinante, desaparecen a continuación.”
Marx da una visión cataclísmica del mundo. Pero, fuera de una sala de conferencias universitarias, su formulación hecha en términos académicos alemanes no significa nada en el mundo real.
Cuando Marx politiza los acontecimientos, continúa con la misma monserga filosófica: “El socialismo no puede tener existencia sin una revolución. Cuando las actividades de organización comienzan, cuando el alma, la cosa propiamente dicha, aparece, el socialismo puede entonces rechazar todas las veleidades políticas”. Marx, como un leal sujeto de Su Majestad subraya sus palabras tan a menudo como lo hacía la reina Victoria en sus cartas. Lo que no aclara mejor al lector acerca de su sentido. Para apabullar, dramatiza y, como siempre, recurre a su jerga: “El proletariado no puede existir más que en el plano histórico-mundial, del mismo modo que el comunismo y sus acciones no pueden tener más que una existencia histórico-mundial. O bien: “El comunismo no es posible, empíricamente, más que como acción del pueblo dirigente de una vez por todas y simultáneamente, lo que presupone el desarrollo universal del poder productivo y del comercio mundial de los que depende”.
Por otra parte, los juicios de Marx no son necesariamente válidos, incluso cuando su significado es claro. Son más o menos obviare dicta de filosofía moralista. Estas fórmulas pueden parecer plausibles o no. Pero ¿dónde están los hechos, las pruebas, que permitan tener a estos asertos moralizantes por una ciencia?
La actitud de Marx en relación a los hechos es también ambivalente como la que adopta respecto a la filosofía hegeliana. Pasa decenas de años de su vida acumulando hechos y consignándolos en un centenar de grandes carnets de notas. Estos hechos existen en las bibliotecas. Por el contrario, Marx no se interesa jamás por los hechos que pueden descubrirse observando el mundo, estando a la escucha de los que viven en él. No se interesó nunca por la pobreza y la explotación hasta 1842. A los veinticuatro años, escribe una serie de artículos tratando del derecho de los campesinos de la Moselle a recoger la leña del bosque. Marx confía a Engels que esta investigación sobre los robos de madera del campesinado había desviado su atención hacia la política pura, y le había conducido a interesarse por las condiciones económicas y después al socialismo. Pero nada prueba que Marx hubiera ido a encontrarse realmente con los campesinos o los terratenientes, ni que hubiera investigado sobre el terreno. En 1844, escribe un artículo para el semanario financiero Vorwärts sobre las condiciones de trabajo de los hiladores silesianos. Marx no había puesto nunca el pie en Silesia y, habida cuenta sus costumbres, es poco probable que hubiera ido a hablar con un hilador. Marx, que toda su vida escribió sobre las finanzas y la industria, sólo conocía a dos personas relacionadas con los negocios financieros e industriales: su tío de Holanda, Lion Phillips, un hombre de negocios sagaz que creó la Compañía eléctrica Phillips, al que, si se hubiera tomado la molestia de preguntarle su opinión sobre el sistema capitalista, quizá le hubiera sido muy útil. No le consulta más que una vez sobre una cuestión financiera precisa, pero le visita sin embargo otras cuatro veces por asuntos de dinero. La otra persona bien informada era Engels. Marx declina su invitación cuando aquél le propone visitar una hilatura de algodón. Marx no pisó jamás una hilatura, una fábrica, una mina o cualquier otro centro industrial.
La hostilidad manifiesta de Marx hacia sus camaradas revolucionarios nacidos a raíz de esta experiencia —dicho de otro modo, con respecto a trabajadores políticamente conscientes— es todavía más sorprendente. No se reúne con ellos más que en 1845, en el curso de un breve viaje a Londres, a donde se dirige para asistir al mitin de una asociación consagrada a la educación de los trabajadores alemanes. No aprecia apenas lo que ve: obreros especializados, relojeros, impresores, cordeleros, teniendo por líder a una guarda forestal. Todos autodidactas, disciplinados, solemnes, bien educados, deseosos de transformar la sociedad, pero moderados en la elección de etapas para hacerlo. Estas gentes no participaban de su visión catastrófica del porvenir. No entendían su jerga académica. Marx les trató con desdén, como carne de cañón, sin más. Prefirió siempre asociarse a intelectuales burgueses, como él. Cuando crea con Engels la Liga comunista, y después la I Internacional obrera, tiene buen cuidado de alejar de los puestos influyentes a todos los socialistas salidos de la clase obrera. En parte por snobismo intelectual. En parte porque estos hombres, que habían tenido una experiencia real de las condiciones de trabajo en la fábrica, se inclinaban más bien, con conocimiento de causa, hacia la no-violencia, hacia las mejoras modestas y progresivas. Esa revolución apocalíptica que Marx consideraba tan necesaria como inevitable les dejaba escépticos. Marx dirigió sus ataques más venenosos contra los hombres de este temple. En Bruselas, en marzo de 1846, sometió a Wilhelm Weitling a una suerte de examen en una reunión de la Liga Comunista. Weitling era pobre, hijo ilegítimo de una lavandera y no conoció nunca a su padre. Este aprendiz, trabajador encarnizado, autodidacta, contaba con muchos partidarios entre los obreros alemanes. El examen tenía en principio la intención de controlar su comprensión “correcta” de la doctrina. Estaba destinado, en efecto, a convencer a todos los miembros de la clase obrera desprovistos de la formación filosófica que Marx consideraba esencial. Marx se abalanzó sobre Weitling con una agresividad inusitada. Le acusó de emplear una agitación desordenada, conveniente precisamente a los bárbaros, en Rusia, donde se podían fundar con éxito asociaciones de atolondrados y de apóstoles. Pero en un país civilizado como Alemania, Weitling debía comprender que nada daba resultado sin doctrina. “¡Si Vd. intenta influir sobre los obreros, en particular los trabajadores alemanes, sin cuerpo de doctrina, sin ideas claras y científicas, Vd. juega sin escrúpulos a hacer una propaganda que conduce inevitablemente a instalar un apóstol inspirado, para asnos que se limitarán a escucharle boquiabiertos!” Weitling respondió que él no se había hecho socialista para aprender doctrinas elaboradas minuciosamente en un despacho; que él se dirigía a verdaderos trabajadores y no quería someterse a los dictados de teóricos que vivían aislados del mundo del trabajo y de sus sufrimientos. Un testigo ocular refiere que esta declaración desencadenó la cólera de Marx. Golpeó tan fuerte la mesa con el puño que la lámpara vaciló, y después saltó a su silla y gritó:
“¡La ignorancia jamás ayudó a nadie!” Ya terminada la sesión, Marx se puso a dar grandes pasos a lo largo y ancho de la habitación echando espumarajos de rabia por la boca..
Este incidente anunciaba a las claras otros ataques contra socialistas de la clase obrera que habían ganado la estima de trabajadores que proponían soluciones prácticas a sus problemas. Contra Prudhon, antiguo obrero tipográfico, contra el reformador agrario Hermann Kriege, contra el dirigente obrero Fernando Lassalle, el primer socialdemócrata alemán realmente importante. En su Manifiesto contra Kriege, Marx, que ignoraba todo sobre agricultura, especialmente la de América donde Kriege estaba establecido, se alza contra su decisión de hacer donación de 160 acres de tierra a cada campesino. Los campesinos serían de este modo reclutados por promesas pero, desde que la sociedad comunista fuera instaurada, la tierra redundaría en la propiedad colectiva. Proudhon, opuesto a todo dogmatismo, escribe: “¡Por el amor del cielo! Después de haber demolido a priori todos los dogmatismos (religiosos), no vayamos ahora a inculcar otro tipo de dogma al pueblo… No nos hagamos líderes de una nueva intolerancia.” Marx detesta esta monserga. En su violenta diatriba contra Proudhon, Miseria de la filosofía, escrita en junio de 1846, le acusa de “infantilismo”, de “grosera ignorancia” de la economía y de la filosofía, y de hacer, para colmo, un mezquino uso de las ideas y de las técnicas de Hegel.: “M. Proudhon no sabe más sobre dialéctica hegeliana que sobre su idioma.” En cuanto a Lassalle, Marx le hizo víctima de sarcasmos antisemitas y del más brutal racismo tratándole de “baron Itzig”, de “negro judío”, de “judío grasiento disfrazado por la brillantina y las joyas de pacotilla”. El 30 de julio de 1862, Marx escribe a Engels a propósito de Lassalle:
“En este momento, está perfectamente claro para mí. La forma de su cabeza, la implantación de sus cabellos indican que desciende de negros que se unieron a Moisés cuando huye de Egipto (a menos que su madre, o su abuela, por parte de su padre, esté cruzado con un negro). Esta unión de judío y de Alemán sobre fondo negro no podía producir más que un híbrido extraordinario.”
ooOoo
Marx evita siempre investigar sobre sí mismo e informarse sobre las condiciones de trabajo reales en la industria. ¿Por qué lo hizo? Con la ayuda de la “dialéctica hegeliana”, ¿no había lanzado ya sus conclusiones sobre la suerte de la humanidad desde 1840? No le quedaba pues más que descubrir hechos que le sirvieran de apoyo. Y estos hechos existían en los periódicos, los archivos gubernamentales, las pruebas reunidas para él por otros escritores. Todo ello se encontraba en las bibliotecas. ¿Para qué ir más lejos? Su método de trabajo fue perfectamente resumido por el filósofo Karl Jaspers:
“El estilo de los escritos de Marx no es el de un investigador. (…) No tiene en cuenta ni los hechos ni las pruebas que vayan al encuentro de su propia teoría, sino los que únicamente apuntalen o confirmen lo que él considera como verdad última. Su orientación global tiende a la justificación y no a la investigación. Es una reivindicación de lo que proclama ser una verdad absoluta, con una convicción que no es la del científico sino del creyente.”
El Capital, ese monumento alrededor del que gira su vida de erudito, no puede ser pues considerado como una búsqueda científica sobre los procesos económicos sino como un ejercicio de filosofía, un tratado comparable al de Carlyle o de Rushkin. Es un enorme sermón a menudo incoherente, una diatriba contra la industrialización y el principio de propiedad, pronunciada por un hombre animado de un odio poderoso. En su origen, en 1857, Marx había concebido su obra en seis volúmenes: el capital, la tierra, los salarios y el trabajo, el Estado, el comercio; debiendo haber consagrado el último volumen al mercado mundial y sus crisis. Pero la disciplina y el método necesarios para el término de semejante trabajo, resultaron superiores a sus fuerzas. El único volumen (en dos tomos) que llegó a producir no tiene ninguna construcción lógica. Se trata de una serie de informes distribuidos de manera arbitraria. Louis Althusser, aunque filósofo marxista, encuentra la estructura tan confusa que considera “imperativo” saltar la primera parte y no comenzar la lectura sino a partir del capítulo 4 de la segunda parte. Pero diversos exégetas están en contra de esta apreciación. Es verdad que la opinión de Althusser no es más que un gran recurso. La sinopsis de Engels en relación al volumen I de El Capital no sirve más que para subrayar su debilidad o más bien su ausencia de estructura. Después de la muerte de Marx, Engels publicó el tomo II a partir de 1500 páginas de notas de Marx de las que él empleó la cuarta parte. Lanzó 600 páginas desordenadas sobre la circulación del capital basadas esencialmente en las teorías económicas de los años 1860. El tercer volumen, sobre el que Engels trabaja desde 1885 a 1893, recorre todos los aspectos del capital todavía inexplorados. Pero no trata más que de una serie de notas sobre la usura, un millar de páginas que provienen de la mayor parte de las notas acumuladas por Marx mientras trabajaba en el primer volumen, que datan casi todas de los años 1860. Marx hubiera podido acabar este libro por sí mismo si hubiera tenido suficiente energía, o si no se hubiera dado cuenta, simplemente, de que en el fondo no era coherente.
El segundo y tercer volumen no presentan un especial interés. Es poco probable que Marx los hubiera hecho publicar, en todo caso bajo esa forma. Dejó además de trabajar en él durante una decena de años. En el tomo I, que es el grueso de su obra, sólo dos capítulos son verdaderamente interesantes: el capítulo 8 sobre “el tiempo de trabajo” y el capítulo 24 sobre “la acumulación primitiva” incluido el famoso parágrafo 7 sobre “La tendencia histórica hacia la acumulación capitalista”. En ningún caso se trata de un análisis científico, sino más bien de una profecía.
Escribe Marx:
1.- “una disminución progresiva del número de magnates
del capitalismo”.
2.- “un acrecentamiento
directamente proporcional a la depauperación, a la opresión, a la esclavitud,
a la degeneración y a la explotación”.
3.- “un aumento constante del
cólera en la clase obrera”.
Estas tres fuerzas que trabajan de consuno producirán, según Marx, la crisis hegeliana, la versión político-económica de la catástrofe que había imaginado cuando era adolescente: “La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzarán pues un punto crítico de incompatibilidad con su desarrollo capitalista. Dicha centralización se quebrará. Esta ruptura supondrá la agonía de la propiedad privada. Y los expropiadores serán expropiados”.
Generaciones de socialistas fanáticos se deleitaron con este programa excitante. Pero en esta predicción no había de científico más de lo que hay en un almanaque de astrología.
El capítulo 8 que concierne al “tiempo de trabajo” presenta, por el contrario, un análisis real del impacto del capitalismo sobre la vida del proletariado británico. Merece la pena detenerse en él, a fin de extraer su valor “científico”. Como hemos visto, Marx no retenía más que los hechos conformes a sus ideas preconcebidas. Este método milita en el encuentro de todos los principios del método científico. Este capítulo, desde su punto de partida, peca de esta debilidad radical. ¿Habrá aumentado, disfrazado o falsificado Marx esos hechos? Esto es lo que vamos a ver a continuación.
La argumentación de este capítulo intenta demostrar que la naturaleza intrínseca del capitalismo induce la explotación progresiva y siempre creciente de los trabajadores explotados. Este mal absoluto produce la crisis final. Para defender su tesis acerca del plan científico, Marx busca probar:
1.- Que las condiciones de trabajo en los talleres, en la época pre capitalista, por malas que hayan sido, habían sido ya degradadas mucho antes de la época del capitalismo industrial.
2.- Que la naturaleza impersonal e implacable del capital había provocado un aumento de la explotación de los obreros en la mayor parte de las industrias fuertemente capitalizadas.
Sin extendernos más, Marx escribe: “No recordaré más que el momento del gran desarrollo de la industria en Inglaterra y de sus principios en 1845; y para más detalles, remito al lector a Die Lage der Arbeitenden Klasse in England (Leipzig, 1845), de Frederic Engels.” Marx añade que publicaciones anteriores del gobierno especialmente de informes de inspectores de fábrica, confirman “el punto de vista de Engels sobre la naturaleza del sistema capitalista”, y muestran con qué “admirable fidelidad en los detalles describe las situaciones”.
En resumen, toda la primera parte del estudio científico de Marx sobre las condiciones de trabajo bajo el régimen capitalista de los años 1860 está basada en una sola obra de Engels: la Situación de la clase obrera en Inglaterra. ¿Qué valor puede conferirse a una fuente única?
Engels, nacido en 1820, era hijo de un rico industrial de Barmen, en Renania. Entra en el negocio familiar del algodón en 1837 y es enviado a una filial de Manchester en 1842. Pasa veinte meses en Inglaterra, visita Londres, Oldahm, Rochdale, Ashton, Leeds, Bradford, Hudersfield y Manchester. Llega a adquirir experiencia directa en los asuntos del negocio textil, pero no aprende gran cosa sobre la situación en Inglaterra. Ignora todo sobre las condiciones de trabajo de los mineros, sencillamente porque no entra nunca en una mina. No conoce nada sobre el campo ni sobre el trabajo campesino. Sin embargo, consagra a estos temas dos capítulos enteros: “Los mineros” y “El proletariado de la tierra”. En 1958, dos investigadores escrupulosos, Henderson y Challoner, vuelven a traducir y a editar el libro de Engels. Examinaron las fuentes y el texto original en todas sus referencias. Su análisis reduce a la nada el valor objetivo histórico del libro y deja a éste en lo que es sin discusión: una obra polémica, política, un tratado, una diatriba. Engels escribe a Marx mientras trabaja en este libro: “Desde el estrado de la opinión mundial, acuso a la burguesía inglesa de homicidio de masas, de robo a gran escala y de todos los crímenes inscritos en la agenda de cargos.”
El contenido del libro se reduce en efecto a una denuncia pública. Se apoya en gran medida en fuentes de dudoso valor y no en informaciones de primera mano. Ciertos análisis relativos a la época precapitalista y a las primeras etapas de la industrialización están extraídos de un libro aparecido en 1833. La Población industrial, de Peter Gaskell, una obra mítica, novelesca, que se esfuerza en demostrar que el siglo XVIII fue la edad de oro de los pequeños propietarios y de los artesanos. Los informes de la Comisión real de 1842 sobre el empleo de los niños demuestran sin embargo que las condiciones de trabajo durante el período precapitalista eran mucho más penosas en los pequeños talleres y en los campos que en las grandes hilaturas de algodón recién implantadas en le Lancashire. Las fuentes de Marx utilizadas en su comienzo por Engels habían caducado hacía cinco, diez, veinte, veinticinco o incluso cuarenta años. Registra un número de nacimientos ilegítimos atribuidos al trabajo de noche, pero omite señalar que datan de… 1801. Un artículo citado sobre la salud pública en Edimburgo fue escrito en 1818, pero esto se guarda bien de precisarlo. En diversas ocasiones, “olvida” mencionar hechos y sucesos que invalidan completamente sus pruebas obsoletas.
¿De qué sirven estos falsos informes? ¿Para abusar del lector? ¿Son debidos a errores involuntarios? El asunto no está siempre claro. Sobre todo cuando se trata de informaciones exhumadas del estudio de una comisión de investigación que data de 1833, acerca de las malas condiciones del trabajo en las fábricas, cuando la ley de Lord Althrop (Factory Acts) acababa de ser votada a fin de remediarlas. Engels usa de la misma superchería cuando manipula una de sus fuentes esenciales: el informe sobre El estado físico y moral de los obreros en las manufacturas de algodón de Manchester, establecida por el Dr. J.P.Kay (1832). Olvida que esta obra incitó al gobierno a hacer hacer reformas sanitarias de una importancia capital. Su interpretación de las estadísticas que conciernen a la criminalidad es falsa. Olvida o suprime a propósito datos que perjudican a su argumentación, extendiéndose en cambio acerca de una “iniquidad” que le es útil. Un control atento de ciertos extractos muestra que sus referencias, a menudo trucadas, condensadas, o desvirtuadas, están puestas invariablemente entre comillas como si fueran citas textuales. Se descubre en la edición de Henderson y Challoner del libro, así como en las remisiones a pie de página de Engels, distorsiones, incluso deshonestas. En un parágrafo del capítulo 7 intitulado “El proletariado”, las mentiras, las inexactitudes en la relación de hechos abundan a lo largo de las páginas.
Marx no podía ignorar las debilidades, las deshonestidades incluso, del trabajo de Engels. Desde 1848, buen número de ellas habían sido comentadas con detalle por el economista alemán Bruno Hildebrand en una publicación que conocía muy bien. Sin embargo Marx las avala al omitir al lector los enormes progresos gracias a la aplicación de diversas leyes (Factory Acts). Pero Marx utiliza los mismos procedimientos tendenciosos al manipular sus propias fuentes de información. En esta cuestión del fraude, Engels y él fueron a menudo cómplices. Pero Marx se excede en un caso particularmente flagrante. Con motivo de la creación de la Internacional obrera, en setiembre de 1864, pronuncia el “Discurso inaugural”. Con el objeto de sacar a la clase obrera inglesa de su apatía y probar que su nivel de vida se degradaba progresivamente, adultera deliberadamente una frase de Gladstone relativa al presupuesto de 1863. Comentando el crecimiento de la prosperidad nacional, Gladstone había declarado: “Vería casi con aprensión y tristeza este crecimiento embriagador de riqueza y de pujanza si lo considerase reducido a la clase dominante”. Después añade: “Sabemos, por fortuna, que la situación media de los trabajadores británicos ha subido a un nivel extraordinario en el curso de los últimos veinte años. Podemos incluso decir que es ejemplar en la historia de un país, sea la época que sea”. Marx, en su alocución, puso en boca de Gladstone: “Este crecimiento embriagador de riqueza y de pujanza se limita a las clases dominantes”.
Sin embargo, Gladstone había dicho la verdad. Numerosas estadísticas lo confirman. Además, era conocido por su voluntad casi obsesionante de repartir la riqueza tan ampliamente como fuese posible. No se puede concebir traición más escandalosa. Marx cita el Morning Star como fuente de información. Pero el Star, como otros periódicos, tales como el Hansard, que habían publicado la versión correcta del discurso de Gladstone denunciaron la cita fraudulenta de Marx. Este la reproduce sin embargo en El Capital, acompañada de otras incorrecciones. Cuando esta falsificación fue de nuevo resumida y denunciada, Marx hizo correr ríos de tinta para disculparse. Engels, y más tarde Eleanor, la hija de Marx, estuvieron implicados en ese escándalo e intentaron durante veinte años defender lo indefendible. Ninguno de los tres reconoció que desde su origen esta falsificación había sido premeditada.
Marx sabía bien que Gladstone no había tenido nunca ese propósito. Y esa mentira deliberada no era la única, pues Marx incurre también en otras por el estilo al falsear del mismo modo sus citas de Adam Smith.
En el curso de los años 1880, el uso sistemático deformado que Marx hacía de las fuentes del fundador de la economía moderna atrae la atención de dos universitarios de Cambridge. Basándose en la edición francesa revisada de El Capital (1872-1875), escriben al Club económico de Cambridge un artículo titulado: “Comentarios al uso que hace Marx de los registros oficiales en el capítulo 15 de El Capital (1885).”
En este artículo, declaran haber controlado las referencias de Marx “para extraer informaciones más amplias sobre ciertos puntos”. Sorprendidos por “la acumulación de contradicciones”, habían decidido examinar “la extensión e importancia de los errores”. Concluyen que las divergencias habidas entre los textos oficiales y las citas de Marx no podían ser imputables únicamente a la imprecisión, sino a “una neta tendencia a la distorsión”. En ciertos casos, encuentran citas “cómodamente cercenadas por la omisión de pasajes susceptibles de desmentir las conclusiones que Marx intentaba establecer”. En otros, “citas extraídas de diferentes partes de un informe, aisladas de su contexto, después agrupadas y puestas entre comillas como si proviniesen textualmente de informes oficiales”. Marx, según ellos, se sirvió de archivos oficiales con una “desenvoltura estupefaciente (…) a fin de probar lo contrario de lo que decían realmente”. Estos descubrimientos no bastan quizá para “acusarle de falsificación deliberada”, pero testimonian una “temeridad casi criminosa hacia las autoridades”. A su entender, incitaban, en todo caso, a considerar sospechoso el resto de sus trabajos.
La investigación más superficial prueba pues que no se puede tener nunca plena confianza en Marx. El capítulo 8 de El Capital descansa en una falsificación deliberada y sistemática. Está orientada a defender una tesis que, ante el examen objetivo de los hechos, resulta insostenible. Estos atentados contra la verdad pueden clasificarse en cuatro categorías diferentes:
1.- Marx utiliza informaciones caducadas cuando los datos exactos perjudican su causa.
2.- Selecciona un cierto tipo de industrias de las que presenta las situaciones particularmente lamentables como taras inherentes al sistema capitalista. Esta superchería es particularmente importante para él. Sin ella, el capítulo 8 no existiría, puesto que su tesis postula que el capitalismo no puede generar sino esta clase de resultados. Según él, cuanto más capital hay en la obra, más son los obreros explotados a fin de asegurar los beneficios adecuados. Los ejemplos que aporta se refieren casi todos ellos a pequeñas industrias arcaicas, improductivas, subdesarrolladas que se remontan al período pre capitalista. Se trata, en este caso, de alfarerías, de talleres de confección, de fraguas, de panaderías, de fábricas de fósforos, de papeles pintados o de encajes, cuya precariedad provenía precisamente de la falta de capitales que les impedía mecanizarse.
Sin tener en cuenta situaciones que existían antes del capitalismo, Marx rehúsa mirar a la verdad de frente: la aportación del capital disminuye la crisis. Cuando trata el caso de una industria moderna fuertemente capitalizada como la metalurgia, carece visiblemente de argumentos y se refugia en comentarios tales como “¡qué cínica franqueza!”, “¡qué almibarada palabrería!”. En cuanto a los ferrocarriles, recoge de los recortes de prensa amarilla de la época “nuevas catástrofes ferroviarias” necesarias a su tesis, y, para apuntalarla, necesita probar a cualquier precio que el porcentaje de accidentes por kilómetro había aumentado, aunque los transportes ferroviarios se hubiesen convertido ya en el medio más seguro de viajar en el mundo entero.
3.- Al utilizar los informes de inspección de trabajo, Marx cita como ejemplo los malos tratos infligidos a los obreros en las fábricas como la norma inevitable y específica del sistema capitalista. Sin embargo eran cometidos por lo que los propios inspectores llamaban “industriales fraudulentos”. ¿No estaban éstos pagados para detectarlos e inculparlos, y no estaban desde entonces ya en vía de desaparición?
4.- Las pruebas de Marx que provienen de una fuente oficial, es su más grave impostura. Porque era indispensable para su tesis que el capitalismo fuese, por definición, incorregible. Importaba también que el Estado burgués estuviese asociado a las sevicias infligidas por el capitalismo a la clase obrera. Escribe: “El Estado es el comité ejecutivo, el gerente de los negocios de la clase dirigente”. Pero si hubiera tenido razón, el Parlamento no hubiera votado nunca los “Factory Acts” y el Estado no los hubiera hecho respetar. Además, todos los hechos invocados y seleccionados (a veces falseados) por Marx provienen de esfuerzos hechos por el Estado (por sus inspectores, sus tribunales y su justicia) para mejorar las situaciones que él denuncia. Lo que implica, en consecuencia, el castigo de los responsables de malos tratos. En suma, si el sistema no hubiera contado con la iniciativa de su propio proceso de reforma lo que, según el razonamiento de Marx, era imposible, no hubiera podido escribir El Capital. Pero como Marx no quiso investigar nunca in situ, se vio obligado a buscar recursos en los datos de la “clase dirigente”, proporcionados por quienes se esforzaban en rectificar las irregularidades en marcha y estaban logrando un éxito espectacular. Marx no tenía pues elección: o distorsionaba los hechos o renunciaba a su tesis. De modo que el libro acabó siendo en sí mismo deshonesto.
Marx no pudo, o no quiso comprender cómo funcionaba la industria. Y lo cierto es que no hizo ningún esfuerzo en este sentido. Por regla general, desde el principio de la Revolución industrial (1760-1790), los industriales más eficientes, los que habían tenido prolongadamente acceso al capital, procuraron proporcionar al personal las mejores condiciones de trabajo posibles, a aplicar la legislación orientada a ello y a vigilar que las leyes fueran aplicadas para luchar contra la competencia desleal. Por consiguiente, las condiciones de vida mejoraron. Y los obreros no se rebelaron a despecho de las profecías de Marx. Así, el profeta quedó desconcertado.
Lo que resulta sobre todo de la lectura de El Capital, es el fracaso fundamental de Marx y su incapacidad para comprender el funcionamiento del sistema capitalista. Y Marx fracasó precisamente porque su enfoque no era científico. Si su sistema no pudo producir los resultados anunciados es porque, lejos de ser científico, era irracional.
A pesar de las apariencias, Marx no estaba pues guiado por el amor a la verdad. ¿Cuál fue entonces la motivación profunda de su existencia? Para saberlo, es preciso estudiar su carácter más de cerca. Y admitir desde el principio, no sin tristeza, que las grandes obras no salen del cerebro o de la imaginación, sino que están profundamente enraizadas en la personalidad.
Marx es un ejemplo integral de este principio. Ya hemos visto que su filosofía amalgama una visión poética, un talento periodístico y un franco academicismo. Pero su contenido real está igualmente ligado a cuatro aspectos de su personal carácter: su gusto por la violencia, su apetito de poder, su ineptitud para manejar el dinero y, por encima de todo, su tendencia a explotar su entorno personal.
La sórdida violencia siempre presente en el marxismo, constantemente exhibida en el comportamiento de los regímenes marxistas, es una proyección del hombre que fue Marx. Pasa su vida en un clima de extrema violencia verbal, y las justas oratorias en que intervenía resultaban tan explosivas que degeneraban a veces en trifulca. Las disputas familiares de los Marx llamaron la atención desde el principio a Jenny von Westphalen, su futura esposa. Marx fue expulsado de la universidad de Bonn cuando la policía le arrestó por llevar consigo una pistola. Los archivos de la universidad recogen su participación en peleas estudiantiles y en un duelo del que salió con una marca en el ojo izquierdo. Entre su familia, esas querellas asombraron los últimos años de su padre y supusieron una ruptura total con su madre. En una de las primeras cartas de Jenny que nos han llegado, podemos leer: “Os suplico no escribáis con tanto rencor e irritación.” Está claro que estas disputas constantes, a menudo agravadas por el alcohol, resultaban explosiones de violencia que van a verterse en sus escritos. Marx no era alcohólico pero bebía regularmente, a veces con exceso. Estos desbordamientos están relacionados probablemente con el hecho de que, desde la edad de veinticinco años, Marx vivió casi siempre en el exilio, en el seno de comunidades alemanas de expatriados. No intentó nunca hacer relaciones ni integrarse. Además, los desterrados con los que se asocia formaban un grupo muy cerrado sólo interesado en la revolución. Lo que explica su campo de visión limitado. Estos pequeños círculos eran conocidos por sus feroces disensiones; es difícil imaginar un ambiente más propicio para el desarrollo de una naturaleza litigiosa. Según Jenny, peleaba continuamente con todo el mundo, salvo en Bruselas. En París, las reuniones de redacción de la calle Moulins se hacían con todas las ventanas cerradas para que las voces de los participantes no se oyeran en el exterior.
Estas disputas continuas tenían un fin. Marx se querella con todos sus colaboradores, comenzando por Bruno Bauer, para conseguir dominarles completamente. Lo que nos permite numerosas descripciones de este colérico en acción. El hermano de Bauer escribe incluso un poema a este respecto: “El triste camarada de Tréveris, enrabietado, furioso —El puño blandido, feroz, ruge sin fin— Cien mil diablos aferrados a sus crines.” Marx, pequeño, rechoncho, moreno y barbudo, tenía la tez tostada (sus hijos le llamaban “el Mauro”), y llevaba un monóculo a la prusiana. Pavel Annenkov que asistió al “examen” de Weitling, describe bien “su espesa melena negra, sus velludas manos cogidas a su levita abotonada al revés”. “Mal educado, orgulloso, despreciativo”, lanza continuamente mensajes de un “tono desagradable”, con voz “seca, metálica, acorde con sus juicios radicales”. Marx se deleitaba con los estallidos de violencia de Ajax y Thersite en Troïlus y Cressida, su pieza de Shakespeare preferida, y que gustaba citar. Espetó esta perorata a su camarada Karl Heinzen: “Tú, señor embrutecido y obtuso, no tienes más espíritu que el que yo tengo en mi codo”. Su víctima respondió con un memorable retrato del pequeño hombre. Encontró en él un producto del “cruce entre un gato y un mono”, “de una suciedad intolerable”, con “su greña enmarañada negra como el carbón”. Imposible decir, según él, si su indumentaria y su piel eran de un color basura natural o simplemente estaban sucias. Sus pequeños ojos amenazantes, perversos, escupían “destellos malévolos”. Había adquirido la costumbre de decir: “!Os destruiré!”.
Marx pasó una gran parte del tiempo haciendo informes sobre sus adversarios políticos y sus enemigos personales. A este respecto, no vacila en dárselos sin escrúpulos a la policía, para sus intereses. Las grandes querellas públicas, como la del mitin de la Internacional de La Haya en 1872, hacen presentir los futuros reglamentos de cuentas en la Unión soviética. Ahora, en perspectiva, Marx se parece mucho a un boceto de la era staliniana. La sangre corrió a veces también. En 1850, Marx se comporta de un modo tan grosero con ocasión de una disputa con August von Willich, que éste último le desafía en duelo. Marx, que había sido ya vencido en el prado, respondió que no se dedicaba a estas “diversiones de oficiales prusianos”, pero no hizo nada por impedir a Konrad Schramm, su joven asistente, que se batiera en su lugar. Schramm no había tirado con pistola nunca en su vida. Willich era un excelente tirador. Schramm fue herido. Gustav Techow, un colaborador particularmente siniestro de Marx, fue sobre la marcha el testigo de Willich. Jenny le detestaba justamente. Después de haber ejecutado a uno de sus camaradas revolucionarios fue colgado poco después por haber asesinado a un policía. Marx mismo no desecha la violencia ni incluso el terrorismo cuando los juzga útiles a su estrategia. En 1849, amenaza al gobierno prusiano: “Somos despiadados pero no os pedimos cuartel. Cuando empiece nuestro turno, no ahorraremos terrorismo.” Al año siguiente, el “Plan de acción” que distribuyó en Alemania incitaba claramente al pueblo a la violencia:: “Lejos de oponernos a esos pretendidos excesos, debemos excusarnos e incluso tender una mano compasiva a esas venganzas populares ejemplares, dirigidas contra individuos aborrecibles o edificios públicos de siniestra memoria.” No rechazaba, llegado el caso, el homicidio. Maxime Kovalevsky estaba presente cuando Marx recibió la noticia del atentado frustrado de 1878 contra el emperador Guillermo I en Unter den Linden. Cuenta que Marx, enfurecido, “soltó una avalancha de imprecaciones contra el terrorista que había fallado el golpe”. Parece cierto que, si Marx hubiera tenido el poder, hubiera sido capaz de violencia y crueldad. Pero como no estuvo nunca en condiciones de provocar una revolución violenta o no violenta, su agresividad reprimida quedó encerrada en sus libros, en un tono siempre intolerante y extremista. Numerosos pasajes dan la impresión de que espumaba rabia cuando los escribía. Pero Lenin, Stalin y Mao Tsé-toung se encargaron de liberar a una escala gigantesca la violencia que albergaba el corazón de Marx.
¿Qué valor moral puede darse a sus actos cuando falsea la verdad o anima a la violencia? Imposible de decir. Aunque ardía en deseos de crear un mundo mejor, se burla de la moral en La ideología alemana. Para él, que se decía científico, la moral al uso no era más que un obstáculo para la revolución. Creía poder prescindir de ella. El cambio casi metafísico que entrañaría el advenimiento del comunismo aportaría la adecuada. Como muchos individuos egocéntricos, creyó sin duda que las normas morales no eran aplicables a su persona y que los intereses del proletariado y sus ambiciones personales eran complementarias. El anarquista Mijail Bakounine reseña que cuando se manifiesta una “sincera devoción por la causa del proletariado, hay siempre mezclada una buena dosis de vanidad personal”. Marx no cesó nunca de obsesionarse por su propia persona. En buen número de cartas dirigidas a su padre en su juventud, no habla más que de él. Los sentimientos, las opiniones de los demás de tenía interés para él. Emprendía siempre sus iniciativas en solitario. Cuando se hizo redactor jefe del Neu Rheinische Zeitung, Engels anota que “la organización del equipo editorial se reduce a la dictadura de Marx”. No se interesó por la democracia más que para darle el sentido pervertido que puede haber en esa palabra. Las elecciones le causaban horror. Escribió en un artículo que las elecciones en Inglaterra eran a lo sumo la ocasión para orgías de alcohol.
En los testimonios relativos a los objetivos políticos y al comportamiento de Marx, el apelativo “dictador” tuvo diversos orígenes. Annenkov le llamaba “la incardinación del dictador demócrata” (1846). Un agente de policía prusiano de una inteligencia poco corriente hizo un informe sobre él en Londres: “La ambición ilimitada y la pasión de poder son los rasgos dominantes de su carácter (…) Es el maestro absoluto de su partido (…) Decide todo, da órdenes bajo su sola responsabilidad y no tolera ninguna contradicción.”. Techow (el siniestro segundo de Wilich) llegó un día a emborrachar a Marx para sondear su alma. Hizo un magnífico retrato. Vio en él a un hombre dotado de una “personalidad excepcional” y de una “rara superioridad intelectual”. “Si su corazón hubiera estado a la altura de su intelecto, si dentro hubiera habido tanto amor como odio, me hubiera arrojado al fuego por él”. Pero “su alma carece de nobleza. Estoy convencido de que su ambición personal, terriblemente peligrosa, ha devorado todo lo que hubo de bueno en él (…) El poder es el fin de todos sus esfuerzos”. El juicio de Bakunin es del mismo tenor: “Marx no cree en Dios pero cree en sí mismo y hace que todo el mundo le sirva. Su corazón no está lleno de amor sino de amargura, y tiene escasa simpatía por la especie humana”.
La constante iracundia de Marx, sus costumbres dictatoriales y su amargura reflejaban sin duda una conciencia de poseer capacidades pero también de una intensa frustración por no poder ejercerlas en concreto. De joven, llevó una vida bohemia a menudo desordenada y disoluta. Llegada la madurez, todavía llevaba a mal trabajar de manera sensata y metódica; pasaba las noches discutiendo y gran parte del día dormitando en un canapé. Más tarde, sus horarios se fueron haciendo más regulares pero nunca llegó a atenerse a una verdadera disciplina de trabajo. Extremadamente susceptible, la menor crítica le hería. Como Rousseau, tenía tendencia a pelearse con sus amigos y sus bienhechores, sobre todo con los que le daban buenos consejos. En 1874, el Dr. Ludwing Kugelmann le hizo la observación de que no encontraría ninguna dificultad para terminar El Capital si organizaba un poco mejor su vida. Rompió con este amigo leal y, a partir de este incidente, no dejo de denigrarle.
Su egoísmo y sus accesos de cólera tenían origen psíquico y psicológico. Llevaba una vida malsana, hacía poco ejercicio, comía mucha especia y a menudo con exceso, fumaba mucho, bebía grandes cantidades de cerveza y, por supuesto, padecía del hígado. Raras veces tomaba un baño y, por regla general, se lavaba poco. Este modo de vida aberrante era suficiente para explicar las explosiones de cólera que emponzoñaron su existencia durante un cuarto de siglo. Su irritabilidad parece haber alcanzado su apogeo en la época en que redactó El Capital. Escribe a Engels:
“Sea lo que fuere lo que venga, espero que la burguesía recuerde mis forúnculos” Sus accesos de cólera variaban en número e intensidad, pero se manifestaban periódicamente en su cuerpo, en sus mejillas, en las aletas de la nariz, en su espalda y en su pene. En 1873 sufrió una depresión nerviosa acompañada de temblores y de crisis de rabia.
Su odio hacia el sistema capitalista podría haber tenido su origen en su ineptitud casi grotesca para ocuparse de los problemas de dinero. Ello le pone desde su juventud bajo las garras de prestamistas a tasas de interés abusivas. Lo que explica el lugar importante que dedica a la usura en su obra y el por qué de que toda su teoría de las clases sociales se incardine en el antisemitismo. Es por lo que también incluye en El Capital un largo y virulento pasaje denunciando la usura, jalonado por una de las diatribas antisemitas de Lutero.
Los problemas de dinero de Marx comenzaron desde la universidad y persistieron toda su vida. Sus dificultades se debían esencialmente a su comportamiento infantil. Marx pedía prestado dinero constantemente, lo gastaba y siempre se sentía sorprendido y furioso cuando los préstamos, fuertemente gravados por los intereses de demora, llegaban a su vencimiento. Consideraba que los intereses, notablemente asociados a todo sistema basado en el capital, eran el verdadero azote responsable de la explotación del hombre por el hombre. Todo su sistema está orientado pues a eliminarlos. Pero, en este caso, corresponden a las dificultades que él mismo se creaba explotando su entorno, empezando por su propia familia. El dinero fue el tema predominante de su correspondencia familiar. Su padre, en la última carta que le dirige en febrero de 1838, cuando estaba a punto de morir, se queja de la indiferencia de su hijo, que no le habla más que de necesidades de dinero: “No es más que tu cuarto mes de derecho y has gastado ya 280 talers. No he ganado tanto dinero en todo el invierno.” Murió tres meses más tarde. Marx no se tomó la molestia de asistir a su entierro. Por el contrario, empezó a hostigar a su madre. El hábito estaba adquirido. Pedía prestado a sus amigos, extorsionaba periódicamente a su familia con el pretexto de que ellos eran “suficientemente ricos” y tenían el deber de ayudarle a realizar su obra. Con la excepción de algunos esfuerzos intermitentes para trabajar en la prensa —más con un fin político que con el de ganar dinero— Marx nunca intentó seriamente buscar trabajo. Salvo en Londres, en setiembre de 1862, donde solicita un puesto de trabajo en las oficinas de los ferrocarriles. Su candidatura no fue aceptada, pues su caligrafía se había juzgado insuficiente. La repugnancia de Marx a hacerse una situación parece ser el principal motivo de la negativa de su familia a darle limosnas. Su madre no quiso hacerse cargo de sus deudas para no animarle a contraer otras. Terminó por dejar de pasarle la pensión y aconseja a Karl, no sin amarga ironía, “acumular el capital antes de denigrarlo en los libros”. A partir de entonces, su comunicación con su madre se redujo al mínimo.
Marx heredó grandes sumas de dinero de diversa procedencia.
La muerte de su padre le reportó 6000 francos oro. Dedicó una parte a armar a los obreros belgas. En 1865, a la muerte de su madre, obtuvo menos dinero del que esperaba, pues los empréstitos pedidos a su tío Philips con cargo a su futura herencia mermaron el caudal relicto. En 1865, recibió igualmente una suma sustancial que provenía de los bienes de Wilhelm Wolf. Otras sumas fueron a parar a su mujer y a su familia. (Ella aportó también como regalo de boda una vajilla de plata, una cuchillería y ropa de cama, todo con el escudo de armas de sus antepasados Argyll). Jenny y Marx recibieron sumas que, razonablemente, colocadas, hubieran podido cubrir muy bien sus necesidades. Sus rentas anuales no bajaron de las 200 libras, que venía a ser tres veces el salario medio de un obrero especializado. Pero ni Marx ni Jenny se interesaron por el dinero, salvo para gastarlo. Las herencias y los empréstitos se convirtieron en humo y nunca tuvieron un céntimo. Constantemente endeudados, la platería como el resto, incluida su ropa, iban a parar frecuentemente en prenda a los prestamistas. Hasta tal punto que Marx se vio obligado un día a dejar su casa con un pantalón como único viático. La familia de Jenny, imitando a la de Marx, terminó negándose también ayudar a este yerno holgazán, tan incorregible como poco previsor. En marzo de 1851, Marx escribe a Engels para anunciarle el nacimiento de su hija quejándose de que: “No hay un céntimo en casa.”
Desde entonces Engels se convirtió en el nuevo “ingenuo” fácil de explotar. Desde 1845 hasta la muerte de Marx, fue la principal fuente de recursos de la familia, lo que le costó probablemente más de la mitad de lo que ganaba. Pero es imposible evaluar el total.
Desde que se conocieron, y durante un cuarto de siglo, Engels le prestó sumas de un importe irregular. Este creyó quizá las promesas reiteradas de Marx de estar pronto en condiciones de librarse de sus deudas. Esta fue pues, por parte de Marx, una relación basada en la explotación y la desigualdad, de la que él fue siempre el dominador y a veces el accionista mayoritario. Es cierto que no podían pasar el uno sin el otro, como duetistas a menudo picados pero incapaces de cantar por separado. Su asociación estuvo a punto de romperse en 1863, cuando Engels se da cuenta de que Marx rozaba sin el menor tacto los límites de la mendicidad. Engels poseía dos casa en Manchester; la una consagrada a sus actividades, la otra a Mary Burns, su amante. Cuando ésta muere, Engels, muy deprimido, recibe el 6 de enero de 1863 una carta de Marx de tal insensibilidad que le hace estallar de indignación. Después de algunas palabras muy breves sobre la pérdida que acababa de sufrir, Marx, yendo a lo esencial, le pide dinero. Nada ilustra mejor su egocentrismo incorregible. Engels responde con frialdad. Este incidente estuvo a punto nuevamente de poner fin a su relación. A decir verdad, las cosas ya no fueron como antes. Esta carta abre los ojos a Engels y se rinde a la evidencia: Marx no sería nunca capaz de encontrar trabajo, ni de subvenir a las necesidades de su familia, ni de poner en orden sus asuntos. La única solución estaba en pasarle una pensión regular. En 1869, Engels vende su hacienda, lo que le aseguraba una renta de más de 800 libras al año, de las que pasaba 350 libras a Marx. Durante los quince últimos años de su vida, Marx se convirtió en rentista y conoció una cierta seguridad. No dejó de gastar menos de 500 libras al año y a veces más. Se justificaba ante Engels pretendiendo que “incluso en el plano comercial, era imposible proponerse una instalación puramente proletaria “. Engels continuó recibiendo sus cartas mendigando ayudas suplementarias.
La principal víctima de la imprevisión y de la resistencia de Marx a buscar trabajo fue su esposa. Jenny Marx es una figura trágica, lamentable, de la historia socialista.
Tenía la tez clara de una escocesa, los ojos grises y los cabellos color caoba de su abuela, una descendiente del segundo conde de Argyll que pereció en Flodden. Jenny era bella. Marx la amaba; sus poemas lo prueban. Ella le adoraba y tuvo que luchar contra su familia y la de Marx. Pero luego, numerosos años de amargura terminaron matando este amor. ¿Cómo un ser tan egoísta como Marx pudo inspirarle tal pasión? Era fuerte, autoritario, guapo en su juventud y al comenzar su madurez, aunque siempre un poco sucio. Pero sobre todo, era divertido. Sin embargo, los historiadores no dan demasiado crédito a esta cualidad. Ella habla a menudo de un misterioso atractivo (este fue uno de los éxitos de Hitler, en privado). Marx practicaba un humor a menudo mordaz y feroz. Pero sus agudezas hacían reír a su público. Si no hubiera sido tan espiritual, su carácter desagradable no hubiera conseguido un solo adepto y las mujeres le hubieran vuelto la espalda. Pero la risa es el medio más seguro de tocar el corazón de las mujeres maltratadas por la vida, aún más dura para ellas que para los hombres. Se oye a menudo reir a Marx y a Jenny. Más tarde, las galanterías de Marx fue lo que a sus hijas les hacía estar a su lado.
Marx estaba orgulloso del noble ascendiente escocés de su mujer y de su posición social de hija de barón, alto responsable del gobierno prusiano. En un baile al que fueron convidados en Londres durante los años 1860, precisa que ella era “nacida von Westphalen”. Marx afirmaba a menudo que él se entendía mejor con la aristocracia que con la pequeña “burguesía ambiciosa” (un testigo refiere que pronunciaba sus últimas palabras con un desprecio particularmente áspero).
Cuando Jenny se dio cuenta de la terrible realidad de su matrimonio con un revolucionario sin patria y sin trabajo, es probable que se acomodase de buen grado a una existencia más burguesa tan modesta como ella. Pero, a partir de 1848, su vida se convirtió en una pesadilla que duró diez años. El 3 de marzo de 1848, fue decretada en Bélgica una orden de expulsión contra Marx, quien primero fue conducido a prisión. Jenny pasó la noche en una celda atestada de prostitutas. Al día siguiente, la familia fue puesta con escolta en la frontera. Durante los diez años siguientes, Marx se vio constantemente obligado a huir y sometido a procesos. En junio de 1849, encontrándose en el más absoluto despojo, confiesa a un amigo: “La última joya que pertenecía a mi mujer acaba de tomar ya el camino del prestamista”. Escapa a la depresión gracias a su eterno optimismo revolucionario y escribe a Engels: “A pesar de todo, la erupción volcánica revolucionaria no ha sido nunca más inminente. Los detalles seguirán más tarde”. Pero para Jenny, no había consuelo a la vista. Además, estaba encinta. Encontraron asilo en Inglaterra, pero también la decadencia. Ya madre de tres hijos, Jenny, Laura y Edgar, trajo un cuarto al mundo, en noviembre de 1849, llamado Guy o Guido. Cuatro meses más tarde, los Marx fueron expulsados de su apartamento por no haber pagado el alquiler, “delante de todo el populacho de Chelsea”, escribe Jenny. Las camas fueron vendidas para pagar al carnicero, al lechero, al boticario y al panadero. Encontraron refugio en una miserable pensión de familia alemana en Leicester Square. El pequeño Guido murió ese invierno allí. Jenny deja un relato desesperado de esta horrible época. Pero su moral y su afecto por Marx nunca remitieron completamente.
El 24 de mayo de 1850, el conde de Westmoreland, embajador de Inglaterra en Berlín, recibe copia del informe de un espía inteligente de la policía prusiana describiendo con detalle las actividades revolucionarias alemanas relacionadas con Marx. Nada concuerda mejor con lo que Jenny había ya comprendido claramente:
“Marx lleva una existencia intelectual bohemia. No se lava y no se cambia de ropa más que de vez en cuando y se emborracha a menudo. Aunque ocioso a lo largo de los días, es infatigable y puede trabajar duramente, noche y día si es necesario. Se queda a menudo toda la noche y después se desploma a mediodía sobre el diván para dormir hasta la tarde sin alterarse por las idas y venidas de los visitantes que atraviesan su habitación (no tenían más que dos piezas)… No tienen un solo mueble limpio y sólido. Todo está ajado, hecho jirones, recubierto de medio centímetro de polvo y el mayor desorden reina en todas partes. En medio, (del salón) en una gran mesa pasada de moda recubierta por un mantel grasiento, concurren manuscritos, libros, periódicos, juguetes infantiles, trapos que salen de la caja de la costura de su mujer, tazas desportilladas, cuchillos, tenedores, lamparillas, un tintero, cubiletes, pipas holandesas, tabaco, cerillas… Un chamarilero hubiera sentido vergüenza de exponer una colección tan notable de objetos de desecho. Desde que se entra en casa de los Marx, el humo del tabaco hace subir las lágrimas a los ojos… todo es sucio, polvoriento. Sentarse es un asunto azaroso, una silla no tiene más que tres patas. Sobre la que tiene cuatro, los niños juegan a las comiditas. Es la que se le ofrece a los visitantes sin limpiar, y si uno se sienta en ella corre el riesgo de sacrificar un pantalón.”
Este informe fechado en 1850 describe probablemente el punto culminante de los infortunios de la familia. Otros se refieren a algunos años más tarde. Una hermana pequeña llamada Francisca, nacida en 1851, murió al año siguiente. Edgar, el hijo bien amado de Marx, al que llamaba “mosquita”, sucumbió a una gastroenteritis en 1855, sin duda por las condiciones de vida miserable de los Marx. Su muerte asestó un terrible a sus padres. Jenny no se repuso de él jamás. Marx escribe: “Mi mujer me repite cada día que hubiera preferido estar en su tumba…” Otra de sus hijas, Eleanor, nacida tres meses antes, no pudo reemplazar a Guido en el corazón de Marx, que hubiera preferido tener hijos varones. En aquel momento ya no tenía ninguno. Las hijas no contaban para él más que cuando le servían de secretarias.
En 1860, Jenny contrae la varicela y pierde lo que quedaba de su belleza. A partir de entonces y hasta su muerte en 1881, pasa a un segundo plano en la vida de Marx y no es más que una mujer fatigada, desilusionada, agradecida por el más mínimo favor. Después, en 1856, su platería vuelve de manos del prestamista y se queda por fin en una verdadera casa. Gracias a Engels, la familia pudo dejar el barrio del Soho londinense e instalarse en el número 9 de Grafton Terrace, en Heverstock Hill. Nueve años más tarde, siempre gracias a Engels, encontraron otra casa más confortable en el número 1 de Maitland Park Road. A partir de ese día no tuvieron nunca menos de dos domésticos. Marx se puso a leer el Times cada mañana y se convirtió en miembro del consejo municipal. El domingo que hacía bueno, llevaba a toda la familia a pasear en cortejo por Hamstead Heath; él en cabeza, su mujer sus hijas y sus amigos siguiéndoles detrás.
Pero este aburguesamiento incita a Marx a practicar otra forma de explotación, la de sus hijas, inteligentes las tres. Hubiera debido pensarse que para compensar su infancia miserable Marx, habiendo aprendido la lección de su radicalismo, les hubiera aconsejado trabajar. Pero no lo hizo así. Les negó incluso el derecho a adquirir una educación satisfactoria o la mínima formación, y se opuso resueltamente a su ambición de hacer carrera. Eleanor, a quien amaba más, confió a Olive Schreiner: “Durante largo tiempo, estos años de miseria dejaron una sombra entre nosotros.” Las hijas quedaron en casa y aprendieron a tocar el piano y a pintar acuarelas, como hijas de comerciantes. Cuando fueron adultas, Marx continuó sus giras por los pubs con sus amigos revolucionarios. Pero, según Wilhelm Liebknecht, no permitió jamás a sus compañeros cantar canciones en su casa por temor a que sus hijas no las entendieran.
Más adelante, ahuyentaba a todos los pretendientes de sus hijas que venían de su propio medio revolucionario. No pudo, o no quiso, impedirles que se casaran. Pero les puso las cosas tan difíciles que su oposición les dejó huellas. Llamaba “Negrito” o “Gorila” a Paul Lafargue, el marido de Laura, nacido en Cuba y que tenía sangre negra. No le gustaba más Charles Longuet, que se casó con Jenny. Sus dos yernos, según él, eran imbéciles. Longuet era el último mosquetero de Proudhon, y Lafargue el último de Bakunin. Se podían pues “ir al diablo los dos”.
Eleanor, la más joven, fue la que sufrió más su negativa a dejarla emprender una carrera y su animosidad hacia sus pretendientes. Considerando a los hombres (dicho de otro modo, su padre) como el centro del universo, acabó enamorándose de un hombre aún más egocéntrico que él; lo que, por otra parte, no tiene nada de extraordinario. Edward Aveling, un escritor que pretendía el papel de político de izquierdas, era en efecto un parásito especializado en seducir a actrices. Eleanor quería ser comediante. Fue la víctima propicia. Ironías de la historia, Eleanor, Aveling y Bernard Shaw participaron en Londres de la primera representación privada de la pieza de Ibsen, Casa de muñecas, un brillante alegato en favor de la libertad de la mujer. Eleanor hacía el papel de Nora. Poco tiempo antes de la muerte de Marx, se convirtió en la amante de Aveling y su desgraciada esclava, como su madre lo fue de su padre.
Marx tenía más necesidad de su mujer de lo que creía. Después de su muerte, en 1881, empieza a declinar rápidamente y no emprende ningún trabajo. Estuvo en diversas estaciones termales de Europa, y viaja a Argelia, a Montecarlo, a Suiza, buscando sol y aire puro. En diciembre de 1882, su gran influencia en Rusia le hace exultar: “En ninguna parte, mi éxito ha sido más delicioso”. Destructor hasta el fin, se jactaba de haber “conocido la satisfacción de negar a un poder que, después del de Inglaterra, era el bastión de la vieja sociedad”. Murió tres meses más tarde, en bata, sentado junto al fuego. Una de sus hijas, Jenny, le había precedido algunas semanas. El destino de las otras dos fue trágico. Eleanor, con el corazón roto por la conducta de su marido, sucumbe a una sobredosis de opio en 1898. Se dice que pudo haber hecho un pacto con su marido para suicidarse con él, del que éste se habría apartado. Trece años más tarde, Laura y Lafargue deciden, también ellos, suicidarse juntos. Pero en este caso los dos lo hacen efectivamente.
Queda no obstante un oscuro superviviente en esta trágica familia, una producto extravagante de la explotación de Marx. En el curso de sus investigaciones sobre las iniquidades cometidas por los capitalistas británicos, Marx encuentra muchos casos de obreros mal pagados. Pero no llega a descubrir ni uno solo que no hubiese recibido sus pagas al completo. Pero este caso existía: lo que hizo con su propio doméstico.
Cuando Marx llevaba a su familia al paseo dominical, toda ella cerraba la marcha llevando la cesta de picnic y los demás accesorios. Helen Demuth, nacida en 1823, era de origen rural. La familia la llamaba “Lenchen”. Había estado al servicio de la baronesa von Westphalen a la edad de ocho años para ayudar a la nodriza. Fue alimentada y alojada pero nunca recibió dinero. En 1845, la baronesa, preocupada por su hija tan mal casada, pasa a Lenchen, que tenía entonces veintidós años, al servicio de Jenny para aliviar sus penas. Lenchen permanece al lado de la familia, hasta su muerte, en 1890. Para Eleanor, fue “la más tierna de las criaturas, la más estoica”. Lenchen era una gran trabajadora, que hacía la comida y la cosas de la casa; administraba además el presupuesto familiar, algo de lo que Jenny era incapaz. Marx no le dio nunca un céntimo. Desde 1849 á 1850, durante el período más negro de la existencia de la familia, fue la amante de Marx del que tuvo un hijo. El pequeño Guido acababa de morir, y Jenny estaba, una vez más, encinta. Todos los alojados vivían en dos piezas. Marx intentó ocultar el estado de Lenchen a su esposa y a los militantes que desfilaban sin parar por la casa. Pero Jenny terminó descubriendo la verdad. Alguien se encargó de mostrársela. Este desengaño se une a sus desgracias y marca probablemente el fin de su amor por Marx. En notas autobiográficas escritas en 1865 (de las que se han conservado veintinueve páginas, de treinta y siete), Jenny hace alusión a ello: “Un hecho del que no debo arrepentirme aumentó considerablemente nuestros sufrimientos privados y públicos”. Las demás páginas referentes a sus disputas con Marx fueron destruidas probablemente por su hija Eleanor.
El hijo de Lenchen nació el 23 de junio de 1851, en Soho, en el 28 de Dean Street. Este fue un hijo reconocido con el nombre de Henry Frederick Demuth. Marx negó ser el padre a pesar de los rumores en el sentido contrario. Hubiera preferido sin duda desembarazarse de este hijo abandonándolo, como hizo Rousseau, en un orfelinato. Pero Lenchen tenía más fuerza de carácter que la amante de Rousseau. De modo que reconoció al niño. Fue criado en casa de los Lewis, una familia obrera. Marx permitió al niño visitar a su madre. Pero sin pasar de la puerta de entrada, y únicamente en la cocina. A Marx le aterraba la idea de que se pudiese descubrir que él era el padre de Freddy, porque hubiera podido ser fatal para su imagen de líder revolucionario y de profeta. Una oscura alusión a este hecho subsiste sin embargo a través de sus cartas. Otros indicios fueron destruidos por diversas personas. Marx llegó a convencer a Engels de que asumiese él la paternidad, para salvar a su familia.
Eleanor, principalmente, le creyó. Pero Engels, que para la buena marcha de sus respectivas obras tenía la costumbre de someterse a las demandas de Marx, no quiso llevarse el secreto a la tumba. Engels murió el 5 de agosto de 1895 de un cáncer de garganta. Era incapaz de hablar, pero no quiso que Eleanor (Tussy, como él la llamaba) siguiese creyendo que la conducta de su padre hubiera sido irreprochable. Antes de morir, escribe en una pizarra: “Freddy es hijo de Marx. Tussy quiere hacer de su padre un ídolo.” Louise Freyberger, la secretaria de Engels, en una carta del 2 de setiembre de 1898, dirigida a Augusto Bebel, le revela que Engels le había confiado la verdad. Y ella añade: “Freddy se parece a Marx de un modo un poco ridículo, con su mismo tipo de judío y sus cabellos negros. Es preciso estar ciego por los prejuicios para encontrarle parecido con el General.” (Es el nombre que le daba ella a Engels). Eleanor terminó admitiendo que Freddy era su hermanastro y se dirigió a él. Le escribe nueve cartas, que sepamos. Esta correspondencia no da oportunidades a Freddy. Aveling, el amante de Eleanor, aprovecha para pedirle prestado un dinero que no le reembolsó jamás.
Lenchen fue la única representante de la clase obrera a la que Marx trata de cerca y el único contacto real con el proletariado. Freddy hubiera podido ser el otro, pues fue educado como hijo de obrero. En 1888, con treinta y seis años, obtiene el certificado de ingeniero ajustador especialista que pretendía. Pasa prácticamente toda su vida en Kings Cross y en Hackney y se hace miembro permanente de la Union de ingenieros. Pero Marx no le trató nunca. Se cruzaron una vez, probablemente cuando Freddy subía la escalera que llevaba a la cocina. En aquel momento, Freddy ignoraba totalmente que Marx fuera su padre. Murió en enero de 1929. Entre tanto, la dictadura del proletariado, visión premonitoria de Marx, había tomado ya una forma concreta y terrorífica. Su jefe, Stalin, con el poder absoluto que Marx ambicionaba, empezaba su criminal ofensiva contra el campesinado ruso.
4.
IBSEN EL
MISÁNTROPO EGOÍSTA
Escribir es una empresa
ardua y una esclavitud intelectual de la peor especie, que implica una
disciplina que pocos escritores poseen. Es lo que tuvo Ibsen. Ningún escritor,
de cualquier esfera o cualquier época, se consagró más y con más éxito a su
obra. Ibsen inventa el teatro moderno y escribe una serie de piezas que mantienen
siempre un alto interés. De una escena vacía y floja hace un arte inspirado,
tanto en su país como en el mundo entero. No se contenta con revolucionar su
ámbito artístico. Transforma el pensamiento social de su generación y de la
siguiente. Lo que significa Rousseau para el siglo XVIII, Ibsen lo es para el
XIX.
Si, retornando a los hombres y las mujeres a la naturaleza,
Rousseau acelera la revolución colectiva, Ibsen instiga la rebelión del
individuo frente a las inhibiciones y los prejuicios del Antiguo Régimen que
persisten en cada aldea y en cada familia. Muestra a los hombres, y sobre todo
a las mujeres, que su conciencia individual y sus nociones personales sobre la
libertad deben anteponerse a las exigencias de la sociedad. Mucho antes que
Freud, Ibsen asienta los fundamentos de la sociedad permisiva y del mundo
moderno.
Habida cuenta la oscuridad de su nacimiento, no es preciso
insistir en ello. Nace pobre, en un pequeño país sin ninguna tradición
cultural. Noruega, pujante y emprendedora en la Edad Media, de 900 á 1100,
inicia su declinar en 1387 con la muerte de su último rey, Olaf IV. En 1536,
Noruega se convierte en una provincia de Dinamarca y así permanece durante
cerca de tres siglos. Su capital, Oslo, fue rebautizada como Christiania y la
cultura danesa domina la poesía, la novela y el teatro. Como consecuencia del
Congreso de Viena (1814-1815), el país noruego fue dotado de la constitución
Eidsvoll, en virtud de lo que se le confería un gobierno nacional bajo el
control de la Corona sueca. Hasta 1905 no se convierte en una monarquía
autónoma. Hasta el siglo XIX, en Noruega se habla un dialecto provincial y
rústico más que una lengua nacional. Su primera universidad data de 1813 y el
primer teatro noruego fue construido en Bergen en 1850. Durante la juventud
de Ibsen y el comienzo de su edad adulta, la cultura danesa todavía era
predominante. Escribir en noruego significaba aislarse del resto de
Escandinavia, y peor aún, del mundo entero, pues el danés seguía siendo la
lengua literaria.
El país mismo era pobre y triste. La capital —una pequeña villa
provinciana brumosa y sin atractivo comparada con las capitales occidentales—
sólo contaba con 20.000 habitantes. Ibsen nace el 20 de marzo de 1828 en
Skien, en la costa, a ciento sesenta kilómetros al sur de la capital, en una
región salvaje donde los lobos y la lepra eran aún corrientes. Pocos años antes
la ciudad había sido incendiada por la negligencia de una sirvienta que fue
ejecutada. Como Ibsen refiere en un fragmento de su autobiografía, todo en
ella era misterio, superstición y brutalidad, entre el rugido de las aguas
golpeando en los rompientes y el gemido de las sierras. “Más tarde, —añade— lo
que había leído sobre la guillotina me hacía pensar en las hojas de sierra”. La
picota se erguía cerca del ayuntamiento: “Un poste de un marrón rojizo, de la
altura de un hombre, rematado por una gruesa protuberancia, un día pintada en
negro… Una cadena de hierro pendía delante del poste y, de esta cadena, una
argolla abierta con el aire de dos pequeños brazos esperando la ocasión de cortarme
el cuello… Debajo (del ayuntamiento), los calabozos daban a la plaza del
mercado. He visto a través de esos barrotes muchas caras lúgubres y tristes”.
Ibsen era el mayor de cinco hermanos (cuatro muchachos y una
chica) de un comerciante llamado Knud Ibsen, cuyos antepasados habían sido
capitanes de navío y cuya madre procedía también de navegantes. Su padre quebró
cuando Ibsen tenía seis años y se convirtió en un hombre amargado, pedigüeño,
irritable, tan pendenciero como el Viejo Ekdal de la pieza teatral de su hijo,
El Pato salvaje. Su madre, una actriz frustrada, en otro tiempo bonita,
se encerró en sí misma y se escondía para jugar con sus muñecas. La familia,
siempre endeudada, se alimentaba principalmente de patatas. Ibsen, pequeño y feo,
creció bajo la sombra del rumor que corría sobre su ilegitimidad y que le hacía
ser hijo de un chulo de la ciudad. Ibsen lo creyó también, aunque con
intermitencias. Escupía su secreto cuando estaba ebrio. Pero nada prueba que
sea verdad. Después de una infancia humillante, fue enviado al siniestro
puerto de Grimstad, donde fue mozo de botica. Pero ni allí le sonrió la suerte.
Su patrón, cuyo negocio iba a la deriva hacía tiempo, terminó quebrando
también.
La lenta remontada de Ibsen desde las profundidades de estos
abismos pasa por una educación autodidacta, solitaria, heroica. A partir de
1850 se somete a privaciones extremas durante muchos años. Escribe poesía,
versos libres, obras de teatro, críticas dramáticas, comentarios políticos. Su
primera sátira en verso, Norma, no fue puesta en escena. Cataline,
una tragedia en verso, fue su primera obra estrenada y fue un desastre. No
tuvo más suerte con la siguiente, La Noche de San Juan. Su tercera
pieza, El Carro del guerrero fue un fracaso en Bergen, así como la
cuarta, Señora Inger d’Ostrat, que se escenificó como de autor anónimo.
Fiesta en Solhaug, una pieza que Ibsen consideraba trivial y convencional
fue la primera en atraer favorablemente la atención. Cuando seguía sus
tendencias naturales, como en La Comedia del amor, otra de sus tragedias
en verso, sus obras eran juzgadas “inmorales” y no eran aceptadas. Pero fue
adquiriendo poco a poco una gran experiencia en la escena. El músico Ole Bull,
fundador del primer teatro de lengua noruega en Bergen, le contrata como fijo
por cinco libras al mes. Durante seis años, dedicado al teatro, trabaja en el
decorado, en el atrezzo, en la caja, en la puesta en escena, pero nunca
como actor. También le faltaba demasiada confianza en sí mismo —era su punto
débil— para dirigir actores.
En esta época, las condiciones de vida eran todavía primitivas:
la iluminación de gas que funcionaba en Londres y en París desde 1810 no
llega a Bergen hasta 1856. Pasa enseguida cinco años en el nuevo teatro de Christiania.
A base de un gran esfuerzo se hace extremadamente competente y se arriesga a
poner su experiencia en práctica. Pero el teatro quiebra en 1862 y Ibsen es
despedido. Estaba entonces casado, endeudado y acosado por sus acreedores.
Deprimido, se da a la bebida. Unos estudiantes le encontraron un día
inconsciente en el arroyo y empiezan a recaudar fondos para “el poeta
alcohólico Henrik Ibsen” para que pueda viajar al extranjero. Él mismo dirige
constantes y patéticas peticiones a la Corona y al Parlamento, a fin de
obtener una bolsa que le permita ir al sur. Termina consiguiéndola, y el último
cuarto de siglo de su existencia lleva vida de exiliado en Roma, Dresde y
Munich.
El primer éxito le llega en 1864, cuando su pieza en verso, Los
Pretendientes, es inscrita en el repertorio del teatro de Christiania que
ha sido recuperado. Ibsen, como casi todos los poetas del siglo XIX, desde
Byron a Shelley, publica al principio todas sus obras en forma de libros.
Por regla general, las obras no eran llevadas a escena hasta años después.
Pero las ventas de cada obra pasaron de 5000 á 8000, 10000 e incluso hasta
15000 ejemplares. Las representaciones teatrales siguieron. La celebridad
afluye a Ibsen en tres grandes oleadas. La primera con sus dos grandes comedias
dramáticas, Brand y Peer Gynt (1866-1867), en la época en que
Marx publicaba El Capital. Brand es una crítica del materialismo y una
exhortación a seguir la voz de la conciencia antes que las reglas
convencionales de la sociedad, el tema central de su obra. La pieza, a raíz de
su publicación (1866), desencadenó grandes controversias y, por primera vez,
Ibsen es considerado como el líder de la lucha contra la ortodoxia, no solamente
en Noruega sino en toda Escandinavia. Es entonces cuando sale del yugo del
enclave noruego.
La segunda oleada llega en los años 1870. Brand le permite
poner sus ideas revolucionarias en escena. Llega a la conclusión de que tales
piezas tenían infinitamente más impacto cuando se interpretaban que cuando se
leían; lo que le incita a renunciar a la poesía en favor de la prosa y de una
nueva forma de realismo teatral: “El verso es para las visiones, la prosa para
las ideas”. Ibsen necesita años en su evolución. A veces parecía inactivo, más
ocupado en rumiar ideas que en trabajar. Comparado con un novelista, un autor
de obras de teatro pasa poco tiempo sin escribir. El texto, incluso en una obra
larga, es sorprendentemente reducido. La acción, construida de manera menos
lógica, brota a base de espasmos, de incidentes individuales que constituyen
más la fuente de la intriga que su desarrollo.
Como todos los grandes artistas, no soporta repetirse y cada
obra es un nuevo paso hacia lo desconocido. Pero una vez que sabe lo que
quiere, escribe deprisa y bien. Sus nuevas obras —Bases de la sociedad
(1877), Casa de muñecas (1879) y Espectros (1881)— coinciden con
el lento desmoronamiento de la era victoriana y la aparición de un nuevo clima
de ansiedad y de agitación social. Ibsen suspende los temas embarazosos sobre
el poder del dinero, la opresión de las mujeres, e incluso sobre el tabú de la
enfermedad sexual. Pone los temas políticos y los asuntos de sociedad en el
centro de la escena, en lenguaje sencillo, el de cada día, con situaciones que
todo el mundo puede reconocer.
La pasión, la cólera, la provocación y, ante todo, el interés
que suscita Ibsen son inmensos y ganan a toda Escandinavia. Bases de la sociedad
penetra la Europa central; Casa de muñecas, el mundo anglosajón.Estas
primeras obras modernas hacen de Ibsen una celebridad mundial.
Pero Ibsen encuentra difícil asumir este papel de autor de piezas
“sociales”, a pesar de algunas recaídas en el plano internacional. Su tercera
gran fase de progresión tiene lugar con una rapidez acelerada, después de años
de gestación, cuando se aparta de las cuestiones políticas para consagrarse
al problema de la liberación personal. Este tema ocupa probablemente su
espíritu más que cualquier otro aspecto de la existencia. Escribe en su carnet
de notas: “La liberación consiste en asegurar al individuo el derecho de
disponer de sí mismo, según la necesidad particular de cada uno”. Sostiene
que mientras que los derechos personales no sean garantizados, las libertades
políticas son irrelevantes En el curso de esta tercera fase escribe
El Pato salvaje (1884), Rosmersholm (1886), Hedda Gabler (1890), El
Constructor Solness (1892) y Jean-Gabriel Borkmann (1896). De esta
época muchos encuentran a estas obras decadentes e incluso incomprensibles.
Por lo demás, estas obras, que exploran la psique humana y su búsqueda de
libertad, fueron las más apreciadas. Ibsen tuvo el mérito de ser sensible a
nociones latentes, a veces incluso todavía inexploradas. Como explica su
amigo, el crítico danés Georg Brandes, Ibsen mantiene “una suerte de misteriosa
correspondencia con las ideas del momento en fermentación, prestas a germinar”…Estas
ideas tuvieron alcance internacional, pues los amantes del teatro del mundo
entero tuvieron oportunidad de identificarse con las víctimas y con los
explotadores atormentados de sus obras.
En los años 1890, a su regreso triunfal a Christiania, sus
piezas habían sido representadas en el mundo entero y, durante los diez últimos
años de su vida (muere en 1906), el antiguo mozo de botica fue el hombre más
célebre de Escandinavia. Como Tolstoi en Rusia, fue considerado como el más
grande escritor en vida y tenido por profeta. Su renombre se expandió gracias
a escritores tales como William Archer y George Bernard Shaw. Hubo periodistas
que recorrieron miles de kilómetros para entrevistarle en su lúgubre
apartamento de Viktoria Terrace. Sus apariciones cotidianas en el Gran Hotel,
donde se sentaba solo frente a un espejo para ver la sala, leer su periódico,
beber una cerveza seguida de un coñac, constituyeron una atracción de la
capital. Cuando entraba en este café, puntual, con el minuto preciso, toda la
sala se levantaba, los hombres se quitaban el sombrero y nadie osaba sentarse
de nuevo hasta que el gran hombre no hubiera tomado asiento. El escritor inglés
Richard Le Galienne que, como muchos otros, fue a Noruega para ser testigo de
este espectáculo maravilloso, le describe así: “Una presencia desagradable,
desabrida, hermética, almidonada de dignidad, tiesa como un bastón… Ningún
rasgo de gentileza o de humanidad sobre esa piel apergaminada ni en esos ojos
de tejón salvaje. Se hubiera dicho de un viejo escocés entrando en la Kirk*.
Como lo suponía Le Galienne, nada había en la vida de este gran humanista que
no estuviese embalsamado por la consideración popular y los honores públicos.
¿Por qué este gran Liberador, este hombre que había estudiado y comprendido a
la especie humana, llorado por su suerte, cuyos trabajos explicaban cómo liberarse
del yugo de las convenciones y de los viejos prejuicios, parecía experimentar
repulsión hacia los individuos? ¿Por qué rehusaba sus avances y prefería leer
un periódico que tratar de ellos? ¿Por
qué se imponía ese aislamiento feroz?
*Kirk: Iglesia
presbiteriana de Escocia. (N. d. T.)
Cuanto más de cerca
se estudia al gran hombre, más se tropieza con esta anomalía. Ibsen, después
de haber luchado contra los convencionalismos y por las libertades de la vida
bohemia se convirtió en un personaje de un conformismo riguroso, casi grotesco.
La princesa María Luisa, hija de la reina Victoria, refiere que llevaba un
diminuto espejo pegado a la franja interior del sombrero. Le servía para
atusarse. Muchas personas de las que se aproximaron a Ibsen chocaron con su
extraordinaria vanidad, perfectamente expresada en la célebre caricatura de
Max Beerbohm. No siempre fue así. La abuela de su mujer, Magdalena Thorensen,
escribe que cuando se encontró con el joven Ibsen por primera vez “tenía el
aire de una pequeña marmota tímida… no había aprendido todavía a despreciar a
sus semejantes y le faltaba seguridad”. Ibsen comenzó a cuidar su porte en 1856
después del éxito de Solhaug. Opta por los puños plisados del poeta, los guantes
“manteca fresca” y el bastón elegante. A mitad de los años 1870, se busca de
manera más rebuscada, escoge una moda más sombría acorde con la fachada escondida
que ofrecía al mundo. El joven escritor John Paulsen describe su aspecto cuando
vivía en los Alpes austríacos en 1876: “Viste chaqueta de faldón, negra, adornada
de condecoraciones; camisa de un blanco deslumbrador, elegante corbata, sombrero
de seda, también de un negro rutilante, gafas con cercos de oro… boca pequeña
de labios delgados como la hoja de un cuchillo… Me encontraba ante un muro,
ante una montaña enigmática e impenetrable”, apoyado sobre un gran bastón de
nogal con puño de oro enorme. Al año siguiente, su primer doctorado honoriscausa
le fue otorgado por la universidad de Uppsala. Exigió entonces que se le
llamase “Doctor” y enarboló una larga levita negra muy estricta. Los
campesinos de los Alpes, tomándole por un cura, se arrodillaban para besarle
la mano cuando iba de paseo. Ibsen prestó a los detalles en el vestir una
atención poco común. Sus cartas
contienen instrucciones minuciosas relativas al modo de colgar sus trajes en el
armario, de colocar sus calcetines y sus calzones separándolos de sus camisetas.
Daba lustre siempre a sus botas y hubiera llegado incluso a coser sus botones
si no hubiera sido porque tenía una sirvienta que se ocupaba de ello. Cuando
su futuro biógrafo le visitó en 1887, anota que invertía una hora cada mañana
para vestirse. Pero sus esfuerzos por ser elegante fracasaron. Se le tomaba la
mayor parte de las veces por un cabo de marina o un capitán de altura. Tenía la
cara rojiza y coloreada por el estilo de sus antepasados, sobre todo cuando
había bebido. El periodista Gotfried Weisstein encuentra que sus perogrulladas,
proferidas con una seguridad impresionante, le hacía parecerse a un “pequeño profesor
de alemán preocupado de inscribir en el encerado de nuestra memoria la
información siguiente: mañana, cogeré el tren para Munich”. La vanidad de Ibsen
roza a menudo el ridículo. Toda su vida, experimentó una verdadera pasión por
las medallas y las condecoraciones. Para conseguirlas, se sirvió de
complicadas maniobras. Ibsen, que tenía cierto talento para el dibujo, hizo con
frecuencia croquis de esas baratijas tan tentadoras. Se encuentra en sus
primeros cartones de dibujo maquetas de la orden de la Estrella. Dibujó “la
orden de la Casa de Ibsen” que mostró a su mujer. Soñaba con ser condecorado.
Recibió su primera distinción en Estocolmo en 1869, con motivo de una conferencia
de intelectuales sobre la lengua, una innovación sobre la escena internacional
que algunos encontraron siniestra. Ibsen, al fin vedette, pasa las
veladas bebiendo champagne en el palacio real con el rey Carlos XV que le
condecoró con la orden de Vasa. Más tarde, cuando Georg Brandes le visita por
primera vez (se escribían desde hacía mucho tiempo), se sorprendió de que Ibsen
tuviese la condecoración en casa. Se hubiera asombrado aún más si hubiera
sabido que Ibsen había pedido otras. En setiembre de 1870, escribe a un abogado
danés que se ocupaba de esta clase de asuntos para obtener la orden de Danneborg:
“No tenéis ni idea del efecto que producen estas cosas en Noruega… Una condecoración
danesa reforzaría mi standing (…), algo importante para mí”. Dos meses
más tarde, escribe a un traficante armenio de títulos honoríficos que operaba
en Estocolmo y tenía relaciones en los círculos de poder del Cairo para
pedirle una medalla egipcia, “que sería de gran refuerzo” para su “fama
literaria en Noruega”. Termina teniendo una medalla turca, la orden de
Medjidi, que describe con arrobamiento como “un muy bello objeto”. El año 1873
fue un buen año de medallas: recoge una campana austríaca y una medalla de la
orden noruega de San Olaf. Pero no ceja en sus esfuerzos por obtener otras.
Pretende convencer a un amigo de que carece de “toda ambición personal”
respecto a los títulos honoríficos, “aunque, llegada la ocasión, cuando me son
ofrecidas estas distinciones, no las rehuso nunca”. Mentía; sus cartas lo
atestiguan. Esta pasión de Ibsen está largamente probada, pues no perdía
ocasión de desplegar toda su galaxia de estrellas. En 1878, enarbola toda sus
condecoraciones en una comida en su club, incluida una distinción parecida
a una collar de perro alrededor del cuello. El pintor sueco Goerg Pauli
encontra a Ibsen envuelto en cintas y medallas en una calle de Roma. Había
temporadas que las llevaba todas las tardes. Para justificar esta manía en
presencia de sus “jóvenes amigos”, decía que esas medallas le recordaban que
no debía “traspasar ciertos límites”. Las personas que invitaba a comer se
sentían aliviadas cuando se mostraba sin sus medallas que movían a sonrisas, e
incluso a reír abiertamente a medida que el vino corría por la mesa. A veces
las llevaba a plena luz del día. Cuando cogía el barco para volver a Noruega,
se ponía su traje de gala con todas sus condecoraciones antes de entrar en el
puerto de Bergen y luego subía al puente. Para su espanto, vio una vez que cuatro
antiguos compañeros de taberna, dos carpinteros, un sepulturero y un
comerciante, le esperaban en el muelle y le recibían al grito de “Bienvenida
para el viejo Henrick”. Volvió a esconderse en su cabina hasta que se
marcharon. Era viejo, y seguía ávido de honores. En 1898, impaciente por
llevar la gran cruz de Denneborg, se la compró a un joyero antes de que le
fuera impuesta. El rey de Dinamarca le había enviado una suplementaria, además
de la que le había otorgado; con lo que llegó a tener tres, debiendo
restituir dos al joyero de la Corte. De esta celebridad internacional rutilante,
de estos trofeos, se desprende una impresión de locura, de voluntad de poder,
de rabia mal contenida más que de vanidad. A despecho de su corta estatura,
Ibsen, con una gran cabeza y un cuello espeso, irradiaba potestad. Según Brandes,
se tenía de él la impresión de que “era necesario estar armado con una porra
para dominarle”. Sus ojos eran terroríficos. Su mirada pertenecía a la era
victoriana, como la de Gladstone, hasta el punto de que cuando éste se fijaba
en un miembro del Parlamento, el pobre hombre olvidaba lo que iba a decir.
Tolstoi se sirvió también de su ojo de reptil para reducir las críticas a
silencio.
La bebida le hacía
desbordar esa ira contenida. Ibsen no llegó nunca a ser un verdadero alcohólico,
ni incluso un gran bebedor, salvo en contadas ocasiones. Nunca bebía en su
despacho de trabajo. Pero bebía en sociedad para sobreponerse a su timidez y a
su carácter taciturno. En Roma, en el Club escandinavo, sus célebres explosiones
después de las comidas asombraban a todo el mundo, en particular al término de
los banquetes conmemorativos, frecuentes en el siglo XIX en toda Europa y en
América del Norte. Los escandinavos eran especialmente fríos. Ibsen asistía a
cientos de banquetes con consecuencias a menudo desastrosas. Frederick
Knudtzon, que conoció a Ibsen en Italia, cuenta que en el transcurso de una
comida de amigos Ibsen la emprendió con el pintor Augusto Lorange atacado de
tuberculosis (una de las razones por las que los escandinavos se desplazaban
al sur) y le dijo que era un mal pintor: “Vd. no merece ir sobre dos pies:
debería reptar a cuatro patas.” Knudtzon añade: “Nos quedamos todos sin voz
ante esta agresión contra un hombre inofensivo, un desgraciado tuberculoso
que no necesitaba en absoluto que Ibsen descargase sobre él semejante golpe”.
Al terminar la comida, Ibsen, incapaz de tenerse en pie, tuvo que ser llevado a
casa. La bebida le cortaba las piernas, pero raras veces la palabra. Cuando
Georg Pauli y el pintor noruego Christian Ross tuvieron que volver a llevarle
a casa, con todas sus medallas, después de una comida de celebración del mismo
género en Roma, Ibsen les testimonia “confidencialmente” su gratitud,
quitándole importancia.
En 1891, Brandes da
un gran banquete en honor de Ibsen en el Gran Hotel de Christiania. Ibsen crea
una “atmósfera irrespirable”, da cabezadas ostensiblemente en el curso del
generoso discurso de Brandes, rehusa responderle, y declara simplemente:
“Podrían decirse muchas cosas respecto a este speech.” Termina insultando
a su anfitrión y le dice que “él no conoce nada” de la literatura noruega”.
Podría escribirse
un libro acerca de todos los banquetes escandinavos que acabaron mal durante
este período. Cuando se hallaba sobrio, Ibsen controlaba sus expansiones.
Podía incluso mostrarse puntilloso. Cuando una mujer vestida de hombre consiguió
entrar en el Club escandinavo de Roma, exigió que el miembro del club cómplice
de la infracción fuese expulsado. Para Ibsen, la irascibilidad fue una forma
de arte. Adoraba incluso las manifestaciones de agresividad en la
naturaleza. Cuenta que trabajaba en Brand, su pieza feroz, con “un escorpión
en un vaso de cerveza vacío” colocado sobre la mesa. “De vez en cuando, la
bestia quería picar. Le dejaba un trozo de fruta madura para que se le pasase
la rabia e inyectase su veneno. Después se encontraba mejor”.
¿Se hacía eco esa
criatura de su propia necesidad de descargar su rabia? Sus piezas, generalmente
impregnadas de ira, ¿no serían más que un largo ejercicio terapéutico? Nadie
conoció a Ibsen con la suficiente intimidad como para poder afirmarlo, pero
muchos eran conscientes de que las pugnas que había tenido que afrontar en sus
principios le habían dejado un resentimiento casi inagotable. Como Rousseau,
fue dejando marcas de ello toda su vida y fue un monstruo de egocentrismo. Se
comportó injustamente hacia su padre y su madre, sus hermanos y su hermana,
responsables de su juventud desgraciada. Después de abandonar Skien, no hizo
ningún esfuerzo por mantener contacto con su familia. Hizo un último viaje a
Skien en 1858 para pedir dinero prestado a su tío, Christian Paus, pero no
visita a sus padres de paso. Ve en cambio a su hermana Hedvig, pero seguramente
en relación a deudas impagadas. En 1867, Ibsen escribe una carta terrible a su
colega, el escritor Bjørnsjerne Bjørnson, cuya hija contrajo matrimonio más adelante
con su propio hijo: “La ira redobla mi fuerza. Si la guerra estalla, como el
tiempo tal el tiento… No evitaré al hijo en el vientre de su madre, no tendré
pensamiento ni sentimiento hacia el hombre que tendrá el honor de ser mi
víctima… ¿Sabe que toda mi vida he dado la espalda a mis padres, a toda mi
familia, porque no quise perder el tiempo con relaciones basadas en una
comprensión imperfecta?” Cuando su padre muere, en 1877, Ibsen no le veía desde
hacía cuarenta años. Intenta justificar su conducta en una carta a su tío, en
la que invoca como “causa principal” “circunstancias imposibles, desde hacía
mucho tiempo”. Pero, en efecto, reprochaba a los suyos haber frustrado su
vida. El era quien había conseguido la suya. Ibsen, que se avergonzaba de sus
padres, temía además que le pidieran dinero. Cuanto más rico se hizo y más
hubiera podido ayudarles, más les evitaba. No hizo nada por ayudar a su hermano
pequeño, inválido, Nicolai Alexander, que partió a los Estados Unidos y murió
allí a los cincuenta y tres años en 1888, y sobre cuya tumba se inscribió:
“Honrado por extraños, llorado por extraños”. A su hermano más joven, Ole
Paus, que fue sucesivamente marino, comerciante y farero, le ignora
igualmente. Ole fue pobre toda su vida, pero fue el único en ayudar a su padre.
Ibsen le envió un día una carta de recomendación para un empleo, pero nunca le
envió dinero ni le incluyó en su testamento. Ole muere en 1917, carente de
todo, en un asilo de ancianos.
Existe una laguna
en la historia oficial de Ibsen, un penoso asunto cuidadosamente oculto. Podría
partir de una de sus piezas teatrales. Este drama tuvo mucha influencia en su
vida. En 1846, Ibsen tenía dieciocho años y vivía aún con el farmacéutico al
que ayudaba. Tuvo relación con la criada, Elsie Sofie Jensdatter, que era diez
años mayor que él. Elsie tuvo un hijo de Ibsen, que nació el 9 de octubre de
1846. Ella le llamó Hans Jacob Henriksen. Esta mujer no era una campesina
iletrada como la Lenchen de Marx.
Provenía de una
familia de granjeros, propietarios de terrenos. Su abuelo, Christian Loftuus,
había liderado la rebelión de los granjeros contra la ley danesa y murió
encadenado a la roca de la fortaleza de Akeshus. Elsie, como Lenchen, se
comportó con la mayor discreción. Regresó a casa de sus padres para situar a su
hijo y nunca pidió la más mínima cosa del padre. Pero de acuerdo a la ley noruega
y por orden del Consejo local, Ibsen fue obligado a pasarle una pensión para
Hans Jacob hasta la edad de catorce años. Entonces sin recursos, Ibsen se
resintió amargamente de esta merma de su escaso sueldo y no se lo perdonó
jamás, ni a la madre ni al hijo. Como Rousseau y Marx, no reconoció a Hans
Jacob, ni se interesó en absoluto por él, ni le prestó nunca la menor ayuda por
voluntad propia. Hans Jacob se hizo herrero y vivió con su madre hasta la edad
de veintinueve años. Elsie acabó ciega. Cuando sus padres perdieron su casa,
ella se fue a vivir a una cabaña. Su hijo grabó en la roca “Sylterfjell” (Colina
del hambre). Elsie murió en la indigencia a los setenta y cuatro años, el 5 de
junio de 1982, y es poco probable que Ibsen hubiese sabido de su muerte.
Hans Jacob no era
un patán. Le gustaba leer, especialmente libros de historia y de viajes y fue
también un hábil cincelador de violines. Pero era bebedor y perezoso. A veces
iba a Christiania. Los que estaban en el secreto se asombraban de su
extraordinario parecido con su ilustre padre. Algunos proyectaron una escena.
Colocarían a Hans Jacob vestido como Ibsen en la mesa del Gran Hotel que el
gran hombre ocupaba habitualmente para que al llegar la mañana a beber éste su
acostumbrada cerveza, fuese puesta de manifiesto la prueba irrefutable de su
falta. Pero les faltó valor. Francis Bull, especialista en Ibsen, piensa que
Hans Jacob no se vio con su padre más que una sola vez. En 1892, sin un
céntimo, fue a él a pedirle dinero. Fue Ibsen quien le abrió la puerta. Hans
Jacob tenía entonces cuarenta y seis años. Era probablemente la primera vez
que Ibsen veía a su hijo. No negó su parentesco, le dio cinco coronas a Hans
Jacob y le dijo:
“Es lo que he dado
a vuestra madre. Debería ser suficiente.” Después le dio con la puerta en las
narices. Hans Jacob no figuró en el testamento de su padre y murió en la
miseria el 20 de octubre de 1916.
El temor de que su
familia, legal o ilegítima pudiera forzarle a abrir su bolsa siempre estuvo
presente en Ibsen. La penuria sufrida en los comienzos de su vida dejó en él
una sensación de inseguridad permanente. No pudo superarla sino ganando dinero
constantemente, amasándolo y guardándoselo exclusivamente para él. Fue una de
las fuerzas motrices de su existencia. Ibsen fue de una avaricia tan
excepcional como sus empresas. Mentía sin querer por dinero. Habida cuenta su
ateísmo y su odio secreto a la monarquía, la petición que dirige a Carlos V
para mendigarle una pensión de 100 libras es reseñable: “No lucho por una
sinecura sino por mi vocación en la que creo inflexiblemente como un don que
Dios me ha dado… Mi suerte está en manos de Vuestra Majestad Real que decidirá
si debo permanecer en silencio, y si debo estar constreñido a la más amarga
privación que pueda herir el alma de un hombre: la de abandonar su vocación,
la de capitular, sabiendo que ha sido armado espiritualmente para combatir”.
En esta época
(1866) Brand le había reportado ya algún dinero y se había puesto a
hacer economías. Comienza guardando piezas de plata en un calcetín y termina
comprando obligaciones. En Italia, sus camaradas de exilio resaltaron que
anotaba en una agenda el menor gasto que hacía. Desde 1870 hasta su primer
ataque en 1900, tuvo sus cuentas en dos carnets negros. En uno anotaba sus
ganancias, en el otro sus inversiones, prudentes en extremo, en valores del gobierno.
Hasta los veinte últimos años de su vida, sus ganancias fueron poco
consecuentes para los valores europeos. Sus obras disfrutaron largo tiempo de
una audiencia internacional y sin embargo sus derechos fueron mal protegidos.
Pero en 1880, por primera vez, gana más de 1000 libras, unos ingresos considerables
con referencia a las normas noruegas. Esta suma y sus inversiones se
mantuvieron estables. Es poco probable que un autor haya jamás invertido en el
curso del último cuarto de su vida una proporción de ganancias aproximada a
los dos tercios de sus ingresos. ¿Con qué fin? Su hijo legítimo, Sigurd, le
pregunta un día por qué llevan un vida tan austera. Ibsen le responde: “Es
preferible dormir bien y comer bien, que comer demasiado y dormir mal”. Sin
embargo, a pesar de su riqueza, Ibsen y su familia continuaron viviendo en
apartamentos siniestros. Ibsen no intentó nunca adquirir una propiedad ni aun
sus propios muebles. Los últimos apartamentos de Ibsen, de Viktoria y de la
calle Arbiens, fueron también muy impersonales y parecían más bien habitaciones
de un hotel.
Los apartamentos
sucesivos de Ibsen presentan todos una particularidad poco corriente; parecen
haber sido separados en dos para que cada uno de los esposos pudiera disponer
de una fortaleza privada, para librar en ellos tanto operaciones ofensivas
como defensivas. Ibsen, como resulta evidente, pudo realizar el deseo que
expresó un día a Christofer Due, un amigo de juventud: “Suponiendo que se
casase un día, su mujer no viviría en el mismo piso que él. Se verían cada día
a la hora del almuerzo (únicamente) y se dirían adiós.” En 1858, Ibsen contrae
matrimonio con Suzannah Thorensen, la hija del deán de Bergen, después de un
noviazgo de diez años. Ella era estudiosa, resuelta, con una bella cabellera.
Su abuela, una sabihonda, decía de Ibsen que a excepción de Soren
Kierkeggaard no había conocido a nadie que tuviese tan marcada “la compulsión
de estar a solas consigo mismo”. El matrimonio fue más funcional que amoroso.
Esto fue crucial para la realización de la obra de Ibsen. Cuando sus piezas
fueron un desastre, Ibsen atravesaba una época de gran abatimiento. Soñaba
muy seriamente en desarrollar su otro talento, la pintura. Suzannah le
prohibió pintar y le obligaba a escribir todos los días. Sigurd dirá más
tarde: “El mundo debe agradecérselo a mi madre. En lugar de convertirse en un
mal pintor, llegó, gracias a ello, a ser un gran escritor”. Sigurd, que nació
en 1859, consideró siempre a su madre como la fuerza de Ibsen: “Tenía genio,
tenía carácter. Él lo sabía, pero sólo cuando se aproximaba su fin terminó por
reconocerlo.”
Está claro que
Sigurd veía en este matrimonio una buena asociación para el trabajo. Otros lo
vieron de un modo diferente. Un joven danés, Martin Schneekloth, hizo en su
periódico otro retrato de los Ibsen cuando se encontró con ellos en Italia.
Ibsen anotaba, “está en una situación desesperada”, casado con una mujer a la
que no ama, “sin ninguna reconciliación posible”. Encontró a Ibsen
“dominador, egocéntrico, inflexible, de una masculinidad exacerbada, una curiosa
mezcla de cobardía y de idealismo compulsivo, demasiado indiferente a todo
con tal de aplicar esos ideales a la vida cotidiana… Ella es femenina, sin
apenas tacto, pero con una carácter firme y estable, una mezcla de
inteligencia y de estupidez, con sentimientos de amor y de humildad eminentemente
femeninos… Se pelean, fríamente, despiadadamente. Y sin embargo, ella le ama,
quizá a través de su hijo, su pobre hijo, que tiene la más triste suerte que
pueda tener un niño”. Y Schneekloth prosigue: “Ibsen esta de tal modo
obsesionado con su trabajo que el proverbio “la humanidad primero, luego el
arte” está invertido prácticamente en él. Pienso que no ama ya a su mujer
desde hace mucho tiempo… Su crimen, es que es incapaz de disciplinarse para
cambiar la situación; descarga su mal humor y su despotismo sobre ella y su
pobre hijo, completamente aterrorizado, con el espíritu quebrantado.”
Suzannah
estaba lejos de manifestarse indefensa frente al egocentrismo implacable de
su marido. La mujer de Bjørnson refiere que después del nacimiento de Sigurd
declaró a Ibsen que no volvería a tener nunca otro hijo. Dicho de otro modo,
más vida sexual (pero Bjørnson fue un testigo hostil). De vez en cuando,
corrían rumores de separación. Ibsen estaba convencido —lo escribe en 1883— de
que el matrimonio “convertía a todo el mundo en esclavo”. Pero era prudente,
amaba la seguridad y protegía la suya. El 7 de mayo de 1895, envió una curiosa
carta a su mujer, en la que negaba los rumores que pretendían dejarla por
Hildur Andersen. Los atribuía a sus disputas con la abuela de su mujer,
Magdalena, a la que odiaba. Ibsen era a menudo duro y desagradable con su
esposa, pero ésta sabía cómo desarmarle. Cuando entraba en cólera, conociendo
su timidez esencial y su miedo a la violencia, se reía simplemente en sus
narices. Atizaba sus miedos, y después de examinar minuciosamente los periódicos
para encontrar las noticias sobre horribles catástrofes se las comunicaba.
…Debió ser curioso observar de cerca a la pareja.
Las relaciones de
Ibsen con sus amigos fueron ordinariamente glaciales y a menudo tempestuosas.
Es más, la palabra amigo no se aviene a su caso. La lectura de la correspondencia
que mantuvo con su colega Bjørnson, al que conocía hacía tiempo, no es
precisamente muy agradable. Considera a Bjørnson como un competidor. Está
celoso de sus primeros éxitos, de su naturaleza extravertida, de su alegría, de
sus modales encantadores y de su amor manifiesto por la vida. Bjørnson hizo
cuanto pudo por conocer a Ibsen. Pero la frialdad y la ingratitud de Ibsen al
respecto fueron ciertamente lamentables. Sus relaciones recordaban a las de
Rousseau con Diderot: el primero recibía, el segundo daba. Pero en el caso
entre Ibsen y Bjørnson no existió una querella final espectacular como en el
de aquéllos.
Ibsen encontraba la
reciprocidad muy difícil. En relación a todo lo que Bjørnson hizo por él, el
telegrama de felicitación que le envía con motivo de su sesenta aniversario es
un monumento a la gelidez. “Henrik Ibsen te desea un buen aniversario”. Sin
embargo exigía mucho de él. Cuando el crítico Clemens Petersen hace un reseña
abiertamente hostil de Peer Gynt, Ibsen envía una carta indignada a
Bjørnson, quien nada había tenido que ver con el asunto. ¿Por qué no había dado
una paliza a Petersen? “Yo le hubiera enviado a la lona antes de darle tiempo
a perpetrar una ofensa tan premeditada hacia la verdad y hacia la justicia”.
Al día siguiente, añade el siguiente post-scriptum: “He tenido que
dormir bajo el peso de esas palabras, las he revestido de sangre fría… y sin
embargo se las he enviado. Después se enerva de nuevo: “Te reprocho sobre todo
tu pasividad. No está bien por tu parte permitir que se cometa en mi ausencia
tal a atentado a mi reputación sin haber reaccionado con el golpe de martillo
de un subastador”.
Mientras esperaba
que Bjørnson librase sus batallas por él, Ibsen le hacía el blanco de sus
sarcasmos. Aparece en el personaje despreciable de Stensgaard en su pieza “La
Liga de la juventud”; un feroz ataque contra el movimiento progresista. Este
monumento de ingratitud, lo eleva Ibsen a todas las gentes que le habían prestado
dinero o firmaron a favor de su demanda de pensión real. A cambio, él se muestra
susceptible en extremo. Cuando John Paulsen publica una novela en la que trata
de un padre dominante loco por las medallas, Ibsen escribe una sola palabra al
dorso de una de sus tarjetas de visita: “Canalla”, y la dirige al club de
Paulsen en un sobre sin cerrar. El marqués de Queensberry infligiría el mismo
trato a Oscar Wilde diez años más tarde.
Casi todas las
relaciones de Ibsen con sus colegas escritores terminaron en querellas.
Incapaz de seguir el consejo del Dr. Johnson: “La amistad debe entretenerse
constantemente”, siempre hizo reinar una tensión constante, entrecortada de
períodos de silencio. Todos tenían que hacer con él un esfuerzo. Llegó casi a
una filosofía hostil a la amistad. Brandes, que vivía en pecado con una mujer
casada, fue golpeado por el ostracismo en Copenhague. En una carta que escribe
a Ibsen, se queja ostensiblemente de no tener ya amigos e Ibsen le responde:
“Los amigos son un
lujo oneroso y cuando se invierte el capital en una vocación o en la obra de
la propia vida, no puede uno permitirse el lujo de tener amigos. Con los amigos,
lo que cuesta caro no es lo que se hace por ellos sino lo que, por consideración
hacia ellos, no se puede hacer. Muchas ambiciones espirituales se han malogrado
de esta manera. Yo he tenido que esperar varios años para superar este
obstáculo y llegar a ser yo mismo”. Esta triste carta revela, como en el caso
de los otros intelectuales que hemos repasado, la relación estrecha que hay
entre su pensamiento —tal como ellos mismos la proclaman— y sus debilidades
de carácter. Ibsen, que aconsejaba “Sed vosotros mismos”, reconoce en esta
carta que, para él, ser uno mismo implica el sacrificio de los otros. Su
liberación personal fue el símbolo mismo del egoísmo. Como escribe a Magdalen
Thorensen, la doctrina del egoísmo creativo está en el corazón mismo de la
vena artística de Ibsen: “La mayor parte de los críticos coinciden en
reprochar al escritor ser él mismo… Sin embargo, es vital proteger lo esencial
de sí y guardarlo puro y libre de todo elemento inoportuno”. Ibsen intenta
transformar la vulnerabilidad de su carácter en una fuente de fuerza. De niño,
estuvo horriblemente solo. Según su institutriz, “tenía cabeza de viejo” y
una “personalidad introvertida”. “Los chicos no le querían. Era demasiado
áspero”, declara uno de sus contemporáneos. No se le vio reír más que una sola
vez “como los demás seres humanos”. La pobreza agravaba su soledad. Para hacer
creer a los pensionistas y habilitados de su pensión que salía a comer, organizaba
grandes paseos. Más tarde, por avaricia, Ibsen constriñó a su hijo a hacer uso
del mismo subterfugio. Para no invitar a sus camaradas a su siniestra casa,
les contaba que su madre era una negrera que tenía a su hermano más joven
encerrado en una habitación. (Su hermano no había nacido aún). Los largos paseos
solitarios de Ibsen se convirtieron en una costumbre. “He atravesado la mayor
parte de los países de la Pobreza”, escribía Ibsen, el exilado por naturaleza.
Su comunidad le parecía el mejor extraño, pero a menudo hostil: “Estoy en
estado de guerra con la pequeña comunidad de la que (…) soy prisionero”.
No resulta extraño
pues que Ibsen decidiese pasar el periodo más largo y más productivo de su
vida en el exilio. Pero, al igual que Marx, su vida de exilado intensificó su
sensación de alienación, dentro de una grupo extremadamente cerrado de
expatriados, con sus querellas y sus animosidades. Fue después cuando Ibsen
empieza a apreciar las ventajas de su aislamiento. En una carta de 1858, él
mismo se describe como “sepultado en una suerte de frío distante que hace
difícil toda relación íntima con conmigo mismo (…). Creedme, no es
precisamente placentero contemplar el mundo desde el otoño de la vida”. Seis
años más tarde, en una carta de 1864 dirigida a Bjørnson, se felicita por su
incapacidad de establecer vínculos con el otro: “No puedo tener relaciones
íntimas con gentes que piden se dé a ellas libremente y sin reserva. Prefiero
encerrarme en mí, en mi verdadero yo”. Su soledad se hace creativa, incorporada
al tema implícito de sus primeros poemas como “Resignación”, escrito en 1847,
hasta los años 1870-1871, cuando deja de escribir poesía. Según Brandes,
“Resignación” es una oda a la soledad, a la descripción de esta necesidad del
combate y de la contestación solitaria. Sus escritos siempre reflejaron su
soledad, convirtiéndose en una especie de defensa, en un refugio, en un arma
contra el mundo hostil.
