
Dicen los castellanos que hablando se entiende la gente. ¿Verdaderamente creemos que hablando se entiende la gente? Desde luego ni los políticos cuando hablan ni los periodistas cuando escriben de política, demuestran tener el más mínimo propósito de entenderse. Es más, de poco o de nada sirve hablar el mismo idioma si no se comparte la mentalidad. Y en política, si luego cada bando da un significado distinto a cada palabra. Cuarenta años de mordazas no han traído más que convulsas logorreas que nos hacen dar más valor al silencio.
Pues una cosa es el idioma y otra el lenguaje. Si el idioma no se expresa desde mentalidades similares, no habrá entendimiento entre dos. La distinta mentalidad que pone en boca al idioma puede separar tanto a dos interlocutores que parecerán estar hablando distintos idiomas. Por eso nos comunicaremos mejor con un lapón o con un zulú aunque no hablemos su lengua ni ellos la nuestra, que con tantos que hablan el castellano en la que ahora escribo.
Es más, me entenderé mil veces mejor con cualquiera de los que hablan uno de los 6.000 idiomas que según Ethlogue se hablan en el mundo, que con mi vecina castellana. La primera barrera es la edad: ambos tenemos vivencias muy diferentes; la segunda es el sexo: ella se declara feminista y yo, para ella, soy machista; sus estudios, su educación y su economía y los míos son empalizadas que se alzan entre los dos. Y ¿la ideología? Ella profesa pura faes, yo ninguna. Así es que al encontrarnos frente al más mínimo problema común, en cuanto hablamos, en lugar de arreglarlo lo agravamos. Es así: hablamos el mismo idioma pero tenemos mentalidades completamente diferentes. Y así más valdría buscar un mediador.
Pues esto mismo pasa en el Congreso y a los políticos fuera de él. Los parlamentarios españoles hablan en el parlamento castellano, pero tienen mentalidades irreconciliables. Y una concretamente sólo se dedica a poner todo su empeño en que cualquiera iniciativa que no sea suya fracase. Su mentalidad no ha entrado todavía en el milenio que vivimos…
De todo esto resulta que en
Yo, por mi parte, estoy poco a poco renunciando a la conversación en castellano y quedándome sólo en el hola y el adiós. Cada cháchara está infectada, o de sexo o de política a pesar del pésimo interés que ésta suscita más allá de los chismes de comadre y de las pésimas noticias que nos llegan desde Euskadi. Quizá por eso estoy dándome cuenta de por qué decía Cicerón: “nunca estoy menos solo que cuando estoy solo (y menos ocioso que cuando estoy ocioso”).
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