sábado, 6 de noviembre de 2010

Las mentalidades


Dicen los castellanos que hablando se entiende la gente. ¿Verda­deramente creemos que hablando se entiende la gente? Desde luego ni los políticos cuando hablan ni los periodistas cuando escri­ben de política, demuestran tener el más mínimo propósito de en­tenderse. Es más, de poco o de nada sirve hablar el mismo idioma si no se comparte la mentalidad. Y en política, si luego cada bando da un significado distinto a cada palabra. Cua­renta años de mordazas no han traído más que convulsas logorreas que nos hacen dar más valor al silencio.


Pues una cosa es el idioma y otra el lenguaje. Si el idioma no se expresa desde mentalidades similares, no habrá entendimiento en­tre dos. La distinta mentali­dad que pone en boca al idioma puede se­pa­rar tanto a dos interlocutores que parecerán estar hablando dis­tintos idiomas. Por eso nos comunicaremos me­jor con un lapón o con un zulú aun­que no hablemos su len­gua ni ellos la nuestra, que con tantos que hablan el caste­llano en la que ahora es­cribo.


Es más, me entenderé mil veces mejor con cualquiera de los que hablan uno de los 6.000 idiomas que según Ethlogue se hablan en el mundo, que con mi vecina caste­llana. La primera barrera es la edad: ambos tene­mos vi­vencias muy diferentes; la segunda es el sexo: ella se de­clara femi­nista y yo, para ella, soy machista; sus es­tudios, su edu­cación y su economía y los míos son empali­zadas que se alzan entre los dos. Y ¿la ideología? Ella pro­fesa pura faes, yo nin­guna. Así es que al encontrarnos frente al más mí­nimo pro­blema común, en cuanto hablamos, en lugar de arre­glarlo lo agra­vamos. Es así: hablamos el mismo idioma pero tene­mos mentalida­des com­pleta­mente dife­rentes. Y así más valdría buscar un media­dor.


Pues esto mismo pasa en el Congreso y a los políticos fuera de él. Los parlamentarios españoles hablan en el parlamento castellano, pero tie­nen mentalidades irreconciliables. Y una concretamente sólo se dedica a poner todo su empeño en que cual­quiera iniciativa que no sea suya fracase. Su mentalidad no ha entrado to­davía en el mi­lenio que vivimos…


De todo esto resulta que en la España de pensa­miento único y múlti­ples mentalidades, el castellano cada vez tiene menos peso específico en el mundo aunque sea la segunda lengua más hablada: lo usan los castellano-parlantes para detestar­se, los políticos para in­sultarse, y los periodistas para mo­farse de los políticos contrarios o satiri­zarles. Así no vamos a nin­guna parte. Es lo que tiene la inma­durez cuando se afrontan los acontecimientos sociales con la es­casa retórica política que ha podido practicar este país en castellano a lo largo de su cortísima historia liberal: todo nos sitúa a todos al ni­vel de zu­ru­petos.


Yo, por mi parte, estoy poco a poco renunciando a la conversación en castellano y quedándome sólo en el hola y el adiós. Cada chá­chara está infec­tada, o de sexo o de política a pe­sar del pésimo inte­rés que ésta sus­cita más allá de los chis­mes de comadre y de las pésimas noticias que nos llegan desde Eus­kadi. Quizá por eso estoy dándome cuenta de por qué decía Cicerón: “nunca es­toy menos solo que cuando estoy solo (y menos ocioso que cuando estoy ocioso”).


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