Según Schneekloth,
Ibsen “cuando vivía en Italia, consagró toda su inteligencia y su pasión de la
persecución demoniaca de la fama y la nombradía literaria”. Poco a poco llegó
a considerar su retiro como una política indispensable y una virtud. “En el
conjunto de la existencia humana es un naufragio”, escribe a Brandes; “la
única línea de conducta sana es protegerse”. Ya viejo, aconseja a una joven “no
contar jamás con nadie (…) Guardarse todo para sí, lo más preciado en la
vida”.
Dirigía su odio a
todos los aspectos de la sociedad, pero jugueteaba, de vez en cuando, casi
amorosamente, con una idea o una institución que le inspiraba un gusto
particular. Odiaba a los conservadores. Ibsen fue sin duda el primer escritor
que logra de un Estado conservador subvencionar una obra descarnada en atacar
todos los valores que le eran queridos (cuando Ibsen se decide a pedir un aumento
de su pensión, el reverendo H. Riddervold, uno de los miembros del comité
encargado de adjudicar esa clase de gracias,
declara que Ibsen hubiera merecido más un buen correctivo que una pensión).
Pero Ibsen llegó a
odiar aún más a los liberales que había apreciado “de demasiado débiles para
defender las barricadas”, a los que además trataba de “hipócritas,
mentirosos, chochos, despreciables en su mayoría”. Como Tolstoi, experimenta
una aversión especial hacia el sistema parlamentario, fuente inacabable de
corrupción y de estiércol… Odiaba la democracia. Sus opiniones, reveladas por el periódico de
Kristofer Janson, son bastante siniestras. “La mayoría ¿qué es? La masa
ignorante. La inteligencia es el privilegio de una minoría”. Según él, la mayoría
de los individuos “no está en condiciones de tener opiniones”. En este mismo
sentido dice a Brandes que “por nada del mundo se adheriría a un partido
sostenido por la mayoría”. Se decía anarquista y creía (como muchos otros de
la época) que el anarquismo, el comunismo y el socialismo eran en esencia una
misma cosa. “Es preciso abolir el Estado”, decía a Brandes que procuraba
registrar sus opiniones. “Sin embargo, la revolución que yo respaldaría de
buena gana es la abolición del concepto de Estado y la instauración del
principio del libre arbitrio”.
Es cierto que Ibsen
creía tener el secreto de una filosofía coherente para la cosa pública. Para
ello prestaba su fórmula favorita “La minoría siempre tiene razón”, y explica
a Brandes que “por minoría entendía, aquélla que abrevia el avance en lo que
la mayoría no es capaz de alcanzar”. Se identifica en cierto modo con el Dr.
Stockmann cuando dice a Brandes:
“Si es un pionero,
un intelectual no podrá jamás reunir en torno a sí a la mayoría. Puede que la
mayoría tenga que esperar diez años para llegar al punto donde estaba el Dr.
Stockmann en el momento en que las gentes ahora se encuentran. Pero durante
estos diez años, el Dr. Stockmann no ha estado estático y sigue llevando al
menos diez años de adelanto sobre los demás. La mayoría, la masa, el
populacho no podrá pues alcanzarle. No podrá nunca situarse a su altura. Un
loco está ahora allí donde yo estaba cuando escribía mis primeros libros. Pero
yo, yo ya no estoy allí. Estoy en otra parte, lejos de ellos, donde menos se
espera.”
Lo fastidioso es
que este punto de vista típicamente victoriano supone que la humanidad, conducida
por una minoría iluminada, progresa siempre en la buena dirección. No llegó
jamás al espíritu de Ibsen que esta minoría —que Lenin llamará más tarde “la
vanguardia de la élite” y Hitler, “un portabanderas” podía conducir a la
humanidad a los infiernos. Se hubiera quedado estupefacto, horrorizado, por
los excesos de este siglo XX a cuyo espíritu él mismo contribuyó a ahormar.
La razón por la que
Ibsen veía el porvenir tan bien comprometido se debía a la debilidad de su
personalidad, a su incapacidad para intentar simpatizar con los demás a despecho
de sus ideas. Tan es así, que los individuos o los grupos de individuos para él
no eran más que ideas encarnadas, como en sus obras teatrales, a las que
poder manipular con simpatía y mucha perspicacia. En cuanto las personas
reales se introducían en su vida, emprendía la huida o reaccionaba con hostilidad.
Sus últimas piezas, que dan testimonio de su poderosa comprensión de la
psicología humana, coinciden con períodos de conflicto, con fases de cólera y
de misantropía en su propia vida y un deterioro constante de alguna de las
relaciones personales que todavía conservaba. El contraste entre sus ideas y
la realidad se refleja en la mayor parte de sus actitudes en público. El 20
de marzo de 1988, envía un cable a la Unión de trabajadores de Christiania:
“De todas las clases de mi país, la clase obrera es la que está más cerca de mi
corazón”. ¡Pamplinas! Nada, a excepción de su portafolios, estaba cerca de su
corazón. Ibsen no prestó nunca la menor atención a los obreros en la vida
corriente y no tuvo más que desprecio por sus opiniones. Nada prueba que apoyase
al movimiento obrero. Ve en ello una buena política, agitar a los
estudiantes. A cambio, ellos le honran con sus procesiones abanderadas. Pero
sus relaciones reales con los estudiantes acaban con una furiosa querella, que
él relata en una larga carta pueril, absurda, dirigida a la Unión de estudiantes
noruegos el 23 de octubre de 1885, denunciando el predominio de elementos reaccionarios
en sus filas.
Sus relaciones con las mujeres no escapan a esta regla. En
teoría, él estaba de su parte. Se puede argüir que Ibsen se adelanta a defender
la causa femenina respecto a cualquier otro escritor del siglo XIX. El
mensaje de Casa de muñecas expresa con claridad que el matrimonio no es
sacrosanto, y cuestiona la autoridad marital. Pero el descubrimiento de sí es
lo verdaderamente importante. Esta pieza es lo que realmente da nacimiento al
movimiento feminista. Nadie ha sabido mejor que Ibsen exponer el caso de una
mujer y analizar sus sentimientos como él lo hace en su obra Hedda Gabler.
Para hacerle justicia, es preciso decir que en Roma, en un discurso bien alegre
al término de un banquete, se declara a favor de la admisión de las mujeres en
el Club escandinavo. Fue particularmente estruendoso y no hizo mucho bien a
la causa, pues una condesa se desmayó del miedo entre los asistentes. No tenía
paciencia alguna con las mujeres que luchaban realmente por su liberación,
sobre todo si se trataba de mujeres escritoras. En la desastrosa comida que
Brandes da por él en el Gran Hotel en 1891, resalta su irritación por haber
sido colocado en la mesa junto a Kitty Kielland, una pintora, intelectual por
añadidura. Cuando ella osa criticar el personaje de Mme. Elvsted, de su pieza Hedda
Gabler, responde él, con fastidio: “Escribo para hacer el retrato de las
gentes. Que eso guste o no a una sabihonda me es completamente indiferente”.
¿Su idea del infierno? ¡Un interminable banquete, sentado entre una vieja
sufraguista y una mujer escritora! Precisamente las que pululaban por las capitales
escandinavas en los años 1890. Intenta escapar a un banquete oficial dado en
su honor en Christiania el 26 de mayo de 1898 por la Liga de defensa de los
derechos de la mujer noruega. No pudiendo evitar asistir a él, su discurso
fue particularmente brusco. En el curso de otra comida en su honor en Estocolmo
por dos asociaciones de mujeres, muestra igualmente un humor execrable. El
desastre fue evitado oportunamente por las damas que había tenido la buena
idea de montar un espectáculo folclórico bailado por encantadoras jóvenes de
las que Ibsen era notoriamente apasionado.
Una de las bailarinas, Rosa Fitinghoff, cuya madre escribía
cuentos para niños, se añade a la larga lista de jovencitas con las que Ibsen
tuvo relaciones al mismo tiempo complejas y vertiginosas. Parece haber estado
siempre atraído por la juventud extrema que asociaba, no sin amargura, a lo
inaccesible. Henrikke Holst, la primera de la que se enamoró perdidamente
cuando trabajaba en el teatro de Bergen, tenía quince años. Como él estaba sin
blanca, el padre se interpuso. Desde el momento en que tiene sus primeros
éxitos, empieza a sentirse demasiado viejo y feo, y tiene miedo a una negativa
si se decide a desear a una jovencita. Sin embargo continúa trabando relaciones
peligrosas, abiertamente, en 1870, con Laura Petersen, una joven y brillante
feminista. Cuatro años más tarde, Hildur Sontum, la hija de su arrendadora, la
reemplaza. Tenía ella apenas diez años. Esta inclinación no se atenúa con la
edad; más bien al contrario. Ibsen estaba fascinado por el tierno sentimiento
que animó a Goethe en su vejez por la deliciosa Marianne von Willemer, y
que reporta una nueva juventud a su
arte. Todas las actrices jóvenes y bonitas obtenían de Ibsen todo lo que
querían, sobre todo cuando le presentaban a su vez a otras de sus amigas Cuando
iba a las capitales escandinavas, muchas jóvenes le esperaban a la entrada de
su hotel. A veces les hablaba y les daba un beso a cambio de una fotografía de
su persona. Le gustaban las jovencitas en general, pero su interés se centra
generalmente sobre una de ellas en particular. En 1891, ésta fue Hildur
Andersen. Rosa Fitinghoff fue la última.
Las dos más importantes fueron Emilie Bardach y Hèléne Raff, a
las que conoció durante una estancia en los Alpes en 1889. Ambas tenían un
diario y buen número de cartas que las ha sobrevivido. Emilie, una austríaca de
dieciocho años (Ibsen tenía cuarenta y tres más que ella) anota en su diario:
“Su ardor debiera convertirme en una fiera… tan fuerte es el sentimiento que
pone en todo. Me ha dicho que (…) nunca ha sentido en toda su vida tanta dicha
de conocer a alguien, que jamás admiró a nadie como me admira”. Ibsen pide a
Emilie que sea “muy franca con él para poder llegar a ser amigos y trabajar
juntos”.” Ella piensa estar enamorada de él: “Pero ambos hemos pensado que
hacia fuera es mejor parecer extraños” Las cartas que él le escribe después de
su separación eran francamente inofensivas y, cuarenta años más tarde, ella
confía al escritor E.A.Zucker que incluso no llegaron a besarse. Pero ella le
dice también que él llegó a pensar divorciarse para poder casarse y descubrir
el mundo con ella. Hélène, la más viva ciudadana de Munich, permite a Ibsen
abrazarla, pero está claro que su relación será más romántica y literaria que
sexual. Ella le pide que la ame: “Vos sois joven, infantil, la juventud
personificada y tengo necesidad de escribir sobre ello”. Esto aclara lo que
esperaba de sus jóvenes “camaradas de trabajo”. Hélène escribe cuarenta
años después. “Sus relaciones con las jovencitas nada tenían que ver con la
infidelidad en el sentido habitual del término. Respondían únicamente a
necesidades de su imaginación”. Estas jóvenes eran arquetipos, ideas de carne
y hueso que le sirvieran a su dramaturgia y no verdaderas mujeres dotadas de
sentimientos que él hubiera podido buscar o amar por sus cualidades
personales.
Es pues poco probable que Ibsen hubiera soñado tener una
aventura con una de estas jóvenes, y menos aún casarse con ellas. Sus
inhibiciones sexuales eran profundas. El Dr. Edvard Bull, que había sido su
médico, dice que no hubiera consentido jamás exponer su sexo, ni incluso para
un examen médico. ¿Tenía o pensaba tener algún problema? Siente uno la
tentación de ver en Ibsen una suerte de seductor platónico en razón de su
profundo conocimiento, al menos teórico, de la psicología femenina. Él
provoca ciertamente a Emilie, muy imaginativa, sin duda un poco tonta y a cien
leguas de pensar que Ibsen la utilizaba. Deja de corresponderse con ella en
febrero de 1891. Era lo que él quería. Ese mismo mes, el crítico Julius Elias
cuenta que Ibsen le había confiado en el transcurso de una comida en Berlín,
que había encontrado a una jovencita en el Tirol:
“…una joven vienesa de un carácter muy singular que le había
confiado enseguida (…) que la idea de casarse con un hombre joven no le
interesaba. Sólo los hombres casados le atraían (…) adoraba seducirles…
arrebatárselos a su mujer. Una pequeña náufraga demoníaca… un pajarillo de
presa que de buena gana hubiera añadido a Ibsen a sus víctimas. No pudo lograr
sus fines, pero él la había estudiado muy de cerca y me dijo: “Tengo que guardarme
de este personaje por mi propio bien”.
Es así como Emilie se convierte en Hilde Wangel en El
constructor Solness. Ibsen la transforma y hace de ella un personaje
bastante oscuro. El relato de Elias, las cartas de Ibsen fueron publicadas y
la pobre Emilie fue identificada como Hilde. Durante más de la mitad de su
larga vida (ella no se casó jamás y vivió hasta la edad de noventa y dos años)
fue considerada como una mujer perversa. Esta historia, propia del estilo de
Ibsen, cruel y sin respeto hacia los sentimientos ajenos, muestra cómo sumerge
a todos en sus piezas de teatro. El caso más triste es el de Laura Kieler, una
desgraciada noruega con la que Ibsen se reúne de tarde en tarde. Dominada por
su marido, ella busca ayuda en él. Cuando intenta fugarse, su marido la trata
como a una tarada y la envía a un asilo. Ibsen ve enseguida en ello un símbolo
de la opresión de la mujer, una idea incardinada más que a un ser vivo. La
utiliza para crear al personaje de Nora de Casa de muñecas. La enorme
publicidad que alcanza en el mundo entero esta obra permite identificar
inmediatamente a la heroína de la obra. Desesperada, suplica a Ibsen que haga
saber públicamente que ella no era Nora. Nada le hubiera costado a él. Su
negativa es una obra maestra de abyección y picardía: “No comprendo bien lo que
Laura tiene en la cabeza intentando meterme en sus enredos. Una declaración
por mi parte, asegurando “que ella no es Nora” sería insignificante, absurda,
puesto que nunca he pensado que se tratase de ella… Imagino que comprenderá que
sirvo mejor a nuestra mutua amistad guardando silencio”.
Esta manera de utilizar a los demás en sus manejos para
construir a sus personajes confunde a sus allegados e incluso a los extraños.
La pieza en la que la vida de Emilie queda destrozada hiere también a la
esposa de Ibsen, que, como puede comprenderse, fue identificada a su vez en la
mujer del arquitecto Solness, víctima, como ella, de un matrimonio desgraciado.
Otro personaje de esta pieza, Kaja Fosli, es igualmente el producto de un robo
de Ibsen. Esta mujer había tenido la sorpresa de recibir varias invitaciones a
comer con él enviadas por Ibsen. Ella respondió inmediatamente a todas ellas,
pero no es más que una sorpresa a medias cuando ve que las invitaciones cesan
bruscamente, pues lo comprende, al ver la pieza, al reconocerse en el personaje
de Kaja.
Ibsen escribe a menudo sobre el amor, que es el tema
principal de su poesía, pero en negativo puesto que expresa los sufrimientos
de la soledad. Pero es poco probable que se hubiera enamorado realmente
alguna vez o que hubiera sido capaz de ello. El odio era una emoción mucho más
pura a sus ojos. Pero detrás del odio se escondía el miedo, un sentimiento
fundamental. Un miedo inexplicable y probablemente su rasgo de carácter
dominante. Hereda la timidez de su madre, que corría a encerrarse en su habitación a la menor ocasión. Ibsen,
cuando era niño, se encerraría voluntariamente con ella. Los demás
niños se dieron
cuenta de que él sentía miedo (miedo, por ejemplo, a ir por el hielo en
trineo) y la palabra “cobarde”, en el sentido físico y moral, acude
constantemente a la pluma de los que le observaron.
En 1851, se produce en su vida un acontecimiento particularmente
sombrío. Tenía entonces veintitrés años y escribe artículos anónimos para el
periódico radicalArbejderforneringernes Blad. En julio de ese mismo
año, un episodio policíaco tiene lugar en los despachos del diario. Dos de
sus amigos, Tehodor Abildgaard y el líder obrero Marcus Tharane, son
arrestados. Por suerte para Ibsen, la policía no encuentra ningún papel que
pueda comprometerle de sus artículos. Aterrorizado, se entierra literalmente
durante varias semanas. Los dos hombres fueron condenados a siete años de
prisión. Pero él es demasiado cobarde para ayudarles o para protestar por este
feroz castigo. Ibsen era un hombre de letras pero no de acción. Se desquicia
cuando Prusia invade Dinamarca en 1864 y después se anexiona el
Schleswig-Holstein. Denuncia con furor la pusilanimidad de los noruegos, y
les reprocha no haber ido en ayuda de Dinamarca: “Debo alejarme de esta
porquería hasta que sea limpiada”, escribe. Pero no hace nada más para ayudar a
Dinamarca. Un estudiante danés, Christopher Bruun, que se había enrolado y
combatido en el ejército, pregunta a Ibsen —después de haberle oído vociferar
sus opiniones— que por qué no partía él de voluntario, y obtiene esta
admirable respuesta: “Nosotros, los poetas, tenemos otras tareas que cumplir”.
Ibsen es tan cobarde en sus negocios particulares como en política. Rompe su
relación con su primer amor, Henrikke Holst, simplemente porque el terrible
padre de la joven les sorprende abrazados. Ibsen, aterrorizado, emprende
literalmente la huida. Años más tarde, cuando ella se casa, tienen la
conversación siguiente: Ibsen: “Me pregunto por qué terminó nuestra relación”.
Henrikke: “¿No te acuerdas? Te pusiste a salvo corriendo”. Ibsen: ¡“Sí, sí!
Nunca he sido un hombre bravo cara a cara”.
Ibsen, que fue un viejo niño cobarde, se hace cobardica como una
vieja muchas veces después en su vida. La lista de su temores es interminable.
Wilhelm Bergsoe le describe en Ischia, en 19867, petrificado por el terror
ante la idea de que el acantilado pudiera hundirles o que una roca se
desprendiese de lo alto. El se pone a gritar: “¡Quiero marcharme! ¡Quiero volver
a casa!” Cuando va por la calle va pendiente de que no le caiga una teja sobre
su cabeza. La rebelión de Garibaldi le subleva tanto que le carcome la idea
de que la sangre pudiera correr por las calles. Tenía miedo a un temblor de tierra,
siempre posible, o de subir a un barco. Y en Italia dice: “No me haría a la mar
con estos napolitanos por nada en el mundo. En caso de tempestad, se
enterrarían en el barco y rogarían a la Virgen María en lugar de recoger las
velas”. Las epidemias de cólera le aterrorizan. A decir verdad, todas las
enfermedades contagiosas. Escribe a su hijo Sigurd, el 30 de agosto de 1880:
“Tu equipaje ha sido depositado en el hospital de Anna Daae, lo que me
contraría mucho. Los niños que se ocupan de él son de una clase social en la
que las epidemias de varicela reinan”. Las tormentas le inquietan, tanto en
mar como en tierra, el baño también (“puede desencadenar un ataque fatal o un
calambre”) Tenía miedo a los caballos (por su costumbre bien conocida de
cocear) y de todos a los que veía armados de una escopeta de caza (“Aléjate de
las gentes que llevan tales armas”). Le sobrecogían los relámpagos y se
obsesionaba a veces por el peligro del granizo que amenazaba su cercanía. Con
desesperación de los niños, soplaba las velas de los árboles de Noël por
temor a un incendio. Su mujer tenía instrucciones de no señalar las
catástrofes que publicaban los periódicos. De todo tenía miedo. Los relatos de
catástrofes, naturales o no, eran la fuente esencial de sus intrigas. Sus
cartas a Sigurd son extraordinarias listas de puestas en guardia: “Telegrafía
si se produce el menor accidente”. “La menor imprudencia puede tener consecuencias
extremadamente graves”. “Sé prudente y circunspecto en toda ocasión”.
Ibsen tenía horror a los perros. Bergsoe cuenta que un día, en
Italia, Ibsen, aterrorizado por un inofensivo can, detalla. El perro se lanza
sus pantalones y le muerde. Ibsen aúlla: “¡Este perro esta loco! ¡Es preciso
abatirle, si no me voy a volver loco yo también!”Ibsen, “enrojecido de rabia”,
necesita de varios días para reponerse de su terror. Kdnudtzon refiere un
incidente todavía más sorprendente, en verdad siniestro, que se produce también
en Italia. Ibsen comía con escandinavos en un restaurante y habían bebido
mucho vino. Como hemos dicho, temía a las tormentas al aire libre. Desde el
principio, Ibsen, tenso, parecía muy nervioso. Cuando deciden partir, su
atención se centra en una reja de hierro detrás de la que “un enorme perro ladraba
furiosamente”:
“Ibsen, que tenía un bastón en la mano, se puso a hostigar al
perro, uno de esos brutos gigantescos que parecen pequeños leones. Se aproxima
antes para hacerle cosquillas en sus costados con la punta de su bastón, hace
todo lo que puede para volverle loco de rabia y lo consigue. El animal se
lanza contra la puerta. Ibsen le excita más y le vuelve a hostigar con el
bastón con tal furor que, sin duda, si no hubiera habido una sólida puerta de
hierro entre nosotros, la bestia lo hubiera destrozado… Ibsen aún continuó excitando
al perro durante seis u ocho minutos”.
Como sugiere este incidente, la cólera que bulló en
Ibsen toda su vida y sus miedos perpetuos estaban estrechamente ligados. Le
enfurecía tener miedo. El alcohol anestesiaba su miedo, pero desencadenaba su furor.
En este hombre encolerizado se escondía un cobarde. Ibsen perdió la fe muy
pronto, como él mismo dice. Conserva sin embargo el miedo a pecar y al castigo
hasta la tumba. Detestaba las bromas sobre la religión:
”Hay cosas con
las que no se juega”. Proclama que el cristianismo “desmoralizaba tanto a los
hombres como a las mujeres”, pero se hace supersticioso en extremo. No cree
que pueda existir un Dios pero teme a los demonios. Bjørnson
le escribe un
día: “Pienso que existe en vuestra cabeza un cierto
número de duendes que deberíais calmar (…), un ejército peligroso, pues se vuelve contra sus
dueños”. Ibsen, que le conoce muy bien, habla de su
“super-demonio”: “Le he hecho salir y he cerrado mi puerta”.
Dice: “Debe
haber un duende en lo que escribo”.Una colección de pequeños diablos de caucho
tiraban de una lengua roja en su despacho. A veces, después de algunos vasos,
su crítica razonada a la sociedad se tornaba incoherente y en furia. Parecía
entonces poseído por sus demonios. El mismo William Archer, su mejor abogado,
pensaba que sus opiniones políticas y filosóficas eran más caóticas que radicales. Escribe en 1887: “En tanto que pensador sobre múltiples facetas, o como pensador sistemático, Ibsen no estaba en ninguna parte”. Archer
pensaba que estaba simplemente contra toda idea erigida en principio. Ingvald
Undset, el padre del romancero Sigrid Undset, dice que elevaba el tono de sus
discursos en Roma cuando estaba medio ebrio y reseña:
“Es un
anarquista total… Quiere barrerlo todo… cambiar a la especie humana a partir de
fundaciones, reconstruir el mundo… Barrer a la sociedad… La gran tarea de
nuestra época, para él, está en ponerlo todo sobre el tapete”.
¿Qué quiere decir esto? No gran cosa, en realidad. Eclosiones
de miedo y de odio comprimidos en un corazón que no sabía o no podía expresar el amor. Los bares de los países nórdicos están repletos de hombres en este estado.
Los últimos años de su vida comenzaron con un ataque de apoplejía
en 1900 seguido de crisis recurrentes más o menos graves. Ibsen, fiel a su
esquema habitual, pasa de la ansiedad a la rabia bajo el ojo sardónico de su
esposa. Encuentra un nuevo sujeto de su inquietud en las compañías de seguros,
una fuente de irritación constante para su debilidad física y el placer intenso
de ser independiente. La cólera tomaba generalmente ventaja. La enfermera en
su domicilio debía desaparecer tan pronto como le hubiera ayudado a bajar a la
calle. Cuando tardaba demasiado “Ibsen la amenazaba con su bastón y tenía que
marcharse de la casa”. Un barbero venía a afeitarle todos los días. Ibsen no le dirigía nunca la palabra, salvo en una sola ocasión para
tratarle de repente con una voz venenosa de “¡demonio villano”! Muere el 23 de mayo de 1906. Suzannah pretende
más tarde que, justo antes de morir, le había dicho: “Mi querida mujer, ¡qué buena y gentil has sido
conmigo!”. Lo que parece totalmente extraño a su carácter.
Además, el Dr.
Bull anota en su diario que había entrado en coma y hubiera sido incapaz de
hablar después de medio día.
Otra
versión,
mucho más plausible, refiere que sus últimas palabras fueron “¡Al contrario!”.
5.
TOLSTOI, PROFETA Y PECADOR
Tolstoi fue el más ambicioso de
todos los intelectuales tratados en esta obra. Dio pruebas de una audacia
estupefaciente, a veces terrorífica. Se creía capaz de transformar, por sí
mismo, la moral de la sociedad. Su principio, como él explica, era “hacer de
la Tierra el reino espiritual de Cristo”. Pensaba que pertenecía a un linaje
de intelectuales apostólicos que se remontaban a “Moisés, Isaías,
Confucio, a los griegos de la Antigüedad, a Buda, Sócrates, Pascal, Spinoza,
Feuerbach”
En esta sucesión figuran también todos los desconocidos que, aun no pretendiendo enseñar la verdad, “piensan con rigor y hablan sinceramente del sentido de la vida”. Pero Tolstoi no tiene la intención de ser “desconocido”. Su diario revela que a los veinticinco años estaba ya seguro de su destino glorioso de moralista: “He leído un libro sobre la definición del genio (...) que me autoriza a pensar que soy un hombre destacado por mis capacidades y mi amor al trabajo” o: “No he encontrado un solo hombre que sea tan bueno como yo. No me acuerdo de haber maltratado a nadie ni una sola vez en mi vida. Me he sentido atraído siempre por el bien, presto siempre a sacrificarme por los otros”. Su alma, según él mismo presentía, era “de una inconmensurable grandeza”. Tolstoi, confundido por el hecho de que los demás no reconociesen sus cualidades, escribe: “Nadie me ama. ¿Por qué? No estoy loco, ni soy deforme. Ni un mal hombre, ni un asno. Es incomprensible”. Tolstoi, aislado de los otros, se esforzaba sin embargo por identificarse con ellos. Pero no podía evitar juzgarles y estimarse superior. Cuando se convierte en novelista, quizá el más grande de todos, atribuye su don a su poder divino y declara a Máximo Gorki: “cuando escribo, se apodera de mí la piedad hacia uno de mis personajes y le atribuyo al menos una cualidad que le niego a otro, a fin de que no parezca demasiado negro comparativamente.” Convertido a su vez en reformador, se identifica ante todo con Dios: “Este deseo de dicha universal (...) es lo que se llama Dios”. Anota en su diario: “Padre, ayúdame, ven a mí. Tú ya estás en mí. Tú ya eres yo”. Pero su cohabitación con Dios siempre fue problemática. Como observa Gorki, Tolstoi, extremadamente receloso de su Creador, tiene tendencia más a bien a tenerse por su hermano mayor.
¿Cómo llega Tolstoi a esa conclusión? En gran parte en razón de su nacimiento. Nace en 1828 en una familia que pertenece a la clase dirigente de un vasto país que practica una forma de esclavitud llamada “servidumbre”: hombres, mujeres y niños estaban adscritos legalmente a la tierra que trabajan. En 1861, fecha de la abolición de esta institución, ciertos nobles poseen hasta 200.000 siervos. Pero los Tolstoi no eran uno de éstos. El abuelo de Leon había sido muy pródigo y sus padres, para huir de la ruina, se casa con la hija única del príncipe Volkonski. Los Volkonski era una de las más grandes familias de Rusia, de rango igual al de los Romanov cuando se instaura su dinastía en 1613, y cofundadores del reino. El abuelo materno de Tolstoi fue comandante en jefe de la Gran Catalina. Tolstoi hereda una parte de la dote de su madre, una finca en Iasnaia Poliana, cerca de Tula, de 2000 hectáreas y 330 siervos.
En su juventud, Tolstoi, poco preocupado de sus responsabilidades como propietario de terrenos, vende porciones de tierra para pagar sus deudas de juego. En cambio, está orgulloso de su título y de poder entrar en los salones de postín. “No comprendo esa afectación ridícula por un desgraciado título de nobleza”, escribe Turgueniev. “Nos repugna a todos”, comenta Nekrasov. Sus amigos escritores tratan de apartarle tanto de la alta sociedad como de la bohemia. “¿Qué haces tú entre nosotros?”, le pregunta un día Turgueniev encolerizado. “Este no es un lugar para ti. Ve con tu princesa”. Al envejecer, Tolstoi va abandonando los aspectos más prácticos de su casta pero los reemplaza por un apetito de tierras devorador. Antes de renunciar a todo, emplea sus derechos de autor en comprar tierras, amasa hectárea tras hectárea con la concupiscencia inflexible de un fundador de dinastía y recurre a todos los poderes inherentes a su título, a su derecho a la tierra y a las almas que le estaban adscritas. Su hijo Ilia escribe que, para su padre, “el mundo estaba dividido en dos, una parte la componíamos nosotros, la otra los demás. Nosotros éramos de una especie particular y los otros no eran iguales... Esta educación de la que tanto me costó librarme fue en gran medida responsable de mi arrogancia y de mi suficiencia injustificadas”. Tolstoi creyó toda su vida que había nacido para reinar de una manera u otra. Según Gorki, hasta en su vejez sigue siendo el maestro que debe ser obedecido al instante.
Las circunstancias no hicieron más que reforzar esta inclinación. Es todavía muy joven cuando mueren sus padres. Sus tres hermanos mayores eran de constitución débil, desgraciados y disolutos. Tolstoi fue educado por su tía Tatiana, una pariente sin fortuna. Ella hizo cuanto estuvo en sus manos por enseñarle el sentido del deber y del desinterés pero no tuvo autoridad sobre él. Como los escritos de Rousseau, la lectura de sus diarios íntimos y el relato que hace de su adolescencia ganan al lector por su aparente honestidad aunque más que reflejarla falten a la verdad. Cuenta que es forjado por un tutor feroz, M. De Saint-Thomas, y que mantiene “toda su vida aversión por la violencia bajo todas sus formas”. En realidad, no experimenta ninguna repugnancia por la que él manifiesta casi toda su vida. En la escuela, no lee más que lo que quiere, ni trabaja más que cuando se le antoja. A los doce años Tolstoi escribe ya poesía. A los dieciséis entra en la universidad de Kazan, sobre el Volga, y durante algún tiempo estudia lenguas orientales con miras a entrar en la carrera diplomática. Más tarde trata de estudiar Derecho. Tolstoi deja la universidad a los diecinueve años y vuelve a estudiar solo en Iasnaia Poliana. Comienza leyendo a los autores de moda como Kock, Dumas, Eugene Sue, pero también a Descartes y sobre todo a Rousseau del que sería en cierto modo su hijo póstumo. Al final de su vida, afirma que nada tuvo más influencia sobre él que Rousseau, a excepción de Jesucristo y del Nuevo Testamento. Ve en Rousseau un espíritu comparable al suyo, otro gigantesco ego consciente de su inmensa bondad, abriéndose paso para esparcirse por el mundo entero. Como Rousseau, Tolstoi manifiesta siempre la altivez y la susceptibilidad del autodidacta. Como él, se ejercita en diversas materias; como diplomático, jurista, reformador de la educación, agricultor, militar y músico.
Tolstoi descubre su vocación de escritor a los veintidós años, casi por accidente, durante su instrucción como oficial del ejército. En 1851, se reúne con Nicolai, su hermano mayor, militar en el Cáucaso. No tiene ningún motivo en realidad para ir allí mejor que a cualquiera otra parte, a no ser para llenar el tiempo y ganar medallas para lucir en los salones. Permanece cinco años en el ejército, primero en las montañas fronterizas y luego en Crimea para combatir en la artillería contra los ingleses, los franceses y los turcos. Escribe a su hermano Serguei: “Con mis cañones, voy a contribuir con todas mis fuerzas a la destrucción de estos turbulentos predadores asiáticos”. Razona en la época de la Rusia imperialista y no reniega nunca de esta tendencia ni de su chauvinismo. Estaba convencido de que los rusos pertenecían a una raza particular con una cualidades morales excepcionales (incardinadas en el campesino), que tenían una misión especial en el mundo por la voluntad de Dios.
Tolstoi comparte las creencias simples e implícitas de sus camaradas oficiales aun sintiéndose diferente de ellos y anota en su diario: “Debo acostumbrarme a la idea de que soy una excepción, adelantado a mi edad, y una de esas naturalezas incongruentes, inadaptables y nunca satisfechas”. En el ejército, las opiniones sobre él difieren. Algunos le consideran modesto, otros encuentran en él “un aire de importancia y suficiencia incomprensibles”. Pero todos recuerdan su aspecto feroz, implacable y su modo de mirar a todo el mundo de arriba a abajo. Su bravura ante el fuego enemigo le vale el grado de lugarteniente. Debe el coraje a su enorme voluntad. De niño, se obligaba a montar a caballo después de vencer su timidez, y se lanzaba a la caza del oso con tal temeridad que debía matarlo al primer intento. Sin embargo, a pesar de su valentía, no pudo lograr ninguna medalla. Fue propuesto para ella tres veces, pero la recompensa fue impedida por sus mandos. En el ejército, la avidez de gloria es rápidamente localizada, y Tolstoi no es un buen oficial. Carece de humildad y no es solidario hacia sus camaradas, y obedece a regañadientes. Le gusta actuar solo. Cuando una acción le parece inútil a su carrera, deja simplemente el frente sin pedir permiso a nadie. Su coronel anota: “Tolstoi está impaciente por sentir la pólvora, pero sólo por unos momentos”. Resalta su “tendencia a eludir las dificultades y las privaciones de la guerra, a desplazarse de un lugar a otro como un turista para surgir sobre el campo de batalla desde el que oí disparar. Tan pronto termina la escaramuza, se abandona a su fantasía”.
Tolstoi era amante de las posturas teatrales, y estaba dispuesto a sacrificar su confort, su placer y hasta su misma vida por una acción espectacular llevada a cabo ante la vista y el oído de todos. Al ejército va voluntario buscando la hazaña, no para servir como se le pedía. Las contingencias oscuras de la vida militar, la rutina, la falta de confort, las privaciones sin valor potencial para su celebridad no le interesan. No se pliega jamás, ni como soldado ni en la vida cotidiana. Tolstoi no manifiesta su heroísmo, su virtud, su santidad, más que en la escena pública.
De todos modos, hay un aspecto acerca de la carrera militar de Tolstoi verdaderamente excepcional. Y es que quizá gracias a ella llega a ser un autor de una pujanza prodigiosa. Parece evidente que Tolstoi nace para escribir. Sus descripciones muestran que, todavía joven, observa ya la naturaleza y a los seres humanos con una agudeza insuperable. Pero los escritores natos no siempre se consuman. Los dones de Tolstoi se manifiestan cuando ante su vista aparecen los montes del Cáucaso, sobre la marcha, cuando se encuentra formando parte del ejército. El esplendor de esta visión casi sobrenatural estimula su apetito visual y despierta el deseo irrefrenable de traducir en palabras la majestad de Dios para fundirse en El. Así se pone a escribir Infancia, sobre escenas de la vida militar: El Raid, Los Cosacos, Notas de un mozo de billar, Relatos de Sebastopol, Adolescencia (que forma parte de Juventud), La mañana de un propietario, Noel. Infancia, que es publicada en 1852, conoce un éxito extraordinario. Tolstoi emplea diez años en terminar Los Cosacos. Noel queda inacabada, pero guarda el relato de su campaña contra Shamyl, el jefe Xauen, para escribir su último cuento, Hadji Mourat, a una edad avanzada. Estos trabajos durante su vida militar proporciona a su obra un interés todavía más reseñable. Cuenta de sí mismo que el resto del tiempo lo pasa corriendo tras las mujeres, jugando y bebiendo.
Sin embargo, esta pulsión es intermitente. Aquí reside la tragedia de Tolstoi. Escribe a veces con exuberancia, con fiereza, consciente de su pujanza, como anota en octubre de 1858:
“Imagino historias sin pies ni cabeza”, y en 1860 “Trabajo en cualquier cosa que me viene tan naturalmente como el aire que respiro y que, lo confieso con un orgullo culpable, me autoriza a contemplar desde lo alto lo que hacen los demás”. Pero su tare no fue siempre tan fácil. Se impone exigencias draconianas. Guerra y Paz pasa al menos por siete bocetos. Aún hizo más para Ana Karenina y sus correcciones fueron de una importancia fundamental. En esas revisiones sucesivas se ve operar la metamorfosis de Ana, a la que al principio presenta como una cortesana desagradable para hacer de ella después la heroína trágica que conocemos. El sentido aportado por Tolstoi a su trabajo muestra claramente que era consciente de su vocación. ¿Cómo podría ser de otro modo? En La tempestad de nieve (1856) cuenta como, sorprendido por una ventisca, ha de morir sobre la ruta de Iasnaia a la entrada del Cáucaso. Un poder casi hipnótico emana de la selección y de la agudeza del detalle, directo, sin medias tintas, sin énfasis ni recursos a la poesía o a la sugestión. Como dice Edward Crankschaw, Tolstoi es un pintor que desprecia sombras y claroscuros. Otro crítico le compara con un pintor prerafaelista, que da formas, olores y sensaciones de una transparencia cristalina.
He aquí dos ejemplos que pasarán por numerosas correcciones. Primero una descripción de Vronski, el extravertido:
“Bien,
¡espléndido!” se dice para sí cruzando las piernas. Pone la mano sobre su
pie, siente sobresaltarse el músculo de la pantorrilla en el mismo lugar en
el que se había herido la víspera en su caída…Experimentará un ligero dolor
en su pierna robusta y la sensación muscular del movimiento de su pecho
cuando respira. La fresca y luminosa jornada de agosto que le había hecho
despertar de Anna le parece ahora plena de alegría… Todo lo que ve a través
de la ventana de la calesa es tan fresco, alegre y vigoroso como él: los
tejados de las casas brillando al sol naciente, los contornos agudos de las
paredes y los ángulos de los inmuebles, incluso los campos de patata, todo
era bello como un adorable paisaje barnizado de fresco por el pincel del
artista”.
Y la caza en la finca de Levin con su perra Laska:
“La
luna, cual nube blanca en el cielo, había perdido todo su lustre. No se veía ni
una sola estrella. Los rosales plateados brillaban ahora como el oro. Los
mares estancados parecían de ámbar y el azul de la hierba se había
transformado en verde-rosa… Un halcón, desperezándose, se posa sobre un
montón de heno, vuelve la cabeza de un lado, del otro, y contempla el pantano
con aire descontento. Los cuervos vuelan sobre el campo, un muchacho con las
piernas desnudas conduce los caballos de un anciano cuya cabeza emerge del
abrigo cuando se mesa el cabello. El humo de los fusiles, blanco como la leche,
se extendía sobre el verde de la hierba”.
La escritura poderosa de Tolstoi brota directamente de su veneración por la naturaleza. En su diario, el 19 de julio de 1896, habla de la supervivencia de un retoño de bardana en un campo labrado, “negra de polvo, pero vivaz y roja en su centro… Ella me ha invitado a escribir. Reivindica la vida hasta el fin, y, sola en medio del campo, a su manera, lo afirma”. Cuando Tolstoi observa la naturaleza desde su ojo frío, terrible, exacto, la convierte en palabras con una pluma precisa, también cercano a la felicidad, o al menos de la paz de espíritu que su carácter le permite.
Desgraciadamente, escribir no le satisface suficientemente. Quería también poder. La autoridad que ejercía sobre sus personajes no le bastaba. En primer lugar porque esas criaturas eran de una especie diferente. Sin embargo era capaz de esfuerzos prodigiosos para identificarse con los personajes que describía. Llega con Anna. Pero por regla general, veía sus creaciones desde el exterior, de lejos. Sus siervos, sus soldados, sus campesinos no fueron para él más que animales brillantemente pintados. Los quiso para nosotros, nos introduce en el campo de batalla pero él observa la escena desde otro planeta. Pero no se sienta a nuestro lado. Lo que percibimos viene de su visión selectiva de suerte que controla nuestros sentimientos. Nos encontramos frente a la empresa de un gran novelista. Pero él no se implica, no se compromete, permanece distante. Comparado con dos autores como Dickens, su mayor, y Flaubert, casi contemporáneo, Tolstoi invierte poco en relatos. Tenía, o pensaba tener, algo mejor que hacer…
Tolstoi está considerado como un auténtico escritor; lo que evidentemente es verdad en un cierto sentido. Sus dos obras mayores son incontestablemente geniales por la organización de una serie de detalles, hábilmente insertados en la trama de grandes temas bien surtidos. Un verdadero artista no se repite: Guerra y Paz da cuenta de una sociedad y de una época. En Anna Karenina focaliza su atención sobre un grupo particular de personajes. Esos libros hicieron de Tolstoi un héroe en Rusia, le proporcionaron una celebridad a escala mundial, la riqueza y una reputación de sabiduría moral sin duda superior a la de cualquier otro novelista. Sin embargo, a lo largo de la mayor parte de su vida, no escribe novelas. Su carrera pasa por tres fases: la de los primeros cuentos de los años 1850, la de los años 1860 en el curso de los cuales trabaja en Guerra y Paz durante seis años, y la fase en la que produce Anna Karenina, durante los años 1870. El resto de su vida lo dedica a muchas otras ocupaciones.
Los aristócratas del Antiguo Régimen consideraban la escritura como una ocupación reservada a sus inferiores y veían con malos ojos desprenderse de esta idea. Byron no tuvo a la poesía como actividad principal. Lo esencial para él consistía en ayudar a los pueblos oprimidos de Europa a conquistar su independencia. Tolstoi también. Pero éste se veía antes que nada como Mesías. ¿Por qué habría de perder el tiempo en frivolidades? “Escribir historias, es estúpido, indecoroso”, declara al poeta Fet. El arte era a sus ojos un despilfarro escandaloso de los dones de Dios.
Es así como se expone a una desastrosa desilusión. El caso de Tolstoi es reseñable. Para un hombre que se pregunta sobre su persona —más aún que Rousseau—, que escribe copiosamente sobre sí mismo, que es el personaje central de novelas que giran de un modo u otro alrededor de sí mismo, Tolstoi carece singularmente de objetividad a este respecto. Sin embargo, el escritor tiene una perspicacia excepcional. En tanto que escritor, es mucho menos peligroso para su entorno y para la sociedad en general. Pero no quiere un escritor profano. Prefiere ser líder, una función para la que no tenía ninguna aptitud particular . Quiere ser un profeta, fundar una religión, transformar el mundo, aunque apenas fuera apto para este género de empresas. Así es cómo grandes novelas no vieron la luz y cómo siembra una confusión devastadora en su espíritu y en el de su familia.
Tolstoi tiene otra razón de creerse llamado a acometer grandes obras morales. Como Byron, se siente en pecado. Pero, contrariamente a éste, experimenta una culpabilidad abrumadora. Su culpabilidad es un útil selectivo e impreciso que no le hace ver sus peores defectos, incluso sus crímenes, provocados por su ego. Pero ello mismo se convirtió en una motivación poderosa. Es cierto que, en su juventud, tuvo cosas que reprocharse. Principalmente su pasión por el juego a la que se entrega en Moscú y en San Petersburgo desde 1849. El 1º de mayo, escribe a su hermano Sergei: “No he ido a San Petersburgo por un buen motivo. No tengo nada que hacer allí sino perder dinero y endeudarme”. Pide a Sergei que venda sobre la marcha parte de sus tierras: “Necesito inmediatamente 3.500 rublos”. Y añade: “Se puede cometer esta clase de idiotez una vez en la vida. Pero era preciso que pagase el precio de mi libertad. (Mi gran desgracia fue que nadie estuviese allí para infligirme un correctivo y enseñarme filosofía) En estos momentos la estoy pagando”. Lo que no impide continuar jugando, con intermitencia, durante una docena de años, a veces de manera desastrosa. Tuvo que vender tierras y llenarse de deudas con sus amigos y sus proveedores. Muchos nunca fueron reembolsados. Juega también en el ejército, donde atisba la idea de crear un periódico, la “Gaceta militar”. Vende el cuerpo central del edificio de Iasnaia Poliana para financiarlo, pero en cuanto el producto de la venta llega a sus manos juega 5.000 rublos y los pierde enseguida. Después de dejar el ejército, viaja a Europa y vuelve a jugar. El poeta Polonski, que le encuentra en Sttutgart en julio de 1857 refiere: “Desgraciadamente, la ruleta le atrae terriblemente, (…) y ha terminado completamente desplumado. Ha puesto 3.000 francos y se ha quedado sin blanca” Tolstoi anota en su diario: “Ruleta hasta las 6 horas. Todo perdido” “He pedido prestados al francés 200 rublos. Los he perdido” “He pedido dinero a Tourgueniev y lo he perdido también” Años más tarde, su mujer anota que, sintiéndose culpable de jugar tan a menudo, acaba por renunciar al juego. Pero Tolstoi, aunque haya debido dinero a gente pobre, no tiene aparentemente ningún escrúpulo para no reembolsárselo. Es cierto que desquitarse de alguna vieja deuda no tiene nada de teatral.
Sus pulsiones sexuales fueron en su
origen de una culpabilidad aún mayor. Pero los castigos que se infligía
eran curiosamente selectivos, digamos que incluso clementes. Tolstoi se
sentía entregado al sexo. En su diario, anota el 4 de mayo de 1853: “Me hace
falta una mujer. La sensualidad no me deja un momento en paz”. Y el junio de
1856: “Terrible desear y llegar hasta el mal psíquico”. Al fin de su vida
confía a su biógrafo, Aylmer Maude, que sus necesidades eran tan imperiosas
que no renuncia a la vida sexual más que a los ochenta y un años. En su juventud,
extremadamente tímido con las mujeres, frecuenta los burdeles que, sin embargo,
le gustan. En marzo de 1847, anota en uno de sus primeros diarios que padece
una “gonorrea contraída en su fuente habitual” Señala otro ataque en 1852 en
una carta a su hermano Nicolai: “El mal venéreo es leve, pero los efectos
secundarios del mercurio me han provocado un dolor indescriptible”. Continúa
sin embargo frecuentando prostitutas, zíngaras, mujeres cosacas y campesinas
rusas en cuanto le era posible. Sus anotaciones en su diario sin invariablemente
teñidas de complacencia de sí mismo y de odio hacia la tentación: “…He
abierto la puerta trasera No he podido soportar su visión. Repugnante,
vil, odiosa, me obliga a infringir mis reglas” (18 abril 1851). “Las jovencitas
me incitan al desorden” (25 junio 1853). Al día siguiente, toma buenas resoluciones
que “los viciosos impiden” poner en práctica (26 junio 1853). En una nota de
abril de 1856, después de visitar un burdel, declara: “horrible y será absolutamente
la última vez”. Turgueniev, cuya casa hacía de hotel en aquella época, hace
otra advertencia sobre la vida de Tolstoi en 1856: “cogorzas, gitanas,
cartas toda la noche, después duerme como un muerto hasta las dos de mediodía”.
Tolstoi en el campo, y sobre todo en sus tierras, deja su huella en las sirvientas bonitas. Algunas, en aquel entonces, provocaron más que un simple deseo. En sus recuerdos habla: “Me acuerdo de noches pasadas allí, de la belleza y de la juventud de Douniacha (…) de su cuerpo robusto, femenino”. En 1856, en parte para evitar sucumbir a los encantos de una sirviente demasiado atractiva, Tolstoi decide viajar a Europa. Sabe que su padre había vivido una historia similar: la muchacha había dado a luz a un muchacho que fue tratado como siervo y empleado en las cuadras (llegó a ser cochero). Tan pronto vuelve, Tolstoi recae, y principalmente con una mujer casada, Akdinia. En mayo de 1858, Tolstoi escribe en su diario: “Hoy en el viejo bosque. Soy un loco, un bruto. Su carne de bronce, sus ojos. No he estado jamás tan enamorado en mi vida. No puedo pensar en otra cosa”. Era “limpia y bastante bonita, con ojos negros brillantes, una voz profunda, un olor fuerte y fresco, senos dilatados que levantaban el babero del delantal”. Aksinia le da un hijo, probablemente en julio de 1859, que se llamó Timofei Bazikine. Tolstoi hace entrar a Aksinia en su casa en calidad de doméstica y permite al niño jugar en sus talones durante algún tiempo. Pero como Marx, Ibsen y su propio padre, no reconoce nunca a ese niño y no le presta atención alguna. Más reseñable aún, pues mientras predica públicamente la necesidad absoluta de educar a los campesinos creando incluso escuelas en sus tierras para sus hijos, Tolstoi no trata de saber nunca si su hijo ilegítimo ha aprendido a leer y a escribir. Quizá teme futuras cartas llenas de reproches. Fuerte contraste con Turgueniev, que no sólo reconoce a su hija ilegítima sino que cuida de que sea educada convenientemente. La comparación era sin duda poco halagüeña para él. Un día, Tolstoi insulta a la pobre muchacha haciendo alusión a su nacimiento, lo que acarrea una seria querella con Turgueniev que precisa terminar en duelo. Timofei es puesto entonces a trabajar en las cuadras. Más tarde, en razón a su mala conducta, es degradado al rango de leñador. No existe ninguna referencia sobre Timofei después de 1900. Por estas fechas tenía cuarenta y tres años. Pero se sabe que Alexei, el hijo legítimo de Tolstoi le hace su cochero para ayudarle.
Tolstoi sabía que hacía mal frecuentando prostitutas y seduciendo campesinas. Se lo reprochaba a si mismo e incluso tenía tendencia a reprochárselo ante las interesadas. Tenía necesidades físicas toda su vida pero desconfiaba. No las amaba. Su desconfianza llegaba hasta el odio hacia su sexualidad, que encontraba repugnante. Al fin d su vida anota: “La vista de una mujer con los senos desnudos me ha gustado siempre, incluso cuando era joven”. Tolstoi, por naturaleza, fue censor y puritano al mismo tiempo. Su propia sexualidad le perturbaba y la de los demás le indignaba. En París, en 1857. Época en la que era un completo vagabundo sexual, anota: “En el meublé donde me hospedo, diecinueve contactos sobre treinta y seis son irregulares. Eso me gusta terriblemente”. Si el pecado de lujuria encarna el mal, las mujeres eran la fuente. El 16 de junio de 1847, con diecinueve años, decide conformarse a la regla siguiente:
“Considerando
que la compañía de mujeres es un mal social inevitable, debo guardarme de ellas en la medida de lo
posible. ¿Cuáles son las causas de la sensualidad, de la debilidad, de la
frivolidad y de toda suerte de vicios, sino las mujeres? ¿Quién nos hace
perder nuestras cualidades naturales de valor, de razón, de firmeza, de
lealtad, etc., sino las mujeres?
Lo triste es que guarda esta visión juvenil y casi oriental de las mujeres hasta el fin de su vida. Se esfuerza por bosquejar el retrato de Anna Karenina, pero no intenta nunca seriamente comprender a las mujeres de la vida real. No podía admitir que pudieran comportarse de manera adulta, seria y moralmente. En 1898 escribe, a la edad de setenta años: “(La mujer) es generalmente estúpida, pero el Diablo le presta su espíritu cuando trabaja para él. Entonces se producen milagros de pensamiento, de presciencia, de constancia para hacer una obscenidad” O: “Es imposible pedir a una mujer que analice sus sentimientos sobre una base moral. No puede hacerlo porque no posee sentido moral, al menos ese que nos eleva por encima de todo”. Estaba en desacuerdo profundo con las teorías del libro sobre la emancipación de J.S. Mill, La Dependencia de las mujeres. Para Tolstoi, el acceso a una profesión debía vetarse a las mujeres, incluso a las célibes. La prostitución era una de sus raras “vocaciones honorables”. El pasaje en el que justifica el papel de la prostitución merece ser citado:
“¿Es
preciso permitir la promiscuidad sexual, como desean muchos “liberales?"¡Imposible!
Destruiría la vida de familia. Para soslayar esta dificultad, la ley de la evolución
ha elaborado un “puente de oro”, la prostitución. ¿Qué sería de Londres sin
sus 70.000 prostitutas! ¿Qué sería de la decencia y de la moralidad? ¿Cómo
podría sobrevivir una familia sin ellas? ¿Cuántas mujeres, jovencitas,
permanecerían castas? No, creo que la prostitución es necesaria para mantener
la familia”.
Lo irritante es que si Tolstoi creía en la familia, no creía verdaderamente en el matrimonio. Y menos en el matrimonio cristiano entre adultos iguales en deberes y en derechos. Nadie fue sin duda menos adaptable a este tipo de institución. Una campesina tuvo su oportunidad. Tolstoi, hacia la treintena, se enamora de una vecina, una huérfana de veinte años llamada Valeria Arsenev a la que durante algún tiempo considera su novia. Pero no ama más que su lado infantil. Desde que ella manifiesta una mayor feminidad y madurez, la encuentra poco menos que repulsiva. Explica en su diario: ¡Qué lástima! No tiene esqueleto, ni fuego, un pudding”. Pero, “su sonreír es dolorosamente sumiso”. La encuentra “mal educada, ignorante, verdaderamente estúpida… Comienzo a hostigarla tan cruelmente que su sonreír se hace vacilante, mezclado de lágrimas”. Después de haberla sermoneado despiadadamente durante ocho meses, provoca la ruptura mediante una carta irritada: “Somos demasiado diferentes. El amor y el matrimonio no nos proporcionarán más que sufrimiento”. Escribe a su tía: “Me porto muy mal. Pido a Dios que me perdone… Pero reparar lo hecho, me es imposible”.
A los treinta y cuatro años se fija en la hija de un médico, Sofia Bers, de dieciocho años. Tolstoi no era lo que se dice un buen partido: no era rico y era un jugador notorio. Además, tenía conflictos con las autoridades por haber insultado a un magistrado local. Había descrito su físico algunos años antes: “Los rasgos más groseros, rudos, horrorosos (…) pequeños ojos grises más estúpidos que inteligentes (…) Un rostro de campesina con gruesas manos y gruesos pies de campesino” Además, como detestaba a los dentistas y evitaba consultarles, en 1862, no tenía casi dientes. Pero Sofia era una muchacha simple, inmadura. Medía un metro cincuenta y dos y estaba por aquella época compitiendo con sus hermanas por casarse. Se sintió por ello aún más dichosa de casarse. Hizo su petición de mano oficial por carta, pero después pareció tener dudas hasta el último minuto. Cuando tuvo lugar, el matrimonio ya anunció el desastre que se avecinaba. Por la mañana, Tolstoi se presenta en el apartamento de Sofia: “He venido a deciros que todavía estamos a tiempo. (…) Todo puede ser anulado aún”. Ella prorrumpe en sollozos. Después de aquello, cenan, ella se cambia y saltan a un equipo de viaje llamado “durmiente”, tirado por seis caballos. Sofia vuelve a llorar. Tolstoi, que era huérfano, no puede comprender y le grita: “Si os sentís tan desolada por dejar a vuestra familia es que no me amáis demasiado”. Ya en la calesa intenta acariciarla, pero ella rehúsa. Piden una suite en el Hotel Birulevo. Con su samovar ella le lleva una taza de te con mano temblorosa. El intenta de nuevo aproximarse, pero vuelve a rechazarle. En su diario, Tolstoi anota: “Iba entre lágrimas en el coche. Es muy simple, tenía miedo”. El la encuentra “mórbida”. Más tarde, cuando pasa a hacerle el amor y ella responde en el sentido que él menos pensaba, añade: “Increíble dicha. No creo que pueda durar toda la vida”.
Por supuesto, aquello no podía durar. Incluso la mujer más sumisa del mundo casada con un egocéntrico de tal envergadura hubiera encontrado difícil soportarlo. Pero Sofía tenía el suficiente juicio y presencia de espíritu para resistir, al menos de vez en cuando, a aquella voluntad abrumadora. De aquí resulta uno de los peores (o de los mejores) matrimonios de la historia. Tolstoi abre fuego a través de un desastroso error de apreciación. Uno de los rasgos característicos de los intelectuales es creer que en el dominio de la sexualidad el secreto presenta peligros y que marido y mujer deben “decirse todo": justo el camino de sufrimientos inútiles. Tolstoi inaugura su política de transparencia insistiendo en que su mujer lea sus diarios íntimos que conservaba desde hacía quince años. Fue espantoso para ella descubrir que aquéllos contenían todos los detalles de su vida sexual (sin la menor censura de la época), de sus visitas a los burdeles, de sus jugueteos con las prostitutas, las zíngaras, las campesinas, sus propias sirvientas e incluso las amigas de su madre. La primera reacción de su esposa es pedirle que se deshaga de "esos horribles libros". Luego le pregunta por qué le hizo leerlos: "Sí, os perdono. Pero es horrible". Estos detalles y frases están extraídos del diario que conservaba desde los once años. Según la tesis de Tolstoi, cada uno debía tener un diario y libre acceso al diario del otro.
Su matrimonio no se repone jamás del choque inicial sufrido por Sofia cuando descubre que su marido era (a sus ojos) un monstruo sexual. Por otra parte, ella lee su diario de una manera que Tolstoi no había previsto, y encuentra faltas que había tenido buen cuidado de disimular (o al menos así lo creía él). Ella detecta, por ejemplo, que no reembolsaba sus deudas de juego. Constata también que nunca decía a las mujeres con las que hacía el amor que había tenido una enfermedad venérea y que aún pudiera tenerla. La vida sexual de Tolstoi, tan bien descrita en sus diarios, se mezcla inextricablemente en su espíritu con el horror de sus exigencias hasta las últimas consecuencias de unos penosos y repetidos embarazos: una docena en veinte años. Ella pierde sucesivamente a Petia, mientras estaba encinta de Nicolai que muere a su vez, al año de su nacimiento. También pierde a Vavara, nacida prematuramente. Tolstoi, al que estos detalles no le interesan, apenas la ayuda a soportar sus embarazos. Trata de ayudar en el nacimiento de su hijo Sergei (más tarde utiliza esta experiencia para una escena de Anna Karenina) y se pone furioso porque Sofia no era capaz de dar debidamente el pecho a su hijo. Los embarazos seguidos de los abortos hacen evidente la repugnancia de su mujer a la hora de responder a sus demandas. Tolstoi escribe a un amigo: Para un hombre apuesto nada hay peor que tener una mujer enferma. Había dejado de amarla muy pronto, poco después de contraer matrimonio. Para ella esto fue especialmente trágico, pues le guarda una suerte de amor que confiesa en su diario:
No hay en mi más que un amor humillante y un mal carácter. Los dos han sido la causa de todas mis desgracias. Mi carácter interfiere siempre mi amor. No quiero más que su amor y su simpatía, pero él no me los da y toda mi fiereza acaba en el barro. No soy más que un miserable gusano aplastado al que nadie quiere ni nadie ama, una criatura inútil con malestar cada mañana y un abultado vientre.
Es difícil creer que tal
matrimonio fuese soportable. En el curso de un período relativamente
calmado de su vida, hacia 1900, después de 38 años de casados, Sofia escribe a
Tolstoi: Debo agradeceros la dicha que me disteis antaño y lamento que no
haya podido durar tranquilamente el resto de nuestra vida. Pero esto no era
más que un gesto de apaciguamiento. Sofia, desde el principio se esfuerza
en hacer funcionar su pareja administrando casi obsesivamente los negocios
de su marido. Se hace indispensable y acaba convirtiéndose
en una esclava rebelde.
Acomete la terrible tarea de hacer con su admirable letra buena copias de sus novelas. Ella termina amando este fastidioso trabajo, pues comprende enseguida que Tolstoi era menos insoportable y destructor cuando ejercía su verdadero oficio. Escribe a su tía Tatiana que eran felices cuando escribía una novela. Pero no es tanto por el dinero. Lo esencial es que amo sus obras literarias, las admiro y me excitan. Ella creyó por su cuenta y riesgo que, cuando Tolstoi dejase de escribir, él sería capaz de llenar el vacío de la gran mentira de su vida dedicándose a la familia que ella intentaba consolidar.
Pero Tolstoi veía las cosas de otro modo. Educar, mantener a una familia cuesta dinero. Sus novelas se lo proporcionaba y llega a asociar la escritura con la obligación de ganar dinero, y las mismas novelas con el matrimonio y a detestar los dos. El hecho de que Sofia le exhorte sin cesar a escribir novelas confirma la existencia de esta ligadura. El se da cuenta de que el matrimonio y las novelas dejan entrever su misión de profeta, lo único que le importa. Y dice sin ambages en Mi confesión:
“Mis nuevas condiciones de vida, las de una vida de familia dichosa, me evitan toda búsqueda sobre el sentido general de la vida. En esta época, toda mi existencia está centrada en la familia, mi mujer, mis hijos, y en consecuencia en el cuidado de aumentar nuestros medios de subsistencia. Mi lucha por atender a la perfección a título personal, a la que ya había sustituido la lucha por la perfección en general y por el progreso, ha sido reemplazado por el simple esfuerzo de asegurar a mi familia las mejores condiciones de vida posibles.”
Tolstoi empieza pues a considerar al matrimonio como una fuente de desdicha, un obstáculo para el progreso moral. Generaliza su naufragio personal, fustiga a esta institución e incluso al amor conyugal. En 1897, declara a su hija Tania, con una grandeza digna del Rey Lear:
“Puedo comprender que un hombre depravado pueda encontrar sosiego en el matrimonio. Pero que una joven pura quiera entregarse a este género de historia, me sobrepasa. Si yo fuera una joven no me casaría por nada del mundo. En cuanto al amor, se trate el de un hombre o el de una mujer, yo sé lo que significa: un sentimiento innoble y malsano, ni bello, ni elevado, ni poético. No debiera haberle abierto la puerta. Hubiera debido tomar precauciones para evitar ser contaminado por esta enfermedad, como me protejo contra infecciones mucho menos graves como la difteria, el tifus o la escarlatina.”
Este pasaje y muchos otros indican que Tolstoi no había debido reflexionar seriamente sobre lo que es el matrimonio y en la célebre frase de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada, por el contrario, es la misma”. Que el padre beba o juegue, que la madre sea infiel, los estigmas de la infelicidad familiar son familiares y repetitivos. Pero existe también otras suertes de familias dichosas. Si Tolstoi no examina seriamente la cuestión es porque no puede considerar a las mujeres con honestidad a causa del fracaso de su propio matrimonio.
Este matrimonio, incluso condenado desde el principio, hubiera marchado mejor si otro problema no hubiera venido a juntarse. Después del sexo y el juego, la propiedad fue la tercera fuente de culpabilidad de Tolstoi, y con mucho la más importante. Ella domina su existencia y termina por destruirla. La hacienda de Iasnaia Poliana, la fuente de su fiereza y de su autoridad, es también la de su malestar. Pues, en Rusia, la tierra y los campesinos estaban ligados de manera indisoluble: no se puede poseer la una sin los otros. Tolstoi hereda la propiedad que pertenece a su madre cuando es aún muy joven. Reflexiona enseguida sobre esta gran pregunta: “¿Qué voy a hacer con mis campesinos?” Si hubiera sido razonable, hubiera reconocido que no era competente para administrar esa propiedad. Que su don, su deber eran la escritura. Hubiera vendido la propiedad y se hubiera desembarazado de este problema moral y lo hubiera superado escribiendo libros. Pero Tolstoi no era un hombre razonable. Y no podía resignarse. Durante cerca de medio siglo, se contorsiona y se agita inútilmente.
A fines de los años 1840 instaura su primera “reforma campesina” y proclama más tarde que en esta época, en su medio, “la idea de que los siervos puedan ser liberados no se le ocurre a nadie”. Lo que desde luego era falso. Hacía una generación que esta reivindicación se extendía por todas partes. Todos los pequeños círculos filosóficos de provincia debatían este tema. Fue hermoso acompañar su “reforma” de mejoras con la aportación de una máquina de vapor que él mismo diseña, pero sus esfuerzos no consiguen gran cosa. Las dificultades intrínsecas de su explotación y con sus “cerdos campesinos”, como él dice, le hacen abandonar. De esta experiencia no queda más que el personaje de Nekhlioudov para hablar de los desengaños del joven Tolstoi, en “La mañana de un terrateniente”: “No he encontrado más que rutina, ignorancia, vicio, desconfianza y desesperación”. Estoy a punto de perder los mejores años de mi vida”. Tolstoi deja la propiedad después de dieciocho meses de esfuerzos y vuelve al sexo, al juego, al ejército y a la literatura. Pero los campesinos, o quizá antes la idea que él tenía de los campesinos, a los que no consideraba nunca como seres humanos, no deja de atormentar su espíritu. Su actitud al respecto fue ciertamente ambivalente. Refiere en su diario (1852): “He pasado la mañana discutiendo con Choubine sobre la esclavitud en Rusia. Es verdad que esta esclavitud es un mal, pero un mal extremadamente agradable.”
En 1856, Tolstoi sigue una segunda tentativa de “reforma”. Declara que emancipará a sus siervos pagándoles treinta años de servicio. Toma esta decisión sin consultar a los que habían vivido la experiencia de la emancipación. Los siervos, que habían oído decir que el nuevo emperador, Alejandro II, tenía la intención de liberarles sin condiciones, se olieron una trampa y rehusaron la proposición. Furioso, les trata de ignorantes y de salvajes interesados y escribe una carta al conde Dimitri Bludov, antiguo ministro del Interior: “Si los siervos no son liberados en seis meses, preparémonos para un holocausto”. Anota en su diario: “Empiezo a sentir odio hacia mi tía, a despecho de todo su afecto por mí”. Pero no era ella la única de la familia que tenía ideas insensatas e inmaduras.
Tolstoi vuelve la vista hacia la educación para buscar la solución al “problema campesino”. Desde Rousseau, los intelectuales carecen de la ilusión de llegar a resolver definitivamente las dificultades de la educación de los seres humanos aplicando un nuevo sistema. Tolstoi comienza por educar, él mismo, a los hijos de los campesinos y escribe a la condesa Alexandra Tolstoi. “Cuando entro en esta escuela y veo ese tropel de niños sucios, flacos y andrajosos, con sus ojos brillantes y sus expresiones tan a menudo angélicas, me entra miedo, como cuando he visto ahogarse a gentes ante mis ojos (...). Quiero educar al pueblo, aunque sólo sea para salvar a estos Puchkine, estos Ostrogrado, estos Filaretov a punto de ahogarse aquí”. Durante un breve período coge gusto a la enseñanza. Más tarde, declara a su biógrafo: “Debo las horas más luminosas de mi vida no al amor de las mujeres sino al del pueblo, al de los niños. Fueron momentos maravillosos”. No pretende que sus esfuerzos fructifiquen. No tenía regla definida, ni asignaba deberes para hacer en casa. “No traían más que a sí mismos, su naturaleza receptiva y la certeza de que el día de hoy en la escuela será tan gozoso como el de ayer”, escribe. Llegó a tener hasta setenta escuelas. Pero pronto se cansa y emprende una gira por Alemania con el pretexto de documentarse en las reformas germánicas sobre la materia. Del célebre Julius Fröbel dice: “En lugar de escuchar a Tolstoi, Fröbel perora. A fin de cuentas no es más que un judío”, decide Tolstoi.
La situación era ésa cuando de repente, en 1861, Alejandro II emancipa a los siervos. Muy enojado, Tolstoi desaprueba ese decreto imperial arbitrario. Cuando se casa al año siguiente, la hacienda adquiere para él un nuevo significado; el del hogar de su familia en el que sus novelas constituyen la fuente de sus recursos. Los años de “Guerra y Paz” y de “Anna Karenina” fueron los períodos más fecundos de su vida. A medida que las sumas que le reportaban sus libros aumentaban compraba tierra, invierte todo su dinero en su propiedad y posee hasta cuatrocientos caballos en sus cuadras, cinco gobernantes y preceptores en su casa, asistida por once sirvientes. Pero el deseo de reformar a los campesinos, a él mismo, a su familia, al mundo entero no le deja jamás.
En el espíritu de Tolstoi, la reforma política y el deseo de fundar un nuevo movimiento religioso acaban estando estrechamente ligados. Desde 1855, escribe que quiere crear una fe basada en “la religión de Cristo, depurada de dogmas y de misticismo, prometiendo no una felicidad futura sino dicha sobre la tierra”. Esta idea no era nueva. Tolstoi, que no fue nunca un teólogo, publica dos largos libelos, “Examen de la teología dogmática” y “Unión y traducción de los cuatro Evangelios”, que no hicieron más que reforzar la alta opinión que tenía de sus facultades de pensador. Muchos escritos religiosos de Tolstoi tienen poco sentido, cuando no están expresados en términos de un panteísmo vago, del estilo: “Conocer a Dios y vivir son una y la misma cosa. Dios es la vida. Vivid buscando a Dios y no viviréis sin Dios” (1878-1879).
Sin embargo, los pensamientos místicos a veces delirantes de Tolstoi se asocian a pulsiones políticas para formar un combustible altamente inflamable y potencialmente peligroso.
La primera explosión tiene lugar en diciembre de 1981. La familia residía por aquel entonces en Moscú. Tolstoi va al mercado Khitrov, en un barrio pobre, donde reparte dinero a los desheredados y les hace que le cuenten sus vidas. Inmediatamente una muchedumbre empieza a rodearle y tiene que refugiarse en el albergue más cercano.
Ya de vuelta en casa, se quita el abrigo de pieles y toma asiento en la mesa para comer: cinco platos constituyen el menú, servido por criados enguantados y encorbatados. Estalla: ¡No se puede vivir así! ¡No se puede vivir así! ¡Es imposible!. Sus gestos vehementes y sus amenazas de dar todo lo que poseen asustan a Sofia. Tolstoi se pone a planificar sobre la marcha un nuevo sistema de caridad con los pobres, basándose en el último censo, y se va al campo a consultar a su gurú V.K.Siutaiev, “el profeta campesino” y a discutir con él las futuras reformas. Sofia, mientras tanto, se queda sola en Moscú, con su hijo enfermo, Alexei, de 4 años.
Esta deserción lleva a la condesa a escribirle una carta a propósito de su relación, que destila una gota de amargura. Resume sus dificultades personales con Tolstoi y la indignación que sienten las gentes del pueblo en contacto con un gran intelectual humanista: “Mi pequeño tiene una salud delicada y yo siento piedad por él. Puede que vos y Siutaiev no améis particularmente a vuestros propios hijos, pero nosotros, simples mortales, somos incapaces de desviar nuestros sentimientos y no justificamos nuestra falta de amor hacia una persona predicando otra clase de amor hacia el mundo entero.”
Si a Sofía le subleva esta cuestión es porque, desde hace años, ya viene observando el curioso comportamiento de Tolstoi en relación a su familia. La suerte de su desgraciado hermano Dimitri hubiera debido inspirarle compasión. Dimitri, caído en el fango, se había casado con una prostituta. Mueve muy joven de tuberculosis en 1856. Tolstoi se resigna a pasar una hora en su lecho de muerte pero evitar asistir a sus funerales, prefiriendo irse a una recepción. Más tarde usa de estas dos escenas (la del lecho de muerte y la de su ausencia) en una novela. También de su hermano Nicolai, que muere igualmente de tuberculosis, hubiera debido compadecerse pero Tolstoi rehúsa visitarle. Y es él, Nicolai, quien tiene que desplazarse para verle por última vez y morir en sus brazos. Tampoco hace gran cosa para ayudar a su tercer hermano, Serguei, cuando pierde toda su fortuna en el juego. Todos, indefectiblemente, eran en realidad débiles de carácter. Pero uno de los principios de Tolstoi, como él mismo decía, ¿no era precisamente que es el fuerte el que debe ayudar al débil?
Su comportamiento con sus amigos es también lo suficientemente revelador. No fue ni altruista ni dócil más que con un estudiante de la universidad de Kazan, Mitia Diakov, mayor que él. Pero esta amistad palidece rápidamente. Por regla general, Tolstoi tomaba, sus amigos daban, como señala Sofia al copiar sus primeros diarios íntimos: “Su adoración por sí mismo sobresale en su relación con cada uno de sus amigos. Las gentes no existen para el más que en la medida que le afectan personalmente”. Pero es que la indulgencia de los que le conocieron es también llamativa. Críticos severos, personalidades independientes veneraron a Tolstoi, soportaron su egocentrismo, se doblegaron bajo su terrible ojo, se plegaron bajo la fuerza masiva de su voluntad y, por supuesto, se prosternaron ante el altar de su genio. Pero Anton Tchekov, un hombre sutil y sensible, consciente de los numerosos defectos de Tolstoi, escribe: “Temo la muerte de Tolstoi. Si él muere, dejará un gran vacío en mi vida... Nunca he amado a un hombre tanto como a él... En tanto exista un Tolstoi en la literatura, será fácil y agradable ser escritor. Incluso no habiendo hecho nada, será menos terrible puesto que Tolstoi habrá hecho suficientemente por todos”.
Turgueniev tenía buenas razones para temer al egoísmo de Tolstoi y a su crueldad. Había atendido ampliamente a sus gastos en los primeros compases de su carrera literaria. Se mostró generoso y solícito ayudando al joven escritor pero no recibió a cambio más que frialdad e ingratitud. Fiel a su costumbre, Tolstoi atacaba brutalmente y a menudo con brío, las ideas más queridas de sus amigos. Turgueniev, un gigante con el corazón tierno, era incapaz de pagarle con la misma moneda. Pero reconocía que el comportamiento de Tolstoi le exasperaba. Para él no había nada más insoportable que “esa mirada penetrante, teñida de dos o tres señales venenosas suficientes para volver loco a cualquiera”. Cuando deja a Tolstoi, para que la lea, su novela Padres e Hijos, que tanto trabajo le había costado, Tolstoi se duerme y, al volver, Turgueniev le encuentra roncando. Después de su querella a propósito de la hija de Turgueniev, que termina necesariamente en duelo, es Turgueniev quien se excusa. Según Sofía, Tolstoi habría respondido: “Me tienes miedo. Te desprecio. No quiero verte”. Fet, el poeta, intenta poner paz entre ellos, pero Tolstoi le detiene: “Turgueniev es un canalla que merece una paliza. Os ruego que transmitáis esto tan fielmente como me habéis transmitido sus encantadores comentarios.” Tolstoi escribe en su diario muchas cosas desagradables, a menudo falsas, sobre Turgueniev. Su correspondencia refleja ausencia de reciprocidad en su amistad. Próximo a su muerte, Turgueniev escribe la última carta a Tolstoi en 1883: “Amigo mío, que el gran escritor de la tierra rusa, escuche mi llamada. Hazme saber si has recibido estos garabatos y permíteme que te abrace una vez más, fuerte, muy fuerte, a ti, a tu mujer y a toda tu familia. No puedo continuar. Estoy cansado.” Tolstoi jamás respondió a esta carta patética, aunque Turgueniev viviría todavía dos meses más. Su reacción cuando conoce la muerte de Turgueniev no sorprende por consiguiente. Juega su papel, hace que el público le espere y declara: “Pienso continuamente en Turgueniev. Le amo terriblemente. Me inspira piedad, le leo, vivo con él.” Como observa Sofía, Tolstoi, incapaz de vivir la intimidad frente a frente, con amor o con amistad real, prefiere abrazar a la humanidad, algo fácil que podía hacer además brillantemente, de manera teatral, a la vista de todos en la plaza pública.
Tolstoi era un actor que cambiaba continuamente de papel en la obra que tenía por tema el servicio a la humanidad. En Tolstoi la pulsión didáctica es más fuerte que las demás. Desde que ese determinado asunto le cautiva, escribe un libro o emprende una nueva reforma revolucionaria sin apenas sopesarlo y sin consultar a expertos. Después se ocupa durante varios meses de la agricultura y se pone a diseñar material agrícola. Aprende a tocar el piano y escribe al mismo tiempo Fundamentos de la música y reglas para su estudio. Poco tiempo después de haber abierto una escuela, revisa toda su teoría sobre la educación. Se cree capaz de abordar cualquier disciplina, de descubrir los puntos débiles de ésta o de establecer nuevas reglas. Proyecta reformas educativas y agrarias. Sofia, desengañada, es obligada a copiar sus cuadernos llenos de notas ilegibles: “Detesto este libro de Lectura, esta Aritmética, esta Gramática, y no puedo fingir que me interesan”, dice abiertamente.
Después, Tolstoi da a su vida un giro completo. Como numerosos intelectuales, experimenta una urgente necesidad de identificarse “con los trabajadores”, y ello se manifiesta con intermitencia a lo largo de los años 1860 y 1870. Se detiene en 1884. Tolstoi renuncia a su título (pero no a sus modales tiránicos), haciendo que se le llame “Lev Nikolaievitch”. Se trata de una de esas poses a las que los intelectuales suelen ser tan aficionados. Se viste como un campesino. Este disfraz es adecuado para el amor de Tolstoi por el teatro incluso en el sentido físico. Se comporta como un campesino incluso en los gestos. Las botas, la blusa, la barba, el gorro se convierten en el uniforme del nuevo profeta Tolstoi. Ese instinto de las relaciones públicas, presente en numerosos intelectuales, le inspira esa idea. Los periodistas recorren millares de kilómetros para ir a verle. La fotografía es ya un invento universalmente extendido y la actualidad filmada hace su aparición cuando Tolstoi está entrando en la vejez. Esa apariencia campesina resulta además ideal para su papel de primer profeta de los media.
Tolstoi puede así hacerse fotografiar y filmar haciendo diversos trabajos manuales en los años 1880. Sofia anota el 1º de noviembre de 1885: “Se levanta a las siete, cuando todavía es de noche. Achica agua por toda la casa y la acarrea a una enorme cuba colocada sobre un trineo. Después recoge gruesos leños, los corta en trozos más menudos y los apila. No come más que pan blanco y no sale nunca a ninguna parte”. Tolstoi cuenta en su diario que limpia las habitaciones con sus hijos. “Me da vergüenza hacer lo que debo hacer: vaciar el orinal.” Algunos días más tarde vence su repugnancia y termina haciéndolo sin problema. Pide consejo a un zapatero en la choza de éste y escribe: “Está en su rincón sucio y oscuro, como una luz moralmente espléndida”. Después de un curso rápido sobre una materia de por sí difícil, Tolstoi se pone a fabricar calzado para toda la familia y botas para él. Hace también un par para Fet pero nadie sabe si al poeta esto le gustó. Sus hijos, en cualquier caso, se niegan a llevar los zapatos que hizo para ellos. En la herrería, Tolstoi exclamaba: “Tengo la impresión de ser un obrero al servicio de las flores del alma.” Pero lo deja rápidamente, vuelve a trabajar la tierra, a cargar estiércol o troncos, a ayudar a construir chozas. Inventa un tipo de armazón y se hace fotografiar con él, un escoplo forrado en cuero y una sierra para colocársela en su larga cintura. Pero este entusiasmo cesa tan rápidamente como empezó.
Tolstoi no estaba hecho para los esfuerzos prolongados, salvo cuando escribe. Enfrentado a las dificultades, pierde pronto la paciencia y la perseverancia. Abandona la doma de caballos, una materia que conocía bien, desde que dejan de interesarle las caballerizas. Sofia tiene una agria disputa con él a este propósito el 18 de junio de 1884. Ella le reprocha el estado de las polainas compradas en Samaria, que ciertamente estaban para desechar a causa de su negligencia. Decididamente, dice Sofia, todo lo que emprende, incluso las obras de caridad, termina de la misma manera. Todo está mal concebido y es inconsistente. Tolstoi deja la habitación amenazando con emigrar a América.
El desorden que deja Tolstoi en su entorno no perturba más que a sus familiares. Sus intervenciones públicas y sus arengas presentaban peligros más graves. Sin embargo, no todas sus intervenciones fueron desafortunadas. Desde 1885, Tolstoi presta atención a las hambrunas que sufre periódicamente Rusia en sus regiones. Sus planes de asistencia aportan algún alivio en el curso de la gran escasez de 1890, mientras el gobierno se esfuerza en ocultarla. Forma parte de una de las numerosas minorías perseguidas que denuncian las sevicias sufridas por los “doukhobors”, una comunidad de vegetarianos pacifistas a la que el gobierno trata de aniquilar. Obtiene un visado de emigración para el Canadá. Pero se muestra duro con los judíos, otra minoría asimismo perseguida, y su opinión complica la situación.
Las más graves, en todo caso, fueron su certidumbre en ser el único en poseer la solución para remediar la miseria del mundo, en negarse a participar en cualquier esfuerzo de mejora que escapase a su control. Incluso su misma caridad era fruto del egoísmo. Cambia radicalmente de opinión en diversos periodos de su vida sobre la mayor parte de los problemas políticos, sobre la reforma agraria, la colonización, la guerra, la monarquía, el Estado, la propiedad, etc. La lista de contradicciones en Tolstoi es interminable. No fue coherente más que en un punto: su rechazo sistemático a participar en todo programa que pudiera abordar una reforma en Rusia que afectara a la raíz de los problemas. Denuncia la doctrina liberal de “mejoras” como una ilusión peligrosa. Tolstoi odiaba la democracia, despreciaba a los parlamentos —comprendidos los diputados de la Duma rusa—, “niños jugando a ser grandes”. Según Tolstoi, Rusia, sin parlamento, era un país mucho más libre que Inglaterra, y los aspectos más importantes de la vida no exigían una reforma parlamentaria. Tolstoi experimentaba un odio particular hacia la tradición liberal rusa. En Guerra y Paz pone en la picota al conde Speranski, el primero de los “pretendidos” reformistas.
Así, el más grande escritor ruso se opone ferozmente durante medio siglo a toda reforma sistemática del régimen zarista y ridiculiza a los que afirman la necesidad. Esta actitud adquiere un sombrío significado en la historia de Rusia.
¿Qué otra alternativa podría escoger? Si se contentaba con sostener, como Dickens, Conrad y otros grandes escritores, que las mejoras estructurales tenían un valor limitado, que es el corazón del hombre lo que es preciso cambiar, su posición hubiera tenido sentido. Pero Tolstoi no se detiene en esto. Sin negar la necesidad del progreso moral individual, hace también alusión constantemente a la necesidad, a la inminencia de una gigantesca convulsión moral que subvirtiese el mundo instaurando un reino celeste. Sus esfuerzos utópicos estaban destinados a preparar el reino del milenarismo. Ninguna reflexión seria apuntalaba esta visión espectacular del cataclismo. Las teorías de Marx se inspiraron en esta visión poética de las cosas.
Tolstoi, como Marx, tuvo por otra parte una comprensión errónea de la historia de la que no sabía gran cosa. Aún sabía menos de la manera cómo se produjeron los grandes acontecimientos. Como deplora Turgueniev, los cursos de la historia, “burlescos”, “astutos”, como Tolstoi hilvana en Guerra y Paz, llevan la señal del autodidacta. “Pero, ¡filosofa!”, ironiza Flaubert con desprecio en una carta a Turgueniev. Tolstoi era determinista y anti-individualista. Víctima de una grave ilusión, creía que los hechos llegaban en virtud de decisiones tomadas deliberadamente por los hombres en el poder. Pero los que parecían gobernar no sabían realmente lo que pasa. Aún menos lo que determina un hecho decisivo. Sólo la actividad inconsciente importa. La historia es el producto de millones de decisión tomadas por desconocidos que ignoran lo que hacen y sus consecuencias. Aunque sea por un camino diferente, la noción tolstoiana del desarrollo de la historia se parece mucho a la de Marx. ¿Por qué adopta Tolstoi esta filosofía? Sus móviles no están claros. Puede que sea en razón de su concepto romántico del campesinado ruso, en la que veía al árbitro supremo, la fuerza del país. Creía que todos los acontecimientos escondían leyes que gobernaba realmente nuestras vidas. Desgraciadamente, es probablemente imposible conocer esas leyes desconocidas. Antes que aceptar este hecho lamentable es preferible creer que la historia está hecha por grandes hombres, héroes que juegan con su libre arbitrio. En el fondo, Tolstoi, como Marx, fue un gnóstico. Refuta todas las explicaciones objetivas de los acontecimientos y busca el mecanismo secreto que se esconde bajo su superficie aparente. Este saber intuitivo, percibido colectivamente por grupos corporativos, fue el proletariado para Marx y el campesinado para Tolstoi; pero ambos necesitaban de intérpretes (como Marx) o de profetas (como Tolstoi). Pero esencialmente era su fuerza colectiva, su “rectitud” lo que hacía cambiar el curso de la historia. En Guerra y Paz, para demostrar el funcionamiento de esta teoría de la historia, Tolstoi falsifica los hechos, como Marx falsifica las cifras oficiales y sus referencias en el Capital. Tolstoi utiliza pues también a su manera las guerras napoleónicas. Y Marx, como Procuste, desfigura la Revolución industrial para hacerla entrar en su teoría del determinismo histórico.
Nada hay pues de extraño que encontremos a un Tolstoi caminando sobre la vía de la solución colectivista para solucionar el problema social de Rusia. Desde agosto de 1865, relacionándolo con el problema de la hambruna, anota en su cuaderno: “El defecto nacional y universal de Rusia consiste en dotar al mundo de una estructura social sin propiedad de la tierra. La propiedad es el robo y esta verdad siempre estará por encima de la constitución inglesa mientras la familia humana exista”. Cuarenta y tres años más tarde, volviendo sobre esta nota, Tolstoi se maravilla de su presciencia. Desde entonces, se reúne con marxistas, leninistas de primera hora tales como S. Muntianov, con el que mantiene correspondencia desde su exilio siberiano y refuta su alegato contra la violencia. “Es difícil, Lev Nikolaievich, acostumbrarme. Este socialismo es mi fe y mi Dios”. A buen seguro, vos preconizáis casi la misma cosa, pero utilizáis la táctica del “amor” y nos la de la “violencia”. La discusión versaba ciertamente sobre la táctica y no sobre la estrategia, sobre los medios y no sobre los fines. El hecho de que Tolstoi hubiese hablado de Dios y el haberse llamado cristiano no cambia gran cosa el asunto. Que la Iglesia ortodoxa le excomulgara en febrero de 1901 tampoco sorprende, pues contesta la divinidad de Cristo, afirma que hablar a Dios o dirigirse a El en oración era “la mayor de las blasfemias”. No escoge del Antiguo o del Nuevo Testamento, para las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, más que lo que le conviene, dejando a un lado lo demás. Tolstoi no fue nunca un cristiano en el sentido más usual. ¿Creía en Dios? Esto es aún más difícil de afirmar. Su definición variaba a menudo. En el fondo, “Dios”, para Tolstoi, era lo que el deseaba ver llegar, dicho de otro modo, la reforma total. Este concepto es más seglar que religioso. En cuanto al Dios Padre de la tradición es, para Tolstoi, todo lo más un igual que observa celosamente desde su guarida.
Ya anciano, Tolstoi denuncia el patriotismo y el imperialismo, la guerra, la violencia bajo todas sus formas, lo que le impide toda alianza con los marxistas. Se supone que los marxistas, una vez en el poder, no renuncian, en la práctica, al Estado como pretendían. Escribe en 1898 que si la escatología marxista prevaleciese “se produciría simplemente una transferencia de despotismo. Hoy la regla capitalista, mañana la de los dirigentes obreros”. Pero esta perspectiva no le preocupaba demasiado. Dudaba desde siempre que la transferencia de la propiedad a las masas no se produjese bajo un sistema tiránico, incluso bajo el régimen del zar. No consideraba a en ningún caso a los marxistas como enemigos. Sus verdaderos enemigos eran los demócratas estilo europeo, los parlamentarios liberales que corrompían al mundo entero con sus ideas. En sus últimas obras, Carta a los Chinos y El significado de la Revolución Rusa (ambas de 1906), se alinea resueltamente con la Rusia del Este: “Todo lo que hacen los pueblos occidentales puede y debe servir de ejemplo de lo que los pueblos del Este no deben hacer en ningún caso. Seguir el camino de las naciones occidentales supondría tomar la vía directa de la destrucción”. Para Tolstoi, el peligro mayor para el mundo era “el sistema democrático de Gran Bretaña y de Estados Unidos”, ligado al culto al Estado y a la violencia de las instituciones. Rusia debía regresar del Oeste, renunciar a la industria, abolir el Estado y optar por la no violencia.
A tenor de los acontecimientos recientes y teniendo en cuenta lo que realmente ha pasado en Rusia, estas ideas pueden parecer bizarras e incongruentes, incluso para su época. Pues, en 1906, este país se industrializa más que cualquier otra nación de la tierra y practica una forma de capitalismo de Estado que iba a ser el trampolín para el Este totalitario de Stalin.
Pero en esta etapa de su vida, Tolstoi había perdido todo contacto con la realidad y no se interesaba por ella. Reconoce que el Estado estaba corrompido y lo ataca. Pero no ve, aunque era evidente para Sofia, que la corrupción del poder podía tomar diversas formas, La que, por ejemplo, ejercía un gran hombre, un profeta, un sabio sobre sus adeptos cuando él mismo está corrompido por la adulación, el servilismo y la lisonja.
Hacia la mitad de los años 1880, su hacienda
de Iasnaia Poliana se convierte en una especie de corte, de lugar de peregrinaje
a donde afluían individuos de todas clases a la busca de consejos, de ayuda,
de sabiduría milagrosa. Otros iban a llevar extraños mensajes de su credo,
vegetarianos, partisanos de la alimentación de pecho, de Henry George,
monjes, lamas y bonzos, pacifistas, periodistas, excéntricos, locos y enfermos
crónicos. Sin contar los efectivos regulares de discípulos del círculo personal
de Tolstoi. Todos, a su manera. Consideraban a Tolstoi como su jefe
espiritual, un poco como un papa, un patriarca o un Mesías. Como los peregrinos
que iban a recogerse sobre la tumba de Rousseau en los años 1780, los visitantes
estampaban o grababan inscripciones en la casa de verano del parque:
“¡Abajo el castigo capitalista!” “Trabajadores del mundo entero, ¡uníos
para rendir homenaje a un genio!” “¡Pueda la vida de Lev Nikolaievitch
prolongarse numerosos años todavía!” “¡Saludos al conde Tolstoi, de los realistas
de Tula!”, etc. Tolstoi, venerado en su vejez, se inserta en el esquema recurrente
de los intelectuales ávido de celebridad. Forma una especie de gobierno, se ocupa de problemas de diversas partes del
mundo, ofrece soluciones, se cartea con reyes y presidentes, hace circular
protestas, publica sus opiniones, firma peticiones, presta su nombre a causas
sagradas y profanas, buenas y malas…
Durante los años 1880, Tolstoi, a la cabeza de este “reino” se procura incluso un Primer ministro en la persona de Vladimir Grigorevitch Chertkov (1854-1936), un hombre rico, antiguo oficial de la guardia, que se había introducido en la corte habiendo logrado una posición destacada. Aparece en fotografías del Maestro: labios finos, ojos pequeños y abotargados, barbilla corta, aire apostólico y lleno de devoción servil. Ejerce sobre todo una gran influencia en Tolstoi, recordando al anciano sus votos y sus profecías, y le remite a sus ideas empujándole siempre a las soluciones más extremas. Se convierte en un maestro de la lisonja a quien Tolstoi escucha con toda complacencia.
Los visitantes y adeptos del círculo de Tolstoi anotan sus obiter dicta, una sucesión de generalidades excéntricas o banalidades raídas que carecen de todo interés. Recuerdan a las de Napoleón en e el exilio o las propuestas familiares de Hitler: “Cuanto más viejo, más convencido estoy de que el amor es lo más importante” “Ignorad la literatura escrita después de los sesenta. Todo es confuso. Leed todo lo que fue escrito antes” “Es Uno lo que está en nosotros, en todo el mundo, lo que nos une a los unos con los otros”. Todas la líneas convergen en el centro, nosotros nos reunimos en torno al Uno” “Lo primero que sorprende a propósito de esos aeroplanos y los proyectiles volantes es que nuevos impuestos serán cargados al pueblo. Lo que demuestra que en un cierto estado moral de la sociedad, ningún progreso material podrá ser benéfico, más bien al contrario, peligroso”. En cuanto a la vacuna contra la viruela: “¿De qué sirve escapar a la muerte? De todos modos moriréis” “Si los campesinos poseyeran la tierra, no haríamos esos estúpidos macizos de flores” “El mundo sería mejor si las mujeres fueran menos charlatanas” “Los niños no tienen necesidad de ser educados (...) Estoy convencido de que, cuanto más educado está un hombre más estúpido es”. “Los franceses son uno de los pueblos más simpáticos” “Sin religión siempre habrá desenfreno, bambalinas y vodka” “Trabajar por una causa común, es así cómo sería preciso vivir, como viven los pájaros y las briznas de hierba” “Cuanto peor es, mejor es”.
La familia de Tolstoi termina siendo la víctima de los entornos del profeta. Habiendo escogido vivir el padre una vida pública, son sus hijos los que terminan consumidos por el estallido de esa publicidad y obligados a formar parte de los dramas de los que reciben las cicatrices. Andrei sufre de síncopes nerviosos y deja a su mujer y a sus hijos para entregarse a actividades antisemitas. Las hijas experimentan un odio creciente hacia su padre en torno a la sexualidad. Como Marx, aleja Tolstoi a sus pretendientes y detesta a todos los hombres que ellas escogen. En 1897, Tania, de treinta y tres años, se enamora de un viudo, padre de seis hijos. Parecía el hombre adecuado para ella, pero era liberal y Tolstoi se enfurece. Le da todo un curo sobre los inconvenientes del matrimonio. Macha se enamora, pretende casarse y recibe el mismo trato. La más joven, Alexandra, que se entendía muy mal con su madre, es la que antes siente la tentación de convertirse en uno de sus discípulos.
Sofia soporta durante un cuarto de siglo, sufre sus exigencias sexuales y repetidas groserías hasta que Tolstoi decide que deben renunciar ambos al sexo y vivir "como hermano y hermana". Ella encuentra esta pretensión insultante para su estatuto de esposa. Es más, Tolstoi es capaz de hablar y escribir acerca de ese tema. Y Sofia no tiene más remedio que soportar que todo el mundo vea su dormitorio. El quería habitaciones separadas. Ella exigía dos camas en la misma habitación como símbolo de la continuidad de su matrimonio. Después Tolstoi mostraría celos a este propósito. Escribe una historia sombría, Sonata a Kreutzer, en la que un marido, loco de celos por la relación de su mujer con un violinista, asesina a su esposa. Sofia copia su novela, como otros escritos, con repugnancia e inquietud, y teme que se la confunda con ella. La publicación se retrasa a causa de la censura pero el manuscrito circula y el rumor, en efecto, se propaga. Sofia, convencida de que ella no es la heroína de la novela, se siente impulsada a pedir que se active la publicación. Esta disputa casi pública tiene el contrapunto de terribles querellas con motivo de los despropósitos de Tolstoi, incapaz de respetar sus votos de castidad y de renunciar al acoso sexual a que somete periódicamente a su esposa. A fines del año 1888 anota en su diario: “El Demonio me ha vuelto a pillar… el otro día, he dormido mal, como después de un crimen”. Días más tarde: “Más poseído que nunca, he caído”. En 1898 confía a Aylmer Maude: “He sido un marido, la noche pasada. No hay razón para abandonar la lucha. Puede que Dios me ayude a volver a empezar.”
En el transcurso de estos años de tensión, la locura de una política de transparencia en Tolstoi se hace manifiesta. Al principio, Sofia rechaza leer los diarios íntimos de su marido. Después se habitúa. También se acostumbra a copiar los manuscritos a pesar de ser una escritura difícil de descifrar. Los intelectuales redactan a menudo sus diarios íntimos para una publicación eventual o para servir de piezas de convicción, instrumentos de propaganda, armas defensivas u ofensivas frente a críticas ocasionales. Cuando sus relaciones con Sofia se deterioran, Tolstoi se vuelve muy agresivo a este respecto, y mucho menos deseoso de hacerle leer su diario. Sofia anota en 1890: “He hecho copias de sus diarios. Está inquieto… Le gustaría destruir los más antiguos, no aparece ante sus hijos y ante su público más que en ropa patriarcal. Su vanidad es inmensa”. Tolstoi esconde su diario de esas fechas. Termina la glasnost y la reemplaza por una política hipócrita de dos caras. Tolstoi habla tranquilamente de su diarios (que cree privados) de sus disputas con Sofia a propósito de la Sonata a Kreutzer. Sofia escribe en el suyo: “Liova ha cesado toda relación conmigo… He leído sus diarios a escondidas para tratar de encontrar lo que pueda unir nuestras vidas. Pero esta lectura no hace más que aportarme una desesperanza más profunda. Evidentemente ha descubierto que los he leído y los ha escondido más”. “Antes me encargaba la copia de sus escritos. Ahora se lo pide a sus hijas (ella no dice nuestras hijas) y esconde todo cuidadosamente. Esta manera de excluirme de su vida personal me enloquece. Es un dolor insoportable”. Tolstoi empieza un nuevo diario “secreto” que esconde en una de sus botas. Sofia, no encontrando nada interesante en su diario usual, sospecha la existencia de ese diario secreto, lo busca por todas partes y termina encontrándolo. Lo incorpora triunfalmente a su escondrijo personal y añade una hoja de papel en la que escribe: “Con el corazón dolorido, he recopiado este diario lamentable de mi marido. Todo lo que dice sobre mí e incluso sobre nuestro matrimonio es injusto, cruel y —que Dios y Liovtchka me perdonen— mendaz, distorsionado e imaginario.”
¿A propósito de qué viene esta batalla de pesadilla sobre los diarios íntimos? Tolstoi estaba convencido de que de su mujer dependía que llevasen lo que se llama una vida “normal”, algo que por aquel entonces él consideraba propio de una moral abyecta en el sentido de constituir un obstáculo a su desarrollo espiritual. Reconocía que Sofia no era groseramente materialista. Ella no refutaba el valor moral de su argumentación y le había escrito incluso: “En conjunto, entre el gentío, veo el resplandor de la linterna, reconozco que es la luz, pero no puedo ir más deprisa; estoy entorpecida por la muchedumbre, por mi entorno, por mis costumbres”. Pero Tolstoi, vigilante, se impacienta, encuentra su existencia demasiado lujosa y cada vez más repugnante. Asocia ese modo de vida a Sofia: “Estamos sentados fuera y comemos diez platos y postres servidos por lacayos con cubiertos de plata… ante las mismas narices de los pordioseros que pasan”. Tolstoi escribe a Sofia: “Tu manera de vivir es precisamente de lo que quiero huir y sobre lo que siento el horror que me ha puesto al borde del suicidio. No puedo acomodarme a este modo de vida que me destruye… Entre nosotros es una lucha a muerte”.
El apogeo trágico y despiadado de esta lucha se precipita en junio de 1910. Lo propicia la vuelta del exilio de Chertkov, quien odiaba a Sofia por considerarla claramente una rival y un obstáculo para su ascendiente sobre el profeta. Gracias al diario que tenía Valentin Boulgakov, el nuevo secretario de Tolstoi, disponemos de un informe íntimo bastante objetivo sobre lo que sucedió. En el círculo de Tolstoi, la obsesión por los diarios íntimos alcanza tal grado de locura que Chertkov ordena a Boulgakov que le envíe una copia del suyo. Cuando Chertkov regresa del exilio, Boulgakov anota. “Desde que ha aparecido en Iasnaia Poliana, los acontecimientos han adquirido unos derroteros dramáticos en la familia Tolstoi. Habiéndome rendido cuenta sobre esta “censura” apremiante, yo, con diversos pretextos, he dejado de enviar (a Chertkov) copias de mi diario a despecho de sus demandas reiteradas. Boulgakov admite que desde su llegada tenía prevenciones contra la condesa. Le había “advertido” que ella era “muy antipática, por no decir hostil”. Pero él la encuentra “graciosa y hospitalaria”. “Me atrae su trato directo, sus ojos negros, su sencillez, su afabilidad y su inteligencia”. Su diario indica que comienza poco a poco a ver en ella más a la víctima que a la pecadora. Y Tolstoi, su ídolo, se pone a vacilar sobre su pedestal.
Desde su vuelta, Chertkov empieza a manejar los diarios de Tolstoi y los hace fotografiar a sus espaldas. El 1 de julio, Sofia insiste en que “pasajes llamativos” sean suprimidos para evitar que sean publicados algún día. Una escena violenta estalla. Más tarde, una vez sola en su coche con Boulgakov, le implora que convenza a Chertkov que le entregue los diarios”. “Ha llorado a lo largo del camino, era digna de lástima… No puedo ver sollozar a esta pobre mujer sin sentir por ella una profunda compasión”. Cuando Boulgakov habla de esos diarios con Chertkov, éste se muestra “extremadamente nervioso” y le acusa de haber revelado a la condesa el lugar en que se encontraban escondidos. ¡“Para mi estupefacción… escribe el secretario, me hace una mueca repelente y me saca la lengua!” Boulgakov se queja a Tolstoi. El 14 de julio, Tolstoi escribe a Sofia. “Estos últimos años, vuestro carácter se ha ido haciendo cada vez más irritable y tiránico. Os falta control sobre vos misma”. Le dice que ambos tienen “una comprensión radicalmente opuesta sobre el significado y el fin de la vida”. Para tranquilizar los ánimos, los diarios fueron sellados en un cofre en un Banco.
Una semana más tarde, el 22 de julio, Tolstoi anota en sus hojas: “El amor es el trato de unión de almas separadas la una de la otra por el cuerpo”. Pero, el mismo día, se dirige secretamente a Grumont, el pueblo vecino, para firmar un nuevo testamento, dejando todos sus derechos de autor a su hija más joven y encargando a Chertkov de administrarlos. Chertkov redacta, él mismo, las actas. Boulgakov, considerado capaz de contárselo todo a Sofia, es mantenido al margen del asunto. Cuando se entera, Boulgakov se pregunta si Tolstoi comprendía bien lo que aquello significaba: “Así, el acto que ella (Sofia) temía por encima de todo, es cometido. Y la familia, cuyos intereses ella había protegido tan celosamente, es privada de los derechos literarios de las obras de Tolstoi después de su muerte”. Añade que Sofia sintió “que cualquier cosa terrible e irreparable iba a producirse”. El 3 de agosto, en el curso de “escenas escabrosas” ella acusa a Chertkov de haber mantenido relaciones homosexuales con su marido. Tolstoi queda “helado de indignación”. El 14 de setiembre, otra terrible escena tiene lugar y Chertkov declara a Tolstoi en presencia de Sofia. “Si yo tuviese una mujer como la vuestra, me hubiera matado”. Después dice a Sofia: “Si hubiera querido, hubiera podido arrastrar a vuestra familia al barro, pero no lo he hecho”. Una semana después, Tolstoi se da cuenta de que Sofia había descubierto su diario secreto y lo había leído. Al día siguiente, contrariamente a su promesa, vuelve a colgar la fotografía de Chertkov en su despacho. Yendo a caballo, Sofia rompe la foto, deja los trozos en los lavabos, hace algunos disparos con un revólver de juguete y se dirige corriendo al parque. Alexandra, la más joven de sus hijas, asistía con frecuencia a estas disputas. Adoptaba entonces una actitud de boxeador y aguijoneaba la ira de su madre que le decía. “¿Eres una mujer joven de mundo bien educada o una vulgar carretera?”
A medianoche, la noche del 27 al 28 de octubre, Tolstoi sorprende a Sofia tratando de hurgar en sus papeles. Buscaba aparentemente el testamento secreto. Despierta a Alexandra para decirle: “Parto inmediatamente, de veras”. Coge un tren esa misma noche. Al día siguiente por la mañana, Chertkov, triunfante, anuncia la nueva a Boulgakov; “Su cara resplandecía de alegría y de excitación”. Cuando Sofia se entera, corre a tirarse a un estanque. Hace otras tentativas de suicidio poco convincentes. El 1 de noviembre, Tolstoi, afectado por una bronquitis que se convierte en neumonía, deja el tren al que iba a subir y se mete en la cama en la estación de Astapovo, en la línea de Riazan-Ural. Sofia y la familia se le unen dos días más tarde por un tren especial. El 7, los periódicos anuncian la muerte del profeta.
Los últimos meses de la vida de Tolstoi son desgarradores para los que admiran su obra. Estuvieron marcados por la envidia, el despecho, la venganza, la hipocresía, las trampas, la agresividad, la histeria, la mezquindad. Esa querella familiar degradante, envenenada por un extranjero interesado, termina en un desastre total. Más tarde, los admiradores de Tolstoi trataron de hacer una tragedia bíblica de su triste fin en una cama ocasional en la estación de Astapovo. La historia de su vida tumultuosa no termina con un resplandor sino con un gemido.
Tolstoi es un ejemplo de lo que sucede cuando un intelectual persigue ideas abstractas a expensas del pueblo. La historia se sentirá tentada a ver en ello, en la escala personal de Tolstoi, una premonición de la catástrofe infinitamente más trágica a la que Rusia entera iba a entregarse. Tolstoi destruye a su familia y a sí mismo intentando una transformación moral radical que consideraba imperativa. La asume con impaciencia, la predica e incita profundamente con sus escritos a una mutación de Rusia. Despreciando las reformas pacientes y graduales, quiere una convulsión volcánica. Y termina por llegar en 1917. Resulta de acontecimientos que él no podía prever, y se produce de una manera que le hubiera hecho temblar de horror, quedando reducido a la nada todo lo que había escrito sobre la regeneración de la sociedad. La Santa Rusia que Tolstoi adoraba es destruida, probablemente para siempre. Y por una odiosa ironía del destino, las principales víctimas de su Nueva Jerusalén son sus bien amados campesinos, de los que veinte millones fueron sacrificados en el altar de las nuevas ideas.
6.
HEMINGWAY
O EL AMOR A LOS BAJOS FONDOS
En
el siglo XIX, los Estados Unidos se convirtieron en la mayor potencia
industrial del mundo. Pero esta sociedad también se puso durante largo tiempo
a producir intelectuales como el que se trata ahora. Pues la América
independiente jamás conoció un ancien
régime fundado en la posesión consagrada por la costumbre. Ningún orden
establecido, irracional o no equitativo incita a una generación nueva de
intelectuales laicos a desear reemplazar modelos milenaristas fundados
en la razón y la moral. Los Estados Unidos fueron, por el contrario, el
producto de una revolución contra la injusticia de un orden antiguo y su
Constitución se apoya en una ética racional. Fue proyectada, redactada y
enmendada a la luz de esta experiencia reciente de hombres inteligentes,
de una gran talla filosófica y moral. No existían, pues, discrepancias entre
el gobierno y las clases educadas. Y, como destaca Tocqueville, así como el
clero es el origen del fermento intelectual en Europa, aquí, siendo inexistente,
no tiene que afrontar ninguna clase de anticlericalismo. En América, la religión
era universal, voluntaria, pluriconfesional y de influencia laica. Estaba
basada en el comportamiento y no en el dogma, y eso explica la libertad en
lugar de la restricción. En este vasto territorio de abundante tierra y poco
costosa, nadie estaba condenado a priori a la pobreza. Ninguna injusticia
flagrante incitaba a los hombres inteligentes e instruidos a optar por soluciones
radicales, ni a clamar venganza, como fue el caso de Europa. La mayor parte
estaba demasiado ocupada en adquirir, explotar y consolidar como para
plantear cuestiones fundamentales a la sociedad.
Los
primeros intelectuales americanos, como Washington Irving, introdujeron su
estilo, su manera de ser y la sustancia de sus escritos en Europa donde la mayoría
pasaba la mayor parte del tiempo. Eran la herencia incardinada del
colonialismo cultural. El intelectual americano nativo e independiente
emerge entonces, en reacción al servilismo de Irving y los de su especie.
Ralph Waldo Emerson (1803-1882) es el arquetipo de intelectual americano del
siglo XIX y el más representativo de ese estado anímico. Proclama que su
objetivo es extirpar los restos "de Europa" del cuerpo y del cerebro
de América, y de "reemplazar esa pasión hacia Europa por una pasión por
América". Si va también a Europa es para criticarla y reprenderla. Su
americanismo exacerbado se intensifica con la edad. La sociedad americana
se convierte a su modo de ver en la antítesis de los conceptos de la inteligentsia europea.
Emerson
nace en Boston en 1803. Hijo de un pastor unitarista, él mismo se hace también
pastor, pero abandona su ministerio para viajar a Europa. Descubre a Kant,
después vuelve a instalarse en Concord, en Massachusetts, donde crea el
primer movimiento filosófico trascendental americano, neoplatónico, teñido
de misticismo, de romanticismo, algo irracional y vago. Emerson lo expone en
su primer libro, La Naturaleza, publicado en 1836. En uno de sus numerosos
carnés de notas se encuentra lo siguiente:
"He
venido al mundo para poner el Yo de mí mismo en el Universo para el Universo;
para obtener un cierto provecho cuya naturaleza no puedo sobrepasar ni
tampoco ser eximido, antes de sumergirme de nuevo en el silencio sagrado de
la eternidad de donde, en tanto que hombre, he surgido. Dios es rico. Acoge a
muchos más hombres que yo en su regazo y provee a sus necesidades y a la
belleza de todo. El me permite decir que, si yo estuviese celoso de ello,
estas manos, este cuerpo y esta historia de Waldo Emerson son profanos y
fastidiosos. Pero yo no he descendido sobre la Tierra para mezclarme con
tal o cual hombre. Por encima de su vida, por encima de todas las criaturas,
yo concedo a las razas, para siempre, un mar de beneficios. El flujo no puede
extinguirse. Ni el pecado ni la muerte del hombre pueden alterar la energía
inmutable asignada a los hombres, como el sol no agota sus rayos ni la mar
sus gotas de agua."
Este
texto apenas tiene más sentido que una perogrullada. Pero en una época en que
se admiraba a Hegel y Carlyle, muchos americanos estaban deseando ver en su país, nuevo, el
producto de un intelectual. Incluso aunque no se les comprendiese bien,
"los hombres de este temple debían ser valientes". Un año después
de publicada La Naturaleza, Emerson pronuncia un discurso en Harvard que
Oliver Wendel Holmes llama "nuestra declaración de independencia
intelectual". Sus temas fueron recogidos en la prensa americana. El New York Tribune (que publicaba los
artículos de Marx), dirigido por Horace Greeley, era entonces el periódico
más importante del país. Hizo del trascendentalismo de Emerson una
publicidad tan sensacional que se convirtió en una especie de riqueza nacional
comparable a las cataratas del Niágara.
El
caso de Emerson merece un detenido examen. Su carrera ilustra las
dificultades encontradas por el intelectual americano para romper su
estatuto. Permanece, en muchos aspectos, un producto de la Nueva Inglaterra
y de su proximidad a lo ingenuo, puritano, marchito, de la sexualidad.
Emerson hace una visita a Carlyle en agosto de 1833. Jane Carlyle le encuentra
un poco etéreo "como si cayera de las nubes". Su marido anota que
"su bella alma era transparente y le daba el aire de un ángel". Sigue
otra visita en 1848. Emerson escribe en su diario que fue obligado a defender
los criterios de moralidad americanos en el transcurso de una comida en casa
de John Foster, a la que asistían, entre otros, Dickens y Carlyle:
"Conté que cuando llegué a Liverpool me
informé sobre si la prostitución había estado siempre tan extendida, como
una gangrena en este Estado, hasta el punto de que no veía cómo pudiera
educarse allí a un muchacho convenientemente. Se me respondió que no iba ni
a más ni a menos después de los años. Carlyle y Dickens objetaron que, en el
sexo masculino, la castidad era tan rara en Inglaterra que podían
citarse sus excepciones. Carlyle pensaba que ocurría lo mismo que en América...
Le aseguré que la mayor parte de los jóvenes bien educados llegaban tan vírgenes
a su matrimonio como sus esposas."
Más
tarde, Henry James escribía: "Su inconsciencia del mal (...) es uno de
los rasgos más bellos que le conocemos", y añade un poco cruelmente:
"Diríase que poseía una consciencia anhelante de vicio, palpitante de
sensaciones, como los ojos de un pescado varado en tierra". Es
evidente que la pulsión sexual de Emerson no fue muy potente. Su primera joven
esposa le llamaba "Abuelo". La segunda debió sufrir a la madre de
Emerson que vivió con ellos hasta su muerte y sobre la que hizo algunas observaciones
amargas que anota ingenuamente en su diario: "Salvadme de las grandes
almas. Las prefiero de talla normal" y: "Ningún amor puede impedir el
egoísmo de ganar la batalla. Dios, el pobre, hizo todo lo que pudo". El
poema de Emerson "Dad todo el amor" fue pensado con ardor, pero nada
prueba que hubiera dado mucho él mismo. Su única relación extraconyugal fue
estrictamente platónica y aun así no fue su amiga quien lo decidió. Emerson escribe:
"Yo también tengo órganos y amo el placer, pero sé que ese placer es una
trampa". Sin embargo, su diario nos habla más a fondo sobre ello. Cuenta
un sueño que data de los años 1840-1841 en el que asiste a un debate sobre el
matrimonio. Uno de los oradores apunta bruscamente al auditorio con "el
tubo de un artefacto lleno... de agua, lo sacude vigorosamente" e
inunda con él a la muchedumbre. Después apunta el chorro sobre Emerson y le
rocía copiosamente. "En mi sueño, anota, experimento el alivio de encontrarme
seco".
Emerson
tuvo dos matrimonios de conveniencia. Así adquiere un capital que le proporciona
una cierta independencia literaria. Este dinero juiciosamente invertido le
permite ajustarse al sistema de libre empresa en rápida expansión. Da
primero cursos sobre la "Vida humana" en Boston (1838), colabora
en el Times en Nueva York (1842),
después escribe su estudio Los hombres representativos (1845). Emerson se
convierte así en un intelectual popular, un conferenciante de discursos
difundidos ampliamente en la prensa local, regional e incluso nacional. Su
aparición coincide con los progresos del movimiento Lyceum, lanzado por
Josiah Holbrook en 1829, a fin de educar a la nación en desarrollo. Los liceos
se abrieron en Cincinnati en 1830, en Cleveland en 1832, en Columbus en 1835,
después en todo el Medio Oeste y el valle del Mississippi. A finales de los
años 1830, casi todas las ciudades importantes tenían un liceo, bibliotecas,
sociedades de debates y salas de conferencias destinadas especialmente a
hombres solteros (empleados de banca, comisionistas, contables, etc.), en
una proporción sorprendentemente elevada para la población de unas ciudades
nuevas. La idea directriz era protegerles de la calle, de los salones y
ayudarles en sus carreras.
Las
ideas de Emerson se adaptaban perfectamente a este marco. Adversario de las
élites, Emerson pensaba que América debía desarrollar una cultura puramente
nacional, universal y democrática. "¡Ayúdate a ti mismo!" era un
concepto vital para Emerson. El primer agricultor que leyera a Homero en su
granja prestaría, según él, un gran servicio a los Estados Unidos. Cuando
encontraba a un hombre del Oeste leyendo un libro en el tren, le entraban
ganas de abrazarle. Su filosofía económica y política respondía a la que
empujaba a los Americanos a expandirse a través del continente para cumplir
su destino:
"La
única regla sana consiste en perfilar su demanda y atenderla. No legisléis.
Tratad. Pertrecharos de leyes justas, sin liberalidades superfluas, a fin
de proteger vuestras vidas y vuestros bienes sin dar limosna. Abrid las
puertas al talento y a la virtud que serán quienes al final hagan justicia, y
la propiedad no estará en malas manos. En un Estado libre y ecuánime, la
propiedad del ocioso y del imbécil va a parar al industrioso, al valiente y
al perseverante."
Difícil
concebir una doctrina más diametralmente opuesta a la que Marx predicaba en
esa misma época!. En la práctica, la experiencia de Emerson debía contradecir
las alegaciones de Marx sobre las consecuencias ineluctables del
capitalismo. Pero en lugar de oponerse a esos conocimientos, los propietarios
y los dirigentes le espoleaban. Cuando Emerson fue a Pittsburgh en 1851,
las oficinas cerraron antes para que los empleados más jóvenes pudieran asistir
a sus conferencias. Estas no iban dirigidas abiertamente a reforzar su espíritu
de empresa, pero los temas ("El instinto y la inspiración",
"La identidad del pensamiento con la Naturaleza", "La naturaleza
histórica del intelecto", etc.) implicaban que el conocimiento y la
moral contribuían al éxito. Muchos oyentes que esperaban ser desorientados
por este eminente filósofo vieron que preciaba el buen sentido. La Gazette de Cincinnati le describió
como un hombre "sin pretensiones... un anciano postrado sobre la
Biblia". Sus fórmulas llegaban al auditorio como primeras verdades:
"Todo hombre es un consumidor y debe ser productor". "El
hombre es dispendioso por naturaleza, cuando debiera ser rico".
"La vida es una búsqueda de poder". Estos dictados, simplificados y
resumidos por los periódicos, se inscribieron en el repertorio de la sabiduría
popular americana. Emerson iba asociado a menudo a la misma serie de conferencias
de P.T. Barnum en las que hablaba de "El arte de ganar dinero", de
"El éxito en la vida"... con el que parecía coincidir. Emerson llegó
a ser la encarnación de "El Hombre que piensa", y asistir a sus
conferencias, una prueba de aspiración cultural educada y de buen gusto. El Chicago Tribune escribía en noviembre
de 1871 en su última tirada: "Los aplausos... dieron testimonio de la cultura
del auditorio". A fines de los años 1870, en esta nación que buscaba
encarnizadamente el progreso moral e intelectual, Emerson se convirtió en
un héroe nacional, un maestro, como Hugo en Francia y Tolstoi en Rusia.
Con
este decorado es cuando Ernest Hemingway entra en escena. A primera vista, no
es fácil descubrir al intelectual. Pero observado más de cerca, y llevado
al extremo, se descubre una combinación de rasgos típicos del intelectual
americano. Este escritor tan original transforma el modo de expresión de sus
colegas. Crea una nueva ética, un estilo contemporáneo, muy personal, específicamente
americano, fácil de comunicar a otras culturas. Hemingway amalgama numerosas
actitudes americanas y hace de sí mismo su representante. Las personifica
hasta el punto de encarnar una época de América, como Voltaire encarna la
Francia de los años 1750 y Byron la Inglaterra de los años 1820.
Hemingway
nació en 1899 en Oak Park, cerca de Chicago, la ciudad que Emerson había celebrado
un cuarto de siglo antes. Sus padres, Gracia y Edmundo (Ed) Hemingway, eran,
como él, productos evolucionados de una civilización que las conferencias
de Emerson y el dinamismo económico habían ayudado a realizar. Aparentemente
sanos, trabajadores, eficaces, instruidos, dotados de múltiples talentos,
estaban bien integrados en la sociedad. Conscientes y orgullosos de mejoras
fantásticas aportadas por su modo de vida en América, no renegaban de su
herencia cultural europea, temerosos de Dios, y vivían plenamente tanto
dentro como fuera. El Dr. Hemingway, excelente médico, cazador, pescador,
navegante, campero y pionero, poseía todos los talentos del hombre de bosque.
Grace Hemingway, cultivada, enérgica y de una gran inteligencia, escribía
poemas, pintaba, dibujaba, hacía sus muebles, cantaba bien, tocaba diversos
instrumentos, componía y publicaba canciones. Ambos hicieron todo lo
posible por transmitir su herencia cultural a sus hijos. Ernest, ya de mayor,
fue más favorecido y este hijo de padres modelos se convirtió en un hombre
cultivado y un atleta. Sus padres, profundamente religiosos, iban a misa
los domingos y rezaban antes de comer. "Debíamos hacer nuestras plegarias
por la mañana en familia, acompañados de una lectura de la Biblia y de un
himno o dos", precisa Sunny, la hermana de Hemingway. El código moral protestante
era estrictamente aplicado, y toda infracción severamente castigada. Grace
Hemingway azotaba a sus hijos con un cepillo para la cabeza y el doctor con
una fusta de cuero. Si mentían o juraban, se les lavaba la boca con jabón negro.
Debían arrodillarse enseguida y pedir a Dios que ellos les perdonaran. El
Dr. Hemingway les recordaba constantemente que el cristianismo implicaba
sentido del honor e imponía la conducta de un caballero. Escribía a
Hemingway: "Quiero que representes todo lo que de bueno, noble, bravo y
cortés hay en la naturaleza humana, que temas a Dios y respetes a las
mujeres." Su madre le recordaba lo que es propio de un héroe del protestantismo,
que se abstuviera de fumar y de beber, que se mantuviese casto hasta el matrimonio
y después fiel, que honrara y respetara a sus padres, sobre todo a su madre.
Hemingway
rechaza en bloque la religión de sus padres y no tuvo la menor intención de
convertirse en el hijo de sus designios. Parece que decidió desde la adolescencia
obedecer a su genio, seguir sus inclinaciones en todas las cosas y forjarse
una idea personal del honor masculino y de la buena vida que habría de recompensarle.
Esa fue su ética, romántica y desprovista de todo contenido religioso. En
cuanto a la religión, renuncia secretamente a los diecisiete años desde que
encuentra a Bill y a Katy Smith (que más tarde se convertiría en la mujer de
John Dos Passos). El padre de Katy, profesor y ateo, era el autor de un libro
ingenioso "probando" que Jesucristo no había existido nunca. Desde
que obtiene su primer empleo de reportero en el Kansas City Star, lo que le permite escapar a la vigilancia de
sus padres, Hemingway aprovecha la ocasión para dejar toda práctica religiosa.
En 1918, tenía entonces veinte años, tranquiliza a su madre: "Soy
siempre un buen cristiano, rezo todas las noches y creo en Dios tanto como
antes". Mentira piadosa para tener paz. No sólo no creía en Dios, sino
que encontraba que la religión amenazaba la dicha de la especie humana.
Hadley, su primera mujer, afirma no haberles visto de rodillas más que dos
veces: el día de su matrimonio y en el bautismo de su hijo. Para complacer a
su segunda esposa, se convirtió al catolicismo sin comprender antes el sentido
de esta nueva fe. Pero se enfada cuando Pauline quiere obligarle a respetar
leyes constrictivas (principalmente relacionadas con el control de la
natalidad). Escribe parodias de curas en Un lugar limpio y bien iluminado,
de la crucifixión en Muerte después de comer, y blasfemias en su pieza Quinta
Columna. Hemingway detesta todo del catolicismo. No hace la menor protesta
cuando empieza la guerra civil en España, un país que conocía bien y decía
amar, ni cuando centenares de iglesias eran incendiadas, otras profanadas y
millares de sacerdotes, monjes y monjas masacrados. Deja de considerarse
católico después de haber dejado a su segunda esposa, después de lo cual vive
toda su vida como pagano y no respeta más que sus propias ideas.
Hemingway
rechaza los valores morales de sus padres incluidos por supuesto los religiosos.
Reacción clásica en un adolescente intelectual. Más tarde, mezcla en su opinión
a ambos para establecer luego la diferencia entre su madre y su padre a fin
de disculpar a éste. Cuando su padre se suicida hace responsable de ello a
su madre. Pero está claro que el Dr. Hemingway quiso poner fin a los sufrimientos
de una enfermedad que sabía en fase terminal. Su padre, más débil, tomaba
siempre el partido de su esposa, si bien Hemingway terminaba en todo caso
contra los dos. Pero es probable que su resistencia estuviera dirigida
principalmente contra su madre, que fue la fuente original de su egotismo y
de su pujanza literaria. Grace era una mujer de un temple excepcional. El padre,
un hombre formidable. Pero no había sitio para los dos en el círculo familiar.
Las
disputas culminan en 1920. Hemingway, después de su enrolamiento voluntario
en la Cruz Roja en el frente italiano, se convierte en héroe de la Gran
Guerra. No encuentra empleo por aquel entonces. Lleva (según el criterio de
la familia) una vida ociosa y disoluta. Ese mismo año, Grace le envía una larga
carta llena de reprimendas. Le explica que la vida de cada madre es como una
cuenta bancaria.. "Cada hijo viene al mundo con una fuerte cuenta en el
banco que parece inagotable". El hijo tira de esa cuenta "sin reponer
nada durante sus primeros años". Llegada la adolescencia "está
fuertemente gravada por el banco", repone "algunos peniques"
por suerte de los servicios prestados de buena gana, por otras atenciones y
"gracias". Pero llegada la edad adulta, el banco sigue pagando con
amor y simpatía:
"La
cuenta necesita de algunos depósitos más consistentes, en forma de gratitud,
de interés por las ideas y los negocios personales de la madre, de un poco de
confort para la casa, de diligencia en ahorrarle el menor perjuicio tocante
a su convicciones. Flores, frutos o golosinas, cosas bonitas que ponerse,
ofrecidas con un beso... facturas pagadas discretamente para evitarle esa
preocupación de la cabeza... de esos depósitos que aseguran la buena gestión
de la cuenta. Muchas madres reciben regalos mucho más importantes de sus
hijos, a pesar de merecerlo menos que la mía. Peto tú, Ernest, mi hijo, si no
te reprimes, si no dejas de portarte como un perezoso, de no buscar más que
placer (...) de ocuparte de tu aspecto (...) de olvidar tus deberes con Dios y
tu Salvador Jesucristo, (...) irás derecho a la quiebra. Has derrochado
demasiado".
Rumia
esta carta durante tres días y la perfila con el sentido que Hemingway le dará
en sus novelas. Después la envía. En este documento
se encuentra el origen de la tendencia de Hemingway hacia la ostensible trasgresión
de la moral que ocupa un sitio tan importante en sus novelas. Como puede imaginarse,
Hemingway reacciona con furor y rabia contenida, lenta, progresiva pero tenaz.
Desde entonces, trata a su madre como enemiga. Al decir de Dos Passos,
Hemingway era el único hombre, que él supiera, que odiaba hasta ese punto a su
madre. El general Lanham, otro amigo de Hemingway, lo confirma: "Cada
vez que hablaba de su madre, añadía "esa zorra". Mil veces debió
decirme hasta qué punto la odiaba". Este odio se refleja con insistencia
en su novelística y se extiende a "la zorra de su hermana Marcelline,
la mayor de las hijas", "una perra total", en relación a la
familia en general. Habla a menudo de manera recurrente en su autobiografía,
Paris es una fiesta, acerca de las discusiones sobre las malas pinturas (su
madre pintaba): "No hacen cosas terribles, sino un mal interno, como la
familia. Las malas pinturas, basta con mirarlas. Pero incluso cuando se ha
aprendido a no mirar a la familia, a no escucharla, a no contestar a sus
cartas, ella siempre está ahí, amenazante". El odio que experimenta
hacia su madre fue tan intenso que emponzoña su vida con una culpabilidad residual
que no hace más que alimentar la ponzoña. En 1949, cuando ella tiene ochenta
años, sigue odiándola. Desde Cuba, donde vive entonces, escribe a su editor:
"No quiero verla. Ella sabe muy bien que no puedo ir". Su aversión
excede el rencor de orden puramente utilitario que Marx experimenta hacia su
madre. La madre de éste no era extraña a la repulsión emocional de Marx hacia
el sistema capitalista. Hemingway eleva su odio a la categoría de sistema
filosófico.
La
ruptura familiar lleva a Hemingway al Toronto
Star, y de aquí a Europa. Se hace corresponsal y novelista, y rechaza,
con la misma religión de sus padres, la visión optimista que tenía su madre
de la cultura cristiana y que impregnaba su prosa pujante pero convencional,
detestable a ojos de su hijo. El perfeccionismo literario de Hemingway, que
iba a convertirse en el rasgo dominante, fue dictado por la voluntad de no escribir
como su madre y por el deseo de escapar a la herencia literaria de su rancia
retórica. Su madre le escribe un día: "Llevas el nombre de los dos
caballeros más nobles que he conocido en el mundo". Una frase que detesta
por encima de todo, pues en ella se resume y reside su estilo.
A
partir de 1921, Hemingway lleva la existencia de un corresponsal extranjero
con base en París. Cubre la guerra de Oriente Medio, conferencias internacionales,
pero se interesa particularmente por los escritores de izquierda expatriados.
Escribe poemas, ensaya prosa, lucha encarnizadamente, mete los libros en
sus bolsillos para poder leer no importa dónde (una costumbre heredada de su
madre). Lee de todo, compra libros toda su vida, cubriendo con ellos las
paredes de todos los sitios donde vive. En Cuba, hace construir una biblioteca
con 7.400 volúmenes relativos a estudios reeditados por expertos sobre
todas las materias que le interesan, así como una larga lista de obras
literarias que lee y relee insaciablemente. Cuando desembarca en París,
había leído ya a casi todos los clásicos ingleses y estaba dispuesto a ampliar
aún más sus conocimientos. Nunca se lamenta de no haber hecho estudios universitarios
pero se arrepiente. Se propone llenar sus vacíos; aborda enseguida a Stendhal, Flaubert, Balzac, Maupassant y
Zola; a los mejores novelistas rusos, a Tolstoi, Turgueniev, Dostoievski; a
los americanos, Henry James, Mark Twain y Stephen Crane. Lee también a los
autores modernos: Conrad, T.S. Elliot, Gertrude Stein, Ezra Pound, D.H.
Lawrence, Maxwell Anderson y James Joyce. Estas lecturas estaban dictadas
por la necesidad creciente de escribir. Desde los quince años rendía a Kipling
un verdadero culto y sigue estudiándolo toda su vida. Lee también a Conrad y
la brillante colección Gentes en Dublin de Joyce. Como todos los grandes escritores,
devora y analiza también obras menos conocidas, como las de Marryat, Hugh
Walpole y George Moore.
En
1922, con la llegada de Ford Madox Ford, Hemingway se instala en el corazón de
la intelligentsia parisien. Ford,
que fue un gran descubridor de talentos literarios, contribuye a que conozca
a Lawrence, Norman Douglas, Wyndham Lewis, Arthur Ransome y muchos otros. En
1923, sale el primer número de la revista Transatlantic
Review, y, con la recomendación de Ezra Pound, colabora como auxiliar a
tiempo parcial. Hemingway admiraba a Ford, pero encontraba a su revista
demasiado convencional, y le reprocha que ignorase a la mayoría de los jóvenes
escritores y su falta de interés por las nuevas formas de expresión literaria.
Para Ford, la buena literatura no podía ser más que francesa o inglesa.
Ignoraba casi todas las publicaciones americanas que aumentaban rápidamente
en número y calidad. Hemingway, que se veía ya como agente de la literatura
americana de vanguardia, refunfuñaba a menudo: "La gestión de Ford es
una capitulación". Desde que se instaló en los minúsculos despachos de
las ediciones Three Mountain Press situadas en la isla Saint-Louis, Hemingway
hizo desviar a la Transatlantic Review a una vía americana aventurada y añade
a los sesenta autores británicos y a los cuarenta autores franceses noventa
autores americanos, principalmente a Gertrude Stein, Djuna Barnes, Lincoln
Steffens, Natalie Barnard, Williams Carlos Williams y Nathan Asch. Cuando
Ford deja París para hacer una gira por Estados Unidos, Hemingway aprovecha
para transformar los números de julio y agosto en un desfile triunfal de
jóvenes talentos americanos. Cuando vuelve Ford, cree oportuno excusarse de
"este despliegue de obras de la joven América, con una amplitud
inhabitual infligida a los lectores".
Pero
Hemingway ansía gloria literaria y poder, a título personal. Las intrigas de
la inteligentsia de izquierdas le interesaban mucho menos que el desarrollo
de su propio talento. Pound le había presentado a Ford en estos términos:
"Escribe bellos versos y en prosa. Es el mejor del mundo". Este
juicio, en 1922, era muy perspicaz, pues el estilo de Hemingway estaba
todavía lejos de su madurez. Pero trabaja en ello sin descanso como lo testimonian
las innumerables tachaduras de sus primeros carnés de notas. Esta noble perseverancia
no puede compararse más que a los esfuerzos de Ibsen cuando trata de convertirse
en un dramaturgo. Y ambos sufrieron el mismo impacto revolucionario en su
profesión.
Hemingway
pensaba haber heredado de la religión y de la cultura moralizante de sus padres
una visión del mundo falsificada. Quería reemplazarla por una visión verídica.
¿Qué entendía él por verídica? Ciertamente no la verdad cristiana que consideraba
inaplicable. Ni la verdad de una creencia o de una ideología derivada del
pasado que reflejase los pensamientos de otros, por profundos que fuesen.
Si no la verdad que él sentía, entendía, respiraba y degustaba el mismo.
Opta por la filosofía literaria de Conrad y su definición: "La fidelidad
escrupulosa a la verdad de mis sensaciones". Este fue su punto de
partida. Pero ¿cómo transmitir esa verdad? La mayor parte de los que escriben,
incluidos los escritores profesionales, tienen tendencia a ver la verdad a
través de los ojos de otros. Heredan expresiones afectadas y raídas, metáforas
manidas y clichés. Los periodistas en particular, cuyo estilo es a menudo repetitivo y banal. Hemingway
tuvo la oportunidad de recibir una excelente formación en el Kansas City Star. Los redactores jefe
que se habían sucedido habían editado ciento diez reglas estrictas a fin de
imponer a los reporteros el estilo de la casa, simple, directo, libre de
clichés de la lengua inglesa. "Las mejores reglas para el trabajo de
escribir del mundo", dirá más tarde Hemingway. En 1922 había cubierto la
conferencia de Gênes y Lincoln Steffens le había enseñado el arte brutal del comunicado
de agencia, que había asimilado rápidamente y con placer. Ravi había enseñado
a Steffens el resultado de sus primeros esfuerzos: "Steffens! Mira este
cable! Sin grasa, sin adjetivos, sin adverbios! Nada más que hueso, sangre y
músculo... Es una lengua nueva!
Hemingway
elabora su método teórico y práctico para escribir sobre esa base periodística.
En ciertas obras como París es una fiesta, Las Verdes Colinas de Africa, Muerte
a mediodía, y En línea, explica ante todo su manera de escribir. Los
"principios para las bases de la escritura" que observa, merecen ser
estudiados. Fiel a Conrad, define el arte de la novela como "el descubrimiento
de lo que desprende emoción. De la acción estimulante. Después viene la escritura,
en lengua clara para que el lector pueda verlo también. "La prosa es una
arquitectura, dice, sin decorado interior, ya terminado el barroco".
Hemingway busca la expresión exacta, coge el diccionario para encontrar sus
palabras. Importa acordarse de que, durante el periodo durante el que forma
su estilo, es también poeta y sufre la influencia de Ezra Pound, que le
enseña a "desconfiar de los adjetivos". Pound no creía más que en la
palabra justa. Hemingway estudia también a Joyce, al que respeta por su
precisión y le imita. Los verdaderos genios literarios de Hemingway fueron
Kipling y Joyce.
Pero
el estilo de Hemingway permanece sui generis. Desde 1925 hasta 1950, su impacto
fue asombroso, decisivo y tan sutil que se hace imposible extraer ese factor
de nuestra prosa, sobre todo de la novela. Sin embargo, a principio de los
años 1920, Hemingway tuvo el mal acuerdo de ponerse a editar. Su primera obra
de vanguardia, Tres Historias y diez poemas, fue publicada en París. Las
grandes revistas no querían ni leerla. The
Dial rechaza sus obras, estimadas ocasionales hasta 1925, incluida su
soberbia novela El Invencible. Hemingway hace entonces lo que hacen todos los
escritores verdaderamente novatos: crea su propio mercado y se limita a
sus lectores adictos. Su estilo depurado, brillantemente combinado con la
descripción exacta de los acontecimientos, con toques sutiles de emoción,
nace en los años 1923-1925. Estalla un gran día de 1925 con la publicación de
in our time. Ford termina reconociendo en él al jefe de fila de los
escritores americanos, "el más concienzudo, el maestro absoluto de
la profesión". Para Edmund Wilson, fue una revelación. Descubre una
prosa " de primer orden", "de una originalidad
impactante", plena de "dignidad artística". Este primer éxito
fue rápidamente seguido de dos novelas trágicas, sobrecogedoras de su vida:
El sol también se levanta y Adiós a las armas, sin duda lo mejor de su obra.
Estos libros, vendidos a centenares de miles de ejemplares fueron leídos,
releídos, degustados regurgitados, envidiados y explotados por escritores
de todo género. En 1927, Dorothy Parker, rindiendo cuenta de su colección men
without women en el New Yorker, encuentra "peligrosa" su
influencia. "Todo parece tan fácil. Pero mirad lo que hacen los que
tratan de imitarle".
El
estilo de Hemingway puede ser parodiado pero difícilmente imitado, pues es
inseparable de los protagonistas de sus libros y de su entorno moral. El
comienzo de Hemingway evitaba el didactismo explícito que revelase a otros,
incluso a los más grandes autores. "Adoro Guerra y Paz, escribe, por sus
maravillosas descripciones, penetrantes y verdaderas, de la guerra y de
los personajes, pero nunca creí en las ideas de este gran conde... Pudo inventar
con más intuición y fe que nadie. Pero su pensamiento pesado, mesiánico, no
es superior al de numerosos profesores de historia evangélicos. Gracias a
él, he aprendido a desconfiar de mi propio Pensamiento (con P mayúscula), a
escribir también con estilo directo, con la mayor objetividad y humildad posible".
En sus mejores libros, Hemingway se guarda siempre de predicar su verdad al
lector o de atraer su atención sobre el comportamiento de sus personajes. Sin
embargo, sus libros están repletos de una nueva ética laica que surge de su
modo de escribir los hechos y la acción.
La
ética de Hemingway, de una universalidad sutil, era a la medida del
intelectual americano tal como él lo concibe, robusto, activo, violento, emprendedor,
perseverante, creador, conquistador pero pacifista, cazador y combativo. Pues
él mismo era vigoroso, activo, enérgico y a veces violento. Cuando habla de
literatura con Pound y Ford, hace pausas para boxear en el vacío alrededor del
bureau de Ford. Para Hemingway,
grande, fuerte y deportivo, era normal que un escritor americano llevase una
vida activa y la describe, puesto que la acción era su tema favorito.
Nada
nuevo en ello. La acción fue también el tema esencial de Kipling cuyos héroes,
soldados, brigadas, ingenieros, capitanes de barco, pequeños o grandes
jefes, eran personajes sometidos a tensiones violentas, relacionados con
animales o máquinas. Kipling no era un intelectual sino un genio poseído por
su "demonio". No pensaba rehacer el mundo con la ayuda de su sola
inteligencia. No reniega del vasto cuerpo de la sabiduría secular. Más bien
al contrario, defiende con aspereza las leyes y las costumbres inexorables
de la debilidad. Describe con delectación el castigo de los que las desafían.
Hemingway fue mucho más parecido a Byron, un escritor ebrio de acción que
la describe con talento y entusiasmo. Byron no creía en absoluto en el ideal
revolucionario y utópico de su amigo Shelley, ni en los conceptos demasiado
abstractos y poco aplicables a sus ojos. Shelley le reconoce en Julien y
Maddalo. Pero se construyó una ética personal rechazando el código
tradicional, cuando deja a su mujer e Inglaterra para siempre. En este sentido
se comporta como un intelectual. No erigirá jamás esta ética, por lo demás
bastante coherente, en sistema, pero la saca a relucir en sus cartas, impregnando
las páginas con sus grandes poemas, Child Harold y Don Juan. Su único sistema
se resume en el honor y en el deber no codificados, ilustrados por la acción.
No se puede leer estos poemas sin percibir claramente cómo Byron concebía el
bien y el mal y sobre todo el heroísmo.
Hemingway
trabaja de manera similar, por ilustración. Un día especifica que, para él, el
ideal era conservar la aptitud para "la gracia bajo presión" (una
frase curiosa habida cuenta el nombre de su madre). No se comprende por esta
definición. Es probable que hubiera sido incapaz de dar una explicación precisa.
Pero fue capaz de hacer la fuerza motriz de su obra. Para él, ningún acto podía
ser neutro. La descripción de una comida es una constante moral puesto que
existen cosas buenas o malas al comer y beber. Una buena y mala manera de
comer y de beber. Casi todos los actos pueden acometerse de manera correcta
o incorrecta, o, para ser exactos, noble o innoble. No precisa dónde reside la
moral, pero presenta el todo en un marco moral implícito a fin de que los actos
hablen por ellos mismos. Y su marco personal, pagano, no es ciertamente
cristiano. Sus padres encontraron inmorales sus historias, escandalosas
incluso.
Sobre
todo su madre, que no encuentra más que un tono moral blasfemo y falso. Lo que
Hemingway quería decir, o más bien lo que sus escritos implicaban, es que existía
una buena y una mala razón para ser adúltero, para querer y para matar. El
encontraba la esencia de sus novelas en la observación de los boxeadores, los
pescadores, los toreros, los soldados, los escritores, los deportistas,
los que se debían a la acción y trataban de vivir honestamente según sus
propios valores. En general, fracasaban. Las tragedias sobrevenían porque
los valores se revelaban ilusorios o erróneos, traicionados por una debilidad
interior o por realidades ineluctables. Pero el fracaso está compensado por
una toma de conciencia de la verdad y por el valor de mirarla cara a cara.
Los personajes de Hemingway mantienen el tipo o caen por el exceso o por la
falta de sinceridad. La verdad constituye la trama que sostiene su sistema.
Después
de haber creado su estilo y su ética, Hemingway se siente obligado a vivirlos.
Se convierte en víctima y prisionero. Esclavo de su imaginación, se siente
atraído a ponerla en escena en la vida real. Su caso no es único. Después de
la publicación del primer canto de Child Harol, Byron emprende el camino que
se había trazado. Modifica un poco la orientación escribiendo Don Juan, pero no
se permite vivir de otro modo diferente al que canta. Es verdad, en este caso,
que fue más por elección que por compulsión: amaba a las mujeres, el heroísmo
y su personaje de libertador. André Malraux, escritor, hombre de acción,
revolucionario, saqueador de obras de arte, héroe de la Resistencia, se convierte
en ministro y brazo derecho del general de Gaulle al final de su carrera.
Hemingway, como Robert Jordan, el héroe de su novela sobre la guerra de España,
Por quién suenan las campanas (1940) "quería saber cómo pasa realmente
y no cómo se supone que pasa". Este intelectual obsesionado por la acción
violenta fue un personaje real de su obra. Uno de sus colegas intuitivos del Toronto Star resume el personaje
cuando tenía veinte años: "La más extraña combinación de sensibilidad
trémula, de prejuicios y de violencia que jamás haya existido sobre la Tierra".
Hemingway ama todo lo que hacía su padre fuera de casa, el ski, la pesca de
altura, la caza de fieras, e incluso la guerra. El valor también, sin duda
alguna. Y él hizo la prueba. Herbert Matthews, fue un reportero del New York Times a punto de ahogarse en
los rápidos durante la batalla del Ebro en 1938. Hemingway, "un hombre
de hierro en el peligro, se decide a salvarle en una extraordinaria demostración
de fuerza. Los cazadores blancos que le llevaron a un safari en Africa lo
confirman. Su valor no era irreflexivo o instintivo, sino cerebral. Tenía
un sentido agudo del peligro. Muchas anécdotas lo prueban. Sabía lo que era
el miedo y cómo sobreponerse. Ningún escritor ha descrito nunca la cobardía
con más veracidad. Y el lector siente que él la ha vivido. Es porque su imagen
de hombre de acción se agranda al mismo ritmo que su celebridad.
Como
Rousseau, Hemingway despliega un talento extraordinario para hacerse publicidad.
Perfila su propio personaje, desempolva la imagen anticuada y aterciopelada
de los románticos que tanto servicio había prestado en su tiempo y se viste
con un nuevo atuendo más viril: trajes de safari, bandoleras fusiles, gorras
con visera. Saca a relucir el olor a pólvora del fusil, del tabaco, del whisky
y añade algunos años a su edad. Desde 1920, se hace llamar “Papa”. Su última
conquista se convierte en su “Hija”. En los años 1949, la foto de “Papa” Hemingway
era tan familiar a en las revistas de cine como las de los más célebres
seductores de Hollywood. Ningún escritor concierta más interviews, ni
se fotografía más que él. Con el tiempo, su barba blanca destrona a la del
mismo Tolstoi.
Como
su madre que concebía el amor maternal en forma de cuenta bancaria, Hemingway
traslada su experiencia de hombre de acción a su obra. En el curso de los años
1920, gasta mucho pero equilibra un poco su cuenta con la práctica frenética de
deporte y asistiendo a corridas. En los años 1930 llega el tiempo de los
grandes safaris y del impacto de la guerra en España. Pero denota un poco de
indolencia en la explotación de la Segunda Guerra mundial y su aportación al
asunto no añade gran cosa a su capital literario. Sus esfuerzos por relatar
las etapas de sus circuitos safaris-corridas fueron más vanos que fructíferos.
Edmond Wilson resalta el contraste entre sus escritos y sus actividades:
“Después del joven maestro, el viejo impostor” Hemingway todavía encontraba
placer en buscar violencias, pero menos del que él pretendía. Su regusto por
la vida salvaje declina de manera perceptible. Se presentía que en cuanto se
lo propusiera, cambiaría fácilmente a su fusil por instalarse en su biblioteca.
En 1949, envía una fanfarronada, que sonaba a falso, a Charles Scribner, su
editor: “Para festejar mi quincuagésimo aniversario... he besado tres veces,
abatido diez pichones en el club (muy rápidos), bebido con amigos una caja
de Piper Heidseik y contemplado la mar durante toda la sobremesa pescando
un gran pez”
¿Verdadero?
¿Falso? ¿Exageración? ¿Cómo saberlo? Todo lo que Hemingway cuenta sobre sí
mismo o sobre otros nunca puede ser tenido por cierto. A despecho del lugar
primordial que confiere a la verdad en su ética novelesca, estima sin duda,
como muchos intelectuales, que la verdad sirve ante todo a su ego. ¿No está
compuesta la mentira más que de materia de escritor? Miente a veces conscientemente,
otras por despiste. Pero él lo sabe. Krebs, el héroe de su historia apasionante
“Un soldado con él” lo reconoce claramente: “Los mejores escritores son
mendaces, lo que nada tiene de anormal. (…) Su trabajo consiste en gran
parte en mentir o en inventar… Mienten a veces inconscientemente, y después,
se acuerdan de sus mentiras con remordimiento” Pero Hemingway miente antes
de poder invocar excusas de orden profesional. No faltan pruebas. Miente
a los cinco años pretendiendo haber detenido él solo a un caballo desbocado.
Más tarde cuenta a sus padres que estaba prometido a Mae Marsh, una actriz de
cine que no había visto más que una vez en el film Nacimiento de una nación. Le sirve la misma mentira para sus colegas
de Kansas City, la perfila, hasta decir que el anillo de boda le había costado
150 dólares. Sus mentiras eran a menudo flagrantes. A los dieciocho años
cuenta a sus amigos que había pescado un pez que acababa manifiestamente de
comprar en el mercado. Monta una historia muy elaborada para hacerles creer
que había sido boxeador en Chicago y que, a pesar de su nariz rota, había
continuado un combate. Se inventa sangre india e hijas indias. Su autobiografía,
París es una fiesta, es un rosario de mentiras tanto más engañosas
cuanto más sinceras parecían, como Rousseau en sus Confesiones.
Miente sin razón aparente a propósito de su familia, pretende haber sido violada
su hermana Carole a los doce años por un obseso sexual (lo que era completamente
falso), que se había divorciado e incluso que había muerto (se había casado
con un cierto M. Gardiner, al que Hemingway detestaba pero que sin embargo le
había hecho completamente dichosa).
Incurría
en numerosas mentiras reiteradas, más complejas, relacionadas con su servicio
en el transcurso de la Primera Guerra mundial. Es cierto que muchos soldados,
incluso valientes, tienen la tendencia de exagerar al contar su guerra. La
vida de Hemingway ha estado sujeta a tantas investigaciones que no es
extraño que haya dado lugar a interpretaciones erróneas. Las invenciones de Hemingway sobre sus desventuras
en Italia son de un descaro poco corriente. Comienza pretendiendo haberse
enrolado en el ejército, pero haber sido rechazado por su vista defectuosa.
No hay ningún informe que lo mencione y es pues poco probable. En realidad
fue un no combatiente, pero declara haber servido en el 69 regimiento de infantería
italiana, y haber librado tres grandes batallas con el cuerpo de élite Arditi.
Cuenta a su amigo “Chink”, Dorman-Smith, un militar británico, que había
sido gravemente herido conduciendo la carga de ese regimiento en el monte
Grappa. Afirma al general Gustavo Duran, su amigo de la guerra de España, que
había mandado una compañía y después un batallón, a la edad de diecinueve
años. De que fue herido no hay duda, pero miente sobre las circunstancias y
la naturaleza de su herida. Reincide en explicar que recibió una bala en el
escroto y que debió guardar cama con los testículos posados sobre una almohada.
Pretendía haber recibido ráfagas de metralleta y haber sido alcanzado por
cuarenta y cinco balas en total. Y para rematarlo todo, cuenta que unas
monjas que le creían moribundo, le habían bautizado a la fuerza. Todo falso.
La
guerra resalta al mentiroso que era. En España, Hemingway, celoso de las
proezas de Matthews como corresponsal, escribe acerca de él un rosario de
mentiras en la batalla de Teruel: “Telegrafiado un primer reportaje de la
batalla a Nueva York diez horas antes que Matthews. Vuelvo al frente con la
infantería, entro en la ciudad detrás de una compañía de dinamiteros y tres
de infantería. He anotado todo y vuelvo a telegrafiar a despecho de la ira
de Dios sobre el combate, casa por casa...” Miente cuando sostiene haber sido
el primero en entrar en el París liberado en 1944. Su vida sexual da lugar
también a no pocas mentiras de las que acostumbra: una siciliana, propietaria
de un hotel, le habrá retenido prisionero escondiendo su indumentaria para
obligarle a fornicar con ella durante una semana. Cuenta a Bernard Berenson
que después de terminar su novela El sol también se levanta, tiene
una aventura. Su mujer entra de improviso y tiene que esconderse la muchacha
por toda la casa. Esto es rematadamente falso. Miento a propósito de su famosa
pelea en Pampelune, en 1925, con “ese judío de Harry Loeb”, pretendiendo que
Loeb, celoso, le había amenazado armado con un revólver. (Repite la historia
en El sol también se levanta) Miente sobre todos sus matrimonios, sus
divorcios, sus domicilios, sus mujeres y su madre. Su tercera esposa, Martha
Gelhorn, declara que Hemingway era “el mentiroso más grande desde Münchausen”.
Era tan flagrante la falsedad de las pistas, que sus invenciones parecían autobiográficas.
Hemingway,
respetando poco la verdad, estaba sin embargo atento a “esta lenta década de
deshonestidad” en los años 1930. No establece nunca opiniones políticas coherentes.
Su ética se limita estrictamente a la norma personal. Según Dos Passos, su amigo
de juventud, no había otro como Hemingway “para desenmascarar las maquinaciones
políticas”. Lo que está pendiente de ser probado. Apoya la candidatura del socialista
Eugene Debs en las elecciones de 1932. Pero en 1935, interpretó las directrices
del partido comunista. El 17 de setiembre de 1935, recién salido New
Masses, el nuevo periódico del PC, escribe un artículo virulento
titulado “¿Quién ha matado a los veteranos?”, en el que hace responsable
al gobierno de la muerte de 450 viejos ferroviarios, víctimas de un huracán
en Florida mientras trabajaban en proyectos federales. Un ejercicio de propaganda
y de agitación con la marca del PC. Durante esta década, parece que Hemingway
hubiera tenido al PC como único líder legítimo y honesto de la cruzada
antifascista. Criticarlo o participar en actividades fuera de su control
constituía a su modo de ver una felonía. Aquel que escogía otra línea de conducta
era “un loco o un lacayo”. Cuando descubre que Ken, un magazine de
izquierdas lanzado por Esquire, no era un órgano del partido, rehúsa
que su nombre aparezca en el sumario.
Esta
aproximación fue el origen de sus ataduras a España. Sobre el plan profesional,
considera este conflicto como una fuente de inspiración: “Para un escritor,
la guerra civil es la mejor y más total de las guerras”. Pero, curiosamente,
su código moral se acomoda desde el principio hasta el fin a la línea despiadada
del PC. Va al frente en cuatro fases (en primavera y en otoño de 1937 y 1938).
Pero su opinión estaba hecha antes incluso de dejar Nueva York. Había dado ya
su beneplácito para hacer una película de propaganda, España en llamas,
con Dos Passos, Lilian Hellman y Archibald MacLeish. “Mis simpatías están
siempre con los trabajadores explotados por los propietarios de tierras
abstencionistas, incluso aunque beba y haga tiro de pichón con éstos”. El PC
representa para él “la gente del país” y esta guerra, una lucha entre “el pueblo
y los propietarios de tierras, los moros, los italianos y los alemanes
ausentes del país”. Amaba y respetaba al PC español que, a sus ojos, encarnaba
a los “justos” en esta guerra.
El
PC soviético dirigía la línea política del PC español y fue el responsable de
sangrientos ajustes de cuentas entre republicanos españoles. Hemingway sigue
esta línea que le conduce a una ruptura poco gloriosa con Dos Passos. José
Robles, el intérprete de Dos Passos, un antiguo profesor de la John Hopkins
University, se enrola con las fuerzas antifranquistas. Robles era amigo
de Andreu Nin, jefe del movimiento trotskista POUM. También fue intérprete
del general Jan Antonovic Berzin, jefe de la misión militar soviética en
España. Conocía pues cierto número de acuerdos secretos entre Moscú y el
ministerio de Defensa de Madrid. Berzin fue asesinado por Stalin que, seguidamente,
ordena al PC español liquidar también a los miembros del POUM. Nin fue
torturado hasta morir, cientos fueron arrestados, acusados de actividades
fascistas, y ejecutados. Robles, sospechoso de espionaje, fue suprimido por
prudencia. Dos Passos se inquieta con su desaparición. Hemingway, que se
jactaba de ser un fino analista político, trata a Dos Passos de novato y de
ingenuo, y se mofa de sus angustias. Hemingway, que vive primero en Madrid,
en el hotel Gaylord, se reúne enseguida en su guarida con los dirigentes del
PC. Interroga a su viejo amigo Pepe Quintilla (responsable de la mayor parte
de las ejecuciones del PC) para saber qué le había pasado a Robles. Quintilla
le asegura que Robles estaba vivo y se portaba bien, pero había sido arrestado
a fin de asegurar su seguridad y un juicio justo. Hemingway le cree y tranquiliza
a Dos Passos. De hecho, Robles estaba ya muerto. Cuando sabe la verdad más
tarde por un periodista, Hemingway mantiene con Dos Passos que Robles no
podía ser más que culpable. Era preciso estar loco para ponerlo en duda. Dos
Passos, desesperado, rehúsa creerle y denuncia públicamente a los comunistas.
Hemingway se lo reprocha severamente. “Es la guerra de España, entre los
que tú dices están de este lado y los fascistas. Si tu odio a los comunistas
justifica a tu modo de ver que se ataca, por dinero, a hombres a punto de ganar,
deberías al menos intentar fijar los hechos correctamente”. Los hechos
demostraron que Dos Passos veía claro y que el ingenuo, el equivocado, era
Hemingway.
Se
queda hasta el fin de la guerra e incluso después. Su militancia procomunista
conoce su apogeo el 4 de junio de 1937, cuando toma la palabra en el II
Congreso de escritores organizado por el PC americano en Nueva York, en el
Carnegie Hall. Hemingway declara que los escritores deberían combatir el fascismo,
el único régimen que no les permitiría nunca decir la verdad. Los intelectuales
tenían el deber de ir a España para ser útiles, dejando a un lado las
objeciones doctrinales, empolladas en los sofás, y comenzando en fin luchando.
“Para los escritores que quieren hacerla y estudiarla, la guerra es ahora, y
será larga”.
Hemingway
se engañaba. Pero participa también conscientemente de la mentira, pues su
novela Por quién suenan las campanas muestra claramente que era consciente
de los aspectos sombríos de la causa republicana y probablemente de ciertas
verdades relativas al PC español. Pero no hizo editar su libro hasta 1940,
cuando todo había terminado. Mientras dura la guerra civil, Hemingway siguió
a los que intentaron sofocar Homenaje a Cataluña, de Orwell, invocando
imperativos políticos y militares. Su discurso en el Congreso de escritores
fue, en consecuencia, deshonesto.
Es
curioso que Hemingway, siguiendo su propio consejo, no se decidiese ira a
“estudiar la guerra” inmediata cuando los americanos se enrolaron en la
cruzada contra el fascismo en 1941. Venía de comprar una casa en Cuba, cerca
de La Habana, la Finca Vigía, que se convirtió en su residencia principal
hasta el fin de sus días. Por quién suenan las campanas, uno de los
mejores best-sellers del siglo, le había proporcionado enormes cantidades de
dinero. Ello le permitió dedicarse a su deporte favorito, la pesca en alta
mar. Otro episodio poco honorable de su vida es que se hace filibustero a
bordo de su barco, que bautiza además Crook Factory (“fábrica de estafas”).
Hemingway
tenía tendencia a escoger a sus amigos en los bajos fondos, sobre todo en los
países de lengua española. Adoraba frecuentar personajes dudosos de las cuadrillas
de toreros, habituales de tabernas frente al mar, proxenetas, prostitutas,
pecadores de ocasión, confidentes de la policía que participaban alegremente
de sus juergas y de sus expediciones en el mar. En 1942, en plena guerra
mundial, después de haber estado en La Habana, el peligro inminente de una
victoria del fascismo empezó a obsesionarle. Calcula que sobre 300.000
nativos de Cuba, de 15.000 á 30.000 individuos eran “salvajes falangistas”,
susceptibles de sublevarse para hacer de Cuba una avanzadilla nazi a dos
pasos de América. Además, según sus informaciones, submarinos alemanes
surcaban aguas cubanas. Siempre según sus cálculos, 1.000 submarinos hubieran
podido desembarcar en territorio cubano a un ejército de 30.000 nazis para
reforzar a eventuales insurgentes.
¿Lo
creía él realmente? Es difícil de asegurar. Su seguridad estuvo toda su vida
tras la credulidad. La novela de Erskine Childer, The Riddle of the Sands
pudo haberle influido. Sea
como fuere, llega a convencer a Spruille Braden, embajador de los Estados
Unidos, su compañero de juergas y de deporte, quien debe tomar medidas para
detener ese peligro.
Hemingway
le propone reclutar, entre quienes frecuentaba, leales más que dudosos, un
grupo de agentes que él mismo elegiría para vigilar a presuntos fascistas. A
bordo de su motora bien armada, patrullaría las aguas territoriales
infestadas de submarinos dispuestos a salir a la superficie. Braden aprovecha
este proyecto y obtiene créditos para ejecutarlo. Hemingway recibe 1.000 dólares
al mes que servirán para pagar a seis agentes a tiempo completo y veinte
informadores escogidos entre sus compañeros de café. En un periodo de racionamiento,
dispone de 122 galones de gasolina para hacerse a la mar en su barco armado
con una metralleta y granadas de mano.
La
Crook Factory acrecienta considerablemente
el prestigio de Hemingway en los bares de La Habana. Pero ningún espía fascista
se manifiesta. Además, Hemingway comete el error de pagar más caro las informaciones
crujientes. El FBI desaprueba enérgicamente esta aventura y Washington
informa que los informes proporcionados por el grupo de Hemingway, con independencia
de su carácter sensacionalista, son "vagos y carentes de fundamento...
y sus datos sin valor". Hemingway contraataca argumentando que todos los
agentes del FBI, todos de origen irlandés, católicos y partisanos de Franco,
eran unos "canallas". Llega a tener algunos incidentes absurdos,
inverosímiles, incluso en una mala novela de espionaje, como el informe
proporcionado por los agentes de Hemingway relativo a un "siniestro
paquete" depositado en un bar vasco, que para terminar, contenía una
mala versión de la Vida de Santa Teresa de Avila. Este asunto refuerza la convicción
de los enemigos de Hemingway. "Papa" tiene simplemente necesidad de
gasolina para pescar. Un testigo ocular informa: "No tienen nada fichado
de otro, verdaderamente nada más que pasearse por el mar y estar pendiente
que haga buen tiempo".
Este
episodio fue seguido de la cólera de Hemingway. El general Duran era uno de
los hombres que más había admirado él en España. Hizo de mentor de Robert Jordan,
el héroe de Por quien suenan las campanas. Duran era todo lo que Hemingway
hubiera querido ser. Gran estratega, músico, amigo de Falla y de Segovia,
florón de la élite intelectual de España, Duran sostenía que "la guerra
moderna" exigía de inteligencia y era un trabajo de intelectuales; que
la guerra tenía también un aspecto poético y trágico. Hemingway estaba de
acuerdo a este respecto. Duran, que estaba a la cabeza de una comisión de
reservistas del ejército español en 1934, fue llamado al declararse la
guerra civil. Ascendió rápidamente a general y después a comandante del XX
cuerpo de ejército. A comienzos de la República, intenta en vano enrolarse
en el ejército británico o americano. Cuando Hemingway concibe la idea del
Crook Factory, usa de su influencia para que Duran sea agregado de embajada de
los Estados Unidos en Cuba a fin de poner en marcha su proyecto. El general
y Bonté, su esposa inglesa, fueron invitados a la Finca. Pero Duran se dio
cuenta enseguida de que ese plan era una farsa y que perdía el tiempo. Busca
otro empleo. Una querella que se incubaba entre Bonté y Martha, la mujer de
Hemingway, estalla en un almuerzo en la embajada. A partir de ese día,
Hemingway no dirige la palabra a Duran. Se encuentran por azar en mayo de
1945, y Hemingway lo aprovecha para pedir a Duran en un tono sarcástico:
"Vd. se las arregla siempre muy bien para mantenerse alejado de la
guerra?"
Esta
salida da el tono que Hemingway adoptaba con sus antiguos amigos. Su código
moral y sus novelas exaltan la amistad, pero él no la cultivaba por mucho
tiempo. Como en muchos intelectuales (Rousseau e Ibsen, por ejemplo), sus
querellas con sus colegas fueron particularmente pérfidas. Hemingway envidiaba
el talento y el éxito de otros. En 1937, se enfrenta a todos los escritores
que conocía. Ezra Pound es el único escritor al que no critica nunca en París
es una fiesta. Desde que le conoce, Hemingway es impactado por la
gentileza y generosidad de Ezra Pound respecto a otros escritores. Acepta
de él críticas que no hubiera tolerado de nadie, incluso cuando en 1926 le
aconseja en estos términos que se dedique a una novela en lugar de prestar
atención a otras noticias: “¿Te tienes por un holgazán o por un diletante?”
Hemingway parecía admirar en Pound una cualidad que en él no existía: la
total ausencia de celos profesionales. Pound precisa ser ejecutado por
traición en 1945 por haber hecho trescientas emisiones de radio para el Eje durante
la guerra. Hemingway le salva la vida declarando cuando Pound es inculpado:
“Que está loco es claro. Se puede probar que él ya lo estaba, desde Cantos...
una larga historia de generosidad y de altruismo respecto a los artistas.
Pound es uno de los más grandes poetas vivientes”. Hemingway fue el instigador
de un brillante alegato que permite enviar a Pund a un hospital psiquiátrico
para evitarle la cámara de gas.
Hemingway
evita igualmente querellarse con Joyce, el único escritor vivo al que decía
respetar. La ocasión no se le presenta. Con otros, es otro asunto. Disputa con Ford Madox, Ford, Sinclair Lewis,
Gertrude Stein, Max Eastman, Dorothy Parker, Harold Loeb, Archibal MacLeish y
otros. Reserva las mentiras más sinvergüenzas, las mendacidades
más crueles y los rencores más tenaces a sus compañeros. El falso retrato
que hace de Wyndham Lewis en París es
una fiesta para vengarse de una vieja crítica, es monstruoso: “Lewis no
tiene mal aspecto pero es obsceno… tiene los ojos del violador que acaba de
hacer su fechoría”. En el mismo libro, calumnia a Scott Fitzerald y a su mujer
Zelda. Zelda había picado su ego, pero Scott, que la amaba y admiraba no le
había hecho mal alguno. Los ataques repetidos contra este ser frágil no pueden
explicarse más que por unos celos insoportables. Según Hemingway, Fitzgerald
le había dicho un día: “Sabe Vd. bien que no me he acostado nunca con otra
mujer que no fuera Zelda... Zelda me ha dicho que mi constitución no podría
hacer nunca sentirse a ninguna mujer dichosa... es lo que la pone enferma”.
Los dos hombres estarían en ese momento en los lavabos y Fitzgerald habría
contado sus penas a Hemingway que le habría dicho generosamente para tranquilizarle:
“Es Vd. perfecto”. Este episodio tiene todas las trazas de ser pura invención.
Hemingway
ataca con una virulencia especial a Dos Passos. Una querella motivada, con evidencia,
por los celos: Dos Passos aparece en primera plana del Time Magazine en 1936 (Hemingway debió esperar esta especie de
consagración aún un año). Esta ruptura fue muy dolorosa en razón a su larga
amistad. El asunto Robles, en España, fue seguido de una escena deprimente en
Nueva York con Dos Passos y su mujer Katie. Hemingway se burla de su ascendiente
portugués, le trata de bastardo, de holgazán, le acusa de pedir dinero y no
devolverlo y acusa a su esposa de cleptómana. Trata de deslizar estas difamaciones
en su libro Tener o no (1937), pero
se ve obligado a renunciar gracias a los consejos del abogado de su editor.
Declara a Faulkner en 1947 que Dos Passos era “increíblemente snob (para ser un bastardo)”. En
represalia, Dos Passos retrata a Hemingway con los rasgos de George Elbert
Warner, el odioso personaje de su libro País
Escogido (1951). Hemingway contraataca informando a Bill Smith, el cuñado
de Dos Passos, que le reservaba “una jauría de perros y gatos feroces adiestrados
para atacar a los bastardos portugueses que escribían mentiras sobre sus
amigos”. Dispara un último haz de flechas contra Dos Passos en Paris es una fiesta tratándole de pez
piloto que conduce a los tiburones como Gerald Murphy hacia su presa. Le
reprocha haber destruido su primer matrimonio. Esta última acusación no se
tiene en pie, pues Hemingway nunca necesitó de nadie para destruir sus
matrimonios.
En sus
novelas, Hemingway muestra a menudo una señalada comprensión hacia las
mujeres. Como Kipling, tenía el don de ocultar su enfoque masculino para exponer
con una eficacia asombrosa el punto de vista de una mujer. Esta aptitud da
lugar a especulaciones de toda clase. Se le aprecian rasgos de carácter femenino,
miras femeninas, de travesti o de transexual en razón a su obsesión de
cortarse el pelo como las mujeres. Se atribuye al hecho de que su madre, cuando
era pequeño, rehusó largo tiempo de vestirle de chico y de cortarle el pelo.
Parece claramente que Hemingway tuvo dificultades para establecer relaciones
civilizados y duraderas con mujeres, salvo aquellas que le eran totalmente
sumisas. A la única mujer de su familia que ama es a su joven hermana Ursula,
a la que llamaba “mi adorable hermana Ura”, a la que adoraba, en efecto, y
era su esclava. En 1950, cuenta a un amigo que a su regreso de la guerra, en
1919, Ursula, que tenía entonces diecisiete años, adquirió la costumbre de
dormir en el tercer piso de la casa en la escalera que daba a su dormitorio.
“Ella se mantenía despierta hasta que yo llegase porque había oído decir que
era malo para un hombre beber solo. Tomaba una bebida ligera conmigo hasta
que me acostaba y dormía conmigo para que no estuviese solo. Manteníamos la
luz encendida. Permanecía despierta para apagarla en cuanto me dormía”.
Es posible que
él hubiese inventado esta historia para idealizar el comportamiento que una
mujer hubiera debido tener con él. Pero sea su relato verdadero o falso, lo
cierto es que no encontró nunca tal sumisión una su vida adulta. Sin embargo,
acerca de sus cuatro mujeres, tres fueron de un servilismo poco corriente
habida cuenta los criterios americanos del siglo XX. Pero no lo suficiente
para él. Gustaba de la variedad, del movimiento, del drama. Su primera mujer,
Hadley Richardson era rica y tenía ocho años más que él. Vivió de su dinero
hasta que sus libros se vendieron en abundancia. Hadley era una mujer
agradable, tolerante y seductora. Cuando estuvo encinta de Jack (“Bumby”, el
primer hijo de Hemingway, no tuvo ningún escrúpulo de cortejar a otras mujeres
en su presencia, principalmente a la célebre Lady Twysden, nacida Dorothy
Smurthwaite, su flirt de Montparnasse y la causa de su desavenencia con
Harld Loeb. Hemingway le da el nombre de Brett Ashley en El sol también se levanta. Hadley soporta esta humillación, y,
más tarde, su aventura con Pauline Pfeiffer, una muchacha delgada, sensual,
mucho más rica que ella. Su padre, un terrateniente, era uno de los más
grandes productores de cereales de Arkansas. Pauline se enamora de Hemingway
y termina por seducirle. Los amantes persuaden entonces a Hadley para hacer ménage a trois. Ella escribe, con amargura,
a Juan-les-Pins, en 1926: “Tres platos al desayuno, tres trajes de baño colgados
de un hilo, tres bicicletas”. Cuando este arreglo no les basta, el trío
estalla y empujan a Hadley a divorciarse. Ella acepta y escribe a Hemingway:
“Yo te he tenido por el mejor y por el peor (pienso)”. La generosidad de Hadley
encanta a Hemingway. El le dirige una carta repleta de adulaciones asquerosas:
“La mayor suerte que jamás tenga Bumby es que tú seas su madre… admiro tu
rectitud, tu cabeza, tu corazón, tus manos adorables y pido a Dios que te cure
del terrible golpe que te he dado, a ti, la mejor persona, la más verdadera,
la más adorable que he conocido”.
Hemingway
encuentra que Hadley se comporta con nobleza y es el único elemento de
sinceridad que se puede extraer de esta carta. Es porque, antes incluso de
casarse con Pauline, comienza a trenzar una corona de santidad. Pauline, de
su lado, anota el poco sentido práctico de Hadley. Promete no imitarla. Hemingway
será menos afortunado la próxima vez. Ella se sirve de su dinero personal para
hacerle la vida agradable, compra una bella propiedad en Florida, en Key West,
lo que permite a Hemingway iniciarse en la pesca de altura que le vuelve
loco. Pauline le da un primer hijo, Patrick, pero cuando le anuncia, en 1931,
que espera otro hijo (Gregory) su unión empieza a resquebrajarse. Hemingway
había cogido gusto a sus estancias en La Habana donde encontrado a Jane
Mason, una rubia veneciana, esposa del director de la Pan-American Airways
en Cuba, que tenía catorce años menos él. Jane era la heroína ideal de
Hemingway. Pero esta joven esbelta, bonita, deportista, amante de alternar en
los bares con los amigos de Hemingway y conducir coches deportivos a pleno
gas, era depresiva. Controlaba mal su vida complicada. Intenta suicidarse
pero resulta sólo dañada su espalda. Hemingway deja entonces de interesarse
por ella.
Pauline hace
esfuerzos desesperados por reconquistar a su marido. Le escribe que su padre
acababa de regalarle una fuerte suma de dinero. “No sé qué hacer con este sucio
dinero… Sólo tienes que decir una palabra. Pero no tomas a otra mujer. Tu Pauline
que te ama”. Ella hace construir una piscina en Key West y le escribe: “Me gustaría
que estuvieses aquí, que duermas en mi cama, que te sirvas de mi baño y que
bebas mi whisky… Papa querido, te ruego que vuelva a casa lo antes posible”.
Ella recurre a la cirugía estética: “Tengo una gran nariz, labios imperfectos,
orejas despegadas, verrugas y lunares”. Todo será reparado antes de mi
llegada a Cuba”. Tiñe sus negros cabellos en rubio dorado. Un verdadero desastres.
Pero su viaje a Cuba no consigue nada. Hemingway bautiza su barco con su nombre
pero no la quiere a ella a bordo. Había prevenido en Tener o no tener: “Cuanto mejor trates a un hombre, y cuanto más
le muestres que le amas, más rápidamente te dejará”. Y así lo piensa. Al igual
que cuando se siente culpable proyecta sus faltas sobre los otros, la hace
responsable del fracaso de su primer matrimonio. En suma, ella merecía todo
lo que le sucedía.
Aparece
entonces Martha Gelhorn, una periodista inteligente, apasionada, una mujer de
letras, formada en Bryn Mawr (como Hadley) y, como la mayor parte de las mujeres
de Hemingway, proviniente de la alta burguesía de Middle West. Martha era una
gran muchacha rubia con los ojos azules, y con unas piernas de una largura
espectacular. Tenía dieciocho años menos que él. Hemingway la encuentra en
diciembre de 1936, en un bar de Key West, el Sloppy Joe. El año siguiente la
invita a España. Ella va con él. La experiencia le abre los ojos. Comienza
por una mentira: “Sabía que vendrías, pero “hija”, fue porque me las arreglé
para que fuese eso así”. Ella sabía que todo era falso. Insiste en que cierre
la puerta de su dormitorio con llave por dentro, “para que ningún hombre fuese
a importunarla”. Ella descubre que, en la habitación de Hemingway en el
hotel Ambos Mundos, reinaba un desorden repulsivo y escribe más tarde: “Ernest
era extremadamente sucio… uno de los hombres más desaliñados que he conocido”.
Hemingway adoraba los sandwiches con cebolla, como su padre, y la variedad
local era particularmente fuerte. Se relamía, los regaba con lingotazos de
whisky que llevaba con él en un frasco de plata. Una mezcla memorable. Martha
era delicada y es poco probable que qu estuviera enamorada de él físicamente.
Siempre evitó tener de él un hijo. Más tarde adopta uno. (“Inútil hacer un
hijo cuando se puede comprar uno. Es lo que yo he hecho”) Se casa con Hemingway
porque él es un escritor célebre y porque deseaba ferozmente un porvenir
sólido para ella misma. Ella quizá cree que así podría impregnarse de su
carisma literario. Paulina lucha con todas sus fuerzas para retener a su
marido. Cuando comprende que le ha perdido, se acuerda de Hadley y de su mansedumbre.
Prefiere pelear, lo que no hace más retardar el divorcio. Antes incluso de
que sea sentenciado, Hemingway comienza ya a reprochar a Marta haber roto su
pareja. Sus amigos fueron testigos de la violencia de sus escenas, desde
el principio de sus relaciones.
Martha fue de
lejos la más inteligente y la más determinada de sus mujeres. Su matrimonio
no tenía muchas posibilidades de durar. Ella comienza a oponerse enérgicamente
a sus excesos en la bebida y a las brutalidades que la seguían. En 1942, al
volver de una fiesta en la que se había emborrachado, ella insiste en conducir
el coche. Pelean en el camino y él le da una bofetada. Ralentiza su Lincoln
gran lujo, lo deja bajo un árbol y le deja dentro. A ella le horrorizaba la
suciedad. Rehúsa vivir con la jauría de gatos salvajes en su casa de Cuba, que
apestaban a los que dejaba andar por encima de la mesa donde se comía. En
1943, aprovecha una de sus ausencias para castrarles. El no dejaba de rezongar:
“Ella ha castrado a mis gatos”. Ella le corrige su pronunciación francesa,
contesta sobre su competencia en vino francés y ridiculiza su Crook
Factory, insinuando con insistencia que mejor sería que se interesase por
la guerra más cerca de Europa de donde terminó marchándose. El firma un astuto
contrato con Collier’s, el periódico para el que trabaja Martha, a
él va y la pone loca de rabia. Termina reuniéndose con él en Londres en
1944, donde le encuentra en Dorchester en medio de su mugre habitual, con
botellas de whisky vacías sobre la cama.
Después de
ello, todo se viene abajo. Al volver de Cuba, la despierta en mitad de la noche
al acostarse completamente ebrio: “Me despierta en pleno sueño para gruñirme,
maltratarme, mofarse de mí. Mi crimen era haber estado en la guerra y no él.
Pero nunca lo explicó en estos términos. Me decía que yo estaba loca, que no
había buscado más que la excitación del peligro, que era una irresponsable,
una egoísta redomada. No paraba, y me veía insoportable y repulsiva”. Y la
amenazaba: “Voy a buscar a una mujer que me pertenezca y me deje ser el escritor
de la familia”. Escribe un poema obsceno que titula “La vagina de Martha Gelhorn”,
que compara con el gollete estrecho de una botella de agua caliente. “Iba
enloqueciendo de año en año”, se queja Martha. Ella asegura que llevaba una
vida de “esclava” con un brutal esclavista. Le deja. “Torturaba a Marty,
confirma Gregory. Ha terminado por destruir el amor que le profesaba y,
cuando parte, pretende que es ella quien le abandona”. Se separan por fin en
el año 1944. Como Martha había dejado el domicilio conyugal, Hemingway conserva
todo lo que pertenecía a su esposa, conforme a la ley cubana. “El error más
grande de mi vida es haberme casado con ella”. En una larga carta a Berenson,
enumera sus defectos, la acusa de adúltera (“una cachonda”), pretende que
pese a no haber visto en su vida un cadáver, ello no le había impedido ganar
más dinero escribiendo sobre las atrocidades de la guerra que ninguna otra
mujer en el mundo, después de Harriet Beecher Stowe. Todo falso.
Hemingway
soporta su cuarto y último matrimonio hasta su muerte. Es verdad que Mary
Welsh decide engancharse a él en cuanto llega. Era de otra clase social
distinta a las de las precedentes. Mary era hija de un leñador de Minnesota.
No se había hecho ninguna ilusión acerca del hombre con el que se esposa. En
París, en febrero de 1945, desde los comienzos de su relación, Hemingway se
emborracha en el Ritz, cae sobre la foto de su anterior marido, Noel Monks,
un periodista australiano, y la tira a la cubeta de las toilettes. Dispara a
la foto con su fusil submarino, le echa agua e inunda el lugar. Mary era periodista
en el Time. Ella no era una ambiciosa de altos vuelos como Martha, pero
era trabajadora y tenía olfato. Comprende que Hemingway quería una mujer
sierva y no una rival. Abandona completamente el periodismo para casarse con
él, lo que no evita sus sarcasmos. La llama la “Venus de bolsillo de Papá” y
cuenta cuántas veces le hace el amor. Confía al general Charles (“Buck”)
Lanham que después de un poco de paciencia era fácil calmar a Mary. Le bastaba
“irrigarla cuatro veces por la noche” (cuando, después de la muerte de Hemingway,
Lanham habla con Mary, ella suspira: “Si solamente eso hubiera sido verdad”)
Mary era una
mujer líder. Tenía puntos en común con la condesa Tolstoi, y su marido, en esa
época, era tan mundialmente conocido como él. Fusiles, ropa de caza, equipos
de camping de todas clases llevaban el nombre de este profeta de la virilidad,
de la ostentación y de la cogorza. Allá donde estuviera, en España, en Africa
y sobre todo en La Habana, un coro de compañeros y parásitos le escoltaba
por todas partes, como un circo ambulante. Sus cortesanos era tan
excéntricos como los de Tolstoi, de una moralidad más que dudosa, pero a su
manera también devotos. Antes de dejar Cuba, Mary anota una escena “muy divertida
y conmovedora”: Hemingway “acaba de leer en voz alta un pasaje de las Campanas
a un grupo de adultos medio analfabetos. Sus compañeros, que tiraban a los pichones
y pescaban con él, le escuchaban
absortos” Pero en realidad, la vida con Hemingway, habida cuenta sus costumbres
espantosas, era menos refinada que en Isnaia Poliana. Dure Shevlin, la mujer
de unos de sus numerosos amigos millonarios, describe el decorado cubano en
1947: el barco era poco confortable, pequeño y mugriento, la Finca estaba
llena de gatos errantes y le faltaba agua caliente. Hemingway, sin afeitar,
apestando a alcohol y a sudor, mascullaba groserías. Mary tenía mucho que
hacer para ocuparse de todo eso.
Mary tuvo que
sufrir a su vuelta humillaciones repetidas y a menudo deliberadas.
Hemingway adoraba la compañía de las mujeres, sobre todo si eran bonitas,
célebres y aduladoras. Estaba Marlen Dietrich, que cantaba para él en el
baño mientras se afeitaba, y Lauren Bacall (“Es Vd. Más grande aún de lo que
yo imaginaba”), Nancy “Slim” Hayward (“Querida, es Vd. Tan delgada y tan
bella”). Virginia “Jigee” Vertel, que formó parte de su tropa en el Ritz, en
París. Mary anota con tristeza: “He dejado la habitación de Jigee Vertel después
de una hora y media. Hemingway me había dicho “vuelvo en un minuto”. En Madrid,
tenía sus “putas de combate”, como las llamaba Mary. En La Habana, las “putas
a bordo del mar” a las que gustaba reunir en presencia de Mary, como hizo con
Dorothy Twysden ante la mirada triste de Hadley. Cuanto más envejecía, más
amaba a las jóvenes. Hemingway dice un día a Malcolm Cowley: “He besado a
tantas mujeres como he querido, e incluso a muchas que no quería. Espero
haberlas besado bien a todas”. Lo que estaba lejos de ser verdad y menos
después de la Segunda Guerra Mundial. En Venecia, se encapricha de una joven,
Adriana Ivancich, a la vez temible y patética, a la que hizo heroína de su
desastrosa novela de postguerra, Más allá del río y bajo los árboles
(1950). Adriana era glacial, snob e insensible. Quería el matrimonio o nada
y había (según Gregory, el hijo de Hemingway) "una madre con la nariz
ganchuda que la vigilaba constantemente”. Hemingway la recibe con su
prodigalidad acostumbrada y forman probablemente una de las parejas más
monstruosas en la historia de la literatura. Adriana tenía ambiciones
artísticas. Hemingway obliga a su editor a aceptar unas maquetas para dos cubiertas
de sus libros Más allá del río y el Viejo y el mar (1952), libro
que salva su reputación le vale el premio Nobel. Ambas sobrecubiertas
debieron volver a ser dibujadas. Adriana tildaba a May de “inculta”. Hemingway,
que admiraba la buena educación y las buenas maneras de la joven, se hace
eco de este juicio tratando a Mary de “hija de soldado” y de “recogedora de
basuras”.
Mary
debe soportar aún muchas otras humillaciones en el curso del útimo gran
safari de Hemingway, en el invierno de 1953-1954. Llega más mugriento que
nunca. Su tienda está llena de botellas de whisky vacías y de un batuburrillo
de ropa. Por misteriosas razones, adopta la imagen de un africano, se afeita
la cabeza, tiñe su vestimenta de rosa-naranja como la de los Massaïs y se
arma incluso con una lanza. Para rematarlo, se aparea con una Wakamba llamada
Debba, que según uno de los guardas, Denis Zaphira, “huele a basura”. Debba,
sus amigos y Hemingway hacen sus celebraciones en una tienda de campaña. En el
curso de uno de estos rituales, la cama se cae. Mary anota en su diario que lo
peor es “una conversación pesada, repetitiva, que rezongaba día y noche”.
Enseguida
la gran expedición es a España, en 1959. Toda la tropa de Hemingway hace el
viaje con noventa valijas, para asistir a la temproada de verano de corridas
de toros. Una adolescente de diecinueve años, Valerie Danby-Smith, hija de un
contratista de Dublin, periodista en prácticas d euna agenca de prensa belga
quiere entrevistar a Hemingway. Se enamora de ella, llegando incluso a
esposarse con ella. Hemingway reconoce que Mary era más apta para vigilar a un
viejo. “Ella traza el camino”. Pero se compromete a pagar a Valerie 250 libras
al mes. Esta se une a la tropa y viaja en el asiento delantero del coche para
que Hemingway pueda acariciarla a su gusto. Mary viaja detrás. Ella lo
tolera, sabiendo que Valerie era inofensiva. Engatusa a Hemingway, le hace
menos agresivo. Después de la muerte de su marido, continúa empleándola. (Se
casa enseguida con Gregory Hemingway). Pero hasta ahí, ella contribuye a
hacer el viaje “horrible, repugnante, miserable”.
¿Mary
sufre tanto como la condesa Tolstoi? Probablemente no. Mary aprende español,
se ocupa de su casa y participa en la mayor parte de sus justas deportivas.
Hemingway escribe un “informe sobre la situación” en el que enumera sus
cualidades “Es excelente en la pesca, tira bien, nada bien, hace buena cocina,
sabe escoger los vinos, sabe de jardinería… es capaz de manejar un barco o una
casa en español”. Pero no manifiesta compasión alguna hacia ella cuando se
hiere en el curso de una de sus expediciones, lo que le ocurría a menudo. Ella
experimenta un cambio típico de sus informes, un día en que una herida le
hace sufrir cruelmente: “Deberías esar tranquila.- Lo intento.-Los soldados
no hacen eso- No soy soldado”. Montan escenas estrepitosas en públcio y escenas
de una violencia espantosa en privado. Deja la máquina de escribir de Mary en
tierra, rompe un encendedor que a ella le gustaba, la pone de vino hasta la
cara, la trata de puta. Ella responde que incluso si él buscaba desembarazarse
de ella, ella no dejaría la casa. “Puedes intentar empujarme hasta el final,
hacer todo lo que te plazca para que me vaya, pero no lo conseguirás jamás…
poco importa lo que hagas o digas, e menos que me mates, lo que sería un
desorden, seguiría aquí y me mantendría en tu casa y en tu Finca hasta el día
que me dijeras sincera y directamente que quieres que me vaya”. El se guarda
bien de aceptar el desafío.
Los
hijos los matrimonios de Hemingway fueron testimonios silenciosos, a veces
terribles, de su vida conyugal. Mientras eran pequeños, fueron confiados a
nodrizas o sirvientas cuando Hemingway partía a correr mundo. Parece ser que
una nurse, Ada Stern, era lesbiana. A Bumby, el mayor, le compra su silencio
con bebidas, Patrick reza para que le envíe al diablo, Gregory, el más joven,
vivía con la terrible idea de que ella pudiera dejarles. Gregory escribe más
tarde un libro revelador y amargo sobre su padre. En California, tuvo pequeños
encuentros con la policía cuando era joven. Paulina, su madre, divorciada
desde hacía tiempo, telefonea a su padre (el 30 de setiembre de 1951) para
darle la novedad, busca un poco de consuelo y algunos consejos. El le responde
que ella era la única responsable: “Recuerda cómo has sido educada”. Disputan
de una manera terrible. Paulina pierde el control, “grita y maldice al
teléfono”. Esa noche se despierta con dolores internos terribles y muere al
día siguiente, a la edad de cincuenta y seis años, en la mesa de operación de
un tumor suprarenal. Podría decirse que el tumor se había agravado por el
choque emocional. Hemingway hace a su hijo responsable. El hijo acusa al padre
de la ira de su madre. “No son mis problemas sin gravedad lo que ha trastornado
a mi madre, sino el violento altercado que tiene con mi padre ocho horas antes
de su muerte”. Gregory anota en su diario: “Está bien la influencia de una
personalidad dominante cuando es saludable, pero cuando tiene reseca el alma,
¿cómo encontrar fuerzas para decirle que apesta?
A
decir verdad, Hemingway no estaba podrido hasta el alma. Era alcohólico. Ese
alcoholismo adquirió un lugar tan importante en su vida y en su trabajo como
la droga en la vida de Coleridge. Hemingway fue un caso clásico de progresión
del alcoholismo, provocado por un estado depresivo crónico profundamente
enraizado, quizá hereditario, que hizo que agravase su alcoholismo. Alcoholismo
y depresión eran al mismo tiempo causa y efecto. Dice un día a MacLeish: “El
problema es que toda mi vida, cuando todo va verdaderamente mal y bebo un
trago, todo empieza a ir mucho mejor”. Empieza a beber muy joven. En la adolescencia.
El herrero de la viudad, Jim Dilworth, le procura sidra en tarros. Su madre,
que se queja desde siempre que se convirtiera en alcohólico, anota este hábito
(es posible también que empezase a beber de manera inmoderada en su primer
gran disputa con Grace). En Italia, se pasa al vino y coge su primera borrachera
fuerte en el Club de los oficiales en Milan. Su herida y una historia de amor
desgraciado le precipitan a la bebida: en el hospital, síntoma de mal augurio,
encuentra su ropero lleno de botellas de coñac. En París, en los años 1920,
compra vino de Beaune por cajas enteras de la cooperativa vinícola. Enseña a
Scott Fitzgerald a beber el vino a gollete, lo que, a su decir, evoca a una
“joven que nada sin traje de baño”. En Nueva York, queda “en el caldo”, ebrio
de muerte durante “varios días” después de la firma de su contrato de El
sol también se levanta. Es probablemente su primera cogorza prolongada.
Se le atribuye la paternidad de la frase de moda en los años 1920 “Have a
drink” (beba una copa). Algunos, como Virgil Thomson, le acusan de ser más
bien un rácano y de ofrecer raras veces. Hemingway, por el contrario, tuvo
siempre tendencia a acusar a sus amigos de ser unos parásitos, de ello le reprocha
a Ken Tynan en Cuba en los años 1950.
A
Hemingway le gustaba sobre todo beber en compañía de mujeres cuya aprobación
de sus madres él obtenía. Hadley, con quien bebe a menudo, le escribe: “Sabes
que espero el día que me dijiste me venerarías por mi modo de beber”. Jane
Mason, su bonita compañía de los años 1930 en La Habana juega el mismo papel
desastroso. Con ella bebe ginebra, seguida de champagne y de grandes pots
helados de daiquiri. Fue en Cuba donde se pone a beber sin control a lo largo
de una década. Un barman de La Habna afirma no haber visto a nadie “beber
tanto Martini como él”. Estando con sju amigo Thorwald Sánchez, el alcohol le
vuelve violento. Tira su ropa por la ventana y rompe una preciosa serie de
vasos de Baccarat. La mujer de Sánchez, tremendamente enfadada, se pone a
gritar y suplica al maître del hotel que le encierre. Después de un safari, se
le ve deslizarse fuera de la tienda de campaña para beber. Su hermano Leicester
recuerda que a finales de los años 1930, en Key West, bebe diescisiete whiskies
con soda por día y se lleva consigo a menudo una botella de champagne a la
cama. En este periodo de su vida, su hígado le hace sufrir cruelmente por
primera vez. Su médico le ordena renunciar completamente al alcohol. El se
esfuerza realmente a limitarse a tres whiskies antes de la comida. Pero sus
esfuerzos no duran mucho. En el curso de la Segunda Guerra Mundial, su consumo
aumenta sin parar y en los años 1950, sustituye su taza de té del desayuno,
con ginebra. Hotchner, que le entrevista por el Cosmopolitan en 1948,
cuenta que engulle siete Papa-Dobles (una bebida de La Habana bautizada con su
nombre, una mezcla de ron, de jugo de pomelo y de marrasquino). Cuando lo
deja para ir a comer, lleva un octavo para beberlo mientras conduce su coche.
Afirma haber consumido dieciséis en una noche. Presume ante su editor de haber
empezado la tarde con una botella de vino seguido de vodkas en serie, después
de haberse “atiborrado de whiskyies con soda hasta las tres de la mañana”. En
Cuba, sus aperitivos antes de la comida consistían generalmente en ron. En
Europa, bebe Martini. A principios de los años 1950, yo mismo le he visto
bajar las escaleras del D^me, en Montparnasse de seis en seis. En público, su
modo de beber comportaba un factor de bravuconería. Al desayuno, empezaba el
día con ginebra, champagne y whisky luego elaboraba un brebaje llamado
“muerte en el Gulf Stream”, compuesto de de un gran vaso de ginebra holandés y
jugo de limón, otra de sus invenciones. Pero bebe sobre todo whisky. Según su
hijo Patrick, consume un cuarto de botella de whisky al día durante los últimos
veinte años de su vida.
Hemingway
está ligado al alcohol de una manera reseñabe. Lilian Ross, que había
escrito su perfil para el New Yorker no destaca que estaba ebrio la
mayor parte del tiempo. Según Denis Zaphiro, en su último safari, es probable
que bebiese la mayor parte del tiempo “pero es cierto que apenas se notó”.
Demuestra también que es capaz de abstenerse e incluso de suspender sus
borracheras durante breves períodos, pero para permitirse seguir. Los efectos
de su alcoholismo crónico, a despecho de su fuerza física, fueron sin embargo
inexorables y la cusa de un número extraordinario de accidentes. Walter Benjamin
da un día una definición del intelectual (como él): “Un hombre con gafas
sobre la nariz y el otoño en el corazón” Hemingway tenía ciertamente el
otoño en el corazón —y a menudo la mitad del invierno— pero se quita las
gafas tanto tiempo como puede, a pesar de la debilidad de su ojo izquierdo que
hereda de su madre (ella rehúsa también llevar gafas por coquetería).
Por
todo ello y sin duda también a causa de lo desmañado de su corpulencia,
acumula una serie impresionante de accidentes toda su vida. De niño, se golpea
con un bastón en la boca y se rompe las amígdalas. Se clava un anzuelo en la
espalda. Recibe golpes jugando al fútbol y practicando boxeo. En 1918 es herido
en la guerra y se corta el puño al pasar a través de una vitrina. Dos años
después se corta en un pie al pisar un trozo de vaso roto y se provoca una
hemorragia interna al caer sobre un pestillo del barco. Se quema al
derramársele una hervidora (1922), se rasga un ligamento del pie (1925). Su
hijo le hace una cortadura en la pupila de su ojo bueno (1927). En 1928, en
primavera, tiene el primero y más grave accidente consecuencia del alcohol.
Tira de la cadena de la cisterna del agua y le cae sobre la cabeza la lámpara
de cristal, lo que le vale una conmoción y nueve puntos de sutura. Sufre un
desgarro muscular en la ingle en 1929, se daña el índice golpeando un
puching-ball, recibe la coz de un caballo, se rompe un brazo en un accidente
de coche (1930), sufre un tirón en una pierna tratando de sujetar, borracho,
el aparejo que sostiene un tiburón (1935). Se rompe el dedo gordo del pie en
una puerta cerrada, hace añicos un espejo con el pie, daña la pupila de su
otro ojo (el más débil) en 1938. Sufre dos conmociones en 1944 al chocar su coche contra una cisterna,
por la noche. Es proyectado desde una moto cayendo a un foso. En 1945, insiste
en llevar a Mary al aeropuerto de Chicago, derrapa, cae a una rambla, se
rompe tres costillas y la rótula, y clava la frente (Mary pasa a través del
parabrisas). En 1929 es seriamente herido jugando con un león. En 1950 se cae
de su barco, se hace un corte en la cabeza y en la pierna, se secciona una
arteria y sufre su quinta conmoción cerebral. En 1953 se aplasta la espalda
al caer de su coche, y ese mismo invierno sufre una serie de accidentes en
Africa: quemaduras de mal cariz al prender fuego a unas malezas estando
ebrio, después, dos accidentes de avión que le ocasionan otra conmoción, una
fractura de cráneo, dos desplazamientos de las vértebras, dos lesiones internas,
una inflamación del hígado, del bazo, de los riñones, quemaduras y una
parálisis de los músculos del esfínter. Estos accidentes, seguidos
generalmente de una “cogorza” continuaron hasta su muerte: se rompe los ligamentos,
se aplasta un tobillo escalando una empalizada (1958). Después, otro accidente
de coche en 1959.
A
pesar de su fuerza física, su alcoholismo tiene un impacto directo sobre su
salud, que se dteriora desde 1930 con la aparición de crisis de hígado. En
1949, va a hacer ski a Cortina d’Ampezzo. Una mota de polvo va a parar a su
ojo. Este minúsculo accidente combinado con sus excesos de bebida desencadena
un caso grave de erisipela. Diez años más tarde aún conserva las placas rojas
sobre la nariz y alrededor de la boca. Entretanto, sus últimas grandes
borracheras en España (1959) le causan trastornos renales y hepáticos, y
probablemente una hemocromatosis (cirrosis, oscurecimiento de la piel y diabetes),
un edema en los tovillos, insomnio crónico, callos en la sangre, uremia y
trastornos cutáneos. Se vuelve impotente y senil prematuramente. Su última y
triste foto, a punto de marchar de la casa que había comprado en Idaho, habla
por sí misma. Pero todavía estaba en pie y ivo. Pero su estado se vuelve
insoportable. Su padre se había suicidado por miedo a una enfermedad mortal.
Hemingway temía en cambio que la suya no lo fuese. El 2 de julio de 1961,
después de diversos tratamientos para intentar curar su depresión y su paranoia,
coge su mejor fusil inglés de cañón doble, introduce dos balas dentro y se hace
saltar la tapa de los sesos.
¿Por
qué Hemongway deseaba tanto morir? El hecho no es raro entre escritores. Evelyn
Waugh, un escritor inglés contemporáneo de una estatura comparable a la suya,
como él pide la muerte. Pero Waugh no es un intelectual. El no piensa en
reformar las leyes de la vida en su cabeza. Se suma a la disciplina tradicional
de su Iglesia y se extingue de muerte natural cinco años después. Hemingway
crea su propio código, basado en el honor, la verdad, la lealtad. Traiciona a
los tres y los tres le traicionan a él. En lo más profundo de él, siente quizá
también que ha traicionado a su arte. Hemingway tuvo muchos defectos graves.
Pero la integridad artística jamás le faltó. Brilló como un faro toda su vida.
Se asigna la tarea de crear una nueva manera de escribir en inglés en sus
novelas y lo consigue. Fue un acontecimiento en la historia de esta lengua,
de la que Hemingway formaba parte, en el presente, de manera indisoluble.
Consagra a esa idea los inmensos recursos de su talento creativo. Se rinde
cuenta a sí mismo a mitad de los años 1930, lo que se junta con su angustia
acostumbrada. Algunas de sus novelas de éxito fueron accidentes en el
recorrido de su larga pendiente hacia la depresión. Si Hemingway hubiera sido
menos artista, el hombre que había en él hubiera vivido menos preocupado.
Hubiera escrito novelas de calidad media, como lo hicieron muchos otros
escritores. Pero la simple idea de no escribir mejor se le hacía
insoportable. Buscaba entonces ayuda en el alcohol durante sus horas de
trabajo. En los años 1920, se le ve primero escribir con un vaso de ron Sanit
James ante él. Esta práctica, rara al principio, se hace intermitente y después
invariable. Veinte años más tarde, se levanta a las cuatro y media de la
mañana y “comienza generalmente a beber directamente alcohol antes de ponerse
a escribir con un lápiz en una mano y un vaso en la otra”. El resultado, sin
duda, era desastroso. Un editor experimentado descubre siempre los pasajes
escritos bajo la influencia del alcohol, sea cual fuere el talento del autor.
Y Hemingway empieza a producir una gran cantidad de escritos impublicables
o al menos un material inferior al criterio mínimo que se había fijado. Un
cierto número de trabajos fueron publicados a pesar de todo. Fueron juzgados
inferiores o como parodias de sus obras precedentes. Hay una o dos
excepciones, principalmente El viejo y el mar que por lo demás
incorpora una cierta parodia de sí mismo. Pero el nivel general baja. Hemingway
fue consciente de su incapacidad para restaurar su genio, y aún más de desarrollarlo.
Los ciclos de depresión y de borracheras de aceleraron y el hombre es asesinado
por su arte. Su vida es una lección que todos los escritores deberían aprender:
el arte no basta.
Gregory
Hemingway, hijo menor de Ernest Hemingway, falleció de causas naturales en una
prisión del condado de Miami-Dade, confirmó la policía. Gregory, de 69 años,
que a menudo se vestía de mujer y usaba el nombre de Gloria, fue encontrado
muerto en una celda privada del Centro de Detenciones para Mujeres de
Miami-Dade la madrugada del lunes, añadió el informe de las autoridades. La
policía de la comunidad de Cayo Vizcaíno había arrestado a Hemingway cinco
días antes por 'exposición indecente', después de que un vigilante de
parques denunciara que un hombre desnudo caminaba por el bulevar de Crandon a
poca distancia de un parque nacional que se encuentra en ese sector y en
medio de un área poblada. Según el portavoz de la policía de Miami-Dade, Juan
del Castillo, la muerte se debió a causas naturales, ya que la autopsia
indicaba hipertensión y deficiencias cardiovasculares. Gregory Hemingway,
el más joven de los tres hijos del famoso escritor estadounidense, que se
suicidó en 1961, escribió en 1976 un libro sobre su padre, Papa: a
personal memoir, en el que da cuenta de sus tempestuosas relaciones con
él. En 1995, tras divorciarse de la última de sus cuatro esposas, Ida Galliher
-antes estuvo casado con Valerie Danby-Smith, la secretaria de su padre durante
sus últimos años de vida-, viajó a Cuba para dictar una conferencia sobre su
progenitor y visitar la finca Vigía, en la que el escritor vivió 20 años. En
1951, a raíz de la muerte de Pauline, la madre de Gregory, Ernest Hemingway
acusó a su hijo de contribuir a la muerte con su partida a California. Según Hemingway:
a biography, de Jeffrey Meyers, Gregory era un bebedor que no podía
conservar un trabajo y que tuvo una niñez problemática. El libro añade además
que el autor de El viejo y el mar dijo a su esposa que Gregory poseía
'el lado más oscuro de la familia, a excepción del mío'.- (EL PAIS 5 de Octubre
de 2001)
7.
BRECHT, UN CORAZON DE HIELO
Todo aquel que quiere otear el espíritu de los hombres
sabe, que el teatro es el mejor medio de conseguirlo. El 7 de febrero de 1601,
con motivo de la revuelta fomentada por el conde de Essex en Londres, los
conjurados obligan a la troupe de Shakespeare a dar una representación
especial, no censurada, de Ricardo III, una pieza juzgada subversiva
frente a la monarquía. Los jesuitas, a la cabeza de la Contra Reforma, sitúan
el arte dramático en el corazón de su propaganda fidei. Los primeros
intelectuales laicos fueron también conscientes de la importancia de la escena.
Voltaire escribe para ella y Rousseau emplea su peligroso talento en la escena
con el fin de corromper la moral pública. Victor Hugo la utiliza para destronar
a los últimos Borbones. Byron dedica una fuerte dosis de sus energías en
escribir tragedias en verso. Marx trabaja en una pieza de teatro. Ibsen utiliza
la escena con un éxito asombroso para conmover la hipocresía de la sociedad.
Bertold Brecht fue su sucesor natural. Creador del teatro moderno de la
propaganda, explota brillantemente una institución cultural del siglo XX: el
teatro subvencionado por el Estado. Y después de su muerte se convierte
probablemente, entre 1960 y 1970, en el autor más influyente del mundo. Brecht
fue en vida un personaje misterioso y después aún más. Fue una elección
deliberada por su parte y por la del partido comunista al que sirvió fielmente
durante treinta años. Brecht, por numerosas razones, prefirió focalizar la
atención del público sobre su obra antes que sobre su vida personal. El partido
comunista no permitió que sus orígenes, su pasado o su modo de vida fuesen
indagados. Su biografía comporta pues numerosas lagunas, aunque en líneas
generales sea relativamente clara. Nace el 10 de febrero de 1898 en la triste y
respetable ciudad de Augsbourg, situada a unos sesenta kilómetros de Munich.
Contrariamente a la versión comunista, él no era de origen campesino. Sus
ascendientes, por ambos lados, eran burgueses sólidamente establecidos desde el
siglo XVI (propietarios de terrenos, médicos, maestros de escuela, y después jefes de estación y hombres de
negocios). Su madre era hija de un funcionario y su padre director de ventas de
una fábrica de papel de Augsbourg. Su hermano más joven, Walter, entra
enseguida en el negocio, después se hace profesor y enseña la fabricación del
papel en el Colegio Técnico de Darmstadt. Bertold, de una constitución
delicada, sufre insuficiencia cardiaca. Es el favorito de su madre (como en el
caso de numerosos intelectuales famosos). Las exigencias de su hijo, decía
ella, eran de tal intensidad que nunca pudo rehusarlas. A edad adulta, apenas
se interesa por su familia, habla raras veces de su padre y está lejos de
dispensar a su madre el afecto que ella le profesa. Cuando muere ella en 1920,
el día después, invita a amigos ruidosos a su casa. “Todos los demás miembros
de la familia estaban mudos de tristeza”, dice su hermano. Brecht deja la
ciudad la víspera de los funerales. “Yo debía estar completamente chalado”, se
reprocha más adelante en uno de sus raros momentos de arrepentimiento. La
leyenda dice que Brecht repudia su religión en la escuela, quema públicamente
su Biblia y su catecismo y es expulsado por sus opiniones pacifistas. En
realidad, en esta época, sus poemas eran más bien patrióticos y, sobre su
expulsión, no es en razón de su pacifismo sino por haber copiado un examen.
Antes de la guerra de 1914, forma parte de esa juventud alemana amante de la
guitarra, de ideología anti ciudadana y apasionada por la naturaleza. La mayor
parte de sus contemporáneos pertenecientes a la clase media fueron movilizados
y parten directamente al frente para hacerse matar. Los que sobreviven se hacen
nazis. Brecht no fue objetor de conciencia. Por sus problemas cardiacos es
exento y se hace auxiliar médico (había iniciado estudios de medicina en la
universidad de Munich). Más tarde Brecht hace un relato terrorífico de la
carnicería de la que habría sido testigo en los hospitales militares: “Cuando
el médico me ordenaba: ¡Brecht! ¡Amputa esa pierna! Yo respondía: Bien, Su
Excelencia, y cortaba la pierna. Si me decía que practicase una trepanación, yo
habría el cráneo del hombre y arreglaba su cerebro. He visto cómo nada más
curados los soldados eran reenviados al frente lo más rápido posible. En realidad
Brecht no fue movilizado hasta octubre de 1918. En esa fecha, los combates
habían terminado prácticamente y su trabajo consistía sobre todo en aliviar
enfermedades venéreas. Miente igualmente cuando pretende (el día que acepta el
premio Stalin de la paz) que se incorpora sobre la marcha a la República
comunista bávara en noviembre de 1918 para servir de delegado de los soldados.
Brecht da a menudo diversas versiones de sus actividades. Pero no fue con
seguridad un héroe, ni en esa época ni después. Es a partir de 1919 cuando
Brecht construye su personalidad literaria: al principio es un crítico temible,
conocido por su rudeza y crueldad. Después se consagra al teatro, y echa mano a
su guitarra y su habilidad para escribir canciones (su talento poético es la
expresión de lo más puro y mejor de él). Estaba bien dotado para cantar con una
voz alta bien timbrada, curiosamente hipnótica, y un poco como la de Paul
McCartney de los años 1960. En 1920 los teatros alemanes se bañaban en un clima
casi revolucionario y Brecht sabe aprovecharlo. Consigue su primer éxito con Spartakus,
rebautizado al poco tiempo como Tambores en la noche (1922) y gana el
premio Kleist dedicado al mejor autor joven dramático. La extrema derecha clama
por el escándalo. Brecht es por consiguiente, en esta ocasión, más oportunista
que idealista. Quería llamar la atención sobre su persona y lo consigue. Como
sobre todo lo que busca es brillar, denuncia el capitalismo y las instituciones
burguesas. Ataca al ejército, hace apología de la cobardía y la práctica.
Keuner, el héroe autobiográfico de su célebre novela Medidas contra la
violencia, es un cobarde completo. Walter Benjamin, su amigo, se da cuenta
más tarde de que la cobardía y el espíritu de destrucción eran los rasgos de
carácter más sobresalientes en Brecht. Gustaba también de que sus obras fuesen
piedra de escándalo y objeto de polémica. La pieza ideal para él, la que le
hubiera gustado escribir, debía provocar los abucheos de la mitad del público y
las frenéticas aclamaciones de la otra mitad. El teatro tradicional, basado en
una estética elaborada, a duras penas le interesaba. Despreciaba a los
intelectuales tradicionales, académicos o románticos.
Brecht inventa un nuevo modelo intelectual en la línea
de Rousseau y Byron. Es el prototipo del género desabrido, duro, sin corazón,
cínico, mitad gángster mitad deportivo. Como a Byron, le gustaban los
boxeadores profesionales. Busca instalar en el teatro una atmósfera bullanguera
e impregnada del sudor de los estadios. En 1926, con motivo de un concurso de
poesía, es encargado de decidir el premio. Desentendiéndose de los
cuatrocientos poemas enviados por poetas, concede el premio a unos versos
¡entresacados de una revista de ciclismo! Brecht rechaza de la misma manera la
tradición musical austro-alemana en favor de los sonidos repetitivos,
metálicos. Se descubre un cierto parentesco de espíritu con el músico judío
Kurt Weill con el que colabora. Quiere mostrar la escena tal como es con su
esqueleto y la máquina de ilusión que hay detrás: ahí estaba la nueva forma de
la verdad. La maquinaria, los hombres que la manipulan, los ingenieros le
fascinan. Él mismo se convierte en manipulador y en ingeniero de cerebros. Así
es cómo Lion Feuchtwanger le pinta en su novela Erfolg bajo los rasgos del
técnico Kapar Proechl, al que un protagonista le dice: “Os faltan los órganos
humanos más importantes: los del placer y un corazón amante”.
En el curso de
los años 1920, el comportamiento y las actividades de Brecht ponen de
manifiesto su genio para la publicidad. Comparte este don con Hemingway, que es
prácticamente
contemporáneo suyo. Al igual que él, cambia de
indumentaria. La de Hemingway permanece de todos modos con factura americana,
esencialmente deportiva. Brecht, que admira en secreto a Hemingway, se enfada
mucho cuando le dicen que copiaba las ideas de Papa". Sin embargo, a lo
largo de estos años, Brecht no oculta su admiración hacia los Estados Unidos.
Esto ocurre, además, en una época durante la que la intelligentsia europea acepta manifestarse pro-americano. Brecht se
sentía atraido por los gángsters y campeones del
otro lado del Atlántico. En 1926, escribe un poema sobre el combate de boxeo
Dempsey-Tunney. Ciertos detalles de la vestimenta de Brecht se inspiraban en la
moda en los Estados Unidos. Otros en cambio son netamente europeos o rusos. La
casaca de cuero y el sombrero son de las juventudes violentas de la Checa, la
policía formada por Lenin
desde 1918. Brecht añade detalles de su cosecha, la
corbata de cuero y el chaleco de tela a manchas. Quería tener el aspecto de un
estudiante y un obrero a la vez de manera extremadamente elegante. Esto le
valió comentarios de diversa factura. Sus enemigos pretendían que llevaba
camisas de seda bajo la ropa de cuero de proletario. Carl Zuckmayer encuentra
en él un aire de “camionero vestido de jesuita”. Perfila
su estilo personal inventándose una nueva manera de peinarse, los cabellos
aplastados sobre la frente, no se afeita más que cada tres días, ni uno más, ni
uno menos. Estos toques personales son largamente imitados durante veinte,
cuarenta e incluso cincuenta años más tarde por los jóvenes intelectuales.
Copian también
sus gafas austeras, con aros de metal. A Brecht le gustaban de metal gris, su
color preferido. Escribe también en una suerte de papel-tela gris.
Cuando se hace célebre hace imprimir Versuche (bocetos) de
sus piezas de teatro en gris, envueltos en cuadernos de tapas sombreadas como
los libros escolares de texto. Esta forma de promoción personal, muy eficaz, es
igualmente imitada más adelante. Su coche, un Steyre descapotable, era
gris. Lo había conseguido gratis a cambio de mensajes publicitarios para la
radio. Brecht tenía un talento notable para la representación visual. En este
aspecto, los alemanes fueron los mejores del mundo a lo largo de los años 20.
Casi en la misma época, Hitler hace diseñar los suntuosos
uniformes del partido nazi y de las SS, e inventa lo que, más tarde, se llamará “el
sentido de la luz”.
La ascensión de Hitler es uno de los factores que
determinan a Brecht a adoptar una posición política. Lee El Capital
en 1926, y se enrola inmediatamente en el partido comunista. Pero según Ruth
Fischer, una responsable del PC alemán y hermana de su amigo y compositor Hanns
Eisler, no es admitido plenamente en el partido hasta 1930.
El año 1926 marca también el principio
de su colaboración con Weill. En 1928 producen juntos Opera de cuatro
cuartos que es representada por primera vez el 31 de agosto y un triunfo
inmediato en Alemania y después en el mundo entero. Esta pieza es un
ejemplo típico del modo de trabajar de Brecht. La idea madre proviene de La
Opera de los mendigos, de Gay. Pasajes enteros del texto son buenamente
copiados en la traducción de François Villon de K.L. Ammers (el cual
protesta y percibe una parte de los royalties). El éxito de esta
obra es debido, en gran parte, a la música muy original y fácil de retener de
Kurt Weill. Pero Brecht se arroga casi todos los derechos de este éxito, y cuando
deja de brillar junto a Weill, espeta despectivamente: “!Es un falso Richard Strauss! ¡Yo
le haría bajar las escaleras a puntapiés!”.
A Brecht se le
ha atribuido el éxito gracias a su sentido para las
relaciones públicas. En 1930, Pabst compra los derechos de la Opera de
cuatro cuartos para hacer una película. Pero rehúsa el guión de Brecht
cuando ve que ha cambiado la intriga del argumento por una orientación más
comunista. Al no ceder Brecht, el caso es llevado a los tribunales en octubre.
Aprovecha para hacer de este asunto un escándalo minuciosamente orquestado para
provecho de los periódicos. El asunto se presenta bastante mal para él porque Pabst
había comprado la versión original y no su nueva versión marxista. Brecht
consigue arrancar un contrato asombroso sencillamente abandonando lo que
perseguía. Aprovecha también para hacer comparecer a los mártires,
los artistas íntegros brutalizados por el sistema capitalista. Hace publicar su
propio guión, precedido de una introducción en la que recalca el rigor de la
moral marxista: “La
justicia, la libertad, la fuerza de carácter, favorecen los procesos de
producción”. Brecht tenía
el tic de defender sus intereses personales fingiendo ponerse al servicio del
público.
En 1930, después de su
inscripción en el PC, se convierte en la estrella del partido, lo que
acrecienta su celebridad y le reporta todas las ventajas logísticas de esa
pujante institución. El partido comunista alemán, mucho más indulgente en el ámbito artístico,
encuentra ciertas obras, como Grandeza y decadencia de la ciudad de
Mahagonny, un poco ligeras y poco ortodoxas. Esta pieza de teatro
desencadena sin embargo polémica, peleas y manifestaciones
organizadas por los nazis. Pero Brecht se muestra dócil, se somete a la
disciplina del partido, asiste a reuniones del Colegio de los trabajadores de
Berlín y a conferencias sobre marxismo-leninismo. Hegeliano convencido, tenía,
como Marx, el espíritu muy alemán, amaba el mundo mental de la dialéctica y
encontraba fascinantes sus ejercicios intelectuales. Su primera creación realmente marxista, La Decisión,
data del verano de 1930 y su adaptación de La Madre
de Gorki fue representada en Alemania en todas las salas controladas por el PC.
Escribe para films de propaganda y pone a punto con Weill (que nunca fue un
ferviente marxista) la nueva expresión artística llamada la Schulopern (escuela de ópera o de teatro didáctico). Su
objetivo no era (como él proclama) contribuir a la educación
política del público,
sino hacer un coro bien orquestadoa imagen de las locuras de Nuremberg. Los
actores se convierten en instrumentos políticos, comediantes-robots más que
artistas y personajes de símbolos que participen en un ritual preciso. Esta
forma de arte descansa sobre la perfección de la puesta en escena y, en este
aspecto, Brecht fue excelente. Su fin político era claro y él lo persigue
durante decenios. En China, la esposa de Mao Tsé-toung lleva
este estilo a su apogeo con las siniestras óperas de la Revolución cultural de
los años 1960. Brecht inventa igualmente el teatro-proceso (de brujas, de
Sócrates, de Galileo, de la prohibición del periódico de Marx,
etc) que enriquece el repertorio de propaganda de la izquierda. Esas piezas nos
remiten esporádicamente a los tiempos de Russell y su Tribunal de crímenes de
guerra en Vietnam. Numerosos descubrimientos de Brecht (maquillajes blancos,
esqueletos, féretros...) todavía están de moda
en los teatros callejeros, en los desfiles y en las manifestaciones.
Brecht emplea
bien otros medios para no hacerse olvidar del público. Se hace fotografiar en
tren escribiendo poemas en medio de una caterva de obreros, para demostrar que
la era del romanticismo y del individualismo político habían pasado, y que la
poesía era actualmente una actividad colectiva y proletaria. Adopta
voluntariamente la autocrítica marxista, presente en su trabajo de escuela El
que dice sí, de la escuela Karl-Marx controlada por los comunistas, e
invita a los estudiantes a hacer comentarios a fin de retocar su texto al
abrigo de sus sugerencias. Después de conseguida
la publicidad que desea, vuelve tranquilamente a la versión original. Pero
cuando una pieza teatral fracasa, se apresura a precisar que su aportación
personal ha sido mínima. En 1933, la ascensión al poder de Hitler pone fin
brutalmente a esta bella carrera. Brecht abandona Alemania al día siguiente del
incendio del Reichstag. Los años 1930 son difíciles para él. Como no tenía
ninguna intención de jugar a los mártires, trata de instalarse en Viena, pero
la atmósfera pro alemana de la ciudad le causa horror y parte para Dinamarca.
Rechaza enseguida la idea de ir a combatir a España. Prefiere ir a Moscú donde
se hace co-redactor jefe (con Feuchtwanger y Willi Bredel) del diario Das Wort publicado en
Rusia. Esta es su única renta estable. Pero considerando con razón que Rusia
era un país peligroso para él, no vuelve a permanecer allí más que
algunos días seguidos.
Desde 1933 á 1938, sus escritos son esencialmente
políticos. Al final de
esta década,
comienza a producir obras de calidad: Galileo Galilei (1937), El
proceso de Lucullus (1938), La Buena Alma de Se-tchouan
(1938-1940) y Madre Coraje (1939). Escribe La Irresistible Ascensión
de Arturo Ui, una pieza en la que Hitler aparece bajo los rasgos de un
gángster de Chicago. En 1939, con la declaración de la guerra, considera que
Dinamarca era demasiado peligrosa y parte para Suecia, y desde allí a
Finlandia. Cuando puede conseguir un visado americano, atraviesa Rusia y el
Pacífico para desembarcar en California, hasta llegar a Hollywood, en 1941.
Brecht conocía
ya América,
donde no había tenido éxito salvo entre los círculos de la
izquierda. Su estampa de juventud palidece muy deprisa. Brecht se pude decir
que odiaba la realidad. Como no había ido a trabajar dentro de ese sistema, ni
en los estudios hollywoodenses, se siente decepcionado envidiando a otros
emigrantes que triunfaban (Peter Lorre fue una excepción para él). A nadie le gustan sus escenarios y
sus proyectos se esfuman por completo. En 1944-1945, W.H. Auden trabaja con él en una versión
inglesa del Círculo de tiza caucasiana. Colaboran también en una
adaptación de La
Duquesa de Malfi. Pero esta versión, que tiene un
triunfo inesperado en Londres, es despojada del texto original, y no es citado
siquiera el nombre de Brecht. Una producción de Galileo
con el gran Charles Laughton es un fracaso. En Hollywood y en Broadway, Brecht
no comprende nada del mercado americano y tampoco hace nada por adaptarse. En
el teatro, no soporta la autoridad de nadie.
Brecht entiende
que su teatro no podría imponerse más que en condiciones ideales de trabajo en
las que él
tuviese autoridad absoluta. Estaba ya maduro para su pacto “fáustico”. El 30 de octubre de 1947, una convocatoria ante un
comité encargado
de la represión de actividades antiamericanas precipita su decisión. La
comisión encargada de interrogar acera de la subversión comunista en Hollywood
ha encontrado a Brecht y a otras 19 personas sospechosas de ser “testigos hostiles” potenciales.
Todos deciden no
responder a las preguntas concernientes a su pertenencia al partido comunista y
son inculpadas de ultraje al tribunal. Diez acusados son condenados a un año de
prisión. Pero Brecht no tenía intención de pudrirse en una prisión de los
Estados Unidos. Cuando se le pregunta si estaba inscrito en el partido,
responde resueltamente: ¡”No, no, no, jamás”! Después, en el
transcurso del interrogatorio vuelve a la farsa. Su intérprete, David
Baumgardt, bibliotecario del Congreso, tenía un acento todavía más atroz que el
de Brecht y el presidente Parnell Thomas, furioso, grita: “Comprendo peor al intérprete que al
testigo”. Brecht comprende que es preferible mentir hábilmente y no quejarse
cuando Parnell le pregunta: ¿“Vuestros escritos no están fundados en la
filosofía de Lenin y de Marx?” “No, responde Brecht, pienso que eso no es
totalmente exacto. Algunos he debido estudiarlos, como todo autor dramático que
escribe sobre asuntos históricos debe hacer”. Cuando es interrogado a propósito
de sus canciones aparecidas en un libro titulado Cantos del partido
comunista, Brecht responde que las traducciones estaban repletas de
contrasentidos y que él no había sido consultado. Su plan,
manifiestamente, es hacer acto de sumisión: “Mis
actividades (...) han sido siempre puramente literarias y de naturaleza
estrictamente independiente”. Miente con convicción, es tan
puntilloso, está tan atento a corregir el menor error y
parece tan deseoso de ayudar al Comité con todas sus
fuerzas, que se le agradece públicamente su testimonio excepcional cooperativo.
Los demás inculpados,
confundidos por su habilidad en envolver al Comité, terminan
aceptando responder a las preguntas. Queda como héroe de la
izquierda, vuelve indemne a Europa y presume ante la prensa: “Cuando se me acusa de querer volar el Empire State, me pareció que
era el momento de partir”.
Brecht se
instala en Suiza. Comienza observando minuciosamente la escena europea antes de
decidir la orientación de su futura carrera e inventa un nuevo uniforme, un “ropa de trabajador” de buen corte, gris,
provista de gorra gris. Muy bien informado por sus contactos con el partido
comunista, se produce un hecho de capital importancia para él: la emergencia
en Alemania del Este de un régimen títere
que lucha por hacerse reconocer en el plano político y, aún más, en el
cultural. Una personalidad importante del mundo literario podía contribuir a
dotarle de prestigio y legitimidad. Brecht era el ideal. En octubre de 1948 es
recibido oficialmente, asiste a una recepción dada en su honor por la
Kulturbund del PC. Wilhelm Pieck, el futuro presidente del país, se sienta en
la mesa a su lado. El coronel Tupanov, comisario político soviético, al otro. Cuando le pide a Brecht
que pronuncie un discurso a quienes iban a escucharle, recurre a una
estratagema que le proporciona todos los beneplácitos y añade una nota de
modestia teatral a su intervención. Aprieta simplemente la mano de los dos
hombres sentados a su lado. Tres meses más tarde, una suntuosa representación
generosamente subvencionada de Madre Coraje ve la luz en el Berlín Este.
Supone un triunfo. Los críticos de toda Europa se apresuran a ver la obra de
teatro, lo que decide a Brecht hacer de la Alemania del Este el cuartel general
de sus operaciones teatrales.
Pero su plan era
más sofisticado aún.
Descubre que Austria también es propicia y trata de recuperar su
virginidad después de la guerra. Los austriacos habían sido los más
fervientes defensores de Hitler y habían administrado numerosos campos de
concentración (principalmente cuatro de los seis grandes campos de la muerte).
Por razones estratégicas, los aliados había considerado más oportuno tratar a Austria como "país
ocupado" y "víctima de la agresión nazi" en lugar de país
enemigo. Después
de 1945 sus habitantes se beneficiaron del estatuto de neutralidad. El
pasaporte austriaco era pues muy codiciado. Las autoridades, preocupadas de
volver a ganarse los corazones civilizados de los alemanes del Este, vieron en
Brecht una pieza escogida. Se concertó un trato. Brecht confirma su deseo
"de emprender un trabajo intelectual en un país que le ofrecía el ambiente
propicio para acometerlo", con ciertas condiciones: "Me considero
únicamente un poeta. No deseo servir a ninguna ideología política particular,
pero la idea de ser repatriado a Alemania me repugna". Precisa que sus
ligaduras con la Alemania del Este habían sido superficiales: "No he
tenido ni función oficial ni compromisos en Berlín y no he recibido ningún
salario... Tengo la intención de hacer de Salzburgo el lugar de mi residencia
permanente". La mayor parte de estas declaraciones eran mendaces. Brecht
nunca tuvo intención de instalarse en Salzburgo. Pero obtenía así pasaporte
austriaco que le permitiría viajar donde quisiera y asegurarse su independencia
respecto al gobierno del Este alemán.
Esta estrategia
elaborada con sentido tenía un tercer objetivo. Sus acuerdos con los alemanes
del Este estipulaban que a cambio de su adhesión al régimen se le
ofrecería una compañía
y un teatro generosamente subvencionados.Brecht calcula –y los
acontecimientos le dieron la razón- que semejante inversión daría a sus piezas
el impulso necesario para acceder al repertorio mundial. Sus derechos de autor
serían extremadamente confortables sin tener que regalar nada a los alemanes
del Este, ni someterse al control de sus editoriales. Desde 1922 á 1933 siempre
rehusó adherirse a cooperativas de publicaciones del PC alemán, prefiriendo las
editoriales capitalistas a royaltis más ventajosos. Pone sus derechos en
manos de Peter Suhrkamp, un editor alemán del oeste y exige incluso que la
mención: "Con la autorización de Suhrkamp Verlag,
Francfort-sur-le-Main" sea estampada en las ediciones de sus obras en la
Alemania del Este. Todos sus royaltis que provenían del mundo entero
fueron pues transferidos a una cuenta bancaria que había abierto en Suiza.
El verano de
1949, gracias a ese doble juego de sus numerosas mentiras, Brecht obtiene
exactamente lo que quería: el pasaporte austríaco, el apoyo del gobierno del
este alemán, un editor en Alemania del Oeste y una cuenta en Suiza. Se
convierte en "consejero artístico" del Berliner Ensemble, que era en
realidad su propia compañía, y nombra a su esposa Helene Weigel directora del
teatro. Su primera gran producción, Maestro Puntila y su valet Matti, es
representada el 12 de noviembre de 1949. Hace publicidad del Theater
Schiffbauerdamm, a disposición permanente de su compañía, mediante un cartel de
Picasso. Desde Wagner, ningún artista se había beneficiado de una infraestructura
de tal envergadura. Dispone de un total de 250 empleados: 60 actores,
decoradores, músicos, docenas de asistentes de producción y todo el fasto que
se pueda imaginar para la puesta en escena. Puede repetir cinco meses seguidos;
anula incluso una representación prevista, para continuarla repitiendo una nueva
pieza. La dirección reembolsa simplemente el importe de las entradas cada vez
que esto tiene lugar. No tiene que preocuparse anticipadamente de los costos de
producción. Puede reescribirlas, transformar varias veces sus obras para
atender a un grado de perfección que ninguna otra compañía del mundo se podía
permitir. Dispone igualmente de un gran presupuesto para sus desplazamientos,
lo que le permite llevar Madre Coraje a París en 1954 y El Círculo de
caliza caucasiana al año siguiente. Estas tournés fueron el
trampolín de su celebridad y marcan el comienzo de su influencia internacional.
Brecht cuida tanto su imagen proletaria como sus piezas, haciendo de sus
costumbres una imagen de las proletarias. Recibe a los periodistas de buen
grado, pero vigila atentamente sus escritos. Sólo eran publicadas las
fotografías que elegía. Brecht se esfuerza en atraer la atención de los
universitarios para dar una dimensión académica a su
trabajo. Perspicaz, sabe bien que a la larga los intelectuales se avendrían a
ser excelentes promotores y contribuirían al renombre de un escritor. En los
Estados Unidos redacta un “diario
de trabajo” ilustrado con recortes de prensa, una suerte de informe sobre el
modo de funcionamiento de su creatividad artística a fin de engrosar lo que se
llama su “documentación”.
En 1945 empieza a recurrir a sus “archivos”,
hace microfilms y persuade a la Biblioteca nacional de Nueva York para que
adquiera un juego completo que incite a los estudiantes a presentar tesis sobre
su obra facilitándoles con ello el trabajo. Envía otro juego a Harvard, a la
atención de Gerhald
Nellhaus, que trabaja ya en una tesis y al que,
por supuesto, convierte en su promotor tan entusiasta como eficaz en Estados
Unidos. Brecht se aproxima a otro evangelista americano, Eric Bentley, profesor
de inglés
en la universidad de Los Angeles. Cuando éste le conoce,
estaba preparando un trabajo sobre Stefan Georg. En 1943, Brecht le aconseja
dejarlo y que consagre todos sus esfuerzos a él. Bentley
acepta, traduce (con Maja Bentley) El círculo de caliza caucasiana,
organiza su primera presentación en Estados Unidos en 1948, y le convierte en
su mejor agente de promoción allende el Atlántico. Brecht era muy frío con sus discípulos y les
obliga a ocuparse sin descanso de su obra. Bentley lo testimonia: “No trata nunca de conocerme mejor pero
me incita a descubrir grandes cosas sobre él”. Brecht sabía que su aire
huraño, lejos de desalentar a sus seguidores, les aguijoneaba. Se va haciendo
cada vez más intransigente en nombre del rigor artístico. Rousseau, que había
hecho el mismo descubrimiento, lo explotaba también. Pero Brecht
aplica esta técnica
con una eficacia y una rudeza germánicas. En el
transcurso de los años 1950 esos esfuerzos se hacen rentables. Su poder en el
mundo del teatro atrae hacia él a aspirantes a su puesta en escena y a
los estilistas de Berlín. Los reagrupa como un sargento mayor prusiano y los
lleva como una vela con una autoridad feroz. A cambio, ellos le veneran. Sus
repeticiones se convierten en acontecimientos y así son registrados por sus
discípulos. Los documentos que se unieron a sus archivos circularon por
Londres, por Paris y otros. Sus jóvenes evangelistas predicaron con ardor la
buena nueva brechtiana en el mundo del espectáculo.
Pero no fueron ellos solos. Intelectuales eminentes se encargaron también de su
promoción fuera de su círculo. En Francia, Roland Barthes –uno de los
fundadores de la semiología, la nueva ciencia de moda consistente en el estudio
de los modos de comunicación de los seres humanos- ocupaba un lugar ideal para
colocar a Brecht sobre un pedestal. Batió el tambor en la revista Teatro popular que concitó la
admiración de los intelectuales. En Inglaterra, Kenneth Tynan, convertido en
Brecht en 1950 por Eric Bentley, fue, desde 1954, crítico teatral en el Observer.
Y él
se convierte a su vez en un portavoz aún más eficaz. Esta promoción constante estuvo favorecida
por una nueva donación económica fundamentada en la
historia del teatro occidental. Desde 1950 á 1975, casi todos
los teatros estaban subvencionados por el Estado. Contrariamente a lo que
sucedía con los teatros
nacionales del Antiguo Régimen, como la Comedie Française, el
estatuto de estas nuevas compañías les situaba fuera de control gubernamental.
Fieles a su independencia, se comunicaban en cierta forma con los teatros de la
Europa del Este generosamente financiados y el de Brecht en particular.
Tuvieron pues tendencia a tomar de modelo la Europa del Este y sus producciones
fastuosas con repeticiones meticulosas. Su repertorio internacional no se
contenta con ser sólo “clásico”. Se hace “significante” y la obra de Brecht lo facilita todo
naturalmente. En Londres, este cambio equivale casi a una revolución. Los
teatros subvencionados suplantaron rápidamente a los otros por la cantidad de
piezas representadas. La primera vez de su historia el Teatro nacional contrata
a un director literario, Kenneth Tynann. Así es como en Europa y por todo el
mundo el público puede ver las piezas de Brecht en condiciones ideales, a
menudo calcadas sobre las normas de su propio teatro. Ni Wagner tuvo la misma
oportunidad. El pacto de Brecht con el diablo se va haciendo cada vez más
rentable. Se convierte en una personalidad eminente en el mundo del teatro.
Todavía joven, se dispone a concluir ya su pacto, deja de erigir su servicio en
culto. Hace suya la filosofía de Chveik: “El
arte es una estafa, la vida es una estafa”. Para sobrevivir, es preciso
ser un estafador prudente y triunfar. Sus obras están repletas de consejos en
este sentido. En Tambores en la noche, el soldado Kraglerse se acomoda a
su laxitud: “Soy
un puerco, y los puercos se regocijan consigo mismos (con la guerra)” Su héroe, Galileo, se
prosterna delante de los Médicis: “¿Encontráis mi carta
demasiado servil?”... Un hombre como yo no puede acceder a una posición digna
de él
más que arrastrándose. Y, como sabéis, desprecio a
quienes con su cerebro son incapaces de llenar su estómago”. Brecht pone en práctica esta
doctrina fuera de la escena también. Explica a su
hijo Stefan, de quince años, que la pobreza debía ser evitada a cualquier
precio, pues la pobreza prohíbe la generosidad. Para sobrevivir, le aconseja: “Debes ser egoísta” y obedecer al primer
mandamiento: “Sé bueno contigo
mismo”. Esta filosofía esconde un egoísmo irreductible común a los
intelectuales de primera fila. Brecht perseguía sus objetivos con una presteza
y una sangre fría extremadamente raras. Acepta la siniestra lógica del servilismo, se inclina
ante los fuertes y tiraniza a los débiles. Su
actitud frente a las mujeres es constante: se sirve de ellas como de gallinas
de una gallinero donde él es el gallo. A los diecisiete años
seduce a una chiquilla de quince. De adulto, consagra todos sus esfuerzos a la
clase trabajadora, aborda a las campesinas, a las jóvenes de las granjas, a las
peluqueras, a las vendedoras. Más tarde se dedica a las comediantas en serie.
Ningún empresario puede exigir la cama a cambio de un papelsin una total falta
de escrúpulos. Brecht experimenta un placer maligno en corromper a las
jovencitas educadas en la fe católica más estricta.
Puede uno preguntarse por qué las mujeres le encontraban seductor.
Marianne Zoff, una comedianta que fue su maestra cuenta que estaba siempre de
tal manera sucio que tenía que lavarle el cuello y las orejas. Elsa Lanchester,
la esposa de Charles Laughton, remarcaba que sus dientes tenían el aire de “pequeñas piedras sepulcrales saliendo de una
boca negra”. Pero su voz tenue, bien armada, atraía. Cuando cantaba, estremecía
la espalda de Marianne Zoff. Amaba también “su delgadez de araña” y sus ojos “dos botones negros”. Brecht, muy atento
(al principio), adepto al besamanos, era tenaz y exigente y su madre no fue la
única en poder resistirse a sus exigencias. Brecht comprendió pronto que las
mujeres le servirían mejor que los hombres, a condición de que fueran serviles.
Bautizaba a cada una con un nombre particular: “Bi”,
“Mar”,
“Muck”, etc. Que
fuesen o no celosas, que se partiesen la cara o discutieran entre ellas, le
importaba poco. De hecho, le gustaba. Como Shelley, estas pequeñas
colectividades sexuales de las que era el dueño le complacían mucho. Pero
allá donde Shelley fracasaba, Brecht tenía
éxito.
Durante toda su vida acumulaba dos o tres aventuras amorosas al mismo tiempo.
En julio de 1919, una joven llamada Paula Banholzer (“Bi”), a la que había prometido vagamente
en matrimonio, le dio un hijo. En febrero de ese mismo año, tuvo un romance con
Marianne Zoff (“Mar”),
que se encontraba encinta también. A ésta le hubiera
gustado tener el bebé, pero Brecht se opuso: “Un muchacho arruinaría mi tranquilidad
de espíritu”. Las dos mujeres descubren la verdad. De común acuerdo le citaron
en un café de
Munich, le obligaron a sentarse entre ellas y le pidieron que escogiera: “¿Cuál
de las dos?”. Brecht
respondió: “Las
dos”. A continuación propuso a “Bi”
la siguiente solución: se casaría con Mar para legitimar al niño, luego se
divorciaría para casarse y legitimar el suyo. Mar, furiosa, le llamó de todo y
salió del café descorazonada. A
Bi, más tímida, le hubiera gustado hacer otro tanto, pero se contentó con
plantarle. Brecht la persiguió hasta la estación, se subió a su
compartimento y le propuso el matrimonio. Bi aceptó. Brecht se casa
efectivamente algunos meses después. Pero con Bi
no con Mar, que perdió a su primer niño aunque luego le dio una niña, Hanne, en
marzo de 1923. Meses más tarde Brech tuvo otro romance con otra actriz, Helen
Weigel. Se instala en su apartamento en setiembre de 1924. Su hijo Stefan vino
al mundo dos meses más tarde. Poco a poco, los otros miembros de su comunidad
(a la que pertenecía también Elizabeth Hauptmann, su devota
secretaria, y otra actriz, Carola, Neher, a la que dio el papel de Polly en La Opera de quat sous,
se acomodaron a la situación. Brecht y Mar se divorcian en 1927. Ya tuvo luego
buen cuidado de no volver a casarse. ¿A quién habría de escoger esta vez? Vaciló dos años, y juzgó que
Weigel le sería la más útil. Ofreció a Neher un ramo de flores para
compensarla. “Esto
es como es, no puedo, pero esto no quiere decir nada”, le explicó. Neher le tira
el ramo a la cabeza. Hauptamnn intenta suicidarse. Este desastre y el arreglo
consiguiente no turbaron apenas la serenidad de Brecht. Nada indica que el
sufrimiento que infligía a las mujeres le perturbase. Utilizaba y repudiaba a
las mujeres al compás de sus intereses. Después fue el turno de Margaret
Steffin (“Muck”), una
comedianta amateur a la que le asignó un papel y a la que sedujo durante los
bis. Ella le siguió al exilio y llegó a ser su secretaria benévola. Muck,
excelente lingüista, se ocupó de su correspondencia con el extranjero pues
Brecht era incapaz de expresarse en otra lengua que la suya. Margarete Steffin
estaba tuberculosa. Su salud empeoraba lentamente en el transcurso del exilio
en los años 1930. Su amigo, el dr. Robert Lund, quiso hospitalizarla. Brecht se
opuso con el pretexto de que eso no le haría ningún bien. “No puede internarse en un hospital
ahora. La necesito”. El tratamiento esperó a las calendas griegas y continuó
trabajando para él. Cuando Brecht
partió para California en 1941, abandonó Moscú. “Muck” murió algunas semanas después con un
telegrama de Brecht en la mano. Tenía treinta y tres años. En 1933, Brecht tuvo
otra relación con Ruth Berlau, una danesa de veintisiete años que abandonó a su
marido, médico.
Como las otras, le ayudó mucho en el plano literario y también asumía tareas de secretaria. Brecht hacía
caso de sus opiniones. Weigel la detestaba más que a las demás conquistas de
Brecht. Ruth Berlau le acompañó a América donde hubo
de lamentarse amargamente de ser la mujer “backstreet” de Brecht, “la
puta de un escritor clásico”. Deprimida, tuvo que ser internada en
Nueva York en el hospital Bellevue donde Brecht hizo este comentario: “No hay otra más loca que una loca
comunista”. Al salir del hospital se dio a la bebida. Ella le siguió a Berlin
Este, pasó de la sumisión a las escenas. Brecht terminó haciéndole coger un
barco con destino a Dinamarca donde volvió a darse al alcoholismo. Mujer
dubitativa, con el corazón caliente, sufrió mucho durante años tratando de
olvidarle. Weigel, más fuerte pero más servil, reemplaza a su madre. Brecht,
como Marx, explota constantemente a los otros. Llega a superar lo que Marx hizo
de Jenny y Lenchen confundidas. Weigel era sin embargo una cabeza fuerte,
dotada de un inmenso talento como organizadora. En apariencia eran iguales. Él era “Weigel”, ella era “Brecht”. Pero ella carecía de confianza en sí
misma, en su feminidad y en su poder de seducción. Brecht, consciente de esta
debilidad, la utiliza. Ella le es útil como en el teatro, organiza su casa con
una energía inusitada, corre a los anticuarios para amueblarla con gusto,
cocina sin reposo y a menudo con brillantez, organiza recepciones para sus
colegas, sus amigos, sus hijas, defiende sus intereses de todo corazón. Cuando
Brecht tiene su propio teatro en 1949, ella se ocupa de las localizaciones, de
las facturas, de los trabajos, de la limpieza, del personal, del mobiliario y
de toda la parte administrativa. Pero él resalta claramente, y a veces con
crueldad, que ella no es competente más que en la intendencia. Las actividades
artísticas no eran
de su habilidad, fue totalmente excluida y tuvo a menudo que escribirle para
conseguir una reunión de negocios. Vivieron en dos apartamentos separados, con
entradas diferentes a fin de evitar a Weigel el desfile incesante de jóvenes
comediantes que duró años. Puesen Berlín, Brecht continúa de modo
compulsivo a aprovecharse vergonzosamente del ascenso que le confería su
posición. Weigel, agotada, le amenaza a veces con dejar la casa. Pero la mayor
parte del tiempo, resignada, se muestra tolerante. Le advierte sobre sus
jóvenes amigas: Brecht era infiel pero celoso. Exigía a sus amantes que le
fueran fieles o al menos que se controlaran. Era capaz de telefonear sin
descanso para vigilar cómo pasaba el tiempo la amante que no pasaba la tarde
con él.
Hacia el fin de su vida, Brecht reunió alguna vez a todas sus amantes. Esta
carrera intensiva de aventuras apenas dura toda su existencia y apenas le deja
tiempo para ocuparse de sus hijos. Al menos dos de ellas fueron ilegítimas.
Ruth Berlau le da un hijo que nace en 1944 y muere joven. Su primer hijo, que
le hizo a Paula, Frank Banholzer, alcanzó la edad adulta pero muere en el
frente ruso en 1944. Brecht no rehúsa reconocerlo, como Marx al suyo, pero
nunca se interesa por él, apenas le ve y nunca le menciona en
su periódico. Tampoco sus hijos legítimos contaron mucho más en su vida.
Comercia mientras pasa el tiempo con ellos. Es una constante de los
intelectuales. Las ideas van por delante de los seres humanos y la Humanidad
(con H mayúscula) va por delante de los hombres, de las mujeres, de las
esposas, de los hijos y de las hijas. La esposa de Oscar Hornolka, Florence,
que conoció a Brecht en
América
resume con tacto su caso. “Brecht
lucha por los derechos del hombre sin procurar más dicha a sus allegados”.
Brecht, citando a Lenin, dice que es preciso ser implacable con los individuos
para bien servir a la comunidad.
Aplica este
principio a su trabajo, encuentra un estilo muy original y creativo en poner en
escena a sujetos prestados de otros escritores. Ningún otro autor ha sido tan célebre plagiando
las ideas de otros. ¿Por qué no? pensaba él sin duda
cínicamente, desde el momento que sirve a los intereses proletarios. Cuando se
pone a traducir Villon por Ammers reconoce estar autorizado para un
"cierto laxismo en materia de propiedad literaria". ¡Extraño ciego
para un hombre tan apegado a proteger la suya! Su San Juan de los mataderos (1932)
es una parodia de La muchacha de Orléans de Schiller y de
la Santa Juana de Shaw. Los fusiles de la mujer Carrar se inspira
en Un caballo hacia el mar de Synge. Para El maestro Puntila y su
valet Matti Brecht se apropia con ingratitud de la obra folklórica de Hella
Wuojoloki bien acogida en Dinamarca. La libertad y la democracia (1947)
debe mucho a Máscara de la anarquía de Shelley. Plagia también a Kipling y a
Hemingway. A Ernest Bornemann le llama poderosamente la atención el parecido de
una de sus piezas con una novela de Hemingway. Debió tocarle un punto sensible
pues Brecht estalla en cólera y aúlla ¡Fuera! ¡Fuera!
¡Fuera! Weigel, desde la cocina donde se encontraba, no pudo oír el principio
de la conversación, ignoraba incluso de qué iba el asunto.
Salió de la cocina blandiendo una sartén como si fuese
una espada y vociferó: "¡Sí, salga usted de aquí!" El "laxismo" de Brecht explica por qué, fuera del círculo de satélites cuyos
intereses estaban asociados a los suyos, los demás escritores apenas le
apreciaban. Los autores clásicos de la Escuela de Francfort (Marcuse,
Horkheimer, etc) despreciaban a ese "vulgar marxista". Adorno cuenta
que pasaba horas todos los días arreglándose las uñas para "hacer
prolo".
En América
Brecht se hizo dos enemigos: Christopher Isherwood y W.H. Auden. Isherwood se
dedicó a denigrar a Brecht,a Weigel y su nueva fe
budista. Encontraba a Brecht despiadado y brutal. La pareja le parecían un par
de soldados del Ejército de Salvación.
Auden, un antiguo colaborador de Brecht que apreciaba su poesía, estimaba que
no era un hombre político serio sino un personaje
"desagradable",
"odioso", de una moral deplorable, uno de esos raros
individuos merecedores de la pena de muerte: "¡Yo mismo me veo como
ejecutor!". Thomas Mann le detestaba también, le encontraba "demasiado servil a la línea
del partido, pero, pobre de mí, muy pagado de sí mismo". Para él, Brecht era
"un monstruo". No menos hostil, Brecht le tildaba de escribiente de
"nouvelles", de "fascista radical", de "reptil" y
de "poco inteligente". Adorno y sus amigos veían a Brecht
identificado con los obreros, como algo sagrado desprovisto de seriedad. Es
cierto que ellos mismos presumían de saber mejor que él lo que los
proletarios deseaban y necesitaban. Lo que asimismo estaba desprovisto de
fundamento, siendo así que todos ellos vivían como burgueses, como Marx, no
frecuentaban a ningún obrero. Pero al menos ni se escondían ni se disfrazaban.
Esas mentiras, estos posos sistemáticos les asqueaban. Brecht contaba que
cuando se dirigía a una labor de poca importancia a un hotel de lujo para
atender sus asuntos (el Savoy, en Londres o el Ritz, en París), el portero no
le dejaba entrar. Autoritario como era, Brecht no perdía ocasión de conducirse
como un loco furioso si alguien le negaba lo que quería. Pero es poco probable
que esa clase de incidentes se hubiere producido nunca. Sin embargo Brecht
presentaba esa anécdota como un símbolo de sus relaciones
con el sistema capitalista. Cuenta, en otra versión, que la recepción de un gran
hotel en el que había estado invitado, la recepcionista le habría pedido, después de hacer su
ficha: "Brecht... sería usted pariente de Bertold Brecht? "Sí,
soy su hijo", habría respondido rabioso, antes de añadir: "Se
encuentra bien un emperador Guillermo II en cada agujero".
Brecht emprende
ciertas astucias publicitarias en favor de Charles Chaplin a quien admiraba y
del que decía que estaba mejor en escena que él. Llegó un día
volando en su coche a una recepción oficial. Cuando el portero le abrió la puerta
del coche, él
salió por la otra. El portero quedó desconcertado, lo que muestra la hilaridad
de la locura. Brecht había rehusado en la gran crisis la limusina oficial
ofrecida por el gobierno de la Alemania del Este y prefirió conservar su viejo
Steyre, el cual, en la práctica, le confería el mismo privilegio
(combustible y mantenimiento gratuitos) puesto que en aquella época nadie podía
poseer un vehículo privado a menos que fuese un aliado del régimen. Además,
el Steyre servía mucho mejor a su publicidad personal. El tren de vida de
Brecht era tan mentiroso como el resto. Disponía de un soberbio apartamento que
daba al cementerio donde estaba inhumado su venerado Hegel. Weigel vivía en la
planta inferior. A Brecht se le había ofrecido una magnífica propiedad
(confiscada por el gobierno a "un capitalista"), situada en Bockow, a
orillas del lago Sharmutzel. En verano Brecht daba grandes saraos bajos sus
viejos árboles. La propiedad comportaba dos casas, una más modesta que la otra.
En la ciudad, en su apartamento, mostraba a los visitadores oficiales dos
retratos de Marx y de Engels dispuestos de buna manera ligeramente
"humorística", a buen seguro indiscernible a los ojos de los
oficiales pero que hacían reír a los íntimos.
Brecht cuidaba
mucho preservar su imagen de independiente. Lo que prueba que sabía bien que
había contraído
un pacto "fáustico". Esta manera de asociar sus intereses
profesionales a la expansión del poder comunista no tenía nada de nuevo. Toda
su vida, esa elección estaba implícita. Desde 1930, Brecht fue estalinista. El
filósofo americano Sidney Hook tuvo con él una conversación edificante en su apartamento
de Barrow Street, en Manhattan. Las grandes purgas acababan de comenzar. Hook
evoca el caso de Zinoviev y de Kamenev y pregunta a Brecht cómo había llegado a
trabajar con los comunistas americanos que se declararon culpables. Brecht
respondió que los americanos, como los alemanes, eran malos comunistas. El
único cuerpo coherente era el partido soviético. Hook le
hizo observar que todos pertenecían al mismo movimiento. Todos eran
responsables del arresto y prisión de sus camaradas inocentes. "¡He ahí! Cuanto más
inocentes, más merecen ser fusilados!", replicó Brecht "¿Qué está diciendo?"
dijo Hook. "Cuanto más inocentes, más merecen ser fusilados",
insistió Brecht en alemán.
"¿Y eso por qué?... ¿por qué?". Brecht no respondió. Hook se
levantó y se dirigió a la estancia contigua. "Cuando fui, él estaba
sentado, con su vaso en mano. Pareció sorprendido al verme entregarle su abrigo
y su sombrero. Dejó el vaso, se levantó con una sonrisa velada, cogió sus cosas
y se fue". Cuando Hook publica este relato, Eric Benteley, el discípulo
del maestro al otro lado del Atlántico le responde. Sin embargo, cuando él le cuenta este
incidente en 1960, en Berlin, en el Congreso para la libertad cultural,
Benteley le contesta "¡Ese es Brecht!". Por lo demás, el Pr. Henry Patcher, de la City University, certifica que
Brecht mantenía la misma idea en su presencia. Añadió
que le había proporcionado una justificación todavía más atroz: "En
cincuenta años, los comunistas habrían obligado a Stalin. Como sostengo que
ellos leen a Brecht, yo no puedo dejar de solidarizarme con el partido".
Brecht no protestó nunca contra las purgas, incluso cuando recayeron en sus
propios amigos. Cuando su antigua maestra, Carole Neher, fue arrestada en
Moscú, dijo simplemente: "Si ha sido condenada, es que existen pruebas
contra ella". E incluso añadió: "No hace falta esperar a que un libro
de crimen sea condenado por un libro de castigo". Carola desapareció y fue
probablemente asesinada por Stalin. Cuando Tretiakov, otro amigo, fue fusilado,
Brecht escribió un poema elegíaco, pero esperó años para
publicarlo. Por el contrario, declara en público: "Los procesos han
probado con toda claridad la existencia de conspiraciones activas contra el régimen (...).
Toda la espuma nacional nacional y extranjera, todos los parásitos, los
profesionales del crimen y los informadores forman parte del partido. Toda esta
escoria tenía el mismo fin. Estoy convencido". En esta época, Brecht
apoya siempre y a menudo públicamente a Stalin. De 1938 á 1939 refuerza su
ataque contra el "formalismo", dicho de otro modo contra todas las
experiencias e innovaciones artísticas: "La campaña más saludable contra
el formalismo ha contribuido al progreso de las formas artísticas y probado que
el contenido social es una condición decisiva de tal progreso. Toda innovación
que no sirva a esa justificación de contenido social es esencialmente
frívola". A la muerte de Stalin, Brecht declara: "Los oprimidos de
los cinco continentes... han debido sentir su corazón dejar de batir al
enterarse de que Stalin ha muerto. Él encarnaba sus
esperanzas". Brecht estalla de alegría cuando le es otorgado el premio
Stalin en 1955. Más de 160.000 rublos van a engrosar su cuenta en Suiza. Cuando
llega a Moscú para recibir el premio, pide a Boris Pasternak -ignorando sin
duda su precaria situación- que traduzca su discurso de agradecimiento.
Pasternak lo hizo, pero cuando más tarde el premio es rebautizado, rehúsa
traducir un conjunto de poemas de Brecht a la gloria de Lenin.
Brecht
se sintió consternado por la divulgación del discurso de Krutchev relativo a
los crímenes de Stalin y se opuso ferozmente a su publicación. Exponía sus
razones a un discípulo: "Yo tengo un caballo. Es cojo y sarnoso. Si
alguien me dice: si este caballo es cojo, mira, ¡tiene sarna!, tiene razón.
Pero ¿de qué me sirve? ¡No tengo otro! No vale la pena pensar en sus
defectos".
Esta
política es la que Brecht se vio obligado a adoptar. Desde 1949, ¿no fue un
funcionario ultra estaliniano en la Alemania del Este? El 2 de noviembre de
1949 escribía un corto poema titulado: "A mis compatriotas", para
saludar la elección de Wilhem Pieck para la presidencia de la República
Democrática Alemana, deslizando en una letra expresiva su "dicha" por
el anuncio del acontecimiento. En conjunto, Brecht fue leal a los escritores del
PC, con exclusión de los que eran demasiado irrelevantes. Presta su nombre al
régimen, protesta vigorosamente contra la intelligentsia del Oeste alemán favorable al rearme de la
República federal pero guarda silencio cuando se plantea el rearme de la RDA. Y
como tenía la costumbre de cargar a los demás sus faltas, denuncia la debilidad
de los intelectuales del Oeste que "servían" al capitalismo a cambio
de dinero y privilegios. En aquella época fue uno de sus temas favoritos. Poco
antes de su muerte, trabaja incluso una pieza sobre este asunto, incluyendo una
cantata, Herrnburger Bericht, con un estribillo absurdo:
"Muestra
tu mano, Adenauer,
Por treinta monedas de plata,
Tu vendes nuestra tierra, etc.”
Con
esta pieza logra el Premio nacional de literatura de la RDA. Pero duda en
cambio dar un espectáculo a los dignatarios que le visitan, pronunciar un
discurso, enfriar el rearme del Oeste alemán, firmar telegramas de protesta,
escribir cantos de marcha y poemas a la gloria del régimen.
Tuvo algunas
fricciones a propósito del dinero la mayor de las veces, principalmente con una
sociedad fílmica nacionalizada en Alemania del Este, a cuenta de Madre
coraje. El régimen le rechaza Krirsfibel juzgada demasiado
"pacifista", y es entonces cuando Brecht amenaza llevar el asunto
ante el Consejo mundial de la paz, de obediencia comunista. Pero por regla
general Brecht se muestra acomodaticio. “El
Proceso de Lucullus”, una requisitoria contra la guerra, escrito en 1939 para la radio, fue
musicalizado por Paul Dessau. La publicidad que anunciaba la
representación programada para el 17 de Marzo de 1951 en la Ópera de Berlin
Este, fue juzgada igualmente pacifista en exceso e inquietó a las autoridades.
Como era demasiado tarde para anular la producción, fue reducida a tres
representaciones y las entradas expedidas únicamente para los trabajadores del
partido. Pero algunas se vendieron en el Oeste en el mercado negro para los
berlineses que fueron a aplaudir a rabiar. Las otras dos secuencias fueron
anuladas sobre la marcha. La semana siguiente, el Neus Deustchland, el periódico
oficial del partido pasó al ataque y titula: "El Proceso a Lucullus, una
bancarrota del teatro alemán". El disparo se centró en la música de Dessau, que intentó
imitar a Stravinsky, "ese destructor fanático de la tradicional música
europea". Pero el artículo no aludía al texto, juzgado "sin
referencia a la realidad". Brecht y Dessau fueron sermoneados en una
reunión del partido que duró ocho horas. Al término de la
sesión, Brecht tomó
la palabra para
declarar: "¿Dónde podría encontrar en el mundo un
gobierno testigo de tanto interés por los artistas, tan atento a lo que
estos dicen?". Hizo todas las modificaciones requeridas por el partido, y
cambia el título por “La
Condena de Lucullus” y Dessau cambia su música. Pero la
nueva representación del 12 de Octubre no es más ventajosa. El Neus Deustchland, en su calidad
de portavoz del partido expresa
"una neta mejora", pero encuentra esta obra poco popular y.
"peligrosamente disfrazada de simbolismo". La pieza fue pues condenada,
desaparecida de la Alemania del Este, aunque apreciada en la del Oeste.
El pacto
fáustico de Brecht alcanza su mayor vicio en junio de 1953 cuando los obreros
de la Alemania del Este se sublevan. Los tanques cargan contra la insurrección.
Brecht espera, leal al partido, pero al fin paga su precio. Él aprovecha
hábilmente esta tragedia para consolidar su posición y mejorar las condiciones
del mercado. Cuando Stalin muere en marzo de 1953, Brecht de nuevo es acosado
por las autoridades de la Alemania del Este. Hubo de conformarse con la política artística de los
soviets, es decir con los métodos de Stanislavski que detestaba. El Neus Deustchland, en su calidad
de portavoz de la Comisión de Bellas Artes en la que Brecht contaba con
enemigos, hizo una campaña en su contra y advirtió al público: la compañía de Brecht está "manifiestamente
en oposición a lo que representa Stanislavski". En aquella época, la compañía participaba todavía en el
teatro con otras compañías. La Comisión hizo fracasar todas las tentativas de
Brecht para conseguir el Teatro de Schiffbauerdamm. Desde entonces, Brecht no
pensó en otra cosa que aniquilar a la Comisión para apoderarse de dicho teatro.
El alboroto le sorprendió totalmente. Como circulaba libremente por el
extranjero donde tanto él como su mujer hacían sus compras,
estaba a cien leguas de la vida cotidiana de las gentes del pueblo. En Alemania
del Este, tenía libre acceso a las tiendas especiales reservadas a los
oficiales del partido y a las élites. Pero la masa moría literalmente
de hambre por la política de racionamiento del gobierno. Cerca de 60.000
personas estaban refugiadas en Berlin Oeste. En abril, los precios subieron
brutalmente y las cartillas de racionamiento fueron retiradas de diversas
categorías sociales, principalmente de profesionales liberales y de
propietarios de bienes inmobiliarios. (Brecht que pertenecía a estas categorías
se salvó gracias a su estatuto privilegiado y a su ciudadanía austriaca). El 11
de junio la política se invirtió de repente. Las cartillas de racionamiento
reaparecieron y la política de precios y de salarios remataron a los
trabajadores. El 12 de junio, los obreros de la construcción vieron disminuir
sus salarios a la mitad y reclamaron un mitin popular. Cuando el 15 de junio el
concierto de protestas se transformó en furor, los tanques soviéticos pasaron a
la acción.
Brecht que en
aquel momento estaba en su casa de campo, sorprendido por la insurrección, fue
inmediatamente a intervenir para sacar provecho de ello. Comprendió hasta qué punto podría ser
útil al régimen. El 15 de junio escribía al jefe del
partido, Otta Grotewohl, insistiendo en que el teatro fuese puesto a su
disposición. A cambio,
él
se uniría a la línea del partido. Esta línea es bastante difícil de definir. Pero dos días
más tarde, un desempleado de Berlin Oeste, Willi Gottling, atravesó el sector Este por un
atajo. Fue arrestado, acusado de "agitador del Oeste" y, juzgado a
puerta cerrada, fue fusilado. Desde entonces, "la agitación fascista" exigió explicaciones
por las decisiones adoptadas por el partido. Ese mismo día dicta cartas a los
líderes del partido, Ulbricht y Grotewohl y Vladimir Semionov, el consejero
soviético que ejercía de gobernador general. El 21 de junio, el Neus Deutschland anuncia:
Bertold Brect, laureado por el Premio nacional, ha dirigido a Walter Ulbricht,
secretario general del partido comunista del este alemán, una carta en la que declara:
"Experimento la necesidad de expresaros en este preciso momento mi adhesión
a la Unidad del partido.
Más tarde Brecht pretendió que esta carta
contuviese numerosas críticas y que la frase citada estuviese precedida de
otras dos: "La historia juzgará la impaciencia
revolucionaria del partido. Una vasta discusión con las masas sobre el ritmo de
progresión de las construcciones socialistas permitiría pasar la criba y
consolidar sus realizaciones". Un corresponsal suizo, Gody Suter, escribe:
"Brecht dispara precipitadamente esta carta a sus propios pies". Por
primera vez le veo desamparado, casi pequeño, de manera manifiesta hace tiempo
que ha dejado su reloj a menudo". De todas formas no hizo ningún esfuerzo
para publicar el texto completo de esa famosa carta, ni en el momento, ni más
adelante. El régimen
hubiera podido reaccionar publicando el original. Y Brecht era capaz de enviar
una carta contrastando al contenido sobre la marcha pretendiendo expedir otra
completamente diferente. Suponiendo que hubiera dicho la verdad, sus reproches
relativos a la conducta de Ulbricht no serían apenas más probatorios. ¿No había sido
ya comprado y pagado? ¿Por qué había
decidido acortar sus cortas pero animosas palabras?
Dos días más tarde, el Neues Deutschland publica una larga carta de
Brecht confirmando claramente su posición. Era una
cuestión en la que "la insatisfacción de un número considerable de
trabajadores de Berlin fueron víctima de un número considerable de medidas
económicas infructuosas". Pero era preciso añadir: "Elementos
fascistas organizados han intentado contenerme para cumplir sus objetivos
funestos. Durante unas horas Berlin estuvo al borde de la tercera guerra
mundial. Gracias a la intervención rápida y precisa de las tropas soviéticas sus
maniobras fallaron. Evidentemente la intervención de las tropas soviéticas no fue
dirigida contra las manifestaciones obreras. Está claro que fue
dirigida exclusivamente contra la declaración de un nuevo holocausto". En
una carta a su editor de Alemania del Oeste, repite esta misma versión:
"Una canalla fascista y guerrera, compuesta de jóvenes desviados se ha
extendido por el Berlin Este. Sólo el ejército soviético ha podido
impedir la tercera guerra mundial", por consiguiente no existe la menor
prueba de la presencia de "agitadores fascistas". El mismo Brecht no
lo creía. Su diario íntimo muestra que sabía lo que había que mantener porque
conocía la verdad. Pero por supuesto este diario no fue publicado hasta después de su muerte.
Brecht había terminado descubriendo que los obreros alemanes odiaban el régimen. Como la
mayor parte de los miembros de la clase dirigente, y no tropezó nunca con
trabajadores, excepto sus domésticos, o con algunos artistas llamados
para efectuar reparaciones en su casa, que no tuviesen ese mismo sentimiento.
Él refiere una
conversación con un fontanero que trabajaba en su
casa de campo. El hombre se lamentaba de un aprendiz que le había proporcionado
la policía del pueblo ¡repleta de nazis¡ El fontanero ansiaba elecciones
libres. "En este caso, los nazis serían elegidos", le respondió
Brecht. Lo que no tenía que ver con las reivindicaciones lógicas del fontanero,
que por el contrario mostraba adhesión al espíritu de Brecht. Él no trabó
confianza nunca con el pueblo alemán y prefirió netamente la regla colonial soviética para la democracia. Brecht se sirvió siempre de ese
quid pro quo
para preservar al régimen. Uno de los líderes del partido,
Ulbricht, menos rápido tardó casi un año en descifrar el mismo mensaje.
Para aplastar a
la Comisión de Bellas Artes, Brecht comprendió que necesitaría la ayuda de
Wolfang Harich, un joven y brillante profesor de de filosofía marxista de la
Universidad de Humbolt. Harich le aporta argumentos doctrinales y la jerga que
le faltaba. En 1954, la Comisión fue al fin disuelta. Un nuevo ministro de
Cultura, Johannes Becher, amigo íntimo de Brecht, le reemplaza. En marzo,
Brecht haciendo el último pago de
mercado que había pactado con el diablo, toma posesión del teatro. Para
festejar su victoria roba a la bonita mujer de Harich, Isot Kilian, de la que hizo
su amante. La promovió como asistente de su nuevo cuartel general y aconsejó
cínicamente a Harich: "Divorciaos ahora. Podéis volver a
casaros con ella en dos años". Dicho de otro modo, cuando él terminase con
ella.
Entre tanto, eso
fue lo que prácticamente hizo. Sufrió crisis cardiacas y cayó gravemente
enfermo hacia el año 1954. La medicina comunista no le inspiraba confianza, se
hizo explorar en una clínica del Berlin Oeste, después decidió ser
admitido en una clínica de Munich en 1956. Pero no tuvo tiempo de entrar. Una
trombosis coronaria le sobreviene el 14 de agosto. Hace una última visita a la
pobre Weigel legando una parte de sus derechos literarios a cuatro mujeres: su
vieja secretaria y amante Elisabeth Hauptmann, heredera más importante, los de
"La Ópera de quat' sous". Los otros fueron a la infortunada Ruth
Berlau, a Isot Kilian y a Käthe Rulicke, a la que sedujo a finales de 1954. De
todos modos Kilian, a la que Brecht había encargado legalizar el testamento en
forma, no tuvo paciencia para que el acto fuese certificado por un notario. Así
lo hizo nulo. A Weigel, la única esposa legal, le correspondió casi todo y
cedió alguna parte de sus derechos a otros según le pareció. Pero respetó
algunas de las últimas voluntades de Brecht: él pidió ser
enterrado bajo tierra en un ataúd de acero gris. Pidió también que un
estilete de acero fuese clavado en su corazón en cuanto estuviese muerto. Lo
que se hizo públicamente. Para muchos fue la primera prueba de que tenía corazón.
En el curso de
este relato me esforcé para encontrar algo a favor de Brecht.
Es verdad que trabajó siempre implacablemente y que enviaba, durante y después de la guerra,
partidas de alimentos a Europa (probablemente una iniciativa de Seigel). Pero
no he encontrado nada más. Entre todos cuantos han estudiado estas vidas, es el
único personaje que
parece totalmente desprovisto de rasgos redentores.
Como la mayor parte de los intelectuales,
prefería las ideas a los hombres. Sus relaciones fueron totalmente utilitarias.
No tuvo amigos en el sentido más corriente del término. Le
gustaba trabajar con otros, pero a condición de ser el jefe. Pero, según Eric
Benteley, trabajar con él se reducía a asistir a comités y a reuniones.
Los seres humanos no le interesaban. Es probablemente la razón por la que no
pudo nunca crear personajes y se limitó a arquetipos. Para él, los
individuos no eran más que agentes de relación al servicio de sus ambiciones.
A fin de cuentas
¿cuál fue su propósito? Brecht sabía verdaderamente cuál fuese? No es
seguro. Poco antes de su muerte, confió a su traductor francés, Pierre
Abraham, su intención de volver a publicar sus piezas didácticas con un nuevo
prefacio precisando que no eran para ser tomadas en serio; que se trataba sobre
todo de "ejercicios de relajación para los atletas del espíritu, que
deberían ser todos los bienes dialécticos".
Sus trabajos, en todo caso, fueron presentados en vida con toda seriedad. Si no
se trataba más que de simples ejercicios ¿qué obras de Brecht
escaparon a esta gimnasia? Bronnen, que ejercía una gran influencia sobre
Brecht, "curtido" o "deformado" reemplazó en su prenombre
la d final por una t. Brecht, para imitarle, suprimió
sus otros dos nombres del bautismo, Eugen y Friedrich, que encontraba
"demasiado realistas" y se hizo llamar "Bertolt" en lugar
de "Bertold". Durante el invierno de 1922-1923, Bronnen tuvo con
Brecht una conversación a propósito de las necesidades del pueblo.
Bronnen subrayó la urgencia de cambiar el mundo a fin de que nadie pasase nunca
hambre. Brecht entró en cólera y, según Bronnen, respondió: "Bueno ¡las gentes
mueren de hambre! Pero ¿de qué modo os concierne? ¡Lo
que se precisa es avanzar, hacerse un nombre, conseguir un teatro para
representar obras!". Según Bronnen, "nada, ninguna otra cosa
interesa".
Brecht adoraba
la ambivalencia, la ambigüedad, el misterio. Enmascaraba hábilmente su
pensamiento y lo disfrazaba con el de un obrero. Pero es más que posible que a
lo largo de sus ocurrencias dijese lo que en el fondo pensaba verdaderamente.
8.
UN PACIFISTA FANÁTICO: BERTRAND RUSSELL
Ningún intelectual de la historia ofrece sus consejos a
la humanidad tan largo tiempo como Bertrand Russell (1872-1970), tercero de la
saga. Vino al mundo el año en que el general Grant es reelegido a la presidencia de los Estados
Unidos y muere en la ciudad de Watergate. Tenía unos meses menos que Marcel Proust y Stephen
Crane, y algunos más que Calvin Coolidge y Max Berbohm. Vivió
por tanto lo
suficiente para saludar la revuelta de los estudiantes de 1968 y apreciar las
obras de Stoppard y de Pinter. Emite una serie de consejos, de exhortaciones,
de informaciones y de advertencias sobre un increíble número de temas. Su bibliografía (probablemente incompleta) deja una lista de
sesenta y ocho libros. Su primer obra, La democracia social alemana, se
publica en 1896. Por esas fechas, la reina Victoria tenía apenas cinco años. Su ensayo póstumo, Ensayos de análisis
(1973), es el año de partida de Nixon. En el intervalo,
publica sus trabajos sobre geometría, filosofía, matemáticas, justicia, reconstrucción social, sus ideas sobre la política, el misticismo, la lógica, el bolchevismo, China, el cerebro, la
industria, el ABC del átomo (1923) y, treinta y seis años más tarde, publica otra obra sobre la guerra nuclear,
la ciencia, la relatividad, el escepticismo, el matrimonio, la felicidad, la
educación, la moral, la pereza, la religión, los asuntos internacionales, la historia, el
poder, la verdad, el conocimiento, la autoridad, la ciudadanía, la ética, la biografía, el ateísmo, la sabiduría, el porvenir, el desarme, la paz, la guerra, el
crimen y otras materias. Es preciso añadir a esa enorme cantidad de artículos en periódicos y revistas, otra suerte de temas sobre el rojo
de los labios en la costumbre de los turistas.
¿Por qué Russell se consideraba apto para ofrecer tantos consejos? ¿Por qué las gentes le escuchaban? Por lo que respecta a la primera pregunta,
la razón no es evidente a primera vista. Es probable que si
Russell escribiese tanto era porque escribía con facilidad. En este caso dicha actividad le fue
también muy rentable. En los años 1920, su amigo, Miles
Malleson, escribe: "Cada mañana, Bertie
solía hacer una
hora de caminata, reflexiona sobre su trabajo del día y lo organiza. Después escribe el resto de la mañana, tranquilamente, con facilidad y sin
una sola corrección. Consigna los resultados financieros de esa
actividad agradable en un bloc de notas. Toda su vida anotaba los derechos
percibidos de todo lo que publicaba o difundía. Y lo guarda en un bolsillo interior, y en sus
escasos momentos de inanición o de melancolía, lo saca para prolongar en su lectura lo que él llamaba: "una ocupación muy gratificante".
Russell no tenía ciertamente una experiencia de la vida que lleva
la mayor parte de la gente y no concede mucho interés a la opinión de los demás. Fue huérfano. Tenía cuatro años cuando murieron sus padres y pasa su
infancia en casa de su abuelo, Lord John Russell…
que dirigió
la Gran
Reforma de 1832 de la Cámara de los Comunes. La familia de Russell pertenecía a la aristocracia "whig". Impermeable a
todo contacto con el populacho e incluso con la baja nobleza, ésta responde con una abierta oposición a sus ideas radicales. El viejo conde, en calidad
de antiguo Primer Ministro era beneficiario de una residencia decidida por la
reina Victoria en Richmond Park. Russell pasa su infancia en Pembroke Lodge.
Afirmaba tener de su abuelo su acento inimitable. Su abuela, una mujer muy
religiosa, de elevados principios e ideas puritanas, ejerció
sin embargo
una gran influencia sobre él
durante su infancia. Los padres de Russell, ateos y ultra radicales, habían dejado instrucciones para que Bertrand fuese
educado en la filosofía de John Stuart Mill. Su abuela no contaba en esto,
en medio de sus biblias y registros de Estado. Una sucesión de gobernantes (incluso un ateo) y de preceptores
se encargaron de su educación. Pero con ellos o sin ellos, Russell seguiría el camino que se había trazado. A la edad de quince años, escribió su diario en caracteres griegos a fin de camuflar
sus pensamientos a los indiscretos: "Yo estoy llegando a escrutar la
fundación de una religión en la que me encuentre elevado". Siguió
ateo a partir
de esa época y en lo que le quedó
de vida hasta
el fin de sus días.
Ningún hombre ha tenido tanta confianza en el poder de su
espíritu. Lo veía como una abstracción, una fuerza incorpórea. Este amor a la abstracción, como su desconfianza hacia las manifestaciones
sobre la física, le vino sin duda de sus enseñanzas puritanas
de su abuela que hicieron de él un
matemático. La ciencia de los números, alejada del pueblo, fue la primera y más grande pasión de su vida. Obtuvo una beca para entrar en el
Trinity College de Cambridge y fue laureado en matemáticas en 1893. A ello siguió
una beca
universitaria en el Trinity, pues el primer logro del gran trabajo que emprendió
con Alfred North
Whitehead sobre Los Principios de Matemáticas lo terminaron el último día del siglo. Escribe: "Amo las matemáticas porque ellas no son humanas". En su
ensayo sobre El estudio de las matemáticas escribe: "Las matemáticas contienen no solamente la verdad sino también una suprema belleza".
Para
Russell, la especulación filosófica debe conducirse por un lenguaje especial. Lucha
por mantenerlo e incluso la estricta aplicación de un código hierático. Se rebela violentamente contra sus colegas filósofos, como G.E. Moore, que quería debatir sus problemas con un lenguaje profano,
como el buen sentido. A lo que Russell respondía: "El sentido común es la metafísica del salvaje". Según
él, los Grandes Padres del espíritu
tenían el deber de
reservar los misterios de Eleusis dentro de su casta". Pero Russell hacía una distinción entre los inicios de la filosofía, y la ética y de su uso por las masas y la práctica de los dos. De 1895 á 1917, de 1919 á 1921 y de 1944 á 1949 es miembro de la Conferencia de la Trinity, pasa
muchos años dando conferencias y enseñando a muchos universitarios americanos.
Pero consagra una parte más importante de su vida a explicar a otros lo que
debieran pensar y hacer. Este evangelio intelectual domina la segunda parte de
su larga existencia. Como Einstein en los años 1920 y 1930, Russell transmite a
las masas del mundo entero la quintaesencia, el arquetipo de la filosofía abstracta y la incardinación del junco pensante. La filosofía se convirtió en "ese género de truco hablado por Russell".
Russell es un comentarista muy pródigo. En uno de sus primeros trabajos, hace una
exposición sobre la obra de Leibniz al que veneraba. Su
brillante informe sobre La historia de la filosofía occidental (1946) fue merecidamente un best-seller en el mundo entero. Sus colegas universitarios le
criticaron considerándolo un trabajo popular pero sin duda envidiado.
Wittgenstein encontró
su libro La
conquista de la felicidad"absolutamente insoportable". Cuando su
mayor obra filosófica, El conocimiento humano apareció en 1949, los círculos académicos rehusaron tomarlo en serio. Uno de ellos lo trató
como "un
trabajo de ilusionismo". Por el contrario el público adoraba esa filosofía que frecuentaba todo el mundo. Con razón
o sin razón fue tomado como hombre valeroso de sus convicciones y dispuesto a
sufrir por ellas.
Como
Einstein que escogió el exilio para escapar a la tiranía nazi, Russell tuvo muchos conflictos con diversas
autoridades y soportó con dignidad su ostracismo. En 1916, redacta un folleto anónimo en favor de un objetor de conciencia que había estado encarcelado a despecho de la "cláusula de conciencia' prevista en la ley de
conscripción. Los distribuidores del folleto arrestados y
condenados fueron enviados a prisión. Russell dirige una carta al Times en la que se declaraba autor del folleto. Comparece
ante el Lord alcalde de Londres y es condenado a 100 libras de multa que rehusó
pagar. Sus
muebles fueron embargados y vendidos. El consejo de la Trinity, el cuerpo de élite de la institución, toma muy en serio el asunto y le borra de los cuadernos
de la Cofradía. Sus miembros parece que después reflexionaron en virtud de altos principios. Pero el público percibió esta medida como un doble castigo por el mismo
delito.
El 11 de
febrero de 1918, Russell es juzgado y condenado por segunda vez por haber
publicado en El Tribunal, un periódico radical, un artículo intitulado "La oferta de la paz
alemana" que comenzaba así: "La guarnición americana, que esta vez ocupará Inglaterra y Francia, que será eficaz o no contra los alemanes, será capaz, sin duda, de intimidar a los huelguistas, una práctica corriente del ejército americano en su país". Esta declaración temeraria, poco justificada y sobre todo absurda,
le valió caer sobre él el peso de una ley sobre la defensa del
reino, por haberse "emitido en una publicación de opiniones susceptibles de perjudicar las
relaciones entre Su Majestad y los Estados Unidos de América". Pasó seis meses de prisión en Bow Street. Cuando fue liberado, el Foreign
Office rehusó (por un tiempo) expedir para él el pasaporte. El subsecretario permanente, Sir Arthur Nicolson,
anota en su dossier: "Uno de los excéntricos más perniciosos del país".
Russell tiene nuevos problemas con la ley de 1939-1949,
cuando se le concede un púlpito en la Ciudad Universitaria de Nueva York. En
esta época, era conocido por sus ideas antirreligiosas que
pasaban por inmorales. Para completar sus numerosos artículos anticristianos, había puesto a punto un monólogo de salón: "El Credo del ateo", que recitaba con
voz nasal de clergyman: "Nosotros no creemos en Dios. Pero creemos en
la supremacía de la Hu-ma-ni-dad. No creemos en la vida después de la muerte, pero creemos en la inmortalidad de las buenas
acciones. Adoraba hablar a los hijos de sus amigos progresistas. Cuando se
anunció su puesto en Nueva York, el clérigo católico y protestante protestó
enérgicamente. La universidad era una institución municipal, los ciudadanos tenían derecho a contestar a su nominación y una Lady intentó
hacerlo en un
proceso en la villa de Nueva York. Su abogado declaró
que las obras
de Russell eran "lúbricas, libidinosas, lujuriosas, maníacas, afrodisiacas, (...) e inmorales". El juez, de origen
irlandés,
añade su voz al alboroto general y decide que Russell,
"ateo, extranjero y partidario del amor libre" no estaba capacitado
para ocupar ese puesto. El alcalde, Fiorello La Guardia, rehúsa apelar el
veredicto y anota enseguida en los archivos de la villa de Nueva York que
Russell merece ser "tratado como una cabeza de chorlito, emplumado y
expulsado del país".
Su última escaramuza con las autoridades tiene lugar en
1961, ¡a la edad de 88 años! Protesta contra las armas nucleares y se esfuerza obstinadamente en hacerse
arrestar por desobediencia civil. Participa en una manifestación ante el ministerio de Defensa el 18 de febrero y
permanece en la propia calle varias horas. Como no pasaba nada, termina
entrando. El 6 de agosto recibe una citación para comparecer en Bow Street el 12 de Setiembre,
por incitación pública contra la ley y es condenado a un mes de prisión, conmutada la pena a pasarlo en la enfermería. Cuando es pronunciado el veredicto alguien grita: "¡Es una vergüenza! ¡Una vergüenza! ¡Un hombre de 88 años!". El magistrado responde
al contestatario: "A esa edad, se sabe lo que se dice".
Es dudoso
que estos episodios hicieran penetrar las ideas de Russell en las masas. Pero
son testimonio de su sinceridad. Se piensa vagamente que Russell era un Sócrates moderno que tomaba su veneno, o un Diógenes saliendo de su tonel. En efecto, la imagen de
Russell aportando al mundo la ayuda de su filosofía es bastante engañosa.
Él intentaba más bien, sin éxito, comprimir el mundo en su filosofía y descubre que eso no sucedería.
El caso de
Einstein es muy diferente. Físico, estaba comprometido por el comportamiento del
universo de tal modo que estaba determinado a aplicar a su descripción las normas meticulosas de la prueba empírica. Rectificando la física newtoniana, cambió
nuestra manera
de ver el universo. Su contribución a la teoría del átomo fue el primer gran jalón por el camino de la energía
nuclear.
Por el contrario,
nadie fue más contestado sobre la realidad que Russell. Éste es
incapaz de servir como herramienta más simple para acometer las tareas rutinarias que el
hombre escoge sin pensar. Gusta del té pero no sabe hacerlo. Cuando Peter, su tercera esposa, tenía que salir, escribía en la pizarra de la cocina:
"encender la cocina, poner la olla en el fuego. Esperar a que el agua
hierva. Verter el agua en la tetera". Lo que no impedía que la operación saliera lamentablemente. En el envejecimiento
empezó a padecer sordera y debe servirse de un aparato que
nunca supo hacer funcionar sin ayuda. El mundo de los humanos y el mundo físico le desconcertaban constantemente. Escribe que
la Primera Guerra Mundial le obligó a revisar sus opiniones sobre la naturaleza humana.
"Hasta ahora suponía que era corriente que los padres amasen a sus
hijos. La guerra me ha convencido de que eso es una rara excepción.
Creía que la mayor
parte de los individuos amaban el dinero por encima de todo, pero he
descubierto que aman más bien la destrucción. Pensaba que los intelectuales amaban la verdad
pero me he percatado de que apenas hay diez que no prefieran la popularidad a
la verdad". Este amargo pasaje empañaba la bella ignorancia de las
reacciones y emociones humanas en tiempos de guerra como en cualquier otro
tiempo. En su autobiografía, numerosas declaraciones son tan sorprendentes que
el lector no puede si no preguntarse cómo es posible que un hombre tan inteligente haya
podido estar tan ciego ante la naturaleza humana.
Sin embargo,
Russell era muy capaz de olfatear y deplorar tantos otros peligrosos
conocimientos teóricos y desconocimiento práctico de las aspiraciones y sentimientos humanos.
Visita la Rusia bolchevique en 1920 y, el 19 de mayo, tiene una entrevista con
Lenin, "la teoría incardinada": "Tengo la impresión de que menosprecia tanto al populacho como al
intelectual". Russell sabía positivamente que tal combinación descalifica a un hombre que desea gobernar
sabiamente. Y añade: "Si le hubiese conocido (a Lenin) sin saber su
profesión u oficio, hubiera pensado que era un torpe
profesor". Russell no vio o no quiso ver que esa descripción
podía aplicársela igualmente a él, intelectual,
aristócrata,
que despreciaba a los hombres a veces por compasión. Si Russell ignoraba cómo se comporta la mayor parte de sus congéneres, le faltaba también discernir sobre sí. Pensaba que los hombres y las mujeres escuchan más
la voz de la razón que a sus emociones, que aplican un razonamiento lógico y no intuitivo, que ejercen la moderación en lugar de caer en los extremos, que la guerra
acabaría siendo imposible, que las relaciones humanas serían armoniosas y que la situación de la humanidad mejoraría constantemente. Russell razonaba como
matemático
porque para él no existía ningún concepto que no pudiese definirse en términos lógicos y ningún problema que no pudiese ser resuelto por el
razonamiento. No estaba lo bastante loco como para creer que los problemas
humanos podían resolverse como una ecuación. Pero pensaba que con el paso del tiempo, del método y de la moderación, la razón proporcionaría la solución de la mayor parte de nuestras dificultades públicas o privadas.
Pero en su
vida personal, todas estas proposiciones reposaban sobre fundamentos
tambaleantes y él lo
demostraba sin cesar. Cada vez que se encontraba en una situación
crítica, sus
opiniones y sus actos estaban determinados por sus emociones tanto como por su
razón. En las fases de crisis su lógica volaba. Tuvo otras debilidades. Cuando era
presa del idealismo, Russell situaba la verdad por encima de otra consideración. Pero era capaz de mentir en caso necesario.
Cuando su sentido de la justicia era ridiculizado, las emociones le embargaban.
Las opiniones de Russell sobre la guerra y la paz, el asunto en el que estaba
sin duda muy impuesto y empleaba más energía, merecen ser estudiadas. Russell consideraba la
guerra como un ejemplo supremo de conducta irracional. Pasó
dos guerras
mundiales e infinidad de conflictos mineros y todo lo detestaba. Su odio a la
guerra fue absolutamente sincero. En 1894 se casa con Alys Whithall, la hermana
de Logan Pearsall Smith, una cuáquera cuyo pacifismo religioso moderado reconfortaba
su robusta lógica (o al menos así
lo creía). Cuando estalla la guerra en 1914, se declara
totalmente opuesto al conflicto y hace todo lo que puede a ambos lados del Atlántico en favor de la paz, comprometiendo su libertad
y su carrera. Pero las declaraciones que
dieron lugar a su encarcelamiento no fueron las de un hombre razonable y
moderado. La ética de la guerra(1915) en la que explica que la guerra nunca está justificada, es bastante lógica. Pero su pacifismo, en esa época y más tarde, fue extremadamente emocional, por no decir
agresivo. Cuando el rey George V se compromete en 1915 a no beber alcohol mientras
dure la guerra, Russell renuncia a la abstinencia que observaba para complacer
a Alys y escribía: "El móvil del rey es facilitar la mortandad de los
alemanes. Es por lo que ha establecido una relación entre el pacifismo y el alcohol". En Estados
Unidos, considera el poder americano como el recurso de mantener la paz y al
presidente Wilson como el salvador del mundo. Le implora con vehemencia que se
muestre como "el campeón de la especie humana ante los beligerantes".
Puede
decirse que Russell había detestado la guerra, pero a veces amaba la fuerza.
Su pacifismo adquirió una seducción arrogante e incluso belicosa. Escribió
después de la Primera Gran Guerra: "Durante algunas semanas, sentí
que pudiera
llegar a encontrarme con Asquith o Grey y era incapaz de refrenar mis pulsiones
de muerte". Más tarde, se encuentra realmente con Asquith en
Garstin Manor, emergiendo del agua, completamente desnudo se encuentra frente
al Primer Ministro sentado en un banco. Pero su cólera ya estaba controlada y en lugar de matar a
Asquith, un erudito de formación clásica, se embarca con él en
una discusión sobre Platón. El gran redactor en jefe, Kinsley Martin, para el
que trabajaba y al que conocía bien Russell, decía que los pacifistas eran los individuos más resentidos que conocía y cita a Russell el ejemplo de T.S. Elliot que fue
maestro de Russell que así recibía el mismo aviso: "Russell encontró
una excusa
bastante buena para cometer homicidio". No porque le gustase el puñetazo,
pero siendo absolutista por naturaleza, creía en las soluciones definitivas y recurrió
más de una vez a
la noción de la paz perpetua impuesta al mundo por una política de fuerza.
Esta idea le
llegó al término de la Primera Guerra Mundial y declara que América debía usar su superioridad para imponer el desarme:
"La mezcla de razas y la ausencia relativa de tradición nacional convertían a América particularmente apta para aquella tarea". Cuando, de 1945 á 1949, América se asegura el monopolio de las armas nucleares, ese pensamiento
se impone de nuevo en él con
una fuerza enorme. Russell intenta más tarde negar, oscurecer o explicar sus posiciones
en el curso de ese periodo. Le importa exponerlos con detalle y en orden cronológico. Como lo ha establecido en su biografía Ronald Clark, él preconiza una guerra preventiva contra Rusia por oleadas y durante
años. Contrariamente a la mayor parte de las gentes de izquierda, Russell no
fue jamás seducido por el régimen soviético y rechazó siempre el marxismo. El Bolchevismo, un libro en el
que relata su viaje a Rusia es muy crítico con Lenin y sus actuaciones. Para él Lenin era un monstruo. Él creía que los relatos fragmentarios procedentes del
Oeste sobre el colectivismo forzado, la hambruna, las purgas, los campos, etc,
se apartaban radicalmente de la inteligencia progresista. Y no acepta la
extensión del régimen soviético a la mayoría de los países de la Europa del Este, lo que consideraría una catástrofe para la civilización occidental. "Odio demasiado al gobierno soviético para ser moderado", escribe el 15 de enero de 1945. Pensaba
que la expansión de los soviéticos continuaría si no era detenida por miedo o por el uso de la
fuerza. En una carta fechada el 1 de setiembre de 1945 afirma: "Yo pienso
que Stalin ha heredado la ambición de Hitler y se ha propuesto extender la dictadura
al mundo entero". Cuando fue lanzada la primera bomba atómica por Estados Unidos en Japón, volvió inmediatamente a su primer idea. América debía imponer la paz y el desarme usando su nueva arma
coercitiva para detener a la Rusia recalcitrante. La ocasión, un don del cielo a sus ojos, podría no volver a presentarse nunca más. Y comenzó a exponer su estrategia en artículos que aparecieron el 18 de agosto de 1945 en Forward, el diario de los trabajadores de Glasgow, en el Manchester Guardian el 2 de octubre, y más tarde, el 20 de octubre, en Cavalcade bajo
el título: "La última oportunidad de la Humanidad". Este último artículo comportaba una reseña significativa: "Un casus belli no será difícil de encontrar".
Durante cinco años, Russell reitera o expone opiniones similares.
No mastica sus palabras. En un debate en la Royal Empire Society, propone una
alianza (un avance de la OTAN) capaz de dictar sus condiciones a Rusia.:
"Tengo tendencia a creer que Rusia estará de acuerdo. Si no se hace deprisa, el mundo que sobreviva a la
destrucción de una guerra emergerá bajo un gobierno único conforme a sus deseos". En mayo de 1948,
Russell escribe a un experto de desarme americano, el dr. Walter Marseille:
"Si Rusia invade la Europa del Oeste, las destrucciones serán tales que se hará imposible una reconquista ulterior. Casi toda la población educada será enviada a un campo de trabajo, al nordeste de Siberia o a orillas del
Mar Blanco, donde la mayor parte morirá de privaciones y los supervivientes se transformarán en bestias". Las bombas atómicas, si son utilizadas, serían lanzadas primeramente sobre Europa del Oeste pues
Rusia quedaría así fuera de sus efectos. Los Rusos, incluso sin bomba
atómica, serían capaces de destruir todas las grandes ciudades de
Inglaterra... América terminaría ganando, sin duda alguna, pero si Europa del Oeste
no puede ser protegida contra la invasión, sería un retroceso de la civilización durante siglos. Incluso a ese precio, creo que
valdría la pena hacer la guerra. El comunismo debe ser
barrido e instaurado un gobierno mundial". Russell subraya constantemente
esa urgencia. "Pronto o tarde, los Rusos tendrán bombas atómicas, y cuando eso ocurra, el problema será mucho más difícil de resolver. Todo debiera hacerse ahora con
celeridad. "Desde que Rusia hace estallar una bomba A, él avanza con el mismo argumento, insiste en la urgencia para Occidente
de desarrollar la bomba de hidrógeno. "No creo que en el estado del espíritu del mundo, un acuerdo para limitar la guerra atómica pudiese hacer el menor bien. Cada bando supondría que el otro no iba a respetarlo". Y repite la
fórmula: "Antes muertos que rojos", la más intransigente. "La próxima guerra, si estalla, será el desastre más grande de la historia de la raza humana hasta hoy.
Yo no puedo ver algo peor que la extensión del Kremlin al mundo entero".
La
argumentación jurídica que defiende la guerra preventiva fue
largamente discutida durante esos años. En el Congreso internacional de Filosofía de Amsterdam celebrado en 1948, Russell es
violentamente atacado por el delegado soviético Arnost Kolman al que respondió con la misma agresividad: "Vuelva a decir a sus
maestros del Kremlin que envíe servidores más competentes para exponer su programa de propaganda
mentirosa". Mantiene el mismo discurso en el New York Times el 27 de setiembre de 1953: "Por terrible que
pueda ser una nueva guerra mundial, la prefiero a un imperio comunista
mundial".
Es sobre esta
época aproximadamente cuando el punto de vista de
Russell cambia de repente. El mes siguiente, en octubre de 1953, niega en el
diario Nation"haber preconizado una guerra preventiva contra
Rusia". Ese asunto, pretendía, era una "invención comunista". Según uno de sus amigos, durante algún tiempo, cada vez que se le preguntaba acerca de
esa guerra, él lo negaba en bloque: "¡Jamás! Eso no es más que una invención de un periodista comunista". En marzo de 1959
en el curso de una entrevista televisada en la BBC, en un célebre cara a cara con John Freeman, Russell cambia de táctica. Los expertos en desarme en América le habían pedido los capítulos y palabras de sus declaraciones. Pero no podía negar la evidencia. Declara entonces a
Freemancuando le hace preguntas acerca de la guerra preventiva: "Todo eso
es verdad. Pero yo no me retracto, pues es perfectamente coherente con lo que
pienso hoy". Y hace seguir a esta de declaración una carta al semanario de la BBC, Listener:
"En efecto, yo había olvidado completamente que había pensado en una política de intimidación que implicaba una posible guerra que veía deseable". En 1958, M. Alfred Kohlberg y M.
Walter Marseille me han recordado lo que dije en 1947 y lo he leído con estupefacción. No tengo excusa alguna que ofrecer".
En el tercer
tomo de su autobiografía (1968) avanza otra explicación: "...En la época en la que aconsejé aquello,
lo dije sin ninguna esperanza real de que ocurriera. Lo había olvidado por completo". Y añade, "Como
ya he mencionado en una carta privada y en otra declaración, ignoraba que fuese un objeto de disección para la prensa". Pero como lo demuestra el
estudio de Ronald Clarke, ¡Russell había tocado este tema de la guerra preventiva en
numerosos artículos y discursos durante años!
Desde que
aseguró a John Freeman que su opinión en los años 1950 a propósito de las armas nucleares y su apoyo a una guerra
preventiva eran coherentes, puso en cuestión su credibilidad. Pues es una coherencia muy
particular: la del extremismo. En los dos casos, el de la guerra preventiva o
la "antes muerto que rojo", Russell suministró
un ejemplo de
argumentación llevada al extremo de una utilización grosera e inhumana de la lógica. Este fue su punto flaco. Ataca un valor
peligroso para los dictados de la lógica.
En el curso
de los años 1950, Russell decide que las armas nucleares eran un mal intrínseco y no debían ser utilizadas en ningún caso. Y comienza a protestar contra las armas
nucleares en una retransmisión de 1954 sobre los ensayos en el atolón de Bikini intitulado: "Los hombres en
peligro". Después en
diversas conferencias internacionales. A lo que siguieron manifestaciones en
las que Rusia endureció su línea en favor de su abolición total a cualquier precio. El 23 de noviembre de
1957 publica en el NewStatesman"Carta abierta a Eisenhower y Kroutchev"
para exponer su opinión. El mes siguiente, al recoger su correo del buzón, se encuentra con la sorpresa de una larga arenga
(traducida), acompañada de una carta en ruso firmada por Nikita Kroutchev. ¡La
respuesta del líder soviético a
Russell! Una carta de propaganda para los soviéticos, diciendo que a pesar de su enorme superioridad en fuerzas
convencionales, los soviéticos
estaban dispuestos desde siempre a aceptar el desmantelamiento del armamento
nuclear (pero sin control). La carta fue publicada e hizo sensación. Una respuesta más reticente llegó del lado americano, no del presidente en persona
sino de John Fuster Dulles, su secretario de Estado. Russell estaba encantado
con una correspondencia tan distinguida. Su vanidad, otra de sus debilidades,
estaba muy excitada. Esta carta de Krutchev simpatizando con sus opiniones llevó
a Russell a
tomar posiciones antiamericanas en extremo. La abolición de las armas nucleares se convirtió
en el centro
de su vida e hicieron aparición sus aspiraciones tolstoianas.
El siguiente
año, 1958, Russell fue nombrado presidente de la nueva Campaña por el desarme
nuclear, una organización moderada representada por Canon John Collins de Saint
Paul, el poeta J.B. Priesteley y otros que se adhirieron cubriendo una larga nómina de opiniones
en Gran Bretaña a propósito del asunto.
Si nos
atenemos estrictamente a la ley, serían manifestaciones pacifistas. Esta primera fase de
operaciones fue impresionante y eficaz. Pero síntomas de extremismo no tardaron en manifestarse en
Russell. Rupert Crawshay-Williams, en relación a Russell durante aquellos años estuvo tranquilo y
rindió cuentas sobre el asunto. Anota en su diario el 24 de
julio de 1958 una explosión de cólera reveladora de Russell contra John Strachey, un
antiguo comunista, que se alía después al ala derecha del partido de los trabajadores y se convierte en
ministro de Defensa del gobierno Attlee después de la guerra. En 1958, hacía tiempo que no había tenido ningún puesto ni ninguna responsabilidad. Pero creía en el efecto disuasorio de lo nuclear. Habiendo
sabido que Crawshay-Williams y su mujer habían visitado a Strachey, Russell se interesa por las
opiniones de de este último sobre la bomba H e imagina que eran
compartidas por los Williams. Y explota:
"¡Ustedes forman parte, como John Strachey, del club de los asesinos! ,
dice, levantando el brazo de su asiento. El club de los asesinos está compuesto de individuos a quienes no preocupa lo que le ocurra al
pueblo. Mientras que los dirigentes piensan que sirven a la catástrofe. Ellos se aseguran su seguridad personal y se
construyen sus abrigos a prueba de bombas".
William le
pide que piense si realmente Strachey tiene un refugio personal. Russell
vocifera: "Sí, seguro que tiene uno". Quince días
más tarde
tuvieron otra discusión sobre la bomba H que "comenzó
calmadamente".
Después de repente, sin gritar apenas "Bertie le dice
en tono furioso, la próxima vez que vea a vuestro amigo John Strachey dígale que no comprendo por qué ha de tener igualmente, como Nasser, la bomba H". Estaba
convencido de que gentes como John ponían en peligro al mundo y tenía derecho a decírselo".
Esta cólera, acompañada de una falta de interés por los hechos, le hace atribuir los móviles más viles a quienes tienen una opinión distinta de la suya. Los brotes de paranoia de
Russell encontraron la ocasión de expresar públicamente en 1960, cuando se escinde el comité de desarme, para formar su propia sección de la acción directa, el "Comité de los cien", que consagra sus esfuerzos a la desobediencia
civil. Al principio, los signatarios de este grupo contaban con intelectuales
prestigiosos, artistas y escritores tales como Compton Mackenzie, John Brain,
John Osborne, Arnold Wesker, Reg Butler, Augustus John, Herbert Read y Doris
Lessing. Muchos de ellos no eran en ningún caso extremistas. Pero el grupo escapa rápidamente a todo control. La historia demuestra que
todos los movimientos pacifistas acaban en un impasse. Los elementos más activos, frustrados por la lentitud del progreso,
recurren a la desobediencia civil y a actos de violencia. Esta fase marca
invariablemente el momento en el que dejan de ser seguidos por las masas. El
Comité de los cien y la desintegración del propio comité que siguió a esa fase fueron ejemplos rotundos de este proceso.
El comportamiento de Russell no hizo más que acelerar lo que sin duda hubiera ocurrido de
todas maneras.
En aquellos
momentos se atribuían los acontecimientos a su influencia y a la de su
nuevo secretario Ralph Schoeneman. Examinaremos rápidamente su relación con Schoeneman, pero lo que importa es resaltar
que el comportamiento y los propósitos de Russell durante la crisis del Comité fueron ejemplares. Los sucesos que condujeron a su dimisión como presidente fueron cada vez más desagradables. Russell lo atribuía a motivaciones inconfesables de Collins, le acusó
de mentir e insistió
en que las
discusiones privadas fuesen registradas.
Desde que
Russell se libró de Collins y sus amigos moderados del Comité a favor del desarme, sus declaraciones fueron tan absurdas que
hicieron que todo el mundo le huyese a excepción de sus adeptos más fanáticos. En 1958, en un ensayo sobre Voltaire,
escribe: "No debe expresarse ninguna opinión con pasión. Nadie puede negar con fervor que siete por ocho
son cincuenta y seis. Lo sabía. El fervor no es necesario cuando se quiere
arriesgar una opinión dudosa o falsa por su falta de demostración". A partir de 1960, muchos propósitos de Russell fueron no obstante no sólo fervientes sino también escandalosos y a menudo sostenidos bajo la influencia del momento,
en estado de virtuosa indignación al encuentro de conseguir la aprobación de quienes no compartían sus opiniones.
En
Birmingham, en abril de 1961, Russell expone las notas que había preparado para su discurso: "Sobre una base
puramente estadística, Macmillan y Kennedy son cincuenta veces más peligrosos que Hitler". Lo que viene a
comparar un hecho histórico reconocido con una proyección de futuro, lo que ya es grave en sí
mismo. Pero un
registro revela la verdadera intención de decir Russell sobre su discurso: "Pensamos
generalmente que Hitler es un perverso porque quiere matar a todos los judíos. Kennedy y Macmillan no sólo quieren matar a todos los judíos, sino a todos incluidos nosotros. Son pues más peligrosos que Hitler". Y añade:
"No obedeceré a un
gobierno que planifica la masacre de toda la especie humana... Son los seres más nocivos que jamás haya habido en la historia del hombre".
Si nos
atenemos a las premisas de Russell, sus acusaciones tienen una lógica. Pero una lógica aplicada de manera selectiva. A veces, Russell
recuerda que todas las potencias que poseen armas nucleares son igualmente
susceptibles de premeditar asesinatos en masa. Ahora implica a los Rusos en
estas polémicas. En una carta publicada en 1961, enviada
"desde la prisión de Brixton" afirma: "Kennedy y Krutchev,
Adenauer y de Gaulle, Macmillan y Gaiskell persiguen el mismo objetivo: el fin
de la vida humana".
Russell
odiaba al régimen soviético, a Rusia y a los Rusos. En el curso del periodo que siguió
a la guerra, repetía incansablemente que los soviets eran tan perversos
o peores que los nazis.. Crawshay-Williams anota ciertos vituperios acerca de
este asunto: "Todos los Rusos son bárbaros orientales". "Todos los Rusos son
imperialistas". Y llega a decir un día que "los Rusos remontarán el estómago para traicionar a sus amigos". Pero a
partir de los años 1950 su odio a los Rusos se atenúa, dejando su sitio a un antiamericanismo frenético. Este sentimiento estaba enraizado en un fiero patriotismo británico a la antigua usanza, una suerte de sentimiento
de superioridad de clase, en su desprecio a los advenedizos, pero también en su odio al progresismo liberal para los países capitalistas más grandes del mundo. Sus padres pertenecieron a una
generación aún más ligada a América y a su progreso democrático. En 1867 había tenido allí una larga estancia sobre la que escribe Russell:
"Los jóvenes que quieran transformar el mundo deberían ver América
como algo imprescindible". Pero añade: "No
podrán
prever que los hombres y mujeres que aplauden el ardor democrático y admiran la oposición triunfante a la esclavitud, sean los abuelos y
abuelas de quienes van a asesinar a Sacco y a Vanzetti". Russell se rinde
varias veces a América y
vive allí durante años esencialmente para ganar dinero.
Escribe en 1913: "Estoy terriblemente escaso de dinero y cuento con América para restablecer mis finanzas". Un refrán recurrente. Pero es siempre muy crítico con los americanos y anota en su primera visita
(1896) que son "increíblemente perezosos para todo excepto para los
negocios". Pero sus opiniones acerca del impacto de América sobre el mundo oscilaban salvajemente. Durante la Primera Guerra
Mundial, considera a los Americanos ahorradores.
Después, decepcionado, se torna muy antiamericano en los años 1920 y afirma
que el socialismo (que aprobaba) sería imposible en Europa "en tanto que América no se convertiría al socialismo o, al menos, no aceptaría permanecer neutral". Consideraba a América responsable de "la lenta destrucción de la civilización china", llama a una "revuelta a escala
mundial" contra "el imperialismo capitalista" americano y afirma
que si "los Americanos no renuncian a su fe en el capitalismo, la
civilización colapsaría completamente".
Veinte años más tarde apoya la política militar de Estados Unidos durante la Segunda
Guerra Mundial, e incluso después, pero
ese apoyo está acompañado por un disgusto creciente de su política. A fines de los años 1950, estando de viaje, escribe a Crawshsy-Williams:
América es bestial. Los Republicanos son tan peligrosos
como estúpidos, ¡que ya es decir! He dicho en todas partes que
encontraba interesante estudiar el ambiente de un Estado Policial... Pienso que
la tercera guerra mundial comenzará el próximo mes de mayo". Apostó
con Malcom
Muggeridge que Joseph Carty sería elegido presidente (pero debió
pagar la
apuesta cuando el senador muere).
Russell, asistido por su secretario, Schoenman, fue
presa fácil de ideas completamente extravagantes. Medio siglo
antes, había deplorado que los Aliados se sirviesen de relatos
sobre atrocidades cometidas por los Alemanes en Bélgica para atizar el ardor guerrero de los combatientes. Él no se tomó la molestia de buscar la demostración en su libro La Justicia en tiempos de guerra
(1916) pues
muchas historias de ese género carecían de fundamento. En los años 1960, Russell usa su
prestigio para hacer circular y acreditar relatos sobre la guerra de Vietnam
todavía menos plausibles, con la sola idea de atizar el
odio contra América. Esta política alcanza su punto culminante con el
"Tribunal de crímenes de guerra" (1966-1967) que organiza. Se
desplaza enseguida a Estocolmo para pronunciar un juicio contra América. Para este ejercicio de propaganda recluta intelectuales de
renombre tales como Isaac Deutscher, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, el
escritor yugoeslavo Vladimir Dedijer, un antiguo presidente de Méjico y un laureado poeta de Filipinas. Pero no hace siquiera un
simulacro de justicia o imparcialidad. Russell declara que es preciso convocar
un tribunal y juzgar a "los criminales de guerra Johnson, Rusk, McNamara,
Lodge y sus cómplices".
Russell, el
filósofo, insiste constantemente en utilizar las
palabras con sentido, su sentido, preciso. Russell, el consejero de la
humanidad, confiesa en su autobiografía "que describe las cosas insoportables de una
manera repulsiva para incitar a los demás a que compartan sus desvaríos". ¡Curioso ciego para ser un hombre
consagrado por profesión al análisis sin pasión por los problemas! Además, sus esfuerzos por superar su cólera sólo incluían los necesarios para aquello sobre lo que ya
estaba convencido. Cuando Russell pretende en 1951 que en América "nadie se arriesgue a propósitos políticos sin asegurarse antes de que un cualquiera le
escuche", nadie le creería. Cuando anuncia en 1962, durante la crisis cubana:
"Es probable que en una semana estéis todos muertos para complacerse estos locos americanos", se
refería al presidente Kennedy. Cuando pretendió
que los
soldados americanos de Vietnam eran "tan feroces como los nazis", su
audiencia se resintió.
Es preciso
decir que toda su vida, Russell nunca era más impresionante al defender una tesis que en sus máximas. Sus "dichos de paso" son también decepcionantes al leer los de Tolstoi: "Un caballero es un
hombre cuyo abuelo dispuso de más de 1000 libras anuales". "Ningún gobierno democrático podrá nunca funcionar en África". "Los niños deberían ser enviados a los internados para escapar al
amor materno". "Las madres americanas son culpables de incompetencia
instintiva. Su fuente de afecto está tarada". "La actitud científica raras veces se aprecia en las mujeres".
Russell pasa los últimos decenios de su vida haciendo declaraciones
políticas. Entre las dos guerras se hace célebre por sus opiniones sobre la unión libre, la reforma del divorcio y la escuela mixta.
En teoría al menos, defiende los derechos de la mujer en el
matrimonio y fuera del matrimonio y declara a las mujeres víctimas de un sistema moral antiguo sin base ética real. Preconiza la libertad sexual y fustiga: "los tabús y los sacrificios humanos que pasan
tradicionalmente por una "virtud"". Sus opiniones sobre la vida
de la mujer, la vida social, los niños y las relaciones humanas recuerdan a
menudo las de Shelley a quien veneraba particularmente y de quien declamaba los
versos que mejor explicaban su actitud frente a la vida. Se instala en el País de Gales en la región en la que Shelley intentó
fundar una
comuna de 1812 á 1813.
Su casa, Plas Penryn, fue obra del arquitecto que construyó
la de Maddox,
amigo de Shelley, en el estuario de Portmadoc.
Pero, como
Shelley, su comportamiento con las mujeres, en la vida, no se conforma siempre
a sus principios teóricos. Alys, la primera mujer de Russell, una gentil
cuáquera americana, amorosa y generosa, sufrió
como Harriet,
la esposa de Shelley, a consecuencia de la tendencia de su marido al
libertinaje. Russell fue educado de una manera muy estricta y fue mojigato
hasta la treintena. En 1900, cuando su hermano Frank, el segundo, deja a su
primera esposa, se divorcia en Reno y vuelve a casarse, Russell evita recibir a
su segunda esposa en la cena (razón por la que Frank fue acusado de bigamia por la Cámara de los Lord). Pero a medida que envejecía, como Victor Hugo, se iba haciendo más libertino y cada vez estaba menos inclinado a
seguir las reglas de la sociedad salvo en lo que le convenía.
Russell, después de seis años casado, deja, de hecho, a Alys el 19 de marzo de 1911, el día que visita a Lady Ottoline Morrell en su casa, en
el 44 de Belfored Square, en ausencia de su marido, con quien hace el amor. En
su Diario, Russell asegura no haber tenido "relaciones plenas" esa
noche con Lady Ottoline. Pero aun así decide "dejar a Alys" y provocar que Lady
Ottoline deje a "Philip": "Lo que Morrell pudiera pensar o
sentir me era indiferente", escribe. Estaba convencido de que el marido
"les mataría a los dos" pero estaba dispuesto "a
pagarle ese precio por una noche". Russell comunica inmediatamente la
novedad a Alys. "Llena de rabia" le advierte que si se divorcian
"ella haría todo lo posible para que saliese a relucir el
nombre de Ottoline". Russell respondió: "con firmeza" que si ella cumplía esa amenaza, él se suicidaría para sustraerse a sus maniobras": "Su
rabia se me hizo insoportable. Después de haberla dejado desahogarse algunas horas, he dado un curso de
filosofía sobre Locke con su sobrina".
Este relato
complaciente de Russell no concuerda con el comportamiento real de Alys. Ella
se condujo con mucha más dignidad, moderación y afecto
real que él. Ella
acepta ir a vivir con su hermano a fin de que él pudiera vivir su relación con Lady Ottoline (el marido consintió
en cerrar los
ojos, a condición de que fuese respetado un mínimum de su propiedad). El divorcio no fue decretado
hasta mayo de 1920. Alys no deja de amar nunca a Russell. Cuando el Trinity
College le suprime su subvención, ella le escribe: "Yo había ahorrado 100 libras para convertirlas en exchequerbonds, pero prefiero dártelas si me lo permites, pues temo que todas estas
persecuciones influyan seriamente en tu porvenir". Cuando él ingresa en prisión ella le dice: "Pienso en ti cada día con pesar y sueño contigo casi todas las
noches". Russell no se vuelve a reunir con ella hasta 1950.
Esta
separación exige a Russell muchas más mentiras e hipocresía. Para ir a sus encuentros con Lady Ottoline, se
corta el mostacho para mejor esconder su identidad. Los amigos de Russell que
le oían constantemente hablar de verdad y de
transparencia se sorprendieron al descubrir lo que estaba haciendo. Este
episodio de su vida fue un periodo de confusión en el plano sexual. Sus referencias a Lady
Ottoline apenas fueron satisfactorias si le creemos cuando dice: "Sufro al
no haber sabido de una piorrea que me provoca un aliento agresivo, pues lo
ignoraba. Y ella no se ha atrevido a decírmelo". Sus relaciones fueron tibias. En 1913
se reúne con "la mujer de un psicoanalista" en
los Alpes: "Yo deseaba hacer el amor con ella, pero pensé que antes era preciso explicarme acerca de Ottoline". La mujer
fue menos entusiasta cuando le habló de su amante. "Pero he decidido, por una vez,
que sus objeciones podían ser ignoradas". Él no volvió a verla jamás.
Después encuentra a una jovencita en Chicago en 1914, con la que vivió
un episodio
poco honroso. Helen Dudley y sus tres hermanas eran hijas de un eminente ginecólogo. Russell le trata en una de sus conferencias. Y
escribe: "He pasado dos noches bajo la tutela de sus padres, la segunda
con ella. Sus tres hermanas han montado guardia para advertirnos en el caso de
que los padres se acercasen". Russell se las arregló
para que fuese
a Inglaterra ese verano, a fin de vivir con él en espera de su divorcio. Después escribe a Lady Ottoline para darle la nueva. Pero entre tanto,
habiendo oído decir que Russell se había curado de su mal aliento, Lady Ottoline le propuso
reanudar su relación. Cuando Helen Dudley llega a Londres en agosto del
1914, acababa de declararse la guerra. Russell está decidido a intentar
oponerse pues no quiere "complicar la situación con un escándalo privado" que podía desacreditar todo lo que él pudiera decir. Anuncia a Helen que su pequeño plan no podía sostenerse. "Yo deseaba relaciones con ella
de vez en cuando". "La guerra ha matado mi pasión y le he roto el corazón", reconoce. Para terminar: "Ella fue víctima de una rara enfermedad que primero la paralizó
y luego la
enloqueció".
Pero Russell
no vaciló en "complicar la situación" tomando como amante a Lady Constance Malleson, más conocida bajo el nombre de Colette O'Neil. Se
encontraron en 1916. La primera vez que se declararon su amor "no fueron a
la cama". "Tenían demasiadas cosas que decirse". Los dos eran pacifistas.
En el curso de "su primera cópula" oyeron un grito bestial en la calle:
"He saltado de la cama y he visto caer un Zeppelin en llamas", cuenta
Russell. "Yo he pensado en los hombres valientes en el trance de vivir la
agonía, que había provocado ese grito de entusiasmo en la calle. El
amor de Colette viene de un refugio, no contra la crueldad ineluctable, sino
contra la agonía de mi toma de conciencia de lo que son los hombres".
Russell
habla de esta agonía y, años más tarde, es cruel a su vez con Lady Constance, quien
debió contentarse con ser compartida por Russell con Lady
Ottoline. Las dos mujeres le visitaron por turnos, durante su estancia en prisión. Al decir de Lady Constance, comprensiva, ella
prefería quedarse con su marido que reanudar su relación con Russell después de su divorcio. Ella le suministró "la prueba" de que le permitiría obtener un juicio provisional de divorcio en mayo
de 1920. Russell caía en brazos amorosos de otra mujer, mucho más joven y bonita, una feminista emancipada llamada
Dora Black que se encontraba encinta. Dora rehúsa esposarse con Russell. Ella desaprobaba la
institución del matrimonio. Russell, también siempre deseoso de "complicar su situación", insiste, consigue convencerla y la
ceremonia tiene lugar seis meses antes de que nazca el bebé. Lady Constance es puesta en evidencia y Dora debe soportar lo que ella llamaba
"la vergüenza y la desgracia del matrimonio".
Russell que
por aquel entonces tenía la cincuentena estaba fascinado por el
"encanto del hada" de Dora. Adoraba tomar baños de un minuto y correr
con los pies desnudos en el rocío. Por su parte, ella le escuchaba, fascinada, decir
que un militarista, un día, había garabateado en su casa: "la funesta manía de la paz habita aquí" que él aprobaba como conocedor: "Cada palabra era la correcta".
Físicamente, Russell no complacía a todo el mundo. Su reír, según Eliot, que fue su alumno en Cambridge, parecía el "grito del pájaro carpintero". A George Santayana le parecía
más bien el de
una hiena. Llevaba siempre sombreros trasnochados que raramente cambiaba (no
tenía nunca más de dos a la vez) y collares rígidos como Colidge, su contemporáneo. En la época de su segundo matrimonio, Beatrice Webb anota en su diario que
Russell era un "personaje demasiado cínico, malsano, que parecía retirado, viejo prematuro". Pero Dora ama
"sus gruesos cabellos grises, bastante bellos... que volaban al viento, su
gran nariz puntiaguda y graciosa, su pequeño mentón, su largo labio superior". Ella resalta que
"sus largos pies pero pequeños estaban girados hacia el exterior y que
parecía, característica por característica, propios de un "sombrerero
loco". Ella quería, deseo fatal, "protegerle de su candor".
Tuvieron dos
niños, John y Kate, y abrieron una escuela progresista en 1927, en Beacon Hill,
cerca de Patersfield. Russell había declarado en el New York Times que "grupos de diez familias debiera ser un
ideal, "poner a los niños en común" y ocuparse alternativamente para darles al
menos dos horas de clase al día, "bien equilibradas" y dejarles correr
"en estado salvaje" el resto del tiempo. Él intenta materializar su teoría en Beacon Hill. Pero esta escuela es cara y debe
limitarse a escribir artículos para pagar sus facturas. Además, como Tolstoi, se cansa pronto de la rutina y deja
a Dora ocuparse de ello. Pero a pesar de sus ideas ultra progresistas, el
sentido de la responsabilidad está más desarrollado en Dora que en Russell.
Ellos se peleaban con frecuencia por historias
sexuales. Mrs. Webb lo había predicho. Este matrimonio "con una hija de
carácter ligero, de una filosofía tan materialista a la que no podía respetar" estaba abocado al fracaso. Russell,
como Tolstoi, imponía a su esposa un estilo de vida que ella aceptaba:
"Bertie y yo... hemos acordado la libertad de tener aventuras". Él no pone reparos cuando se convierte en secretaria de la filial
inglesa de la Liga mundial para la reforma sexual, o que ella asista, en 1926,
al Congreso internacional de la sexualidad en Berlin en compañía del pionero de
operaciones transexuales, el dr. Magnus Hirschfels, y el asombroso ginecólogo Norman Haire. Pero cuando ella reconoce casi
abiertamente su aventura con el periodista Griffin Barry y -a tenor de las
lecciones de su marido- tiene dos hijos con su amante como una Lady Whig del
siglo XVIII, Russell comienza a ver mal esa facilidad. Años más tarde, él reconoce en su autobiografía que en su segundo matrimonio trató
de respetar la
libertad de su mujer, una actitud ordenada por sus convicciones: "He
descubierto que mi capacidad de perdón y lo que podría llamarse amor cristiano no estaban a la altura de
mis demandas". Y añade: "No importa que hubiera podido decírmelo antes, yo estaba ciego por la teoría".
Russell
omite mencionar ciertas actividades por su parte, contrarias a su actitud de
transparencia, que fueron a menudo furtivas. El hecho es significativo. Cada
vez que los intelectuales intentan observar una completa franqueza en su vida
sexual, acaban siempre experimentando una culpabilidad secreta de una fuerza
inhabitual incluso en los adulterios normales. Dora refiere más tarde que recibió una llamada de urgencia en la casa de campo de
Cornualles de su cocinera trastornada, impidiéndole que se acercase a sus dos hijos porque "ella se acostaba
con el amante". La desgraciada
cocinera fue despedida. Dora descubre también varios años más tarde que en su ausencia Russell y su amante
anterior, Lady Constance, tenían encuentros galantes. A su regreso, con su recién nacido, Dora tiene una sorpresa desagradable: "Bertie me
produce un schock al decirme que había hecho una transferencia de afecto a Peter
Spence". Margery ("Peter") Spence era una estudiante de Oxford
que se ocupaba de los niños durante las vacaciones. En 1932 los Russell
ensayaron pasar una quincena en Francia, en el Sudoeste, cada uno con su
amante. "No podía creer que Berti pudiese hacer algo parecido",
escribe Dora, bajo schock, y añade que era "inevitable", que "un tal
hombre" no puede más que "herir a mucha gente en su camino, pero
que su "trágico defecto" era que él "experimentaba el poder lamentarlo". "Él ama a la multitud y sufre de sus sufrimientos, pero permanece a
distancia el aristócrata al que falta los puntos en común con
ella".
Dora descubre
también su lado cruel. Cuando él se separa de una mujer para unirse a otra, Russell está lejos de ser "cándido". Como todos los hombres de su clase y su
fortuna, encarga a un grupo de abogados muy poderosos que se ocupasen de sus
negocios, a los que daba carta blanca y hacen lo que él quería. El divorcio, complicado y penoso en extremo, dura
tres años pues la pareja había firmado al principio del procedimiento un acta en
cuya virtud el adulterio era reconocido por ambas partes y establecía que en caso de litigio ninguno de los dos podría invocar los casos anteriores a la fecha de 31 de
diciembre de 1932. Lo que hacía del proceso algo delicado, embrollado, y a los
abogados de Russell más agresivos. Cada uno reclama la custodia de los
hijos y al fin Russell consigue ponerles bajo tutela judicial, como la pobre
descendencia de Shelley. Para conseguirlo, los abogados aportan el testimonio
de un chófer despedido de la escuela por Dora que había sido empleado de Russell. Él declara que Dora estaba a menudo ebria, que había visto botellas de whisky escondidas en su habitación y que se había acostado con un padre de sexo masculino y un
visitante. "Russell tampoco sale indemne. El presidente de la Corte de
divorcios, para terminar, invoca la ley de 1935, resalta que el adulterio de la
esposa estaba precedido de al menos dos infidelidades del marido, culpable además de numerosos adulterios en circunstancias
generalmente consideradas agravantes... e infidelidad con personas del servicio
del hogar o contratadas para trabajar en el negocio de los dos".
Es imposible
no sentir simpatía por Dora al leer informes sobre este largo y
doloroso combate. Por un lado y por el otro, ella fue fiel a sus principios,
contrariamente a Russellque los traicionó cuando eran embarazosos y tuvo que recurrir a la
fuerza bruta de la ley. Dora, que no había querido nunca este matrimonio, escribe: "Debí esperar hasta el mes de marzo de 1935 para liberarme
de mi matrimonio oficial. Ya tenía una buena treintena de años. El divorcio malogró tres años de mi vida y me hizo vivir dramas de los que no
estoy completamente repuesta".
El
matrimonio de Russell con Peter Spence, su tercera esposa, dura una quincena de
años. Anota, lacónico: "En 1949, cuando mi mujer decida que se
ha cansado de mí, nuestro matrimonio dará fin". Bajo esta reseña tramposa se esconde una larga historia de
pequeños adulterios.
Russell, sin ser positivamente un donjuan, no tuvo ningún escrúpulo en seducir a las mujeres que se cruzasen en su
camino. Se convirtió en un experto de las rusas que tenía que conocer para practicar el adulterio en una época en que no estaba todavía permitido. Escribe a Lady Ottoline: "El mejor
plan será que vayas a la estación, que permanezcas en la sala de espera de las
primeras que dan al andén,
después vienes conmigo en taxi hasta el hotel y tú
entras
conmigo. Este plan comporta menos riesgos que el otro y no despertará la atención de la dirección del hotel". Treinta años más tarde, aconseja a Sidney Hook, que no le pregunte
nada: "Hook, si os llega una joven al hotel y al recepcionista le parece
sospechoso, es preciso que la joven diga en voz alta, cuando diga el precio de
la habitación: "¡Es demasiado cara!" Será seguro que es vuestra esposa". Generalmente Russell actuaba sobre
la marcha. En 1915, da hospedaje sin un centavo a su antiguo alumno T.S. Eliot,
y a su mujer Vivien en su apartamento londinense de Bury Street. El poeta
describe a Russell con los trazos de M. Apollinax, un "feto
irresponsable""escuchando batir sus zapatos de centauro sobre el césped". Su "conversación apasionada devora la tarde". Pero Eliot, un
alma confiada, deja a menudo a su esposa sola con este centauro y sus
apasionadas conversaciones. Russell hizo a sus amantes relatos contradictorios
de lo que estaba pasando. A Lady Ottoline le decía que su flirt con Vivien era platónico. A Lady Constance le confiesa haber hecho el
amor con ella, pero que había sido una experiencia "infernal,
repugnante". Es probable que la verdad no tuviese nada que ver con lo que
contaba a las dos y que la conducta de Russell contribuyese a la inestabilidad
mental de Vivien Eliot.
Las víctimas de Russell fueron a menudo criaturas
humildes, prostitutas, gobernantas y todas las jóvenes y bonitas mujeres de los alrededores de la
casa. En el retrato que hizo de Russell, el profesor Hook afirma que esta
costumbre fue la causa esencial del fracaso de su tercer matrimonio. Hook dijo
saber "de buena fuente" que a despecho de su avanzada edad
"continuaba corriendo detrás de todo lo que llevaba enaguas, incluso
sirvientes, no a espaldas de Peter, sino ante sus ojos y a los de sus
invitados". Peter le abandonó. Después vuelve. Pero Russell rehúsa conducirse como marido fiel. Peter termina sintiéndose humillada. Se divorcian en 1952. Russell tenía
80 años. Se casa
con una enseñante de Bryn Mawr, Edith Finch, que conocía desde hacía muchos años y se ocupó
de él hasta el final de su vida.
En teoría Russell sostiene el movimiento de emancipación de la mujer del siglo XX. Pero tenía la tendencia a considerar a la mujer como un apéndice del hombre... "A despecho de su campaña por el sufragio de
la mujer, Bertie no creía verdaderamente en la igualdad entre hombres y
mujeres", escribe Dora. "...Él cree que el intelecto masculino es superior al de la mujer. Me dijo
un día que por regla general era preciso tener en cuenta
ambos niveles". Russell, en el fondo de su corazón, parecía pensar que era necesario pensar que la función esencial de las mujeres era hacer niños a sus
maridos. Tuvo dos hijos y una hija e intenta a veces consagrarse a ellos. Pero
como Shelley, su héroe,
ese propósito incluye ferocidad, la posesión esporádica y a menudo la indiferencia. "Estaba
completamente absorbido por su rôle en los medios políticos y muy lejos de comprender los problemas de los
niños", se queja
Dora. Él confiesa haber sido un padre
"defectuoso". Como otros
intelectuales célebres
tenía la tendencia de tener un séquito -comprendidos sus mujeres y sus hijos- al servicio de sus ideas.
Dicho de otro modo, de su ego. Russell se comporta a menudo con dignidad, como
hombre de corazón civilizado, capaz de gestos desinteresados y de
una gran generosidad. Él no
manifiesta el inquebrantable egocentrismo de Marx, de Tolstoi y de Ibsen, a
desecho de algunas tentaciones, sobre todo en su relación con las mujeres.
Explota a
las mujeres, como lo demuestra el caso interesante de Ralph Schoenman.
Schoenman, filósofo americano diplomado de Princeton y de la
Escuela de ciencias económicas de Londres, formaba parte del Comité de desarme en 1958. Dos años más tarde, a la edad de veinticuatro años, escribe a
Russell a propósito de un proyecto de su cosecha. Quería organizar un movimiento de desobediencia civil de
izquierdas. El viejo hombre, intrigado, invita a Schoenman a que le haga una
visita y le encuentra delicioso. Las ideas extremistas de Schoenman se
correspondían exactamente con las suyas. Su relación fue de la índole de la que tuvo Tolstoi con Chertkov. Schoenman
se convirtió en secretario de de Russell, su organizador y el
primer ministro de lo que, a partir de 1960, fue corte del rey-profeta. En
realidad, hubo dos cursos. La una en Londres, en el corazón de las actividades públicas de Russell. La otra, en su casa de Plas
Penfhyn, en Portmeirion, al norte del País de Gales. Portmeirion, una ciudad italiana de
fantasía, fue construida por el rico arquitecto de
izquierdas Clough Williams-Ellis, propietario de la mayor parte de las tierras
de alrededores. Su esposa, Amabel, la hermana de John Strachey, ardiente
admiradora de Stalin, había emprendido una obra de propaganda sobre la
construcción del canal del mar Blanco (un trabajo de esclavos
como ahora sabía), que fue uno de los documentos más asquerosos de los sombríos años 1930. Progresistas con fortuna, tales como
Crawshay-Williams, Arthur Koestler, Humphrey Slater, Blackett, un sabio al
servicio de la Armada (futuro Lord) y M. M. Postan (historiador y economista)
se instalaron en esta bella península para disfrutar de la vida y planificar la
futura era del socialismo. Russell fue su monarca. La inteligencia de la
burguesía local vino a engrosar su curso, seguida de un ejército de peregrinos, venidos de todas las partes del mundo buscando la sabiduría y la comprensión, como sus predecesores esperaban encontrar en Iasnaïa Poliana, de Tolstoi.
Por regla
general, Russell aprovechaba las incursiones a Londres para pronunciar
discursos, manifestarse, detener y acosar al establishment. Pero prefería vivir en el País de Gales y Schoenmann le fue muy útil por este motivo. No le pagaba. Schoenmann le era
muy fiel y este lugarteniente fanático se ocupaba de sus negocios en Londres.
Schoenmann jugaba a ser el gran visir del sultán Russell. Su reino duró seis años. Estaba con Russell cuando fue arrestado en
setiembre de 1961 y enviado a prisión. Cuando fue liberado en noviembre, el ministerio
del Interior se preparaba para expulsar a este extranjero indeseable. Célebres progresistas firmaron entonces una petición para que le hiciese posible escapar del exilio. No
tardaron en lamentar su intervención, pues desde que Schoenmann reapareció, se apodera del espíritu de Russell, como Chertkov sobre el de Tolstoi.
Los viejos amigos de Russell habían tirado a menudo demasiado del hilo. Schoenmann
respondía a sus llamadas y transmitía los mensajes. Se le supuso ser el autor de
numerosas cartas que Russell escribió al Times, de declaraciones enviadas en su nombre a agencias
de prensa, de comentarios sobre los acontecimientos mundiales. Schoenmann
fomentaba esas suposiciones y proclamaba: "Todas las iniciativas mayores
firmadas por Russell en acto o en pensamiento fueron obra mía desde 1960".
Escribe a este propósito: "El viejo hombre ha sido suplantado por
un joven y siniestro revolucionario". "Casi es una verdad",
pretendía.
Schoenmann
ciertamente tuvo mucho que ver con el Comité de los Cien, el Tribunal de los crímenes en Vietnam y la creación de la Fundación Russell de la Paz. A lo largo de los
años 1950 la
base londinense se convirtió en una especie de pequeño Quai d'Orsay subversivo,
de donde salieron innumerables cartas y telegramas dirigidos a los Primeros
ministros o jefes de Estado -a Mao Tsé-toung y Chou En-lai en Chine, a Kroutchev en Rusia, a Nasser en
Egipto, a Sukarno en Indonesia, a Hela Selassie en Etiopia, a Makarios en
Chipre, etc. Las misivas se fueron alargando y haciéndose cada vez más frecuentes, más feroces, pero pocas valieron la pena ser
respondidas.
Los viejos
amigos de Russell, que habían perdido todo contacto con él, presumían que Schoenmann era el autor de todos esos
comunicados. Él escribía sin duda mucho. Eso no era una novedad. Russell
era muy capaz, cuando un asunto no le interesaba, de permitir escribir un artículo en su nombre y firmado por él. En 1941, Sidney Hook se quejaba de un artículo publicado en Glamour, intitulado: "Qué hacer cuando se cae enamorada de un hombre casado, por Bertrand
Russell". Russell reconoció que él había obtenido 50 dólares, pero era su mujer quien lo había escrito. Estaba pues contento de haberlo firmado.
Nada prueba pues que el celo de Schoenman hubiese
traicionado las opiniones de Russell, tan violentas como las de su secretario.
Pero los archivos muestran que Schoenman corrigió
por su propia
mano ciertas frases de los textos de Russell. Pero pudo hacerlo bajo su dictado
(este fue probablemente el caso de los misiles cubanos). Si muchas de las
declaraciones firmadas por Russell parecerían pueriles hoy día, es preciso recordar que los años 1960 fueron un
decenio pueril que Russell encarnaba bien. Organizó
una ceremonia
especial para lagrimear en público su carta del partido laborista. Cuando, en una
recepción, Harold Wilson, entonces Primer ministro se dirigió
a él con la mano tendida llamándole "Lord Russell", el viejo conde guardó
las suyas
obstinadamente en sus bolsillos. Pero como subraya a este propósito Ronald Clarke, su biógrafo, contrariamente a lo que algunos pensaban
entonces, Russell jamás fue senil. Permitió
a Schoenman
mantener las riendas pero la última primavera evitó su mando.
Cuando estima
que Schoenman había terminado su tiempo, le trató
bastante
brutalmente. El extremismo de su secretario no le perturbaba, pero ya no le
gustaba como vedette. Schoenman había hecho algunos viajes al extranjero en calidad de
"representante titular del conde Russell" que tantos problemas le había provocado. En China, había exasperado a Chou En-lai al exhortar al pueblo a
desobedecer a su gobierno, y Chou hubo de quejarse a Russell. En julio de 1965,
en el Congreso mundial de la paz de Helsinki, la torpe conducta de Schoenman
fue muy reseñable y Russell recibió un telegrama indignado de los organizadores:
"Discurso escandaloso de vuestro representante". Violentamente
rechazado por los asistentes. Enorme provocación en el Congreso de la paz. Fundación
desacreditada.
Es esencial vuestra no solidaridad con las declaraciones de Schoenman. Saludos
amigables". Después tuvo
querellas públicas o entre bastidores a propósito del Tribunal de crímenes de guerra, en 1966-1967. En 1969, Russell,
entonces de 87 años, decidió prescindir de los servicios de Schoenman. El 9 de
julio, tachó su nombre de su testamento del que había sido albacea y rompió
toda relación con él a mediados de
julio. Dos meses más tarde, suprimió también su nombre de la dirección de la Fundación Bertrand Russell. En noviembre, dicta a Edith, su
cuarta esposa, un informe de 7.000 palabras sobre su relación con Schoenman. Russell puso sus iniciales sobre
cada hoja dactilografiada por Edith. Una dactilo tapaba una carta firmada por él. La carta, en tono arrogante, condescendiente, terminaba con estas
palabras: "Ralph debe estar bien instalado en su megalomanía. En verdad, yo nunca le consideré tan en serio como él creía. Los primeros años, yo le estimaba. Pero nunca le
consideré como hombre de peso y nunca le di importancia como
individuo". Schoenman fue, pues, tratado como las mujeres de Russell
cuando no le interesaban.
Schoeneman
era muy hábil en recaudar fondos de una manera que Russell
hubiese juzgado repugnante si lo hubiese sabido. Es una de las razones por las
que le soporta largo tiempo. Russell amaba el dinero, para tenerlo, para
dispensarlo, para practicar la largueza
y para darlo también.
Durante la Primera Guerra mundial, no quiso conservar 3000 libras en acciones
que había heredado de una factoría que fabricaba armas de guerra y se las confió
a Elliot que
entonces era un indigente. Años más tarde recuerda: "Cuando terminó
la guerra y él (Eliot) tuvo más dinero le pedí que me las devolviera". Russell, que a menudo
hacía regalos suntuosos, sobre todo a las mujeres, era
capaz también de mezquindad y de avaricia. Según Hook, sus principales defectos eran la vanidad y
la concupiscencia. Asegura que en los Estados Unidos escribía a menudo artículos mediocres, introducciones y libros que pensaba
poco, por pequeñas sumas. Para justificarse Russell al principio se hizo
responsable de la escuela que le costaba 2000 libras al año, luego pasó
la
responsabilidad a sus mujeres. Cuenta que la tercera era extravagante. Después del divorcio afirma que anotó 10.000 de las 11.000 libras de su premio Nobel
concedido en 1950. Debía, pues, ganar mucho dinero y vigilar sus cuentas
para pagar dos pensiones alimenticias. Pero le gustaba también ganar, lo que explica su atento control en su libro de notas de
bolsillo. Crasa-Williams anota en su diario: "Quiere que nos esforcemos en
fomentar que él gana ahora". Aprecia particularmente la
recompensa danesa de 5000 libras, exenta de impuestos, que le reportó
el premio
Xining en 1960. "¡Nada de impuestos! Ganancias puras". Dice a
Crawshay que gastaría ese dinero en dos días en Dinamarca: "Iremos a recoger el dinero y
nos volveremos inmediatamente".
Schoenman fue
un excelente ministro de Finanzas. Deslizó en sus cartas: "Si encontráis valioso el trabajo de Russell, quizá podáis ayudar con vuestra participación financiera... Esta nota está inserta por su secretaria sin saberlo Russell (el precio fue reducido
más tarde a 2 libras). Hizo pagar 150 libras a
jornaleros por tener el privilegio de entrevistar a Russell, que estuvo
ciertamente al corriente de sus exacciones puesto que recibía una cantidad de cartas de protesta a propósito del crimen organizado que usaba Schoenman para
recaudar fondos. Pero le permitía continuar y parece haber dado sus bendiciones a
los dos grandes conjuntos de Schoenman. Descuidando la advertencia del editor
tradicional de Russell, Sir Stanley Unwin, Schoenman subastó
los derechos
americanos de la autobiografía de Russell -una operación comercial prácticamente desconocida en la época- y la puja en la subasta comenzó por la enorme suma de 200.000 dólares. Sacó asimismo provecho de los vastos archivos personales
que Russell, como Brecht, enriqueció sin cesar. Russell, como Churchill, su contemporáneo, fue uno de los primeros en atisbar el valor
comercial de las cartas de celebridades y guardó
todas las
recibidas (y copia de las mismas). En los años 1960, estos archivos, "los
más importantes de esta naturaleza en Gran
Bretaña", comprendían 250.000 documentos. Schoenman, maestro de la
publicidad, hizo trasladar estos archivos a Londres en dos vehículos blindados y los cedió
a la
universidad McMaster de Hamilton, en Ontario, a cambio de 250.000 dólares.
Schoenman fue el maestro de obras de la Fundación por la paz para la que obtuvo un estatuto
reservado a las obras de caridad exentas de impuestos. "Más bien contra mi voluntad, anota complaciente
Russell, mis colegas han querido que la Fundación lleve mi nombre". En el curso de los últimos años de su vida, Russell pudo pues dedicar sumas
considerables a todas sus causas favoritas, fuesen razonables o locas,
disfrutar de pingües ingresos y pagar también los menos impuestos posibles. Schoenman creó
esta ingeniosa
organización y después fue abandonada sin ceremonial. Cuando se preguntaba a Russell por qué dos hombres ricos y socialistas como él y su amigo Clough Williams-Ellis no hicieron donación alguna de su mucho dinero, él respondió: "Me temo que usted está en un error. Clough Williams-Ellis y yo somos socialistas. Pero no
pretendemos ser cristianos".
Esta
facilidad para escoger lo mejor del mundo progresista y los privilegios del
otro es un tema recurrente en la vida de numerosos intelectuales y en la de
Russell en particular. Jamás rehusó a las ventajas conferidas por su nacimiento, su
renombre, sus relaciones y su título. En 1918, cuando el magistrado de Bow Street le
condena a la pena de seis meses de prisión de segunda clase (trabajos forzados), tras la
apelación, en primera clase, el presidente declara:
"Sería una gran pérdida para nuestro país si Mr. Russell, hombre de gran distinción, estuviese confinado hasta el punto de que sus
capacidades no pudiesen desarrollarse plenamente". El relato de Russell en
su autobiografía sugiere que esta clemencia fue debida a la
intervención desinteresada del mismo ministro de Asuntos
exteriores: "Gracias a Arthur Balfour, en mi puesto de primera división. Yo pude pues leer y escribir en prisión cuanto deseaba a condición de que no fuese propaganda pacifista. Por varios
lados, encontré la
prisión casi
agradable". Mientras que estuvo en Brixton, escribió
su Introducción a la filosofía matemática y comenzó su Análisis del espíritu. Pudo procurarse y leer los libros más recientes como el best-sellar subversivo de Lytton Strachey, Eminent
Victorians, que le hizo reír tan fuerte que "el guardián vino a mi celda a recordarme que la prisión era un lugar de castigo". Sus camaradas
pacifistas sin relaciones, como D. Morel, fueron tratados con mucha más dureza. Russell beneficiado por pequeños
privilegios: Schoenman se las arregló para que pudiese procurarse novelas policiacas en la
biblioteca. Él no protestó más que (¿pero que le había hecho?) cuando, después de la guerra, en periodo de restricciones, una célebre destilería le envió una caja de botellas de whisky al mes, marcadas con
el nombre "conde Russell". A él le resultaba difícil olvidar sus orígenes sociales. Para describir a su primera esposa
decía que ella era "lo que mi abuela llamado una
Lady". Gustaba de llamar matón a quienes pertenecían a lo que él llamaba "clase media", como los arquitectos. Cuando se le
cansaba mucho, llamaba a la policía, que le desembarazaba un día de una actriz y de su agente que, siguiendo su
ejemplo, hacían una "escena" en el salón de su apartamento de Londres.
Russell esperaba con impaciencia la Orden del Mérito y encontraba escandaloso que los hombres a los que consideraba
inferiores como Eddington y Whitrhead la hubieran obtenido antes que él. Pero se sintió muy honrado cuando George VI terminó
otorgándosela.
La izquierda pensaba que no la tenía y que de ello se hizo un mito. Pero contrariamente
a su tercera mujer que la acogió con sumo placer, él se sirvió de ella de una manera pragmática y sacar provecho de la Orden.
Cuando los
soviéticos invadieron Checoslovaquia, Russell se dejó
convencer y
firmó una carta de protesta con otro gran número de escritores. Se me confía la tarea de negociar su lanzamiento en el Times, con las firmas por orden alfabético. El título debía ser "De parte de los amigos de Kingsley y
otros". Yo opinaba, y el redactor literario del diario estuvo de acuerdo
conmigo, que la protesta tendría más efecto en el mundo comunista si se titulaba
"De parte del conde Russell y otros".
Y así fue. Pero Russell acusa esta pequeña traición y entra en cólera. Telefonea para protestar y me hace ir a la
imprenta donde ya había puesto el New Stateman en la prensa. Me reprocha haber hecho creer que él era el instigador de la carta. Yo lo negué y le aseguré que había tratado de dar el máximo impacto a la información.
"Después de todo, le dije, si usted está de acuerdo en firmar esta carta, no debiera lamentar que vuestro
nombre figure en primer lugar. No es lógico".
"La lógica, ¡qué broma!", me
respondió Russell en un tono acerbo colgando brutalmente el
teléfono.
9.
JEAN-PAUL SARTRE, "UNA PEQUEÑA PELOTA DE PELO Y TINTA"
Como Bertrand Russell, Sartre era filósofo y como él se dirigía al gran público. Hay sin embargo entre ellos una diferencia
importante. Russell veía en la filosofía una ciencia hierática a la que el pueblo era incapaz de acceder. En
este sentido, cualquiera como él podía destilar, en pequeñas cantidades, un poco de sabiduría, distribuirla, bajos formas diluidas en libros de
divulgación, de artículos y de emisiones radiofónicas.
Sartre, en
cambio, trabajando en un país donde la filosofía es enseñada en el liceo y es objeto de justas
oratorias en los cafés, creía poder, por sus piezas y sus novelas, asegurarse un
apoyo popular de su sistema. Aparece en el momento esperado; está claro que ningún filósofo de este siglo causó
tanto impacto,
sobre todo entre los jóvenes, pero también en el mundo entero. El existencialismo fue, al final de los años
1940 y principios del decenio siguiente, una filosofía de lo más popular. Las piezas de Sartre tuvieron un gran éxito; sus libros obtuvieron tiradas enormes, y algunas alcanzaron, en
Francia, más de dos millones de ejemplares. Él proponía una forma de vivir, y presidía los destinos de una Iglesia secular aunque fuese
un tanto nebulosa. Sin embargo, en definitiva, ¿qué más daba?
Como un número de intelectuales conocidos, Sartre era un
perfecto egoísta. Lo que por otra parte no es sorprendente, vista
su infancia: él fue un ejemplo clásico de hijo único demasiado mimado. Sus padres pertenecían
a la franja superior de la burguesía media. Su madre, alsaciana, venía de una familia acomodada, los Schweitzer; su padre
era oficial de Marina. Según todos los testimonios, tenía algo de insignificante, y frecuentemente era
tratado con dureza por su padre. Un hombre inteligente, politécnico, que se dejaba abundantes mostachos para compensar su pequeña talla (1,56 metros). Murió
cuando Sartre
apenas tenía 15 meses. De él hablaba de "una foto en la habitación de mi madre". Anne-Marie se volvió
a casar con un
industrial llamado Joseph Mancy, director de la fábrica Dalaunay-Belleville de La Rochelle. Sartre,
nacido el 21 de junio de 1905, hereda la talla (1,57 metros), libros y
capacidades intelectuales de su padre. En Las Palabras, él se toma mucha molestia por el cazador de su existencia. "Vivió
para tumbarse
sobre mí y me aplastó. Por suerte ha muerto joven". "Nadie en
mi familia -añade- ha sentido curiosidad por él". Tratándose de libros, "tenía mediocres lecturas, como todos sus contemporáneos... Los he vendido, el difunto me importaba bien
poco".
El abuelo, si
no trataba bien a sus hijos, amaba al joven Sartre con locura, y dejaba a su
disposición su vasta biblioteca. Su madre, "una somalí
suave"
hizo del pequeño Jean-Paul su bien más precioso. Le hizo conservar su ropa y sus cabellos
largos. Lo mismo que el joven Hemingway, hasta que el abuelo decretó
la masacre de
sus bucles cuando iba a cumplir los ocho años. Sartre veía en su infancia un "paraíso"; su madre era "esa virgen en
residencia vigilada, sumisa a todos". "Yo veía que ella estaba para servirme... Mi madre era para
mí, nadie podía contestar la tranquila posesión; yo ignoraba la violencia y el odio, y se me ahorró
el duro
aprendizaje de los celos". No era cuestión de rebelarse, puesto que "jamás el capricho de otro estaba incluido en mi ley".
Una vez, a la edad de cuatro años, debió poner sal en la confitura: nada de crímenes, nada de castigos. Su madre le llamaba Poulou.
Le decía que era bello, "y yo lo creía". Tenía "palabras de niño", "las retenía y me las repetía". A decir verdad, su relato recuerda a
Rousseau: "El bien nace de las profundidades de mi corazón, y la verdad en la joven oscuridad de mi
entendimiento". "Yo no tenía derechos, pues el amor me complacía: no tengo otros deberes que el de dar amor".
"El abuelo creía en el Progreso, y yo también; el Progreso, ese camino arduo, llegaba hasta mí". Él se
describe como "un bien cultural... La cultura me impregnaba, y yo se la
ofrecía a mi familia por radiación". Cuenta que cuando pidió
permiso para
leer Madame Bovary (en aquella época considerada impactante), su madre le preguntó: "Si mi pequeño lee este género de libros a su edad, ¿qué hará cuando sea mayor?". Y Sartre le respondió: "¡Yo lo viviré!". Esta réplica
plena de espíritu se repetía en el seno del círculo familiar, e incluso más
allá.
Teniendo
Sartre poco aprecio por la verdad, es difícil fiarse de los relatos que hace de sus jóvenes años. Leyendo Las Palabras, su madre se
escandalizó: "Poulou no comprende nada de su
infancia", dijo, impresionada por sus comentarios crueles acerca de los
miembros de la familia. Sin duda Sartre fue un niño fallido. A la edad de cuatro años, sin embargo,
sobrevino la catástrofe: tras una gripe, una tara le apareció
en el ojo
derecho del que ya no pudo servirse nunca. Su vista siempre le metía en problemas; necesitaba llevar gafas y, pasada la
sesentena, fue quedándose progresivamente ciego. Cuando Sartre iba a la
escuela, descubre que su madre le había mentido, y que él era feo. De pequeño estaba bien constituido. Amplio de pecho y de espalda. Pero un ojo
le hacía grotesco. Responde con humor y desprecio, convirtiéndose en ese personaje ambiguo:
el bufón. Más tarde busca la compañía de mujeres para, como él mismo dice, "descargar el fardo de mi fealdad".
Sartre recibe
una de las mejores educaciones accesibles para un hombre de su generación: un buen liceo en La Rochele, dos años de
internado en el liceo Henri-VI, uno de
los mejores de Francia. Después, la
escuela normal superior. Tenía condiscípulos de peso: Paul Nizan, Raymond Aron, Simone de
Beauvoir. Se aficiona al boxeo y a la lucha, toca bien el piano forte, canta
con una voz potente y escribe sketchs satíricos para la revista de fin de año de la Escuela.
Escribe poemas, piezas de teatro, novelas, canciones, romances, ensayos filosóficos. Era, de nuevo, un bufón, pero pertrechado de recursos variados. Adquirió
la costumbre,
que debía conservar, de leer trescientos libros al año. La
gama era variada: las novelas americanas se encontraban entre sus favoritos. Su
primer amante fue Simone Jollivet: una bella rubia que tenía una buena cabeza más grande que la suya. Sartre prefería, como su padre, las mujeres de talla grande. Su
primera cópula fue fallida, pero al año siguiente llegó
en segunda
posición Simone de Beauvoir, una joven tres años menor que él. Estamos en junio de 1929. Como numerosos jóvenes bien dotados, Sartre se convierte en profesor.
Los años 1930
fueron para él un decenio perdido. La gloria literaria que
buscaba, que deseaba apasionadamente, le huía. Pasa una buena parte de este periodo en Havre, la
perfecta encarnación de la somnolencia provinciana. Hace viajes a Berlín donde, por
sugerencia de Raymond Aron,
estudia a Husserl, Heidegger y la fenomenología, que era entonces la corriente filosófica más novedosa. Pero, por esencial, esa fue para él la curvatura de la enseñanza. Detestaba la burguesía y era muy consciente de la lucha de clases, pero
no era marxista. En efecto, nunca leyó a Marx, salvo algunos extractos. Era rebelde,
cierto, pero sin causa. Fuese lo que pudiese decir, los hechos permiten pensar
que antes de la guerra no tenía opiniones bien definidas. No se inscribe en ningún partido. La
subida de Hitler le deja indiferente, como la guerra civil española. Una foto
le muestra vestido de manera ridícula en una ceremonia de recogida de premios, con
una toga negra con puñetas y un "épitoge" amarillo bordeado de armiño, todo demasiado grande para él.
Normalmente
llevaba una chaqueta de sport y una camisa de cuello abierto, y rehusaba la
corbata; más tarde es cuando adopta el uniforme de intelectual,
-pull-over con el cuello vuelto acompañado de una extraña
chaqueta con ribetes de cuero. Bebía mucho. El año siguiente, siempre con ocasión de la distribución de los premios, fue el héroe de una escena grotesca: ebrio, con propósitos incoherentes, no pudo pronunciar su discurso,
y debió ser retirado del estrado. Él se identificaba, como hizo toda su vida, con la juventud, sobre todo
estudiante, y dejaba a sus alumnos que hiciesen lo que quisieran. Su mensaje
era que el individuo es enteramente responsable de sí
mismo, y que
debe criticarlo todo y a todo el mundo. Podían quitarse la chaqueta, fumar en clase, sin la
obligación de tomar notas ni de hacer deberes. Sartre no
impuso nunca castigos, ni denunciaba los ausentes, ni señalaba jamás a nadie. Escribía mucho; pero sus primeros ensayos novelescos no
encontraban editor. Tuvo la tristeza de ver a Aron y a Nizan publicar antes que
él, lo que les permitió
alcanzar
cierta notoriedad. En 1936, en fin, hizo aparecer su primer artículo sobre los autores que había estudiado en Alemania. No tuvo mucho eco; pero
Sartre comenzó a darse cuenta de lo que debía hacer.
Su obra se
caracteriza ante todo por la proyección, de la novela, del teatro, de un activismo filosófico. Ya estaba claro en su espíritu a finales de los años 1930. Afirmaba que todos
los novelistas del momento -pensaba en Dos Passos, Virginia Woolf, Faulkner,
Joyce, Aldous Huxley, Gide y Thomas Mann- representaban viejas ideas
procedentes de Descartes o de Hume. Él sería mucho más interesante, escribe a Jean Paulhan,
"novelista delos tiempos de Heidegger, y es lo que intentaré por mi parte". El problema era que se acercaba a la época en la que se iba a separar ficción y filosofía; no presta atención
más que a lo que
los enlaza estrechamente, y se impone al público por medio del teatro. Pero una suerte de
novela filosófica emergía poco a poco. Quiso intitularla Melancolía. Su editor prefirió La Náusea, un título infinitamente más sugestivo, y la publicó
en 1938. Al
principio, todavía hubo pocas reacciones.
Es la guerra
que hizo Sartre. Para Francia, fue un desastre; para algunos de sus amigos,
como Nizan, fue la muerte. Ella valoraba en otros, los peligros y el honor.
Pero Sartre tuvo una buena guerra. Fue movilizado a la sección meteorológica; lanzaba globos llenos de aire caliente para
saberse de dónde soplaba el viento. Sus camaradas se reían de él; su
brigadier, profesor de matemáticas en la vida civil, anota que desde el principio
"nosotros tuvimos la impresión de que él no podía ser de ninguna utilidad en el plano
militar". Sartre fue conocido por
no tomar jamás un baño, su suciedad es legendaria. Escribía. Cada día redactaba cinco páginas de una novela que se convertiría en Los Caminos de la libertad, cuatro páginas de su diario de guerra, innumerables cartas,
todas destinadas a mujeres. Cuando atacaron los alemanes, su cabeza colapsó, y Sartre fue hecho prisionero (el 21 de junio de
1940). En el campo de prisioneros, cerca de Trèveris, donde él se
encuentra, sus guardianes despertaron a la política: menospreciaban a los prisioneros, sobre todo a
los sucios, y les maltrataban. Como en la escuela, sobrevivió
haciendo el
bufón, escribiendo textos para espectáculos en el campo. Continúa trabajando duro en sus piezas y novelas, hasta su
liberación en marzo de 1841, después de haber sido declarado: "afectado de ceguera parcial".
Sartre entra en París. Es nombrado profesor de filosofía del liceo Condorcet cuya mayoría del equipo había estado en el exilio, en la clandestinidad o en
campos de concentración. A despecho de sus métodos, o quizá a causa de ellos, los inspectores juzgaron su enseñanza
"excelente". El París de la guerra le pareció
embriagador.
Escribe: "¿Se me
comprenderá si digo que a la vez que el horror nos resultaba
insoportable nos acomodamos muy bien?... Nunca nos sentimos más libres que bajo la ocupación alemana..."
En verdad no
todo el mundo tenía ese privilegio. Sartre tiene la oportunidad: no
habiendo tenido interés alguno
en ninguna parte, antes de la guerra, por la vida política, incluso ni por el Frente popular, no figuraba
en ninguna de las listas confeccionadas por los nazis. Desde su punto de vista,
él era "sin tacha". A decir verdad, los conocedores le hicieron
un favor. París estaba repleto de intelectuales alemanes de
uniforme, muy francófilos, tales como Gerhsrdt Heller, Karl Epting,
Karl-Heinz Bremer. Tenían influencia, no solamente sobre la censura sino
también sobre las revistas y los periódicos todavía autorizados, en particular sobre sus rúbricas teatrales y literarias. Por ello, las piezas
y las novelas de Sartre, respaldadas por su plan filosófico, y sobre todo porque les recordaba a Heidegger,
muy en favor de los universitarios nazis, eran totalmente aceptables. Sartre no
colaboró nunca activamente con el nuevo régimen. Él se limitaba a escribir para la revista colaboracionista Comoedia, prometiéndole una rúbrica regular. Pero no tuvo ninguna dificultad en
hacer publicar sus obras o en representarse sus piezas. Como dijo Malraux:
"yo afronté a a la
Gestapo mientras que en París Sartre representaba sus piezas con autorización de la censura alemana".
Sartre desearía vagamente contribuir a los esfuerzos de la
Resistencia. Muy afortunadamente para él, sus tentativas en este sentido no amenazaban a nadie. Hay aquí
una curiosa
ironía, a la que terminó habituándose, cuando se interesa por los intelectuales. La
filosofía de Sartre, que fue llamada pronto existencialismo,
había tomado forma en su espíritu. En su esencia, esta era una filosofía de la acción, que afirmaba que son los actos del hombre, no sus
palabras u opiniones, lo que determina su carácter, su importancia. La ocupación nazi exacerbaba todos los sentimientos
anti-autoritarios de Sartre: deseaba combatirla. Si hubiera seguido sus propias
máximas, hubiera podido hacer saltar trenes o abatir a
las SS. Pero esto no fue el caso.
Hablaba. Escribía. Era partisano de la Resistencia en teoría, pero no en los hechos. Contribuyó
a la creación de un grupo clandestino, Socialismo y Libertad,
con sus correspondientes reuniones y discusiones. Él parece haber creído que las murallas de Jericó
nazi se derrumbarían si todos los intelectuales se unieran para tocar
la trompeta. Pero Gide y Malraux, que tenían contactos, lo descartaron. Ciertos miembros de
sus círculos, como el filósofo Maurice Merleau-Ponty, comenzaban ya a cambiar
hacia el marxismo. Sartre, sin embargo, era proudhoniano; es con este espíritu con el que redacta su primer manifiesto político, de un cierto número de páginas, consagrado a la Francia de postguerra. Tuvo
muchas palabras pero poca acción. Como le dijo Jean Pouillon, miembro del grupo:
"Nosotros no estábamos en un grupo de maquis en Paris. Éramos un grupo de amigos de acuerdo entre otras cosas para ser anti
nazis, y para comunicárselo a otros". Alguno, ajenos al círculo,
son más críticos. Principalmente Georges Chazelas, que opta por
el partido comunista: "Desde el principio, me parecieron pueriles; nunca
rendían cuenta, por ejemplo, de sus charlas que ponían en causa el trabajo de otros...". Raoul Lévy, que también era
activo de la Resistencia, evoca "un grupo de charlatanes en torno a una
taza de té", y califica a Sartre de analfabeto político. El grupo terminó
pereciendo de
inanición.
Seguidamente,
Sartre no hace nada para la Resistencia. No mueve un dedo, no escribe la más
mínima línea
para salvar a los judíos. Se propone promover implacablemente su propia
carrera. Escribía con furor pieza, novelas, textos filosóficos en los Cafés. Es el más grande de los ocasionales que descubre
Saint-Germain-des-Pres, que pronto se hace mundialmente célebre. Su principal obra filosófica El Ser y la Nada, que define con detalle los
principios del activismo sartriano, fue compuesto como esencial en el curso del
invierno 1941-1942, que fue muy frío. M. Boudal, propietario del Café de Flore, no tenía nunca recursos para procurarse carbón ni tabaco. Es por eso por lo que cada día, Sartre escribía provisto de
una manta de piel sintética
que había arramplado Dios sabe dónde. Sartre pedía un té con
leche, sacaba la pluma y la tinta, y escribía cuatro horas a continuación, sin apenas levantar los ojos. "Una pequeña
bola de pelo y tinta", dijo Simone de Beauvoir, quien añadía que
terminaría contando 722 páginas de "pasajes oxidados""sobre
agujeros, particularmente sobre el ano y el amor italianos". La obra
aparece en junio de 1943. Su éxito tardó
en llegar,
pero cierto. Sin embargo, por la parte del teatro que Sartre debía imponer. Ese mismo mes fue interpretada su pieza
Las Moscas, que al principio atrajo a pocos espectadores, pero llamó
lo atención y consolidó su reputación naciente. Pathé no tarda en pedirle escenarios: escribe tres (el más brillante Los juegos están hechos y, en primavera de 1943 fue coptado como
jurado del premio de la Pléyade,
seguidamente con André Malraux y Paul Eluard, señal cierta de su nueva aura literaria. Huis Clos fue
presentada el 27 de mayo de 1944, en el teatro de Vieux-Colombier. La obra, muy
brillante, ponía en escena a tres personas que se encontraban en un
salón, que se revelaba como una antesala del infierno.
Opera a dos niveles: por un lado un análisis de caracteres cuyo mensaje es el siguiente:
"El infierno son los otros" y, por otro, una presentación popular de El Ser y la Nada, una versión radicalizada de Heidegger, revestida de un barniz
galo, cargado de alusiones a la situación del momento, vehiculando un mensaje de activismo,
o al menos de desafío. Desde una idea originaria alemana puesta de moda
en buen momento es un campo del que los Franceses siempre han tenido testimonio
de venturas reseñables. Tuvo un enorme éxito, tanto de crítica como de público, y "el acontecimiento cultural que
inaugura la edad de oro de Saint-Germain-des-Prés".
Huis Clos,
hace célebre a Sartre; es una novela ejemplo de poder sin
rival que en el teatro desliza ciertas ideas. Bastante bizarramente, sin
embargo recurre a la vieja fórmula de la conferencia pública en la que Sartre adquirió
una notoriedad
mundial y en un monstruo sagrado. Menos de un año después de la creación de la pieza, Francia estaba de nuevo en paz. Todo
el mundo y, sobre todo la juventud, se esforzaba ávidamente en recuperar los años perdidos y en
encontrar el elixir de la verdad que conviniese para la postguerra. Los comunistas
y los católicos del MPR libraron una feroz batalla para
asegurarse su preeminencia en las facultades. Sartre hizo uso de una filosofía que proponía una alternativa: ni iglesia, ni partido, sino una
doctrina individualista en la que cada ser humano es el maestro absoluto de su
consciencia a poco que escoja el camino de la acción y del valor. Después de la pesadilla totalitaria, era un mensaje de libertad. Sartre había dejado testimonio de sus virtudes y de su
magnetismo en una serie de charlas sobre "Las técnicas sociales de la novela", pronunciadas en la calle
Saint-Jacques en el otoño de 1944. Todavía no había hecho mas que alusiones a sus conceptos. Un año
más tarde, en la
Francia liberada y ávida de estímulos intelectuales, anuncia que dará una conferencia pública en la sala de los Centraux, calle Jean-Goujon,
el 29 de octubre de 1945. "El existencialismo", un término que no era de él,
parece que fue inventado por la prensa. En agosto, habiéndosele pedido una definición, respondió: "No sé qué es. Mi filosofía es una filosofía de la existencia". Decide sin embargo tomarla
e intitular su conferencia: "El existencialismo es un humanismo".
Como le dijo Victor Hugo: nada más
poderoso que una idea a tiempo. Y para Sartre el tiempo había llegado. Y para Sartre
el tiempo había llegado. Predicaba la libertad a las gentes que le buscaban con
avidez. Pero no era una libertad fácil. "El existencialismo, decía, define
al hombre por su acción, no hay que esperar de él más que su acción, que la
única cosa que permite al hombre vivir es el acto". Así, "el hombre
engendra en su vida, diseña su figura, y detrás de esa figura no hay
nada". El nuevo Europeo de 1945, añadía, es existencialista, "solo,
sin excusas. Es lo que explicaría que estamos condenados a ser libres".
Una libertad de este género era extraordinariamente atractiva para una
generación desencantada: solitaria, austera, noble, un poco agresiva, por no
decir violenta, y anti elitista. Nadie queda excluido, todo el mundo -pero
sobre todo los jóvenes- podía ser existencialista.
Sartre preside, por otra parte, una de las
grandes revoluciones que conocen periódicamente los modos intelectuales. Entre
las dos guerras, disgustado por los excesos doctrinarios que habían marcado el
caso Dreyfus, como las masacres de Flandes, la inteligencia francesa había
cultivado las virtudes de la pasividad. Julien Benda había dado el tono con La
Traición de los clérigos (1927), una obra que alcanzó un éxito enorme, en
la que exhortaba a los intelectuales a no ponerse al servicio de ninguna
creencia, de una causa o de un partido, a quedar fuera de la arena política.
Sartre era precisamente uno de los que habían seguido su consejo: hasta 1944,
nadie pudo estar menos comprometido. Pero en adelante, sentía regresar el
viento -un poco como aquel tiempo en que lanzaba globos sonda. Él y sus amigos
fundaron una nueva revista, Tiempos modernos, enla que Sartre era el
redactor jefe. El primer número, que apareció en setiembre de 1945, contenía un
manifiesto que exigía imperiosamente que, de nuevo, los escritores se
comprometieran.
"Los escritores están en
situación en esta época. Cada palabra tiene resonancias. Cada silencio
también. Yo tengo a Flaubert y Goncourt por responsables de la represión que
cometió la Comuna, porque no escribieron una sola línea para impedirlo. Ese no
les concernía, se diría. Sin embargo, el proceso Calas, ¿no fue el caso
Voltaire? La condena de Dreyfus ¿no fue el caso Zola?"
Tal fue el fondo de su conferencia.
Paris conoció aquel otoño una extraordinaria tensión cultural. Tres días antes
de que Sartre tomase la palabra con ocasión de la première de dos ballets Los
Foráneos y El rendez-vous, en el teatro Champs-Elysées, la alta
sociedad que componía el público había silbado el telón diseñado por Picasso.
La conferencia de Sartre no había tenido otro objeto que la publicidad: todo
entre algunos entreactos de Liberation, Le Figaro, Le Monde
y Combat. Pero, como fue evidente el boca a boca funcionó bien. Cuando Sartre
llega, hacia las veinte treinta horas, la multitud que esperaba en la calle era
tan importante que él temió una manifestación organizada por el partido
comunista. En efecto, todos intentaban frenéticamente entrar, y la sala ya
estaba llena a rabiar; sólo las celebridades podían ya entrar. Los amigos de
Sartre le abrieron paso. Dentro, mujeres desmayadas, sillas rotas... La
conferencia comenzó con una hora de retraso. Desde todos los puntos de vista,
Sartre pronunció esa tarde una comunicación filosófica muy técnica, muy
universitaria. Pero las circunstancias hicieron de aquel acto el primer
acontecimiento mediático de la postguerra. Por una reseñable coincidencia,
Julien Benda dio una conferencia aquella misma tarde ante una sala casi vacía.
La prensa acordó que el acontecimiento fue
considerable. Muchos periódicos, a despecho de la penuria de papel,
reprodujeron largos pasajes del discurso de Sartre. Lo que había declarado, tal
como él dijo, fue objeto de denuncias apasionadas. En La Croix declara
que el existencialismo era "un peligro más grave que el racionalismo del
siglo XVIII o el positivismo del XIX", y L'Humanité dijo que Sartre
era un enemigo de la sociedad. Más tarde, todas sus obras pasaron al Índice del
Vaticano, y Aleksander Fadeïev, el comisario de cultura de Stalin, le calificó
de "chacal dactilográfico" y de "hiena del estilo". Sartre
fue objeto de violentos celos profesionales. La Escuela de Francfort le
detestaba más de lo que él la detestaba. Mark Horkleimer le trató de
"truhán y de chantajista de la filosofía". Todos esos ataques no
hicieron otra cosa que acrecentar su notoriedad. En adelante, como tantos
intelectuales anteriores a él, se convirtió en un experto en el arte de la
autopromoción. Sus disciplinas se encargaban, en este aspecto, de lo que él por
sí mismo no podía hacer. Samedi soir comenta con acritud: "Desde
Barnum, no se había asistido a semejante triunfo de la publicidad". Pero
cuanto más se condenaba el fenómeno Sartre, más prosperaba. El número de
noviembre de Tempsmodernes reseñó que Francia era un país agotado y desmoralizado.
No le quedaba más que su literatura y la alta costura, y el existencialismo
tenía por objeto proporcionar a Francia un poco de dignidad. Seguir a Sartre,
de modo extraño, era un acto patriótico. Su conferencia, desarrollada deprisa,
fue objeto de un libro que tuvo un inmenso éxito; era la obsesión que le
convenía saborear. Un Catecismo existencialista declaraba que "el
existencialismo, como la fe, no se explica, se vive...", y explicaba a sus
lectores cómo era necesario vivirlo. Que Saint-Germain-des-Près se convirtiera
en el centro de una moda intelectual no era una novedad. Sartre, en efecto,
seguía el ejemplo de Voltaire, Diderot y Rousseau, que habían patrocinado el
Café Procope. El barrio tenía de nuevo conocido una vida intensa bajo el Segundo
Imperio, del tiempo de Gautier, George Sand, Balzacy Zola; es en esta época
cuando el Café de Flore estaba abierto, frecuentado particularmente por
Huysmans y Apollinaire. Entre las dos guerras, en cualquier caso, Monparnasse
era el centro intelectual de la capital: era un barrio poco marcado
políticamente, cosmopolita, vagamente homosexual, con cafés poblados de
lesbianas gráciles. También el regreso a la paz -tanto en lo sexual como en lo
intelectual- en Saint-Germain-des-Près se revelaba dramático: el reino
de Sartre era de izquierda, comprometido, fuertemente heterosexual y ultra
francés.
Sartre, vividor, adoraba el whisky, el
jazz, las jóvenes y los cabarets. Cuando no se encontraba en el Flore, en Deux
Magots o la Brasserie Lipp, él estaba en una de las cavas del Quartierblatin,
donde se instalaban innumerables tiendas. Juliette Greco cantaba en La Rose
Rouge. Él escribía para ella una canción deliciosa. Es allí igualmente donde
Boris Vian, que colaboraba en Tiempos Modernos de Chaplin, tocaba la
trompeta. También estaba por allí Le Tabou, en la Rue Dauphine. Incluso Sartre
no vivía lejos de allí, en el 42 de la Rue Bonaparte, en un apartamento que da
a la iglesia de Saint-Germain-des-Près y Les Deux Magots (su madre
habitaba allí igualmente y continuaba ocupándose de él a su manera). El
movimiento tenía incluso su cotidiano, el diario Combat que dirigía
Albert Camus, cuyas novelas se vendían muy bien y era tildadas de
existencialistas. Simone de Beauvoir declara más adelante: "Combat comentaba
favorablemente todo lo que salía de nuestras plumas o de nuestras bocas".
Conferencias, piezas de teatro, novelas, ensayos, prefacios, artículos,
emisiones de radio, scripts, informes, diatribas filosóficas, Sartre era un
verdadero boureau de trabajo en esta época. Jacques Audibert le
comparaba a "un gran camión que garantizaba en todas partes una conmoción
colosal, en librerías, teatro, cinemas". Pero por la noche él se detenía;
al final de la tarde estaba generalmente ebrio, ya menudo agresivo. En una
ocasión, puso un ojo en una cerveza negra de Camus. La gente iba a contemplarle
abriendo los ojos. Era el rey del barrio.
Pero ¿dónde metía a sus admiradores? Y
si era el rey, ¿quién era la reina? Dos cuestiones diferentes, aunque cercanas.
En 1945-1946, cuando ya era una celebridad europea, Sartre estaba ligado a
Simone de Beauvoir hacía cerca de 20 años. Ella era de Montparnasse, nacida en
un apartamento debajo del célebre Café de la Rotonde. Conoció una infancia
difícil, su familia se arruinó por una penosa bancarrota, lo que supuso que su
abuelo fuese encarcelado; nunca su madre recibió su dote, y su padre era un
tarambana incapaz de encontrar un verdadero empleo. Ella escribió cruelmente:
"Mi padre estaba tan convencido de la culpabilidad de Dreyfus como mi
madre de la existencia de Dios". Buscaba refugio en el estudio, llevaba
medias azules y el resto muy elegante. En la Sorbonne ella se revela como una
estudiante excepcional y fue admitida en el círculo de los amigos de Sartre:
"Pasado mañana, le dijo, yo pediré tu mano". En cierto sentido eso
tardó, aunque para ella su relación con él ya htenía efectos mitigantes. Ella
medía algunos centímetros más que él, tres a lo menos y, desde un punto de
vista estrictamente universitario, una competencia más confirmada. Uno de sus
contemporáneos, Maurice de Gandillac, la describía como "rigurosa,
exigente, precisa y tecnicista"; los examinadores, George Davy y Jean
Wahl, la juzgaban mejor filósofa. Como Sartre, ella escribía -y mejor, en otros
aspectos. Si ella no podía editar piezas de teatro, sus obras autobiográficas,
aunque poco fiables por lo que concierne a los hechos, son más interesantes que
las de Sartre y su novela más importante, Les Mandarins, una descripción
del mundo literario parisino de postguerra, que le valió el premio Goncourt,
por encima de todos los de Sartre. Además, no tenía ninguna de sus debilidades,
excepto la mentira.
Sin embargo, esta mujer brillante y resolutiva
se convirtió en la esclava de Sartre desde el primer de su encuentro o casi, y
por lo que le quedó de toda su vida. Ocupó el sitio de una amante, de esposa
por procura, de cocinera y de manager, de guardia de corps y de
enfermera, sin adquirir jamás estatuto alguno legal o financiero. Sobre los
asuntos importantes no la trataba mejor que Rousseau a Thérèse: peor, incluso,
pues le era notoriamente infiel. En los anales de la literatura, hay pocos
casos de un hombre explotando a una mujer hasta ese punto. Es aún màs
extraordinario que Simone de Beauvoir fuese toda su vida feminista. Publica en
1949 el primer manifiesto en este sentido, Le Deuxième Sexe, que fue un
éxito en el mundo entero, y cuyo preámbulo ("No se nace mujer, se
hace") tiene voluntariamente en las primeras frases del Contrat Social
de Rousseau. A decir verdad, es a ella a quien se debe el movimiento feminista,
aunque si bien traicionó esas ideas en su vida cotidiana.
¿Cómo es posible que Sartre ejerciera sobre
ella tal dominación? ¡Un misterio! Jamás ella pudo rendir cuenta honestamente
de sus relaciones. Cuando se conocieron, él estaba mucho más cultivado que ella
y sabía manejar los monólogos que ella juzgaba irresistibles. La autoridad
ejercida sobre ella era de orden intelectual y no podía adquirir estado sexual.
Ella fue su amante durante gran parte de los años 1930, después deja de
serlo un momento; a partir de la decena
siguiente, sus relaciones sexuales parecen haber sido raros. Ella estaba allí
cuando no había otra.
Sartre era el arquetipo de lo que en el curso
de los años 1960 se llamaba falócrata. Ya adulto, su objetivo recrear el
"paraíso" de su pequeña infancia, cuando estaba rodeado de mujeres
que le adoraban. Pensaba en ellas en términos de victoria y de ocupación.
"Cada una de mis teorías, dice en La Náusea, es un acto de
conquista y de posesión. Me parecía que al fin, de extremo a extremo,
conquistaría el mundo por mí mismo". Él deseaba una total libertad, y
escribía: "Yo pretendo sobre todo ejercer esta libertad contra las
mujeres". A diferencia de seductores habituales, Sartre no las despreciaba.
A decir verdad, prefería a los hombres, quizá porque ellas eran menos hábiles
al argumentar con él. Anota: "Prefiero hablar con una mujer de cosas
irrelevantes que de filosofía con Aron" Adoraba escribirles cartas -a
veces, una docena al día-. Pero no veía en ellas más seres humanos que en el hombre. Tanto es así
que declara que él quería conquistar a una mujer casi como se captura a un
animal salvaje", pero "únicamente para hacerle pasar del estado salvaje
al de igualdad con el hombre". Aun más, pensando en sus primeras
conquistas, reflexionaba sobre "la profundidad del imperialismo que había
en todo ello". Pero nada prueba que tales pensamientos le hubiesen
proporcionado una nueva captura.
Cuando Sartre sedujo a Simone de Beauvoir, le
expuso su filosofía en materia sexual. Evocaba frecuentemente su deseo de
acostarse con otras mujeres y añadió que su credo era: "Viajes, poligamia,
transparencia". En la universidad, una camarada de la joven Simone le hizo
reseñar que su nombre llevaba la palabra inglesa "Beaver", que
significaba "Castor". Para Sartre, ella fue siempre el Castor o
"usted", pero nunca "tú".
Por momentos tenía la impresión de que veía en ella un animal superiormente
vestido. En cuanto a su deseo de "ejercer su libertad contra las mujeres"
escribió: "El Castor acepta"."Él dice que tiene dos tipos de
sexualidad": "el amor necesario" y "los amores
contingentes". Estos últimos no tenían ninguna importancia. Eran los que
siéndolo eran "periféricos ", no se les presta atención más que para
"un baile de dos años" como máximo. El amor que sentía Sartre por
Simone de Beauvoir era del tipo "necesario"; ella era un
"centro". Bien entendido, ella era libre de hacer otro tanto. Podía
tener sus propios "periféricos" desde el momento en que Sartre demoraba
su "centro". Pero los dos debían hacer una prueba de transparencia.
Este era un término nuevo para designar el pequeño juego intelectual de
"la apertura" que ya encontramos en Tolstoi y en Russell. Cada uno,
añade Sartre, diría al otro dónde se encontraba.
Como puede comprenderse, esta actitud no
lleva, para terminar, más que a miserables simulaciones. Simone de Beauvoir
intenta ponerla en práctica, pero está claro que sufría la indiferencia con la
que trataba su coyunda con ella, cuya
mayor parte parecía haber practicado sin gran convicción. Él se contenta con
reir cuando ella describe en Les Mandarins, la manera en que Arthur
Koestler había seducido. Sibre todo, quienes no estaban implicados en esta
política de "transparencia" no apreciaron nunca la cosa. El romancero
americano Nelson Algten fue el gran "periférico" de Simon de
Beauvoir, y en ciertos aspectos el amor de su vida. A la edad de sesenta y dos
años, cuando su relación no pasaba de un recuerdo, él revela, en una
entrevista, hasta qué punto estaba exasperado por sus indiscreciones: figurar
en Les Mandarines era ya de por sí penoso, declaró, pero al menos
aparecía bajo pseudónimo. Sin embargo en La Force de la Edad, no sólo le
había mencionado explícitamente sino que había citado extractos de sus cartas,
y él se sentía de mala gana obligado a consentirlo: "Diablos, fulminó, la
cartas de amor deberían considerarse asunto privado. Yo he ido a todos los
burdeles del planeta, y las mujeres y las mujeres cierran siempre la puerta,
sea en Corea o en la India. Pero ella la ha abierto a lo grande, y ha convocado
al público y a la prenda". Aparentemente el recuerdo de la conducta de
Simone de Beauvoir le indignó hasta el punto de tener una crisis cardíaca
después de despedirse el entrevistador, y murió aquella misma noche.
Sartre practicaba igual transparencia, pero
hasta un cierto punto. Él informaba, por escrito o de viva voz, acerca de sus
nuevas conquistas. Por ejemplo: "Es la primera ve que me acuesto con una
morena... plena de olores, bizarramente velluda, con una pequeña piel negra en
el bajo de la espalda y un cuerpo blanco... Una lengua similar a un mirlitón,
desarrollándose sin fin, descendía hasta mis amígdalas". Ninguna mujer,
tan "central" como era ella, pudo desear leer esta clase de cosas acerca
de sus rivales. En 1933, cuando Sartre se encontraba en Berlín, Simone de
Beauvoir le hizo una breve visita. Él tenía una nueva amante, Marie Ville.
Tenía con él, como Shelley, el deseo pueril de recordar sus viejos amores a
través de los nuevos. Sin embargo Sartre, nunca lo dijo todo. Cuando Simon de
Beauvoir, que enseñaba en Rouen gran parte de los años 1930, permanecía con él
en Berlín más de la cuenta y le hacía llevar una alianza. Este matrimonio no
fue nunca más lejos. Ellos tenían su lenguaje privado. Se inscribían en los
hoteles bajo el nombre de M. Y Mme Organatica, o Mr. y Mrs. Morgan Hattick,
millonarios americanos. No existe en cambio prueba alguna de que él hubiera
deseado esposarse, o le hubiese propuesto slguna clase de unión más oficial. En
otras ocasiones, y sin que ella supiese nada, le proponía por el contrario
matrimonio a una "periférica".
Está claro que ella aceptaba de mala
gana la vida que llevaban. Nunca pudo aceptar sus conquistas con serenidad.
Ella quería a Marie Ville, y más aún, que Olga Kosakiewicz (cuya hermana,
Wanda, había sido también amante de Sartre), una de las alumnas de Simon de
Beauvoir, la sucediera. Lo que no hizo
más que envenenar más las cosas. Estaba tan obsesionada por esta relación que
introdujo a Olga en su novela L'invitée, en la que la mata. Ella
reconoce en su autobiografía: "Quiero que Sartre trnga esta relación y que
Olga se avenga a ello". Y añade: "Yo no iba a abandonar esta plaza
soberana que ocupo, yo, en el centro exacto de todo". Pero una mujer que
se siente obligada a considerar a su amante como "el centro exacto de
todo", apenas tiene la posibilidad de oponerse a sus divagaciones".
Ella intenta controlar las de Sartre cogiendo una parte de ellas. Ella, Sartre
y una jovencita -generalmente una de sus alumnas- firmaban un triángulo, en
cuyo seno Simon de Beauvoir ocupaba la posición dominante. Ellos hablaban con
frecuencia de "adopción". A principios de los años 1940, parecía que
Sartre empezaba a ser peligrosamente conocido por seducir a sus estudiantes. En
una crítica hostil de Huis clos, Robert Francis escribe: "Conocemos
todos a M. Sartre. Es un curioso profesor de filosofía que se ha especializado
en el estudio de la ropa interior de sus alumnas". Pero Simone de Beauvoir
daba su curso a a jóvenes más presentables que constituían las principales
víctimas de Sartre. Además Beauvoir a veces parecía haber estado muy de haber
jugado el papel de intermediaria. En su deseo, un poco confuso, de noestar
excluida, ella traba con ellas relaciones estrechas. Ese fue el caso de
Nathalie Sorokine, hija de exiliados rusos, la mejor alumna de Simone de
Beauvoir en el Liceo Molière, en Passy, donde enseñaba durante la guerra. En
1943, los padres de la joven presentaron una queja contra ella para que se
alejara de la menor, que podía haberle supuesto prisión. Intervinieron amigos
comunes y la queja fue finalmente retirada. Pero a Simone de Beauvoir se le
impidió el acceso a la universidad y enseñar en Francia de por vida.
Es en el curso de la guerra cuando ella està
más cerca de Sartre: una verdadera esposa, que cocinaba, lavaba y cosía para
él, y gestionaba las finanzas. Pero en la Liberación, él ya era bruscamente
rico y rodeado de mujeres de prestigio intelectual que le allegaba aun más
dinero. El año 1946 fue para el el más propicio para las conquistas, y marcó
prácticamente el fin de toda relación íntima con Simone de Beauvoir. Como
reseña John Weightman: "Bastante pronto ella acepta tácitamente el papel
de la pseudo esposa, añada, sexualmente inactiva, al borde de su serrallo. Se
quejaba de "el dinero que él dispensaba para ellas". Simone anota con
inquietud que a medida que Sartre entraba en años, ellas era más y más jóvenes:
diecisiete o dieciocho años. Hablaba de "adoptarlas", esta vez en
sentido legal del término. Lo que significaba que ellas heredarían sus derechos
de autor. Simone de Beauvoir podía aconsejarla y custodiarlas, como Helene
Weigel había hecho con las amantes de Brecht -aunque ésta no tenía estatuto
matrimonial-. Sartre lo mencionaba constantemente. En 1946 y 1948, de viaje a
las Américas, tuvo una relación tórrida con una tal Dolorès; pero, en el mismo
momento en que él habló de dejar aquella "poderosa pasión" que la
joven despertó por él, él le propone el matrimonio. Después viene Michelle, la
rubia esposa de Boris Vian, Wanda, la joven hermana de Olga, Evelyne Rey,
actriz para la que Sartre escribe un papel en su última pieza, Les
Séquestres d'Altona, Arlette, que no tenía más que diecisiete años cuando
la hizo su amante, y una joven griega llamada Hélène Lassituiotakis. Hubo un
momento, hacía el fin de los años 1950, en que tenía cuatro amantes al mismo
tiempo, Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda -sin contar Simone de Beauvoir-
engañando a unas y otras de diversas maneras. Su Crítica de la razón
dialéctica (1960) estuvo oficialmente dedicada a Castor, pero pidió a
Gallimatd imprimir dos ejemplares de uso privado, con las palabras "A
Wanda" y "A Evelyne", y cuando su pieza Les Séquestrés
d'Altona fue representada, Wanda y Evelyne ¡creyeron que se lo había
dedicado sólo a cada una por separado!
Simone de Beauvoir detestaba a las
jóvenes, pues creía que le sometían a excesos y no solamente en el dominio de
las fiestas sexuales. Su libro sobre la dialéctica parecía haberse escrito bajo
la influencia del alcohol y los estimulantes. Annie Cohen-Solal, su biografía,
precisa que bebía a menudo un litro de vino durante los almuerzos que duraban
dos horas con Lipp, en La Coupole o en Balzar., y calcula que su consumición
cotidiana de excitantes comprendía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de
tabaco negro, un litro de alcohol (vin, vodka, whisky, cerveza), doscientos
miligramos de anfetaminas, quince gramos de aspirina, varios gramos de
barbitúricos, así como café y té. En efecto, Simone de Beauvoir no hacía
justicia a sus jóvenes: todas intentaron hacerle renunciar a sus costumbres, y
Arlette, la más joven, hizo muchos esfuerzos en ese sentido, llegando hasta
arrancarle la promesa escrita de no tomar nunca Corydrane (un excitante que fue
finalmente retirado de la venta en 1971), tabaco o alcohol -promesa que no
tardó en romper.
Rodeado de mujeres en adoración -aunque a
menudo de mal humor-, Sartre tenía poco tiempo de consagrarse a los
hombres. Tuvo una sucesión de
secretarias y, por cierto, una tal Jean Cau, muy competentes. Él estaba siempre
en el centro de una locura de jóvenes intelectuales pero todas dependientes de
él -por un salario, cualquier seguro, o un patronazgo. Pero no soportaba mucho
tiempo a quienes pudieran ser intelectualmente sus iguales, o que se
arriesgasen a refutar sus argumentos, a menudo vagos y huecos. Nizan fue muerto
antes de la ruptura, pero polemizaba con los demás, aron 1947), Arthur Koestler
(1948), Merleau-Ponty (1951), Camus (1952), por no citar màs que los importantes.
La querella con este último fue tan brutal que
los enfrentamientos de Rousseau con Diderot, de Voltaire con Hume, o de Tolstoï
con Tourgueniev -y, contrariamente a lo que había pasado entre estos, no hubo
reconciliación. Sartre parecía haber estado celoso de la belleza de Camus, que
era extremadamente seductor a los ojos de las mujeres, así como poderoso en su
originalidad como novelista: La Peste, publicada en junio de 1947,
ejerció sobre la juventud una verdadera atracción magnética, y se vendieron rápidamente
350.000 ejemplares. Eso le valió ciertas críticas de orden ideológico en Les
Temps Modernes, pero la amistad entte los dos hombres perduró aunque con
una cierta malicia. Sin embargo, a medida que Sartre evolucionaba hacia la
izquierda, Camus era cada vez màs independiente. En cierto modo, ocupaba un
poco en Francia la misma posición que Orwell en Inglaterra: estaba contra todos
los sistemas totalitarios, y fue a ver a Stalin con la misma intención maléfica
que a Hitler. Como Orwell, y a diferencia de Sartre, no deja de afirmar que las
gentes tenían más importancia que las ideas. Simone de Beauvoir reseña que le
confía en 1946: "Lo que usted y yo tenemos en común es porque para
nosotros los individuos cuentan más que todo. Nosotros preferimos lo concreto a
lo abstracto, las personas a las doctrinas. Nosotros situamos a la amistad por
encima de la política".
Quizá, en el fondo, ella estaba de acuerdo
pero, cuando llegó la ruptura final, con ocasión de la aparición de L'Homme
révolté, ella toma, por supuesto, el partido de Sartre. Este último y sus
acólitos de Temps Modernes derivaron en la obra en un ataque contra el
estalinismo, y decidieron abordarlo en dos etapas. Para empezar, Sartre, fue en
el comité de redacción donde la operación fue puesta a punto, ante el joven
Francis Jeanson, entonces apenas de veintinueve años de edad: "Será el más
fuerte, pero al menos será político". Después, cuando Camus respondió,
Sartre opta por un largo ataque personal extremadamente desagradable: "Una
dictadura violenta y ceremoniosa ha tomado posesión de usted, sostenida por una
burocracia abstracta, que pretende reinar según la ley moral". Acusa a
Camus de sufrir de "vanidad sangrienta" y de abandonarse a una
mezquina querella de autor, "una mezcla de sombreada suficiencia y de
vulnerabilidad hace desistir a las gentes de deciros la simple verdad".
Sartre, en adelante tendría tras de sí a toda la extrema izquierda organizada,
y sus ataques causaron provocaron errores reales en Camus: puede que le
hirieran también -pues era bello y muy vulnerable-, y algunas veces parecía
haberle deprimido su ruptura con Sartre. En otros momentos, reía y se mofaba de
su adversario," un hombre cuya madre debió pagar los impuestos".
La
incapacidad de Sartre para mantener largo tiempo una amistad con cualquiera de
una cierta envergadura intelectual ayuda a comprender la inconsecuencia, la
incoherencia y a veces la pura y simple frivolidad de sus tomas de posición. La verdad es que él no es, de natural, un animal político. En este dominio, no tiene opiniones
consecuentes antes de alcanzar la cuarentena. Una vez separado de hombres tales
como Koestler y Aron, convertidos ambos hacia el fin de los años 1940 en
personajes respetables, se puso a defender no importa a quién ni importa qué. En
1946-1947, muy consciente de su inmenso prestigio entre la juventud, él elige febrilmente qué partido
sostener. Parece haber creído que tenía el deber de un escritor del lado de los
"trabajadores". El problema es que él no conocía a ninguno -y tampoco hizo ningún esfuerzo en ese sentido-, salvo Jean Cau, de
origen modesto, que conservaba tal fuerte acento del Aude, que podía pasar por tal. ¿No debía, en ese caso, sostener el partido que la mayoría de los trabajadores apoyaba? En Francia, en esta época, eso querían decir los comunistas. Pero Sartre no era
marxista; a decir verdad, el marxismo era casi lo exactamente opuesto a la
filosofía fuertemente individualista que predicaba. A pesar
de todo, incluso hacia el final del decenio -ésta es una de las razones por las que se querella contra Aron y Koestler-
no puede decidirse a comandar el partido comunista o el estalinista. Su
antiguo alumno, Jean Kanapa, un intelectual comunista en ciernes, escribía disgustado: "El animal es peligroso, está enganchado a la ligera en el flirt marxista... pero no ha leído a Marx y sólo sabe groso modo qué es el marxismo".
Los únicos pasos positivos de Sartre fueron ayudar a
fundar, en febrero de 1948, un movimiento de la izquierda no comunista opuesta
a la guerra fría, la Manifestación democrática revolucionaria (RDR). Tenía como objetivo reclutar a intelectuales del mundo
entero -lo llamaba "La Internacional del Espíritu", y su tema principal era la unidad
europea. "Jóvenes de Europa, ¡uníos!" proclama Sartre en un discurso pronunciado
en junio de 1948. "Fabricad vuestro propio destino... Una vez hecha la
Europa, la juventud se hará democrática". Si hubiera tenido realmente voluntad de
jugar la carta europea y hacer historia, Sartre hubiera podido sostener a Jean
Monet, que formulaba entonces las bases del movimiento que debía, diez años más tarde, traer la creación de la Comunidad europea. Pero fracasó
al prestar
mucha atención a detalles económicos y administrativos, algo imposible para Sartre.
David Rousset, que había, con él,
fundado la RDR, le encuentra perfectamente inútil: "A pesar de su lucidez, él vive en una esfera completamente aislada de la realidad". Y
añade: "Tiene el más vivo interés por el juego y el movimiento de las ideas", pero se interesa
poco por los acontecimientos, "Sartre vive en una burbuja". Cuando
tiene lugar el primer congreso nacional de la organización, en junio de 1949, Sartre vive extraviado: està
en México con Dolorès, ¡esforzándose en convencerla de esposarse! la RDR termina
por disolverse, y Sartre presta enseguida un poco de su fluctuante atención al absurdo Movimiento de ciudadanos del mundo de
Garry Davis. Es poco más o menos en esta época cuando François Mauriac da
públicamente un
consejo que hace eco en las palabras irónicas de la pequeña amiga de Rousseau:
"Nuestra filosofía debe escuchar a la razón -renuncia a la política, Zanetto, ¡e studia la mathematica!"
Sartre prefiere interesarse por Jean Genet, ladrón homosexual y hábil impostor que seduce el lado crédulo de la naturaleza del filósofo y testimonia la búsqueda de un sustituto a la vez. Escribe a ese propósito un libro también absurdo que, enorme -cerca de 700 páginas- es una celebración de la anarquía, de rechazos de las leyes morales, y de
incoherencia sexual. Avisado por sus amigos razonables, es ese momento en el
que Sartre deja de ser un pensador serio, sistemático, que busca lo sensacional. Es curioso que
Simone de Beauvoir que en ciertos aspectos -seducción, indumentaria, modos de pensar- parecida a una
vieja institutriz, hiciese tan poco para evitar que sucumbiese a tales locuras.
Pero ella tenía que guardar su amor, como el lugar que ocupaba en
el seno de su corazón puesto que, como le dijo a John Weightman, ella
era la Mme del Momento de su Louis XIV. Ella tenía la impresión de que para preservar su confianza, debía seguirle. Ella hizo más de eco que de mentor. Ella apoyaba sus errores de
juicio y propalaba sus tonterías. Ella no era más que un animal político y llegó a de ir cosas tan absurdas como él sobre los acontecimientos mundiales.
En 1952, Sartre resuelve el dilema que le propone el partido comunista,
y decide apoyarlo. Ésa fue una actitud sentimental y no racional,
nacida de su implicación en dos campañas de propaganda comunista:
el affaire Henri Martin (marinero encarcelado por haber rehusado participar en
la guerra de Indochina), y la brutal represión de las revueltas organizadas por el
partido comunista contra el general americano Matthew Ridgway, comandante en
jefe de la OTAN. Como muchas gentes habían previsto en la época, la campaña para la liberación de Martin lleva, en efecto, a las autoridades a
mantenerle en prisión más tiempo del previsto. El partido comunista
apenas se preocupa -su prisión sirve a sus objetivos-, pero Sartre
pudo dar prueba de su buen sentido. Tendrá una idea del nivel de su percepción de la política cuando acusa al presidente del
Consejo, Antoine Pinay, de "preparar el camino de una dictadura".
Sartre no da testimonio nunca de profundo conocimiento, ni de un vivo interés -y menos aún de un entusiasmo desbordante- por la democracia
parlamentaria burguesa. Lo que entendía por libertad nada tenía que ver con el derecho al voto en una sociedad
pluralista. Pero entonces ¿qué entendía por tal? Eso era lo más difícil de responder.
Era
perfectamente ilógico que Sartre, en 1952, se alinease
con el partido comunista. Era precisamente la época en que lis intelectuales
comenzaban a abandonarlo después de las primeras revelaciones, en Occidente: de
los siniestros crímenes de Stalin. La posición de Sartre era absurda. Él observa un silencio molesto sobre
los campos stalinianos, adoptando una línea de defensa en total contradicción con el manifiesto sobre el compromiso de Temps Modernes: "Como no éramos miembros del partido ni
simpatizantes confesos, no era nuestro deber escribir sobre los campos de
trabajo soviéticos:
éramos libres de quitar importancia a
las querellas sobre la naturaleza del sistema, desde el momento que no se
producía ningún acontecimiento de importancia sociológica". Incluso se contradecía al guardar silencio sobre los abominables procesos
en Praga, Slansky y otros comunistas checos de origen judío. Peor aún, acepta transformarse en oso
sabiendo de lo absurdo de la conferencia tibia en Viena, en diciembre de
1952, del Movimiento por la paz, de obediencia comunista. Dicho de otro modo,
eludió ante Fadeiev que él le hubiese tratado en otro momento
amigablemente de hiena y de chacal, y que en cambio había explicado a los delegados que los tres
acontecimientos más importantes de su vida eran el
Frente popular, la Liberación y "este congreso" -mentira
solapada-, y en fin, que había anulado ante la representación de Viena su vieja pieza anticomunista Les Mains Sales, a petición de los mismos dirigentes comunistas.
Ciertas cosas dichas o
hechas por Sartre durante los cuatro años en el curso de los cuales defiende
resueltamente el comunismo son casi inverosímiles. Hace pensar, exactamente
como Bertran Russell, en la desagradable verdad enunciada por Descartes: “Nada
hay absurdo o increíble que no haya sido sostenido por un filósofo u otro”. En
julio de 1954, después de una visita a Rusia, acuerda con un periodista de Liberation, “compañero de viaje” del PC, una entrevista de dos horas. Ella
quedará como uno de los vestigios más abyectos rendidos al Estado soviético,
emanado de un intelectual occidental, desde la famosa expedición de G.B. Shaw a
principios de los años 1930. Decía que si los ciudadanos soviéticos no
viajaban, no es porque se les prohibiera, sino porque no tenían ningún deseo de dejar su
maravilloso país. “Ellos critican a su gobierno”, añade, “mucho más y mejor que
nosotros”. Afirma incluso: “La libertad de crítica es total en la Unión
Soviética”. Años más tarde, reconoce su mentira:
“Después de mi primera
visita a la URSS en 1954, mentí. En fin, “mentí” es, puede ser, una gran
palabra: escribí un artículo… en el que decía sobre la URSS cosas amables que
no pensaba. Lo hice en parte porque estimaba que, cuando se es invitado por
alguien, uno no pude hablar de la mierda nada más entrar en su casa, y por otra
parte porque yo no sabía muy bien dónde estaba
informando al mismo tiempo sobre la URSS y sobre mis propias ideas”.
Esta confesión es una
curiosa concesión por parte de un “jefe espiritual” (dijo Jean Paulhan, de la
NRF) y además es también tramposa como sus mentiras de entonces, en la medida
que en aquella época Sartre se alineaba consciente y deliberadamente con el
partido comunista. De hecho, es más caritativo dejar caer el velo sobre ciertos
propósitos suyos y ciertas acciones entre 1952 y 1956.
En estas fechas, la
notoriedad de Sartre, tanto en Francia como en el extranjero, era bastante
baja, y no era tenido en cuenta. Conocía la invasión de Hungría por la Unión
Soviética y de ello hizo la razón, o al menos el pretexto, de su ruptura con
Moscú y el comunismo. De la misma manera, se acoge a la guerra de Argelia
-sobre todo después de 1958-, con ocasión de la vuelta al poder de de Gaulle, a
algo que poder odiar cómodamente -como
una causa honorable para reencontrar su prestigio en la izquierda
independiente, en particular entre la juventud. La maniobra era, hasta cierto
punto, sincera. Sartre, como durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo una
“buena” guerra de Argelia. A diferencia de Russell, no se detuvo aunque la
había ensayado mucho. En septiembre de 1960, hizo un manifiesto firmado por 122
intelectuales defendiendo el “derecho de insumisión” (de funcionarios, en la
Armada, etc). Bajo la IVª República, el Estado estuvo cerca de hacerle entrar
en prisión, pero la Vª era más sutil: estaba dominada por dos hombres de una
inteligencia y de una cultura excepcionales, de Gaulle y Malraux. Éste declara:
“Más vale dejar gritar a Sartre “Vivan los terroristas” en plena plaza de la
Concordia, que arrestarle y ponernos en vergüenza”. El General, siguiendo el
ejemplo de Villon, Voltaire y Romain Roland, explica que más vale no tocar a
los intelectuales: “Han causado muchos problemas en su tiempo, pero es esencial
continuar respetando la libertad de pensamiento y de expresión en la medida que
sea compatible con las leyes y la unidad nacional”.
En los años 1969, Sartre
dedica buena parte de su tiempo a viajar, a China y el tercer mundo -un término
inventado en 1952 por Alfred Sauvy- que él mismo contribuyó a popularizar.
Simone de Beauvoir y él se convirtieron en figuras familiares, fotografiados
con dictadores diversos afro-asiáticos, él con
prendas de vestir obsoletas, ella con rebecas de institutriz, faldas y
echarpes “étnicos”. Lo que Sartre decía a los regímenes que le invitaban no
tenía mucho más sentido que sus ocurrencias en la Rusia de Stalin, pero quedaba
mejor. De Castro: “El país que ha emergido de la revolución cubana es una
democracia directa”. De la Yugoslavia de Tito: “Es la realización de mi
filosofía”. Del Egipto de Nasser: “Hasta el presente, he evitado hablar de
socialismo a propósito del régimen egipcio. Sé ahora que estaba equivocado”. Se
muestra particularmente caluroso en sus elogios a la China de Mao. Condena
ruidosamente los “crímenes de guerra” americanos en Vietnam, y compara América
con el nazismo (pero había hecho el mismo paralelismo con de Gaulle, olvidando
que el General les combatió mientras él mismo hacía jugar sus piezas en el
París ocupado). Simone de Beauvoir y él fueron siempre antiamericanos. En 1947,
después de una estancia en Estados Unidos, ella había escrito incluso un
artículo absurdo en Les Temps Modernes, donde
las faltas de ortografía risibles (“Greenniwich Village”, “Mark Taiwan” por
“Mark Twain”, “James Algete”) se alternaban con afirmaciones de chiflados.
¡Ella pretendía especialmente que sólo los ricos eran admitidos en las
boutiques de la Quinta Avenida! Sobre poco más o menos todo falso. El artículo
fue objetivo de una brillante polémica de Mary MacCarthy. Siempre en los años
1960, Sartre juega un papel motor en el “Tribunal de crímenes de guerra”, sin
embargo desacreditado, que Bertrand Russell había establecido en Estocolmo.
Pero ninguna de estas actividades tuvieron ningún efecto.
Los consejos que prodigaba
a sus admiradores del tercer mundo tienen sin embargo un aspecto más
siniestras. Pues no siendo un hombre de acción -para retomar una de las burlas
más feroces de Camus, Sartre “No situado más que en su sillón en el sentido de
la historia-, empujaba siempre a los demás, y “acción” generalmente quería
decir “violencia”. Así se convirtió en el mentor de Frantz Fanon, ideólogo que
podía considerarse fundador del racismo negro moderno, que escribió el prefacio
de esa Biblia de la violencia que son Los Damnificados
de la Tierra (1961) -prefacio más sangrante todavía que el propio
texto”. Para un Negro, escribía Sartre, “matar a un blanco, es hacer matar dos
pájaros de un tiro: destruir a un opresor y a un hombre que oprime al mismo
tiempo”. Ésta era una verdad puesta al día por el existencialismo: la
auto-liberación por la muerte. Sartre inventa la técnica (réplica y reanudación
de la filosofía alemana) que consiste en caracterizar el orden existente como
“violento” (la “violencia institucionalizada”, justificando así que se mata
para invertirla. Afirma: “Para mí, el problema esencial es rechazar la teoría
según la cual no debería responderse a la violencia con violencia”. Pero
también anota: no es un problema, es “el
problema esencial”. Los escritos de Sartre eran largamente difundidos, sobre
todo entre los jóvenes, así se convertía en mentor de numerosos movimientos
terroristas que atacaron a la sociedad a partir de los años 1960. Lo que no
había previsto -y algún avisado había visto- es que la violencia a la que se
daba la bendición filosófica sería, por esencia, infligida por Negros a otros
Negros, no a Blancos. Ayudando Fanon a incendiar África, contribuye a las
guerras civiles y a las muertes en masa que abrumaron al continente en los años
1969 hasta nuestros días. Su influencia en el Sudeste asiático, donde la guerra
de Vietnam llegaba a su fin, fue aún más funesto. Los crímenes horribles
perpetrados en Camboya a partir de 1975, que tantas vidas costaron -entre una
quinta parte y un tercio de la población- fueron organizados por un grupo de
intelectuales francófonos reclutados en el seno del Angkar Leu (“la
Organización superior”). De sus ocho dirigentes, seis eran enseñantes (un
profesor de universidad), de otros dos, uno era funcionario y el otro
economista. Todos habían estudiado en Francia en los años 1950, donde no sólo
se habían adherido al PCF, sino también se habían impregnado de las teorías sartrianas
sobre el activismo filosófico y la “violencia necesaria”. Estos criminales
fueron, ideológicamente, sus hijos.
La
acción de Sartre, en el curso de lis últimos quince años de su vida, no le
lleva muy lejos. Un poco como Russell, se esfuerza desesperadamente en
mantenerse en vanguardia. En 1968, coge el partido de los estudiantes, como en
aquellos tiempos en que había sido enseñante. Pocas gentes salieron crecidas de
los acontecimientos de mayo 68 -con la reseñable excepción de Raymond Aron-; y
la conducta poco brillante de Sartre no mereció otra cosa que la condena
particularmente. En una entrevista de la RTL, saluda a las barricadas: “La
violencia es lo único que queda a los estudiantes que todavía no han entrado en
el sistema de sus padres… Por ahora, representan la única fuerza que se opone
al establishment en nuestros cómodos países
occidentales… y compete a los estudiantes decidir la forma en que debe librarse
su combate. Nosotros no debemos de tener
la audacia de darles consejo en ese dominio”. Esta es una reseña bizarra
por parte de un hombre que había pasado treinta años diciendo a los jóvenes lo
que debían hacer. Hay otras bajezas: “Lo que es interesante, en vuestra acción,
decía a los estudiantes, es llevar vuestra imaginación al poder”. Simón de
Beauvoir estaba en la misma línea. De todos los “audaces” eslóganes pintados en
los muros de la Sorbona, el que más “tocaba” era: “Prohibido prohibir”. Sartre
se humilla hasta el punto de hacer una entrevista al efímero líder estudiantil,
Daniel Cohn-Bendit, que aparece dos veces en El Nouvel
Observateur. Los estudiantes tenían “el cien por cien de la razón”,
decía, el régimen que querían destruir estaba en “la política de la cobardía…
una llamada a la muerte”. Buena parte de uno de los artículos era un ataque
contra su viejo amigo, Raymond Aron, casi el único que había mantenido la
cabeza fría en ese periodo de locura.
Pero Sartre no se libraba
de las bufonadas de buena fe. Fueron sus jóvenes cortesanas quienes se pusieron
a jugar un papel activo. Cuando, el 20 de mayo, hace su aparición en el
anfiteatro de la Sorbona para dirigirse a los estudiantes, se ve entrar a un
viejo, con rancias gafas de ciego, humo y el hecho de llamarle “Jean Paul”, lo
que sus turiferarios o habían osado
hacer. Hace una intervención sin gran claridad, y termina: “Os voy a dejar,
ahora. Estoy cansado. Si no paro de hablar terminaré diciendo cosas idiotas”.
Después de su aparición ante un público estudiante, el 10 de febrero de 1969,
está desconcertado al verse tierno, en el momento de tomar la palabra, saca una
breve nota, muy brutal a los dirigentes del movimiento, diciendo: “Sartre, se
claro, se breve. Queremos discutir las consignas a adoptar”. Éste no era un
consejo que acostumbrase a darse, o capaz de seguir.
Mientras tanto, sin
embargo, ha pasado otra cosa: sus capacidades de atención, como las de Tolstoi
y Russell, eran limitadas. Su interés por la revolución estudiantil dura menos
de un año. Hace una tentativa, también breve pero bizarra, para identificarse
con los “trabajadores”, esos seres idealizados, misteriosos, sobre los que se
había escrito tanto, pero que se le habían escapado toda su vida. En la
primavera de 1970, la extrema izquierda se esfuerza tardíamente en aclimatar en
Francia la revolución cultural maoísta. El movimiento se llama la Izquierda
proletaria, y Sartre acepta apadrinarla; se hace redactor en jefe de su
periódico, La Causa del pueblo, ante todo
para impedir la prohibición de la policía. Sus objetivos eran suficientemente
violentos para deplorarlo -él llama al secuestro de los patrones y al
linchamiento de los diputados- pero en plan romántico, pueril y fuertemente
marcado por el anti-intelectualismo. A decir verdad, Sartre no tenía allí su
sitio y se siente obligado a rendir cuentas: “Si continuo apareciendo con los
militantes, será preciso sentarme en un sofá rodante implicando a todo el
mundo”. Pero enseguida se vio en París a un Sartre de sesenta y siete años, a
quien incluso de Gaulle (incómodamente) debía decir “querido Maestro”, vender periódicos
de mediocre contenido en las calles, y tender folletos a viandantes
indiferentes…
Sartre sigue, ante todo,
como intelectual. Su divisa era Nulla diésel sine línea,
“No un día sin plan”. Un juramento que respeta. Escribe todavía más
fácilmente que Russell, y podía producir hasta 10.000 palabras al día. Una
buena parte era seductora pero engolada. Es lo que descubro en París al
principio de los años 1950, cuando llego a traducir algunas de sus polémicas:
todo eso se leía muy bien en francés, pero colapsaba una vez pasado a términos
concretos en inglés. Sartre no daba gran importancia a la calidad. En 1940, en
una carta a Simone de Beauvoir, declara, a propósito de su vasta producción:
“Siempre he considerado la abundancia como virtud”. Se extraña de que hacia el
fin de su vida, estuviese cada vez más obsesionado con Flaubert, escritor
excepcional minucioso, que corregía sus obras con una obstinación maníaca. El
libro que Sartre termina escribiendo sobre él consta de tres volúmenes, y 2082
páginas, a menudo ilegibles. Sartre escribe numerosas obras, a veces enormes, y
otras, más numerosas todavía, quedan inacabadas -aunque a menudo su contenido
es acabado por otros-. Entre sus proyectos había un estudio gigantesco sobre la
Revolución francesa, y otra sobre el Tintoretto. Otra empresa a la vista era
una autobiografía, que rivalizaría en extensión con las Memorias
de ultratumba (de Chateaubriand), y Las
palabras eran, en efecto, un fragmento.
Sartre confiesa que las palabras eran toda su
vida: “Yo he investigado todo en literatura… constato que la literatura es un
sucedáneo de la religión”. Reconoce que para él son más que sus cartas y su
significado; son seres vivientes, un poco como los estudiantes de Zohar y la
Kabala pensante que los caracteres de la Torá tienen de poder religioso: “Veo
misticismo en las palabras… el ateísmo roído poco a poco. He invertido, laizado
la escritura… incrédula, vuelvo sobre ellos: es preciso saber lo que al hablar
quiere decir… me aplico, pero siento
.delante de mí como un sueño de la muerte, como una brutalidad gozosa,
como la perpetua tentación del Terror”. Esto es escrito en 1954, cuando Sartre
aún tenía miles de páginas ante él. ¿Qué quería decir? No gran cosa,
verdaderamente. Él prefiere siempre escribir no importa qué. Confirma la feroz
observación del Dr. Johnson: “Un Francés siempre debe hablar, conozca o no la
materia de la cuestión”. Como Sartre se decía a sí mismo: la escritura “es mi
costumbre y después mi trabajo”. El impacto
de lo que escribe le inspira conclusiones pesimistas: “Largo tiempo he tomado
mi pluma por una espada, ahora conozco nuestra impotencia. Qué importa: he
hecho, haré libros”.
Sartre
dice también, a veces interminablemente, ¡a veces incluso cuando no tenía
delante a nadie que le escuchase! De su autobiografía, John Houston hace de él
un retrato muy afortunado. En 1958-1959, trabajaban junto en un escenario sobre
Freud, y Sartre permanece en la estancia del irlandés. He aquí lo que escribe:
“Es pequeño y rechoncho, y también todo
lo feo que puede ser un humano. Una cara a la vez quebrada e hinchada, con los
dientes amarillos y, sobre todo, curvados”. Pero Sartre era sobre todo un
hablador interminable: “Imposible mantener con él una conversación. Imposible
interrumpirle. Si tomar resuello me ahogaba con un torrente de palabras”.
Houston estaba estupefacto de constatar que Sartre, todo parloteo, tomaba nota
de lo que decía. A veces, el director dejaba el escenario, incapaz de soportar
más. Pero a lo lejos el zumbido de la voz de Sartre le perseguía por toda la
casa. Cuando Houston volvía, Sartre seguía hablando…
Esta diarrea verbal
terminaba dando la razón a sus poderes mágicos como conferenciante. Cuando
apareció su desastrosa obra sobre la dialéctica, Jean Wahl no pudo por menos
invitarle a ir a discutir en el Colegio de filosofía. Sartre comienza a las
seis de la tarde leyendo un manuscrito salido de un enorme dossier, “con una
voz mecánica y precipitada”, sin levantar nunca los ojos, completamente
absorbido por lo que había escrito. Al cabo de una hora, la asistencia empieza
a removerse en su asiento. La sala está llena y algunos asistentes deben
permanecer de pie. Tres cuartos de hora más tarde, el público está agotado y
muchas personas se tumban. Para terminar, Wahl hace señales a Sartre para que
pare. Éste coge bruscamente sus papeles y se va sin decir palabra.
Pero su
cohorte siempre estaba presta a escucharle. Poco a poco, a medida que él
envejecía, los cortesanos se iban haciendo más raros. En el decenio que sigue a
la Liberación, gana mucho dinero. Pero lo gastaba también inmediatamente.
Siempre había vivido despreocupado. De niño, cuando tenía necesidad, cogía
simplemente el dinero del portamonedas de su madre. Cuando era enseñante, Simón
de Beauvoir y él se prestaban (y prestaban) sin hacer cuentas: “Prestamos a
todo el mundo”, reconoce ella. Sartre dice: “El dinero tiene un carácter
perecedero que me gusta. Adoro verle deslizar y desaparecer entre mis dedos”.
Esta despreocupación tenía su lado simpático: contrariamente a buen número de intelectuales,
sobre todo los célebres, Sartre era verdaderamente generoso. Tenía la costumbre
y la costumbre de pagar la nota en los cafés o restaurantes, a gentes a quienes
apenas conocía. Él donaba para causas que sostenía, y así paga en RDR más de
300.000 francos en 1948. Jean Cau habla “de una total generosidad”, y deposita
en otros “una confianza absoluta”. Éste era el mejor rasgo de su personalidad,
con su sentido (ocasional) del humor. Pero su actitud de cara al dinero era
irresponsable. Fingía comportarse como un profesional en todo lo que tocaba a
sus derechos de autor: cuando se encuentra con Hemingway, en 1949, los dos
hombres no discuten más que de ello, una conversación que por otra parte era
del gusto de Hemingway. Pero “era para la galería”. El sucesor de Cau, a laude
Faux, deja el siguiente testimonio: “Sartre rehúsa ocuparse de todo lo tocante
al dinero: era perder el tiempo. Si necesitaba dinero era para distribuirlo,
para darlo a su entorno”. De ello se derivan enormes deudas contraídas con sus
editores, y necesitaba hacer frente a exigencias desorbitadas de sus
obligaciones fiscales. Su madre pagaba sus impuestos discretamente -de aquí los
sarcasmos de Camus-, pero ella no disponía de recursos inagotables, y hacia el
fin de los años 1950, Sartre se encuentra con problemas financieros de los que
nunca pudo salir. A pesar de ingresos
importantes, siempre tenía deudas y se encontraba a menudo apenas sin liquidez:
se lamentaba una vez de no poder pagar un par de zapatos nuevos. Había gentes
siempre dispuestas a pagar, a quienes habían recibido sus donaciones, pero a
finales de los años 1960, la situación financiera de Sartre era degradante.
En los
últimos años de su existencia, Sartre se convierte en una figura de lo más
patética: viejo antes de serlo, casi ciego, a menudo ebrio, preocupado por su
situación financiera e incapaz de pensar. Un joven judío cairota, llamado Benny
Lévy, que escribía bajo el pseudónimo de Pierre Víctor, entra en su vida. Su
familia había dejado Egipto en 1956-1957, en el momento de la crisis de Suez, y
era apátrida. Sartre le ayuda a permanecer en Francia y le hace su secretario.
A Víctor le gustaba el misterio, llevaba gafas negras y a veces una falsa
barba. Tenía ideas excéntricas, a menudo extremas que defendía con energía y
buscaba fuesen aceptadas por Sartre. Esto debía estar asociado a extrañas
declaraciones redactadas por ambos en curiosos artículos. Simone de Beauvoir
temía que Víctor se convirtiese en otro Ralph Schoenman, y le veía, con una
viva amargura, atarse a una alianza con Arlette. Ella le temía y le odiaba, lo
mismo que Sofía Tolstoi detestaba y temía a Chertkov. Pero en esta época,
Sartre no evitaba excentricidades en público.
Su vida privada seguía, sexualmente, sin variaciones y llenaba su tiempo
con mujeres de su harén. Pasaba así sus vacaciones de la manera siguiente: tres
semanas con Arlette en la casa que poseían en común en el sur de Francia; dos
semanas con Wanda, generalmente en Italia; varias semanas en una isla griega en
compañía de Helena; después un mes con Simone de Beauvoir, ordinariamente en
Roma. En París iba a menudo de un apartamento a otro. Simone de Beauvoir
describe cruelmente sus últimos años en La Ceremonia de
los adioses: su incontinencia, su alcoholismo, enganchado a las
jóvenes que le pasaban botellas de whisky, luchas de poder por controlar lo que
le quedaba de consciencia. Todas sintieron alivio cuando muere en el Hospital
Broussais, el 15 de abril de 1980. En 1965, él había adoptado legalmente en
secreto a Arlette, que hereda todo, comprendiendo su propiedad literaria, y
dirige la publicación póstuma de sus escritos. Para Simone de Beauvoir, ésta
fue su última traición: el “centro” era eclipsado por una “periférica”. Ella
sobrevivió cinco años más a Sartre, reina madre de la izquierda intelectual
francesa. Pero ni tuvieron hijos ni herederos.
Sartre,
como Russell, no llegó nunca a definir puntos de vista coherentes. Ninguna doctrina le sobrevivió. Para
terminar, de él no queda más que un vago deseo de formar parte de la izquierda
y sobre todo de no ser desconectado de “la juventud”. El declinar intelectual
de Sartre -que había parecido por un momento identificarse con una filosofía de
la existencia confusa, pero sólida -fue particularmente espectacular. Pero
tendrá siempre una parte importante de público cultivado reclamando pensadores,
tan poco convencidos están. A despecho de su comportamiento extravagante
Rousseau concita todos los honores a su muerte y después. Otro monstruo
sagrado, Sartre toda la inteligencia parisina asiste a sus magníficos
funerales. Más de 50.000 personas, la mayor parte jóvenes, están presentes en
su entierro en el cementerio de Montparnasse. ¿Cuál era la causa que querían
venerar? En todo caso, ¿aquella luminosa verdad sobre la humanidad se
reafirmaba con su presencia? Es lo que debemos preguntarnos.
. 10.
EDMUND
WILSON, UN TIZÓN ARRASADO POR EL FUEGO
El caso de Edmund Wilson (1895-1972) es
revelador. Permite diferenciar al hombre de letras tradicional del intelectual.
Wilson puede definirse como ese hombre que comienza una carrera de letras, se
convierte en intelectual en busca de soluciones milenaristas, después
desilusionado, vuelve a sus preocupaciones de juventud y a su verdadera
materia, la literatura. En la época en que Wilson viene al mundo, el estatuto
de hombre de letras americano estaba sólidamente establecido. Henry James fue
un ejemplo de primer orden. Las letras eran su vida. Rechaza con desdén la idea
de que un intelectual secular pudiera ser apto para transformar el mundo y a la
humanidad gracias a conceptos sin fundamentos. La historia, la tradición, la
presencia, las formas con vigor constituían para él la herencia de la sabiduría
de la civilización, las únicas guías fiables el comportamiento humano. James
estaba interesado en negocios públicos, seriamente pero con desapego. En 1915
renuncia a la ciudadanía británica mostrando así que pensaba que un artista
debía tomar partido sobre cuestiones importantes e identificarse con una causa
que creía justa. Pero para él, la literatura fue siempre prioritaria, y quienes
consagraron su vida como curas al altar no debía nunca prostituirse sirviendo a
los falsos dioses de la política.
Wilson, mucho más áspero e incorregible
americano, en el fondo de su corazón tenía las mismas aspiraciones. Pero al
contrario de James, la Europa, y sobre todo Inglaterra encarnaban a sus ojos la
corrupción, mientras que América, con todas sus imperfecciones, un noble ideal.
Lo que explica por qué en el interior de su caparazón tradicionalista, lucha a
veces un activista. Porque también, a despecho de sus orígenes y de su
educación, él opta, durante un tiempo al menos, por el camino de los Jacobinos.
Desciende de una inmensa familia de presbiterianos de la Nueva Inglaterra. En
su infancia, no conoce prácticamente a ninguna persona que no fuese de su
círculo familiar. Su padre, jurista, ejerce durante un tiempo la función de
abogado general de New Jersey y Wilson hereda sus instintos de juez. Su padre,
decía, trataba a la gente "según sus méritos", pero un poco "de
arriba abajo". Leon Edel, que publica las críticas de Wilson reseña que
tenía tendencia a comportarse como un juez. Al hacer sus acusaciones
literarias, emitía juicios olímpicos. Pero hereda de su padre un amor
apasionado por la verdad y su empeño en descubrirla. Lo que le salva.
Su madre era una verdadera borracha. Adoraba
la jardinería, seguía los partidos de fútbol universitario y, al final de su
vida, se ocupa de los juegos de Princeton. No manifiesta ningún interés por los
escritos de su hijo. Hubiera preferido que su hijo se distinguiese en el
atletismo, para lo que estaba mejor capacitado y le ahorraría tensiones que
oponía a Hemingway a una madre inteligente y cultivada. Wilson frecuenta la
Escuela preparatoria de la Ivy Leagne, la Alta Escuela, desde 1912 a 1915 en
Princeton donde enseñaba Christian Gauss. Fue llamado por el ejército que
detestaba, se convirtió en reportero del New York Evening Sun, sirve en
Francia en un hospital militar y termina la guerra sirviendo en los Servicios
de Reingresos.
Wilson fue un lector empedernido. Sus notas
muestran que entre agosto de 1917 y el Armisticio (que fue firmado quince meses
más tarde), leyó cerca de doscientos libros, de Zola, Renan, Jamrs, Edith
Wharton, Kipling, Chesyerton, Lytton Strachey, Comptom Mackensie, Rebbeca West
y James Joyce. Nadie ha leído tanto y con tanta atención como Wilson, como un
juez, como si dependiera de la vida del autor. Pero como escritor fue mucho
menos sistemático. Parecía incapaz de planificar a largo plazo. Sus libros
evolucionaban, sus obras no novelescas se aproximaban a ensayos, sus romances a
novelas. Al principio de su carrera fue considerado sobre todo periodista. Si
se implicaba de una manera más emocional sobre una materia, su pasión por el
aspecto judicial y la verdad le obligaban a profundizar aún más. Pero
necesitaba tiempo para descubrir lo que buscaba. En los años 1920 trabaja para Vanity
Faire y New Republic, ensaya
la crítica teatral en Dial, después vuelve a New Republic,
escribe versos, cuentos un romance, J'ai pensé à Daisy, y trabaja mucho
en un estudio sobre los escritores modernos, Le Castillo de Axel. Tiene
una existencia privilegiada de un célibe de la Ivy Ligue, se casa poco tiempo
después (1923-1925) con Mary Blair, una actriz y después, una vez libre, se
amancebaría en 1929 con Margaret Canby. En esta época, ya era un joven de
letras pujante de una reputación envidiable, reconocido por su juicio acerado y
objetivo.
La prosperidad espectacular de los años
1920 parece lo suficientemente durable para inhibir todo radicalismo. Hasta el
punto de que Lincoln Steffens, en su libro Shame of the cities (1904)
-un acopio de artículos sobre la corrupción que había jalonado la era
progresista- declara que el colectivismo soviético podría muy bien ser más
válido que el capitalismo de los Estados Unidos: "Pienso que la partida
está ganada por los dos lados".Una serie de artículos de Stuart Chase
tratan de la permanencia de la prosperidad aparecida en la Nation durante
un trimestre entero. El primer episodio sale el miércoles 23 de octubre de
1929, fecha del primer gran crash bursátil. Pero cuando la crisis
amenaza con toda su amplitud y la recesión no ofrece ninguna duda, los
intelectuales cambian de bando pues los escritores son duramente golpeados por
la crisis. En 1933, la venta de libros baja al 50% respecto a las cifras de
1929. Según Brown, el viejo editor de publicaciones Little de Boston, los años
1932-1933 fueron,"de lejos", los más catastróficos desde la creación
de la casa de edición en 1837. John Steinbeck que no vendía un solo libro dice:
"Cuando las gentes caen en bancarrota, lo primero que hacen es renunciar a
los libros". Todos los escritores no viran a la izquierda, pero muchos
fueron transportados por la gran ola de una corriente tumultuosa,
desorganizada, a menudo sutil pero netamente radical. Lionel Trilling que
sentía atornillada esta fuerza desde los años 1930, predice un vuelco en la
historia americana:
"Podemos decir que hemos creado un
modelo de intelectual americano de gran clase y gran influencia. El carácter de
esta clase, después de diversas mutaciones de opiniones, tiene una
predominancia de izquierda. A mi juicio, la tendencia política de los años 1930
será definida por una clase de ese tipo. La urgencia moral, el sentido de la
crisis y el instinto de conservación del radicalismo son los distintivos del
intelectual americano"
Trilling dice que el intelectual, según
las observaciones de W.B. Yeats, era "por naturaleza" incapaz de
"diluirse" en la gran obra espiritual del intelecto". Para él:
"Ningún trabajo es más noble que
limpiar la pizarra sucia del hombre"
Lo aburrido, añade Trilling, es que
durante los años 1930 las gentes angustiadas eran demasiado numerosas como para
que James pensase que "borraban la pizarra de garabatos dejados por la
familia, la clase, el grupo étnico o cultural (y) la sociedad en general.
Wilson fue borrado en este pasaje por la
ola burbujeante de los intelectuales obligados a hacer tabla rasa para definir
una nueva civilización. New Republic, hasta entonces sin línea política
definida, opta por atribuir el crash de Wall Street al socialismo de
acuerdo con la proposición de Wilson. En una Llamada a los progresistas",
el periódico subraya que ¡los liberales y los progresistas habían apostado por
el capitalismo para procurar una vida conveniente y bienes para todo el mundo.
Pero el capitalismo lo había hecho fracasar!¿Los Americanos se decidieron, esta
vez, a confiar su idealismo y su genio de la organización a los sentidos de la
experiencia socialista?
Rusia se posicionaba como rival de
Estados Unidos pues el Estado soviético poseía "casi todas las cualidades
que los americanos glorificaban -una eficacia extraordinaria, una economía
estimulada por el ideal de la explotación hercúlea acompañada de una acción
común, por el entusiasmo -como la
Libertad en marcha- y la perspectiva de conseguir algo grande en cinco
años".
La idea de comparar el primer plan
quinquenal de Stalin con la libertad muestra que Wilson y sus amigos tenían una
mentalidad naïf en esa época. Wilson se puso a leer con su energía acostumbrada
de stajanovista toda la obra política de Marx, de Lenin y de Trotski. A
finales de 1931, su convicción era un hecho: precisaba proceder a enormes
cambios. Los intelectuales debían descubrir soluciones económicas y políticas
específicas y aplicarlas a programas bien definidos. En mayo de 1932, redacta
un manifiesto con John Dos Passos, Lewis Montford y Sherwood Anderson y,en
términos teológico-políticos, propone "una revolución
socioeconómica". El verano siguiente, una reflexión personal en un
periódico indica la emergencia de su nuevo credo: "Creo que voy a votar a
los candidatos comunistas en las próximas elecciones". Parece no haber
tenido nunca intención de inscribirse en el partido. Pero estimaba que sus
líderes eran "americanos auténticos" y que el hecho de
"desobedecer a una autoridad central, sin la cual un trabajo serio
revolucionario era imposible" no le impedía "comprender la situación
de América". El PC tenía razón al decir que "los pobres no tenían
otra opción que ampararse en las industrias de base y de servicios en beneficio
común".
Wilson no fue nunca consciente del hecho
de que sus amigos y él mismo eran vistos como ricos intrusos que operaban como
un guiño de la clase obrera. Sin embargo es así como eran percibidos. Pues la
contribución de Wilson a la causa, después de haber leído a Marx, se limita a dar
un cocktail al líder del PC, William Foster, responde a las preguntas de los
nuevos convertidos. Wilson hace referencia con delectación a una fotografía
joven de Walter Lippmann, en su mansión de Washington donde pasa la noche,
durante una tormenta, "intenta contener, con la ayuda de una sartén una
severa inundación a través de una fisura del techo. ¡Una imagen perfecta del
intelectual afrontando la crisis! Pero deja sin rendir cuentas la imagen de sí
mismo reenviándola a su sirviente negra Hatty, que había "tan
maravillosamente alargado su viejo pantalón de tarde con un remiendo para poder
asistir a una recepción en el consulado soviético en honor de su nueva
Constitución".
Pero Wilson, animado por una auténtica pasión
por la verdad, fue prácticamente lo contrario de los intelectuales descritos en
este libro. Hace un esfuerzo sincero, serio, sostenido, por conseguir su propia
conclusión acerca de las condiciones sociales sobre las que deseaba tratar. En
1931, desde que hubo terminado El Castillo de Axel, se consagra
inmediatamente al reportaje sobre el campo, escribe artículos sobre todas las
regiones de Estados Unidos, que más tarde aparecen bajo el título The
American Jitters (1932). Wilson sabe escuchar, observar finamente y hacer
un informe escrupuloso. Analiza la situación de la industria metalúrgica de
Bethlem, en Pennsylvania, después de dirige a Detroit para estudiar la del
automóvil. Hace un artículo sobre la huelga de textiles en Nueva Inglaterra,
sobre las minas del oeste de Virginia y Kentucky. Va a Washington, atraviesa
Kansas y el Medio Oeste hasta Colorado, desciende a Nuevo México y a
California. Sus descripciones reseñables por su imparcialidad, celosas del
detalle, rinden buena cuenta de la vida cotidiana de la lucha de clases. Pero
por encima de todo, se interesa más por las gentes del pueblo que por las
ideas. Breve, sus escritos son opuestos a La situación de la clase obrera en
Inglaterra descrita en ese libro de Engels. Encuentra en Henry Ford una
"extraña combinación de grandeza imaginativa, de mediocridad, de bajeza,
de soberbia voluntad, de simplicidad, de frialdad, de claridad, todo al
servicio de la distinción del Nordeste". Wilson recoge también
informaciones sobre las querellas o los crímenes que nada tenían que ver con la
crisis. Señala "las grandes empresas puntales de Detroit", describe
el invierno en Michigan, la arquitectura fantástica de California, los ranchos
de opereta de Nuevo México, la mujer de John Barrymore que le produce el efecto
"de un pequeño pedo de monja" bien azucarado y que, al decir de una
muchacha del Medio Oeste "aprovecha las últimas veinticuatro horas del
capitalismo". Las torres de perforación de Laguna Beach le hacen pensar en
"viejos druidas de barba colgante". En San Diego, la luz de una casa
lejana, danzando al ritmo de sus pasos, le evoca "el movimiento rítmico
del pene en una vagina".
Durante el terrible invierno de 1932
(había entonces trece millones de desempleados), Wilson participa en un gran
coloquio de intelectuales que van a informar sobre la huelga de mineros de
Kentucky y hace una descripción incisiva de lo que ve. Los escritores organizan
socorros de primera urgencia. El juez del condado les advierte: "Ustedes
pueden distribuir todos los alimentos que deseen, pero si infringen la ley, yo
me veré en el deber e incluso será un placer inculparles". Wilson cuenta
cómo el novelista Waldo Franck amenaza a un alcalde con hacerle publicidad en
estos términos:"La pluma, dice Shakespeare, es más poderosa que la
espada..." El alcalde replica:"Nunca he temido la pluma de un
bolchevique".
Wilson señala que los visitantes
intelectuales, al pasar a las excavaciones, obligaron a las autoridades a
asegurarse de que no llevaban armas. Algunos protestaron, otros se sometieron.
En el cuartel general del PC, Wilson anota sus impresiones: "Gente
deformadas... corriendo con la espalda curvada hacia el ascensor, una mujer
enana con gafas, otra, la mitad de la cara decolorada por una suerte de
quemadura cubierta de protuberancias". Wilson, que dudaba de la eficacia
de este género de visitas, escribe a Dos Passos: "Todo fue interesante
para nosotros, pero no ha servido gran cosa para los mineros".
La libertad de espíritu de Wilson, su
interés sincero por la verdad fueron el aspecto más reseñable de su radicalismo
de los años 1930. Estas cualidades le impidieron convertirse, como Hemingway,
en un instrumento dócil del PC. Incitaron a declarar a Dos Passos: "Los
escritores deben formar un grupo independiente para que los camaradas no puedan
tomarles por ingenuos". Había percibido ya que el intelectual radical
burgués tiene tendencia a carecer de una aptitud humana esencial, la de
identificar su propio grupo social. En una nota sobre "el carácter
comunista" (1933) subrayaba esta debilidad:
"No se puede identificar sus
intereses más que con una minoría de proscritos... esta solidaridad humana que
no existe más que en una visión imaginaria del progreso humano es una fuerza
motriz poderosa que es preciso no subestimar. Lo que pierde en contacto humano
inmediato está compensado por su propensión a ver en ellos a su propia familia
y a sus propios vecinos".
Para un hombre como Wilson, a quien la
vida humana y el carácter interesaban en grado sumo, esta compensación está
lejos de ser sufrida por él. Pero, determinado a estudiar el comunismo y lo
bien fundado de sus teorías, trabaja ya en La Estación de Finlandia, un
reportaje de primer orden sobre la historia del marxismo y sus aplicaciones en
la Unión Soviética. A su manera, hizo esfuerzos por descubrir la verdad que
cualquier intelectual de los años 1930busca, aprendiendo a leer y a hablar en
ruso. En la primavera de 1935, Wilson obtiene una bolsa de 2000 dólares de la
fundación Gugenheim para ir a estudiar a Rusia. Embarca a Leningrado en un
barco ruso y pasa enseguida a entretenerse con sus pasajeros. De Leningrado, se
dirige a Moscú, después desciende el Volga en barco hasta Odessa. Las grandes
purgas comienzan, pero los visitantes todavía pueden circular más o menos
libremente. En Odessa coge la escarlatina, seguida de trastornos renales agudos
debiendo permanecer varias semanas en cuarentena en un hospital arruinado, de
una sanidad repugnante pero en un ambiente significativamente cálido. Una
curiosa mezcla de gentileza y puyas, de socialismo y miseria. Numerosos
personajes parecían salidos directamente de páginas de Pushkin. Pushkin todavía
vivía cuando este lugar había sido construido. Esa estancia le abrió la puerta
a una clase de sociedad rusa que no hubiera podido descubrir de otra manera.
Deja Rusia al borde de disgustarse por Stalin, escéptico respecto a todo el
sistema, pero guarda un enorme respeto por el pueblo ruso y una loca admiración
por su literatura.
Está claro que el interés irresistible
que Wilson sentía por los seres humanos y la prioridad que daba a sus ideas le
evitaron convertirse en doctrinario. Hacia finales de los años 1930, todos los
síntomas y los pruritos de hombre de letras reaparecieron. Pero su emancipación
del señuelo marxista y de la izquierda no le fue fácil. La Estación de
Finlandia no es publicada hasta 1940. Wilson termina denunciando el
estalinismo como "la tiranía más horrible jamás conocida". En la
segunda edición, el libro es una mixtura que comporta un cierto número de
páginas fechadas en la época en que el impacto de Marx era predominante y en la
que Wilson consideraba todavía las tres diatribas de la propaganda de Marx. La
lucha de clases en Francia (1848-1850), el 18 de Brumario de Louis Napoleón
Bonaparte. (1852) y La Guerra civil en Francia (1871), como "producciones
mayores en la historia de las artes y las ciencias modernas", tratan de un
revoltijo de inexactitudes, de medias verdades, de agresividad, totalmente
despojadas de valor histórico. Pero revela lo que piensa de la naturaleza del
antisemitismo de Marx: "Lo que Marx desprecia esencialmente de esa raza,
es lo que despierta la cólera de Moisés al descubrir a los hijos de Israel
danzando ante el Becerro de oro". Analiza la actitud de Marx hacia el
dinero, nacido de su "idealismo casi maniqueo". De todos modos, no
hace la menor alusión a sus reportajes mentirosos sobre otros, a su impaciencia
por enterrar a su familia, comprendida su madre, a sus empréstitos a fondo
perdido, a sus especulaciones bursátiles (aunque no estaba al corriente de esta
actividad). Wilson no parece afectado por lo que Marx inflige a su familia en
nombre de "las Artes y las Ciencias". En teoría al menos.
Pero ¿en la práctica? Hemos visto que no
lleva las marcas del intelectual puro secular que son el desprecio de la verdad
y la prioridad dada a las ideas sobre los hombres. ¿Participa de él un enorme
egotismo que caracteriza igualmente a este grupo? El examen de este aspecto de
su carácter o de su comportamiento personal no constituye una prueba absoluta.
Wilson tiene cuatro mujeres. Con la primera, la separación se hace de común
acuerdo, sus caminos respectivos se revelan incompatibles. Queda además en
buenos términos. La segunda tropieza a causa de sus altos tacones en el curso
de una recepción en Santa Bárbara, cae
por la escalera y muere de una fractura del cráneo en septiembre de 1932. Vive
solo durante su episodio ruso-marxista y después, en 1937, encuentra a Mary
McCarthy, escritora, brillante, diecisiete años más joven que él con la que se
esposa el año siguiente.
Esta tercera esposa añade una dimensión
a su existencia política. Mary McCarthy resulta una mixtura extraordinaria de
orígenes y tendencias. Ella procedía de Seattle. Por parte de su madre, tenía
sangre judía y protestante de la Nueva Inglaterra. Los padres de su padre eran
parte de la segunda generación de granjeros irlandeses que se enriquecieron con
el comercio de silos. Ella viene al mundo el 21 de junio de 1912, seguida de
tres hermanos. Se convierten en huérfanos. Mary es educada por un tío y una tía
católicos tiránicos, después por sus abuelos protestantes. Su educación pasa de
un extremo a otro, del convento católico a Vassar, el clásico colegio de
jovencitas distinguidas. Como era de prever, de él sale una pedante con los
dedos manchados de tinta, entre la monja y las medias azules. Mary que tenía
ambiciones teatrales considera prioritaria la escritura como último recurso.
Pero adquiere rápidamente una reputación excelente en la crítica literaria y
después dramática. Se casa con un escritor mediocre, Harold Johnson, del que se
distancia rápidamente. Su matrimonio toca a su fin tres años más tarde. Lo
plasma en un libro soberbio, Trato cruel y bárbaro. En 1937 comparte
algún tiempo el apartamento de Philip Rahv, un hombre interesante, de origen
ruso, editor de Partisan Review, que la proyecta al centro de la escena
radical neoyorquina.
Tan paradójica que pudo aparecer en un
Nueva York que en los años 1930 era “el
territorio más libre la Unión Soviética... El único lugar donde la lucha entre
Stalin y Trotski pudo librarse abiertamente”. La batalla se libraba también en
la Partisan Review. Fundada en 1934, la revista había sido inicialmente
de obediencia comunista. Pero Rahv, su redactor jefe, era un hombre
independiente e indócil. Había dejado la escuela a los dieciséis años, había
dormido en los bancos públicos o en las bibliotecas públicas. Se hizo marxista
al mismo tiempo que Wilson en el curso de los años 1930 y declaró su conversión
en una “Carta abierta a los jóvenes escritores”: “Debemos romper todo lazo con
esta civilización conocida bajo el nombre de capitalismo”. Aborda el asunto con
el trato exacto de la tendencia predominante de la época, la del intelectual
burgués, la del escritorzuelo mitad obrero mitad campesino.“He relegado los
hábitos sacerdotales de espiritualidad hipócrita que afectan a los escritores
burgueses deseosos de convertirse en asistentes intelectuales del
proletariado”. Fue el gran organizador de lo que se llamó “la clase guerrera
literaria”, título de uno de sus artículos. Pero rompe con el partido comunista
en 1936 en el momento de los procesos de Moscú, en cierto modo trucados. Rahv
es un hábil conocedor del mundo literario. Cuando presiente el viraje de la
opinión literaria, suspende la aparición de Partisan Review y hace de
ella un órgano cuasi troskista. La mayor parte de los escritores cercanos a
este círculo le siguieron, comprendida Mary McCarthy que se convirtió en su
amante. Una buena elección la de Mary bonita e inteligente.
Mary estaba más atraída por la
excitación provocada por la guerra stalino-trotskista que por la política.”Una
línea de sangre separa a los partisanos de Stalin y a los de Trotski”, escribe
James agárrelo, un novelista de Chicago. “Y esta línea de sangre parece un río
infranqueable”. Raro Browder, el responsable del partido, declara que los
trotskistas que distribuían folletos en los mítines del PC deberían ser
“exterminados”. Mary McCarthy describía más adelante los despachos de la Partisan
Review, una guarnición aislada del escuadrón: “Todo el barrio era un feudo
comunista”; sin embargo “ellos” estaban en todas las calles, en las cafeterías.
Casi todos los inmuebles abandonados encerraban al menos unas dos tropas de
choque, escuelas o publicaciones. Partisan Review se mudaba a Astor
Place y compartía inmueble con New Masses, el órgano del partido
comunista. Se citaban en un ascensor, lo cogían juntos en silencio, se
reconocían recíprocamente impasibles. “Una perspectiva que disfrutaban pero a
menudo temían”. Mary encontraba esta guerra excitante, y su educación católica
encontraba en ello una cierta arrogancia ideológica. Ella rehúsa hablar y ser
asociada a quienes infringen sus reglas morales estrictas, todas enunciadas en
términos doctrinarios. Sus conocimientos reales y su interés por la política
eran muy superficiales. Reconoce más tarde que a menudo había adoptado tales
posiciones políticas para hacerse notar o por juego. Fuese como fuese, era
demasiado crítica para convertirse en un camarada de partido de los años
1930. Compara más adelante a Trotski con
Ghandi, demostrando con ello que conocía mal tanto a uno como a otro. En las
recepciones a menudo provocaba escándalo al revelar sus tendencias realistas,
deploraba la brutalidad de muertes perpetradas contra los miembros de la
familia del zar. Por el contrario, se veía bien que no fuese una fanática de la
política. Ignoraba todo del comunismo pero era comunista, después trotskista
casi por accidente, después anticomunista, después nada, pero en cualquier caso
de izquierda. En su juventud es extremadamente crítica por naturaleza y por
profesión pero, en el fondo, ante todo se interesaba más por los individuos que
por las ideas. Mary fue más la mujer de un intelectual que una intelectual.
¿Había elegido ella ser la esposa de un
hombre de letras? Rahv era un intelectual poco atractivo pero pastor muy hábil
en manipular “las hordas de espíritus independientes”, escondiendo sus propios
sentimientos. William Styron le encontraba “muy secreto, casi imposible de conocerse”.
Incluso para Mary McCarthy, que escribía: “Son dos personas juntas, pero él no
se parece a nadie”. Más tarde, Norman Podhoretz afirma que Rahv tenía “un gran
apetito de poder”. Ese deseo se explicaba de manera cómoda puesto que lo
ejercía sobre los otros. Su nueva amante no tarda en descubrirlo.
Mary McCarthy que tenía el alma
romántica adora a los partisanos neoyorkinos de la guerra. Pero no se deja
dominar por mucho tiempo. Escapa a la influencia de Rahv y se encuentra casada
con Wilson. Este matrimonio, en teoría, podría haberse convertido en una
alianza literaria, pero fue una unión política de la distinción y duración
comparables a la asociación Sartre-Beauvoir. Sin embargo en la práctica,
hubiera sido necesario que ambos fuesen diferentes. Wilson se comportaba con
las mujeres un poco como Sartre. Dicho de otro modo, no pensaba más que en él y
las explotaba. Refiere una conversación con Ciril Connolly en 1956 a propósito
de las mujeres que muestra claramente que, para él, el papel de la mujer era
servir a su marido. Aconseja a Connolly desembarazarse de la suya, Barbara
Skelton, y unirse a otra “que tuviese mejor sentido de él”. Connolly que
precisamente venía con la idea de seguir su consejo y hacerlo. “Estoy todavía
pegado al matamoscas, pero he liberado una pierna”. Ambos, es evidente,
consideraban a sus esposas como siervas de una competencia apenas particular.
Wilson, al contrario de Sartre,
desconfiaba de las mujeres. Tenía incluso miedo. Cuando era joven, pensaba que
las mujeres representaban las fuerzas conservadoras más peligrosas que los
héroes literarios que debería combatir toda su vida. Se protege, al menos así
lo cree, con la ayuda de variaciones sobre la sempiterna “transparencia”: deja
en sus carnets de notas largos pasajes describiendo a su mujer en las posturas
más íntimas de sus reportajes sexuales. Wilson era tan novelista como crítico y
sus anotaciones tuvieron la influencia del Ulysse de Joyce. Parece haber
pensado que describiendo las cosas tal como son conseguiría exorcizar su terror
al sexo y el poder que las mujeres ejercían sobre él. Escribió mucho sobre Edna
Saint Vincent Millay, la bella poetisa que le fascinaba, su primer amor, sin
duda el más fuerte, y cuenta el emparejamiento que había terminado con John
Pale Bishop, el joven que compartía su apartamento y también estaba enamorado
de ella. Puesto que estaban obligados a compartirlo, Bishop tendría derecho a
acariciar la parte superior de su cuerpo y él la parte inferior. Ella les llama
“los chicos de corazón del infierno”. Cuenta la compra de su primer
preservativo (1930): “Estoy en un drugstore de Greenwich Avenue, he mirado
desde el exterior y no había damas en el interior”. El vendedor le recomienda
cálidamente una marca de preservativos y le hace una demostración: “Sopla
dentro como en un balón para demostrar hasta qué punto era fiable. El balón
estalla, lo que me pareció de mal augurio”. Wilson pensaba que él”era víctima
de numerosos avatares, blenorragias, desórdenes, corazón roto”, y su interés
repugnante por esos accesorios que las mujeres debían descartar para dejarle
penetrarlas: “retirar una de esas sagradas cinturas” es como “comer una
cáscara”.
Los pasajes más despiadados se refieren
a su segunda esposa Margaret: “Cuando la abrazaba, en pie, desnuda, sin calzado,
sus caderas gruesas, su torso grueso con los senos suaves y sus pequeños pies”.
Anota que sus manos eran pequeñas y fuertes, y la describe: “en la cama, con
sus pequeñas piernas y sus brazos pequeños. Anota que sus manos eran pequeñas y
fuertes, y lo describe: “en la cama, abría sus pequeñas piernas y sus cortos
brazos, como patas de tortuga”. Cuanta cómo habían hecho el amor en un sillón,
durante el baile acostumbrado de Bellas Artes”: “No fue fácil. Ella debía poner
una pierna sobre un brazo del sillón. Se quita el vestido y su ropa interior al
mismo tiempo... y me dice: ¡yo soy muy rápida!”
Tiene también aventuras: “Una mujer me
ha abordado y me ha pedido que la pegase. (A uno de sus amigos le gustaba pegar
a su mujer). He comprado un cepillo de metal para caballos, primero me acerco a
ella y luego la azoto con él. La he encontrado bastante dura, puede que a causa
de mis inhibiciones, pero me dice que me amaba más”. Otra creía que “el sexo de
los hombres siempre está rígido, puesto que cada vez que se acercaba siempre lo
estaba”. Habla de una prostituta amancebada con Curzon Street que “trabajaba
con energía y autoridad”, y demasiadas mujeres que, llenas de admiración ante
su anatomía, le decían “¡qué fuerte eres!
Su cuarta esposa, Elena, recibe el mismo
trato. Durante la campaña electoral de 1956, “estábamos en el diván del tren y
escuchamos a Adlain Stevenson que hacía campaña en el Madison Square Gardenia.
Yo la envidiaba -ella se levanta en la mitad, abre las piernas y cuando termina
la emisión pasamos a una fase más activa. Parecía que no tuviera nunca
bastante”. En Inglaterra, fatigada de su vida monástica de All Souls en Oxford,
vuelve a toda prisa a Londres “saltando sobre Elena que estaba en la cama”.
Su tercer matrimonio con Mary McCarthy
no da lugar a estos escritos casi pornográficos en sus carnets de notas. Al
menos, ninguno que se haya publicado hasta hoy día. Su unión dura desde febrero
de 1938 hasta el fin de la guerra, pero parece que una fisura aparece desde el
principio. Sartre es posible que tratase a Simone de Beauvoir como a una
esclava, pero nunca le dicta lo que debe escribir. Wilson, insta a su mujer a
que escriba novelas y la trata como a una escolar inteligente bajo la férula de
un inspector académico. Mary se esposa porque él le insta a esposarse. Nada
reseñable que como esposa lo considerase autoritario. Él recurría más a los
juicios que a las opiniones que ella llamaba la “versión autorizada”. Bebía
también mucho y, cuando estaba ebrio, se volvía violento cuando ella se rebelaba.
Hombres pelirrojos y ebrios (Wilson era pelirrojo de ojos marrones), mujeres
con ojos magullados por los golpes asestados por su marido eran frecuentes en
sus relatos.
El matrimonio dura hasta 1946, pero el
punto crítico tiene lugar en el verano de 1944, como refiere Mary en su
testimonio de ver de obtener el divorcio. Después de haber recibido a dieciocho
personas, al marcharse todos, se puso a poner la mesa:
“Le he pedido vaciar la basura. Él me ha
respondido: “Vacíala tú misma”. He sacado las dos grandes bolsas, me ha hecho
una inclinación irónica en la puerta y me ha repetido “Vacíalas tú misma”. Le
he dado una bofetada, no muy fuerte, y he ido a tirar las bolsas. Cuando he
vuelto, me llama. Me aproximo. Se levanta del diván, coge impulso, me golpea la
cara, después todo el cuerpo y me dice: “¿Te das cuenta de que estás
desgraciadamente conmigo? Muy bien. Te voy a dar una buena razón. Salgo de casa
corriendo y saltaré a mi coche”.
Describe también enseguida la escena de
las bolsas de basura en A Charmed Life. De Martha, su heroína
aterrorizada por Miles Murphy, un pelirrojo, ella dice: “Nadie, salvo Miles, ha
llegado nunca a intimidarle... Con Miles, ella hacía constantemente lo que ella
odiaba”. Escribe a Wilson asegurándole que él no era Miles. Él le responde que
no había leído su libro. Supone que se trata sin duda de sus malos amigos
pelirrojos irlandeses.
Mary McCarthy tenía un carácter
demasiado fuerte demasiado talento para contentarse con ser la compañía de un
personaje tan exigente. Podría ser que al principio de su separación, sus
agarradas radicales se prolongasen algún tiempo. A fin de cuenta, fue
probablemente el espíritu de independencia de Mary lo que ayudó a Wilson a
detestar toda idea progresista. Su partida marca una fecha en su vida. Deja de
actuar como intelectual para reanudar el papel decente del hombre de letras. En
1941, compra una gran casa antigua en Wellfleet, en Cap Cod. Más tarde hereda
una casa familiar en los alrededores de Nueva York, viviendo en las dos,
pasando de una a otra según la estación del año. Elena, su cuarta esposa,
nacida Helene-Marte Mumm, era hija de viticultores medio alemanes de la región
del Reims. Anota con placer y aprobación “su animalidad franca y su inhibición
que contrastaba con su atuendo impecable y sus modales aristocráticos”. Fue “un
gran alivio”, “comienza de nuevo a funcionar normalmente”. Ella hace reinar en
sus casas una disciplina de estilo europeo, aporta elegancia y confort a su
existencia. Acepta la rutina con alegría. Ella le permite concentrarse, el día
entero, en pijama y ropa de cama en su despacho de trabajo, de donde no sale
más que cinco horas después de la comida para volver a lo que él llamaba su
“rendez-vous social”, vestido del todo, con camisa fresca y corbata.
El 19 de enero de 1948, redacta, después
de su paseo con sus perros, una nota acerca de su nueva vida de hombre de mundo
y de literato. Después de una buena jornada de trabajo y de haber degustado un
buen “scotch” antes de salir: “Los perros están seducidos por la nieve”. El
pantano es “grande, de un rubio aterciopelado bajo el cielo un poco gris de
Cape Cod”. Antes de regresar, se detiene
ante la casa para contemplar “su bello orden, sus luces, la ventana del
comedor, el resplandor de los candelabros...”. Ocho años más tarde, sale un
ensayo, El autor a los sesenta años, un himno a la tradición y a la
continuidad. “La vida en los Estados Unidos, escribe, está muy expuesta a las
rupturas, a las frustraciones, a las catástrofes y a los colapsos graduales”.
En su juventud, se sentía amenazado por este destino. “Entrando en mi sesentena
de edad, encuentro que la continuidad es más gratificante. He vuelto al campo a
reencontrarme con los libros de mi infancia y los muebles que pertenecieron a
mis padres”. ¿Lo retrata como un enclave del pasado? En absoluto. Él se sentía
el centro de las cosas, quien “se encuentra en mi cabeza donde se alojan mis
sensaciones y mis pensamientos numerosos”.
Este pasaje de la vida no está muy lejos
del de Henry James. Es interesante anotar que a despecho de su transformación
en hombre de letras, Wilson conserva los rasgos de carácter que le habían
proyectado a la senda del intelectual radical. Por regla general, Wilson se
esfuerza siempre con una gran honestidad, por descubrir la verdad. Pero en ciertas
zonas de su espíritu, los prejuicios luchaban salvajemente para fracasar. Su
anglofobia, la amalgama de anti-imperialismo, su odio al sistema de clases de
los ingleses y su fuerte sentimiento de inseguridad sobreviven en el declinar
de sus pulsiones radicales. Se tiene la impresión de que conservaba esos rasgos
cuando escribía en sus carnets de notas de post-guerra: “Churchill es
repugnante e intolerable”. Los ingleses, a su juicio, están tratando de
apropiarse de todo el mercado de cáñamo indio. No importa que el cónsul francés
de la segunda zona sepa que debe hacer un informa sobre ese hecho. Pero se teme
el estilo “Oxford”, “la competición venenosa de los ingleses”, “sus dos maneras
de decir “sí”, la una glacial, la otra insincera”... tienen además una palabra
especial, la “civilidad”, para designar lo que no es más que educación
elemental, con miedo a su tendencia a “fomentar la violencia” y su reputación
internacional de hipócritas”.
Wilson no esconde su odio a la “pérfida
Albión” y a “la morgue inglesa”: “He derivado a tan anglófobo que estoy
dispuesto a probar la simpatía por Stalin pues él trata con dureza a los
ingleses”.
En 1954: hace otro viaje a Inglaterra
que nos deja dos relatos. El suyo, envenenado, es una escena deliciosa contada
por Isaíah Berlín recibida en All Souls. “En Inglaterra mi política fue
discretamente agresiva”, explica Wilson. Constata con satisfacción que los
intelectuales ingleses eran todavía más “provincianos” y están más “aislados”
que antes. Ve Oxford “en mal estado, ruinoso,
escrofuloso, leproso”. Su habitación de All Souls parece “una pequeña y triste
célula en un meublé de la cuarta zona de Nueva York”. Los empleados del
College estaban “evidentemente en disidencia”. Wilson ve en recepción a E.M.
Costera, “un hombrecillo al que podría tomarse a primera vista por un empleado
de oficina o por un vendedor de gafas en una boutique óptica”. Declara en un
tono agresivo que comparte su entusiasmo por Guerra y Paz, La Divina
Comedia, El Declinar y caída del Imperio Romano, de Gibbon, pero que
El Capital entra aproximadamente en la misma categoría”. Una reseña
sorprendente para un hombre de letras. Wilson anota además que Foster estaba
“desconcertado” y para superar el obstáculo, salta del gallo al asno y se
precipita sobre Jane Austin. Luego aborda algunas palabras de las que no parece
percibir la ironía: “Bien, no quería acapararos y separaros de vuestros
amigos”. Berlín querría saber si había “detestado a todas las personalidades
del medio literario que había conocido en Londres”. Wilson responde: “No. mis
preferidos son Evelyn Waugh y Ciril Connolly”. “Por qué”, pregunta Berlín.
“Porque les encuentro completamente nulos”.
Wilson muestra hacia otros escritores
una hostilidad personal que caracteriza a numerosos intelectuales. Anota sus
impresiones con aún más malicia que Marx: encuentra la cabeza de D. H. Lawrence
“un poco desproporcionada. Se ve que desciende de una raza de menores
pertenecientes a una casta inferior”. Hace también un horrible retrato de Scott
Fitzgerald en clave patética, acostado en una esquina del mismo sol. De Robert
Lowell hace un loco, un maniaco con voz “afeminada”. De W. H. Ayuden, “un
hombre de mundo corpulento... que se pone a contarnos que la flagelación no era
su fuerte”. Dorothy se aplicaba un buen perfume. Van Wuch Brooks no “comprende
nada acerca de la gran literatura”. Ciril Connolly “no escuchaba nunca los
rasgos del espíritu o las historias de otros”. “T. S. Eliot, en el fondo, es un
canalla”. Los Stiwell no presentan “ningún interés”. Hay mucho odio en este
juego olímpico.
La desmesura de los intelectuales a
propósito de asuntos que estallan en el mundo de vez en cuando sobrevive en
Wilson mucho después de su ruptura con ellos. Emerge esa desmesura cuando
Wilson combate a los controladores de los impuestos americanos sobre los que
escribe un libro escandaloso. El problema era sin embargo simple. De 1946 á
1955, él no había pagado sus impuestos, un delito muy grave, severamente
castigado, con multas y prisión, en América como en otros. Cuando requiere por
primera vez a su abogado, cuenta él, “me dice que tenía yo tal desorden que no
quedaba más remedio que pasar por ciudadano de otro país”. Las razones
invocadas para justificar su infracción parecen claras: gran parte de su vida
fue periodista independiente. A finales del año 1943, había ocupado un puesto
regular en el New Yorker en el que sus impuestos eran deducidos de su
salario. En 1946, su Memoria del condado de Hécate había tenido un gran
éxito comercial, pero antes fue redactor asociado de New Republic y
había ganado como mucho 7.500 dólares. Además, ese año había vuelto a casarse y
había debido afrontar la friolera de dos divorcios. Entonces se había servido
para ello del maná de Hécate. El libro continuaba vendiéndose bien y
tenía intención de superar su retraso y cumplir sus obligaciones con el Estado.
Pero he aquí que el libro había sido declarado obsceno y las entradas de dinero
habían cesado brutalmente. “Yo me digo que antes de disponerme a pagar los
impuestos en suspenso desde 1945, más me valdría atender a ganar el dinero”. Lo
que le lleva en 1955 a publicar en el New Yorker su largo estudio muy
admirado sobre los manuscritos del Mar Muerto del que salió un libro de éxito.
Sale del despacho del inspector de impuestos bajo el impacto de cuando el
inspector le dice: “No tengo ni idea de la carga de las multas, ni de la severidad
de las penas que puedan recaerle por no haber pagado sus impuestos”.
Semejante declaración extraordinaria
para un hombre que escribía en abundancia sobre los problemas sociales,
económicos o políticos durante los años 1930, que amenaza a las autoridades por
sus cuantiosos gastos y nacionalizaciones, que publica La Estación de
Finlandia, un libro expuesto con entusiasmo delirante de ideas dirigidas a
revolucionar la situación de las gentes del pueblo y a incitarlas a tomar los
bienes de la burguesía. ¿Dónde pensaba él que el Estado habría de encontrar el
dinero necesario para hacer frente a los enormes gastos del mundo nuevo que él
preconizaba? ¿Este trabajo de reforma no exigía que cada cual asumiese sus
responsabilidades en serio? Sobre todo los que, como él, explicabanlas
obligaciones morales hacia los desfavorecidos. ¿Qué hizo de la fórmula marxista
que proclamaba: “De cada uno según sus capacidades y según sus necesidades”?
¿Pensaba que ello no era más que para los otros?
¿Este caso se asemeja a aquél del
radical que se preocupaba por la suerte de la humanidad en general, pero muy
poco de los humanos en particular? Él sería una buena compañía. Marx no pagaba
nunca impuestos. Cuando Wilson explicaba a los hombres en tono docto cómo
debían comportarse, estimaba sin duda que las consecuencias prácticas de sus
consejos no le concernían pues estaban reservadas para “la gente común”. Wilson
pone, para la ocasión, un ejemplo impactante de comportamiento de muchos
intelectuales.
Toma dos abogados, contrata a dos
contables. Consultan cinco años para arreglar sus cuentas con el Estado. Le son
impuestos 69.000 dólares, aumentados con el 6% de intereses de retardo sobre
diez años, un 90% de multas legales, un 25% por fraude, un 25% por
delincuencia, un 5% por incumplimiento de la declaración de impuestos y un 20%
por haber declarado sumas inferiores a sus ingresos reales. Un veredicto
relativamente clemente sanciona con un año de prisión por año no declarado de
impuestos. Además, como invoca pobreza, no ha de soportar 16.000 de tasas
legales. La inspección de los impuestos termina con el compromiso por su parte
del pago reducido a 25.000 dólares. Debiera haber agradecido al cielo esta
oportunidad. Protesta. Una reacción irracional de aburrimiento le impulsa a
escribir una requisitoria, La Guerra fría y el impuesto, sobre la
implacable severidad del Estado, en su papel más belicoso de recaudador de
impuestos. Lo que no debiera sorprenderle a este hombre imaginativo estudioso
del funcionamiento teórico y práctico del Estado. Lo que subestima su poder
maléfico -según su fuerte motivación del deseo de expansión bajo pretextos
humanitarios- y su posición débil frente a él mismo. No puede protestar cuando
cae en la trampa de la negligencia.
Intenta justificar su propia inconsecuencia
argumentando que la mayoría del presupuesto nacional iba unida a gastos ligados
a la paranoia de la guerra fría. Es cierto que no pagando sus impuestos, no
sufragaba la Defensa. Y que mientras él se ha instalado confortablemente, una
gran parte de los recursos federales estaban invertidos en la guerra. ¿Cómo
justificar esta deserción en el plano moral? El libro muestra a un Wilson en su
peor aspecto.
En la cuarentena, deja de comportarse
como un intelectual de la política para hacerse significativamente productivo.
Escribe Los manuscritos del Mar Muerto (1955), Excusas hacia los
Iroqueses (1959), una revuelta de los Indios, El enclave patriótico (1962)
relativo a la guerra americana. Éste trabajo exigía valor, un apetito
insaciable de verdad, de inteligencia y de perseverancia (para escribirLosManuscritos
tuvo que aprender hebreo). Estas cualidades le distinguen de la mayoría de los
intelectuales. Pero se distingue sobre todo por las motivaciones de sus
investigaciones y sus relatos. Estaban alimentados por un interés cálido por
los seres humanos en grupo o a título individual, y no por ideas abstractas. La
vivacidad y colorido de sus críticas literarias se deben a una simpatía sin
igual que proporciona una lectura muy complaciente. Los libros de Wilson no son
entidades descarnadas. Salen del corazón, del cerebro de hombres y mujeres
vitales, emanan de la interacción entre el tema y el autor. Pero las ideas
pretenden romper a los hombres a fin de que se conformen. De ahí su crueldad.
La gran obra por el contrario se construye a partir de la iluminación del
individuo que se propaga a la generalidad. En el curso de una discusión sobre
Edna Saint Vincent Millar, Wilson da una definición perfecta del funcionamiento
óptimo de la poetisa:
“Dando una expresión suprema a una
experiencia personal profundamente resentida, se puede identificar a una
experiencia humana más general, servir de portavoz al espíritu humano, predecir
sus dificultades y vicisitudes. Y controlando la expresión humana, el mismo
esplendor de esta expresión se eleva por encima de la vergüenza del común, de
sus opresiones y de su pánico”
El humanismo de Wilson le libera de la
trampa del sofisma milenarista y le permite comprender este proceso.
11.
LA CONSCIENCIA TURBADA DE VÍCTOR
GOLLANCZ
Lo que corresponde a este estudio, de un caso
a otro, es la falta de respeto de los intelectuales por la verdad. Se muestran
impacientes por promover su Verdad redentora y trascendental -una misión de la
que se creen investidos por el bien de la humanidad- pero las verdades
terrestres, los hechos objetivos, por el contrario, les impacienta mucho. Las
verdades menores embarazosas, las que van al encuentro de sus argumentos, están
falsificadas, o suprimidas deliberadamente. Marx es un ejemplo sorprendente.
Casi todos, en diversos grados, sufren de este grave defecto, a excepción de
Edmundo Wilson ¡que no fue verdaderamente un intelectual!
Consideremos ahora el caso de un intelectual
cuyos engaños, incluidos los de sí mismo, ocuparon un lugar central y
determinante, tanto en su trabajo como en su vida.
Víctor Gollancz (1893-1967) no inventó
propiamente una teoría genial. Pero fue el propagador de numerosas ideas que
impregnaron con fuerza la sociedad. De ahí su importancia. Gollancz quizá fuese
el agente de publicidad más excepcional de nuestro siglo. No un mal hombre, en
todo caso. En general, cuando él se portaba mal, cuando era consciente de ello
su conciencia le atormentaba. Su carrera
muestra hasta qué punto la mentira puede mezclarse en la propagación de ideas.
Todos los que trabajaban con Gollancz sabían que trataba la verdad de manera
pasajera. Gracias a la honestidad de su hija, Livia Gollancz, que permitió la
inspección de sus documentos, y de Ruth Dudley Edwards, un biógrafo imparcial y
talentoso, podemos ahora examinar la naturaleza y la comprensión de esas
mentiras.
Gollancz, ya rico de nacimiento, se hace más
rico por su matrimonio. Venía de una familia excepcional dotada y cultivada. La
de su mujer no era diferente. Los Gollancz eran judíos practicantes originarios
de Polonia, el abuelo era chazan (cantor) en la sinagoga de Hambro. El padre de
Gollancz, Alexandre, era un rico joyero, muy trabajador, piadoso y estudioso.
Sir Hermann Gollancz, su tío rabino, tuvo una actividad pública intensa. Otro
tío, Sir Israel Gollancz, erudito shakesperiano, llegó a ser secretario de la
British Academy y creó el departamento inglés de la “London University”. Uno de
sus tantos estudiantes de Cambridge, el otro era pianista. Su mujer, Ruth,
perfectamente educada en la escuela de párvulos de Saint Paul, recibió
formación artística. Los Lowy, la familia de su esposa, reunía notablemente
erudición, arte, éxito en los negocios, y las mujeres perseguían cultura con
tanto ardor como los hombres (la célebre Historia de los
Judíos) de Graetz fue traducida
al inglés por Bella Lowy).
Toda su vida, Gollancz estuvo en un entorno
impregnado de cultura europea refinado. Desde su más joven edad, se le
ofrecieron todas las ocasiones que aprovechó. Hijo único de la familia, fue
mimado por sus padres. Disponía de dinero de bolsillo en abundancia para
satisfacer su pasión por la ópera que le llegó muy pronto. A los veintiún años,
ya era la cuarenta y siete representación de Aida. Y hasta el fin de su vida, pasa sus vacaciones
haciendo tournés por las grandes salas de ópera en Europa. Obtiene
una beca para entrar en Saint Paul donde recibe una soberbia educación clásica.
Dos veces por semana, traduce el editorial del Times al griego y al latín. Después frecuenta el New
College de Oxford como editor libre, obtiene el premio Chancelier de ensayo en
latín y un primer premio de estudios clásicos.
Aún joven, ya era un intelectual radical, un
derivado de la pasión fogosa de Ibsen, de Maeterlinck, de Wells, de Shaw y de
Walter Whiteman. Su opinión sobre la mayor parte de los problemas estaba hecha,
según él, desde la cuna, y no vio razón alguna para cambiarla. En la escuela
como universitario, apenas fue popular. Se le consideraba pedante, demasiado
seguro de sí mismo. Abandona muy pronto la práctica del judaísmo. No puede,
decía, soportar los cuarenta minutos de marcha que separaba su casa de Amanda
Vale de la sinagoga de Bayswater (los medios de transporte estaban prohibidos
el sabbat), una de sus típicas exageraciones, pues la sinagoga estaba a quince
minutos de él. Sigue la vía habitual: la que va de la reforma del judaísmo a la
nada. Gilbert Murray, un ateo animado de nobles sentimientos, le ayuda en
Oxford. A continuación, elabora su versión religiosa personal, una suerte de
cristianismo platónico, un eje en torno a Jesús, “la particularidad suprema”.
Esta religión ecuménica presentaba la ventaja de proporcionar a Gollancz una
sanción religiosa, fuesen cuales fuesen las posturas laicas que él llegó
adaptar. Pero conserva el privilegio que consiste en contar historias
antisemitas inofensivas.
Se hace pasar por inválido al estallar la
Primera Guerra Mundial durante un cierto tiempo. Luego el subteniente Gollancz
recibe una llamada a filas, que se reveló desastrosa, en el cuerpo de fusileros
de Northumberland, donde desobedecía las órdenes y se hizo detestar por todo el
mundo e incluso rozó al ámbito marcial. De allí escapa para enseñar los
clásicos a Repton en clases terminales a jóvenes que partirían pronto al frente
para hacerse probablemente matar. Gollancz fue un maestro brillante y
subversivo. Medio pacifista (a despecho de su agresividad innata), feminista en
teoría, socialista, contrario a la pena capital, partidario de una reforma
penal, agnóstico de la época, estaba decidido a hacer adeptos en todos esos
dominios: “He tomado mi decisión, escribe más tarde, yo hablaré de política a
estos chicos y a todos los que encuentre, un día tras otro”. Esto fue la palabra orden de su vida.
El mago, el profeta Gollancz, detentador de la Verdad, sabía cómo imponerse a
los demás. No le llegaba la idea de que los padres de sus alumnos podrían
enfadarse al ver a su hijo sometido a una propaganda subversiva. Y además una
persona que disfrutaba del privilegio de tenerles cerca abusando de su posición
de manera deshonesta. Gollancz defendía su posición, con su colega D.C.
Somervell en dos panfletos: Educación
política en una escuela pública, un picapleitos en favor de la educación política en la escuela, y La
Escuela y el mundo. Geoffrey
Fisher, su director cautelar (se convirtió más tarde en arzobispo de
Canterbury), reconoció las capacidades excepcionales de Gollancz, admitió que
su equipo de enseñantes estaba lejos de igualarle, pero informa que él estaba
yendo muy lejos. En 1918 es reenviado, en Pascua, por orden del ministerio de
la Guerra que poseía un dossier de sus “actividades pacifistas” en Repton.
Gollancz prosigue su carrera en el ministerio
de la Alimentación, donde se le encarga el control de las raciones kascher
(comida según la ley judía), pasa algún tiempo en Singapur, después trabaja
para el Grupo de investigación radical y para el Rowntree Trust. Termina
descubriendo en él una vocación de editor con los Benigno Brothers. La casa
editaba un gran número de revistas
técnicas de obras de referencia que Gollancz tristes e incómodas.
Termina convenciendo a Sir Ernest Benn de que le confíe la dirección del
departamento de libros y la creación de una sociedad separada, para él, con una
comisión y partes de la sociedad. Él promete un éxito imponente en tres años.
Benn escribe en su diario íntimo: “Aquí dejó constancia del gran crédito que he
acordado con el genio de Víctor Gollancz quien será el único responsable.
Gollancz es judío. Es una rara mezcla de educación, de cultura artística y de
sentido de los negocios” ¿El secreto de Gollancz? Producir libros abarcando
toda la gama de precios. Colectivamente serán al abrigo de las fluctuaciones
estacionales, de la moda, y promoverá la venta selectiva sin vergüenza, con la
ayuda de una publicidad masiva. Editará obras que tratan de nuevas materias
técnicas como el teléfono automático, indispensable para los negocios. Pero
también publica obras de ficción. Gollancz. En su origen el éxito colosal de
Gollancz fue debido a la Benn’s Sixpenny
Library, una prefiguración de la colección Penguin y, por otro lado de la
escala de los precios , libros de arte caros, como The Sleeping
Princess, ilustrado
con dibujos de Bakst. Según Douglas Jerrold, el brillante asistente que
contrata, las ediciones de arte eran un tanto fraudulentas, pues las planchas
de colores eran falsas ejecutadas por miniaturistas, después fotografiadas. En
1928, Gollancz gana 5000 libras por año. Pero cuando quiere asegurarse la mitad
de las partes de la sociedad bajo la nueva razón social “Benn & Gollancz”,
Sir Ernest lo rehúsa. Gollancz crea entonces su propia sociedad de edición y
recurre a los mejores autores de Benn, como Doroteo L. Sayers.
La estructura de la nueva sociedad, bastante
curiosa, lleva la marca de la asombrosa habilidad de Gollancz para preparar a
otros para arreglos que favorecieran sus intereses a expensas de ellos. Su
aportación de capital a la sociedad estaba lejos de ser mayoritaria. Lo que no
impide en modo alguno nombrarse director general, de concederse el control
absoluto de los votos y el 10% de los beneficios netos ¡antes de pagar los
dividendos! Todo esto pasa al principio. La sociedad hace casi súbitamente
grandes beneficios y los inversores obtienen bastante dinero declarándose
satisfechos. El éxito de Gollancz se debe a la venta a bajo precio de un gran
número de libros, sobre todo novelas. Reviste su producción económica de un
uniforme de nuevo estilo, una cubierta plasmada en rosa y rojo, diseñada por
Stanley Morison, un topógrafo de genio. Después lanza su producto con gran
aparato de publicidad de una factura desconocida en Inglaterra y en miles de
ediciones en América.
Detrás de la prosperidad de la sociedad se
disimulan sin embargo prácticas sospechosas. Gollancz tenía espías que le
informaban de todo lo que pasaba a los demás editores, y sobre todo cuáles eran
los autores menos afortunados Cuando Gollancz estima que un autor vale la pena
escribe una larga carta insidiosa plena de amabilidad y de comprensión. Un
género que dominaba. Ciertos autores acudían, sin esperar, a Gollancz pues en
el apogeo de su gloria no tenía recursos para lanzar a un debutante o hacer de
un libro un best-seller a los dos
lados del Atlántico. Pero desde que los
autores entraban en su juego, descubrían los inconvenientes. Gollancz creía
sinceramente que sus métodos publicitarios tenían mucha más importancia que el
texto para la venta de un libro. Recortaba los avances y los royalties para
engrosar el presupuesto de la publicidad. Odiaba a los agentes literarios que
protestaban contra su proceder. En la medida de lo posible, prefería autores
sin agente. Gollancz adoraba a los que no se interesaban por el dinero como
Daphne Du Maurier y concluía a menudo con acuerdos verbales, sobre una “base
amistosa”. Creía tener una excelente memoria, pero manifestaba sobre todo un
don extraordinario para reescribir la historia en su cabeza, dispuesto a
defender su versión con una convicción frenética, a despecho de los conciertos
de recriminaciones. Cuando el novelista Louis Golding le acusa de impago de una
parte de sus derechos sobre su bestseller,
MagnoliaStreet, Gollancz le envía una carta de seis páginas,
incendiada de sinceridad, de honestidad ridícula, protestando de su conducta “irreprochable”.
Responde a un agente literario que pone en duda su memoria: “¿Cómo os atrevéis?
Soy incapaz de error”. Estas maniobras comerciales iban acompañadas de
explosiones de carcajadas y de rabia. Y cuando Gollancz elevaba la voz, se le
oía en todo el inmueble. Gustaba de los teléfonos de cable largo que le
permitían pasear por su despacho vociferando al receptor. El tono de sus cartas
varían de la rabia casi histérica a la epístola o al picapleitos pretencioso en
lo que era soberbio. Cuando estaba demasiado furioso, no enviaba al correo
nunca sus cartas ese mismo día, afín de “dejar al sol acostarse sobre (su) la
ira”. Se encuentra la mención “no expedir” en numerosos dossiers. Ciertos
autores se sometían por timidez. Otros discutían en aguas más calmas. Pero en
el curso de los años 1930 y 1940, el balance de los recién llegados se inclina
a favor de la casa Gollancz.
Había aún otra razón para sus sustanciosos
beneficios: Gollancz sólo trataba con pequeños salarios. Cuando se invocaba una
necesidad verdadera, accedía a veces a un pago ex gratia o proponía un préstamo, mejor que un aumento del
salario o que un adelanto. Sea como fuere, hacía pensar en un personaje de
Dickens. Cuando se sentía particularmente orgulloso, pretendía que sus
colaboradores le incitasen a la parsimonia: “Mi equipo, presente en el momento
en que dictó esta carta, me pide añadir que…”. Si usaba de salarios tan bajos,
inferiores a las normas de edición, es porque en la medida de lo posible
empleaba a mujeres. Podría pensarse que esta medida estaba justificada, incluso
podría valer para ser reconocida por las feministas, si la razón profunda no
fuese doble. Por un lado, las mujeres aceptaban bajos salarios y las peores
condiciones de trabajo más fácilmente que los hombres, por otro lado, las
mujeres eran más maleables. Con ellas, podría fundirles en lágrimas, abrazarlas
(este tipo de promiscuidad, poco corriente en los años 1930, él lo
acostumbraba), las llamaba por su nombre, las encontraba bonitas y se lo decía.
Ciertas empleadas, por otra parte, con Gollancz tenía la oportunidad de acceder
a puestos de responsabilidad, siempre mal pagados, es cierto. Así se
proporcionaba la ocasión de ejercer su tiranía personal. Una no ta de servicio
del mes de abril 1936 reproduce bien el ambiente de la casa Gollancz en su
apogeo:
“He detectado,
desde algún tiempo, una cierta relajación de nuestro viejo espíritu de equipo…
Esa dicha me deja personalmente muy desgraciado. Pienso que podríamos recuperar
nuestro antiguo ambiente de trabajo bajo una férula un poco más firme. He
decidido nombrar a Miss Dibbs jefe de servicio y supervisora de todo el equipo
femenino del escenario principal… Ella ocupará, en efecto, un puesto similar al
de un director de fábrica en la Rusia soviética”.
Algunas mujeres se expansionaban bajo este
régimen patriarcal. Sheila Lind, promovida al rango de amante titular, cogía
vacaciones tres veces al año y tenía derecho a llamar a Gollancz “querido
patrón”. Pero para los hombres, la existencia no era tan fácil. No porque Gollancz
no fuese capaz de apreciar el talento masculino. Era todo lo contrario. Pero no
quería a los hombres y como las mujeres no le querían más, no podían trabajar
mucho tiempo con ellos. Descubre a Douglas Jertold, uno de los mejores editores
de su generación, pero reniega de su promesa de hacerle entrar en su negocio.
Descubre también a Norman Collins, otro hombre incomparable, pero se querella
contra él y en seguida le hace a un lado para sustituirle por una mujer servil.
Sus relaciones con Stanley Morison -uno de los arquitectos de éxito- terminan
con un concurso de vociferaciones y con el despido de Morison. Tiene igualmente
querellas épicas con sus autores. Después de la guerra, contrata a su sobrino,
Hilary Rubinstein, que fue un director de una competencia excepcional. Gollancz
le hizo brillar como heredero del saco de Elie. Pero después de haberle
explotado durante años, Rubinstein fue igualmente despedido.
Uno de los temas de este
libro es menstruar que la vida privada de los líderes intelectuales no puede
disociarse de sus tomas de posición públicas. Que lo uno explica lo otro, pues
su conducta pública refleja casi todos los vicios y las debilidades de su vida
privada. Gollancz es un ejemplo flagrante de este principio. Se ilusiona consigo
mismo de una manera monstruosa. Y esta mentira le lleva a mentir a otros a un
nivel fenomenal. Creía ser de una bondad instintiva, se consideraba un
verdadero amigo de la humanidad cuando en realidad Gollancz era de un egoísmo
frenético. Su comportamiento con las mujeres lo testimonia. Se postulaba
feminista, proclama su devoción por las mujeres, y por la suya en particular.
Pero no las amaba más que en la medida en que le sirvieran. Como Sartre, quería
ser maternal, bañado en feminidad y devoción. La existencia de su madre gravita
en torno a la de su padre y no autor de él: la tacha de su vida. Ella a penas
figura en su autobiografía y aboga en una carta escrita en 1953: “No la amaba”.
Se rodea toda su vida de mujeres que eran el centro de su interés. La menor o
petición masculina le era intolerable. Sus hermanas le adoraban en su juventud.
En la madurez, su esposa (procedente de una familia de hermanas) también le
adoraba y le dio una serie de hijos. Él fue el único varón de una familia de
seis personas. Ruth era inteligente y capaz, pero Gollancz fue su única
carrera. Ella rehúsa en todo caso cumplirlo cuando le pide que renuncie a
frecuentar la sinagoga. Pero en lo demás, fue su esclava. Ella se ocupaba de
sus casas, en Londres, en el campo, le servía de chófer, le cortaba el pelo,
llevaba las cuentas de su presupuesto personal que, curiosamente, él era
incapaz de gestionar y le daba dinero de bolsillo. Ayudado por su valet de habitación, ella supervisaba
todas sus íntimas necesidades. Gollancz se mostraba pueril y desarmado en
ciertos dominios, puede que deliberadamente. Adoraba llamara “Mamá”.
Cuando viajaban al extranjero, los
chicos y sus nurses se alojaban en un hotel menos costoso que el suyo, a fin de
que Ruth pudiese consagrarse sólo a él. Ella cierra los ojos ante numerosas
infidelidades y su costumbre desagradable de tocar a las mujeres. Lo que incita
a Priestley a decir que todo adúltero era puro comparado con los flirts de
Gollancz. Está claro que no le importaba que Ruth supervisase también a sus
amantes, familia y empleados confundidos, como hicieron Helen Zweig para Brecht y Simone de Beauvoir
para Sartre. Lo que hubiera implicado su perdón absoluto y le hubiera
dispensado de toda culpabilidad. Pero ella no se decidió. Exigía a todas sus
mujeres, familia y empleadas confundidas, una lealtad inquebrantable, incluso
en materia de opinión. Rehúsa contratar una mujer sólo por el hecho de que ella
no participase de su punto de vista a propósito de la abolición de la pena capital.
Tenía necesidad de esta devoción femenina
incondicional para calmar en parte sus miedos irracionales. Por la mañana,
cuando su padre dejaba la casa para ir a trabajar, su madre temía siempre que
no volviese y se dedicaba a complicados rituales para conjurar su ansiedad.
Gollancz hereda este miedo y lo cristaliza en Ruth. De extrañas costumbres de
trabajo desarrolladas en su infancia habían ocasionado un insomnio crónico que
intensificaba sus horrores. A pesar de su disposición prodigiosa para la
mentira, no podía nunca abusar completamente de su consciencia de sus miras,
sin cesar emboscadas bajo la forma de un sentimiento permanente de
culpabilidad. Su hipocondría que se intensifica con la edad acrecienta a menudo
esta culpabilidad. Estaba convencido de que sus frecuentes adulterios
terminarían inevitablemente con una enfermedad venérea. Según su biografía,
sufría, en efecto, de una “enfermedad venérea histérica”. En plena guerra tuvo
una depresión nerviosa acompañada de crueles comezones, de dolores cutáneos, de
miedos y de un espantoso sentimiento de degradación. Según Lord Horder, sufría
de hipersensibilidad de terminaciones nerviosas. Pero el síntoma más destacable
se manifiesta cuando él cree estar a punto de perder el uso de su pene. En una
de sus obras autobiográficas, escribe: “Desde que yo deje de usarlo, mi miembro
desaparecerá. Podré sentirlo cómo desaparece de mi cuerpo”. Como Rousseau,
estaba obsesionado por su pene, sin razón aparente. Estaba continuamente en
actitud de examinarlo para detectar los signos precursores de la enfermedad
venérea, o para asegurarse simplemente de que estaba ahí. Se entrega a ese
ritual en su despacho varias veces al día, cerca de una ventana de cristales
que creía completamente opacos. El personal del teatro le hace saber que eso no
era nada y que esa manía era muy penosa…
Si los fantasmas de Gollancz le torturaban,
hacían también sufrir a los demás. En todo caso, un hombre dotado de una noción
tan perturbada de la realidad o estaba apenas cualificado para dar consejos
políticos a la humanidad.
Fue más o menos socialista toda su vida. Él se
consideraba debido a la causa de los “trabajadores”, estaba convencido de
conocer sus pensamientos y sus aspiraciones. Nada indica, de todas formas, que
hubiese frecuentado nunca a un solo obrero, a excepción de Harry Pollitt, un
antiguo calderero que se convirtió en líder del partido comunista inglés. En
Londres, en su casa de Ladbroke Groove, Gollancz estaba servido por diez
domésticos, y en Brimpton, en su casa de campo situada en el Berkshire,
empleaba a tres jardineros. Pero no se comunicaba con ellos más que por cartas,
negando ferozmente ser del proletariado. Tom Harisson, uno de sus autores
cargado de encuestas para la colección “Observación de masas”, acusa a Gollancz
de bloquear los fondos que necesitaba para pagar a su equipo. Recibe una respuesta indignada, si bien al
estilo de Gollancz: “Cuando usted tenga mi edad, si usted ha trabajado también
duro como yo para la clase obrera, no estará ya tan mal. Y permítame decirle
que cuando yo tenía su edad, e incluso más tarde… yo tenía mucho menos dinero
para vivir”. Gollancz pensaba llevar una existencia casi monacal. En realidad,
desde 1935, disponía de un chófer, fumaba puros, bebía champagne, desayunaba
cada día en el Savoy y se alojaba siempre en los mejores hoteles. En suma, no
se privaba de nada.
Curiosamente, la participación activa de
Gollancz en la causa anticapitalista data de los años 1928-1930. Dicho de otro
modo o por él mismo era un capitalista muy opulento. Lo que no le impide de
ningún modo sostener que el capitalismo alienta la tendencia natural del hombre
a la codicia y a la violencia. En 1939 escribe al dramaturgo Benn Levi que El
Capital de Marx
ocupaba la cuarta plaza de sus obras “más cautivadoras de la literatura
mundial”. Que esta obra poseía el poder de atracción de la mejor “novela
policiaca y evangélica” (¿La había verdaderamente leído?). Este fue el preludio
de una larga historia de amor con la Unión Soviética. Gollancz avala el relato
fantástico de Webb sobre el funcionamiento del sistema soviético. Lo encuentra
“estupefaciente, fascinante”. Los capítulos destinados a disipar los
“malentendidos” sobre la naturaleza del régimen “eran para él, de lejos, los
más importantes del libro”. Y en los momentos del apogeo de las grandes purgas
que se producen enseguida, promueve a Stalin a la categoría del “hombre del
año”.
Cuando Gollancz se lanza sobre sus propias
actividades políticas, comienza demandando a Ramsay Macdonald, el líder del
partido trabajador, un escaño en el Parlamento. Como no consigue nada de él, ni en el momento ni
más tarde, concentra todos sus esfuerzos en la edición didáctica. A principios
de los años 1960, edita una impresionante cantidad de folletos políticos de
izquierda a bajo precio. Pública el brillante best-seller de G.D.H. Cole, The
Intelligent Man’s Guide through Word Chaos y What Marx really Meant, después The Coming
Struggle for Power, una tirada
de extrema izquierda de John Strachey que tuvo sin duda más influencia al otro
lado del Atlántico que cualquier otra obra política de su tiempo. Desde
entonces, Gollancz deja de ser un editor como los demás para convertirse en
propagandista. Es a partir de este momento cuando empiezan las mentiras
sistemáticas. Su carta al reverendo Percy Dearmer, canónigo de Westminster,
mandatado para hacer editar El Cristianismo
y la crisis, es el primer signo
de su nueva política. El libro, especifica Gollancz, debía conseguir una
seducción oficial y comportar la contribución de un “número considerable de
altas dignidades de la Iglesia”. Y añade: “Puede que yo sea un editor de un
tipo un poco particular, pero para los asuntos que considero de importancia
vital, yo no tengo nada absolutamente que publicar contrario a mis
convicciones”. El libro debe pues comenzar por una toma de posición, estipular
que el cristianismo no es únicamente una religión conveniente para la salud
personal, es que está ligada a la política. Ella debe estar pues sin reservas
para “el socialismo y el internacionalismo inmediato y práctico”. A pesar de
estas presiones violentas y torpes el canónigo cumplirá y el libro aparece en
1933. Otros autores reciben instrucciones con el mismo espíritu. Gollancz
especifica a Leonardo Wolf, que preparaba The Intelligent
Man’s Way to Prevent War, que el último capítulo intitulado “El,socialismo
internacional o la llave de La Paz” debiera dar el tono general y los otros
textos “conducir insidiosamente a ésta conclusión”. En todo caso, precisa, para
esconder este objetivo, sería “deseable” que no fuesen escritos por “gentes
definitivamente asociadas al socialismo en el espíritu de lo público”. En el
curso de los años 1930, la maniobras fraudulentas de Gollancz aumentan en
número y vulgaridad. En una nota interna, Gollancz se queja de un redactor que
prepara un texto del comunista John Mahan sobre los sindicatos obreros: “La
cosa torna mucho a una exposición de izquierda, lo que es preciso evitar a toda
costa, a este sujeto”. Él no quería una exposición de izquierda. Deseaba
un comentario aparentemente imparcial redactado por una “pluma de izquierda”.
Añade estas frases llenas de sobrentendidos: “Toda suerte de medios se os
ofrecen… todos los puntos de vista pueden estar presentes de modo que nadie
pueda atacarlos y que los lectores lleguen inevitablemente a la mejor
conclusión”.,
Y los libros de Gollancz comienzan
efectivamente a utilizar estos “medios”con miras a engañar a los lectores. Cada
vez que eso es posible, la denominación de “partido comunista” se sustituye por
“la izquierda”. Hace también supresiones abusivas cuyo testimonio está en
numerosas cartas de Gollancz, a menudo acompañadas de apuntes sobre sí mismo y
sobre sus crisis de conciencia. Escribe a Webb Miller a propósito de un libro
sobre España, ordenándole suprimir dos capítulos que sabe sin embargo verídicos
que comenzaban así: “Estoy desesperado y casi avergonzado al escribiros esta
carta”. Ignoraba que el relato de Miller
o entrañaba exageración alguna. Pero para él era “absolutamente inevitable”
purgar esos capítulos y numerosos pasajes que podían ser citados como pruebas
de la “barbarie comunista”.”Él no “podía pues publicar nada que pudiese servir
a la propaganda del adversario”, en detrimento de la causa (comunista). Miller
podía pensar que “se estaba jugando la verdad. Pero precisaba considerar el
resultado final”. Pero él suplicado se termina con una llamada a la clemencia:
“Os ruego que me perdonéis”. Implora del mismo modo la absolución de Ruth
cuando se da cuenta de que tiene una amante.
Ciertas instrucciones de
Gollancz, con intenciones manifiestamente deshonestas, eran tan confusas -su
conciencia le preocupaba sin duda- que sus escritores y redactores no sabían
exactamente qué clase de mentiras les exigía. Escribe a un autor de libros de
historia: “Quiero que esto sea hecho con una extrema imparcialidad. Pero deseo
también que mi autor imparcial tenga un espíritu radical. El radicalismo del
autor aporta la garantía de que se ha sobrepuesto a las reticencias, que sus
propias tendencias no le han dirigido en falsa dirección”. En suma, las
recomendaciones de Gollancz sugerían sin cesar en aquella época su intención de
publicar libros tendenciosos que de otro modo no tendrían éxito.
Las cartas encontradas en los dossiers de
Gollancz son particularmente fascinantes. Aportan la prueba de que un
intelectual puede deformar o combatir la verdad sabiendo que no es correcta, y
justificar sus actos en nombre de una causa superior a la de la verdad.
Gollancz apenas tarda en practicar su arte, la
deshonestidad intelectual a gran escala. Después de la ascensión al poder de
Hitler en enero de 1933, decide suprimir de su catálogo todos los libros que no
reportarían dinero o que no servían a fines propagandísticos. Se lanza también
a enormes empresas destinadas a promover el socialismo y la imagen de la Unión
Soviética. La primera fue la New Soviet Library, una colección de libros de
propaganda escritos por autores soviéticos, que pasaba directamente por la
embajada y el gobierno soviéticos. Las dificultades o atendidas se presentaban
a menudo para obtener estos textos cuya gestación coincidía con las grandes
purgas. Varios autores propuestos desaparecieron en los gulags o fueron metidos
en los pelotones de ejecución. Ciertos textos llegaron a Gollancz con el nombre
del autor en blanco, rellenado más tarde, una vez que el autor ejecutado era
reemplazado oficialmente por otro. Andreu Vichinski, el acusado público
soviético que jugó el mismo papel bajo Stalin que el procurador Roland Freisler
bajo Hitler, debía contribuir a la redacción de una obra titulada La
Justicia soviética. Demasiado
ocupado para obtener condenas a muerte por sus antiguos camaradas él apenas
tenía tiempo para escribir. Su texto terminaba llegando a su destino, producto
de la prisa y demasiado mal escrito para ser publicado. Los lectores de
Gollancz se mantenían engañados ignorantes de estos problemas.
Pero entretanto, Gollancz se había lanzado a
otra aventura de envergadura, la del Left Book Club (el Club del libro de la
izquierda), previsto en origen para contrarrestar la reticencia de las
librerías con stocks de propaganda de la extrema izquierda. La colección LBC
fue lanzada en febrero-marzo de 1936 con la ayuda de una enorme campaña
publicitaria. Coincide con la adopción por el Komitern de una política de
“Frente popular” en toda Europa. De
pronto, los partidos socialistas como el partido del trabajo dejan de ser
“fascistas” y se convierten en “compañeros de lucha”. Los miembros del LBC debían comprar media
¿corona? de libros al mes durante al menos seis meses. Estos libros eran
escogidos por un comité compuesto por Gollancz, John Strachey y Harold Laski,
profesor de economía política en Londres. Quienes se adherían recibirían
gratuitamente un mensual titulado Left Book News y tenían derecho a participar en un gran número de
actividades: clases de verano, rallyes, proyecciones de films, discusiones de
grupo, juegos, vacaciones en el extranjero, almuerzos, cursos de ruso.
Disponían también de un local en el Club. Los años 1930 fueron la gran época de
actividades de grupo, para todas las edades y todos los centros de interés.
Este método había tenido un extraordinario éxito con Hitler en Alemania. El
partido comunista seguía a Gollancz. La Left Book Club demuestra la eficacia de
esta estrategia. En mayo de 1936, Gollancz, que esperaba conseguir 2500
suscriptores recolecta 9000. Y el impacto es bastante más importante que el
número. Esta institución basada en una serie de mentiras fue una de las más
poderosas creaciones de los medios. La primera gran mentira de los folletos es la
creación de un comité de selección que se supone representaría “una larga
nómina de movimientos de izquierda activos y serios”. Por razones prácticas, el
LBC servía en realidad a los intereses del partido comunista. John Strachey, en
aquella época, estaba a las órdenes del PC. Laski, miembro del partido
trabajador, acababa de ser nombrado responsable de la escala nacional. Pero se
convertía al marxismo en 1931 y sigue la línea del PC hasta 1939. Gollancz fue,
él también, un camarada itinerante hasta 1938 y hace todo lo que el partido le
ordena hacer. Escribe para él Daily
Worker, órgano del PC, un
artículo servil intitulado: “Por qué leo el Daily Worker”. A fin de servir a la publicidad del diario,
expresa su respeto por la verdad, por la seriedad y por la confianza en la
inteligencia de los lectores -a pesar de que sabía que carecía de sentido- y
añade complaciente: “Son cualidades de hombres y de mujeres, en oposición a las
de caballeros y señoras. Por mi parte, me reunido con un montón de señoras y caballeros.
Muchos padecían un aburrimiento mortal. Por eso encuentro esas cualidades
extraordinariamente reconfortantes”. Cuando visita Rusia en 1937, declara: “Por
primera vez en mi vida, soy completamente dichoso… Aquí se puede olvidar todas
las desgracias del mundo”.
El servicio más importante que Gollancz presta
al partido comunista es contratar partidarios de la Left Book Club. En esta
época, Sheila Lynd, Emili Burns, John Lewis que preparan los manuscritos, Betty
Reíd, que organiza los grupos del LBV, eran todos miembros del partido
comunista inglés o controladores del partido. Toda decisión de orden político,
incluso de orden menor, era discutida con los oficiales del PC. Gollancz
trataba a menudo directamente con Pollit, el secretario del PC en persona. El
público, seguro, no estaba al corriente de nada. El LBC etiquetaba a los
miembros del PC con el nombre de ”socialistas” para esconder su afiliación. De
los primeros quince libros seleccionados, todos, salvo tres, eran obras de
miembros del PC o de cripto-comunistas. Gollancz termina temiendo que esta política
editorial dañase la etiqueta de independencia fijada por el Club. Esta
independencia, ilusoria, era una jugada maestra en el juego del PC. En Palm
Dutt, la ideología del partido, en una letra dirigida a Strachey, expresa su
satisfacción. Aprecia mucho que el público se imagine tener interés en una
“empresa comercial independiente”, y no en una “organización política
particular”. En esto consistía su valor para el partido.
Gollancz mentía por segunda vez al pretender
en toda ocasión que la organización global del LBC, la de los grupos, la de las
manifestaciones de toda clase y la de los programas era “esencialmente
democrática”. Sin duda tanto como la de Miss Dibbs en su “Bureau soviético”.
Bajo su régimen oligárquico aparente, Gollancz ejerce un despotismo absoluto
por una razón muy simple: controla las finanzas. No tenía incluso contabilidad
separada del Book Club cuyos beneficios y las despensas eran absorbidas por su
sociedad. De suerte que no existís ningún modo de saber si Gollancz salía
ganando o perdiendo en esta aventura. Cuando espíritus críticos afirmaban que
había amasado su fortuna procediendo así, ponen marcha procesos de difamación.
Cuanta a los autores, en cartas privadas, que sus pérdidas eran pésimas, y
añade: “Esto es absolutamente confidencial: por diversas razones, es menos
peligroso dar la impresión de tener normes beneficios que pasar por perdedor”.
Quizá buscaba justificar los royalties irrisorios distribuidos entre sus autores
o incluso su ausencia total. Sea como fuere, como Gollancz lo abarcaba todo,
los recibos, los salarios y las facturas, tenía el poder de decisión y ningún
miembro del club podía decir ni una palabra. Cuando busca un colaborador para
editarlas BBC News, precisa que debe “aliar el espíritu de iniciativa
a la obediencia inmediata e incondicional a (mis) las instrucciones, incluso
aunque parezcan absurdas”.
La tercera mentira es proferida por John
Strachey: “Prevemos desterrar un libro de la selección simplemente porque
estamos en desacuerdo con sus conclusiones”. A parte de uno o dos volúmenes de
“trabajadores” (Climent Attlee, el líder del partido
trabajador, es invitado a contribuir a la obra titulada The Labour Party in
Perspective) existen
dos pruebas contundentes que demuestran que la obediencia a la línea del PC
era, por regla general, el criterio primordial de selección. El caso de la Instrucción
al materialismo dialéctico de August Thalheimer lo ilustra de manera flagrante. Gollancz,
creyéndolo libro ortodoxo, había
programado su publicación en mayo de 1937. Pero entre tanto, al autor se le
encuentra implicado por una razón oscura en diferencias con Moscú. Pollit pide
a Gollancz anular su aparición.El libro deja de ser anunciado, Gollancz
protesta: los enemigos del Club podrían considerar esta anulación como una
“prueba positiva que demuestra que el LBC está a las órdenes del PC”. Pollit,
en su cualidad de veterano seudo proletario, responde: “¡No lo publiquéis! Al
menos por el momento mientras presento cara a esos viejos tíos, al gran tío y a
ese maldito culo rojo decano! “(dicho de otro modo, Stalin, Palme Dutt, y el
muy reverendo arzobispo de Canterbury). Gollancz lo cumple y el libro es
suprimido. Pero escribe más tarde a Pollit una carta quejosa: “Detesto, me
repugna tratar esto así. Yo estoy hecho de tal suerte que este género de
falsedades me destruyen interiormente”. El partido quiere suprimir también Por
qué el Capitalismo Significa Guerra, de H.N. Blaisford, un viejo socialista muy respetable que critica
los procesos de Moscú. Cuando el manuscrito es remitido por Burós en septiembre
de 1937, previene Gollancz que incluso en caso de censuras masivas y de
cambios, el libro será inaceptable para el partido. En esta coyuntura, Gollancz
renuncia de buen grado y escribe al autor: “En esta materia, no puedo ir contra
mi conciencia. Publicar un libro que critica los procesos equivale a cometer un
pecado contra el Santo Espíritu”. Pero Laski, que estaba consternado por esos
procesos y viejo amigo de Brailsford, estima que el libro debía aparecer y
amenaza con su dimisión, a riesgo de destruir la fachada del “Front popular”
del LBC. Gollancz accede a la demanda de Laski de mala gana, pero sale el libro
en agosto sin la menor publicidad. Como lo declara Brailsford, “él lo entierra
en el olvido” Gollancz se inventa también “razones técnicas”para suprimir un
libro de Leonard Wolff que contiene algunas críticas a Stalin. Pero Wolff que
posee prensas propias y tiene la impresión de que Gollancz miente, amenaza con
montar un escándalo en caso de ruptura del contrato. Gollancz cede y lanza el
libro.
Gollancz escribe igualmente al director de la
Left Homenaje University Library (el departamento de libros educativos del
Club): “El tratamiento no debe, por supuesto, parecer agresivamente marxista”.
Los volúmenes, precisa, deberán ser editados de manera que el lector pueda
sacar en todo momento buenas conclusiones y que los no iniciados se sientan
tentados a decir : “¡Qué! ¡Todavía esta basura marxista!”
Los enlaces con la jerarquía del PC fueron a
veces extremadamente estrechos. Dossiers recogen transferencias de dinero a la
caja de Pollit: “¿Podría usted tener esta suma a mi disposición en especies
esta mañana? Siento molestarle, Víctor. Ya sabe usted cómo son estas cosas…” La
censura del PC se ejercía sobre los menores detalles. Y era porque J.R.
Campbell, que más tarde sería redactor jefe del Worker, fue obligado a suprimir de la bibliografía un
volumen de Trotski y de otros. Como el comportamiento de Gollancz era
indefendible y manchado de lo que su biógrafo llama “una masa de material
acusador”, decide reemplazar su contexto. Los años 1930 batieron todos los
récords de mentiras. El gobierno nazi como el gobierno soviético miente con un
aplomo extraordinario, disponiendo de varios recursos financieros y empleando
millares de intelectuales. Instituciones honorables, hace mucho tiempo
reputadas por su respeto por la verdad, se ocultaron deliberadamente. En
Londres, Geoffrey Dawson, el redactor jefe del Times, “suprimió” artículos de
sus propios corresponsales que podían dañar las relaciones anglo-alemanas. En
París, Felicien Challaye, presidente de la célebre Liga de los derechos del
hombre, fundada para probar la inocencia de Dreyfus, se siente obligado a
dimitir para protestar contra la actitud de la liga que escondía la verdad
sobre las atrocidades cometidas por Stalin. Los comunistas empleaban
profesionales de la mentira, encargados especialmente de mentir a los
compañeros de fatigas, a los intelectuales, por medio de organizaciones
diversas, tales como la Liga contra el imperialismo. Uno de estos centros
operaba en Berlín. Con el advenimiento de Hitler, este organismo es transferido
a París y dirigido por el comunista alemán Williams Muenzenberg, un
“propagandista inspirado” según Kingsley Martin, redactor jefe del New
Stateman. Su brazo
derecho, un comunista checo llamado Otto Katar, “el comisario fanático y
despiadado” como le llamaba Martin, le ayuda a reclutar diversos intelectuales
británicos, principalmente el antiguo periodista del London
Times, Claud Cockburn, que fue
redactor jefe del panfleto de escándalo de la izquierda The
Week, que fabrica con Katz
historias enteras imaginarias. Cuando Cockburn, más tarde, publica el relato de
sus trabajos es atacado por Crossman en el News Chronicle por el cinismo con el que se deleita con sus
mentiras. El mismo Crossman es acusado por el gobierno inglés de “actividades
de desinformación” (otro modo de decir mentir) durante la guerra de 1939-1945.
Escribe: “La propaganda negra es quizá necesaria en tiempos de guerra. Pero la
mayor parte de los que la practican destetan, como yo, lo que hacemos”.
Crossman, como por azar, era uno de esos intelectuales típicos, prontos a
adelantar ideas, pero a quien faltaba gravemente la intuición de la verdad. Fue
rechazado por Cockburn que encontraba esta “postura ética confortable, a
condición de hartarse de reír”. Para mí al menos, es el espectáculo de un hombre
que recurre a las mentiras de su propia propaganda para hacer de ellas
cualquier cosa cómica”… pero Crossman guarda su consciencia limpia “detestando
sus propias actividades”. Para Cockburn una causa por la que un hombre lucha
merece mentirse por ella. ¡Bella causa! Muenzenberger y Katz fueron asesinadlos
por Stalin por “traición”. Katz, especialmente, por su relación con
“imperialistas occidentales” ¡como Claud Cockburn!
Los procederes culpables de Gollancz debían
ser juzgados teniendo en cuenta este plan. El más famososo es su rechazo a
publicar el libro de Georg Ornella, Homenaje a
Cataluña, en el que se
pone en cuestión las atrocidades cometidas por los comunistas contra los
anarquistas españoles. Gollancz no fue el único en rechazar a Orwell. Kindle y
Martin rehúsa publicar su serie de artículos sobre el mismo tema. Treinta años
más tarde, seguía furioso todavía por haber justificado esta decisión: “Estaba
menos dispuesto a publicarlos que a publicar un artículo de Goebbles durante la
guerra con Alemania”. Llegó a convencer a su director literario, Raymond
Mortimer, para que separase un libro “sospechoso” comentado por Orwell.
Mortimer lo lamenta más tarde. Las relaciones de Gollancz con Orwell fueron
duraderas, complejas, agridulces. Antes del lanzamiento del Left Book Club,
había publicado The Road of Wigan Pier, una crítica de la izquierda de Inglaterra. Cuando
decide crear las ediciones LBC, quiere eliminar a los futuros contestatarios.
Pero Orwell no se deja manipular. Gollancz lo publica añadiendo una
introducción engañosa de su creencia en la que intenta explicar los “errores”
de Orwell debidos, según él, al hecho de que este último pertenece a la capa
superior de la clase media. (Sin embargo, Gollancz estaba dentro de la misma
clase y por supuesto mucho más rico que Orwell). Pero Gollancz no tenía
prácticamente ningún contacto con la clase obrera, ésta introducción era
particularmente deshonesta. Más tarde se avergonzó y se puso absolutamente
furioso cuando un editor americano hizo reimprimir el libro.
En el momento en que se querella con Orwell,
Gollancz comienza a cuestionarse su política de colaboración con los
comunistas. Puede que pensase que podría eso arruinar su éxito comercial.
Secker & Warburg habían abandonado su interés por Homenaje
a Cataluña, después por
otros libros y otros autores que, normalmente, habrían sido publicados por
Gollancz si el partido comunista no se hubiera opuesto. Al seguir servilmente
la línea del PC, Gollancz había terminado contribuyendo al nacimiento de un
poder rival contra su propia casa editorial. La segunda razón podría tener que
ver con la limitada facultad de atención de Gollancz. Los libros, los autores,
las mujeres (excepto Ruth), las religiones, las causas no podían nunca desatar
su entusiasmo indefinidamente. Durante un cierto tiempo, Gollancz encontraba placer
en montar la LBC y en las inmensas manifestaciones que el PC le ayudó a
organizar en su beneficio en el Albert Hall donde escuchaba al decano de
Canterbury entonar su versículo “Dios bendice el Club del libro de la
izquierda”. Descubre en esta ocasión dotes de orador. Pero siempre estando
presentes las estrellas del PC -sobre todo Pollit- que cosechaba las mayores
aclamaciones del auditorio bien vestido. Y a Gollancz no le gustaba eso. En el
otoño de 1938, manifiesta señales de impaciencia y de enfado. Cuando Gollancz
estaba en este estado de ánimo, se mostraba más abierto. En el curso de sus
vacaciones de Navidad en París, lee un relato detallado de los procesos de
Moscú que le convencen. Comprende, al fin, que estaban trucados. De vuelta a
Londres, informa Pollit que el LBC no podía pasar el tiempo siguiendo la línea
de Moscú, y se disculpaba, al menos provisoriamente. Llega a admitir en el LBC
News que había “en la Unión
Soviética un cierto número de impedimentos frente a la libertad intelectual
total”. Orwell se asombra cuando, en primavera, Gollancz le propone publicar su
novela Comingup for Air. Aquí es cuando anuncia un cambio de línea. Este es
que Gollancz se inquieta visiblemente por las consecuencias eventuales de su
colusión con Moscú. Acepta el pacto Hitler-Stalin no exactamente con alivio
-eso significaba que la guerra era inevitable- pero como un regalo del cielo le
llega la ocasión de romper con el PC. Comienza sin tardanza su propaganda
contra Moscú, fustiga comportamientos condenables probando lo que otros, más
sensibles, sabían desde hacía años.
“La influencia que pueden ejercer tales
ignorantes es terrorífica”, comenta Orwell a Geoffrey Gorer.
El Club del libro de la izquierda ya no fue
nunca el mismo después de la ruptura de Gollancz con Moscú. El equipo se
divisa. Sheila Lynd, Betty Reid y John Lewis se aferran al partido comunista.
Gollancz decide no enviar a Lewis y Lynd (que en aquella época no era su
amante). Pero aprovecha la ocasión para destinarles a un puesto inferior,
reducir sus salarios, y acortar su precavido de despido. Contrariamente a
Kingsley Martin que defendía embarazosamente, hasta el fin de su vida, sus
treinta años errantes, o a Claud Cockburn que presume de su comportamiento,
Gollancz decide tomar todos los riesgos y hacer de su arrepentimiento una
virtud. En 1941, edita un volumen al que contribuyeron Laski, Strachey y Orwell
con el título “La traición de la izquierda” subtitulado Un
examen y una refutación de la política comunista en el que hace una confesión oficial de los pecados
del Club del libro de la izquierda:
“He aceptado
manuscritos relativos a Rusia, buenos o malos, porque eran “ortodoxos”. He
rechazado otros de buena fe como socialista y hombre honesto, porque
ellos no lo eran… No he publicado más que libros que justificaban los procesos
y he enviado las críticas socialistas de este proceso además… yo estaba en una
época en que, para mi corazón, -también todo lo seguro que un hombre puede
estar- todo era falso”
¿Hasta
qué punto este cambio de actitud y está ceguera de culpabilidad fueron
sinceros? Es difícil decirlo. Atraviesa ciertamente un periodo en medio de la
guerra, y sus crisis físicas culminaron en esta época. Pero de vuelta a
Escocía, oía la voz de Dios, lo que es poco corriente en un intelectual de este
tipo. Dios le dice que él no “despreciaba” su “humilde y contrito corazón”.
Rasurado, se convierte a una nueva religión de la misma creencia que su versión
personal del socialismo cristiano, toma una nueva amante y manifiesta un
renacimiento de su interés por la edición. Se lanza entonces con entusiasmo a
la promoción del partido laborista, edita una colección intitulada “Los
peligros amarillos”, pero no renuncia sin embargo a sus viejos trucos. En abril
de 1944, rehúsa la sátira devastadora de Orwell La Granja de los
animales: “No puedo
publicar un ataque sistemático a la Rusia de ese estilo. Me es imposible”. Esta
obra tomó pues el camino de las ediciones Secker & Warburg, y fue seguida del
célebre bestseller de Orwell (1984). Gollancz, furioso y lleno de remordimiento, no
puede evitar denigrar esa obra que pretende “muy sobrevalorada”. La honestidad
de Orwell le obsesiona. También la de Kingsley Martin hasta el fin de su vida y
su exasperación le empuja a atacar a Orwell sin motivo… No creo, escribe, en
“este intelectual impecable… Para mí, Orwell se esfuerza demasiado
desesperadamente en ser honesto para
serlo verdaderamente… Este candor, en un hombre de semejante inteligencia, ¿no
es un poco deshonesta? Yo lo pienso”.
Gollancz vivió hasta 1967, pero no encontró
nunca su poder y su influencia en los años 1930. Se le tiene por responsable
incluso al mismo nivel que el New Stateman y el DailyMirror, de la victoria histórica del partido trabajador en
las elecciones de 1945 que crea el marco de referencia política de después de
la guerra en Inglaterra y en Europa occidental. Dura hasta la era Thatcher. El
primer ministro, no Attlee, no reconoce a Gollancz la participación que él creía
merecer. En efecto, él no consigue nada de nada al advenimiento de Harold
Wilson que, más generoso, le otorga el título de caballero en 1965. Lo
fastidioso es que con su vanidad Gollancz se cree más célebre de lo que era en
realidad. En 1946, cuando el barco en el que pasa sus vacaciones en la costa de
las Islas Canarias, es presa de una crisis de angustia. Se pone a gritar que la
policía de Franco quería detenerle y torturarle desde que pone pie a tierra y
exige que el cónsul de Inglaterra suba a bordo para asegurar su
protección. El cónsul envía su
secretario que le asegura que en las Islas Canarias nadie había oído hablar de
él. Y Gollancz responde, totalmente desconfiado: “¡Incluso yo no había oído
nunca hablar de mí mismo!
La carrera de Gollancz declina después de la
guerra. Escribe algunos libros que tuvieron mucho éxito, pero su negocio
declina. Pasada su época, Gollancz no sabe detectar las nuevas estrellas
intelectuales. Cuando Ludwig Wittgenstein le escribe en 1945 para señalarle una
debilidad en una de sus argumentaciones en público, él le responde con una nota
de una línea: “Gracias por vuestra carta, ciertamente plena de buenas
intenciones”. Por la ortografía del nombre del filósofo cree que se trata de un
oscuro profesor. Gollancz pierde a sus mejores autores, deja a un lado libros
importantes. Saluda primero el libro de Nabokov, Lolita, como “una rara obra maestra de comprensión
intelectual”, pero no lo compra. Después, furioso por haberse equivocado,
decide que el libro era “obsceno, de principio a fin, y que su valor literario
estaba sobrestimado”. Para terminar acusa a Nabakov de pornografía.
Gollancz participa activamente en una campaña
masiva que juega un papel importante en la abolición de la pena capital. Esta
causa ocupa largo tiempo sus pensamientos y es sin duda la más querida para su
corazón. Pero es eclipsado en esta aventura por Arthur Koestler, que odiaba,
por elegante y elocuente a Gerardo Gardiner, que recogieron ambos todos los
laureles. En la campaña de desarme nuclear, fue peor. Cuando fue organizada en
1957, no se le reserva una plaza de honor. Es cierto que estaba ausente en esa
época. Pero a su regreso, constata, mortificado, que incluso no se le había
propuesto formar parte del comité. Considera esta omisión como un “insulto
devastador”. Ello le “rompe el corazón”. Hace responsable a su viejo amigo
Cañón John Collins que había sido nombrado presidente del comité, una plaza a
la que Gollancz estimaba tenía derecho. Pero Collins había librado batalla para
hacerle nombrar miembro del comité y la había perdido.
Gollancz enseguida vuelve la vista a
Priestley, a quien atribuye su hostilidad a una vieja querella que databa de
los años 1930 a propósito de su libro English Journey. En efecto, Priestley no había hecho más que unir su
voz a las de otros. Numerosos fundadores habían declarado que no aceptarían
nunca trabajar con Gollancz. ¡A ningún precio!
Para terminar, casi todos encontraron la
vanidad y el egocentrismo de Gollancz insoportables. Sobre todo cuando sus
defectos se manifestaban en crisis de cólera de lo más desagradables.
En 1919, Gollancz había declarado a su cuñado
su intención de llegar a ser director de Winchester o Primer ministro, no sabía
exactamente. Por suerte, su sentido de los negocios le permitió fundar su reino
privado donde reinaba como autócrata y sin competencia. Pero fue incapaz de
forjar hombres a su imagen y, es cierto,
apenas se preocupaba de ello. Ruth Dudley Edwards cita una carta
característica de Gollancz que resume al hombre más que cualquier otra descripción. Gollancz había
aceptado dar una conferencia en honor del obispo Bell, el único hombre que se
había opuesto violentamente a los bombardeos sobre Alemania. De un compromiso más interesante que se le presenta
se encarga Gollancz. El organizador
Pitman, muy enfadado, le envía una carta llena de reproches. Gollancz replica
con una misiva furibunda. Reprocha a Pitman haber enviado su carta sin dejar
ponerse el sol sobre su cólera. Después de explicarle detalles sobre un fardo
extravagante de obligaciones que le había llevado a anular esa
conferencia, se rebela violentamente contra
Pitman y su pretensión de hacer de ese compromiso una “obligación moral”.
Después, calentándose cada vez más, añade: “Empiezo a perder mi calma dictando
esta carta y debo deciros que semejante observación es absurda”. Acusa a
Pitman, en dos parágrafos suplementarios de “grosería impertinencia” y termina
con estas palabras: “Soy consciente del hecho de haber empezado esta carta con
un tono moderado, para acabar con un tono inmoderado. También soy consciente
del hecho de que a pesar de mi instinto, no deseo, en la ocurrencia, dejar que
el sol se ponga sobre mi ira. Doy pues orden a mi secretaria de echar al correo
esta carta inmediatamente”.
Esta diatriba de egotismo podría salir de la
pluma de Rousseau, de Marx o de Tolstoi. ¿Sería posible que fuese capaz de un
punto de humor? Es preciso esperarlo.
LA DERROTA DE LA RAZÓN
Al
término de la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales seculares pasaron
progresivamente de la fase utópica al hedonismo. El movimiento, poco sensible
al principio, va cogiendo amplitud. Para estudiar sus orígenes, conviene
examinar el punto de vista y las relaciones personales de tres autores ingleses
nacidos el mismo año: George Orwell (1903-1950), Evelyn Waugh (1903-1966) y
Cirilo Connolly (1903-1974). Se les puede poner el sobrenombre respectivamente
de el Viejo Intelectual, el Anti-Intelectual y el Nuevo Intelectual.
Waugh, prudente, no comienza a frecuentar a
Orwell más que cuando contrae una
enfermedad mortal. Waugh y Connolly argumentan conjuntamente a lo largo de su
vida. Orwell y Connolly se conocen después de la escuela. Se vigilan mutuamente
por el rabillo del ojo con desconfianza, escepticismo y a veces con envidia.
Connolly, que presentía que el fracaso de los dos sería el suyo, escribe un
verso lleno de pasión para sí mismo en un ejemplar de Virgilio que ofrece a la
crítica T.C. Worsley:
“En Eton con Orwell, en Oxford
con Waugh
Sin nadie después y nadie delante”
Estaba lejos de ser verdad. Connolly se revela
ser, en efecto, el más influyente de los tres.
Orwell, del que hablamos al principio, es un
caso casi clásico del viejo intelectual. Su adhesión política en favor del
socialismo utópico no fue, evidentemente, otra cosa que el sustituto de una fe
en algo en lo que no podía creer, pues para él Dios no existía. Había situado
sus esperanzas en el Hombre, pero las perdió de vista. Orwell, cuyo verdadero
nombre era Eric Blair -un gran hombre seco, de cabellos cortos, de una nuca
despejada y con un bigote estrictamente dibujado- nace en una familia de
pequeños constructores del Imperio y similares. Su abuelo paterno sirvió en la
Armada de las Indias. Su abuelo materno fue un hombre de negocios en madera de
teca en Birmania. Connolly y Orwell frecuentaron la misma escuela privada, y
más tarde cursaron conjuntamente estudios en Eton. La educación estricta de su
inteligente amigo le destinaba, como Connolly, a hacer honor a su escuela. Pero
los dos muchachos escribieron más tarde relatos muy graciosos pero devastadores
sobre lo que pasaba en esa escuela donde lo pasaron mal. El ensayo de Orwell
“Such, Such Where The Joys” es de una exageración poco común e incluso
mentirosa. Su tutor en Eton, A.S.F. Gow, que conocía ese establecimiento
privado piensa que para ponderar una requisitoria también desleal, Orwell debía
haber sido sobornado por Connolly. Si tal fue el caso, bien sería la única
empresa inmoral y engañosa en la que Orwell se hubiese dejado embarcar por
Connolly, como le dijo un día Gollancz entredientes, que era de una honestidad
casi enfermiza.
A su salida de Eton, Orwell entra en la
policía birmana en la que ha servido cinco años, de 1922 á 1927. Ve el aspecto
sórdido del imperialismo, de las pendencias, de las flagelaciones y no lo puede
soportar. Su libro, Cómo
he matado un elefante en tres ensayos socava sin duda el espíritu imperialista inglés y supera al resto de
sus escritos. Dimite, regresa a Inglaterra y decide hacerse escritor. Escoge el
nombre de “George Orwell” después de haber tanteado diversos seudónimos tales
como P.S. Burlón, Kenneth Miles y H. Leéis Allways. Orwell se convierte en un
intelectual que cree que el poder de las ideas será capaz de cambiar el mundo.
Es cierto que era muy joven. Pero su naturaleza, puede que también su paso por
la policía les predispusieran a interesarse con pasión de los seres humanos.
Comprendió que la investigación y la observación atenta serían los únicos
medios de descubrir la verdad, más allà de las apariencias.
Contrariamente a la mayor parte de los
intelectuales, Orwell comienza su carrera de socialista idealista por una cuesta
sobre las condiciones de vida de la clase obrera. Edmund Wilson manifiesta la
misma pasión por la verdad y la exactitud. Pero Orwell fue mucho más
perseverante que Wilson en su búsqueda de conocimientos sobre los
“trabajadores”. Empieza por habitar en Notting Hill, un arrabal de Londres en
esta época. Ello fue el tema central de
su vida durante muchos años. En 1929, bucea como pinche de cocina. Pero coge
una neumonía, debido a su debilidad crónica de los bronquios que le lleva a la
edad de cuarenta y siete años a un hospital de la Asistencia pública, en París.
Narra su trance desgarrador en su libro La Vaca furiosa (1933), describe la vida de los vagabundos, de
recogedores de lúpulo, su día a día en una familia de Lancashire en Wigan, una
ciudad industrial. También tantea la boutique de un pueblo. Todas estas
actividades tenían un objetivo: “He comprendido que es preciso escapar no sólo
al imperialismo, sino también a todas las formas de dominación del hombre por
el hombre. Yo me dirijo directamente a los oprimidos, fundirme con ellos, ser
uno de entre ellos, de su lado frente a los tiranos”.
En 1936, cuando estalla la guerra civil en
España, Orwell no se conforma con aportar su apoyo moral a la República como
hicieron la la mayoría de los intelectuales occidentales. Él fue prácticamente
el único que batalló por ella, lo que hizo, quien más hizo, al lado de los
trotskistas en una sección del POUM que fue la más perseguida y más torturada.
Esta experiencia le marca para el resto de sus días. Orwell va desde el
principio a España con la intención de hacerse una idea personal de la
situación antes de abordarla. Pero le era difícil entrar en este país cuyo
acceso estaba muy controlado por el partido comunista. Orwell va a ver al
editor Víctor Gollancz. Éste le presenta a John Strachey quien le recomienda a
Harry Pollit, el líder del partido comunista. Pollit acepta darle una carta de
recomendación a condición de que se enrole en la Brigada Internacional
controlada por el partido. Orwell declina su oferta. No hace nada, a
priori, contra esta brigada, en la que
intenta además enrolarse el año siguiente de llegar a España. Pero no quería
tomar una opción definitiva antes de podido evaluar los hechos. Orwell gira
pues hacia un ala disidente de la izquierda, el Partido trabajador
independiente que le conduce a Barcelona y facilita su contacto con los
trotskistas y los anarquistas. Se enrola en la milicia del POUM. Barcelona le
impresiona, y aún más la vida en la milicia: “Aquí las motivaciones corrientes
de la vida civilizada, el esnobismo, la concupiscencia, el dinero, el miedo al
patrón incesante de existir. La división de la sociedad en clases sociales
desaparece hasta un punto que parecía casi inconcebible en la atmósfera
corrompida de Inglaterra”. Vive el combate
en el que es herido en una experiencia enriquecedora. Connolly hace a su vez
una excursión a la guerra “como turista concernido”, como la mayor parte de los
intelectuales. Orwellle envía una gentil
carta de reproches: “Qué lástima que no hayas pasado a nuestra posición para
venir a verme cuando estuviste en Aragón. Me hubiera gustado tanto tomar el té
contigo en un abrigo”. Orwell describe la milicia como “una comunidad donde la
esperanza era más corriente que la apatía o el cinismo, donde la palabra “camarada”
significaba amistad y no como en la mayoría de los países, un disparate. “Falta
de todo, pero los privilegios y el poner la bota no está presente”. Para Orwell
esta aventura fue “un adelanto burdo de lo que pudieran ser las primeras etapas
del socialismo”. Escribía sobre él: “He visto cosas maravillosas y he terminado
por creer realmente en el socialismo, lo que nunca hubiese imaginado que
llegaría”.
Orwell vive enseguida la experiencia
abominable de las purgas del partido comunista ordenadas por Stalin contra los
trotskistas, los millares de camaradas asesinados o encarcelados, torturados
antes de ser ejecutados. Él tuvo la oportunidad de salir adelante. Al regresar
a Inglaterra, encuentra muchas dificultades para publicar su informe sobre los
acontecimientos. Víctor Gollancz rehúsa incluirle en la colección del Left Book
Club que acogía a los autores “comprometidos”. Kinsley Martin se guarda bien de
hacer parecer explosivo este documento en el New Stateman. Los dos principales órganos de información
progresista le impidieron decir la verdad. Fue obligado a buscar fuera. Pero
esta experiencia fue reveladora. Ello
confirma que era más probable que la teoría. En teoría, la izquierda, cuando
estaba en el poder se suponía que actuaba con justicia y respetaba la verdad.
La experiencia le demostró que la izquierda era capaz de injusticia y de
crueldad hasta unos extremos prácticamente desconocidos hasta entonces y que no
podía compararse más que con los abominables crímenes nazis. Podía burlar la
verdad en nombre de una verdad superior como demuestra en el curso de la
Segunda Guerra Mundial. La experiencia enseña a Orwell que los seres humanos
son más importantes que las ideas abstractas. Pero aunque él dejase de
sentirlos nunca pudo renunciar a las ideas. En este sentido permanece
intelectual. Pero su búsqueda cambia de objetivo. Abandona la sociedad
capitalista a sus depravaciones y se entrega a las peligrosas utopías que los
intelectuales como Lenin habían propuesto. Sus dos mejores libros. La Granja de
los animales (1945) y 1984 (1949), son una crítica de la abstracción puesta en
práctica. Denuncia la sumisión total exigida por el partido comunista y la
perversidad de su economía centralizada.
Este cambio de orientación conducía fatalmente
a Orwell a una crítica feroz del papel de los intelectuales. Esta posición
encajaba mejor en su temperamento más acorde al rigor que a la “bohemia”. Su
trabajo está tachonado de anotaciones, como esta frase (de Ezra Pound): “Hay derecho
a esperar una cierta decencia, incluso de un poeta”. Orwell encontraba que lis
pobres, las “gentes ordinarios” eran más “decentes”, más comprometidas con las
virtudes simples como la honestidad, la lealtad y la verdad que las gentes
“educadas”. Muere en 1950 sin adscripción política definida, pero fue vagamente
catalogado como un intelectual de izquierda. Desde que es célebre, la izquierda
y la derecha reivindican su pertenencia a su clan y continúan disputándoselo.
Desde 1950 hasta su muerte, esgrimió un palo para tapar a los intelectuales de
izquierda. Pero ciertos intelectuales más solidarios con su clase se tomaron
largo tiempo para asegurarse de que Orwell era su enemigo. Mary McCarthy, de
ideas políticas confusas, más claras en cuanto a su conciencia de clase, fue
severo con Orwell. Ella le estima también “conservador por temperamento” como
un coronel jubilado, extremista y “filisteo” que no ve en su socialismo más que
una “idea brotada de repente en su cabeza, una ocurrencia, pura extravagancia”.
¿Su hostilidad a propósito del estalinismo? Un puro producto de una “antipatía
personal” y su “falla política (...) la de su pensamiento”. Según ella, si él
hubiera vivido más, habría girado seguramente a la derecha: “Antes morir que
dudar”. Esta última frase es un ejemplo flagrante del pensamiento de un
intelectual: “antes morir que ser anti rojo”.
Sus compañeros se alejan de Orwell. Piensan
que precisaba encontrar soluciones políticas, “como el médico debe intentar
salvar la vida de un paciente que sabe va a morir”. Era preciso que Orwell reconociese
que “su posición política era completamente irracional” y que tal regla de
conducta era incompatible con las
soluciones que los intelectuales soñaban generalmente imponer. Pero si los
intelectuales desconfiaban de Orwell, sus opositores, los hombres de letras, se
mostraban más cálidos. Evelyn Waugh, que no era hombre a subestimar la
importancia de lo irraciona, comienza a corresponderse con él y va a verle al
hospital. Si Orwell hubiese vivido, es probable que se hubieran hecho amigos.
Ambos pensaban que P. G. Wodehouse, un escritor que admiraban, no debiera ser
sancionado por la locura (prácticamente inofensiva comparada con la de Exra
Pound) que había cometido haciendo emisiones de radio durante la guerra. Los
dos habían invocado que el hombre pasaba antes por un concepto abstracto de
justicia ideológica. Waugh, que vio rápidamente en Orwell un desertor potencial
del campo de la inteligencia, anota en su diario, el 13 de agosto de 1945: “He
comido con mi primo comunista, Claud (Cockburn), y cuando le he dicho que había
leído y me había gustado mucho La Granja de los
animales, me ha puesto
en guardia frente a la literatura trotskista”. Waugh reconocía de buen grado
que 1984 era una obra pujante, pero encontraba poco posible que el espíritu
religioso no hubiese sobrevivido para resistirse a la tiranía descrita por
Orwell. Lo dice en esta última carta de 17 julio de 1949 y añade: “Imaginaos
hasta qué punto encuentro vuestro libro apasionante como para arriesgarme a predicar un sermón”,
Orwell termina reconociendo a su pesar que en
razón del carácter fundamentalmente irracional de la naturaleza humana, la
utopía está abocada al fracaso”.
Waugh sostiene este punto de vista toda su
vida con energía. Ningún escritor, ni siquiera Kipling, expresó tan claramente
su posición en contra de los intelectuales. Cómo Orwell, no se fís más que de
su experiencia personal para formarse una opinión y detesta las elucubraciones
teóricas. No busca, como él, participar de la vida de los oprimidos pero viaja
a países lejanos y a menudo poco seguros. Cuando trata una materia sería no
respeta más que la verdad. Su única obra abiertamente política fue un reportaje
sobre el régimen revolucionario en México basándose únicamente, Robbery
under Law (1939). En sus
advertencias al lector, proporciona con precisión el origen de sus
informaciones, da su opinión personal sobre su adecuación, atrae la atención
sobre un cierto número de puntos sobre los que él no está de acuerdo y aconseja
no hacerse una opinión definitiva sobre la situación en México basándose
únicamente en su relato. Waugh reprueba la literatura “comprometida”. Numerosos
lectores, dice, “cansados de la prensa libre”, creyeron juicioso imponerse una
“censura voluntaria” adhiriéndose a clubs de libros (el Left Book Club de
Gollancz estaba manifiestamente señalado), “a fin de estar seguros de que fuese
cual fuese el libro que se leyese, estaría escrito con la intención de reforzar
sus opiniones”. Es esto por lo que, por lealtad hacia sus lectores, Waugh
pensaba que era conveniente tomar conciencia sobre sus propias convicciones.
Él se declara conservador y precisa lo que
había visto en México que refuerza sus convicciones. El hombre ”exilado de la
naturaleza, no será jamás autosuficiente por completo en esta tierra”. Pensaba
que las oportunidades de felicidad del hombre dependen poco de las condiciones
políticas y económicas en las que vive,
que un cambio brutal no hace generalmente más que agravarlas cuando estaba
preconizado por “gentes falsas, por falsas razones”. Era preciso sin embargo un
gobierno: “Los hombres o pueden vivir en grupo sin reglas“, “pero esas reglas
deben tener un estricto mínimo”. “Ninguna forma de gobierno ante Dios no es
mejor uno que otro”. Estimaba que “los elementos anárquicos de la sociedad eran
tan fuertes que era preciso un trabajo a tiempo pleno para mantener la paz”.
Las desigualdades de la fortuna y la posición social eran inevitables”,
“discutir las ventajas de su supresión no tenía ningún sentido”. En efecto,
“los hombres organizan ellos mismos un sistema de clases”, que saben “necesario
para todo trabajo cooperativo”. La guerra y la conquista eran también
inevitables. El arte, esa otra función natural del hombre, “no estaba conectado
a ningún sistema político particular” puesto que “las grandes obras han sido
producidas en los regímenes políticos tiránicos”. Waugh termina diciendo que él
se consideraba patriota. Como no veía por qué la prosperidad británica tenía
que ser necesariamente inamistosa para los demás, “él suspiraba por la prosperidad
de Inglaterra y no por la de sus rivales”.
Su sociedad ideal, tal como la describe en la
introducción de un libro publicado en 1962, comporta cuatro pisos: en el pico
“los principios del honor y de la justicia”. Inmediatamente debajo, los hombres
y las mujeres encargados de la administración del piso superior en su calidad
de guardianes de la tradición, de la moralidad, de la clemencia, de “los
mecenas de las artes y de los censores de la propiedad”. Ellos deben estar
“prestos al sacrificio” pero estaban protegidos de la contaminación de la
corrupción y de la ambición por sus posesiones hereditarias. En el entresuelo,
“las clases de la industria y de la enseñanza”, formadas desde la infancia en
la probidad. En la base, los trabajadores manuales, “orgullosos de sus
capacidades, ligados a los niveles superiores por su lealtad común a la
monarquía”. Waugh sostenía que tal sociedad se perpetuaría por sí misma: por
regla general, “un hombre está mejor adaptado a los defectos que ha visto en su
padre”. Pero un tal ideal “no existe jamás en la historia, ni existirá jamás” y
“cada año se aleja más”. Waugh no era derrotista. Pero pensaba que no era
suficiente deplorar el espíritu de esta época, “pues el espíritu de una época
es el de quienes la componen. Cuanto más la disidencia se opone a la moda
dominante, más es posible desviar su curso ruinoso”.
Waugh fue con constancia y un talento
considerable “un disidente” pero, contenido en sus opiniones, no podía jugar un
papel político. “No aspiro a dejarme aconsejar como un soberano por sus
servidores, “escribe”. No se contenta con abstenerse de todo acto político.
También deplora que buen número de sus amigos, por no citar a Cyril Connolly,
hubiesen sucumbido al espíritu de la época de los años 1930 traicionando la literatura
al politizarla.
Connolly le fascinaba. De él habla en sus
libros y anota en el margen de los de a Connolly observaciones feroces y
pertinentes. ¿Por qué? Por dos razones. La primera porque Waugh estimaba de
Connolly merecía que se interesase por él. Le encontraba brillante, capaz de
escribir en “fórmulas lapidarias frase tras frase, hacer buenas narraciones,
deliciosos ejercicios de parodia, metáforas luminosas” y porque a veces era de
“una originalidad alucinante”. Pero al mismo tiempo, el sentido de la
estructura literaria -de arquitectura como prefería decir Waugh- le fallaba. La
perseverancia y la energía también, lo que explica por qué era incapaz de
producir una obra mayor. Waugh encontraba esta incongruencia de un gran
interés. La segunda razón, más importante, es que Waugh veía en Connolly un
autor muy representativo del espíritu de su tiempo, un espécimen a observar, al
límite, como a un pájaro raro. En su ejemplar del libro de a Connolly, The
Inquiet Grave (conservado en
Austin, en el Centro de investigación de ciencias humanas de la universidad de
Texas), hizo numerosas anotaciones sobre el carácter de Connolly: “el hombre
más típico de mi generación”, por su “auténtica falta de erudición”, “su pasión
por el ocio, por la libertad, por la buena vida”, por “su esnobismo romántico”,
“su derroche, su desesperación” y “su gran expresión”. Pero según él, Connolly
era “el Irlandés, el emigrado en mal estado”, complejo, minado por el mal del
país, lleno de brío en público, dado a las citas, creyente de las brujas y los
curas fieles a sus escapadas”. “Como todos los irlandeses creía que no existen
más que dos realidades: el infierno y América”. Waugh deploraba que Connolly
hubiese escrito en los años 1930 una “historia reciente de la literatura” tratando
a los escritores no en función de su talento personal sino asociándoles a una
serie de “movimientos” de atentadas, de crímenes de partido, de redadas y de
manipulaciones políticas. ¡Sin duda su lado irlandés! Le reprocha severamente
dejarse atrapar feliz por las garras del “compromiso”, de caer en “ese foso
frío y húmedo en el que los jóvenes amigos jugaban al tobogán”. “¡Triste suerte
para semejante talento! El Benigno más insidioso de una joven esperanza”.
Esperaba que esa obsesión por la política no durase pues era capaz de hacerlo
mejor. En todo caso, otra cosa. ¿Cómo un personaje tal como Connolly podría
aconsejar a la humanidad, decirle cómo manejar sus asuntos? Se pregunta. Sin
ser de ningún modo un hombre farsante, Connolly muestra la debilidad moral
típica del intelectual en algún punto raro. Comienza por fichar un
igualitarismo a la moda de 1930 á 1950, de modo que fue un esnob toda su vida.
“Nada me enfurece más que ser tratado de Irlandés”, se indignaba Connolly,
imaginando que su nombre fuese el único irlandés en ocho generaciones.
Connolly descendía de una familia de militares
de carrera y de marinos. Su padre oficial no se distinguió apenas en la armada,
pero su abuelo fue almirante y su tía, condesa de Kingston. En 1953, el crítico
John Raymond señala en un artículo del New Stateman que Connolly había falsificado ciertos detalles
biográficos en su libro Enemies of Promise. En la edición (“proletaria”) de 1938 había
suprimido sus nobles ascendentes y les resucita en la edición corregida de 1948
cuando los modos intelectuales ya habían cambiado, Connolly se centra en el
género de las “tendencias culturales, escribe Raymond. Nadie, desde un cuarto
de siglo, nadie recurre como él a posturas, combinaciones y florituras de la
literatura inglesa”.
El esnobismo de Connolly se manifiesta muy
pronto. Cómo Sartre y muchos de los líderes intelectuales, fue hijo único. Su
madre que le adoraba le llamaba “Sprat” (alfeñique). Para este niño consentido,
egoísta, feo y nulo para los juegos, el pensionado fue una prueba dura.
Sobrevivió gracias al servilismo fogoso caracteriza a los chicos de buena
familia. Escribe a su madre una carta exaltada: “Este trimestre, tenemos un
buen número de nobles... Una princesa siamesa, el hijos del conde de
Chelmsford, el hijo del vizconde Malden, el mismísimo hijo del conde de Essex,
otro hijo de Lora y el sobrino del obispo de Londres”. Su espíritu fue su otro
medio de supervivencia. Anota más adelante: “Ellos quieren pasarse la palabra:
“Connolly es gracioso” y pronto “haré una locura en mi entorno”. En Eton este
rol de bufón entre muchachos del poder se entiende en el dominio dela
sabiduría: “Estoy a punto de convertirme en el Sócrates de las pequeñas clases
del colegio”. Después del éxito haciéndose popular y de obtener una bolsa, Lord
Jessel, su contemporáneo, le predice: “No me sorprendería que no hiciéseis nada
más en vuestra vida”.
Esta aterradora predicción arriesgaba mucho de
hacerse exacta. Connolly, que fue siempre lúcido tanto sobre él como sobre los
otros y detecta rápidamente su naturaleza hedonista, era muy consciente.
Aspiraba menos a la perfección que “a la dicha en la perfección”. Pero ¿cómo
ser feliz sin fortuna cuando se está a prueba de energía? Waugh tenía razón
para subrayar su pereza. Connolly reconoció de sí mismo que su “fantasía le
hacía impotente”. En Oxford trabajaba poco y obtuvo la calificación de
”pasable”. Acepta un empleo fácil de secretario de Logan Pearsall Smith, un
escritor rico, que le pagaba 8 libras por semana, un sueño para la época. Smith,
que esperaba haber contratado a un Boswell enérgico y diligente, resulta muy
decepcionado. Connolly se casa con una mujer rica, Jean Bakewell, con una renta
de 1000 libras al año. Él parecía haberse enamorado. Ambos eran demasiado
egoístas para desear un hijo. Un mal aborto practicado en París necesitó una
urgente intervención quirúrgica que le hizo perder a Jean toda posibilidad de
volver a tener hijos. Esta operación provoca trastornos endocrinos que la hacen
obesa y su marido se aleja de ella. Connolly no parece haberse comportado como
un adulto con las mujeres. Confiesa que para él “el amor” adopta la forma de un
“exhibicionismo de hijo único”, de “un deseo de poner (su) la personalidad a
los pies de cualquiera, como un cachorro escupe una bola babosa”. Muy
afortunadamente para él, Jean tenía bastante dinero para que él no tuviese que
buscar un trabajo regular. Su diario, de 1928 á 1937, revela las consecuencias:
“Mañana extremadamente inactiva”. “Desayuno de dos horas”. “Estoy tendido en el
sofá y trato de imaginar una gruesa capa de sol amarillo extendida sobre un
muro blanco”. “Demasiado ocio. Tantas distracciones a cargo de otros y la mayor
parte es un robo”.
En realidad, Connollyera tan ocioso como
quería hacer creer. Termina Enemis of
Promise, una crítica acerada de
modos literios que fue publicada en 1938 y fue una de las obras más influyentes
del decenio. Lo que hizo suponer que tenía el carácter de un líder comparado
con los intelectuales gregarios de su generación. Cuando estalla la guerra
civil en España, se enrola. Se dirige a tres lugares pero sus viajes fueron
ante todo excursiones, una suerte de safari. Esta actitud parece compulsiva de
los intelectuales de una cierta clase social. Connolly estaba protegido por el
comunista Harry Pollit cuya recomendación fue de una gran utilidad cuando su
compañero de viaje, W. H. Ayuden, es arrestado en Barcelona por haber orinado
en los jardines públicos de Montjuic, un serio delito en España.
El relato de estos viajes aparece en New
Stateman y aporta una
nota de frescor al paisaje gris de la prosa comprometida de los intelectuales
de la época. Pero traiciona la fatiga que experimenta Connolly al transportar
el fardo del hombre de izquierda: “Pertenezco a una de las generaciones menos
politizadas que ha conocido el mundo... a penas salidos de un mitin político,
nos precipitamos a la iglesia”. Los más
“realistas” (cita a Evelyn Waugh y Kenneth Clary) han comprendido que su modo
de vida depende de una estrecha colaboración con la clase dirigente. Pero “los
indecisos” hasta la guerra de España tienen (ahora) el espíritu totalmente
politizado en razón de la situación extranjera. Connolly añade que muchos
escritores de izquierda están motivados por su arribismo, su “odio al padre”,
una difícil escolaridad, su enemiga hacia los aduaneros, o problemas sexuales.
Llama la atención sobre la importancia de los escritores, su valor
político, como recomienda el libro de
Edmund Wilson, Le Chãteau d’Axel, “el único libro crítico del bando de la izquierda
teniendo en cuenta la estética como mucho de los criterios políticos.
Connolly quería decir que la literatura
militante no servía de nada. Desde que pudo se liberó. En octubre de 1939,
Peter Watson, un rico admirador, encuentra una función perfecta para él. Le
hace redactor jefe del mensual Horizon cuyo objetivo específico era rescatar la
importancia de los valores literarios de los espíritus abrumados por la guerra.
La revista cobra un éxito extraordinario desde el primer número, lo que
confirma la reputación como agente al servicio del poder de Connolly en la
inteligentsia. En 1943 sentía que por fin podía permitirse escribir que los
años 1930 habían sido un error: “La literatura de este decenio fue
esencialmente política y tuvo un doble efecto. Ella no atendía a ninguno de sus
objetivos políticos y no producía ninguna obra literaria de valor perdurable”.
Para reparar ese error, Connolly intenta reemplazar la búsqueda intelectual por
la persecución de la utopía de un hedonista iluminado como explica en las
columnas de la revista Horizon y en un libro muy reseñable que trata del placer, The
Inquiet Grave (1944). En el
curso de su juventud Connolly había definido su ideología como una “búsqueda de
la perfección en la felicidad”. Había bautizado sus años proletarios de “materialismo
estético”. Esta vez apela a la “defensa de los valores civilizados”.
De
todos modos, Connolly esperó al fin de la guerra para desarrollar su programa
en su editorial de junio 1946 de la revista Horizon. Este acontecimiento no escapa al ojo vigilante de
Evelyn Waugh. A despecho de lo aleatorio de la guerra, Waugh había seguido con
atención los hechos y gestos de Connolly. Más tarde, en su trilogía L’Épée
d’honneur, se burla de
la guerra de Connolly, de su magazine (que se convierte en Survival), de sus bonitos asistentes del perfil de los
intelectuales, Frankie y Coney (que en la vida corriente se llamaban Lys
Lubbock, que compartía cama, y Sonia Brownell que se convertía en la segunda
Mme Orwell). Waugh señala a los lectores católicos de Tablet la importancia del programa de Connolly y los diez
indicadores de una sociedad civilizada: 1- Abolición de la pena de muerte. 2- Reforma penal,
cárceles modelo y rehabilitación del presidiario. 3- Supresión de los barrios
marginales y de las “ciudades nuevas”. 4- Donación de subvenciones para la luz
y la calefacción “gratuitas como el aire”. 5- Medicina gratuita, asignaciones
para la comida y el vestido. 6-
Abolición de la censura, a fin de que todo el mundo pueda escribir, hablar y
razonar a su manera; supresión de las limitaciones a los viajes y del control
de los cambios de domicilio, fin de las escuchas telefónicas y de dossiers
sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas. 7- Reforma de la ley
relativa a los homosexuales, el aborto y el divorcio. 8- Limitación del derecho
de propiedad, y promulgación de los derechos de los niños. 9- Protección de los
tesoros nacionales arquitectónicos y naturales, subvención a las artes. 10-
Leyes contra la discriminación racial y religiosa.
Este programa fue la fórmula aplicada a lo que
habría de llegar en la futura sociedad permisiva. A excepción de ciertos
proyectos económicos impracticables, casi todas las reformas preconizadas por
Connolly fueron votadas en el curso de los años 1960 en Inglaterra, en América
y otras democracias occidentales. Estas reformas afectaban a casi todos los
aspectos de la vida social, cultural y sexual e hizo de los años 1960 uno de
los decenios más cruciales de la historia moderna desde 1790. Waugh se alarma. Se comprende. Supuso que la puesta en
práctica de las ideas propuestas por Connolly implicaría la eliminación virtual
de las
bases
cristianas de la sociedad que
serían reemplazadas por una persecución del placer. Connolly en cambio vio en
ello una perfecta salida de la civilización. Algunos predicaron que esas
convulsiones terminarían provocando un desorden infernal. Pero demostraron la
eficacia incontestable de los intelectuales cuando abandonan la utopía política
para centrarse en las disciplinas y las reglas sociales realizables. Rousseau
lo había ya probado en el siglo XVIII. Otra prueba había sido aportada en el
siglo XIX por Ibsen. Si la política de los años 1930 falla como dijo Connolly,
la permisividad de los años 1960 fue un triunfo espectacular a favor del
palmarés de los intelectuales.
Connolly vivió hasta 1974 pero participó poco
de esta revolución que había programado. No estaba hecho para las largas
campañas y los comportamientos heroicos. La carne era siempre demasiado
delgada. Inventa a este propósito una fórmula: “En cada obeso hay aprisionado
un hombre delgado que indica su deseo de salir”. Pero el Cyril delgado nunca
terminó por salir. Fue un antihéroe
mucho antes de la letra. Como revancha, la concupiscencia, el egoísmo y sus
depravaciones mezquinas le seguían paso a paso. En 1928, una factura de
blanqueador impagada bastó a Desmond McCarthy para desenmascarar al oportunista
y parásito que era Connolly. La mayor parte de los que le ofrecieron
hospitalidad se la retiraron. Uno encuentra lo que llama un “detritus de váter”
en el fondo del reloj de su abuelo. Lord Bernard descubre un bote de conservas
de camarones mohosos sobre uno de sus muebles preciosos. Somerset Maugham pilla
a Connolly en el trance de robarlo, le obliga a deshacer su maleta para
restituirle el botín. Platos de alimentos a medio consumir fueron encontrados
semanas más tarde en los cajones de la habitación que ocupaba. Agita sin
malicia: “la ceniza de su cigarro en un plato refinado presentado por la esposa
de un célebre intelectual americano”. En 1944, en Londres, Connolly se conduce
de manera poco caballeresca cuando durante un bombardeo que le sorprende en la
cama con una distinguida dama (quizá sea Lady Perdita que más tarde se
convirtió en Mrs Angie Flemming, por la cual, según Evelyn Waugh, Connolly se
interesaba en aquella época). La misma desgracia que le sucedió a Bertrand
Russell treinta años antes. Pero Russell saltó fuera de la cama de Lady
Constance Malleson acompañado de una explosiva indignación ante la barbarie. En
el caso de Connolly, es el pánico lo que le hace huir de la cama. Se redime con
estas palabras: “miedo perfecto lejos del amor”.
Es evidente que tal hombre, suponiendo que
tuviese energía, no podía ponerse al frente de una cruzada por la civilización.
Connolly hunde Horizon en 1949, por pereza, por enfado o por disgusto de
sí mismo: “Cerramos las grandes ventanas que dan a Bedford Square, el teléfono
fue cortado, el mobiliario al guardamuebles, los invendibles en su cava, los
dossiers en la papelera. Solamente los impuestos continuaron inexorablemente
expedidos como la leche a la puerta de un suicida”. El terminó divorciándose de
la pobre Jean para esposarse con una bella intelectual llamada Barbara Skelton.
Su unión no fue dichosa (1950-1954). Se espiaban con desconfianza, como Tolstoi
y Sofía y buen número de anfitriones de Bloomsbury (el barrio latino de
Londres). Rivalizaron en perfidia en sus diarios íntimos con miras a una futura
publicación. Connolly se quejaba amargamente a Edmund Wilson de que Skelton
escribía en el suyo. Ella cuenta ahí sus relaciones con él y le amenaza en todo
momento con tener un romance. Wilson, por su parte, escribe lo que le confía
Connolly, anotando que ella le había confiscado y escondido un diario de sus
relaciones con ella, que Connolly sabía dónde lo había puesto y tenía intención
de recuperarlo en su ausencia. Evidentemente, no hizo nada y Skelton terminó
publicándolo en 1987. Connolly tenía buenas razones para inquietarse. Skelton
hizo un inolvidable retrato de su intelectual comatoso.
Anota ella, el 8 de octubre de 1950: “(Cyril)
siempre en ropa de cama, acostado sobre la espalda como un ojo agonizante…
presionando más profundamente en la almohada, los ojos cerrados, con una
expresión de sufrimiento resignado… Entro en la habitación una hora más tarde.
Cyril permanece siempre con los ojos cerrados”. El 10 de octubre: “Larga
estancia (de Cyril) en su baño mientras yo hago la colada. Más tarde, al entrar
en la habitación, le encuentro de pie completamente desnudo, con aire turbado,
como si contemplase el espacio (…). He escrito una carta. Vuelta a la cama a
acostarse, C siempre con la espalda apoyada en la jamba de la ventana”. Un año
más tarde, el 17 de noviembre de 1951: “(Cyril) no quiere bajar a desayunar.
Está en la cama, apesta la sábana…Permanece a veces una hora, como un
ectoplasma, con los pliegues de la
sábana en la boca”.
Este campeón de valores civilizados pone sin
embargo el huevo de la permisividad como Erasmo el de la Reforma. Pero deja a
otros la cría. Un elemento perturbador sobreviene que Connolly no había
previsto y habría a priori deplorado: el culto a la violencia. Curiosamente, la
violencia siempre ha fascinado a buen número de intelectuales. Ella pasa de
mano en mano, acompañando las soluciones radicales y absolutistas. ¿Cómo
explicar el gusto por la violencia de Tolstoi, de Bertrand Russell y de tantos
otros que se pretendían pacifistas? Sartre delata su fascinación por la
violencia en una nube estupefaciente de eufemismos: “Cuando la juventud se
enfrenta a la policía, nuestro trabajo consiste en demostrar que la violencia
está del lado de la policía y ayudar fuerte a la juventud para practicar la
violencia”. Pretende que los intelectuales que no se comprometen en la “acción
directa” (es decir la violencia) para defender a los Negros “eran tan culpables
de muerte como si apoyasen a los desencadenantes que mataban (los Panteras
negras), asesinados por la policía y el sistema”.
Los intelectuales se asociaron demasiado a
menudo a la violencia pese a que pudiera ser tenido por una aberración
pasajera. Esta colusión se manifiesta a veces por una franca admiración hacia
“los hombres de acción” que la practicaron. Mussolini encuentra un número
sorprendente de partisanos entre los intelectuales, y no únicamente italianos.
Las campañas electorales de Hitler fueron más fructuosas en el campus de
enseñantes y profesores que en el resto de la población. Muchos intelectuales
afectos a los màs altos escalones jerárquicos del partido nazi participaron de
los abominables excesos de las SS. Los cuatro escuadrones de la muerte
Einsatzgruppen (las fuerzas de choque de la solución final en la Europa del
Este) contaban entre sus oficiales una buena proporción de universitarios.
OttoOllhendorf que comandaba el batallón “D” tenía tres diplomas universitarios
y un doctorado de jurista. Stalin tuvo también en su tiempo legiones de
admiradores eruditos, como Castro, Nasser y Mao Tsé Tung.
La disposición del ánimo hacia la violencia o
a su tolerancia fueron a veces el producto de una deriva típica del
pensamiento. “España”, el poema de Auden sobre la guerra civil, publicado en
marzo de 1937, comporta un verso inmemorable sobre “la aceptación consciente de
la culpabilidad del asesinato necesario”.
A Orwell le gusta el poema pero objeta que no
podía haber sido escrito más que “para que el asesinato fuese al sumo una
palabra”. Auden se defendió argumentando “que en caso de guerra justa, el
asesinato podía llegar a ser necesario en nombre de la justicia”. Suprime
incluso de su texto la palabra “necesario”. Kinsley Martin, que sin embargo
reprobaba la violencia bajo todas sus formas y sirvió en la unidad De la Cruz
Roja cuáquera durante la Primera Guerra Mundial, cometió a veces el error de
defenderla. En 1952, aplaudió el triunfo de Mao en China. Después, alarmado por
los informes que estableciendo que un millón y medio de “enemigos del pueblo”
debían ser eliminados, considera esta posición insensata en las columnas de su
diario New Stateman: “Estas ejecuciones ¿eran realmente necesarias?” Leonard Wolfang, un
redactor del periódico, le obligó a publicar una carta la semana siguiente en
la que le pide aportar algunas precisiones sobre las circunstancias que
justificaban la ejecución “realmente necesarias” de un millón y medio de personas
¡por un gobierno! Martin, evita responde. Pero sus contorsiones para liberarse
del anzuelo al que estaba sometido fueron muy penosas de soportar.
Ciertos intelectuales no vieron en la
violencia una práctica abominable. El caso de Norman Mailer es particularmente
edificante pues se inserta perfectamente en el cuadro de intelectuales que
estudiamos. Único hijo de una familia matriarcal, fue en su partida el centro
de un círculo femenino admirativo. Su madre, Fanny, venía de una familia
holgada, los Schneider, y con sus hermanas dirigía un negocio próspero. Más
tarde, la hermana de Mailer se unió al círculo de sus admiradoras. Mailer fue
un muchacho modelo de Brooklin, tranquilo, bien educado, siempre el primero de
la clase. Fue admitido en Harvard a los dieciséis años y sus progresos fueron
aplaudidos con entusiasmo. Al decir de Beatrices Silverman, “todas las mujeres
de la familia encontraban genial a Norman”. “Fanny no quería que su pequeño
genio se casase”. La palabra “genio” acudía a los labios de Fanny desde que se
cuestionó a su hijo. Ella dijo a los periodistas: “Mi hijo es un genio”. Tarde
o temprano las esposas de Mailer acabaron acusando el penoso “factor Fanny”. La
tercera, Lady Jean Campbell, se quejaba: “Sólo nos falta comer con su madre”. La
cuarta, una actriz rubia que hacía llamarse Beverley Bentley, fue sancionada
severamente por haber hecho comentarios “anti-Fanny”. Sus esposas fueron los
sustitutos adultos del círculo femenino de su infancia. Después de sus
divorcios, Mailer queda bien con todas, salvo una, que dijo “después de un
divorcio la amistad puede comenzar, la vanidad sexual no existe”. Tuvo seis
esposas que le dieron ocho hijos en total. Noriega Church, la sexta, tenía la
misma edad que su hija mayor. Mailer tuvo también muchas aventuras extra
conyugales. Su cuarta esposa le echa en cara: “Cuando yo estaba encinta, él
tenía relación con una azafata. Tres días después de mi vuelta a la casa con el
bebé, él comienza con otra”. Esta progresión de una mujer a otra se asemeja a
la de Bertrand Russell que, como Sartre, vivió en medio de un harem. Pero
Mailer, a despecho de su pasado matriarcal, manifiesta una fuerte inclinación
por el patriarcado. Su primer matrimonio capota cuando su mujer pretende hacer
carrera y Mailer la trata de “mujer prematuramente liberada”. Se queja también
de la tercera: “Lady Jean ha renunciado a diez millones de dólares por
esposarse conmigo pero nunca ha querido preparar mi desayuno”. Se divorcia de
la cuarta cuando ella termina por tener una aventura. Una de sus mujeres afirma
que “Norma no querría incluso oír hablar de una mujer que haya hecho carrera”.
V.S. Pritchett señala en un libro de Mailer en 1971 que el hecho de haber
tenido tantas esposas (no se había entonces esposado todavía con la cuarta)
indicaba “claramente que sólo le interesaba de las mujeres por lo que tenían”.
Mailer tuvo un segundo rasgo común a los
intelectuales: su genio para la publicidad. La promoción de su novela sobre la
guerra, Los Desnudos y los muertos, debida al trabajo reseñable de las ediciones
Rinehart, fue una de las campañas más exitosas del periodo de postguerra. Pero
desde que su libro fue lanzado, Mailer se encarga él mismo de sus relaciones
públicas. Durante treinta años organiza una soberbia publicidad entorno a él,
su trabajo, sus mujeres, sus divorcios, sus querellas o sus posiciones
políticas. Fue el primer intelectual en servirse eficientemente de la
televisión y en entregarse a sus “happenings” memorables y a veces alarmantes.
Comprendió rápidamente que la televisión, más que las palabras, tenía una
insaciable necesidad de acción. Discurre por la ruta abierta por Hemingway y se
convierte en el intelectual más activo. ¿A qué obedecía esta publicidad
intensiva? En primer lugar a hinchar su vanidad y su egoísmo. No subrayó jamás
bastante que las actividades de Tolstoi, Russell y Sartre no eran otra cosa que
superficialidades racionales. No se pueden explicar de manera coherente más que
a través de un deseo de focalizar la atención sobre ellos y sobre la Esperanza
de conseguir dinero. Las tendencias patriarcales de Mailer le costaron muy
caro. En 1979, fue llevado a la justicia por su cuarta esposa. Mailer se
defendió diciendo que no había conseguido los medios para proporcionarse 1.000
dólares por semana. Pagaba ya una pensión de 400 dólares a la quinta y 600 a la
sexta. Tenía, además, 500000 dólares de deuda, debía 185000 a su agente
literario, 80500 de impuestos, y el Estado había grabado su casa con una
hipoteca de 100000 dólares. Todo este choque publicitario fue destinado a
atraer lectores, lo que dio resultado. Para no citar más que un ejemplo, su
largo ensayo, Prisionero del sexo (en el que ataca al feminismo y a las consecuencias de sus escapadas conyugales)
que aparece en Harpers” en marzo de 1971, le permitió vender más ejemplares
que cualquier otra aparición en ese magazine en sus ciento veinte años de
existencia.
Sin embargo el sentido de la publicidad de
Mailer tenía también un objetivo más serio. Trataba de promover un concepto que
se convirtió en el tema dominante de su obra: la necesidad del hombre de
liberarse de las constricciones que inhiben su fuerza. Las gentes bien educadas
identificarían esas inhibiciones de la civilización. Para Yeats, una sociedad
civilizada se definía por “el ejercicio del Imperio sobre sí mismo”. Mailer pone este postulado en cuestión. ¿No
será la violencia una manifestación necesaria? ¿A veces incluso una virtud? Él
llega a esta postura por un camino desviado. En su juventud, fue un agitador
clásico y pronunció por ejemplo dieciocho discursos para sostener la campaña
electoral de Wallace en 1948. La memorable conferencia de Waldorf significó su
ruptura con el partido comunista. Después de lo que sus opiniones políticas
reflejaron a veces sus simpatías por la izquierda liberal, pero no
sistemáticamente. Su trabajo como periodista le conduce a sondear la opinión de
los Negros sobre los valores occidentales. Durante el verano de 1957 publica El
Negro blanco en la
revista Dissent de Irving Howe. Este documento de una gran
importancia da nacimiento a la tesis más influyente de la época de postguerra.
Analiza la “consciencia Hip”, el comportamiento acorde y autoritario de la
juventud negra, explica y justifica lo que él llama su contra cultura. Mailer
arrastra vivamente a los intelectuales blancos progresistas a mantenerse en
esta vía y a interrogarse sobre los numerosos aspectos de la cultura negra
tales como su anti racionalismo, su misticismo, el sentido de su fuerza de
vida, y sobre todo su papel en su violencia. Consideremos, escribe Mailer, el
caso real de los jóvenes Negros que atacaron a muerte al propietario de una
confitería. ¿No presentaba esta violencia un aspecto benéfico? “En el hecho no
se mata únicamente a un viejo hombre afable de cincuenta años sino también a
una institución, se viola la propiedad
privada, se entra en un nuevo informe de la policía, se integra el factor
peligro en la vida”. Si la furia reprimida representa un peligro para la
creatividad, la violencia exteriorizada, descargada, puede ser vista como una
fuerza creativa.
Esta fue la primera tentativa sopesada con
sentido y bien escrita tratando de legitimar la violencia personal de cara a la
violencia “institucional de la sociedad”. Esta hipótesis revela una cólera muy
comprensible en ciertos medios. Howe reconoce que hubiera sido preferible
suprimir el pasaje relativo a la muerte del pastelero. Norman Podhoretz recusa
“estas ideas de una moralidad macabra, de un cinismo ingenuo que prueba a qué
excesos puede llegar la ideología del inframundo”. Pero un gran número de
jóvenes, tanto blancos como negros, no esperaron a este tipo de racionalización
para actuar. El Negro blanco, fue un blanco-icono para los años 1960y 1970.
Confiere una respetabilidad a numerosos comportamientos considerados hasta
entonces como actos superados.
Algunas
licencias, graves y perniciosas, se añadieron así al programa permisivo
propuesto por Cyril Connolly diez años antes.
El mensaje tiene tal impacto que Mailer lo
ilustra por sus propios valores, tanto públicos como privados. El 23 de julio
de 1960 es inculpado por haber participado en una pelea en un puesto de policía
de Princetown y declarado culpable de ebriedad. Vuelve a reincidir el 14 de
noviembre en un club de Broadway. Esta vez es inculpado por “conducta
delictuosa”. Cinco días más tarde, da una gran recepción en su apartamento de
Nueva York para anunciar su candidatura a la alcaldía de Nueva York. Pero al
minuto, completamente ebrio, discute en la calle delante de su casa con
diversos intelectuales, en especial con Jasón Epstein y George Plimpton que
querían simplemente abandonar su fiesta para reunirse entre ambos. A las cuatro
se le ve con el ojo hinchado, los labios inflamados y la camisa manchada de
sangre. Su segunda mujer pintora, Adele Morales, una hispano peruana, le hizo
una escena. Él coge un portaplumas y le clava la espada en el estómago y en la
espalda. Le hace una herida de siete centímetros y medio de profundidad y le
falta poco para morir. Lo que sigue a este incidente es complejo. Adele rehúsa
presentar denuncia y el asunto se termina un año más tarde con una
indemnización y una puesta en libertad vigilada. No manifiesta ningún
remordimiento particular en sus comentarios. Declara en el curso de una
entrevista con Mike Wallace que “para un delincuente juvenil el cuchillo tiene
un enorme significado, es su espada, su virilidad”. Y añade que sería preciso
¡organizar justas anuales entre bandas en Central Park! El 6 de febrero de 1961
es invitado a leer poemas en el centro de poesía de la Asociación de jóvenes
Hebreos y aprovecha la ocasión para deslizar estos versos: “en tanto que
alguien se sirva de la navaja - quedará todavía amor”. Mailer resume su
episodio de violencia en estos términos: “Diez años de cólera me han empujado a
actuar. Después me siento mejor en mi propia piel”.
Mailer trata enseguida de hacer progresar la
contracultura controlándola mejor en público. El Negro blanco inspira a Hippy Jerusalén Rubin que organiza el 2
de Mayo de 1965 una enorme manifestación contra la guerra en Vietnam, en
Berkeley, donde Mailer puso la tribuna. Declara que “la gran sociedad” del
presidente Lyndon Johnson iba a “acampar y a pasar el rato en la mierda”.
Exhorta a 20.000 estudiantes a no contentarse con criticar al presidente. Es
preciso también insultarle colgando su retrato en las paredes con la cabeza
abajo. Abbie Hoffman, que no tardaría en convertirse en el sumo sacerdote de la
contracultura, escucha ese discurso con atención y lo comenta: “Mailer ha
demostrado cómo focalizar el sentimiento de revuelta con eficacia no atacando
sólo las decisiones sino también las tripas de quienes las toman”. Dos años más
tarde, Mailer participa con éxito en la gran marcha sobre el Pentágono
profiriendo obscenidades: “Nosotros vamos a aplastar el vuelo del gobierno,
directamente en el esfínter del Pentágono”. Es arrestado y condenado a treinta
días de prisión (de veinticinco agravados). Cuándo es soltado, declara a los
periodistas: ¿Sabéis, queridos amigos americanos, que hoy mismo, un domingo, se
está quemando el cuerpo y la sangre de Cristo en Vietnam?”. Justifica esta
alusión alegando que, pese a no ser cristiano, se había casado con una
cristiana. Su cuarta esposa cuenta más tarde que cuando ella criticaba a su
madre él la pegaba en el bajo vientre.
Mailer ridiculiza la imagen del hombre de
estado y el buen nombre de sus acciones. En mayo de 1968, en el apogeo de la
agitación estudiantil, un escritor analiza en Village Voice la influencia
ejercida por Mailer: “¿Cómo es posible no comprender a Mailer? Él ha predicado
la revolución antes de convertirse en movimiento, ha tratado a LBJ (el
presidente Johnson) de monstruo cuando los liberales, armados con reglas de
cálculo escribían sus discursos”. Mailer defendía a los negros, la marihuana, a
Cuba, la violencia, el existencialismo… cuando la nueva izquierda no era
todavía más que destellos de malicia a los ojos de C. Whright Mills”. Pero si
está claro que Mailer se basaba en el discurso político, era evidente que no
estaba educado para el debate. Su impacto sobre la vida lotería fue similar.
Sus peleas con sus colegas rivalizaban con las de Ibsen, Tolstoi, Sartre y
Hemingway, e incluso las sobrepasaba. Se querella, entre otros, en privado y en
público, con William Styron, James Jones,Calder Willingham, James Baldwin y Gore Vidal. Estos enfrentamientos,
como los de Hemingway, fueron a menudo violentos. En 1956 se le vio cruzar
golpes en los parterres de flores de la casa de Styron con Bennet Cerf quien
declara: “¡Usted no es editor, usted es un dentista!”. En 1971, los
telespectadores asistieron a un reparto de golpes entre Mailer y Gore Vidal en
una emisión de Dick Cavett. En 1977 en su encuentro tuvieron el siguiente
diálogo; Mailer a Vidal: “Usted tiene aires de judío asqueroso. - Es porque
tiene aires de judío asqueroso”. (Mailer arroja el contenido de su vaso a la
cara de Vidal). La corresponsal del New Yorker en París, Janet Flanner, una mujer distinguida e
inofensiva, participa de un debate televisivo seguido de un intercambio de
bofetadas. La conversación derrapa en una discusión de barrizal entre Mailer y
Vidal sobre la pederastia. Janet interviene:
Flanner:
- ¡Oh! ¡Por el amor del Cielo! (Risas)
Mailer:
- Sé que usted vive en Francia desde hace varios años, pero créame, Janet, ¡es posible penetrar a
una mujer también de otra manera!
Flanner:
- Es lo que yo he querido decir. (Risas)
Cavett:
- Terminaremod la emisión con este apunte tan elegante.
Mailer encarna una mezcla de permisividad y de
violencia que caracteriza a los años 1960 y 1970 y sobrevive milagrosamente a
sus propios bufones.
Otros fueron menos afortunados o menos
resistentes. La mutación del intelectual utopista “al viejo estilo” en nuevo y
hedonista brutal se opera con una velocidad vertiginosa y provoca algunos
accidentes deplorables.
Cuando Cyril Connolly publica su manifiesto en
junio de 1946, Kenneth Peacock Tynan viene a acabar su primer año de estudios
en el colegio Magdalena de Oxford y ya estaba situado en su medio como jefe de
filas de la sociedad intelectual. Cuatro meses más tarde, a principios del
trimestre siguiente, yo tenía el testimonio novicio e intimidado de su llegada
a Magdalen. Contemplé con asombro a este grande y bello hermafrodita de bucles
rubios, pómulos a la Beardsley, tartamudeos elegantes, con vestimenta de color
ciruela, corbata lavanda y anillo heráldico con rubíes. Arrastre mi único
maletero de ruedas reglamentarias hasta la habitación donde él parecía tener
sus posesiones y sus servidores a los que daba órdenes con calma y autoridad.
Una frase me llamó la atención particularmente: “¡Prestad atención a esta caja,
buen hombre, está repleta de camisas caducas!”. No fui yo el único asombrado
por esta elegante prestación. En 1946, Tynan y yo formábamos parte del grupo de
estudiantes que pasaban de la escuela a la universidad. La gran mayoría de los
alumnos volvían de la guerra. Algunos habían sido oficiales y habían asistido o
participado de espantosas carnicerías. Pero ninguno había visto nunca una cosa
semejante. Los fornidos de la guardia real quedaron mudos de asombro. Los
pilotos de los bombarderos que habían matado a millones de personas ensancharon
los ojos. Los tenientes de navío que habían hundido el Bismarck contemplaron este espectáculo alucinante con
estupor.
La historia de este extraño joven había sido
tan extravagante como él (pero se ignoraba todavía en aquella época). Podría
estar influída, no tanto por los anales de los héroes de Magdalen como por los
de Oscar Wilde o Compton Mackenzie, o por un libro de Arnold Bennett? Los
detalles relativos a la vida de Tynan han quedado recogidos consigo por
Kathleen, su segunda esposa, y publicados en una tierna y dolorosa biografía
modelo en su género.
Tynan, nacido en 1927, creció en Birmingham y
frecuentaba su célebre escuela secundaria. Desarrolló completamente, hizo el
papel principal en Hamlet y obtuvo una beca para entrar en Oxford.Se crió como
hijo único, niño mimado, adorado por Rosa y por Peter Tynan. Su padre le dio 20
libras como dinero de bolsillo por quincena, mucho dinero para aquella época.
En realidad, Tynan era hijo ilegítimo y su padre un “número sacro”. Llevaba una
doble vida. Una mitad de la semana se hacía llamar Peter Tynan y vivía en
Birmingham. La otra mitad de la semana era Sir Peter Peackok, juez de paz,
emprendedor próspero, elegido seis veces alcalde de Warrington donde vivía con
una Lady Peacock y muchos chicos Peacock. Allí vestía levita, sombrero alto,
polainas grises y camisas de seda sin mesura. Tynan no descubre la maceta de
rosas hasta 1948, al terminar su estancia en Oxford. Sir Peter muere y la
familia legítima se llena de indignación tratando de reclamar en Warrington a
toda prisa su cuerpo y de impedir que la desolada madre de Tynan asistiese a
los funerales. No era infrecuente que estudiantes de Oxford descubriesen de
pronto que eran hijos ilegítimos. Ese fue el caso de otro pensionado de
Magdalen, el barón Edward Hilton que fue obligado a retirar la mención “Sir” de
su placa. Tynan reaccionó enseguida inventándose que su padre era consejero
financiero de Lloyd George. Pero este descubrimiento le hace daño y escabulle
el nombre de Peacock entre el suyo. Su madre tenía un sentimiento de
culpabilidad por haberle sobre protegido y arruinado, por lo que él la trató
siempre como a una sirviente privilegiada.
Tynan tenía desde siempre la costumbre de dar
órdenes y la actitud del maestro. En Oxford, había vestido como un príncipe de
la época donde el racionamiento era muy estricto. Aparte de su costumbre de
vestir ropa color violeta y camisas con encajes de oro, tenía un abrigo
reversible de seda roja, prendas de ante, un traje verde botella del que él
decía estaba hecho con tela de mesa de billar y calzado de ante verde. Se
inventaba “justo un toque de barniz púrpura sobre el contorno de la boca”.
Renueva su reputación de extravagante estético de Oxford. Durante toda su
estancia, se habla mucho de él en la ciudad. Crea e interpreta piezas, es un
brillante orador, escribe artículos en revistas o las edita, organiza fiestas
sensacionales a las que asisten celebridades londinenses del mundo del
espectáculo (pagando sus shillings la entrada), se rodea de mujeres bonitas y de
profesores admiradores, hace brillar su efigie y vuelve a dar vida a las
páginas del BridesheadRevisted haciendo de ella un best seller.
Contrariamente
a los que fueron sensación en Oxford, Tynan triunfó en todo lo que emprendió en
la vida. Produjo piezas y revistas, jugó con Alex Guiness y, sobre todo, se
impuso rápidamente como periodista más literario más audaz de Londres. Su
divisa era la siguiente: “Escribir herejías, puras herejías”. Fija en su bureau
un eslógan estimulante: “Exasperar, aguijonear, lacerar, provocar tormentas”.
Él sigue sus propios mandatos al pie de la letra. Todo ello le valió
rápidamente una reputación envidiable como el mejor crítico dramático del Evening
Standard, trasuna carta
importante al Observer, el periódico inglés más prestigioso de la época.
Los lectores quedaron tan aturdidos como los estudiantes del Magdalen ante este
fenómeno que parecía conocer todo el ámbito literio y empleaba palabras tales
como famélico, bribón y cretino. Ejerce plenos poderes sobre el teatro
londinense. Unas veces se le respeta, otras se le teme y otras se le odia.
Monta la pieza de Osborne Look Bank ni Ánger que fue un triunfo, y puso en marcha la leyenda del
“joven encolerizado” y presenta a Brecht al público inglés. Tynan hace campaña
por el teatro subvencionado que había probado la eficacia del teatro de Brecht.
Cuándo Inglaterra tuvo su propicio Teatro nacional, fue nombrado director
literario desde 1963 a 1973 enriqueciendo el repertorio de obras cosmopolitas.
Alrededor de setenta y nueve piezas representadas bajo su mandato, la mitad
tuvieron éxito. Un récord reseñable. Tynan se hizo igualmente célebre en
Estados Unidos gracias a las críticas elogiosas que aparecieron en el New
Yorker de 1958 a 1960. Pero las
actividades de Tynan tenían un objetivo más serio. Cómo Connolly y de una manera un tanto
confusa, asocia el hedonismo y la permisividad en el socialismo. Aporta su
contribución al manifiesto de los “Angries” y precisa sus intenciones en su Declaration (1957): el arte debe “tomar parte, comprometerse” y
el socialismo debe significar “la progresión hacia el placer”, ser una
“afirmación internacional alegre” (en esta época la palabra “gay” no estaba
todavía asociada a la homosexualidad). Le Nègre Blanc de Mailer fue publicado el mismo año y este libro
contribuyó a romper las inhibiciones lingüísticas en la escena como en otras
partes tiempo. En Inglaterra, Tynan más que nadie destruye el viejo sistema de
censura oficial y no oficial. Sus esfuerzos fueron puntuados como actitudes de
posición política tradicionales pero añadiendo elementos más permisivos. En
1960 introdujo la palabra “mierda” en el
vocabulario del Observer. El año siguiente organiza una manifestación
procastrista en Hayd Park animada por una multitud de jovencitas. El 13 de
noviembre de 1965, acomete su obra maestra de publicidad personal pronunciando
la palabra “fuck” en una emisión televisiva satírica de la BBC en una hora
tardía. Esta audacia calculada hizo de él el hombre más célebre del país. El 17
de julio de 1969 puso en escena ¡Oh Calcuta! que los comediantes escenificaron completamente
desnudos. Dio la vuelta al mundo y reportó 360 millones de dólares.
Pero Tynan no se contenta con aniquilar toda
censura. Se destruye también a sí mismo. Muere en 1980 de un enfisema, debido a
los pecados del tabaco transmitidos a sus débiles bronquios por su padre. Pero
también se inmola en el altar del sexo. Tynan fue un obseso sexual precoz.
Declara que se masturbaba desde la edad de once años y alababa a menudo los
juegos de esta actividad. Hacia el fin de su vida, se define a sí mismo como un
tynanosaurus
homo masturbans, una especie,
según él, en vía de desaparición. Cuando era apenas un adolescente logró
hacerse con una colección de revistas pornográficas, lo que no debió ser fácil
en tiempos de guerra en Birmingham. Cuando interpreta Hamlet
en la escuela, mueve a James Ágata, crítico
influyente y homosexual notable, a escribir sobre su espectáculo. Agate,
seducido, invita al joven a su apartamento de Londres. Pone su mano sobre su
rodilla y le pregunta: “¿Seriáis homo, mi muchacho?” “Creo que no”, respondió
Tynan. “Ah, bueno, tanto peor nos obligaremos”. Tynan dice la verdad. Gustaba
mucho de llevar para la ocasión vestimenta femenina, sabía que se le podría
tomar por homosexual pero no lo desmentía nunca, persuadido de que esa
reputación facilitaba su aproximación a las mujeres. Pero jamás tuvo una
relación homosexual. “¡Jamás. Ni incluso, el más mínimo contacto!”, afirma. Por
el contrario, manifiesta mucho interés
por el saxo masoquismo. Agate, habiéndolo descubierto, da a Tynan la llave de
su rica colección pornográfica y termina corrompiéndole.
Tynan nunca se tomó la molestia de esconder
sus inclinaciones e incluso a veces las proclama. Anuncia en el curso de una
conferencia en la Oxford Unión “Mi tema será el siguiente: el látigo en el
crepúsculo”. En Oxford tuvo un gran número de aventuras. Pide generalmente a sus
conquistas que le ofrezcan sus calzoncillos que él suspendería en los látigos
que decoraban sus paredes. Amaba a las judías voluptuosas, sobre todo a los que
habían tenido un padre severo que le administrase castigos corporales. Explica
a una de ellas que la palabra “castigo” tenía “una considerable dosis
victoriana de venganza”, que la palabra “azotaina” era igualmente muy potente y
se adaptaba a las correcciones a escolares infantiles (…), que el látigo
simboliza el sexo y la belleza, y el cual siempre una oferta”. No esperaba de
sus esposas otra cosa que no fueran estas prácticas asociadas para él al pecado
y al jolgorio perverso de la culpabilidad. Pero desde que ejerce poder en el
teatro, no tiene ninguna dificultad para encontrar comediantes sin trabajo que
aceptasen participar en sus juegos eróticos a cambio de su ayuda.
Las mujeres parecían menos dispuestas a
lamentarse más de su sadismo relativamente moderado que de su vanidad y de su
despotismo. Una joven le deja cuando se da cuenta al entrar en un restaurante
que entraba todos sus esfuerzos en
mirarse en un espejo. Al decir de otra de sus conquistas: “En el mismo momento
que le dejes, sales de su cabeza”. Tynan trata a las mujeres como a objetos.
Pero por otro lado era encantador, podía mostrarse sensible y comprensivo. Pero
esperaba de las mujeres que girasen en torno a los hombres como lunas alrededor
de un planeta. Su primera esposa, Elaine Dundy, tenía ambiciones personales y
terminó escribiendo una novela de calidad. Cyril Connolly, a quien alguien le
pregunta si le parecía buena, responde: “No lo creo. Se trata de una que busca
demostrar que existe”.
Hace a Elaine Dundy escenas de una violencia
inusitada. En su menage, derrama
lágrimas y gritos del estilo: “¡Te voy a matar, puta!”. Mailer, experto en
escenas conyugales, otorga a Tynan una excelente nota: “Ellos se intercambian
golpes que les dejan aturdidos, que invitan a aplaudir como en un combate de
boxeo de profesionales”. Tynan exige a su esposa una lealtad total reservándose
el derecho de ser infiel. Pero un día, al volver de estar con su amante, se
encuentra en el apartamento de Londres a su primera mujer en la cocina, en
compañía de un poeta completamente desnudo que Tynan conocía, un productor de
la BBC. Furioso, busca la vestimenta del poeta en el dormitorio, la coge y la
mete en la caja del ascensor. Pero en general era menos valeroso.
Después de haberse divorciado de la primera
mujer, hace de Kathleen Gates su segunda esposa, que deja a su marido y se va a
vivir con él. Cuando su esposo la encuentra con Tynan y fuerza la puerta de
entrada, corre a ocultarse detrás del canapé. Más tarde, el marido sorprende a
Kathleen y a Tynan delante de la casa de la madre de la joven, en Hamstead.
Unos penachos de cabello de Tynan, en ese momento rubio grisáceo, caen durante
la pelea antes de que pudiese ir al abrigo de la casa. Su segunda esposa
cuenta: “Ken y yo, estamos escondidos en casa de mi madre, y hemos esperado a
la noche para escabullirnos fuera. En la carretera Ken me asegura que nos está
siguiendo y salta a un contenedor de basura”. Tynan sin duda recordaba esa
reminiscencia de la obra de teatro de Beckett.
El segundo matrimonio no es más dichoso que el
primero y por la misma razón. Tynan exige una total libertad sexual para él,
una fidelidad absoluta de su mujer mientras mantiene una relación permanente
con una actriz sin trabajo con la que se entrega a sus fantasmas
sadomasoquistas. Él se viste de mujer y su amante de hombre y a veces invita a
prostitutas a que participen de sus fiestas. Anuncia a Kathleen su intención de
liberarse con esas sesiones dos veces por semana, “aunque ella no sea ni
razonable, ni gentil, ni amistosa (…). Es mi elección, mi cosa, mi deseo (…) Es
francamente ridículo y ligeramente obsceno. Pero me agita, me sacude como una
infección y tiemblo hasta que pasa la crisis”.
El asunto se hace más grave cuando Tynan
decide renunciar a su carrera para hacerse pornógrafo sin recursos ni porvenir.
Desde 1958, anota en su plan: “Escribir piezas. Libros pornográficos. Escribir
una autobiografía”. En 1964, toma contacto con la revista Play
Boy, lacual, curiosamente,
rehúsa el material erótico que propone. Podría decirse que Tynan, envalentonado
por el éxito formidable de Oh! Calcutta! piensa con demasiado optimismo hacer de la
pornografía un arte que pudiese ser tomado en serio. A principios de los años
1970, intenta convencer a cierto número de escritores célebres escribir sobre
los fantasmas ligados a sus masturbaciones y hacer de ello una antología.
Recibe una gran número de negativas humillantes, de parte de Nabokov, de Graham
Greene, Beckett y Mailer, entre otros. Aparte de este fracaso, intenta producir
un film pornográfico este proyecto nunca
vio el día pues Tynan no consiguió los fondos necesarios. Contraria mente a la
mayor parte de los intelectuales Tynan no era avaro y bien al contrario, como
Sartre, gastaba sin contar. En la muerte de su madre, hereda una coqueta legada
por el viejo Sur Peter y la dilapida en cuanto puede. Deja el Teatro nacional
con una indemnización irrisoria. Los contratos que firma por Oh!
Calcutta! erantan
desconsiderados que apenas percibe 250.000 dólares por una revista que tuvo un
inmenso éxito. Pasa los últimos años de su vida intentando reunir fondos para
un proyecto que sus amigos más avisados consideraban repugnante o desesperado.
Y Tynan empieza a dudar de sí mismo. Escribe a Kathleen, de Provence: “Me
pregunto qué hago rumiando la pornografía. Es francamente vergonzoso”. En Saint
Tropez sueña una joven desnuda, espolvoreada y cubierta de excrementos, con los
cabellos cortados, chinches en la cabeza y anota: “Desde que me despierto
horrorizado, los perros del hotel empiezan a ladrar, como hacen cuando pasa el
rey de los demonios invisible para el hombre”. Los últimos años de Tynan fueron
el siniestrado contrapunto de su obsesión sexual y de su debilidad psíquica. El
relato que hace su viuda, de una lectura angustiosa para quienes lo conocieron
y admirado como hombre, recuerda la metáfora impresionante de Shakespeare, “un
gasto del espíritu desperdiciado por la vergüenza”.
El caso del cineasta Rainero Werner
Fassbinder, puede ser el mejor dotado que ha producido Alemania, y aún más
asombroso, pues la violencia se alía más allá de la laxitud. Este muchacho de
hecho nace en Baviera el 31 de mayo de 1945, después del suicidio de Hitler con
todas sus repercusiones. Se beneficia y es víctima de las nuevas libertades
defendidas por Connolly, Mailer y Tynan. El cine alemán de los años 1920 domina el mundo. El advenimiento de los nazis
provoca una fuga de los principales talentos de los que Hollywood recoge los
frutos. Cuando el régimen nazi colapsa, las autoridades americanas de ocupación
trasplantan el cine de Hollywood a terreno alemán. En 1962, el Oberhausen
Manifesto, una
declaración de independencia cinematográfica, firmado por veintiséis guionistas
y directores alemanes, pone fin a este episodio. Fassbinder deja la escuela dos
años más tarde. A los veintiún años, había hecho dos cortometrajes y creado su
cooperativa de producción “El Antiteatro”. El mundo de las artes vivía en la
época a la sombra de Brecht y de su primera creación de la Opera
de quat’ sous. Fassbinder
interpreta el papel de Mackie-le-Surineur. El Antiteatro, igualitario en
teoría, se manifiesta en la práctica como estructura tiránica. Fassbinder se
comporta como un déspota “como Louis XIV en Versalles”. Se sirve de esta
estructura para hacer su primer film de éxito, El Amor más frío
que la muerte, montado en
veinticuatro horas en abril de 1969.
Fassbinder se convirtió en jefe de filas y
símbolo del cine de la era la isla en tiempo récord. Su autoridad y su rapidez
de ejecución le permitieron hacer filas económicos y de gran calidad. Las
críticas fueron rápidamente muy elogiosas. Sin embargo debió esperar a la
salida de El miedo devora el alma (1974) para conseguir un nivel apreciable en caja.
Pero ya estaba en sus veinte años y un film. A partir de noviembre de 1969,
logra nueve metrajes en doce meses. Los 470 planes del Mercado
de las cuatro estaciones (1971)
los consiguió llevar a cabo en doce días obteniendo un éxito comercial saludado
con calor por los críticos. A lis treinta y siete años, contaba con 43 films en
su activo, realizados a razón de un film cada cien días, a lo largo de treinta
años. Nunca cogió vacaciones, su equipo trabajaba sin descanso, incluso los
domingos. Este fanático de la autodisciplina tenía como divisa: “Dormiré
bastante bien cuando esté muerto”.
Esta prodigiosa producción fue fruto del
egoísmo y del abuso de poner la carne de gallina. Su padre era médico. Éste
deja la casa cuando Fassbinder tiene seis años, abandona la medicina para
hacerse poeta y se gana la vida explotando pequeñas propiedades baratas. Su
madre, comediante, interviene a veces en sus films. Después del divorcio, se
amancebando con un autor de novelas. Fassbinder vive su infancia y su
adolescencia en plena bohemia literaria, en una atmósfera de inseguridad, de
amoralidad y de irresponsabilidad. Es muy creativo y escribe novelas y
canciones. A los quince años ayuda a su padre a cobrar el alquiler de sus
chozas. Cuando anuncia a su padre que estaba enamorado del hijo del panadero,
reacciona de una manera típicamente alemana: “Si te quieres acostar con los
hombres, por lo menos podrías escoger un universitario”.
Fassbinder persigue con una tenacidad
infatigable uno de los tres temas de la cultura de los años 1960, la
explotación sin inhibición del sexo para el placer. Su demanda insaciable crece
al mismo ritmo que su poder sobre el cine y el teatro. La mayor parte de sus
relaciones fueron masculinas. Algunas era de casados, con hijos, lo que daba
lugar a escenas angustiosas familiares. Sus pulsiones sadomasoquistas y
extremas se manifestaron pronto. Se sentía atraído por hombres de la clase
obrera a los que hacía sus actores y amantes. Uno de entre ellos, al que
llamaba “mi negro bávaro”, era especialista en accidentes de coches de lujo.
Otro, un prostituto norteafricano un poco asesino dio algunos sustos a
Fassbinder y a sus socios un tercero, un panadero al que hizo actor, se
suicidó. Pero Fassbinder se interesa también por las mujeres y vislumbraba
“fundar una familia tradicional” de tipo patriarcal. Con las mujeres se
comporta como propietario, gusta dominar las. Al principio de su carrera,
necesita recaudadores de dinero de sus films y utiliza empleados del servicio
de inmigración para reclutar a “sus anfitriones trabajadores” como les llamaban
los alemanes. En 1970, se casa con Ingrid Caven, una actriz que creyó poder
convertirse a la heterosexualidad. Pero la ceremonia de la boda se tornó en
orgía. La casada encuentra la puerta de su habitación cerrada y el valet de la habitación en su cama con su
marido. Después del divorcio, Fassbinder se esposa enseguida con la productora
de uno de sus films, Julien Lorenz, y continúa ostensiblemente su búsqueda en
los bares, hoteles y burdeles. Pero luego también, curiosamente, pide a su
mujer que le sea fiel.En el curso de una proyección de Berlín
Alexanderplatz (1980),
descubre que ella había pasado la noche con un electricista, le hace una escena
de celos y la trata de puta. Julien rompe su certificado de matrimonio y le
deja los trozos a su vista.
Los films y el modo de vida de vida de
Fassbinder estuvieron marcados por la violencia, el segundo gran tema de la
nueva cultura. En su juventud, Fassbinder parece haber tenido relación con
Andreas Baader que participó en la creación de un grupo de terroristas notables
en Alemania del Oeste, y con Horst Sohnlein, el incendiario de la banda
Baader-Meinhof.Según su amigo, el actor Harry Baer, Fassbinder había estado
tentado por el terrorismo, pero estimaba que sería màs útil “para la causa”
haciendo films “en la clandestinidad”. Cuando Baader y miembros de la banda se
suicidan en la prisión de Stammheim, en octubre de 1977, Fassbinder, furibundo,
proclama: “Han sido asesinadlos nuestros amigos”. En el film La
Tercera Generación (1979), que
sigue estos acontecimientos, el da su versión: el terrorismo había sido
explotado por las autoridades a fin de restablecer la dictadura en Alemania.
Esta declaración desata la cólera. En Hamburgo, un matón noquea al
proteccionista del cine y destruye el film. En Francfort, jóvenes lanzan bombas
lacrimógenas en un cine que le programa. Fassbinder que se beneficia
generalmente de subvenciones del Estado, otro signo de la época, hacía con sus
propios fondos testimonios de amor o de odio.
En esta época, bucea en el tercer tema de la
nueva cultura, la droga. La tolerancia acerca de las drogas estaba siempre
implícita en esta sociedad laxista, y especialmente en los medios hippies. En
los años 1960, los intelectuales adquirieron la costumbre de firmar las
peticiones en favor de la liberalización de las leyes relativas a la droga. En
su juventud, Fassbinder gana dinero pasa la frontera al volante de vehículos
robados. No parece haber estado implicado en historias de droga en esa época
pero, por supuesto, frecuenta los medios más complicados.
Como Brecht se inventa un uniforme adecuado:
pantalones rotos con vuelta, camisa a cuadros, zapatos barnizados con escamas y
barba fina de loco. Fumaba un centenar de cigarrillos al día e ingería una gran
cantidad de alimentos. En la treintena, comienza a parecerse a una rana
hinchada. Él proclama entonces que “para protegerse, el único medio eficaz era
hacerse horrible… una monstruosa muralla contra toda forma de afecto”. Y el
objetivo ser también enorme. En Estados Unidos, bebía media motel la de bourbon
Jim Beam al día, a veces más, y cuando decidía irse a dormir se valía de una
gran cantidad de somníferos del tipo Mandrax. No parece haberse dado a las
drogas duras antes de los treinta y un años, la época en que se proyecta La
Ruleta china (1976). Pero
prueba un día la cocaína y se convence de su poder creativo y se decide a
consumirla regularmente aumentando más y más las dosis. Durante la proyección
de Bolswiser (1977), obliga a uno de sus actores a hacer su papel drogado.
La situación no hace más que empeorar. En
febrero de 1982, consigue el Oso de Oro del festival de Berlin. Confía en hacer
triplete con la Palma de Oro de Cannes y el León de Oro de Venecia. Pero Cannes
no le otorga el premio. Destinado 20.000 marcos a comprar cocaína y cede los
derechos de distribución de su próximo film para estar seguro de procurarse
otro. Tuvo bruscos abscesos de agresividad con las mujeres. Cuando estaba
bebido o drogado, enfurecía y sin motivo daba patadas en las tibias de su
script. El 31 de mayo, en el curso de una fiesta dada por su aniversario, da un
enorme sexo de plástico a Ingrid, su anciana esposa, diciéndole que eso le
proporcionaría placer por un momento. Continúa dando entrevistas y trabajando
pero su consumo de droga, de alcohol y de somníferos aumenta constantemente. El
10 de junio por la mañana, Juliane Lorenz le encuentra muerto en su cama, con
la televisión encendida. Un simulacro de funeral tiene lugar. Pero el círculo
estaba vacío pues la policía exige una autopsia para saber si había muerto
drogado. La moral de la historia es tan simple y absoluta que es inútil
esperar. Para honrar al artista difundo se le moldea una máscara mortuoria,
como la de Goethe o Beethoven. En septiembre, en el festival de Venecia, copias
piratas de este macabro objeto circulan de mesa en mesa por los cafés de la
plaza de San Marco.
Se puede considerar que Tynan y Fassbinder son
víctimas de su culto al hedonismo. Otros cayeron en nombre de la legitimidad de
la violencia, como James Baldwin (1924-1988), el más sensible y más pujante de
los escritores negros americanos del siglo XX. Hubiera podido vivir feliz,
haber tenido una vida completa pues sus cualidades y su éxito fueron
considerables. Pero el nuevo clima de su tiempo le hizo un hombre profundamente
desgraciado, estaba persuadido de que el mensaje de su obra debía ser el odio.
Lanzó este mensaje con cólera y entusiasmo y pagó esta extraña paradoja. Los
intelectuales que debieran enseñar a los hombres y a las mujeres a fiarse de su
razón, les incitan generalmente a entregarse a sus emociones. En lugar de
exhortarles a reconciliarse con la humanidad, les empujan al recurso de la
fuerza.
El relato de Baldwin relativo a su infancia es
poco fiable por razones sobre las que hablaremos más adelante. Pero en cuanto al
trabajo de su biografía, Fern María Eckman, y otras fuentes diversas, es
posible hacer un resume bastante preciso.
Baldwin nace en los años 1920 en el Harlem, y
ha conocido en su infancia las privaciones. Era el mayor de ocho hijos y su
madre no se casa hasta que él tiene tres años. Su abuelo fue esclavo en
Lousiana, su padrastro, un predicador dominical, un “Holly Roller”, que entre
la semana rellenaba botellas por un salario miserable. A pesar de la pobreza de
la familia, Baldwin fue bien educado. Después a su madre se la veía siempre con
un hermano pequeño o una hermana pequeña en sus brazos y un libro. El primero
que leyó y releyó es La cabaña del tío Tom que tuvo sobre su obra una influencia sorprendente
a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Sus padres reconocieron sus dones y los
fomentaron y no fueron sólo ellos quienes lo hicieron. Durante los años 1920 y
1930 el sentimiento de fracaso y de consciencia racial no se hace sentir
todavía en las escuelas de Harlem. Si los Negros trabajaban bien, se pensaba
que podían tener éxito en la vida y la pobreza nunca era una excusa para no
aprender. El nivel escolar era elevado y los chicos seguían o eran castigados.
Baldwin creció en esta atmósfera estudiosa. Gertrude Ayer, la excelente
directora de la escuela comunal 24, en la época la única directora negra de
Nueva York, y su maestra de escuela, Orilla Millar, la empujaron a escribir. Su
primera novela apareció en Douglas Pilote, el diario de la escuela secundaria Frederick
Douglas Junior, y fue editado más adelante. Tenía sólo trece años. Fue ayudada
por dos enseñantes negros excepcionales, Herman Porter, y el poeta Countee
Cullen, que le enseñó francés. En la adolescencia escribió dos textos de una
gracia extraordinaria y sus progresos fueron notables. Un año después de haber dejado la escuela,
escribe un artículo en la gaceta y rinde homenaje al espíritu de camaradería, a
la buena voluntad reinante haciendo uno de los mejores establecimientos
secundarios del país. No contento de ser un escritor cumplido desde su
adolescencia, fue igualmente un predicador sin par, “muy hot”.
Fue admirado, esforzado y tratado con consideración
por sus mayores. Frecuentó enseguida un célebre pensionado neoyorquino del
Bronx, la De Witt Clinton Higini School, de donde salieron, entre otros, Paul
Gallico, Paddy Chayedvsky, Jerome Weideman y Richart Avedon. Todavía allí fue
protegido por profesores de primer orden que hicieron todo lo posible por que
salieran a relucir sus talentos evidentes. Sus obras fueron publicadas en el
soberbio magazine de la escuela, The Magpir, igualmente editados enseguida.
Sus últimos artículos en el The
Magpie indican que había perdido
la fe. Se retira De la Iglesia, se hace portero, mozo de ascensor, trabaja en
una cantera de construcción de New Jersey y escribe por la noche, siempre
animado por sus mayores blancos y negros. A Richart Wright, el escritor negro
más célebre de esta época, se le otorga el premio Eugenésico F. Saltón Memorial
Trust que le permite pagarse su viaje a París. Sus obras aparecen en Nation
y en el New Leader. Su ascensión no fue sensacional pero sí constante
y metódica. Los que le conocieron testimoniaron su asiduidad al trabajo, su
seriedad, su devoción por su familia a la que envía todo el dinero que podía
economizar. Tenía el aire del ser feliz. En 1948, con la aparición notable de
su artículo “El ghetto del Harlem” merece el juicio mensual intelectual del Commentary. Numerosos lectores le enviaron dinero para
ayudarle a completar sus obras de novela. Una donación de Marlon Brando le
permite terminar su novela sobre la vida religiosa en Harlem, Go
Tell it no the Mountain, que
fue editada en 1953 y muy aplaudida. Lleva la existencia de un intelectual
cosmopolita, vive en Harlem, en Greenwich Village! En París en la ribera
izquierda, evita totalmente a la burguesía negra e ignora el Sur. El problema
negro no era su preocupación principal. Leyendo sus primeras y mejores obras,
es imposible adivinar que Baldwin fuese negro. Era partidario de la integración
en su vida como en su trabajo y sus mejores ensayos publicados en Commentary, una publicación militante de la integración, lo
testimonia. Norman Podhoretz, su editor, declara más tarde: “Baldwin era un
intelectual negro de la misma manera que nosotros éramos intelectuales judíos”.
Pero a partir de 1955,
Baldwin siente la necesidad de un nuevo clima intelectual, de un lado laxista,
de otro sembrador de odio. Él era o creía ser heterosexual. Su segunda novela, La
Chambre de Giovanni (1956), trata
de este asunto. Su editor le evita y se ve obligado a buscar otro, el cual
(estaba persuadido) le ofrecía poco dinero. Esta experiencia le llena de rabia
contra los editores americanos. Además, se da cuenta de que su cólera es de
actualidad. Entendiendo que la suya es legítima y va contra personas e
instituciones que antes respetaba, la desvía incluso contra Richard Wright y
otros Negros que le habían ayudado. Baldwin se hace portador entonces de
juicios colectivos sobre la raza blanca y remodela por completo su historia
personal en gran parte inconscientemente. Baldwin a partir de ese día se
comporta como intelectual. Sus escritos autobiográficos se convirtieron peligrosamente en mentiras a
pesar de su apariencia francamente exhibicionista. Descubre que había sido un
niño desgraciado. Que su padre le había dicho que era el chico más feo que
había visto jamás, tan horrible como el hijo del diablo. Escribe a su padre:
“No recuerdo que durante todos estos años ninguna de sus hijos haya sido
dichoso al verle entrar en la casa”. Afirma que a la muerte de su padre, oyó a
su madre suspirar: “Soy una viuda de cuarenta y un años, madre de ocho
muchachos que nunca he querido”. Se persuade de que él había sido tratado
salvajemente en la escuela y hace una descripción terroríficamente de la
escuela superior Frederick Douglas Junior. Cuando vuelve a visitarla en 1963,
declara a sus alumnos: “Los blancos están convencidos de que el negro es aquí
feliz. Nuestro trabajo consiste en no hacerlo creer ni un segundo más”. Richart
Avedon, su contemporáneo, recusa enérgicamente esta afirmación. Baldwin dice de
su profesor de inglés que le había ayudado: “Entre nosotros, esto era el odio”. Ataca violentamente los libros que en otro tiempo
había adorado, principalmente La cabaña del
tío Tom y las aspiraciones
integracionistas de la burguesía negra. Investiga sobre el Sud y a finales de
los años 1950 se adhiere al movimiento de Defensa de los derechos civiles, dos
fenómenos que había ignorado por completo hasta entonces. Pero no se interesa
en absoluto por la estrategia de Gandhi y de Martin Lutero Kingston. No hace
caso de ningún intelectual negro ni de razonamientos como los de Bayard Rustin
que trata el problema de la igualdad de manera estrictamente racional. En el
clima general generado por Mailer con su Negro blanco, Baldwin juega con vehemencia creciente la carta
emocional y ataca incluso a Mailer declarando que prefiere frecuentar a un
blanco racismo que a un liberal, porque al menos él sabía dónde metía los pies.
Pero en verdad, Baldwin pasa la mayor parte de
su tiempo con Blancos liberales, tanto en América como en Europa y nada le
complace más y más duraderamente que la hospitalidad de Blancos liberales. Fiel
a la buena tradición de Rousseau, hace de su placer un favor principesco
aceptando sus invitaciones. En su biógrafo Fern Eckman escribe en 1968: “Cuando
era presa de los dolores de la creación, Baldwin pasaba de una casa a otra,
como un rey medieval viajando en su reino, honrando a los individuos del favor
real otorgándoles el privilegio de recibirle y servirle”. Invitaba a sus amigos
en hoteles, transformaba sus casa en club abierto a todos. Después se iba con
cualquier pretexto (como le dijo a uno de ellos) que “la casa era una verdadera
plaza pública”. Uno de los anfitriones declara con más respeto de admiración
que de cólera: “Tener a Jimmy en casa, no es recibir a un invitado sino
entretener a una caravana”. Además, siembra el odio, pero recoge servilismo.
Curiosa e inquietante similitud con Rousseau.
Su odio fue largamente repartido y los Blancos
liberales se llevaron la mayor parte. Uno de ellos se lamentaba: “Tan liberado
como se piensa es, Jimmy os hace sentir que todavía tenéis un poco de tío Tom”.
A principio de los años 1960, Podhoretz, su editor, pide a Baldwin que haga un
estudio sobre la nueva violencia negra predicada por Malcom X y sus Blancos
musulmanes y le propone publicarla en Commentary. Baldwin hace ese trabajo pero vende el reportaje
al New Yorker que le ofrece mucho más dinero. Acompaña a su relato experiencias de
jóvenes que aparecieron enseguida en su libro titulado La
Próxima Vez el fuego. Durante
cuarenta y unas semanas consecutivas, figura en un buen puesto en la lista de
los best-sellers americanos y es
traducido en el mundo entero. A este respecto,
optó por la deriva lógica del Negro Blanco de Mailer que no hubiera podido existir sin él.
Pero esta obra tuvo mucho mayor influencia tanto en Estados Unidos como en
otras partes. Pues esta exposición sobre el racionalismo negro con base racial
era la obra de un intelectual negro que utilizaba las convenciones literarias y
los discursos de la cultura occidental. Tratado así el asunto respalda un nuevo
tipo de racismo asímétrico, pues ningún intelectual blanco no había llegado a
pretender que todos los blancos odiasen a los Negros, y aún menos habían
justificado este odio. Baldwin afirma que ¡todos los Negros odiaban a los
Blancos y tenían razón para odiarles! Confiere pues una respetabilidad
intelectual a una nueva forma de racismo negro que rápidamente adquirió una
extensión que fue adoptada por las comunidades negras del mundo entero.
¿Creía Baldwin realmente en la ineluctabilidad
del racismo negro y en el abismo infranqueable que separaba a las dos razas? Es
posible dudarlo. El joven James Baldwin habría reprobado severamente este conflicto
en contradicción con sus experiencias reales. Y eso ocurre porque el viejo
Baldwin se vio obligado a falsificar su historia personal. Los veinte últimos
años de su vida reposaron sobre una mentira o por lo menos sobre una confusión
culpable. Él vivía la mayor parte del tiempo en el extranjero, a diferencia de
sus combates. Su trabajo termina siendo consumido por el fuego que le alumbraba
a él mismo y deja de ser eficaz. Pero el espíritu de La
Próxima Vez el fuego sobrevive
y refuerza el mensaje de los Damnificados de
la Tierra de Frantz
Fanon y su polémica delirante. Baldwin promueve la retórica sartriana que
sostenía que la violencia era un derecho legítimo de los que eran víctimas de
una iniquidad moral por razón de su raza o de su clase social.
Llegamos ahora a un torneado crucial de la
vida del intelectual: su actitud a propósito de la violencia. La mayor parte de
los intelectuales seculares, pacifistas o no, cayeron en el ilogismo o en la
pura incoherencia. Debieron renunciar tanto en la teoría como en la lógica a la
violencia pues ella era la antítesis del método racional para resolver los
problemas. Pero en la práctica, de vez en cuando, los intelectuales avalaban
“el síndrome de la muerte necesaria” o la aprobaban por simpatía hacia quienes
la usaban. Ciertos intelectuales confrontados a la violencia practicada por los
que deseaban defenderla, se servían de una transferencia ingeniosa para hacer
recaer la responsabilidad moral sobre sus adversarios.
Noam Chomsky, el filósofo lingüista, escogía
esta técnica. A este respecto él fue más un utopista clásico que un hedonista.
Nacido en Filadenfia en diciembre de 1928 rápidamente se convirtió en
economista eminente y enseñó en gran número de universidades reputadas, como el
Instituto de tecnología de Massachussets, de Colombia, de Princeton, de
Harvard, etc. En 1957, el año en que Mailer publica El Negro Blanco Chomsky produce una obra magistral, Structuressyntaxiques.
Su trabajo, extremadamente original pasa en aquella
época por una construcción decisiva a los viejos debates sobre la adquisición
de conocimientos y una respuesta pertinente a la cuestión propuesta por
Bertrand Russell: “Cómo los seres humanos, cuyos contactos con el mundo son
breves, personales y limitados, son sin embargo capaces de saber tanto”.
Dos explicaciones se oponen. Primera
hipótesis: los hombres nacen con ideas y como escribe Platón en El
banquete, “hay en el
hombre que no sabe, verdaderas opiniones que conciernen a lo que no sabe”. Los
contenidos más importantes del espíritu estarían ahí, desde el principio, si
bien la estimulación externa o la experiencia sacudiendo los sentidos sean
necesarias para aportar ese conocimiento a la consciencia. Para Descartes, este
saber es más digno de confianza que el otro, y todos los hombres nacen con un
contenido residual de ese saber. Pero sólo el que se refleja rinde cuentas de
esta potencialidad. La mayor parte de los filósofos europeos adoptaron más o
menos este punto de vista.
Hipótesis opuesta: la de la tradición empírica
anglosajona de Locke, Berkeley y Hume, que sostienen que las características
empíricas son hereditarias pero el espíritu, en el nacimiento, es una tabla
rasa. En este caso, las
características mentales se adquieren todas por la experiencia. Estas opiniones
son generalmente seguidas en Inglaterra, en los Estados Unidos y en los países
de cultura similar.
El estudio de Chomsky sobre la sintaxis, el
principio que gobierna los ensamblajes de las palabras o sonidos para formar frases,
le lleva a descubrir lo que él llama “la lingüística universal”. Según él, las
lenguas habladas en el mundo son mucho menos diferentes de lo que parecen a
primera vista y todas pertenecen a una universalidad que determina la
estructura jerárquica de las frases. Todas las lenguas que estudia Chomsky y
más tarde sus adeptos, se conforman con este esquema. Según Chomsky, estas
reglas invariables de sintaxis intuitiva son tan profundamente ancladas en la
consciencia humana que no pueden resultar más que de una herencia genética.
Nuestra aptitud al usar la lengua sería más innata que adquirida. Puede que la
interpretación de este dato lingüístico sea incorrecto. Pero como es la única
explicación plausible producida hasta ahora, se ancla firmemente en el espíritu
del campo cartesiano “continental”.
Este postulado aumenta una excitación
intelectual considerable tanto en los medios académicos como en otras partes.
Ello le valió a Chomsky una celebridad comparable a la de Russell por su
trabajo sobre los principios matemáticos, o la de Sartre que hizo popular el
existencialismo. Este tipo de notoriedad, para los que la han adquirido porque
dominan su propia disciplina, induce a la tentación de usar este capital como
trampolín cómodo para imponer sus opiniones. Russell y Sartre, como Chomsky,
sucumbieron a esta tentación. En el curso de los años 1960, la política
americana en Vietnam y la extrema violencia que fue aplicada provocaron una
agitación creciente entre los intelectuales del Oeste y especialmente en América.
En una época en que los intelectuales admitían
el recurso a la violencia en nombre de la igualdad racial y la erradicación del
colonialismo, en la que incluso aceptaban la existencia de grupos terroristas,
¿no era paradójica esta reacción? ¿No encontraron repugnante la violencia
cuando ella era practicada por un gobierno democrático que deseaba proteger
tres pequeños territorios de la ocupación e instauración de un régimen
totalitario? No existe ningún medio lógico de resolver esta paradoja. Los intelectuales
insurgentes contra la “violencia institucional” justificaron la violencia
individual (y sus variaciones) ¡para combatir la violencia! ¡Estimaron esta
motivación como suficiente! Fue ciertamente bastante para Chomsky, puesto que
se convirtió en jefe de filas de los intelectuales que atacaban la política de
Estados Unidos en Vietnam.
Es cierto que los intelectuales de este tipo,
tenidos por maestros en su disciplina, no encontraban incongruente dejarla para
ocuparse de los asuntos públicos. Por consiguiente se tiene el derecho de
suponer que no tiene más autoridad en este dominio no importa quién. Es uno de
sus rasgos característicos. Su saber les confiere, según lo pretenden, una
perspicacia excepcional. Russell, es evidente, cree que sus talentos
filosóficos le autorizan a aconsejar valiosamente a la humanidad. En 1971, las
conferencias de Chomsky sobre Russell muestran que él también lo cree. Sartre
sostiene que el existencialismo es un remedio aplicable a los problemas morales
de la guerra fría y una buena respuesta al capitalismo y al socialismo. Y
Chomsky encuentra en su trabajo sobre la universalidad lingüística la prueba
evidente de la inmoralidad de la política americana en Vietnam. Se pregunta
cómo.
Todo depende, arguye, de la teoría del conocimiento
por la que opta. Si, en el nacimiento, el espíritu es tabla
rasa, los seres humanos son
maleables, maleables no importa la forma dando a los sujetos un “camino de
comportamiento” controlado por el Estado, la corporación, la tecnocracia o el
Comité central. Pero si poseen estructuras innatas del espíritu, tienen
necesidades intrínsecas de esquemas culturales y sociales “naturales”. En este
caso, los esfuerzos de un Estado no pueden más que fallar y este proceso de
fallo que entraña nuestro desarrollo implica una terrible crueldad. La
tendencia de Estados Unidos a imponer sus esquemas de desarrollo socio-cultural
y político con el pueblo de Indochina es para él un ejemplo patente de la
crueldad de este proceso.
Para llegar a estas conclusiones, es preciso
una perversidad poco común. Pero es particularmente deprimente cuando se
estudia la carrera de los intelectuales. Suponiendo que el razonamiento de
Chomsky sobre las estructuras innatas sea válido, para hacer justo de ello un caso general sería necesario aplicarlo a
todas las formas de manipulaciones sociales. Pues por un sin número de razones,
esas maniobras fueron la ilusión de los tiempos modernos y su azote más grande.
En el siglo XX, ese azote ha matado a millones
de inocentes en la Unión Soviética, en la Alemania nazi, en la China comunista
como en otras partes. Las democracias occidentales, a despecho de todos sus
defectos, no casaron nunca con esta causa. Al contrario, el contrato social fue
una creación de los intelectuales milenaristas que creyeron poder rehacer el
universo con la sola luz de su razón. Este contrato fue pues patrimonio de la
tradición totalitaria. Rousseau fue el pionero, Marx hizo un sistema y Lenin
una institución. Los sucesores de Lenin llevaron durante más de sesenta años la
más larga experiencia del contrato social de la historia. Su fallo confirmó
bastante que la teoría de Chomsky se aplica realmente. En la China de Mao, el
contrato social de su “Revolución cultural” se salda con millones de cadáveres
y un fracaso. Todos los esquemas de condicionamiento social aplicados por
gobiernos totalitarios fueron en su origen obra de intelectuales. El apartheid
fue concebido en su forma moderna, hasta el menor detalle, por el departamento
de psicología social de la universidad de Stellenbosch. Sistemas similares -la
ujaama en Tanzania, el “consciencismo” en Ghana, la negritud en Senegal, el
“humanismo” en Zambia, etc. -fueron elaborados en África en las clases de
ciencias políticas o de sociología de las universidades locales. La
intervención americana en Indochina, evidentemente imprudente y conducida de
una manera insensata, pretendía precisamente en su origen salvar a su pueblo de
las manipulaciones sociales.
Chomsky descuida sus dones, no presta atención
a los movimientos totalitarios destinados a suprimir o modificar las
características innatas. Encuentra la democracia liberal y el capitalismo tan
reprensible como la tiranía totalitaria, capaces de la misma coerción sobre la
bondad personal de los individuos. La guerra de Vietnam fue un caso de opresión
capitalista ejercida sobre un pequeño pueblo que intentaba satisfacer sus
propias necesidades intuitivas. la aventura estaba pues abocada al fracaso y se
saldó con un tratamiento de una indescriptible crueldad.
Los argumentos intelectuales como los de
Chomsky jugaron incontestable mente un papel mayor en la interpretación de los
móviles de Estados Unidos destinados al principio a dar una oportunidad a la
democracia de desenvolverse en Indochina. Cuando los americanos se retiran de
Vietnam, fuerzas represivas les reemplazan inmediatamente, como los partisanos
de la intervención habían predicho. La barbarie alcanza entonces su plenitud.
En Camboya, el retrato de las tropas americanas en 1975 fue seguido de los
crímenes más espectaculares del siglo. Fueron cometidos por un grupo de
intelectuales marxistas educados en el
París de Sartre, a la cabeza de un formidable ejército. Su experiencia de
condicionamiento social sobrepasa incluso en crueldad la de Stalin o la de Mao
Tsé Tung.
La reacción de Chomsky ante
esas atrocidades fue instructiva, compleja, retorcida, tan oscura que la tinta
que propagó fluía. Se parecía a la de Marx y Engel cuando las falsificaciones
del discurso de Gladstone sobre el presupuesto fueron descubiertas. El detalle
lleva mucho tiempo, pero el resumen es extremadamente simple. Los Americanos
eran los malos. Y puesto que Chomsky no pudo demostrar que los Estados Unidos
directa o indirectamente no eran responsables de las masacres de Camboya, él
sostiene que nada prueba que hubieran tenido lugar.
La argumentación de Chomsky y de sus acólitos
pasa por cuatros fases: 1- Estas masacres eran una invención de la propaganda
occidental.2.- Pudo haber algunas matanzas, pero las torturas en Camboya habían
sido explotadas cínicamente por humanistas occidentales para evacuar cuanto
antes “el síndrome del Vietnam”. 3.- Las matanzas eran más importantes de lo
que se había pensado, pero eran el resultado de brutalidades cometidas por
criminales de guerra americanos sobre sus propios paisanos. 4.- Chomsky termina
por mencionar que a falta de un hábil cambio de cronología, se había podido
“probar” que las peores masacres no habían tenido lugar en 1975 sino “a mitad
del año 1978”. Habían sido perpetradas por marxistas pero por “un puñado de
universitarios camboyanos tradicionalistas”, por razones de un “racismo
ancestral anti vietnamita”. El régimen había “perdido entonces su coloración
marxista” y se había convertido en “el vehículo de un populismo ultra
chauvinista del nativo pobre”. Hasta tal punto que este régimen había terminado
por ganarse la aprobación por la CIA que había exagerado la importancia de las
masacres con fines de propaganda y había incluso incitado a cometerlas antes.
Si bien a fin de cuentas, los crímenes de Pol Pot eran crímenes cometidos por
la América. C.Q.F.D.
Alrededor de los años 1985, la atención de
Chomsky gira de prestársela a Vietnam, a Nicaragua. Pero estaba demasiado lejos
como para estar rentado de discutir todavía sobre ello con seriedad. Conocía la
triste suerte de Sartre y de Russell.
He aquí pues otro intelectual que, tras haber
parecido dominar a los demás, camina penosamente sobre la ruta devastada del
extremismo, un poco como el viejo Tolstoï que, furioso e incoherente, deja
Iasnaia Poliana. Parece producirse en la vida de numerosos intelectuales
milenaristas un siniestro cataclismo, una suerte de menopausia cerebral que
podría llamarse la derrota de la razón.
He aquí llegados al fin de nuestro estudio.
Hace justo doscientos años, los intelectuales seculares comenzaron a reemplazar
la vieja inteligencia clerical en su papel de guía y de mentor de la humanidad.
Nosotros hemos examinado el caso de un cierto número de individuos escogidos
entre los que desearon guiarla. Hemos estudiado su moralidad y sus
calificaciones para esta tarea, su actitud respecto a la verdad, la manera en
que se propusieron buscarla, verificar la exactitud de sus pruebas, y la
conclusión de que ellos se sintieron atraídos por la humanidad en general y por
los seres humanos en particular. Hemos
visto cómo trataban a sus amigos, a sus colegas, a sus servidores y sobre todo
a su propia familia, hemos constatado que en sus consejos no hubiese peligro.
¿Qué conclusiones podemos sacar? Los lectores
lo juzgarán por sí mismos. Pero me parece haber detectado ahora en el público
una cierta desconfianza hacia los intelectuales que pretenden estar en posesión
de la verdad. Las gentes ordinarias tienen ahora la ocasión de refutar el
derecho de los escritores y de los filósofos, sea cual sea su eminencia, y
decirles cómo deben comportarse y gestionar sus negocios. Esta creencia parece propagarse. Los intelectuales no son
tenidos por mentores avisados ni por ejemplos más válidos que las gentes doctas
o los curas de otro tiempo. Comparto este escepticismo. En materia de política
o de moral, una docena de personas escogidas al azar en la calle son capaces de
emitir advertencias tan razonables como los de la intelligentsia. Incluso voy más lejos. Una de las grandes
lecciones de nuestro siglo trágico en el que tantos millones de vidas inocentes
fueron sacrificadas en nombre de sistemas que pretenden mejorar la suerte de la
humanidad, es que hay que desconfiar de los intelectuales. Sería preciso no
sólo tenerles lejos del poder, sino también mostrarles una desconfianza
creciente cuando tratan de imponer su opinión colectiva. Desconfiar de los
comités, de las conferencias y de las ligas de los intelectuales. No confiar
nunca en sus declaraciones salidas de criterios básicos. Hacer poco caso de sus
veredictos sobre los dirigentes políticos o sobre los acontecimientos
importantes. Pues los intelectuales, lejos de ser gentes individualistas e
inconformistas, siguen ciertos esquemas regulares de comportamiento. En grupo,
se muestran a menudo ultra conformistas
hacia quienes aprueban sus búsquedas y sus valores. Estos son quienes
les hacen peligrosos en masa, pues son capaces de crear corrientes de opinión
para imponer ortodoxias que a menudo generan acciones irracionales y
destructivas. Pero, por encima de todo, debemos recordar que los intelectuales
obligan generalmente, pero los seres humanos son más importantes que los
conceptos. La tiranía de las ideas desprovistas de corazón es el peor de los
despotismos.
LA DERROTA DE LA RAZÓN
Al
término de la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales seculares pasaron
progresivamente de la fase utópica al hedonismo. El movimiento, poco sensible
al principio, va cogiendo amplitud. Para estudiar sus orígenes, conviene
examinar el punto de vista y las relaciones personales de tres autores ingleses
nacidos el mismo año: George Orwell (1903-1950), Evelyn Waugh (1903-1966) y
Ciril Connolly (1903-1974). Se les puede poner el sobrenombre respectivamente
de el Viejo Intelectual, el Anti-Intelectual y el Nuevo Intelectual.
Waugh, prudente, no comienza a frecuentar a
Orwell más que cuando contrae una enfermedad mortal. Waugh y Connolly
argumentan conjuntamente a lo largo de su vida. Orwell y Connolly se conocen
después de la escuela. Se vigilan mutuamente por el rabillo del ojo con
desconfianza, escepticismo y a veces con envidia. Connolly, que presentía que
el fracaso de los dos sería el suyo, escribe un verso lleno de pasión para sí
mismo en un ejemplar de Virgilio que ofrece a la crítica T.C. Worsley:
“En Eton con Orwell, en Oxford con Waugh
Sin nadie después y nadie delante”
Estaba lejos de ser verdad. Connolly se revela
ser, en efecto, el más influyente de los tres.
Orwell, del que hablamos al principio, es un
caso casi clásico del viejo intelectual. Su adhesión política en favor del
socialismo utópico no fue, evidentemente, otra cosa que el sustituto de una fe
en algo en lo que no podía creer, pues para él Dios no existía. Había situado
sus esperanzas en el Hombre, pero las perdió de vista. Orwell, cuyo verdadero
nombre era Eric Blair -un gran hombre seco, de cabellos cortos, de una nuca
despejada y con un bigote estrictamente dibujado- nace en una familia de pequeños
constructores del Imperio y similares. Su abuelo paterno sirvió en la Armada de
las Indias. Su abuelo materno fue un hombre de negocios en madera de teca en
Birmania. Connolly y Orwell frecuentaron la misma escuela privada, y más tarde
cursaron conjuntamente estudios en Eton. La educación estricta de su
inteligente amigo le destinaba, como Connolly, a hacer honor a su escuela. Pero
los dos muchachos escribieron más tarde relatos muy graciosos pero devastadores
sobre lo que pasaba en esa escuela donde lo pasaron mal. El ensayo de Orwell Such,
SuchWhereThe Joys es de una exageración poco común e incluso mentirosa.
Su tutor en Eton, A.S.F. Gow, que conocía ese establecimiento privado piensa
que para ponderar una requisitoria también desleal, Orwell debía haber sido
sobornado por Connolly. Si tal fue el caso, bien sería la única empresa inmoral
y engañosa en la que Orwell se hubiese dejado embarcar por Connolly, como le
dijo un día Gollancz entredientes, que era de una honestidad casi enfermiza.
A
su salida de Eton, Orwell entra en la policía birmana en la que ha servido
cinco años, de 1922 á 1927. Ve el aspecto sórdido del imperialismo, de las
pendencias, de las flagelaciones y no lo puede soportar. Su libro, Cómo he
matado un elefante en tres ensayos socava sin duda el espíritu imperialista
inglés y supera al resto de sus escritos. Dimite, regresa a Inglaterra y decide
hacerse escritor. Escoge el nombre de “George Orwell” después de haber tanteado
diversos seudónimos tales como P.S. Burlon, Kenneth Miles y H. Leéis Allways.
Orwell se convierte en un intelectual que cree que el poder de las ideas será
capaz de cambiar el mundo. Es cierto que era muy joven. Pero su naturaleza,
puede que también su paso por la policía, les predispusieran a interesarse con
pasión de los seres humanos. Comprendió que la investigación y la observación
atenta serían los únicos medios de descubrir la verdad, más allá de las
apariencias.
Contrariamente
a la mayor parte de los intelectuales, Orwell comienza su carrera de socialista
idealista por una cuesta sobre las condiciones de vida de la clase obrera.
Edmund Wilson manifiesta la misma pasión por la verdad y la exactitud. Pero
Orwell fue mucho más perseverante que Wilson en su búsqueda de conocimientos
sobre los “trabajadores”. Empieza por habitar en Notting Hill, un arrabal de
Londres en esta época. Ello fue el tema
central de su vida durante muchos años. En 1929, bucea como pinche de cocina.
Pero coge una neumonía, debido a su debilidad crónica de los bronquios que le
lleva a la edad de cuarenta y siete años a un hospital de la Asistencia
pública, en París. Narra su trance desgarrador en su libro La Vaca furiosa (1933),
describe la vida de los vagabundos, de recogedores de lúpulo, su día a día en
una familia de Lancashire en Wigan, una ciudad industrial. También tantea la
boutique de un pueblo. Todas estas actividades tenían un objetivo: “He
comprendido que es preciso escapar no sólo al imperialismo, sino también a
todas las formas de dominación del hombre por el hombre. Yo me dirijo directamente
a los oprimidos, fundirme con ellos, ser uno de entre ellos, de su lado frente
a los tiranos”.
En
1936, cuando estalla la guerra civil en España, Orwell no se conforma con
aportar su apoyo moral a la República como hicieron la la mayoría de los intelectuales
occidentales. Él fue prácticamente el único que batalló por ella, lo que hizo,
quien más hizo, al lado de los trotskistas en una sección del POUM que fue la
más perseguida y más torturada. Esta experiencia le marca para el resto de sus
días. Orwell va desde el principio a España con la intención de hacerse una
idea personal de la situación antes de abordarla. Pero le era difícil entrar en
este país cuyo acceso estaba muy controlado por el partido comunista. Orwell va
a ver al editor Víctor Gollancz. Éste le presenta a John Strachey quien le
recomienda a Harry Pollit, el líder del partido comunista. Pollit acepta darle
una carta de recomendación a condición de que se enrole en la Brigada
Internacional controlada por el partido. Orwell declina su oferta. No hace
nada, a prioricontra esta brigada, en la que intenta además enrolarse el
año siguiente de llegar a España. Pero no quería tomar una opción definitiva
antes de podido evaluar los hechos. Orwell gira pues hacia un ala disidente de
la izquierda, el Partido trabajador independiente que le conduce a Barcelona y
facilita su contacto con los trotskistas y los anarquistas. Se enrola en la
milicia del POUM. Barcelona le impresiona, y aún más la vida en la milicia:
“Aquí las motivaciones corrientes de la vida civilizada, el esnobismo, la
concupiscencia, el dinero, el miedo al patrón incesante de existir. La división
de la sociedad en clases sociales desaparece hasta un punto que parecía casi
inconcebible en la atmósfera corrompida de Inglaterra”. Vive el combate en el que es herido en una
experiencia enriquecedora. Connolly hace a su vez una excursión a la guerra
“como turista concernido”, como la mayor parte de los intelectuales. Orwell envía una gentil carta de reproches:
“Qué lástima que no hayas pasado a nuestra posición para venir a verme cuando
estuviste en Aragón. Me hubiera gustado tanto tomar el té contigo en un
abrigo”. Orwell describe la milicia como “una comunidad donde la esperanza era
más corriente que la apatía o el cinismo, donde la palabra “camarada”
significaba amistad y no como en la mayoría de los países, un disparate. “Falta
de todo, pero los privilegios y el poner la bota no está presente”. Para Orwell
esta aventura fue “un adelanto burdo de lo que pudieran ser las primeras etapas
del socialismo”. Escribía sobre él: “He visto cosas maravillosas y he terminado
por creer realmente en el socialismo, lo que nunca hubiese imaginado que
llegaría”.
Orwell
vive enseguida la experiencia abominable de las purgas del partido comunista
ordenadas por Stalin contra los trotskistas, los millares de camaradas
asesinados o encarcelados, torturados antes de ser ejecutados. Él tuvo la
oportunidad de salir adelante. Al regresar a Inglaterra, encuentra muchas
dificultades para publicar su informe sobre los acontecimientos. Víctor
Gollancz rehúsa incluirle en la colección del Left Book Club que acogía a los
autores “comprometidos”. Kinsley Martin se guarda bien de hacer parecer
explosivo este documento en el New Stateman. Los dos principales órganos
de información progresista le impidieron decir la verdad. Fue obligado a buscar
fuera. Pero esta experiencia fue reveladora. Ello confirma que era más probable
que la teoría. En teoría, la izquierda, cuando estaba en el poder se suponía
que actuaba con justicia y respetaba la verdad. La experiencia le demostró que
la izquierda era capaz de injusticia y de crueldad hasta unos extremos
prácticamente desconocidos hasta entonces y que no podía compararse más que con
los abominables crímenes nazis. Podía burlar la verdad en nombre de una verdad
superior como demuestra en el curso de la Segunda Guerra Mundial. La
experiencia enseña a Orwell que los seres humanos son más importantes que las
ideas abstractas. Pero aunque él dejase de sentirlos nunca pudo renunciar a las
ideas. En este sentido permanece intelectual. Pero su búsqueda cambia de
objetivo. Abandona la sociedad capitalista a sus depravaciones y se entrega a
las peligrosas utopías que los intelectuales como Lenin habían propuesto. Sus
dos mejores libros. La Granja de los animales (1945) y 1984
(1949), son una crítica de la abstracción puesta en práctica. Denuncia la
sumisión total exigida por el partido comunista y la perversidad de su economía
centralizada.
Este
cambio de orientación conducía fatalmente a Orwell a una crítica feroz del
papel de los intelectuales. Esta posición encajaba mejor en su temperamento más
acorde al rigor que a la “bohemia”. Su trabajo está tachonado de anotaciones,
como esta frase (de Ezra Pound): “Hay derecho a esperar una cierta
decencia, incluso de un poeta”. Orwell encontraba que los pobres, las “gentes
ordinarias” eran más “decentes”, más comprometidas con las virtudes simples
como la honestidad, la lealtad y la verdad que las gentes “educadas”. Muere en
1950 sin adscripción política definida, pero fue vagamente catalogado como un
intelectual de izquierda. Desde que es célebre, la izquierda y la derecha
reivindican su pertenencia a su clan y continúan disputándoselo. Desde 1950
hasta su muerte, esgrimió un palo para tapar a los intelectuales de izquierda.
Pero ciertos intelectuales más solidarios con su clase se tomaron largo tiempo
para asegurarse de que Orwell era su enemigo. Mary McCarthy, de ideas políticas
confusas, más claras en cuanto a su conciencia de clase, fue severo con Orwell.
Ella le estima también “conservador por temperamento” como un coronel jubilado,
extremista y “filisteo” que no ve en su socialismo más que una “idea brotada de
repente en su cabeza, una ocurrencia, pura extravagancia”. ¿Su hostilidad a
propósito del estalinismo? Un puro producto de una “antipatía personal” y su
“falla política (...) la de su pensamiento”. Según ella, si él hubiera vivido
más, habría girado seguramente a la derecha: “Antes morir que dudar”. Esta
última frase es un ejemplo flagrante del pensamiento de un intelectual: “antes
morir que ser anti rojo”. Sus compañeros se alejan de Orwell. Piensan que
precisaba encontrar soluciones políticas, “como el médico debe intentar salvar la vida de
un paciente que sabe va a morir”. Era preciso que Orwell reconociese que “su posición política era
completamente irracional” y que tal regla de conducta era incompatible con las soluciones que los
intelectuales soñaban generalmente imponer. Pero si los intelectuales
desconfiaban de Orwell, sus opositores, los hombres de letras, se mostraban más cálidos. Evelyn Waugh, que no era
hombre a subestimar la importancia de lo irracional, comienza a
corresponderse con él y va a verle al hospital. Si Orwell
hubiese vivido, es probable que se hubieran hecho amigos. Ambos pensaban que P.
G. Wodehouse, un escritor que admiraban, no debiera ser sancionado por la
locura (prácticamente inofensiva comparada con la de Exra Pound) que había
cometido haciendo emisiones de radio durante la guerra. Los dos habían invocado
que el hombre pasaba antes por un concepto abstracto de justicia ideológica. Waugh, que
vio rápidamente
en Orwell un desertor potencial del campo de la inteligencia, anota en su
diario, el 13 de agosto de 1945: “He comido con mi primo comunista,
Claud (Cockburn), y cuando le he dicho que había leído y me había gustado mucho
La Granja de los animales, me ha puesto en guardia frente a la
literatura trotskista”. Waugh reconocía de buen grado que 1984 era una
obra pujante, pero encontraba poco posible que el espíritu religioso no hubiese
sobrevivido para resistirse a la tiranía descrita por Orwell. Lo dice en esta
última carta de 17 julio de 1949 y añade: “Imaginaos hasta qué punto encuentro vuestro libro
apasionante como para arriesgarme a
predicar un sermón”,
Orwell
termina reconociendo a su pesar que en razón del carácter fundamentalmente
irracional de la naturaleza humana, la utopía está abocada al fracaso”.
Waugh sostiene este punto de vista toda su
vida con energía. Ningún escritor, ni siquiera Kipling, expresó tan claramente
su posición en contra de los intelectuales. Cómo Orwell, no se fíó más que de
su experiencia personal para formarse una opinión y detesta las elucubraciones
teóricas. No busca, como él, participar de la vida de los oprimidos pero viaja
a países lejanos y a menudo poco seguros. Cuando trata una materia sería no
respeta más que la verdad. Su única obra abiertamente política fue un reportaje
sobre el régimen revolucionario en México, Robbery under Law (1939). En
sus advertencias al lector, proporciona con precisión el origen de sus
informaciones, da su opinión personal sobre su adecuación, atrae la atención
sobre un cierto número de puntos sobre los que él no está de acuerdo y aconseja
no hacerse una opinión definitiva sobre la situación en México basándose
únicamente en su relato. Waugh reprueba la literatura “comprometida”. Numerosos
lectores, dice, “cansados de la prensa libre”, creyeron juicioso imponerse una
“censura voluntaria” adhiriéndose a clubs de libros (el Left Book Club de
Gollancz estaba manifiestamente señalado), “a fin de estar seguros de que fuese
cual fuese el libro que se leyese, estaría escrito con la intención de reforzar
sus opiniones”. Es esto por lo que, por lealtad hacia sus lectores, Waugh
pensaba que era conveniente tomar conciencia sobre sus propias convicciones.
Él
se declara conservador y precisa que lo que había visto en México refuerza sus
convicciones. El hombre ”exilado de la naturaleza, no será jamás autosuficiente
por completo en esta tierra”. Pensaba que las oportunidades de felicidad del
hombre dependen poco de las condiciones políticas y económicas en las que vive, que un cambio brutal no hace
generalmente más que agravarlas cuando está preconizado por “gentes falsas, por
falsas razones”. Era preciso sin embargo un gobierno: “Los hombres no pueden
vivir en grupo sin reglas“, “pero esas reglas deben tener un estricto mínimo”.
“Ninguna forma de gobierno ante Dios es mejor que otro”. Estimaba que
“loselementos anárquicos de la sociedad eran tan fuertes que era preciso un
trabajo a tiempo pleno para mantener la paz”. Las desigualdades de la fortuna y
la posición social eran inevitables”, “discutir las ventajas de su supresión no
tenía ningún sentido”. En efecto, “los hombres organizan ellos mismos un
sistema de clases”, que saben “necesario para todo trabajo cooperativo”. La
guerra y la conquista eran también inevitables. El arte, esa otra función
natural del hombre, “no estaba conectado a ningún sistema político particular”
puesto que “las grandes obras han sido producidas en los regímenes políticos
tiránicos”. Waugh termina diciendo que él se consideraba patriota. Como no veía
por qué la prosperidad británica tenía que ser necesariamente inamistosa para
los demás, “él suspiraba por la prosperidad de Inglaterra y no por la de sus
rivales”.
Su
sociedad ideal, tal como la describe en la introducción de un libro publicado
en 1962, comporta cuatro pisos: en el pico “los principios del honor y de la
justicia”. Inmediatamente debajo, los hombres y las mujeres encargados de la
administración del piso superior en su calidad de guardianes de la tradición,
de la moralidad, de la clemencia, de “los mecenas de las artes y de los
censores de la propiedad”. Ellos deben estar “prestos al sacrificio” pero están
protegidos de la contaminación de la corrupción y de la ambición por sus
posesiones hereditarias. En el entresuelo, “las clases de la industria y de la
enseñanza”, formadas desde la infancia en la probidad. En la base, los
trabajadores manuales, “orgullosos de sus capacidades, ligados a los niveles
superiores por su lealtad común a la monarquía”. Waugh sostenía que tal
sociedad se perpetuaría por sí misma: por regla general, “un hombre está mejor
adaptado a los defectos que ha visto en su padre”. Pero un tal ideal “no existe
jamás en la historia, ni existirá jamás” y “cada año se aleja más”. Waugh no
era derrotista. Pero pensaba que no era suficiente deplorar el espíritu de esta
época, “pues el espíritu de una época es el de quienes la componen. Cuanto más
la disidencia se opone a la moda dominante, más posible es desviar su curso
ruinoso”.
Waugh
fue con constancia y un talento considerable “un disidente” pero, contenido en
sus opiniones, no podía jugar un papel político. “No aspiro a dejarme aconsejar
como un soberano por sus servidores”, escribe. No se contenta con abstenerse de
todo acto político. También deplora que buen número de sus amigos, por no citar
a Cyril Connolly, hubiesen sucumbido al espíritu de la época de los años 1930
traicionando la literatura al politizarla.
Connolly
le fascinaba. De él habla en sus libros y anota en el margen de los de Connolly
observaciones feroces y pertinentes. ¿Por qué? Por dos razones. La primera
porque Waugh estimaba de Connolly merecía que se interesase por él. Le
encontraba brillante, capaz de escribir en “fórmulas lapidarias frase tras
frase, hacer buenas narraciones, deliciosos ejercicios de parodia, metáforas
luminosas” y porque a veces era de “una originalidad alucinante”. Pero al mismo
tiempo, el sentido de la estructura literaria -de arquitectura, como prefería
decir Waugh- le fallaba. La perseverancia y la energía también, lo que explica
por qué era incapaz de producir una obra mayor. Waugh encontraba esta incongruencia
de un gran interés. La segunda razón, más importante, es que Waugh veía en
Connolly un autor muy representativo del espíritu de su tiempo, un espécimen a
observar, al límite, como a un pájaro raro. En su ejemplar del libro de a
Connolly, The Inquiet Grave (conservado en Austin, en el Centro de
investigación de ciencias humanas de la universidad de Texas), hizo numerosas
anotaciones sobre el carácter de Connolly: “el hombre más típico de mi
generación”, por su “auténtica falta de erudición”, “su pasión por el ocio, por
la libertad, por la buena vida”, por “su esnobismo romántico”, “su derroche, su
desesperación” y “su gran expresión”. Pero según él, Connolly era “el Irlandés,
el emigrado en mal estado”, complejo, minado por el mal del país, lleno de brío
en público, dado a las citas, creyente de las brujas y de los curas fieles a
sus escapadas”. “Como todos los irlandeses creía que no existen más que dos
realidades: el infierno y América”. Waugh deploraba que Connolly hubiese
escrito en los años 1930 una “historia reciente de la literatura” tratando a
los escritores no en función de su talento personal sino asociándoles a una
serie de “movimientos” de atentados, de crímenes de partido, de redadas y de
manipulaciones políticas. ¡Sin duda su lado irlandés! Le reprocha severamente
dejarse atrapar feliz por las garras del “compromiso”, de caer en “ese foso
frío y húmedo en el que los jóvenes amigos jugaban al tobogán”. “¡Triste suerte
para semejante talento! El Benigno más insidioso de una joven esperanza”. Esperaba
que esa obsesión por la política no durase, pues era capaz de hacerlo mejor. En
todo caso, otra cosa. ¿Cómo un personaje tal como Connolly podría aconsejar a
la humanidad, decirle cómo manejar sus asuntos? Se pregunta. Sin ser de ningún
modo unfarsante, Connolly muestra la debilidad moral típica del intelectual en
algún punto raro. Comienza por fichar un igualitarismo a la moda de 1930 á
1950, de modo que fue un esnob toda su vida. “Nada me enfurece más que ser
tratado de Irlandés”, se indignaba Connolly, imaginando que su nombre fuese el
único irlandés en ocho generaciones.
Connolly
descendía de una familia de militares de carrera y de marinos. Su padre oficial
no se distinguió apenas en la armada, pero su abuelo fue almirante y su tía,
condesa de Kingston. En 1953, el crítico John Raymond señala en un artículo del
New Stateman que Connolly había falsificado ciertos detalles biográficos
en su libro Enemies of Promise. En la edición (“proletaria”) de 1938
había suprimido sus nobles ascendentes y les resucita en la edición corregida
de 1948 cuando los modos intelectuales ya habían cambiado, Connolly se centra
en el género de las “tendencias culturales, escribe Raymond. Nadie, desde un
cuarto de siglo, nadie recurre como él a posturas, combinaciones y florituras
de la literatura inglesa”.
El
esnobismo de Connolly se manifiesta muy pronto. Cómo Sartre y muchos de los
líderes intelectuales, fue hijo único. Su madre que le adoraba le llamaba
“Sprat” (alfeñique). Para este niño consentido, egoísta, feo y nulo para los
juegos, el pensionado fue una prueba dura. Sobrevivió gracias al servilismo
fogoso que caracteriza a los chicos de buena familia. Escribe a su madre una
carta exaltada: “Este trimestre, tenemos un buen número de nobles... Una
princesa siamesa, el hijo del conde de Chelmsford, el hijo del vizconde Malden,
el mismísimo hijo del conde de Essex, otro hijo de Lora y el sobrino del obispo
de Londres”. Su espíritu fue su otro medio de supervivencia. Anota más
adelante: “Ellos quieren pasarse la palabra: “Connolly es gracioso” y pronto
“haré una locura en mi entorno”. En Eton este rol de bufón entre muchachos del
poder se entiende en el dominio de la sabiduría: “Estoy a punto de convertirme
en el Sócrates de las pequeñas clases del colegio”. Después del éxito
haciéndose popular y de obtener una bolsa, Lord Jessel, su contemporáneo, le
predice: “No me sorprendería que no hicieseis nada más en vuestra vida”.
Esta
aterradora predicción arriesgaba mucho de hacerse exacta. Connolly, que fue
siempre lúcido tanto sobre él como sobre los otros y detecta rápidamente su
naturaleza hedonista, era muy consciente. Aspiraba menos a la perfección que “a
la dicha en la perfección”. Pero ¿cómo ser feliz sin fortuna cuando se está a
prueba de energía? Waugh tenía razón para subrayar su pereza. Connolly
reconoció de sí mismo que su “fantasía le hacía impotente”. En Oxford trabajaba
poco y obtuvo la calificación de ”pasable”. Acepta un empleo fácil de
secretario de Logan Pearsall Smith, un escritor rico, que le pagaba 8 libras por
semana, un sueño para la época. Smith, que esperaba haber contratado a un
Boswell enérgico y diligente, resulta muy decepcionado. Connolly se casa con
una mujer rica, Jean Bakewell, con una renta de 1000 libras al año. Él parecía
haberse enamorado. Ambos eran demasiado egoístas para desear un hijo. Un mal
aborto practicado en París necesita una urgente intervención quirúrgica que le
hace perder a Jean toda posibilidad de volver a tener hijos. Esta operación
provoca trastornos endocrinos que la hacen obesa y su marido se aleja de ella.
Connolly no parece haberse comportado como un adulto con las mujeres. Confiesa
que para él “el amor” adopta la forma de un “exhibicionismo de hijo único”, de
“un deseo de poner (su) la personalidad a los pies de cualquiera, como un
cachorro escupe una bola babosa”. Muy afortunadamente para él, Jean tenía
bastante dinero para que él no tuviese que buscar un trabajo regular. Su
diario, de 1928 á 1937, revela las consecuencias: “Mañana extremadamente
inactiva”. “Desayuno de dos horas”. “Estoy tendido en el sofá y trato de
imaginar una gruesa capa de sol amarillo extendida sobre un muro blanco”.
“Demasiado ocio. Tantas distracciones a cargo de otros y la mayor parte es un
robo”.
En
realidad, Connolly era tan ocioso como quería hacer creer. Termina Enemis of
Promise, una crítica acerada de modos literarios que fue publicada en 1938
y una de las obras más influyentes del decenio. Lo que hizo suponer que tenía
el carácter de un líder comparado con los intelectuales gregarios de su
generación. Cuando estalla la guerra civil en España, se enrola. Se dirige a
tres lugares pero sus viajes son ante todo excursiones, una suerte de safari.
Esta actitud parece compulsiva de los intelectuales de una cierta clase social.
Connolly estaba protegido por el comunista Harry Pollit cuya recomendación fue
de una gran utilidad cuando su compañero de viaje, W. H. Ayuden, es arrestado
en Barcelona por haber orinado en los jardines públicos de Montjuic, un serio
delito en España.
El
relato de estos viajes aparece en New Stateman y aporta una nota de
frescor al paisaje gris de la prosa comprometida de los intelectuales de la
época. Pero traiciona la fatiga que experimenta Connolly al transportar el
fardo del hombre de izquierda: “Pertenezco a una de las generaciones menos
politizadas que ha conocido el mundo... a penas salidos de un mitin político,
nos precipitamos a la iglesia”. Los más “realistas” (cita a Evelyn Waugh y
Kenneth Clary) han comprendido que su modo de vida depende de una estrecha
colaboración con la clase dirigente. Pero “los indecisos” hasta la guerra de
España tienen (ahora) el espíritu totalmente politizado en razón de la
situación extranjera. Connolly añade que muchos escritores de izquierda están
motivados por su arribismo, su “odio al padre”, una difícil escolaridad, su enemiga
hacia los aduaneros, o problemas sexuales. Llama la atención sobre la
importancia de los escritores, su valor político, y recomienda el libro de
Edmund Wilson, Le Chãteau d’Axel, “el único libro crítico del bando de
la izquierda teniendo en cuenta la estética como mucho de los criterios
políticos.
Connolly
quería decir que la literatura militante no servía de nada. Desde que pudo se
liberó. En octubre de 1939, Peter Watson, un rico admirador, encuentra una
función perfecta para él. Le hace redactor jefe del mensual Horizon cuyo
objetivo específico era rescatar la importancia de los valores literarios de
los espíritus abrumados por la guerra. La revista cobra un éxito extraordinario
desde el primer número, lo que confirma la reputación como agente al servicio
del poder de Connolly en la inteligentsia. En 1943 sentía que por fin
podía permitirse escribir que los años 1930 habían sido un error: “La
literatura de este decenio fue esencialmente política y tuvo un doble efecto.
Ella no atendía a ninguno de sus objetivos políticos y no producía ninguna obra
literaria de valor perdurable”. Para reparar ese error, Connolly intenta
reemplazar la búsqueda intelectual por la persecución de la utopía de un
hedonista iluminado como explica en las columnas de la revista Horizon y
en un libro muy reseñable que trata del placer, The Inquiet Grave (1944).
En el curso de su juventud Connolly había definido su ideología como una
“búsqueda de la perfección en la felicidad”. Había bautizado sus años
proletarios de “materialismo estético”. Esta vez apela a la “defensa de los
valores civilizados”.
De
todos modos, Connolly espera al fin de la guerra para desarrollar su programa
en su editorial de junio 1946 de la revista Horizon. Este acontecimiento
no escapa al ojo vigilante de Evelyn Waugh. A despecho de lo aleatorio de la
guerra, Waugh había seguido con atención los hechos y gestos de Connolly. Más
tarde, en su trilogía L’Épée d’honneur, se burla de la guerra de
Connolly, de su magazine (que se convierte en Survival), de sus bonitos
asistentes del perfil de los intelectuales, Frankie y Coney (que en la vida
corriente se llamaban Lys Lubbock, que compartía cama, y Sonia Brownell que se
convertía en la segunda Mme Orwell). Waugh señala a los lectores católicos de Tablet
la importancia del programa de Connolly y los diez indicadores de una sociedad
civilizada: 1- Abolición de la pena de muerte. 2- Reforma penal, cárceles
modelo y rehabilitación del presidiario. 3- Supresión de los barrios marginales
y de las “ciudades nuevas”. 4- Donación de subvenciones para la luz y la
calefacción “gratuitas como el aire”. 5- Medicina gratuita, asignaciones para
la comida y el vestido. 6- Abolición de la censura, a fin de que todo el mundo
pueda escribir, hablar y razonar a su manera; supresión de las limitaciones a
los viajes y del control de los cambios de domicilio, fin de las escuchas
telefónicas y de dossiers sobre personas conocidas por sus opiniones
heterodoxas. 7- Reforma de la ley relativa a los homosexuales, el aborto y el
divorcio. 8- Limitación del derecho de propiedad, y promulgación de los
derechos de los niños. 9- Protección de los tesoros nacionales arquitectónicos
y naturales, subvención a las artes. 10- Leyes contra la discriminación racial
y religiosa.
Este
programa fue la fórmula aplicada a lo que habría de llegar en la futura
sociedad permisiva. A excepción de ciertos proyectos económicos impracticables,
casi todas las reformas preconizadas por Connolly fueron votadas en el curso de
los años 1960 en Inglaterra, en América y otras democracias occidentales. Estas
reformas afectaban a casi todos los aspectos de la vida social, cultural y
sexual e hizo de los años 1960 uno de los decenios más cruciales de la historia
moderna desde 1790. Waugh se alarma. Se comprende. Supuso que la puesta en
práctica de las ideas propuestas por Connolly implicaría la eliminación virtual
de las bases cristianas de la sociedad que serían reemplazadas por una
persecución del placer. Connolly en cambio vio en ello una perfecta salida de
la civilización. Algunos predicaron que esas convulsiones terminarían
provocando un desorden infernal. Pero demostraron la eficacia incontestable de
los intelectuales cuando abandonan la utopía política para centrarse en las
disciplinas y las reglas sociales realizables. Rousseau lo había ya probado en
el siglo XVIII. Otra prueba había sido aportada en el siglo XIX por Ibsen. Si
la política de los años 1930 falla como dijo Connolly, la permisividad de los
años 1960 fue un triunfo espectacular a favor del palmarés de los intelectuales.
Connolly
vivió hasta 1974 pero participó poco de esta revolución que había programado.
No estaba hecho para las largas campañas y los comportamientos heroicos. Sus
carnesno eran demasiado delgadas. Inventa a este propósito una fórmula: “En
cada obeso hay aprisionado un hombre delgado que indica su deseo de salir”.
Pero el Cyril delgado nunca terminó por salir.
Fue un antihéroe mucho antes de la letra. Como revancha, la
concupiscencia, el egoísmo y sus depravaciones mezquinas le seguían paso a
paso. En 1928, una factura de blanqueador impagada bastó a Desmond McCarthy
para desenmascarar al oportunista y parásito que era Connolly. La mayor parte
de los que le ofrecieron hospitalidad se la retiraron. Uno encuentra lo que
llama un “detritus de váter” en el fondo del reloj de su abuelo. Lord Bernard
descubre un bote de conservas de camarones mohosos sobre uno de sus muebles
preciosos. Somerset Maugham pilla a Connolly en el trance de robarlo, le obliga
a deshacer su maleta para restituirle el botín. Platos de alimentos a medio
consumir fueron encontrados semanas más tarde en los cajones de la habitación
que ocupaba. Agita sin malicia: “la ceniza de su cigarro en un plato refinado
presentado por la esposa de un célebre intelectual americano”. En 1944, en Londres,
Connolly se conduce de manera poco caballeresca cuando durante un bombardeo le
sorprende en la cama con una distinguida dama (quizá sea Lady Perdita que más
tarde se convirtió en Mrs Angie Flemming, por la cual, según Evelyn Waugh,
Connolly se interesaba en aquella época). La misma desgracia que le sucedió a
Bertrand Russell treinta años antes. Pero Russell saltó fuera de la cama de
Lady Constance Malleson acompañado de una explosiva indignación ante la
barbarie. En el caso de Connolly, es el pánico lo que le hace huir de la cama.
Se redime con estas palabras: “miedo perfecto lejos del amor”.
Es
evidente que tal hombre, suponiendo que tuviese energía, no podía ponerse al
frente de una cruzada por la civilización. Connolly hunde Horizon en
1949, por pereza, por enfado o por disgusto de sí mismo: “Cerramos las grandes
ventanas que dan a Bedford Square, el teléfono fue cortado, el mobiliario al
guardamuebles, los invendibles en su cava, los dossiers en la papelera.
Solamente los impuestos continuaron inexorablemente expedidos como la leche a
la puerta de un suicida”. Termina divorciándose de la pobre Jean para esposarse
con una bella intelectual llamada Barbara Skelton. Su unión no fue dichosa
(1950-1954). Se espiaban con desconfianza, como Tolstoi y Sofía y buen número
de anfitriones de Bloomsbury (el barrio latino de Londres). Rivalizan en
perfidia en sus diarios íntimos con miras a una futura publicación. Connolly se
quejaba amargamente a Edmund Wilson de que Skelton escribía en el suyo. Ella
cuenta ahí sus relaciones con él y le amenaza en todo momento con tener un
romance. Wilson, por su parte, escribe lo que le confía Connolly, anotando que
ella le había confiscado y escondido un diario de sus relaciones con ella, que
Connolly sabía dónde lo había puesto y tenía intención de recuperarlo en su
ausencia. Evidentemente, no hizo nada y Skelton terminó publicándolo en 1987.
Connolly tenía buenas razones para inquietarse. Skelton hizo un inolvidable
retrato de su intelectual comatoso.
Anota
ella el 8 de octubre de 1950: “(Cyril) siempre en ropa de cama, acostado sobre
la espalda como un ojo agonizante… presionando más profundamente en la
almohada, los ojos cerrados, con una expresión de sufrimiento resignado… Entro
en la habitación una hora más tarde. Cyril permanece siempre con los ojos
cerrados”. El 10 de octubre: “Larga estancia (de Cyril) en su baño mientras yo
hago la colada. Más tarde, al entrar en la habitación, le encuentro de pie
completamente desnudo, con aire turbado, como si contemplase el espacio (…). Ha
escrito una carta. Vuelta a la cama a acostarse,siempre con la espalda apoyada
en la jamba de la ventana”. Un año más tarde, el 17 de noviembre de 1951:
“(Cyril) no quiere bajar a desayunar. Está en la cama, apesta la
sábana…Permanece a veces una hora, como un ectoplasma, con los pliegues de
la sábana en la boca”.
Este
campeón de valores civilizados pone sin embargo el huevo de la permisividad
como Erasmo el de la Reforma. Pero deja a otros la cría. Un elemento
perturbador que Connolly no había previsto y habría a priori
deploradosobreviene: el culto a la violencia. Curiosamente, la violencia
siempre ha fascinado a buen número de intelectuales. Ella pasa de mano en mano,
acompañando las soluciones radicales y absolutistas. ¿Cómo explicar el gusto
por la violencia de Tolstoi, de Bertrand Russell y de tantos otros que se
pretendían pacifistas? Sartre delata su fascinación por la violencia en una
nube estupefaciente de eufemismos: “Cuando la juventud se enfrenta a la
policía, nuestro trabajo consiste en demostrar que la violencia está del lado
de la policía y ayudar fuerte a la juventud para practicar la violencia”.
Pretende que los intelectuales que no se comprometen en la “acción directa” (es
decir la violencia) para defender a los Negros “eran tan culpables de muerte
como si apoyasen a quienes mataban (los Panteras negras), asesinados por la
policía y el sistema”.
Los
intelectuales se asociaron demasiado a menudo a la violencia pese a que ello
pudiera ser tenido por una aberración pasajera. Esta colusión se manifiesta a
veces en una franca admiración hacia “los hombres de acción” que la
practicaron. Mussolini encuentra un número sorprendente de partisanos entre los
intelectuales, y no únicamente italianos. Las campañas electorales de Hitler
fueron más fructuosas en el campus de enseñantes y profesores que en el resto de
la población. Muchos intelectuales afectos a los más altos escalones
jerárquicos del partido nazi participaron de los abominables excesos de las SS.
Los cuatro escuadrones de la muerte Einsatzgruppen (las fuerzas de choque de la
solución final en la Europa del Este) contaban entre sus oficiales una buena
proporción de universitarios. Otto Ollhendorf que comandaba el batallón “D”
tenía tres diplomas universitarios y un doctorado de jurista. Stalin tuvo
también en su tiempo legiones de admiradores eruditos, como Castro, Nasser y
Mao Tsé Tung.
La
disposición del ánimo hacia la violencia o a su tolerancia fueron a veces el
producto de una deriva típica del pensamiento. “España”, el poema de Auden
sobre la guerra civil, publicado en marzo de 1937, comporta un verso
inmemorable sobre “la aceptación consciente de la culpabilidad del asesinato
necesario”.
A
Orwell le gusta el poema pero objeta que no podía haber sido escrito más que
“para que el asesinato fuese al sumo una palabra”. Auden se defendió
argumentando “que en caso de guerra justa, el asesinato podía llegar a ser
necesario en nombre de la justicia”. Suprime incluso de su texto la palabra
“necesario”. Kinsley Martin, que sin embargo reprobaba la violencia bajo todas
sus formas y sirvió en la unidad De la Cruz Roja cuáquera durante la Primera
Guerra Mundial, cometió a veces el error de defenderla. En 1952, aplaudió el
triunfo de Mao en China. Después, alarmado por los informes que estableciendo
que un millón y medio de “enemigos del pueblo” debían ser eliminados, considera
esta posición insensata en las columnas de su diario New Stateman:
“Estas ejecuciones ¿eran realmente necesarias?” Leonard Wolfang, un redactor
del periódico, le obligó a publicar una carta la semana siguiente en la que le
pide aportar algunas precisiones sobre las circunstancias que justificaban la
ejecución “realmente necesarias” de un millón y medio de personas ¡por un
gobierno! Martin, evita responde. Pero sus contorsiones para liberarse del
anzuelo al que estaba sometido fueron muy penosas de soportar.
Ciertos
intelectuales no vieron en la violencia una práctica abominable. El caso de
Norman Mailer es particularmente edificante pues se inserta perfectamente en el
cuadro de intelectuales que estudiamos. Único hijo de una familia matriarcal,
fue en su partida el centro de un círculo femenino admirativo. Su madre, Fanny,
venía de una familia holgada, los Schneider, y con sus hermanas dirigía un
negocio próspero. Más tarde, la hermana de Mailer se unió al círculo de sus
admiradoras. Mailer fue un muchacho modelo de Brooklin, tranquilo, bien
educado, siempre el primero de la clase. Fue admitido en Harvard a los
dieciséis años y sus progresos fueron aplaudidos con entusiasmo. Al decir de
Beatrices Silverman, “todas las mujeres de la familia encontraban genial a
Norman”. “Fanny no quería que su pequeño genio se casase”. La palabra “genio”
acudía a los labios de Fanny desde que se cuestionó a su hijo. Ella dijo a los
periodistas: “Mi hijo es un genio”. Tarde o temprano las esposas de Mailer
acabaron acusando el penoso “factor Fanny”. La tercera, Lady Jean Campbell, se
quejaba: “Sólo nos falta comer con su madre”. La cuarta, una actriz rubia que
hacía llamarse Beverley Bentley, fue sancionada severamente por haber hecho
comentarios “anti-Fanny”. Sus esposas fueron los sustitutos adultos del círculo
femenino de su infancia. Después de sus divorcios, Mailer queda bien con todas,
salvo una, que dijo “después de un divorcio la amistad puede comenzar, la
vanidad sexual no existe”. Tuvo seis esposas que le dieron ocho hijos en total.
Noriega Church, la sexta, tenía la misma edad que su hija mayor. Mailer tuvo
también muchas aventuras extra conyugales. Su cuarta esposa le echa en cara:
“Cuando yo estaba encinta, él tenía relación con una azafata. Tres días después
de mi vuelta a la casa con el bebé, él comienza con otra”. Esta progresión de
una mujer a otra se asemeja a la de Bertrand Russell que, como Sartre, vivió en
medio de un harem. Pero Mailer, a despecho de su pasado matriarcal, manifiesta
una fuerte inclinación por el patriarcado. Su primer matrimonio capota cuando
su mujer pretende hacer carrera y Mailer la trata de “mujer prematuramente
liberada”. Se queja también de la tercera: “Lady Jean ha renunciado a diez
millones de dólares por esposarse conmigo pero nunca ha querido preparar mi
desayuno”. Se divorcia de la cuarta cuando ella termina por tener una aventura.
Una de sus mujeres afirma que “Norma no querría incluso oír hablar de una mujer
que haya hecho carrera”. V.S. Pritchett señala en un libro de Mailer en 1971
que el hecho de haber tenido tantas esposas (no se había entonces esposado
todavía con la cuarta) indicaba “claramente que sólo se interesaba de las
mujeres por lo que tenían”.
Mailer
tuvo un segundo rasgo común a los intelectuales: su genio para la publicidad.
La promoción de su novela sobre la guerra, Los Desnudos y los muertos,
debida al trabajo reseñable de las ediciones Rinehart, fue una de las campañas
más exitosas del periodo de postguerra. Pero desde que su libro fue lanzado,
Mailer se encarga él mismo de sus relaciones públicas. Durante treinta años
organiza una soberbia publicidad entorno a él, su trabajo, sus mujeres, sus
divorcios, sus querellas o sus posiciones políticas. Fue el primer intelectual
en servirse eficientemente de la televisión y en entregarse a sus “happenings”
memorables y a veces alarmantes. Comprendió rápidamente que la televisión, más
que las palabras, tenía una insaciable necesidad de acción. Discurre por la
ruta abierta por Hemingway y se convierte en el intelectual más activo. ¿A qué
obedecía esta publicidad intensiva? En primer lugar a hinchar su vanidad y su
egoísmo. No subrayó jamás bastante que las actividades de Tolstoi, Russell y
Sartre no eran otra cosa que superficialidades racionales. No se pueden explicar
de manera coherente más que a través de un deseo de focalizar la atención sobre
ellos y sobre la esperanza de conseguir dinero. Las tendencias patriarcales de
Mailer le costaron muy caro. En 1979, fue llevado a la justicia por su cuarta
esposa. Mailer se defendió diciendo que no había conseguido los medios para
proporcionarse 1.000 dólares por semana. Pagaba ya una pensión de 400 dólares a
la quinta y 600 a la sexta. Tenía, además, 500000 dólares de deuda, debía
185000 a su agente literario, 80500 de impuestos, y el Estado había grabado su
casa con una hipoteca de 100000 dólares. Todo este choque publicitario fue
destinado a atraer lectores, lo que dio resultado. Para no citar más que un
ejemplo, su largo ensayo, Prisionero del sexo (en el que ataca al feminismo
y a las consecuencias de sus escapadas conyugales) que aparece en Harpers
en marzo de 1971, le permitió vender más ejemplares que cualquier otra
aparición de ese magazine en sus ciento veinte años de existencia.
Sin
embargo el sentido de la publicidad de Mailer tenía también un objetivo más
serio. Trataba de promover un concepto que se convirtió en el tema dominante de
su obra: la necesidad del hombre de liberarse de las constricciones que inhiben
su fuerza. Las gentes bien educadas identificarían esas inhibiciones de la
civilización. Para Yeats, una sociedad civilizada se definía por “el ejercicio
del imperio sobre sí mismo”. Mailer pone
este postulado en cuestión. ¿No será la violencia una manifestación necesaria?
¿A veces incluso una virtud? Él llega a esta postura por un camino desviado. En
su juventud, fue un agitador clásico y pronunció por ejemplo dieciocho
discursos para sostener la campaña electoral de Wallace en 1948. La memorable
conferencia de Waldorf significó su ruptura con el partido comunista. Después
de lo que sus opiniones políticas reflejaron a veces sus simpatías por la
izquierda liberal, pero no sistemáticamente. Su trabajo como periodista le
conduce a sondear la opinión de los Negros sobre los valores occidentales.
Durante el verano de 1957 publica El Negro blanco en la revista Dissent de Irving Howe. Este documento
de una gran importancia, da nacimiento a la tesis más influyente de la época de
postguerra. Analiza la “consciencia Hip”, el comportamiento acorde y
autoritario de la juventud negra, explica y justifica lo que él llama su contra
cultura. Mailer arrastra vivamente a los intelectuales blancos progresistas a
mantenerse en esta vía y a interrogarse sobre los numerosos aspectos de la
cultura negra tales como su anti racionalismo, su misticismo, el sentido de su
fuerza de vida, y sobre todo su papel en su violencia. Consideremos, escribe
Mailer, el caso real de los jóvenes Negros que atacaron a muerte al propietario
de una confitería. ¿No presentaba esta violencia un aspecto benéfico? “En el
hecho no se mata únicamente a un viejo hombre afable de cincuenta años sino
también a una institución, se viola la propiedad privada, se entra en un nuevo
informe de la policía, se integra el factor peligro en la vida”. Si la furia
reprimida representa un peligro para la creatividad, la violencia
exteriorizada, descargada, puede ser vista como una fuerza creativa.
Esta
fue la primera tentativa sopesada con sentido y bien escrita tratando de
legitimar la violencia personal de cara a la violencia “institucional de la
sociedad”. Esta hipótesis revela una cólera muy comprensible en ciertos medios.
Howe reconoce que hubiera sido preferible suprimir el pasaje relativo a la
muerte del pastelero. Norman Podhoretz recusa “estas ideas de una moralidad
macabra, de un cinismo ingenuo que prueba a qué excesos puede llegar la
ideología del inframundo”. Pero un gran número de jóvenes, tanto blancos como
negros, no esperaron a este tipo de racionalización para actuar. El Negro
blanco, fue un blanco-icono para los años 1960y 1970. Confiere una
respetabilidad a numerosos comportamientos considerados hasta entonces como
actos superados.
Algunas
licencias, graves y perniciosas, se añadieron así al programa permisivo
propuesto por Cyril Connolly diez años antes.
El
mensaje tiene tal impacto que Mailer lo ilustra por sus propios valores, tanto
públicos como privados. El 23 de julio de 1960 es inculpado por haber
participado en una pelea en un puesto de policía de Princetown y declarado
culpable de ebriedad. Vuelve a reincidir el 14 de noviembre en un club de
Broadway. Esta vez es inculpado por “conducta delictuosa”. Cinco días más
tarde, da una gran recepción en su apartamento de Nueva York para anunciar su
candidatura a la alcaldía de Nueva York. Pero al minuto, completamente ebrio,
discute en la calle delante de su casa con diversos intelectuales, en especial
con Jasón Epstein y George Plimpton que querían simplemente abandonar su fiesta
para reunirse entre ambos. A las cuatro se le ve con el ojo hinchado, los labios
inflamados y la camisa manchada de sangre. Su segunda mujer pintora, Adele
Morales, una hispano peruana, le hizo una escena. Él coge un portaplumas y le
clava la espada en el estómago y en la espalda. Le hace una herida de siete
centímetros y medio de profundidad y le falta poco para morir. Lo que sigue a
este incidente es complejo. Adele rehúsa presentar denuncia y el asunto se
termina un año más tarde con una indemnización y una puesta en libertad
vigilada. No manifiesta ningún remordimiento particular en sus comentarios.
Declara en el curso de una entrevista con Mike Wallace que “para un delincuente
juvenil el cuchillo tiene un enorme significado, es su espada, su virilidad”. Y
añade que sería preciso ¡organizar justas anuales entre bandas en Central Park!
El 6 de febrero de 1961 es invitado a leer poemas en el centro de poesía de la
Asociación de jóvenes Hebreos y aprovecha la ocasión para deslizar estos
versos: “en tanto que alguien se sirva de la navaja - quedará todavía amor”.
Mailer resume su episodio de violencia en estos términos: “Diez años de cólera
me han empujado a actuar. Después me siento mejor en mi propia piel”.
Mailer
trata enseguida de hacer progresar la contracultura controlándola mejor en
público. El Negro blanco inspira a Hippy Jerusalén Rubin que organiza el
2 de Mayo de 1965 una enorme manifestación contra la guerra en Vietnam, en
Berkeley, donde Mailer puso la tribuna. Declara que “la gran sociedad” del
presidente Lyndon Johnson iba a “acampar y a pasar el rato en la mierda”.
Exhorta a 20.000 estudiantes a no contentarse con criticar al presidente. Es
preciso también insultarle colgando su retrato en las paredes con la cabeza
abajo. Abbie Hoffman, que no tardaría en convertirse en el sumo sacerdote de la
contracultura, escucha ese discurso con atención y lo comenta: “Mailer ha
demostrado cómo focalizar el sentimiento de revuelta con eficacia no atacando
sólo las decisiones sino también las tripas de quienes las toman”. Dos años más
tarde, Mailer participa con éxito en la gran marcha sobre el Pentágono
profiriendo obscenidades: “Nosotros vamos a aplastar el vuelo delgobierno,
directamente en el esfínter del Pentágono”. Es arrestado y condenado a treinta
días de prisión (de veinticinco agravados). Cuando es soltado, declara a los
periodistas: ¿Sabéis, queridos amigos americanos, que hoy mismo, un domingo, se
está quemando el cuerpo y la sangre de Cristo en Vietnam?”Justifica esta
alusión alegando que, pese a no ser cristiano, se había casado con una
cristiana. Su cuarta esposa cuenta más tarde que cuando ella criticaba a su
madre él la pegaba en el bajo vientre.
Mailer
ridiculiza la imagen del hombre de estado y el buen nombre de sus acciones. En
mayo de 1968, en el apogeo de la agitación estudiantil, un escritor analiza en
Village Voice la influencia ejercida por Mailer: “¿Cómo es posible no
comprender a Mailer? Él ha predicado la revolución antes de convertirse en
movimiento, ha tratado a LBJ (el presidente Johnson) de monstruo cuando los
liberales, armados con reglas de cálculo escribían sus discursos”. Mailer
defendía a los negros, la marihuana, a Cuba, la violencia, el existencialismo…
cuando la nueva izquierda no era todavía más que destellos de malicia a los
ojos de C. Whright Mills”. Pero si está claro que Mailer se basaba en el
discurso político, era evidente que no estaba educado para el debate. Su
impacto sobre la vida lotería fue similar. Sus peleas con sus colegas
rivalizaban con las de Ibsen, Tolstoi, Sartre y Hemingway, e incluso las
sobrepasaba. Se querella, entre otros, en privado y en público, con William
Styron, James Jones,Calder Willingham, James
Baldwin y Gore Vidal. Estos enfrentamientos, como los de Hemingway,
fueron a menudo violentos. En 1956 se le vio cruzar golpes en los parterres de
flores de la casa de Styron con Bennet Cerf quien declara: “¡Usted no es
editor, usted es un dentista!”. En 1971, los telespectadores asistieron a un
reparto de golpes entre Mailer y Gore Vidal en una emisión de Dick Cavett. En
1977 en su encuentro tuvieron el siguiente diálogo; Mailer a Vidal: “Usted
tiene aires de judío asqueroso. - Es porque tiene aires de judío asqueroso”.
(Mailer arroja el contenido de su vaso a la cara de Vidal). La corresponsal del
New Yorker en París, Janet Flanner, una mujer distinguida e inofensiva,
participa de un debate televisivo seguido de un intercambio de bofetadas. La
conversación derrapa en una discusión de barrizal entre Mailer y Vidal sobre la
pederastia. Janet interviene:
Flanner:
- ¡Oh! ¡Por el amor del Cielo! (Risas)
Mailer:
- Sé que usted vive en Francia desde hace varios años, pero créame,
Janet, ¡es posible penetrar a una mujer también de otra manera!
Flanner:
- Es lo que yo he querido decir. (Risas)
Cavette:
- Terminaremos la emisión con este apunte tan elegante.
Mailer encarna una mezcla de permisividad y de
violencia que caracteriza a los años 1960 y 1970 y sobrevive milagrosamente a
sus propios bufones.
Otros
fueron menos afortunados o menos resistentes. La mutación del intelectual
utopista “al viejo estilo” en nuevo y hedonista brutal se opera con una
velocidad vertiginosa y provoca algunos accidentes deplorables.
Cuando
Cyril Connolly publica su manifiesto en junio de 1946, Kenneth Peacock Tynan
viene a acabar su primer año de estudios en el colegio Magdalena de Oxford y ya
estaba situado en su medio como jefe de filas de la sociedad intelectual.
Cuatro meses más tarde, a principios del trimestre siguiente, yo tenía el
testimonio novicio e intimidado de su llegada a Magdalen. Contemplé con asombro
a este grande y bello hermafrodita de bucles rubios, pómulos a la Beardsley,
tartamudeos elegantes, con vestimenta de color ciruela, corbata lavanda y
anillo heráldico con rubíes. Arrastré mi único maletero de ruedas
reglamentarias hasta la habitación donde él parecía tener sus posesiones y sus
servidores a los que daba órdenes con calma y autoridad. Una frase me llamó la
atención particularmente: “¡Prestad atención a esta caja, buen hombre, está
repleta de camisas caducas!”. No fui yo el único asombrado por esta elegante
prestación. En 1946, Tynan y yo formábamos parte del grupo de estudiantes que
pasaban de la escuela a la universidad. La gran mayoría de los alumnos volvían
de la guerra. Algunos habían sido oficiales y habían asistido o participado de
espantosas carnicerías. Pero ninguno había visto nunca una cosa semejante. Los
fornidos de la guardia real quedaron mudos de asombro. Los pilotos de los
bombarderos que habían matado a millones de personas ensancharon los ojos. Los
tenientes de navío que habían hundido el Bismarck contemplaron este
espectáculo alucinante con estupor.
La
historia de este extraño joven había sido tan extravagante como él (pero se
ignoraba todavía en aquella época). ¿Podría estar influida, no tanto por los
anales de los héroes de Magdalen como por los de Oscar Wilde o Compton
Mackenzie, o por un libro de Arnold Bennett? Los detalles relativos a la vida
de Tynan han quedado recogidos consigo por Kathleen, su segunda esposa, y
publicados en una tierna y dolorosa biografía modelo en su género.
Tynan,
nacido en 1927, creció en Birmingham y frecuentaba su célebre escuela
secundaria. Desempeñó el papel principal en Hamlet y obtuvo una beca para
entrar en Oxford. Se crió como hijo único, niño mimado, adorado por Rosa y por
Peter Tynan. Su padre le dio 20 libras como dinero de bolsillo por quincena,
mucho dinero para aquella época. En realidad, Tynan era hijo ilegítimo y su
padre un “número sacro”. Llevaba una doble vida. Una mitad de la semana se
hacía llamar Peter Tynan y vivía en Birmingham. La otra mitad de la semana era
Sir Peter Peackok, juez de paz, emprendedor próspero, elegido seis veces
alcalde de Warrington donde vivía con una Lady Peacock y muchos chicos Peacock.
Allí vestía levita, sombrero alto, polainas grises y camisas de seda sin mesura.
Tynan no descubre la maceta de rosas hasta 1948, al terminar su estancia en
Oxford. Sir Peter muere y la familia legítima se llena de indignación tratando
de reclamar en Warrington a toda prisa su cuerpo y de impedir que la desolada
madre de Tynan asistiese a los funerales. No era infrecuente que estudiantes de
Oxford descubriesen de pronto que eran hijos ilegítimos. Ese fue el caso de
otro pensionado de Magdalen, el barón Edward Hilton, que fue obligado a retirar
la mención “Sir” de su placa. Tynan reaccionó enseguida inventándose que su
padre era consejero financiero de Lloyd George. Pero este descubrimiento le
hace daño y escabulle el nombre de Peacock entre el suyo. Su madre tenía un
sentimiento de culpabilidad por haberle sobre protegido y arruinado, por lo que
él la trató siempre como a una sirviente privilegiada.
Tynan
tenía desde siempre la costumbre de dar órdenes y la actitud del maestro. En
Oxford, había vestido como un príncipe de la época donde el racionamiento era
muy estricto. Aparte de su costumbre de vestir ropa color violeta y camisas con
encajes de oro, tenía un abrigo reversible de seda roja, prendas de ante, un
traje verde botella del que él decía estaba hecho con tela de mesa de billar y
calzado de ante verde. Se inventaba “justo un toque de barniz púrpura sobre el
contorno de la boca”. Renueva su reputación de extravagante estético de Oxford.
Durante toda su estancia, se habla mucho de él en la ciudad. Crea e interpreta
piezas, es un brillante orador, escribe artículos en revistas o las edita,
organiza fiestas sensacionales a las que asisten celebridades londinenses del
mundo del espectáculo (pagando sus shillings la entrada), se rodea de
mujeres bonitas y de profesores admiradores, hace brillar su efigie y vuelve a
dar vida a las páginas del BridesheadRevisted haciendo de ella un best
seller.
Contrariamente
a los que fueron sensación en Oxford, Tynan triunfó en todo lo que emprendió en
la vida. Produjo piezas y revistas, jugó con Alex Guiness y, sobre todo, se
impuso rápidamente como el periodistaliterariomás audaz de Londres. Su divisa
era la siguiente: “Escribir herejías, puras herejías”. Fija en su bureau un
eslogan estimulante: “Exasperar, aguijonear, lacerar, provocar tormentas”. Él
sigue sus propios mandatos al pie de la letra. Todo ello le valió rápidamente
una reputación envidiable como el mejor crítico dramático del Evening
Standard, tras una carta importante al Observer, el periódico inglés
más prestigioso de la época. Los lectores quedaron tan aturdidos como los
estudiantes del Magdalen ante este fenómeno que parecía conocer todo el ámbito
literario y empleaba palabras tales como famélico, bribón y cretino. Ejerce
plenos poderes sobre el teatro londinense. Unas veces se le respeta, otras se
le teme y otras se le odia. Monta la pieza de Osborne Look Bank ni Ánger que
fue un triunfo, y puso en marcha la leyenda del “joven encolerizado” y presenta
a Brecht al público inglés. Tynan hace campaña por el teatro subvencionado que
había probado la eficacia del teatro de Brecht. Cuando Inglaterra tiene su
propio Teatro nacional, fue nombrado director literario desde 1963 a 1973
enriqueciendo el repertorio de obras cosmopolitas. Alrededor de setenta y nueve
piezas representadas bajo su mandato, la mitad tuvieron éxito. Un récord
reseñable. Tynan se hizo igualmente célebre en Estados Unidos gracias a las
críticas elogiosas que aparecieron en el New Yorker de 1958 a 1960. Pero
las actividades de Tynan tenían un objetivo más serio. Como Connolly y de una manera un tanto
confusa, asocia el hedonismo y la permisividad en el socialismo. Aporta su
contribución al manifiesto de los “Angries” y precisa sus intenciones en su Declaration
(1957): el arte debe “tomar parte, comprometerse” y el socialismo debe
significar “la progresión hacia el placer”, ser una “afirmación internacional
alegre” (en esta época la palabra “gay” no estaba todavía asociada a la
homosexualidad). El Negro Blancode Mailer fue publicado el mismo año y
este libro contribuyó a romper las inhibiciones lingüísticas en la escena como
en otras partes el tiempo. En Inglaterra, Tynan más que nadie destruye el viejo
sistema de censura oficial y no oficial. Sus esfuerzos fueron puntuados como
actitudes de posición política tradicionales pero añadiendo elementos más
permisivos. En 1960introdujo la palabra “mierda” en el vocabulario del Observer.
El año siguiente organiza una manifestación procastrista en Hayd Park animada
por una multitud de jovencitas. El 13 de noviembre de 1965, acomete su obra
maestra de publicidad personal pronunciando la palabra “fuck” en una emisión
televisiva satírica de la BBC en una hora tardía. Esta audacia calculada hizo
de él el hombre más célebre del país. El 17 de julio de 1969 pone en escena ¡Oh
Calcuta! que los comediantes escenificaron completamentedesnudos. Dio la
vuelta al mundo y reportó 360 millones de dólares.
Pero
Tynan no se contenta con aniquilar toda censura. Se destruye también a sí
mismo. Muere en 1980 de un enfisema, debido a los pecados del tabaco
transmitidos a sus débiles bronquios por su padre. Pero también se inmola en el
altar del sexo. Tynan fue un obseso sexual precoz. Declara que se masturbaba
desde la edad de once años y alababa a menudo los juegos de esta actividad.
Hacia el fin de su vida, se define a sí mismo como un tynanosaurus homo
masturbans, una especie, según él, en vía de desaparición. Cuando era
apenas un adolescente logró hacerse con una colección de revistas
pornográficas, lo que no debió ser fácil en tiempos de guerra en Birmingham.
Cuando interpreta Hamlet en la escuela, mueve a James Ágata, crítico
influyente y homosexual notable, a escribir sobre su espectáculo. Agate,
seducido, invita al joven a su apartamento de Londres. Pone su mano sobre su
rodilla y le pregunta: “¿Seriáis homo, mi muchacho?” “Creo que no”, respondió
Tynan. “Ah, bueno, tanto peor, nos obligaremos”. Tynan dice la verdad. Gustaba
mucho de llevar para la ocasión vestimenta femenina, sabía que se le podría
tomar por homosexual pero no lo desmentía nunca, persuadido de que esa
reputación facilitaba su aproximación a las mujeres. Pero jamás tuvo una
relación homosexual. “¡Jamás. Ni incluso, el más mínimo contacto!”, afirma. Por
el contrario, manifiesta mucho interés
por el sexo masoquismo. Agate, habiéndolo descubierto, da a Tynan la llave de
su rica colección pornográfica y termina corrompiéndole.
Tynan
nunca se tomó la molestia de esconder sus inclinaciones e incluso a veces las
proclama. Anuncia en el curso de una conferencia en la Oxford Unión “Mi tema
será el siguiente: el látigo en el crepúsculo”. En Oxford tuvo un gran número
de aventuras. Pide generalmente a sus conquistas que le ofrezcan sus
calzoncillos que él suspendería en los látigos que decoraban sus paredes. Amaba
a las judías voluptuosas, sobre todo a los que habían tenido un padre severo
que les administrase castigos corporales. Explica a una de ellas que la palabra
“castigo” tenía “una considerable dosis victoriana de venganza”, que la palabra
“azotaina” era igualmente muy potente y se adaptaba a las correcciones a
escolares infantiles (…), que el látigo simboliza el sexo y la belleza, y
siempre una oferta”. No esperaba de sus esposas otra cosa que no fueran estas
prácticas asociadas para él al pecado y al jolgorio perverso de la
culpabilidad. Pero desde que ejerce poder en el teatro, no tiene ninguna
dificultad para encontrar comediantes sin trabajo que aceptasen participar en
sus juegos eróticos a cambio de su ayuda.
Las
mujeres parecían menos dispuestas a lamentarse más de su sadismo relativamente
moderado que de su vanidad y de su despotismo. Una joven le deja cuando se da
cuenta al entrar en un restaurante que centraba todos sus esfuerzos en mirarse
en un espejo. Al decir de otra de sus conquistas: “En el mismo momento que le
dejes, sales de su cabeza”. Tynan trata a las mujeres como a objetos. Pero por
otro lado era encantador, podía mostrarse sensible y comprensivo. Pero esperaba
de las mujeres que girasen en torno a los hombres como lunas alrededor de un
planeta. Su primera esposa, Elaine Dundy, tenía ambiciones personales y terminó
escribiendo una novela de calidad. Cyril Connolly, a quien alguien le pregunta
si le parecía buena, responde: “No lo creo. Se trata de una que busca demostrar
que existe”.
Hace
a Elaine Dundy escenas de una violencia inusitada. En su menage, derrama lágrimas y gritos del estilo: “¡Te voy
a matar, puta!”. Mailer, experto en escenas conyugales, otorga a Tynan una
excelente nota: “Ellos se intercambian golpes que les dejan aturdidos, que
invitan a aplaudir como en un combate de boxeo de profesionales”. Tynan exige a
su esposa una lealtad total reservándose el derecho de ser infiel. Pero un día,
al volver de estar con su amante, se encuentra en el apartamento de Londres a
su primera mujer en la cocina, en compañía de un poeta completamente desnudo
que Tynan conocía, un productor de la BBC. Furioso, busca la vestimenta del
poeta en el dormitorio, la coge y la mete en la caja del ascensor. Pero en
general era menos valeroso.
Después
de haberse divorciado de la primera mujer, hace de Kathleen Gates su segunda
esposa, que deja a su marido y se va a vivir con él. Cuando su esposo la
encuentra con Tynan y fuerza la puerta de entrada, corre a ocultarse detrás del
canapé. Más tarde, el marido sorprende a Kathleen y a Tynan delante de la casa
de la madre de la joven, en Hamstead. Unos penachos de cabello de Tynan, en ese
momento rubio grisáceo, caen durante la pelea antes de que pudiese ir al abrigo
de la casa. Su segunda esposa cuenta: “Ken y yo, estamos escondidos en casa de
mi madre, y hemos esperado a la noche para escabullirnos fuera. En la carretera
Ken me asegura que nos está siguiendo y salta a un contenedor de basura”. Tynan
sin duda recordaba esa reminiscencia de la obra de teatro de Beckett.
El
segundo matrimonio no es más dichoso que el primero y por la misma razón. Tynan
exige una total libertad sexual para él, una fidelidad absoluta de su mujer
mientras mantiene una relación permanente con una actriz sin trabajo con la que
se entrega a sus fantasmas sadomasoquistas. Él se viste de mujer y su amante de
hombre y a veces invita a prostitutas a que participen de sus fiestas. Anuncia
a Kathleen su intención de liberarse con esas sesiones dos veces por semana,
“aunque ella no sea ni razonable, ni gentil, ni amistosa (…). Es mi elección,
mi cosa, mi deseo (…) Es francamente ridículo y ligeramente obsceno. Pero me
agita, me sacude como una infección y tiemblo hasta que pasa la crisis”.
El
asunto se hace más grave cuando Tynan decide renunciar a su carrera para
hacerse pornógrafo sin recursos ni porvenir. Desde 1958, anota en su plan:
“Escribir piezas. Libros pornográficos. Escribir una autobiografía”. En 1964,
toma contacto con la revista Play Boy, la cual, curiosamente, rehúsa el
material erótico que propone. Podría decirse que Tynan, envalentonado por el
éxito formidable de Oh! Calcutta! piensa con demasiado optimismo hacer
de la pornografía un arte que pudiese ser tomado en serio. A principios de los
años 1970, intenta convencer a cierto número de escritores célebres escribir
sobre los fantasmas ligados a sus masturbaciones y hacer de ello una antología.
Recibe una gran número de negativas humillantes, de parte de Nabokov, de Graham
Greene, Beckett y Mailer, entre otros. Aparte de este fracaso, intenta producir
un film pornográfico pero este proyecto nunca vio el día, pues Tynan no
consiguió los fondos necesarios. Contrariamente a la mayor parte de los
intelectuales Tynan no era avaro y bien al contrario, como Sartre, gastaba sin
contar. En la muerte de su madre, hereda una coqueta legada por el viejo Sir
Peter y la dilapida en cuanto puede. Deja el Teatro nacional con una
indemnización irrisoria. Los contratos que firma por Oh! Calcutta! eran
tan desconsiderados que apenas percibe 250.000 dólares por una revista que tuvo
un inmenso éxito. Pasa los últimos años de su vida intentando reunir fondos
para un proyecto que sus amigos más avisados consideraban repugnante o
desesperado. Y Tynan empieza a dudar de sí mismo. Escribe a Kathleen, de
Provence: “Me pregunto qué hago rumiando la pornografía. Es francamente
vergonzoso”. En Saint Tropez sueña una joven desnuda, espolvoreada y cubierta
de excrementos, con los cabellos cortados, chinches en la cabeza y anota:
“Desde que me despierto horrorizado, los perros del hotel empiezan a ladrar,
como hacen cuando pasa el rey de los demonios invisible para el hombre”. Los
últimos años de Tynan fueron el siniestro contrapunto de su obsesión sexual y
de su debilidad psíquica. El relato que hace su viuda, de una lectura
angustiosa para quienes lo conocieron y admirado como hombre, recuerda la
metáfora impresionante de Shakespeare, “un gasto del espíritu desperdiciado por
la vergüenza”.
El
caso del cineasta Rainero Werner Fassbinder, puede ser el mejor dotado que ha
producido Alemania, y aún más asombroso, pues la violencia se alía más allá de
la laxitud. Este muchacho de hecho nace en Baviera el 31 de mayo de 1945,
después del suicidio de Hitler con todas sus repercusiones. Se beneficia y es
víctima de las nuevas libertades defendidas por Connolly, Mailer y Tynan. El
cine alemán de los años 1920 domina el mundo. El advenimiento de los nazis
provoca una fuga de los principales talentos de los que Hollywood recoge los
frutos. Cuando el régimen nazi colapsa, las autoridades americanas de ocupación
trasplantan el cine de Hollywood a terreno alemán. En 1962, el Oberhausen
Manifesto, una declaración de independencia cinematográfica, firmado por
veintiséis guionistas y directores alemanes, pone fin a este episodio.
Fassbinder deja la escuela dos años más tarde. A los veintiún años, había hecho
dos cortometrajes y creado su cooperativa de producción “El Antiteatro”. El
mundo de las artes vivía en la época a la sombra de Brecht y de su primera
creación de la Opera de quat’ sous. Fassbinder interpreta el papel de
Mackie-le-Surineur. El Antiteatro, igualitario en teoría, se manifiesta en la
práctica como estructura tiránica. Fassbinder se comporta como un déspota “como
Louis XIV en Versalles”. Se sirve de esta estructura para hacer su primer film
de éxito, El Amor más frío que la muerte, montado en veinticuatro horas
en abril de 1969.
Fassbinder
se convirtió en jefe de filas y símbolo del cine de la era en tiempo récord. Su
autoridad y su rapidez de ejecución le permitieron hacer films económicos y de
gran calidad. Las críticas fueron rápidamente muy elogiosas. Sin embargo debió
esperar a la salida de El miedo devora el alma (1974) para conseguir un
nivel apreciable en caja. Pero ya estaba en sus veinte años y un film. A partir
de noviembre de 1969, logra nueve metrajes en doce meses. Los 470 planes del Mercado
de las cuatro estaciones (1971) los consiguió llevar a cabo en doce días
obteniendo un éxito comercial saludado con calor por los críticos. A los
treinta y siete años, contaba con 43 films en su activo, realizados a razón de
un film cada cien días, a lo largo de treinta años. Nunca cogió vacaciones, su
equipo trabajaba sin descanso, incluso los domingos. Este fanático de la
autodisciplina tenía como divisa: “Dormiré bastante bien cuando esté muerto”.
Esta
prodigiosa producción fue fruto del egoísmo y del abuso de poner la carne de
gallina. Su padre era médico. Éste deja la casa cuando Fassbinder tiene seis
años, abandona la medicina para hacerse poeta y se gana la vida explotando
pequeñas propiedades baratas. Su madre, comediante, interviene a veces en sus
films. Después del divorcio, se amanceba con un autor de novelas. Fassbinder
vive su infancia y su adolescencia en plena bohemia literaria, en una atmósfera
de inseguridad, de amoralidad y de irresponsabilidad. Es muy creativo y escribe
novelas y canciones. A los quince años ayuda a su padre a cobrar el alquiler de
sus apartamentos. Cuando anuncia a su padre que estaba enamorado del hijo del
panadero, reacciona de una manera típicamente alemana: “Si te quieres acostar
con los hombres, por lo menos podrías escoger un universitario”.
Fassbinder
persigue con una tenacidad infatigable uno de los tres temas de la cultura de
los años 1960, la explotación sin inhibición del sexo para el placer. Su
demanda insaciable crece al mismo ritmo que su poder sobre el cine y el teatro.
La mayor parte de sus relaciones fueron masculinas. Algunas era de casados, con
hijos, lo que daba lugar a escenas angustiosas familiares. Sus pulsiones sadomasoquistas
y extremas se manifestaron pronto. Se sentía atraído por hombres de la clase
obrera a los que hacía sus actores y amantes. Uno de entre ellos, al que
llamaba “mi negro bávaro”, era especialista en accidentes de coches de lujo.
Otro, un prostituto norteafricano un poco asesino dio algunos sustos a
Fassbinder y a su socio, un tercero, un panadero al que hizo actor, se suicidó.
Pero Fassbinder se interesa también por las mujeres y vislumbraba “fundar una
familia tradicional” de tipo patriarcal. Con las mujeres se comporta como
propietario, gusta dominarlas. Al principio de su carrera, necesita
recaudadores de dinero de sus films y utiliza empleados del servicio de
inmigración para reclutar a “sus anfitriones trabajadores” como les llamaban
los alemanes. En 1970, se casa con Ingrid Caven, una actriz que creyó poder
convertirse a la heterosexualidad. Pero la ceremonia de la boda se tornó en
orgía. La casada encuentra la puerta de su habitación cerrada y alvalet
de la habitación en su cama con su marido. Después del divorcio, Fassbinder se
esposa enseguida con la productora de uno de sus films, Julien Lorenz, y
continúa ostensiblemente su búsqueda en los bares, hoteles y burdeles. Pero
luego también, curiosamente, pide a su mujer que le sea fiel. En el curso de
una proyección de Berlín Alexanderplatz (1980), descubre que ella había
pasado la noche con un electricista, le hace una escena de celos y la trata de
puta. Julien rompe su certificado de matrimonio y le deja los trozos a su
vista.
Los
films y el modo de vida de vida de Fassbinder estuvieron marcados por la
violencia, el segundo gran tema de la nueva cultura. En su juventud, Fassbinder
parece haber tenido relación con Andreas Baader que participó en la creación de
un grupo de terroristas notables en Alemania del Oeste, y con Horst Sohnlein,
el incendiario de la banda Baader-Meinhof. Según su amigo, el actor Harry Baer,
Fassbinder había estado tentado por el terrorismo, pero estimaba que sería más
útil “para la causa” haciendo films “en la clandestinidad”. Cuando Baader y
miembros de la banda se suicidan en la prisión de Stammheim, en octubre de
1977, Fassbinder, furibundo, proclama: “Han sido asesinados nuestros amigos”.
En el film La Tercera Generación (1979), que sigue estos
acontecimientos, da su versión: el terrorismo había sido explotado por las
autoridades a fin de restablecer la dictadura en Alemania. Esta declaración
desata la cólera. En Hamburgo, un matón noquea al proteccionista del cine y
destruye el film. En Francfort, jóvenes lanzan bombas lacrimógenas en un cine
que le programa. Fassbinder que se beneficia generalmente de subvenciones del
Estado, otro signo de la época, hacía con sus propios fondos testimonios de
amor o de odio.
En
esta época, bucea en el tercer tema de la nueva cultura, la droga. La
tolerancia acerca de las drogas estaba siempre implícita en esta sociedad
laxista, y especialmente en los medios hippies. En los años 1960, los
intelectuales adquirieron la costumbre de firmar las peticiones en favor de la
liberalización de las leyes relativas a la droga. En su juventud, Fassbinder
gana dinero pasando la frontera al volante de vehículos robados. No parece
haber estado implicado en historias de droga en esa época pero, por supuesto,
frecuenta los medios más complicados.
Como
Brecht se inventa un uniforme adecuado: pantalones rotos con vuelta, camisa a
cuadros, zapatos barnizados con escamas y barba fina de loco. Fumaba un
centenar de cigarrillos al día e ingería una gran cantidad de alimentos. En la
treintena, comienza a parecerse a una rana hinchada. Proclama entonces que
“para protegerse, el único medio eficaz era hacerse horrible… una monstruosa
muralla contra toda forma de afecto”. Y el objetivo, ser también enorme. En
Estados Unidos, bebía media botella de bourbon Jim Beam al día, a veces más, y
cuando decidía irse a dormir se valía de una gran cantidad de somníferos del
tipo Mandrax. No parece haberse dado a las drogas duras antes de los treinta y
un años, la época en que se proyecta La Ruleta china (1976). Pero prueba
un día la cocaína y se convence de su poder creativo y se decide a consumirla
regularmente aumentando más y más las dosis. Durante la proyección de Bolswiser
(1977), obliga a uno de sus actores a hacer su papel drogado.
La
situación no hace más que empeorar. En febrero de 1982, consigue el Oso de Oro
del festival de Berlin. Confía en hacer triplete con la Palma de Oro de Cannes
y el León de Oro de Venecia. Pero Cannes no le otorga el premio. Destinados
20.000 marcos a comprar cocaína, cede los derechos de distribución de su
próximo film para estar seguro de procurarse otro. Tuvo bruscos abscesos de
agresividad con las mujeres. Cuando estaba bebido o drogado, enfurecido y sin
motivo daba patadas en las tibias de su script. El 31 de mayo, en el curso de
una fiesta dada por su aniversario, da un enorme sexo de plástico a Ingrid, su
anciana esposa, diciéndole que eso le proporcionaría placer por un momento.
Continúa dando entrevistas y trabajando pero su consumo de droga, de alcohol y
de somníferos aumenta constantemente. El 10 de junio por la mañana, Juliane
Lorenz le encuentra muerto en su cama, con la televisión encendida. Un
simulacro de funeral tiene lugar. Pero el círculo estaba vacío pues la policía
exige una autopsia para saber si había muerto drogado. La moral de la historia
es tan simple y absoluta que es inútil esperar. Para honrar al artista difunto
se le moldea una máscara mortuoria, como la de Goethe o Beethoven. En
septiembre, en el festival de Venecia, copias piratas de este macabro objeto
circulan de mesa en mesa por los cafés de la plaza de San Marco.
Se
puede considerar que Tynan y Fassbinder son víctimas de su culto al hedonismo.
Otros cayeron en nombre de la legitimidad de la violencia, como James Baldwin
(1924-1988), el más sensible y más pujante de los escritores negros americanos
del siglo XX. Hubiera podido vivir feliz, haber tenido una vida completa pues
sus cualidades y su éxito fueron considerables. Pero el nuevo clima de su
tiempo le hizo un hombre profundamente desgraciado, persuadido de que el
mensaje de su obra debía ser el odio. Lanzó este mensaje con cólera y
entusiasmo y pagó esta extraña paradoja. Los intelectuales que debieran enseñar
a los hombres y a las mujeres a fiarse de su razón, les incitan generalmente a
entregarse a sus emociones. En lugar de exhortarles a reconciliarse con la
humanidad, les empujan al recurso de la fuerza.
El
relato de Baldwin relativo a su infancia es poco fiable por razones sobre las
que hablaremos más adelante. Pero en cuanto al trabajo de su biografía, Fern
María Eckman, y otras fuentes diversas, es posible hacer un resumen bastante
preciso.
Baldwin nace en los años 1920 en el Harlem, y
ha conocido en su infancia las privaciones. Era el mayor de ocho hijos y su
madre no se casa hasta que él tiene tres años. Su abuelo fue esclavo en
Lousiana, su padrastro, un predicador dominical, un “Holly Roller”, que entre
la semana rellenaba botellas por un salario miserable. A pesar de la pobreza de
la familia, Baldwin fue bien educado. Después a su madre se la veía siempre con
un hermano pequeño o una hermana pequeña en sus brazos y un libro. El primero
que leyó y releyó es La cabaña del tío Tom que tuvo sobre su obra una
influencia sorprendente a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Sus padres
reconocieron sus dones y los fomentaron y no fueron sólo ellos quienes lo
hicieron. Durante los años 1920 y 1930 el sentimiento de fracaso y de
consciencia racial no se hace sentir todavía en las escuelas de Harlem. Si los
Negros trabajaban bien, se pensaba que podían tener éxito en la vida y la
pobreza nunca era una excusa para no aprender. El nivel escolar era elevado y
los chicos seguían o eran castigados. Baldwin creció en esta atmósfera
estudiosa. Gertrude Ayer, la excelente directora de la escuela comunal 24, en
la época la única directora negra de Nueva York, y su maestra de escuela,
Orilla Millar, le empujaron a escribir. Su primera novela apareció en Douglas
Pilote, el diario de la escuela secundaria Frederick Douglas Junior, y fue
editado más adelante. Tenía sólo trece años. Fue ayudado por dos enseñantes
negros excepcionales, Herman Porter, y el poeta Countee Cullen, que le enseñó
francés. En la adolescencia escribió dos textos de una gracia extraordinaria y
sus progresos fueron notables. Un año después de haber dejado la escuela,
escribe un artículo en la gaceta y rinde homenaje al espíritu de camaradería, a
la buena voluntad reinante haciendo uno de los mejores establecimientos
secundarios del país. No contento de ser un escritor cumplido desde su
adolescencia, fue igualmente un predicador sin par, “muy hot”. Fue
admirado, esforzado y tratado con consideración por sus mayores. Frecuentó
enseguida un célebre pensionado neoyorquino del Bronx, el De Witt Clinton
Higini School, de donde salieron, entre otros, Paul Gallico, Paddy Chayedvsky,
Jerome Weideman y Richart Avedon. Todavía allí fue protegido por profesores de
primer orden que hicieron todo lo posible por que salieran a relucir sus
talentos evidentes. Sus obras fueron publicadas en el soberbio magazine
de la escuela, The Magpir, igualmente editados enseguida.
Sus
últimos artículos en el The Magpie indican que había perdido la fe. Se
retira de la Iglesia, se hace portero, mozo de ascensor, trabaja en una cantera
de construcción de New Jersey y escribe por la noche, siempre animado por sus
mayores blancos y negros. A Richart Wright, el escritor negro más célebre de
esta época, se le otorga el premio Eugenésico F. Saltón Memorial Trust que le
permite pagarse su viaje a París. Sus obras aparecen en Nation y en el New
Leader. Su ascensión no fue sensacional pero sí constante y metódica. Los
que le conocieron testimoniaron su asiduidad al trabajo, su seriedad, su
devoción por su familia a la que envía todo el dinero que puede economizar.
Tenía el aire del ser feliz. En 1948, con la aparición notable de su artículo
“El ghetto del Harlem” merece el juicio mensual intelectual del Commentary.
Numerosos lectores le enviaron dinero para ayudarle a completar sus obras de
novela. Una donación de Marlon Brando le permite terminar su novela sobre la
vida religiosa en Harlem, Go Tell it no the Mountain, que fue editada en
1953 y muy aplaudida. Lleva la existencia de un intelectual cosmopolita, vive
en Harlem, en ¡Greenwich Village! En París, en la ribera izquierda, evita
totalmente a la burguesía negra e ignora el Sur. El problema negro no era su
preocupación principal. Leyendo sus primeras y mejores obras, es imposible
adivinar que Baldwin fuese negro. Era partidario de la integración en su vida
como en su trabajo y sus mejores ensayos publicados en Commentary, una
publicación militante de la integración, lo testimonia. Norman Podhoretz, su
editor, declara más tarde: “Baldwin era un intelectual negro de la misma manera
que nosotros éramos intelectuales judíos”.
Pero
a partir de 1955, Baldwin siente la necesidad de un nuevo clima intelectual, de
un lado laxista, de otro sembrador de odio. Él era o creía ser heterosexual. Su
segunda novela, La Chambre de Giovanni (1956), trata de este asunto. Su
editor le evita y se ve obligado a buscar otro, el cual (estaba persuadido) le
ofrecía poco dinero. Esta experiencia le llena de rabia contra los editores
americanos. Además, se da cuenta de que su cólera es de actualidad. Entendiendo
que la suya es legítima y va contra personas e instituciones que antes
respetaba, la desvía incluso contra Richard Wright y otros Negros que le habían
ayudado. Baldwin se hace portador entonces de juicios colectivos sobre la raza
blanca y remodela por completo su historia personal en gran parte
inconscientemente. A partir de ese día se comporta como intelectual. Sus
escritos autobiográficos se convierten peligrosamente en mentiras a pesar de su
apariencia francamente exhibicionista. Descubre que había sido un niño
desgraciado. Que su padre le había dicho que era el chico más feo que había
visto jamás, tan horrible como el hijo del diablo. Escribe a su padre: “No
recuerdo que durante todos estos años ninguna de sus hijos haya sido dichoso al
verle entrar en la casa”. Afirma que a la muerte de su padre, oyó a su madre
suspirar: “Soy una viuda de cuarenta y un años, madre de ocho muchachos que
nunca he querido”. Se persuade de que él había sido tratado salvajemente en la
escuela y hace una descripción terrorífica de la escuela superior Frederick
Douglas Junior. Cuando vuelve a visitarla en 1963, declara a sus alumnos: “Los
blancos están convencidos de que el negro es aquí feliz. Nuestro trabajo
consiste en no hacerlo creer ni un segundo más”. Richard Avedon, su
contemporáneo, recusa enérgicamente esta afirmación. Baldwin dice de su
profesor de inglés que le había ayudado: “Entre nosotros, esto era el odio”.
Ataca violentamente los libros que en otro tiempo había adorado, principalmente
La cabaña del tío Tom y las aspiraciones integracionistas de la
burguesía negra. Investiga sobre el Sud y a finales de los años 1950 se
adhiere al movimiento de Defensa de los derechos civiles, dos fenómenos que
había ignorado por completo hasta entonces. Pero no se interesa en absoluto por
la estrategia de Gandhi y de Martin Luther King. No hace caso de ningún
intelectual negro ni de razonamientos como los de Bayard Rustin que trata el
problema de la igualdad de manera estrictamente racional. En el clima general
generado por Mailer con suElNegro Blanco, Baldwin juega con vehemencia
creciente la carta emocional y ataca incluso a Mailer declarando que prefiere
frecuentar a un blanco racista que a un liberal, porque al menos él sabía dónde
metía los pies.
Pero
en verdad, Baldwin pasa la mayor parte de su tiempo con Blancos liberales,
tanto en América como en Europa y nada le complace más y más duraderamente que
la hospitalidad de Blancos liberales. Fiel a la buena tradición de Rousseau,
hace de su placer un favor principesco aceptando sus invitaciones. En su
biógrafo Fern Eckman escribe en 1968: “Cuando era presa de los dolores de la
creación, Baldwin pasaba de una casa a otra, como un rey medieval viajando en
su reino, honrando a los individuos del favor real otorgándoles el privilegio
de recibirle y servirle”. Invitaba a sus amigos en hoteles, transformaba sus
casa en club abierto a todos. Después se iba con cualquier pretexto (como le
dijo a uno de ellos) que “la casa era una verdadera plaza pública”. Uno de los
anfitriones declara con más respeto de admiración que de cólera: “Tener a Jimmy
en casa, no es recibir a un invitado sino entretener a una caravana”. Además,
siembra el odio, pero recoge servilismo. Curiosa e inquietante similitud con
Rousseau.
Su
odio fue largamente repartido y los Blancos liberales se llevaron la mayor
parte. Uno de ellos se lamentaba: “Tan liberado como se piensa es, Jimmy os
hace sentir que todavía tenéis un poco de tío Tom”. A principio de los años
1960, Podhoretz, su editor, pide a Baldwin que haga un estudio sobre la nueva
violencia negra predicada por Malcom X y sus Blancos musulmanes y le propone
publicarla en Commentary. Baldwin hace ese trabajo pero vende el
reportaje al New Yorker que le ofrece mucho más dinero. Acompaña a su
relato experiencias de jóvenes que aparecieron enseguida en su libro titulado La
Próxima Vez el fuego. Durante cuarenta y unas semanas consecutivas, figura
en un buen puesto en la lista de los best-sellers americanos y es
traducido en el mundo entero. A este respecto, opta por la deriva lógica deElNegro
Blanco de Mailer que no hubiera podido existir sin él. Pero esta obra tuvo
mucho mayor influencia, tanto en Estados Unidos como en otras partes. Pues esta
exposición sobre el racionalismo negro con base racial era la obra de un intelectual
negro que utilizaba las convenciones literarias y los discursos de la cultura
occidental. Tratado así el asunto respalda un nuevo tipo de racismo asímétrico,
pues ningún intelectual blanco había llegado a pretender que todos los blancos
odiasen a los Negros, y aún menos habían justificado este odio. Baldwin afirma
que ¡todos los Negros odiaban a los Blancos y tenían razón para odiarles!
Confiere pues una respetabilidad intelectual a una nueva forma de racismo negro
que rápidamente adquirió una extensión que fue adoptada por las comunidades
negras del mundo entero.
¿Creía
Baldwin realmente en la ineluctabilidad del racismo negro y en el abismo
infranqueable que separaba a las dos razas? Es posible dudarlo. El joven James
Baldwin habría reprobado severamente este conflicto en contradicción con sus
experiencias reales. Y eso ocurre porque el viejo Baldwin se ve obligado a
falsificar su historia personal. Los veinte últimos años de su vida reposan
sobre una mentira o por lo menos sobre una confusión culpable. Él vivía la
mayor parte del tiempo en el extranjero, abandonando sus enfrentamientos. Su
trabajo termina siendo consumido por el fuego que le alumbraba a él mismo y
deja de ser eficaz. Pero el espíritu de La Próxima Vez el fuego sobrevive
y refuerza el mensaje de los Damnificados de la Tierra de Frantz Fanon y
su polémica delirante. Baldwin promueve la retórica sartriana que sostenía que
la violencia era un derecho legítimo de los que eran víctimas de una iniquidad
moral por razón de su raza o de su clase social.
Llegamos
ahora a un torneado crucial de la vida del intelectual: su actitud a propósito
de la violencia. La mayor parte de los intelectuales seculares, pacifistas o
no, cayeron en el ilogismo o en la pura incoherencia. Debieron renunciar tanto
en la teoría como en la lógica a la violencia pues ella era la antítesis del
método racional para resolver los problemas. Pero en la práctica, de vez en
cuando, los intelectuales avalaban “el síndrome de la muerte necesaria” o la
aprobaban por simpatía hacia quienes la usaban. Ciertos intelectuales
confrontados a la violencia practicada por los que deseaban defenderla, se
servían de una transferencia ingeniosa para hacer recaer la responsabilidad
moral sobre sus adversarios.
Noam
Chomsky, el filósofo lingüista, escogía esta técnica. A este respecto él fue
más un utopista clásico que un hedonista. Nacido en Filadenfia en diciembre de
1928 rápidamente se convirtió en economista eminente y enseñó en gran número de
universidades reputadas, como el Instituto de tecnología de Massachussets, de
Colombia, de Princeton, de Harvard, etc. En 1957, el año en que Mailer publica El
Negro Blanco Chomsky produce una obra magistral, Structuressyntaxiques. Su
trabajo, extremadamente original pasa en aquella época por una construcción
decisiva a los viejos debates sobre la adquisición de conocimientos y una
respuesta pertinente a la cuestión propuesta por Bertrand Russell: “Cómo los
seres humanos, cuyos contactos con el mundo son breves, personales y limitados,
son sin embargo capaces de saber tanto”.
Dos
explicaciones se oponen. Primera hipótesis: los hombres nacen con ideas y como
escribe Platón en El banquete, “hay en el hombre que no sabe, verdaderas
opiniones que conciernen a lo que no sabe”. Los contenidos más importantes del
espíritu estarían ahí, desde el principio, si bien la estimulación externa o la
experiencia sacudiendo los sentidos sean necesarias para aportar ese
conocimiento a la consciencia. Para Descartes, este saber es más digno de
confianza que el otro, y todos los hombres nacen con un contenido residual de
ese saber. Pero sólo el que se refleja rinde cuentas de esta potencialidad. La
mayor parte de los filósofos europeos adoptaron más o menos este punto de
vista.
Hipótesis
opuesta: la de la tradición empírica anglosajona de Locke, Berkeley y Hume, que
sostienen que las características empíricas son hereditarias pero el espíritu,
en el nacimiento, es una tabla rasa. En este caso, las características
mentales se adquieren todas por la experiencia.Estas opiniones son generalmente
seguidas en Inglaterra, en los Estados Unidos y en los países de cultura
similar.
El
estudio de Chomsky sobre la sintaxis, el principio que gobierna los ensamblajes
de las palabras o sonidos para formar frases, le lleva a descubrir lo que él
llama “la lingüística universal”. Según él, las lenguas habladas en el mundo
son mucho menos diferentes de lo que parecen a primera vista y todas pertenecen
a una universalidad que determina la estructura jerárquica de las frases. Todas
las lenguas que estudia Chomsky y más tarde sus adeptos, se conforman con este
esquema. Según Chomsky, estas reglas invariables de sintaxis intuitiva son tan
profundamente ancladas en la consciencia humana que no pueden resultar más que
de una herencia genética. Nuestra aptitud al usar la lengua sería más innata
que adquirida. Puede que la interpretación de este dato lingüístico sea
incorrecto. Pero como es la única explicación plausible producida hasta ahora,
se ancla firmemente en el espíritu del campo cartesiano “continental”.
Este
postulado aumenta una excitación intelectual considerable tanto en los medios
académicos como en otras partes. Ello le valió a Chomsky una celebridad
comparable a la de Russell por su trabajo sobre los principios matemáticos, o
la de Sartre que hizo popular el existencialismo. Este tipo de notoriedad, para
los que la han adquirido porque dominan su propia disciplina, induce a la
tentación de usar este capital como trampolín cómodo para imponer sus
opiniones. Russell y Sartre, como Chomsky, sucumbieron a esta tentación. En el
curso de los años 1960, la política americana en Vietnam y la extrema violencia
que fue aplicada provocaron una agitación creciente entre los intelectuales del
Oeste y especialmente en América.
En
una época en que los intelectuales admitían el recurso a la violencia en nombre
de la igualdad racial y la erradicación del colonialismo, en la que incluso
aceptaban la existencia de grupos terroristas, ¿no era paradójica esta
reacción? ¿No encontraron repugnante la violencia cuando ella era practicada
por un gobierno democrático que deseaba proteger tres pequeños territorios de
la ocupación e instauración de un régimen totalitario? No existe ningún medio
lógico de resolver esta paradoja. Los intelectuales insurgentes contra la “violencia
institucional” justificaron la violencia individual (y sus variaciones) ¡para
combatir la violencia! ¡Estimaron esta motivación como suficiente! Fue
ciertamente bastante para Chomsky, puesto que se convirtió en jefe de filas de
los intelectuales que atacaban la política de Estados Unidos en Vietnam.
Es
cierto que los intelectuales de este tipo, tenidos por maestros en su
disciplina, no encontraban incongruente dejarla para ocuparse de los asuntos
públicos. Por consiguiente se tiene el derecho de suponer que no tiene más
autoridad en este dominio no importa quién. Es uno de sus rasgos
característicos. Su saber les confiere, según pretenden, una perspicacia
excepcional. Russell, es evidente, cree que sus talentos filosóficos le
autorizan a aconsejar valiosamente a la humanidad. En 1971, las conferencias de
Chomsky sobre Russell muestran que él también lo cree. Sartre sostiene que el
existencialismo es un remedio aplicable a los problemas morales de la guerra
fría y una buena respuesta al capitalismo y al socialismo. Y Chomsky encuentra
en su trabajo sobre la universalidad lingüística la prueba evidente de la
inmoralidad de la política americana en Vietnam. Se pregunta cómo.
Todo
depende, arguye, de la teoría del conocimiento por la que opta. Si, en el
nacimiento, el espíritu es tabla rasa, los seres humanos son maleables,
maleables no importa la forma dando a los sujetos un “camino de comportamiento”
controlado por el Estado, la corporación, la tecnocracia o el Comité central.
Pero si poseen estructuras innatas del espíritu, tienen necesidades intrínsecas
de esquemas culturales y sociales “naturales”. En este caso, los esfuerzos de
un Estado no pueden más que fallar y este proceso de fallo que entraña nuestro
desarrollo implica una terrible crueldad. La tendencia de Estados Unidos a
imponer sus esquemas de desarrollo socio-cultural y político con el pueblo de
Indochina es para él un ejemplo patente de la crueldad de este proceso.
Para
llegar a estas conclusiones, es preciso una perversidad poco común. Pero es
particularmente deprimente cuando se estudia la carrera de los intelectuales.
Suponiendo que el razonamiento de Chomsky sobre las estructuras innatas sea
válido, para hacer justo de ello un caso general sería necesario aplicarlo a
todas las formas de manipulaciones sociales. Pues por un sin número de razones,
esas maniobras fueron la ilusión de los tiempos modernos y su azote más grande.
En
el siglo XX, ese azote ha matado a millones de inocentes en la Unión Soviética,
en la Alemania nazi, en la China comunista como en otras partes. Las
democracias occidentales, a despecho de todos sus defectos, no casaron nunca
con esta causa. Al contrario, el contrato social fue una creación de los
intelectuales milenaristas que creyeron poder rehacer el universo con la sola
luz de su razón. Este contrato fue pues patrimonio de la tradición totalitaria.
Rousseau fue el pionero, Marx hizo un sistema y Lenin una institución. Los
sucesores de Lenin llevaron durante más de sesenta años la más larga
experiencia del contrato social de la historia. Su fallo confirmó bastante que
la teoría de Chomsky se aplica realmente. En la China de Mao, el contrato
social de su “Revolución cultural” se salda con millones de cadáveres y un
fracaso. Todos los esquemas de condicionamiento social aplicados por gobiernos
totalitarios fueron en su origen obra de intelectuales. El apartheid fue
concebido en su forma moderna, hasta el menor detalle, por el departamento de
psicología social de la universidad de Stellenbosch. Sistemas similares -la
ujaama en Tanzania, el “consciencismo” en Ghana, la negritud en Senegal, el
“humanismo” en Zambia, etc. -fueron elaborados en África en las clases de
ciencias políticas o de sociología de las universidades locales. La
intervención americana en Indochina, evidentemente imprudente y conducida de
una manera insensata, pretendía precisamente en su origen salvar a su pueblo de
las manipulaciones sociales.
Chomsky
descuida sus dones, no presta atención a los movimientos totalitarios
destinados a suprimir o modificar las características innatas. Encuentra la
democracia liberal y el capitalismo tan reprensible como la tiranía
totalitaria, capaces de la misma coerción sobre la bondad personal de los
individuos. La guerra de Vietnam fue un caso de opresión capitalista ejercida
sobre un pequeño pueblo que intentaba satisfacer sus propias necesidades
intuitivas. la aventura estaba pues abocada al fracaso y se saldó con un
tratamiento de una indescriptible crueldad.
Los
argumentos intelectuales como los de Chomsky jugaron incontestablemente un
papel mayor en la interpretación de los móviles de Estados Unidos destinados al
principio a dar una oportunidad a la democracia de desenvolverse en Indochina.
Cuando los americanos se retiran de Vietnam, fuerzas represivas les reemplazan
inmediatamente, como los partisanos de la intervención habían predicho. La
barbarie alcanza entonces su plenitud. En Camboya, el retrato de las tropas
americanas en 1975 fue seguido de los crímenes más espectaculares del siglo.
Fueron cometidos por un grupo de intelectuales marxistas educados en el París
de Sartre, a la cabeza de un formidable ejército. Su experiencia de
condicionamiento social sobrepasa incluso en crueldad la de Stalin o la de Mao
Tsé Tung.
La
reacción de Chomsky ante esas atrocidades fue instructiva, compleja, retorcida,
tan oscura que la tinta que propagó fluía. Se parecía a la de Marx y Engel
cuando las falsificaciones del discurso de Gladstone sobre el presupuesto
fueron descubiertas. El detalle lleva mucho tiempo, pero el resumen es
extremadamente simple. Los Americanos eran los malos. Y puesto que Chomsky no
pudo demostrar que los Estados Unidos directa o indirectamente no eran
responsables de las masacres de Camboya, él sostiene que nada prueba que
hubieran tenido lugar.
La
argumentación de Chomsky y de sus acólitos pasa por cuatros fases: 1- Estas
masacres eran una invención de la propaganda occidental.2.- Pudo haber algunas
matanzas, pero las torturas en Camboya habían sido explotadas cínicamente por
humanistas occidentales para evacuar cuanto antes “el síndrome del Vietnam”.
3.- Las matanzas eran más importantes de lo que se había pensado, pero eran el
resultado de brutalidades cometidas por criminales de guerra americanos sobre
sus propios paisanos. 4.- Chomsky termina por mencionar que a falta de un hábil
cambio de cronología, se había podido “probar” que las peores masacres no
habían tenido lugar en 1975 sino “a mitad del año 1978”. Habían sido perpetradas
por marxistas pero por “un puñado de universitarios camboyanos
tradicionalistas”, por razones de un “racismo ancestral anti vietnamita”. El
régimen había “perdido entonces su coloración marxista” y se había convertido
en “el vehículo de un populismo ultra chauvinista del nativo pobre”. Hasta tal
punto que este régimen había terminado por ganarse la aprobación de la CIA que
había exagerado la importancia de las masacres con fines de propaganda y había
incluso incitado a cometerlas antes. Si bien a fin de cuentas, los crímenes de
Pol Pot eran crímenes cometidos por la América. C.Q.F.D.
Alrededor
de los años 1985, la atención de Chomsky gira de prestársela a Vietnam, a
Nicaragua. Pero estaba demasiado lejos como para estar tentadoa discutir
todavía sobre ello con seriedad. Conocía la triste suerte de Sartre y de
Russell.
He
aquí pues otro intelectual que, tras haber parecido dominar a los demás, camina
penosamente sobre la ruta devastada del extremismo, un poco como el viejo
Tolstoi que, furioso e incoherente, deja Iasnaia Poliana. Parece producirse en
la vida de numerosos intelectuales milenaristas un siniestro cataclismo, una
suerte de menopausia cerebral que podría llamarse la derrota de la razón.
He aquí llegados al fin de nuestro estudio.
Hace justo doscientos años, los intelectuales seculares comenzaron a reemplazar
la vieja inteligencia clerical en su papel de guía y de mentor de la humanidad.
Nosotros hemos examinado el caso de un cierto número de individuos escogidos
entre los que desearon guiarla. Hemos estudiado su moralidad y sus
calificaciones para esta tarea, su actitud respecto a la verdad, la manera en
que se propusieron buscarla, verificar la exactitud de sus pruebas, y la
conclusión de que ellos se sintieron atraídos por la humanidad en general y por
los seres humanos en particular. Hemos
visto cómo trataban a sus amigos, a sus colegas, a sus servidores y sobre todo
a su propia familia, hemos constatado que en sus consejos no hubiese peligro.
¿Qué conclusiones podemos sacar? Los lectores lo juzgarán por sí mismos. Pero me parece haber detectado ahora en el público una cierta desconfianza hacia los intelectuales que pretenden estar en posesión de la verdad. Las gentes ordinarias tienen ahora la ocasión de refutar el derecho de los escritores y de los filósofos, sea cual sea su eminencia, y decirles cómo deben comportarse y gestionar sus negocios. Esta creencia parece propagarse. Los intelectuales no son tenidos por mentores avisados ni por ejemplos más válidos que las gentes doctas o los curas de otro tiempo. Comparto este escepticismo. En materia de política o de moral, una docena de personas escogidas al azar en la calle son capaces de emitir advertencias tan razonables como los de la intelligentsia. Incluso voy más lejos. Una de las grandes lecciones de nuestro siglo trágico en el que tantos millones de vidas inocentes fueron sacrificadas en nombre de sistemas que pretenden mejorar la suerte de la humanidad, es que hay que desconfiar de los intelectuales. Sería preciso no sólo tenerles lejos del poder, sino también mostrarles una desconfianza creciente cuando tratan de imponer su opinión colectiva. Desconfiar de los comités, de las conferencias y de las ligas de los intelectuales. No confiar nunca en sus declaraciones salidas de criterios básicos. Hacer poco caso de sus veredictos sobre los dirigentes políticos o sobre los acontecimientos importantes. Pues los intelectuales, lejos de ser gentes individualistas e inconformistas, siguen ciertos esquemas regulares de comportamiento. En grupo, se muestran a menudo ultra conformistas hacia quienes aprueban sus búsquedas y sus valores. Estos son quienes les hacen peligrosos en masa, pues son capaces de crear corrientes de opinión para imponer ortodoxias que a menudo generan acciones irracionales y destructivas. Pero, por encima de todo, debemos recordar que los intelectuales obligan generalmente, pero los seres humanos son más importantes que los conceptos. La tiranía de las ideas desprovistas de corazón es el peor de los despotismos.